CAPÍTULO 40

Vaintè no sintió desesperación ni temor ante su encuentro con Lanèfenuu. Había tenido sus pérdidas, unas pérdidas espantosas…, pero había sido un éxito también.

En la batalla tenías que aceptar una cosa a fin de conseguir la otra. La victoria final era todo lo que importaba, todo lo que sería recordado. Estaba segura de esto en su interior, no tenía ni el menor asomo de duda pero seguía tranquilizándose a sí misma una y otra vez con esta fuerza. Lanèfenuu podía dudar, y no quedaría convencida a menos que Vaintè le presentara la seguridad del éxito como un caparazón que la envolviera por todas partes.

—Deseo de cambio de posición, insuficiencia de luz —dijo la tripulanta con el pincel y la pintura, modificando la demanda con controladores de extrema humildad.

El uruketo había alterado su curso, debían de estar acercándose a Ikhalmenets, de modo que el haz de luz solar que penetraba por la abierta aleta se había apartado de ella. Vaintè se inclinó hacia delante para retirar el peso de su cuerpo de su cola y avanzó hacia la luz para examinar el trabajo. Adornadas hojas doradas trazaban espirales que descendían por sus brazos desde sus hombros hasta terminar en dibujos de frutos sobre el dorso de sus manos. Quizá demasiado adornadas, pero adecuadas para aquella importante reunión. Hizo signo de satisfacción y aprobación: la tripulanta devolvió extrema gratitud.

—Es excelente, suave al tacto, espléndido en dibujo —dijo Vaintè.

—Es mi placer hacer cualquier cosa para ayudar a la Salvadora.

Vaintè estaba oyendo cada vez más ese término en estos últimos días. Al principio había sido expresado como la-que-nos-ayuda, pero había ido cambiando gradualmente a la-que-nos-salva. Eso era lo que pensaban las yilanè de Ikhalmenets, y lo que decían. No tenían dudas, no les importaba en absoluto que las fargi que habían muerto hubieran tenido la posibilidad de vivir.

Podían ver la nieve cada vez más baja en el pico de la montaña, podían sentir el frío aliento del interminable invierno arrastrarse cada vez más cerca. La eistaa debía compartir con toda seguridad esos mismos sentimientos, hasta cierto grado al menos.

Vaintè estaba al lado de la comandanta del uruketo, en la parte superior de la aleta, cuando nadaron al interior del puerto de Ikhalmenets. Con poderosa gracia, el enorme animal pasó la hilera de otros uruketo hasta llegar a su propio lugar junto a los muelles. Los enteesenat siguieron hacia delante en un torrente de espuma, en busca de su recompensa. Una pequeña ola golpeó contra el costado de madera del muelle y pasó por encima del lomo del uruketo luego este fue sujetado y amarrado.

Vaintè miró hacia abajo e hizo signo a una tripulanta dentro del uruketo.

—Akotolp de alto rango, presencia deseada.

Vaintè observó el desierto muelle y ocultó su desagrado en su inmovilidad mientras aguardaba a la científica.

La eistaa sabía del regreso de Vaintè. Había enviado a buscarla, y sabía que iba a bordo de este uruketo. Sin embargo, nadie la aguardaba en el muelle, nadie de rango para recibirla. Si no un insulto, sí era seguramente una advertencia. Una que Vaintè no necesitaba. Lanèfenuu no había mantenido en secreto sus sentimientos acerca de la manera en que se estaba desarrollando el conflicto con los ustuzou. Hubo mucho bufar y jadear abajo, y Akotolp apareció.

—Este trepar me mata —se quejó la gorda científica—. Viajar en uruketo es una incomodidad.

—¿Vendrás conmigo a ver a la eistaa?

—Con placer, fuerte Vaintè. Para ofrecerte toda la ayuda y apoyo que pueda. —Hizo girar un ojo hacia la comandanta, vio su espalda vuelta hacia ellas mientras supervisaba el amarre, antes de hablar de nuevo—. Toma fuerzas del conocimiento de que sólo has hecho lo que te fue ordenado. Ninguna fargi o yilanè falló nunca por seguir órdenes.

