CAPÍTULO 31

Ahora era la espera, el no saber, lo que inquietaba a Armun. Al principio todo había ido bien, una vez tomada la decisión de abandonar el campamento junto al lago no había habido vuelta atrás, ninguna vacilación por su parte. Si acaso, era ella la que había sido fuerte, la que había obligado a Kerrick a recordar una y otra vez que había tomado una buena decisión…, y la única posible. Allá donde lo encontraba, sentado, con el rostro fruncido por la preocupación, le enumeraba pacientemente las razones que apoyaban su decisión de marchar…, una y otra vez. No tenían otra elección. Debían ir.

Arnhweet, el que más les preocupaba a ambos, parecía por su parte el menos preocupado. Nunca se había separado de su madre, de modo que no podía comprender qué era eso. Darras, que finalmente había conseguido superar sus pesadillas, no se sentía en absoluto feliz con el cambio, y lloraba constantemente. A Ortnar no le preocupaba una cosa ni otra…, mientras que Harl estaba impaciente por que se marcharan: entonces él sería el único cazador, el proveedor de todo el campamento.

Pero los dos yilanè estaban seguros de que su fin había llegado. Imehei estaba componiendo su canción de muerte. Nadaske se mostraba decidido a morir luchando, y mantenía siempre su hesotsan al alcance de su mano.

Kerrick comprendía sus temores…, pero los rechazaba.

Las dos medias conchas del sammad de Kerrick tenían ahora una relación de trabajo, y las cosas tendrían que funcionar así. No había necesidad de cambio alguno. Los yilanè eran expertos en la captura de los peces y crustáceos del lago, y nadaban al amanecer para preparar sus trampas y redes. Pero, como mucho, eran unos cazadores indiferentes. Debido a ello, se había establecido un intercambio igualitario, pescado por carne, y todos los implicados se sentían complacidos con el arreglo. Arnhweet, el único que era recibido sin suspicacias en ambos campamentos, se ocupaba de los intercambios, tambaleándose orgulloso bajo el peso de su carga. Los machos estarían seguros…, en tanto su presencia allí no fuera descubierta.

Cuando se marcharon en dirección al promontorio junto al mar, todo fue fácil y bien. Sin responsabilidades ni preocupaciones, se habían ocupado el uno del otro, gozando con la nueva libertad e intimidad. Muchas veces incluso habían caminado cogidos de la mano al calor del verano. Ningún auténtico cazador hubiera hecho aquello, sólo debía haber silencio y atención en el sendero, pero por eso Armun lo apreció aún más.

Eso fue durante los primeros días. Pero ahora la espera era pura tensión en su campamento encima de la bahía, mirando día tras día el vacío mar. Kerrick estaba de un humor hosco y melancólico, permanecía sentado contemplando el océano, a la espera del ikkergak paramutano que nunca llegaba. Se sentaba allí y no cazaba; la carne casi se había agotado, y no parecía importarle.

Armun sabía que, cuando estaba así, si ella hablaba con él, le diría demasiado, o demasiado poco…, así que permanecía alejada durante el día, recogiendo las raíces y plantas que constituían ahora la mayor parte de su dieta.

Era a primera hora de la tarde y su cesto ni siquiera estaba lleno hasta la mitad cuando Armun oyó que Kerrick la llamaba por entre los árboles. ¡Ocurría algo!

Pero su miedo desapareció cuando escuchó de nuevo: estaba gritando algo, muy entusiasmado. Corrió hacia él, gritando también, y se encontraron en el pequeño prado de alta hierba y flores amarillas.

—¡Están aqui, los paramutanos, vienen hacia la playa!

La cogió en brazos, y dio vueltas con ella hasta que cayeron al suelo y el contenido de su cesto se desparramó. Volvieron a llenarlo entre los dos, y luego él volvió a abrazarla, y rodaron por la alta hierba.

—No podemos, no ahora —dijo ella suavemente—. No queremos que se marchen sin nosotros. I Cuando bajaron a la pequeña bahía, la negra forma del ikkergak, con la vela arriada, se balanceaba suavemente junto a la orilla. Hubo saludos con los brazos y gritos cuando chapotearon en el agua hasta él: manos voluntariosas los subieron a bordo. Angajorqaq estaba allí, los ojos redondos y preocupados en el suave pelaje de su rostro, las manos apretadas contra su boca.

—Solos —gimió—. Los dos niños…, desaparecidos…

Kalaleq avanzó hasta ellos mientras Armun explicaba lo de los niños, con trozos de carne deliciosamente corrompida sujetos entre sus manos como bienvenida.

