La nueva ciudad estaba primero, Ambalasi lo sabía muy bien, pero lamentaba cada momento que no pasaba estudiando a las sorogetso. Así era como había llamado a aquellas criaturas estrechamente relacionadas con las yilanè: las silenciosas, porque aunque podían comunicarse, parecía que podían hacerlo solamente en los términos más simples, como si aún fueran jóvenes elininyil en el mar. Aunque esto era sólo una suposición hecha después de su primer contacto con ellas; aquel primer éxito no se había repetido. Las sorogetso no se acercaban al páramo de la península, sino que permanecían escondidas en la jungla de más allá. Y ella estaba demasiado ocupada con los interminables problemas de hacer crecer una ciudad, con la ayuda indiferente de las Hijas de la Desesperación, para tener alguna oportunidad de buscarlas. También estaba sintiendo cada vez más su edad.
Ahora permanecía tendida a la sombra de un arbusto de crecimiento rápido y examinaba los especímenes de cultivo en su sanduu. Los ojos-lente del enormemente mutado animal estaban orientados a la luz del sol, y la imagen proyectada se veía claramente en la sombra. La mayor parte de la vida microscópica era familiar para ella. Aquí no había microbios patógenos que ver, ni tampoco crecía hongo perjudicial alguno en el esterilizado suelo. Bien.
—Envía a buscar a Enge —ordenó a su ayudanta Setessei, que había estado cambiando los especímenes para ella.
Luego se reclinó en la tabla de descanso y suspiró. La vida era demasiado corta para todo lo que deseaba hacer.
Lanèfenuu había sido generosa con ella, y su vida en la ahora distante Ikhalmenets había sido un placer de relajada investigación. ¿Cuántos años había permanecido allí? Había perdido la cuenta. Aún seguiría allí de no haber sentido un creciente interés en los aspectos biológicos de la filosofía de las Hijas. Luego, movida por un repentino impulso, había echado a un lado toda aquella comodidad a cambio de esta dura tabla bajo un arbusto espinoso. ¡No!…, su cuerpo se agitó con la fuerza de sus pensamientos. Quizás el estudio de las Hijas de la Desesperación hubiera sido un error, pero el viaje hasta allí no lo había sido. Qué riqueza de nuevo material había descubierto; cómo sería reverenciada por llevarlo a la atención de las científicas de Entoban que aún no habían nacido. Saboreó el pensamiento. Sólo las gigantescas anguilas ya eran importantes…, sin mencionar la existencia de todo un nuevo continente. Y otra cosa de importancia, de una muchas veces amplificada importancia.
Las sorogetso. Paciencia, tenía que ser paciente. Proceder paso a paso. Necesitaba seguridad, paz, tranquilidad para trabajar. Necesitaba la ciudad para trabajar en ella, las inútiles hermanas para proveer a todas sus necesidades y comodidades mientras ella estudiaba a las sorogetso. Por esta razón, si no por otra, la ciudad debía crecer rápida y perfectamente. Suspiró de nuevo, había seguido aquella misma cadena de pensamientos demasiadas veces antes. Le gustara o no, esto era lo que tenía que hacer.
Una sombra cruzó su visión, y se dio cuenta de que Enge estaba ante ella, aguardando pacientemente mientras ella terminaba su conversación interior consigo misma. Ambalasi giró un ojo hacia Enge e hizo signo de mucha atención.
—Hemos alcanzado un momento importante en el desarrollo de esta nueva ciudad. La pared es fuerte, las plantas inútiles han sido eliminadas, los arbustos de sombra están creciendo. Este trozo de tierra a mi lado ha sido cavado y vuelto a cavar, esterilizado y fertilizado, y está tan preparado como jamás pueda llegar a estarlo.
Sólo queda una cosa por hacer. Sembrar la semilla de la ciudad.
La tomó de su contenedor y la sostuvo en alto ante ella. Enge se dejó caer de rodillas en silenciosa admiración. Contempló la retorcida forma amarronada durante un largo momento antes de hablar.
—Lo primero y más importante de mi vida fue mi descubrimiento de Ugunenapsa. Ahora, este es seguramente el segundo momento más importante de mi existencia. De ello sólo a ti debo darte las gracias, Ambalasi, y hemos llamado a toda esta nueva tierra con tu nombre para honrarte. Tú nos has proporcionado la libertad, nos has traído a través del océano, nos has conducido hasta Ambalasokei, donde harás crecer nuestra ciudad para nosotras. ¿Puedo llamar a las otras para que presencien la siembra?
—La siembra es lo importante…, no el momento. Tienen que seguir trabajando.
—Desearán rendir honores a la siembra. Rendirte honores a ti.
—Bien…, si insistes. Pero es una terrible pérdida de tiempo.
La noticia se difundió rápidamente, y las Hijas se apresuraron a dejar sus trabajos, con las bocas enormemente abiertas al calor del mediodía. Se agruparon en silencio en torno de Enge, empujándose unas a otras para ver la depresión que esta había cavado en el blando suelo. Ahora la estaba llenando de agua, bajo la dirección de Ambalasi.
