Fue una espléndida celebración. No…, fue mucho mejor que eso, mucho, mucho mejor que eso. Kalaleq se dio cuenta cuando tuvo un momento para pensar en ello.
Había sido la más grande celebración que los paramutanos habían visto nunca, eso es lo que había sido. Un banquete de victoria celebrando la muerte de un nuevo y terrible enemigo. ¡Qué historias habían contado de la batalla! ¡Qué lanzazos, qué horribles gritos de agonía!
Oh, las mujeres dejaron escapar tales exclamaciones de aterrado deleite. Luego lo habían celebrado. Cómo habían comido y comido, gruñendo dolorosamente a medida que su piel se tensaba sobre sus estómagos, y habían dormido, y habían comido de nuevo, y habían vuelto a dormir.
Hacía calor en el paukarut, con todos apretados dentro así que las pieles habían sido echadas a un lado. Cuando Kalaleq despertó la siguiente vez se halló fuertemente entrelazado contra el cálido y pungente cuerpo de Angajorqaq. Había olisqueado a fondo el suave pelaje castaño de sus pechos, luego los había lamido. Distantemente consciente de su atención, ella había gemido en su sueño y eso le había excitado de gran manera. De modo qué había retirado las pieles y la había tomado allí mismo frente a todos los demás que estaban despiertos. Sus fuertes vítores y gritos de ánimo habían despertado a los demás durmientes, hasta que todos se excitaron y las mujeres gritaron con fingido miedo mientras huían, pero no demasiado lejos.
¡Había sido glorioso, qué divertido! Gruñó en voz alta con el feliz recuerdo, gruñó de nuevo cuando se dio cuenta de cómo le dolía la cabeza. ¡La pelea, por supuesto!
Eso también había sido glorioso.
¿Con quién se había peleado? No lo recordaba. Pero sabía que había sido glorioso. ¿Cómo había empezado?
Sí eso sí lo recordaba. Había sido el macho erquigdlit eso había sido. Era tan estúpido. Todo lo que había hecho Kalaleq había sido abrir las pieles de su hembra.
Sólo para divertirse. Entonces el otro le había golpeado, y él se había excitado y había golpeado a Nanuaq, que le había devuelto el golpe. Buena diversión.
Kalaleq bostezó y se estiró…, luego se echó a reír ante la protesta de sus doloridos músculos. Angajorqaq estaba aún dormida, murmurando para sí misma, Kukujuk no era más que un bulto bajo sus pieles. Kalaleq pasó por encima de ellos y salió del paukarut, bostezando y estirándose de nuevo al sol matutino. Nanuaq, que estaba también de pie delante de su paukarut, se dirigió hacia él cuando le vio salir, y Kalaleq esgrimió su enorme puño.
—¡Te golpeé fuerte con este!
—Entonces yo te golpeé fuerte también.
—Fue una auténtica celebración.
—Lo fue. —Nanuaq se echó a reír tras el dorso de su mano mientras hablaba. La frente de Kalaleq se frunció cuando vio esto, porque reírse tras el dorso de la mano significaba que había un secreto. Más diversión.
—Dímelo, tienes que decírmelo —dijo en voz alta—. Debes hacerlo.
—Te lo diré. El erqigdlit se ha ido. Debe haberse ido mientras tú dormías. ¡Y se ha ido en tu bote!
Ambos rieron incontrolablemente ante aquello, hasta que se dejaron caer sobre la nieve y rodaron por ella, y los costados les dolieron por las carcajadas.
—Me gustan esos erqigdlit —jadeó finalmente Kalaleq—. Hacen cosas en las que nosotros no pensaríamos nunca.
—Despierta a los demás. Comparte la diversión. Toma el ikkergak. Tendremos que correr para atraparlo antes de que se haga oscuro.
Los gritos allá fuera despertaron a Armun. Vio el faldón de la tienda echado hacia un lado, y a los paramutanos corriendo de un lado para otro y diciéndose cosas con voces excitadas. Tras la pelea y los excesos de la noche anterior, Kerrick había extendido sus pieles entre ella y los demás para impedir cualquier otra atención indeseada. Ahora estaban echadas hacia un lado: debía estar fuera con los demás. Atrajo sus ropas hacia ella y se vistió debajo de las pieles. Los paramutanos encontraban la vista de su suave piel desprovista de pelo demasiado interesante y excitante, y no deseaba más problemas.
