Vaintè estaba sentada a horcajadas sobre el cuello del tarakast, llena de fuerza y autoridad en cada línea de su cuerpo, las riendas vivas que crecían de los labios del animal firmes en sus manos. Su montura estaba inquieta, cansada de esperar; giró su largo cuello para mirarla siseó e hizo restallar su afilado pico. Con un seco tirón de las riendas, Vaintè afirmó su mando. Permanecerían en aquel mismo lugar todo el día si esa era su voluntad.
Debajo del risco, en la orilla del amplio río, el último uruktop estaba llegando a la orilla tras vadearlo para reunirse con los demás. Sus ocho patas se movían lentamente porque había sido un largo y agotador nadar con su única jinete montada sobre sus hombros anteriores animándole a seguir. Cuando hubiera descansado estaría listo para recibir su carga de fargi; estas habían cruzado ya el río en botes. Todo iba como había sido planeado. La llanura del amplio río se agitaba con vida mientras las fargi que habían llegado el día anterior desmontaban su campamento nocturno. Las enredaderas de espinas, ahora desactivadas durante el día, eran enrolladas, los animales de luz y los hesotsan grandes retirados juntos.
Pronto estarían en disposición de reemprender la marcha.
La campaña se desarrollaba perfectamente.
Vaintè se volvió y miró por encima de la ondulante llanura hacia las colinas de más allá, viajó con el ojo de su mente más allá aún, hacia el valle donde se ocultaban los ustuzou. Los atraparía allí, por encima de cualquier obstáculo, los encontraría. Su cuerpo se estremeció con la fuerza de su odio, sus labios se echaron hacia atrás exhibiendo sus dientes; el tarakast se agitó bajo la presión de sus piernas, y lo silenció con un salvaje tirón a sus labios. Los ustuzou morirían, todos. Con un seco golpe de sus pies hizo que su montura iniciara la marcha colina abajo, hacia el campamento del grupo de avanzada.
Melikele se apartó de las fargi a las que estaba supervisando cuando vio acercarse a Vaintè, y modeló sus brazos en un signo de bienvenida de la más baja a la más alta. Lo sentía sinceramente, y no pudo ocultar su placer ante la aproximación de Vaintè. Ya no le preocupaba en absoluto la distante Ikhalmenets ceñida por el mar, o su eistaa…, a la que sólo había visto desde gran distancia.
En aquella ciudad sólo había sido una fargi más, desconocida y no deseada, pese a su habilidad en el habla.
Vaintè había cambiado aquello, dejando que Melikele ascendiera en su servicio tan rápido como era capaz.
Vaintè destruía el fracaso…, pero recompensaba ampliamente a sus seguidoras con inteligencia. Y obediencia.
Melikele era obediente, seguía siendo obediente, no deseaba más que servir a Vaintè de la manera que le fuera posible.
—Todo está dispuesto —dijo, en respuesta al signo interrogativo. Vaintè se deslizó graciosamente de su montura y miró alrededor, a la ordenada confusión de los grupos de trabajo de fargi.
—Lo has hecho bien, Melikele —dijo, con amplificación de gestos.
—Hago lo que se me ordena, altísima Vaintè. Mi vida está entre tus pulgares.
Vaintè aceptó aquello como correspondía, porque Melikele hablaba con afirmaciones de fuerza del deber. Cómo deseaba poder disponer de más incondicionales como ella. La lealtad y la inteligencia eran cosas difíciles de conseguir incluso en la cúspide de las seguidoras de Lanèfenuu. En verdad no eran más que un grupo servil, seleccionado más por su adulación a la eistaa que por la posesión de alguna habilidad. Lanèfenuu era demasiado fuerte e independiente para permitir cualquier competencia de su cohorte. En lo más profundo de su mente Vaintè sabía que un día habría un problema entre ellas. Pero ese día aún estaba muy distante. Mientras Vaintè ejerciera toda su fuerza y habilidades en destruir a los ustuzou, el gobierno de Lanèfenuu en la ciudad no se vería amenazado. Destrucción; sus miembros se agitaron con la fuerza de sus sentimientos, y los expresó en voz alta.
—Ahora ve, fuerte Melikele, toma a tus fargi, y yo seguiré con el cuerpo principal a un día de marcha detrás de ti. Las exploradoras están a sólo un día de marcha por delante de ti. Todas van montadas en tarakast de modo que podrán explorar a ambos lados de nuestra ruta mientras avanzan. Si ven alguna señal de los ustuzou, se detendrán y aguardarán a que tu grupo más fuerte las alcance. ¿Conoces el emplazamiento de tu próximo campamento?
—He estudiado las imágenes una y otra vez, pero no estaré segura hasta que vea el lugar sobre el terreno. En caso de duda, confiaré en las dos guías.
—Hazlo, porque ellas recorrieron este mismo camino conmigo antes. —Vaintè apreció la honestidad de Melikele en admitir una debilidad o falta de conocimiento… ella conocía sus propias fuerzas, pero sabía también cuándo era necesario confiar en las demás—. ¿Sabes dónde debes aguardarnos?