—Ya es suficiente, no querrás ahogarla o pudrirla —dijo la vieja científica. Alzó la semilla, y las Hijas oscilaron de uno a otro lado en silenciosa reverencia—. Ahora, ¿quién de vosotras va a sembrarla?
Ante el profundo pesar de Enge, se inició una ardiente discusión; los brazos se agitaron rápidamente y las palmas llamearon todos sus colores.
—Debemos discutir…
—¿Qué hubiera hecho Ugunenapsa?
—Es un asunto de precedencia. Aquellas que primero llegaron a Ugunenapsa deben ser las más sabias. Así que elegiremos por precedencia, preguntaremos a todas…
—Respetuosamente solicito silencio —dijo Enge, repitiendo sus palabras con modificadores de importancia y urgencia, hasta que al fin todas callaron—. Sólo hay una yilanè adecuada para esta importante tarea. Ella nos trajo a todas aquí, ella trajo la semilla de la ciudad, ella es quien debe sembrarla.
—Estúpida pérdida de tiempo —dijo Ambalasi, gruñendo mientras se ponía de pie, pero halagada pese a su exhibido desdén. Las Hijas podían ser locuaces y discutidoras…, pero al menos sabían respetar lo suficiente la inteligencia y la habilidad. Avanzó arrastrando los pies hasta el borde del empapado agujero en el suelo, con la semilla aferrada entre sus pulgares.
—Con esta ceremonia… —empezó a decir Enge, y se detuvo, impresionada, cuando la científica dejó caer simplemente la semilla en el agujero, pateó un poco de tierra encima, luego regresó a su tabla de descanso, mientras decía por encima del hombro:
—Echadle un poco más de agua…, luego volved todas al trabajo.
En el horrorizado silencio que siguió, Enge fue la primera en recuperarse; avanzó unos pasos, luchó por encontrar las expresiones correctas.
—Con agradecimiento, nuestro gran agradecimiento a Ambalasi, la más alta entre las altas. Nos ha honrado a todas sembrando la semilla de nuestra ciudad, la primera ciudad de las seguidoras de Ugunenapsa. Como hemos discutido, muchas y muchas veces…
—¡Estoy segura de ello!
—… no puede haber más que un nombre para esta ciudad. Será llamada Uguneneb, la Ciudad de Ugunenapsa, y será honrada por siempre con ese nombre.
Movimientos de placer, gritos de felicidad. Agitación de desdén por parte de Ambalasi, que exclamó:
—Ya basta. A trabajar. Hay mucho que hacer. Tú, Enge, quédate. Pero ordena al resto de estas criaturas que vuelvan a sus tareas.
—No puede ordenárseles… —vio la creciente furia de Ambalasi, y se volvió rápidamente hacia las demás—. En honor a Ambalasi, y en honor a Ugunenapsa, que nos guía a todas, debemos hacer crecer bien esta ciudad, así que todas debemos regresar a las tareas que hemos elegido. Os recuerdo nuestra decisión mutua. Haremos todo lo que hay que hacer.
Se volvió de nuevo hacia Ambalasi, que hizo signo de importancia en dirección a la jungla mientras hablaba.
—Creo que ahora debemos empezar nuestro trabajo con las sorogetso. ¿Nos han estado observando?
—Lo han estado haciendo. Tal como solicitaste, todas las veces que han sido vistas he sido informada de ello.
Nos observan muy a menudo desde las sombras de los árboles, incluso se acercan más a lo largo de la orilla del río.
—¿No han sido abordadas?
—No, como tú ordenaste. Pero han sido observadas. En estos momentos hay tres de ellas mirándonos.
—¿Qué? ¿Por qué no se me ha comunicado?
—Tus instrucciones fueron observar y registrar…, no actuar.
—Hay veces en las que se requiere independencia de pensamiento. Me sorprende tu falta de iniciativa, Enge.
Enge prefirió no responder a aquella imposible afirmación. Ambalasi se puso de pie y miró alrededor.
—¿Dónde están? No veo nada.
—Eso se debe a que miras en la dirección equivocada. Detrás de ti en la orilla del río, hay un reborde por encima del agua donde crecen nuevos arbustos. Nadan diariamente hasta allí y nos observan desde su escondite.
—¿No han sido molestadas?
—No, por supuesto que no.
—Ocasionalmente, supongo que por simple casualidad, tus seguidoras hacen algo correcto. Ahora pensaremos en cómo contactar con las sorogetso. Iré e iniciaré la comunicación.
—No —dijo Enge, con signos de fuerza y mando. Ambalasi se dejó caer hacia atrás impresionada, porque en toda su memoria viva nadie le había hablado nunca de aquella manera. Enge se dirigió de nuevo a ella, rápidamente, antes de que el volcán del temperamento de la científica estallara—: Te hablé antes de mis estudios sobre comunicación. Te diré ahora que he desarrollado teorías de sonido-color-movimiento que me complacerá explicarte. También he trabajado extensamente estudiando la comunicación de fargi y elininyil, y he hecho lo mismo con los machos en el hanale. He estudiado los registros y he descubierto que soy la única que ha hecho esto desde hace mucho tiempo. Puesto que soy una especialista, sé que desearás escuchar mis sugerencias. —Vio que la ira de Ambalasi estaba creciendo, a punto de estallar—. No castigaste a Elem por ejercer su conocimiento especializado para alimentar al uruketo —añadió rápidamente.