Cuando salió del paukarut vio que uno de los ikkergaks estaba siendo empujado hacia el mar. Angajorqaq se apresuró hacia ella, su castaño rostro hendido en una amplia sonrisa.
—Tu Kerrick es tan divertido. Mientras dormíamos se fue en un bote para cazar por su cuenta.
El miedo se apoderó de Armun. Aquello no era divertido, no para ella, y tampoco lo había sido para Kerrick.
No se había reído con los demás durante la noche apenas se había dado cuenta de su presencia, y había permanecido todo el tiempo frío y hosco, con sus pensamientos en otra parte, y sólo había parecido despertar cuando uno de los paramutanos había tirado de las ropas de ella.
Entonces lo había golpeado con una rabia feroz, lo hubiera matado si ella no le hubiera echado a un lado. Aquello no era un chiste. Si había tomado el bote, era sólo por una razón. Quería ir al sur. Quería intentar encontrar la isla, no hablaba de otra cosa.
—¡Voy con vosotros! —gritó cuando el ikkergak se deslizaba ya hacia el mar—. ¡Esperadme…, tenéis que esperarme!
Los paramutanos corearon complacidos mientras la ayudaban a subir a bordo, intentando tocar su cuerpo a través de las gruesas pieles. Cuando ella retiró sus manos a palmetazos se echaron a reír más fuerte aún. No podía irritarse con ellos porque eran tan distintos de los tanu, se reían de todo y compartían sus mujeres.
Armun se mantuvo fuera del paso mientras era izada la vela. Nanuaq era el timonel que conducía el ikkergak a favor del viento. Kalaleq alzó la vista hacia la disposición de la vela con ojo crítico, luego aflojó una cuerda y la tensó en una nueva posición.
—¿Cómo lo encontraréis? —preguntó Armun, mirando hacia la gris extensión del mar, con las olas coronadas de blanca espuma.
—No puede ir hacia el oeste, océano adentro, si va al norte sólo encontrará hielo, así que iremos al sur y lo encontraremos muy pronto porque nosotros navegamos mejor. —Terminó pronto con la cuerda, luego intentó meter las manos bajo las pieles de ella mientras hablaba.
Armun se apartó bruscamente y se dirigió a proa, lejos de todos ellos.
Hacía frío allí, la espuma salpicaba su rostro, pero permaneció en la proa durante la mayor parte del día. La costa retrocedía lentamente a su lado, y el mar allá delante seguía vacío. ¿Por qué había hecho Kerrick aquello?
¿Pensaba realmente que podía navegar solo hasta aquella distante isla murgu? Y, aunque pudiera…, ¿qué podía hacer solo? Era una locura.
Y él estaba loco simplemente por pensar en ello. Tenía que enfrentarse ahora a este pensamiento, porque había estado eludiéndolo demasiado tiempo. Kerrick había sido siempre distinto de los demás cazadores, ella lo sabía muy bien. Pero hacía ya demasiado tiempo que había dejado que esa diferencia nublara sus pensamientos.
Había llegado el momento de enfrentarse a la realidad. Había algo muy equivocado en él en la forma en que actuaba ahora. A veces le recordaba al viejo, nunca había llegado a saber su nombre, de su sammad, cuando ella era muy joven. Hablaba solo para sí mismo y no escuchaba a los demás…, aunque escuchaba voces que le hablaban y que nadie más podía oír. Le daban comida por esto y estaban atentos cuando él hablaba, pero finalmente el viejo se dirigió un día hacia el bosque y nunca más volvió. Kerrick no oía las voces de los espíritus… pero había ido al mar como el viejo había ido al bosque.
¿Era lo mismo? ¿Podían ayudarle?