—Lo sé. En las orillas del retorcido río amarillo. —Alzó los pulgares y dedos de ambas manos—. Será el décimo campamento desde aquí, y recordaré la cuenta de los días.
—Permanece constantemente alerta. Los ustuzou poseen una astucia animal cuando se trata de matar. Está preparada para trampas y emboscadas, recuerda cómo nos atacaron en la isla, luego escaparon durante la noche en medio de la densa lluvia. No deben escapar de nuevo.
Debemos encontrarlos y matarlos…, pero date cuenta del peligro en todo momento, si no quieres que muramos todas.
—Comer o ser comido —dijo Melikele hoscamente, luego cerró sus fuertes manos en puños e hizo signo de infinita agresión—. ¡Mi apetito es de los más grandes!
—Bien hablado. Nos encontraremos dentro de diez días.
Vaintè labró con las garras de sus pies los flancos de su montura; esta retrocedió unos pasos, siseó furiosa, y emprendió una rápida carrera. Melikele volvió de nuevo a su trabajo. Una vez desmontadas las defensas, los uruktop fueron cargados rápidamente. Las fargi estaban preparadas, con sus armas tendidas hacia ella para la inspección final. En la larga marcha desde la ciudad había llevado a su lado a aquellas que mostraban algún signo de inteligencia y habilidad de habla. Eso le permitía estar segura de que en cada uruktop había al menos una cuya responsabilidad fuera ver que todo estuviera en orden. Los pertrechos correctos en los lugares correctos.
Ahora, todo estaba como debía estar; caminó rápidamente hasta el uruktop que estaba a la cabeza y trepó a él, luego hizo signo al terakast explorador de que siguiera adelante. Vaintè le había ofrecido uno para ella, pero no tenía la habilidad suficiente para conducirlo. Aquello no la molestaba en absoluto. Tenía la habilidad de conducir a las otras y de seguir las órdenes de Vaintè; era supremamente feliz en este papel. A su señal, se inició la marcha.
El uruktop avanzaba lenta pero firmemente sobre sus ocho fuertes y musculosas patas. No eran rápidos…, pero podían avanzar desde la mañana hasta la noche sin descansar. Casi no tenían inteligencia, y si no se les ordenaba que se detuvieran seguirían caminando hasta morir.
Melikele sabía esto, y cuidaba de la salud de los enormes animales. Asegurándose de que se los llevara junto al agua para que bebieran al final de cada día, que tuvieran un pantano o un bosquecillo de árboles jóvenes donde pastar. Al principio de aquella larga marcha había descubierto que las enormes uñas de los últimos dos pares de patas tenían tendencia a resquebrajarse y luego a romperse. Si esto ocurría, el pie sangraría y sangraría hasta que el animal se debilitara y muriera. Con el permiso de Vaintè, hizo que dos de sus fargi más brillantes fueran entrenadas por Akotolp en el arte de cuidar y sanar esas heridas. Sin embargo, seguía inspeccionando personalmente todos los uruktop cada noche.
El día transcurrió como todos los demás, en una inconsciente bruma de movimiento constante. Los tarakast exploraban ambos flancos, luego corrían al frente: el pardusco paisaje retrocedía lentamente a sus lados. A media tarde, un repentino aguacero las enfrió, pero el intenso sol volvió a salir y pronto secó y calentó sus pieles. El sol estaba delante de ellas ahora, acercándose al horizonte, cuando alcanzaron el grupo de tarakast que las aguardaba junto al amplio arroyo. El terreno era llano allí, la maleza baja y escasa. Era evidente que grupos numerosos habían establecido su campamento antes en aquel lugar. Era el emplazamiento correcto. A los signos de afirmación de las exploradoras, dio las órdenes de que instalaran el campamento.
En estricta conformidad a esas órdenes, y en una muy practicada progresión, los animales fueron llevados a beber y a pastar. Los tarakast tenían que ser vigilados o si no huirían, pero no así los uruktop. Ni siquiera comerían hasta que fueran inducidos a ello y animados a dar el primer mordisco a las hojas. Después de esto, seguirían comiendo hasta que se les detuviera. Eran increíblemente estúpidos.
Sólo después de que la mayor parte de las enredaderas guardianas fueron desenrolladas y erigidas tuvieron tiempo las fargi de comer. Fue justo antes de oscurecer cuando llevaron los últimos animales al interior y los ataron, y las últimas enredaderas fueron colocadas en su lugar. Hacía frío por la noche allí, y todas las fargi disponían de capas de dormir. Melikele hizo que la suya se abriera pero no se enrolló en ella hasta el último momento de luz. Era entonces cuando las espinas brotaban de las enredaderas. Aguardó a que llegara el momento, observó con satisfacción cómo las venenosas espinas brotaban al aire, y supo que el día estaba completo, las defensas seguras, el trabajo hecho. Sólo entonces se tendió y envolvió la capa a su alrededor, satisfecha de haber seguido lealmente las órdenes de la gran Vaintè otro día más. Sus ojos se cerraron, y se sumió instantáneamente en un profundo sueño.