Vaintè expresó gratitud por la comprensión, luego añadió:

—Desearía que fuese tan fácil, buena Akotolp. Pero yo mando las fuerzas, así que debo aceptar la responsabilidad de todo fracaso. Ven.

Lo que habían esperado resultó obvio cuando llegaron al ambesed. La eistaa estaba allí, sentada en su lugar de honor, con sus consejeras agrupadas tras ella. Pero el gran espacio abierto estaba vacío, el arenoso suelo alisado y rastrillado. Mientras lo cruzaban hacia Lanèfenuu dejaron una doble hilera de huellas. Lanèfenuu permaneció sentada, erguida e inmóvil, mientras se acercaban.

Sólo cuando se detuvieron ante ella e hicieron signo de lealtad y atención se volvió y clavó en Vaintè una fría mirada.

—Ha habido fracaso y muerte, Vaintè, fracaso y muerte.

Vaintè modeló sus miembros en respeto a su superioridad mientras hablaba.

—Muerte, lo admito, eistaa. Buenas yilanè han muerto. Pero no ha habido fracaso. El ataque prosigue.

Lanèfenuu se enfureció de inmediato.

—¿No llamas fracaso a la destrucción de toda una fuerza?

—No lo hago. En este mundo es comer o ser comido eistaa, tú entre todas las yilanè lo sabes. Hemos sido mordidas por los ustuzou…, pero seguimos viviendo para consumirlos vivos. Te dije que eran un enemigo peligroso, y nunca dije que no fuera a haber pérdidas.

—Me dijiste eso, es cierto. Pero olvidaste poner un número a los cadáveres yilanè, hacerme la cuenta de los tarakast y los uruktop muertos. Estoy muy disgustada, Vaintè.

—Me inclino ante tu ira, fuerte Lanèfenuu. Todo lo que tú dices es correcto. Olvidé darte un número para aquellas que iban a morir. Te lo doy ahora, eistaa.

Abrió los brazos en un gesto de totalidad, pronunciando el nombre de aquella gran ciudad.

—Ikhalmenets morirá, todas en ella morirán, esta se convertirá en una ciudad de muertas. Todas estáis condenadas.

Las consejeras de Lanèfenuu gimieron agónicamente ante el terror que evocaba sus palabras, siguieron su dedo que apuntaba hacia la gran montaña, el volcán extinto que gravitaba sobre la isla, vieron sin desear ver la nieve que resplandecía allí.

—El invierno llega, eistaa, un invierno sin fin. Cada invierno la nieve está más baja en la montaña. Un día, pronto, alcanzará esta ciudad, y nunca se fundirá. Todas las que sigan aquí morirán.

—Hablas por encima de ti misma —exclamó Lanèfenuu, y saltó de pie con un gesto de gran furia.

—Digo solamente la verdad, gran Lanèfenuu, eistaa de Ikhalmenets, líder de sus yilanè. La muerte llega.

Ikhalmenets debe ir a la tierra de Gendasi antes de que se produzca el desastre. Trabajo solamente para salvar esta ciudad. Como tú, lamento la muerte de nuestras hermanas y nuestros animales. Pero algunas tienen que caer para que todas podamos vivir.

—¿Por qué? Tenemos Alpèasak. Tus informes me dicen que crece bien, y que pronto Ikhalmenets podrá ir a Alpèasak. Si eso es así…, ¿qué necesidad tenemos de estas muertes?

—La necesidad es destruir a los ustuzou. Tiene que haber una solución final a su amenaza. Mientras sigan con vida, son un peligro. Recordarás que en una ocasión destruyeron y ocuparon Alpèasak. Eso no debe volver a ocurrir.

