CAPÍTULO 36

Kerrick acababa de comer la carne conservada y se estaba limpiando la grasa de sus dedos en las pieles que lo cubrían cuando la puerta se abrió de nuevo. Pero esta vez no era una fargi de ojos muy abiertos, sino una yilanè de edad y porte la que entró y le miró con signos de duda y sospecha. Esspelei se puso de pie en una posición de obediencia, y él la copió de inmediato. La recién llegada era de recia mandíbula, sus gruesos brazos estaban pintados con un dibujo de volutas incluso allí, en aquel lugar aislado de toda ciudad. Estaba al control de la situación. Fafnege, aún armada con su hesotsan, entró tras ella, haciendo signo también de respeto hacia su rango. Kerrick sabía que esta no sería tan fácil de engañar como las otras. La yilanè examinó atentamente su rostro con un ojo, mientras al mismo tiempo lo estudiaba detenidamente de arriba a abajo con el otro.

—¿Qué significa este ejemplar de suciedad ustuzou? ¿Qué está haciendo aquí?

—De la más baja Esspelei a la más alta Aragunukto —se agitó humildemente Esspelei—, la cazadora lo halló en el bosque. Es yilanè.

—¿De veras? ¿Lo eres? —una orden imperiosa que Kerrick respondió con todos los signos de deferencia.

—Es mi placer hablar y no ser torpe como los demás ustuzou.

—Rasga esas repelentes cosas que lo cubren…, el animal es difícil de comprender.

Esspelei se apresuró a cumplir la orden, y Kerrick no hizo ninguna protesta, permaneció inmóvil en humilde sumisión mientras la otra rasgaba sus pieles con su cuchillo cuerda. Estaba sangrando con un cierto número de cortes antes de que sus ropas hubieran caído al suelo.

—Horrorosamente rosado, asqueroso —dijo Aragunukto—. Y evidentemente macho. No admitas aquí dentro a ninguna fargi, para evitar que su vista genere en ellas pensamientos inaceptables. ¡Vuélvete! Lo sabía, tampoco cola. He visto imágenes de los de tu clase, por fortuna muertos, en la lejana Ikhalmenets ceñida por el mar.

¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—Cayó de un uruketo durante una tormenta, nadó hasta la orilla —dijo Esspelei. Lo dijo como un hecho; puesto que él así lo había contado, tenía que ser un hecho.

Los rasgos de Aragunukto se nublaron con ira.

—¿Cuándo pudo ocurrir esto? Es de mi conocimiento cierto que sólo existe un yilanè ustuzou, y que escapó, y que ahora es salvaje. ¿Eres tú ese mismo ustuzou?

—Lo soy, oh grande. Fui recapturado y enviado en un uruketo a través del océano, luego barrido de él por la tormenta.

—¿Qué uruketo? ¿Quién lo mandaba? ¿Quién te capturó?

Kerrick empezaba a enmarañarse en su propia red de mentiras. Aragunukto era demasiado lista para ser engañada…, pero ya no había manera de salirse de ello.

—Este conocimiento no es mío. Fui golpeado en la cabeza. Una tormenta. Era de noche…

Aragunukto se apartó unos pasos e hizo signo a Fafnege de atención a las órdenes.

—Esta desagradable criatura habla como si fuera yilanè. No lo es. Hay sombras en su habla que revelan su naturaleza ustuzou. Me siento sucia por su comunicación.

Mátalo, Fafnege, y terminemos con él.

Con gestos de satisfacción y felicidad, Fafnege alzó su hesotsan, lo apuntó hacia él.

—No, no tienes razón —exclamó Kerrick con voz ronca. Pero la orden había sido dada, sería obedecida. Saltó de costado, apartándose del arma, tropezó contra la impresionada científica a su lado. En una agonía de miedo aferró sus recios brazos y la empujó ante él, agachándose a fin de que su cuerpo le protegiera de cualquier dardo.

¡Puedo ayudaros, proporcionaros importante información!