El miedo la retenía todo el día en la proa del ikkergak, contemplando el vacío mar. Kalaleq le llevó comida, pero la rechazó. No había ninguna señal del bote, ninguna en absoluto. Quizás estuvieran equivocados y Kerrick se hubiera dirigido hacia el oeste, al océano desprovisto de senderos, para perderse por siempre para ella. No, no podía pensar en aquello, no debía. Había ido al sur en busca de su isla murgu, eso era lo que había hecho. Sin embargo, el miedo permaneció con ella, haciéndose aún más grande a medida que el cielo se oscurecía con la llegada de la noche.
—¡Allí! —gritó Niumak. Había trepado a medias por el mástil, y permanecía agarrado a él con una mano, y señalaba con la otra hacia el mar. Un pequeño punto negro se agitó sobre una ola, luego desapareció de nuevo en su valle. Kalaleq movió la barra del timón.
—¡Muy listo el tanu! —exclamó—. Permanece en mar abierto mientras nosotros buscamos a lo largo de la orilla.
Llamaron con voces fuertes a Kerrick mientras el ikkergak avanzaba hacia el pequeño bote, riendo y gritando felicitaciones. Él debió oírles…, pero no se volvió ni una sola vez para mirar. Se limitó a permanecer mirando al frente y siguió con su navegación. Cuando llegaron a su altura siguió sin reparar en ellos. Sólo cuando el ikkergak se situó frente a él, cortándole el camino, alzó los ojos. Retiró el remo del timón y permaneció sentado, con los hombros hundidos, mientras la vela caía y perdía el rumbo. Tenía las manos apoyadas en sus muslos y la cabeza clavada en su pecho, y no se movió ni pareció darse cuenta de sus gritos. Alguien le arrojó una cuerda, pero no hizo el menor movimiento por cogerla, y la cuerda se deslizó al mar. Maniobraron hasta situarse más cerca y sujetaron su vela. Cuando los dos cascos chocaron, Armun vio su posibilidad, saltó por la borda y medio cayó al otro bote.
—Kerrick —dijo con voz suave—. Soy Armun. Estoy aquí.
Él se agitó y alzó los ojos hacia los de ella, y Armun vio las lágrimas que manchaban su rostro.
—Van a morir —murmuró Kerrick—, todos van a morir. Yo podría impedirlo, podría hacerlo. Ahora van a morir, y será culpa mía.
—¡No! —exclamó ella, abrazándolo fuertemente—. No puedes culparte de nada. Tú no hiciste este mundo de la forma que es. Tú no trajiste a los murgu. No puedes culparte.
Se estaba volviendo loco, ahora estaba segura de ello.
Este no era el Kerrick que había luchado sin miedo contra los murgu, que los había seguido hasta el helado norte. Algo terrible le estaba ocurriendo, y ella no sabía qué podía hacer. Había sido así también en el campamento junto al lago. Aunque no tan malo, y él había parecido estar mucho mejor cuando habían partido. Pero la enfermedad de su cabeza había vuelto…, y más fuerte ahora que nunca antes.
Kerrick permaneció abrazado a ella toda la noche, exhausto y profundamente dormido, mientras navegaban de vuelta hacia el norte.
Por la mañana pareció más calmado, comió y bebió un poco de agua. Pero no respondía cuando se le preguntaba, y los paramutanos se mostraban huraños porque creían que les estaba estropeando su diversión. Sin embargo, pronto olvidaron estos pensamientos y gritaron alegremente cuando divisaron los paukaruts poco después del amanecer. Pero Armun no podía olvidar. Contemplaba su hosco y silencioso rostro y sentía que la esperanza se alejaba de ella. Sólo cuando estuvieron finalmente solos respondió él a sus preguntas.
—Sí, iba a la isla. No hay otra cosa que pueda hacer. Ellos dependen de mí.
—Pero ¿qué puedes hacer tú solo…, aunque la encontraras?
—¡No lo sé! —exclamó en voz alta, lleno de dolor—. Sólo sé que debo intentarlo.
Armun no tenía respuesta a esto, ninguna palabra para ayudarle. Sólo podía abrazarle tan fuerte como le fuera posible y dejar que su cuerpo dijera lo que sus labios no podían.
Las nieves empezaron aquel mismo día. Primero una ligera nevada luego más y más intensa, hasta que detrás de cada paukárut se formó un gran montón de nieve, y todos supieron que las nevadas del invierno habían empezado.