La ira seguía modelando el cuerpo de Lanèfenuu. Sin embargo, meditó cuidadosamente lo que Vaintè acababa de decir antes de responder. Akotolp aprovechó el momentáneo silencio para avanzar un paso.

—Gran Lanèfenuu, eistaa de Ikhalmenets ceñida por el mar, ¿puedo hablarte de lo que se ha conseguido, de lo que aún queda por hacer, para llevar Ikhalmenets a Alpèasak?

Lanèfenuu se mostró furiosa ante la interrupción, luego reprimió sus sentimientos cuando se dio cuenta de que la furia no conseguiría nada aquel día. Vaintè no temblaba de miedo ante ella como hacían las otras…, ni tampoco esta gorda yilanè de ciencia. Se reclinó en su asiento e hizo signo a Akotolp de que hablara.

—Sólo hay algunas maneras en las que un animal puede atacar, en las que una enfermedad puede matar.

Tras cada infección, una buena científica determina la causa y encuentra el remedio. Una vez utilizado, cualquier nuevo ataque en particular nunca volverá a tener éxito. Los ustuzou quemaron nuestra ciudad…, así que ahora hacemos crecer ciudades que no pueden ser quemadas. Los ustuzou nos atacaron por la noche, ocultos por la oscuridad. Fuertes luces los revelan ahora, nuestros dardos y enredaderas los matan.

Lanèfenuu rechazó pasados éxitos con un gesto de desdén.

—No es una lección de historia lo que necesito, sino una victoria.

—La tendrás, eistaa, porque es inevitable. Ataca y huye, muerde y corre, esta es la bestial manera de actuar de los ustuzou. El crecimiento lento, el éxito inevitable, es yilanè.

—¡Demasiado lento!

—Lo bastante rápido con la victoria inevitable.

—No veo ninguna victoria en las muertes de mis yilanè.

—Aprendemos. No volverá a ocurrir.

—¿Qué es lo que habéis aprendido? Sólo sé que, rodeadas por defensas infranqueables, murieron. Todas ellas.

Akotolp hizo signo de asentimiento…, pero añadió también fuerza de la inteligencia.

—Las fargi estúpidas pueden ser presas del pánico y correr y hablar de ustuzou invisibles. Eso es lo que dice la ignorancia. La ciencia no tiene secretos que no puedan ser descubiertos a través de la diligencia y la aplicación.

Lo que un ustuzou puede hacer, yo puedo imaginarlo.

Efectué un examen, luego utilicé animales entrenados con buen olfato para rastrear a los ustuzou. Encontré por dónde se habían acercado al campamento, descubrí el camino que siguieron cuando se marcharon.

La eistaa se sintió intrigada y prestó atención, olvidada por el momento su furia. Vaintè sabía exactamente lo que estaba haciendo Akotolp, y se sintió agradecida.

—Descubriste cómo vinieron, cómo se fueron —dijo Lanèfenuu—. Pero cómo atacaron y mataron…, ¿descubriste esto también?

—Por supuesto, eistaa, porque los bestiales ustuzou caerán siempre ante la ciencia yilanè. Los ustuzou observaron que nuestras fuerzas siempre montan sus campamentos en los mismos lugares. Así que, antes de que llegara la fuerza atacante, cavaron madrigueras como los animales que se ocultan bajo tierra y aguardaron dentro de ellas. Muy simple. No vinieron a nosotras… nosotras fuimos a ellos. Durante la oscuridad de la noche, salieron y mataron.

Lanèfenuu se mostró asombrada.

—¿Hicieron eso? ¿Poseen esa inteligencia? Tan simple…, y sin embargo tan mortífero.

—Poseen una inteligencia bestial que nunca debemos subestimar. Pero esta manera de ataque jamás volverá a tener éxito. Nuestras fuerzas se detendrán por las noches en lugares distintos cada vez. Llevarán con ellas animales que huelan y descubran al enemigo oculto y las entradas ocultas de sus madrigueras.