Pero no podían comprenderle porque sólo podían oír el sonido de su voz, puesto que el sólido cuerpo de Esspelei bloqueaba la visión de sus miembros.

—¡Mátalo! ¡Al instante! ¡Al instante! —rugió Aragunukto.

Fafnege se agazapó, el arma preparada, acechándole como a una presa salvaje. Esspelei se debatía, iba a soltarse de un momento a otro. Una vez su cuerpo quedara al descubierto, estaba muerto. Miró por encima del hombro de la científica mientras ella se soltaba de su presa y caía hacia adelante. Vio la abertura de la puerta.

Vio el impresionado rostro de un paramutano, recubierto de pelaje castaño, aparecer por ella.

—¡Mata a la que tiene el palo de muerte! —aulló Kerrick a voz en grito, su cuerpo expuesto ahora a la alzada arma.

Antes incluso de terminar de hablar se dio cuenta de que había gritado aquello en marbak. Se lanzó al suelo en el momento en que el hesotsan restallaba fuertemente. El dardo pasó tan cerca de su rostro que sintió la agitación del aire a su paso. Fafnege lo vio caer, bajó el arma para seguirlo.

—¿Qué ocurre aquí? —gritó Kalaleq.

Fafnege giró en redondo al sonido de la voz. Kerrick halló las palabras paramutanas que necesitaba.

—¡Mata! ¡La del palo!

De Kalaleq era el brazo que había hundido el mortífero arpón en el gigantesco ularuaq, y que lanzó ahora su lanza con la misma precisión y

la misma fuerza. Alcanzó a Famege en pleno diafragma, la dobló sobre sí misma por la fuerza del impacto. El hesotsan disparó su dardo contra el suelo mientras caía.

Niumak apareció por la entrada, su lanza preparada, con Armun tras sus talones. Kerrick empezaba a levantarse cuando ella corrió hacia él.

—¡No…, esa no! —gritó Kerrick. Demasiado tarde. Esspelei lanzó un grito de dolor, aferró la lanza de Armun allá donde se había hundido profundamente en su cuello, cayó, aún gritando entre borbotones de sangre, murió.

—Era una científica, quería hablar con ella —dijo débilmente, mirando a su alrededor. Armun había liberado su lanza de un tirón, se volvió para protegerle.

Pero no era necesario. Aragunukto estaba muerta también, Kalaleq se apartaba en aquellos momentos de su cuerpo. El paramutano jadeaba por la emoción, sus ojos estaban inyectados en sangre.

—¿Más? —preguntó—. ¿Hay más?

—Sí, en las otras estructuras. Pero…

Estaban fuera antes de que pudiera empezar a explicarles acerca de las fargi. Cansadamente, recogió sus cortadas pieles, las miró. Armun acarició con dedos suaves la sangre en su piel, habló en voz muy baja.

—Cuando no volviste tuve mucho miedo. Los paramutanos también. Niumak siguió tu rastro, encontró tu lanza, halló el lugar donde tus huellas se unían a las de los murgu. Las seguimos hasta aquí. ¿Te han herido?

—No. Sólo estos pequeños cortes. Nada más.

Mientras reunía las desmembradas pieles, intentó reunir también sus pensamientos. Por aquel entonces todas las yilanè debían de estar ya muertas. Nada se podía hacer. Aragunukto había ordenado su muerte simplemente porque no le gustaba su manera de hablar. Una vez más, sólo había muerte; la paz era algo impensable. Quizá fuera mejor de este modo. Alzó la vista cuando regresó Kalaleq, jadeante, su lanza ensangrentada, la sangre empapando su mano y brazo.

—¡Qué extrañas y horribles criaturas! Cómo se agitaban y gritaban y morían bajo nuestras lanzas.

—¿Todas muertas? —preguntó Armun.

—Todas. Entramos en cada uno de esos grandes paukaruts y las encontramos y las atravesamos con nuestras lanzas. Algunas corrieron, pero murieron también.