Había abundancia de comida, y los paramutanos estaban muy acostumbrados a dormitar durante las largas noches invernales. En los cortos días entre las tormentas cazaban y pescaban, pero nunca se alejaban demasiado.
Kerrick no se unía a ellos, permanecía dentro del paukarut y dentro de sí mismo también. Armun temía por el futuro porque, por mucho que lo intentara, no conseguía arrancarle de la oscuridad de sus pensamientos.
Finalmente fue la fuerza de sus obsesiones la que ganó.
—No puedo soportar verte así —exclamó Armun.
—No tengo elección. No puede ser de otra manera. Debo encontrar esa isla. Y detener a Vaintè. No tendré paz hasta que haya hecho eso.
—Ahora te creo. Así que iré contigo.
Él asintió en solemne aceptación, como si el grito de dolor de ella fuera una decisión racional.
—Eso está bien. Así que ahora ya estoy a medias allí. Nosotros dos podemos hacerlo solos, pero necesitaremos a alguien más. Un paramutano que sepa navegar. Eso será suficiente. Nosotros tres podremos hacerlo…, he resuelto completamente cómo hacerlo.
—¿Cómo?
Él miró suspicazmente a su alrededor, como si temiera ser oído, luego sacudió la cabeza.
—Todavía no puedo decírtelo. Debo pulirlo hasta el último detalle antes de poder decírselo a alguien. Ahora tienes que pedirle a Kalaleq que venga con nosotros. Es fuerte y no tiene miedo, es el que necesitamos.
—Se negó la última vez que se lo pediste.
—Eso fue la última vez. Pídeselo de nuevo.
Kalaleq estaba metido bajo sus pieles, masticando ociosamente un trozo de pescado rancio…, pero se sentó y sonrió cuando Armun se le aproximó.
—Muchos días de tormenta, muchos más días de invierno. —Alzó las pieles y tendió la mano hacia ella, y ella se la apartó.
—¿Por qué no dejas el invierno y navegas hacia el sur, hacia el verano?
—Nunca se hace eso. Los paramutanos son del norte y mueren cuando los días son calientes todo el tiempo.
—No hasta tan lejos, no al verano que nunca termina. Sólo parte del camino. Navegar hasta la isla de Kerrick y volver. Ayúdame.
—¿La isla? ¿Todavía piensa en eso?
—Tienes que ayudarme, Kalaleq, tienes que ayudarle. Ocurren cosas extrañas en su cabeza, y tengo miedo.
—¡Entonces es cierto! —exclamó excitadamente Kalaleq, luego se tapó la boca con la mano cuando Angajorqaq y Kukujuk se volvieron para mirar en su dirección.
Guardó silencio hasta que apartaron de nuevo la vista, luego siguió con un susurro:
—Pensé que quizá lo fuera debido a la manera en que habla, pero no podía convencerme de que fuera cierto. Qué feliz debes ser.
—¿Feliz? ¿Qué quieres decir?
—Por tener tan buena fortuna. Por tener a tu propio cazador al que los espíritus del océano y del viento le han hablado. Hablan a muy pocos…, y muy raras veces. Y aquellos que pueden oír sus voces pueden hablar luego con el resto de nosotros. Así es como lo aprendemos todo. Así es como aprendemos a hacer las cosas que hacemos. Nos dicen cómo construir los ikkergaks para poder cazar el ularuaq y ponernos gordos. Ahora le hablan a Kerrick, y él nos contará lo que le han dicho.
Armun no sabía si echarse a reír o a llorar.
—¿No sabes lo que le dicen? Sólo dicen una cosa, una y otra vez. Ir al sur, hacia la isla. Eso es todo lo que dicen.
Kalaleq asintió y se mordió un labio.
—¿Eso es lo que dicen? Bien entonces eso es lo que hay que hacer. Deberemos partir hacia el sur, hacia la isla.
Armun sólo pudo agitar la cabeza, en absoluta incredulidad.
yilanhesn farigi nindasigi ninban*.
Apotegma yilanè
Hasta que no es yilanè, una fargi no tiene ciudad.