Lanèfenuu había olvidado su furia mientras escuchaba, y Vaintè aprovechó su cambio de humor.

—Ha llegado el momento, eistaa, de volver nuestras espaldas a la nevada montaña y mirar en cambio a las doradas playas. Alpèasak ha sido limpiada no sólo de ustuzou, sino también de todas las plantas mortales que los arrojaron de allí. Las defensas han sido plantadas de nuevo, y estas no pueden arder. Los ustuzou se han retirado a gran distancia y entre ellos y la ciudad están nuestras fuerzas. Ha llegado el momento de regresar a Alpèasak. Será de nuevo una ciudad yilanè.

Lanèfenuu se puso de pie ante aquellas noticias y rascó victoriosamente el suelo con sus garras.

—¡Entonces partiremos, estamos seguras!

Vaintè alzó ambas manos, de un rosa restrictivo.

—Esto es el principio…, pero todavía no el final. Es necesaria ayuda para hacer la ciudad segura, para ayudar a su crecimiento. Todavía no hay comida suficiente para la multitud de una ciudad. Pero es un principio Puedes enviar un uruketo cargado de yilanè y fargi experimentadas, dos como máximo.

—Unas cuantas gotas donde yo deseaba un océano —dijo Lanèfenuu con cierta amargura—. Que así sea. Pero ¿y los ustuzou? ¿Qué hay de ellos?

Considéralos muertos, eistaa, apártalos de tus pensamientos. Akotolp necesita algunas provisiones, yo obtendré más fargi. Luego partiremos. No habrá un choque final de armas, sino más bien un lento e inevitable estrangulamiento, como cuando una gran serpiente se enrolla en torno de su víctima. Aunque la víctima se debata…, el fin es inevitable. Cuando acuda a ti la próxima vez, te informaré de esta victoria final.

Lanèfenuu se sentó y digirió aquel concepto, con sus cónicos dientes rechinando ligeramente como un eco a sus pensamientos. Todo estaba tomando demasiado tiempo, demasiadas habían muerto. Pero ¿había otro camino? ¿Quién podía reemplazar a Vaintè? Nadie…, esa era una pregunta fácil de contestar. Nadie más tenía su conocimiento de los ustuzou. O su odio. Cometía errores, pero no eran errores fatales. Los ustuzou podían ser perseguidos y destruidos, estaba convencida de ello ahora.

Eran demasiado venenosos para permitírseles vivir. Vaintè se ocuparía de esa destrucción. Mientras su ojo izquierdo contemplaba a Vaintè, su ojo derecho giró lentamente hacia arriba para mirar el pico de la montaña, cubierto de nieve. Este invierno era la primera vez que el mortal blanco había descendido hasta el borde mismo de los árboles verdes. Tenían que marcharse antes de que alcanzara la ciudad. No había otra elección.

—Ve, Vaintè —ordenó, haciendo signo de despedida.

Toma lo que necesites y persigue a los ustuzou. No quiero verte de nuevo hasta que me traigas la noticia de su destrucción. —Entonces su furia estalló de nuevo—. Si no están muertos, tú morirás en su lugar, lo prometo.

¿Me comprendes?

—Completamente, eistaa —Vaintè se irguió e irradió fuerza y seguridad—. No será de otra manera. Lo veo claramente. Si ellos no mueren…, yo lo haré. Esta es la seguridad que te doy. Mi vida. No te prometo menos en tu causa.

Lanèfenuu hizo signo de aceptación y reacia admiración. Vaintè haría lo que tuviera que hacer.

Vaintè tomó su aceptación como despedida, se dio la vuelta y se alejó con paso firme, con Akotolp resoplando tras ella, apresurándose para mantenerse a su altura a medida que Vaintè caminaba más y más aprisa. Apresurándose hacia su destino.

Su victoria.

Nangequaqavoq sitkasiagpai.

Dicho paramutano

El destino no es importante, sólo el viaje.