—Esto es lo que hay que hacer —dijo Kerrick, obligándose a pensar, a planearse. No debemos dejar huellas de nuestra presencia aquí. Si los murgu sospechan alguna vez que estamos en este lado del océano, nos buscarán y nos matarán.

—Echaremos los cuerpos al océano —dijo Kalaleq con su sentido práctico—. Limpiaremos la sangre.

—¿Vendrán más? —preguntó Armun.

—Sí, en sus botes que nadan, el muelle está aquí. Si encuentran que han desaparecido todas serán un misterio…, pero no sospecharán de nosotros. No cojáis nada, no mováis nada.

—¡No queremos nada! —exclamó Kalaleq, agitando su lanza—. Nada de lo que tienen estas cosas. Debemos lavar cuidadosamente su sangre de nuestras lanzas o tendremos la peor de las malas suertes. Tú hablaste de lo terribles y fuertes y diferentes que eran esos murgu, y me maravillé de ello. Pero no me hablaste de lo que temblaría con furia y odio ante su vista. Esto es muy extraño, y no me gusta. Al océano con ellos, luego regresaremos al placer del frío norte.

No, al sur…, pensó Kerrick, pero no lo dijo en voz alta.

Aquel no era el momento adecuado. Pero se volvió para mirar el mapa una última vez antes de marcharse. Adelantó una mano y tocó ligeramente el irregular círculo verde oscuro en medio del verde más claro del mar. Ikhalmenets ceñida por el mar.

Armun vio estremecerse su cuerpo con el nombre y sujetó su brazo.

—Tenemos que irnos. Ven.

Oscureció antes de que terminaran. El mar recibió los cuerpos y los fragmentos manchados de sangre de sus pieles. La marea estaba en su reflujo, arrastraría los cadáveres al mar. Los peces darían cuenta de las pruebas.

Niumak tuvo pocas dificultades en conducirles de vuelta en la oscuridad. Pero el sendero era empinado y todos estaban cansados cuando finalmente vieron la luz del fuego parpadear entre las hojas. Fueron recibidos con gritos de bienvenida cuando por fin se dejaron caer sobre la arena.

—¡Estáis aquí! ¿Todo está bien?

—Han ocurrido cosas ¡cosas terribles!

—Muerte y sangre, criaturas increíbles.

Kerrick se dejó caer sobre la arena, luego bebió ansiosamente la fría agua que le llevó Armun.

—Estás a salvo —dijo ella, acariciando su rostro para tranquilizarle—. Te cogieron, pero están todos muertos. Y tú estás vivo.

—Estoy a salvo, pero ¿y los demás?

—Regresaremos a ellos a través del océano. Están seguros allí junto al lago. No temas por Arnhweet.

—No me refiero a ellos. ¿Qué les ocurrirá a todos los otros sammads, los sasku…? ¿Qué hay de ellos?

—No sé nada de ellos, no me importan. Tú eres mi sammad.

Él comprendía cómo se sentía ella, deseaba poder sentir lo mismo. Estaban seguros allí con los paramutanos…

mientras se mantuvieran lejos en el norte y evitaran aquella peligrosa costa. En primavera podrían cruzar de nuevo el océano, para llevar allí al resto de su sammad.

Entonces todos estarían a salvo. Harían eso. Los otros sammads eran fuertes y podían protegerse a sí mismos, luchar contra los yilanè si eran atacados. Su existencia no era responsabilidad de ellos.

—No puedo hacerlo —dijo él, con los dientes fuertemente apretados, los puños crispados, temblando con la fuerza de sus emociones—. No puedo hacerlo, no puedo dejar que mueran.

—Sí puedes. Tú eres uno…, los murgu son muchos.

Todo esto no es cosa tuya. La lucha no terminará nunca.

Nos mantendremos alejados de ella. Necesitamos la fuerza de tu brazo y de tu lanza, Arnhweet la necesita. Tienes que pensar primero en él.

Kerrick se echó a reír ante aquello, una risa desprovista de humor.