A su alrededor, seguras dentro de la protección de los círculos de espinas venenosas, animales de luz y hesotsan nocturnos que dispararían si se producía alguna alteración, las fargi dormían también. Algunos de los tarakast se agitaron y se sisearon unos a otros, pero pronto ellos también estaban hechos un ovillo y dormidos, con las cabezas metidas bajo sus enrolladas colas. Las yilanè y sus animales dormían.
El campamento estaba situado en su mayor parte sobre terreno llano, aunque en un lado había una ligera elevación donde un montón de piedras habían recogido a su alrededor la tierra empujada por el viento hasta formar una pequeña colina. La mayor parte de las piedras estaban medio enterradas, aunque había un montón acumulado al pie de la pendiente, allá donde la lluvia las había arrancado y hecho rodar hasta el fondo.
Una de esas piedras se agitó y rodó sobre sí misma con un ruido sordo.
Unas cuantas de las fargi que dormían cerca abrieron los ojos en instantánea alerta. No oyeron nada más, sólo vieron las brillantes estrellas; volvieron a cerrar los ojos y se durmieron de nuevo. En cualquier caso, su visión nocturna era tan mala que tampoco hubieran sido capaces de ver cuando otra piedra se movió, silenciosamente esta vez.
Lenta, cautelosamente, Herilak asomó la cabeza por encima del montón de piedras.
El gran cazador observó el campamento a su alrededor. Una luna creciente se estaba alzando sobre el horizonte, pero en la noche sin nubes la luz de las estrellas revelaba claramente el campamento dormido. Las enormes formas de los animales de ocho patas, los más pequeños bultos oscuros de los silenciosos murgu. Tambores de carne murgu a un lado, vejigas de ella apiladas una sobre otra.
Hubo un repentino estallido de luz, el seco crepitar de un hesotsan, cuando algún animal del desierto tocó las venenosas enredaderas; Herilak se inmovilizó. El murgu más cercano a la luz se sentó y miró fuera. Lentamente la luz disminuyó y desapareció. Volvió a dormirse. Ahora, cuidadosa y silenciosamente, Herilak movió las piedras a un lado hasta que pudo arrastrarse fuera.
Permaneció tendido de bruces en el suelo, luego se volvió y llamó hacia la negra abertura:
—Ahora. Rápido. Salid.
Se arrastró hacia un lado mientras otro cazador armado emergía del suelo. Había todo un hault detrás de él en la cueva. La habían cavado y sostenido el techo con troncos, luego la habían cubierto de nuevo con las piedras que tan penosamente habían hecho rodar a un lado. El cavar se había iniciado por la mañana, tan pronto como los murgu que habían pasado la noche anterior allí habían galopado fuera de su vista. Ahora emergieron uno a uno, llenándose los pulmones con el fresco aire nocturno.
Habían permanecido encerrados allí desde el mediodía; había sido caluroso, asfixiante, maloliente. Nadie se había quejado, todos ellos eran voluntarios.
—Es como dijiste, Herilak —susurró un cazador en su oído—. Siempre se instalan de noche en los mismos lugares.
—Así lo hacen. Y ahora nosotros haremos lo que tenemos que hacer. Matar.
Fueron despiadados en su carnicería, asesinos experimentados de murgu. Sólo se oyó algún ocasional gruñido de dolor mientras manejaban cuchillos y lanzas, apuñalando a las durmientes una tras otra. Sólo cuando la última estuvo muerta utilizaron los palos de muerte capturados para acabar con las criaturas de monta. Algunas de esas se agitaron y chillaron ante el olor a muerte a su alrededor, intentaron alejarse corriendo, y chocaron contra las mortíferas enredaderas. Una a una fueron cayendo. La carnicería fue completa.
Ninguno de los cazadores pudo dormir. Se secaron la sangre de sus manos y brazos lo mejor que pudieron, se sentaron, y hablaron hasta el amanecer. Cuando hubo luz suficiente para ver, Herilak se puso de pie y dictó órdenes.
—Quiero ayuda aquí. Debemos sellar este agujero donde permanecimos ocultos para que no se vea nada anormal. Echad algunos de los cuerpos encima de las rocas.
Puede que encuentren la abertura, no lo sé…, pero si no lo hacen será una cosa más de la que preocuparse. Se preguntarán cómo pudo ocurrir, cómo cruzamos sus defensas, y eso tal vez los retrase.
—¿Crees que retrocederán? —preguntó Nenne.
—No eso no ocurrirá —dijo Herilak, sintiendo que la rabia crecía en su interior—. Seguirán adelante. Pero podemos detenerlos, matarlos. Podemos hacer eso. Ahora, el resto de vosotros, aguardad hasta que la luz sea completa y las espinas se retiren. No toquéis nada, simplemente usad vuestras lanzas para echar a un lado las enredaderas. Dejad todo lo demás tal cual está. Tomaremos los palos de muerte, algo de carne, nada más. Volved a colocar las enredaderas en su sitio cuando hayamos salido. Esto será un espectáculo que pondrá a los murgu muy, muy nerviosos. Deseo que así sea.