Ambalasi se dejó caer hacia atrás…, e hizo un leve movimiento de sutil apreciación.
—En la plenitud del tiempo no puedes situarte a mi altura, Enge, pero ocasionalmente presentas un destello de luz que me proporciona regocijo. Estoy muy cansada así que aprovecharé esta oportunidad de permanecer en la sombra y escucharte mientras tú te explicas.
—En primer lugar —dijo Enge, alzando un pulgar en un gesto positivo, porque había meditado mucho e intensamente en ello—, debe ir una sola…, como tú hiciste con el pez.
—Aceptado. Si yo soy esa.
Enge no se detuvo a discutir, sino que prosiguió:
—En segundo lugar, debe establecerse una relación.
Han tomado nuestra comida, un símbolo de compartir pero ahora deben ser satisfechas en un nivel distinto. En estos momentos se estarán preguntando qué tipo de criaturas somos, qué estamos haciendo aquí…, pero no debemos responderles de inmediato. El conocimiento tiene que ser compartido. Si les entrego algo, desearé algo a cambio.
—¿Y cómo puede hacerse esto?
—Si observas…, te lo mostraré.
Enge se volvió rápidamente y se alejó, antes de que la siempre dispuesta ira de Ambalasi pudiera envolverla.
Se dirigió con lentitud hacia los arbustos que ocultaban a las observadoras sorogetso.
Caminó más y más lentamente cuando vio movimientos preocupados, y finalmente se detuvo y se instaló confortablemente sobre su cola. Lo bastante cerca como para ser comprendida, pero no tan cerca como para poder ser considerada una amenaza. Alzó las palmas de ambas manos.
—Amiga —dijo, una y otra vez, de la manera más simple posible, utilizando sólo colores, sin verbalización.
Se detuvo y miró a los arbustos. Cuando no hubo reacción de las ocultas observadoras, lo repitió de nuevo. Relajadamente, sin impacientarse, radiando calma y serenidad.
—Amiga —eso era todo lo que iba a decir. Ahora el resto correspondía a ellas—. Amiga.
El sol avanzó por el cielo, y las sorogetso se agitaban inquietas. Finalmente, una de ellas se abrió camino entre los arbustos y avanzó unos pasos al frente, sus ojos dos rendijas verticales contra el resplandor. No era la misma que habían visto en la jungla, sino que era más alta y más musculosa, y se erguía arrogante, con la mandíbula alzada. Cuando Enge no hizo ningún movimiento, la recién llegada rascó el suelo con sus garras en un simple movimiento agresivo.
—No miedo —dijo Enge—. No miedo de mí. —La sorogetso se mostró desconcertada, y Enge repitió lo mismo de maneras distintas, siempre tan sencillamente como le fue posible, hasta que la sorogetso comprendió y su cresta se puso rígida con ira.
—Yo… miedo… ¡no! Tú… miedo.
El contacto se había establecido pero Enge no se permitió exhibir su placer. En vez de ello, llameó simplemente de nuevo los colores de amistad. Luego su nombre.
Ambalasi, que la observaba a distancia, no podía ver ninguno de los detalles de este primer contacto. Pero duró hasta que el sol estaba ya bajo en el cielo, luego terminó bruscamente cuando la sorogetso se dio la vuelta, se abrió camino entre los arbustos y se arrojó de cabeza al agua. Enge regresó lentamente, el cuerpo rígido y no comunicativo.
—Espero que emplearas juiciosamente tu tiempo —dijo Ambalasi—. Aunque desde aquí no vi que ocurriera mucho.
—Ocurrió mucho, hubo mucha comunicación. —El habla de Enge era amortiguada, puesto que estaba abstraída y profundamente sumida en sus pensamientos.
Insistí en que aquella que avanzó me siguiera en la comunicación y por fin lo hizo. Le dije mi nombre y la tranquilicé mucho respecto de que habíamos venido aquí en paz. Repetí que tan sólo deseábamos ayudar, proporcionarles comida si ellas lo deseaban. Eso era suficiente para el primer contacto, establecer conceptos básicos como este.
—Básicos, realmente. Espero que todo eso no haya sido una pérdida de tiempo. ¿Conseguiste al menos el nombre de la criatura?
—Sí.
—Bien, dilo. ¿Cómo se llama?
—Eeasassiwi. Que pesca bien y mucho. Pero no es el nombre de ella.
Enge dudó ante el signo de confusión, luego habló de nuevo, con lenta precisión:
—No podemos decir que este sea el nombre de ella.
En su lugar, debemos decir más bien que es el nombre de él. Porque el que pesca bien y mucho es un macho.