—Tienes razón…, no debería pensar en otra cosa. Pero no puedo detener mis pensamientos. Descubrí algo en el campamento murgu, vi un mapa muy parecido al mapa murgu que tenemos, vi en él el lugar, la ciudad murgu, de donde proceden las asesinas…

—Estás cansado, debes dormir.

Furioso, él apartó sus manos, se puso de pie y alzó los puños al cielo.

—No lo comprendes. Vaintè las conduce…, y seguirá a los sammads hasta que finalmente estén todos destruidos.

Pero yo sé dónde está Ikhalmenets. Ahora sé dónde consigue sus armas y su fuerza y sus fargi.

Armun luchó por controlar su miedo, no comprendía los invisibles dolores que atormentaban a Kerrick.

—Tienes este conocimiento…, pero no puedes hacer nada. Eres un cazador contra un mundo de murgu. No puedes hacer nada tú solo.

Sus palabras lo desarmaron, y se dejó caer sentado de nuevo a su lado. Más tranquilo ahora, más pensativo. La furia sola no barrería a las yilanè.

—Tienes razón, por supuesto, ¿qué puedo hacer? ¿Quién podría ayudarme? Todos los sammads del mundo no serían de ninguna ayuda contra esa distante ciudad en esa isla en medio del mar.

Los sammads no podrían ayudar…, pero otros sí podrían. Contempló la oscura silueta del ikkergak, la excitada charla de los paramutanos en torno del fuego mientras desgarraban su carne cruda con afilados y blancos dientes. Recordó el aspecto de Kalaleq, su obsesión ante el odio hacia las yilanè, los murgu, las nuevas, repulsivas y desconocidas criaturas.

¿Podía este odio ser canalizado de alguna manera? ¿Podía hacerse algo al respecto?

—Estamos cansados y debemos dormir —dijo, y apretó fuertemente a Armun contra él. Pero, cansado como estaba, no se durmió enseguida, la oyó respirar suave y regularmente a su lado mientras miraba a las invisibles estrellas, sus pensamientos dando vueltas y vueltas y vueltas.

Por la mañana permaneció sentado en silencio, contemplando el mapa yilanè, mientras los paramutanos cargaban el ikkergak para el viaje. Cuando estuvieron preparados para partir, llamó a Kalaleq aparte.

—¿Conoces este mapa? —preguntó.

—Debe ser arrojado al mar como el resto de los murgu. —Su furia se había desvanecido durante la noche, sus ojos ya no estaban inyectados en sangre, pero la inquietud estaba todavía allí. Kerrick agitó la cabeza.

—Es demasiado valioso. Nos dice cosas que debemos saber. Déjame mostrártelo. Aquí es donde se hallan nuestros paukaruts…, aquí donde estamos ahora. Pero mira, más al sur, a lo largo de esta costa, observa a través de este pequeño trozo de océano la inmensa tierra…

—Tierra murgu, eso me dijiste, no me gusta pensar en ella.

—Pero aquí, mira aquí, junto a la costa; están estas islas. Ahí es donde están los murgu que matan a mis hermanos. Me gustaría matar a esos murgu. Este ikkergak podría alcanzar muy fácilmente esa isla.

Kalaleq retrocedió y alzó las manos ante él.

—Este ikkergak puede navegar sólo en una dirección.

Al norte. Este ikkergak se aleja rápidamente de los murgu…, no hacia ellos. No vuelvas a hablarme de esto, porque es una cosa en la que no hay que pensar siquiera.

—Lugo se echó a reír y dio media vuelta. —Ven, volvamos a los paukaruts. Piensa en toda la carne corrompida que hay para comer, la grasa que lamer. ¡En toda la diversión! No pienses en esos murgu. Nunca pienses en ellos ni vuelvas a verlos.

Si pudiera. Si tan sólo pudiera.

Ardlerpoq, tingavoq, misugpoq, muluvoq ¡nakoyoark!

Dicho paramutano

Cazar, joder, comer, morir…, ¡qué divertido!