—Comed, sed felices, hay muchas cosas que contar…

Kerrick lo detuvo con una mano alzada.

—Poco a poco, por favor…, comprensión difícil.

Había olvidado el poco paramutano que había aprendido durante el invierno; llamó a Armun. Ella escuchó el torrente de palabras, luego las tradujo para él.

—Se han ido…, todos los demás paramutanos al otro lado del océano, a un lugar que él llama Allaniovok. Este ikkergak es el último en partir. Han hallado los bancos de ularuaq y una buena orilla donde pueden hacer algo no sé lo que significa la palabra, descarnar. Se lo han llevado todo, los botes pequeños, los paukaruts, todos los niños, todo —había miedo en su voz cuando dijo esto—. ¿Crees que, si vamos con ellos…, podremos volver alguna vez? Pregúntaselo, ahora.

—Es un largo viaje —dijo Kalaleq—. Os gustará allí… no desearéis volver.

—¡Cabeza gruesa, ojos que no saben ver! —dijo con voz fuerte Angajorqaq, golpeándole con sus puños cerrados el peludo brazo. Pero eran golpes ligeros, que sólo pretendían llamar su atención hacia la importancia de sus palabras—. Dile ahora a Armun que, cuando quiera regresar a esta tierra, tú la traerás…, ¿o quieres separarla de su niño primogénito por el resto de su vida?

Kalaleq sonrió, frunció el ceño, se golpeó la frente para demostrar su pesar.

—Por supuesto, un viaje fácil, iremos cuando tú quieras, esto no es nunca un problema para uno que conoce los vientos y el mar como yo.

Tras los gritos de bienvenida de todos los demás a bordo, alguien sugirió que quizás este fuera un buen día para iniciar el viaje a Allaniovok. Podían partir ahora, no había razón alguna para quedarse. Con los tanu a bordo, ya no había ninguna otra cosa que hacer en este lado del océano. Una vez tomada la decisión, y con un entusiasmo típicamente paramutano, se dedicaron fervientemente a la tarea. Todos los pellejos de agua fueron llevados a la orilla, enjuagados y vueltos a llenar del arroyo. Apenas estuvieron todos de vuelta a bordo, el ikkergak fue empujado fuera de la playa y giró para atrapar el viento. Las cuerdas de la vela fueron tensadas, y el viaje empezó. Su rumbo era nordeste, de modo que se fueron alejando lentamente de la orilla. La tierra firme se fue haciendo cada vez más distante, y antes del atardecer había desaparecido por completo. Cuando el sol se hundió detrás del horizonte estaban solos en el océano.

El constante bamboleo del ikkergak hizo muy fácil rechazar el ofrecimiento de la carne corrompida y la fuerte grasa, el mareo postró a ambos tanu. Una vez los demás hubieron terminado de comer, la mayor parte de ellos se arrastraron debajo del refugio de proa y se quedaron dormidos. Era una noche cálida y el aire era más fresco fuera; Armun y Kerrick se quedaron donde estaban.

—¿Sabes cuánto tiempo nos tomará efectuar la travesía? —preguntó Kerrick.

Armun se echó a reír.

—Le pregunté eso a Kalaleq. Un número de días, dijo. O no saben contar muy bien…, o no les importa.

—Un poco de ambas cosas. No parecen en absoluto preocupados por estar tan lejos de la orilla. ¿Cómo encuentran su camino y no navegan en círculos?

Como respondiendo a su pregunta, Kalaleq se acercó al mástil y se sujetó a él con una mano, bamboleándose mientras avanzaban por las ligeras olas. No había luna, pero era fácil ver a la brillante luz de las estrellas. Apuntó algo hacia el cielo y miró, luego le gritó instrucciones al timonel, que hizo girar la barra. La vela chasqueó ligeramente ante el cambio de orientación, así que Kalaleq soltó algunos nudos, tensó algunas cuerdas y aflojó otras, hasta que la vela estuvo orientada a su satisfacción.

Una vez terminado esto, Armun le llamó y le preguntó qué había hecho mirando a las estrellas.

—Encontrar el camino de vuelta a nuestros paukaru —dijo con una cierta satisfacción—. Las estrellas nos muestran el camino.

—¿Cómo?

—Con esto.

Les pasó una construcción de huesos unidos entre si. Kerrick la observó, le dio vueltas, luego sacudió la cabeza y se la devolvió.

—Para mi tiene muy poco sentido…, sólo cuatro huesos atados juntos por las esquinas para formar un cuadrado.

—Si, por supuesto, tienes razón —admitió Kalaleq—. Pero los huesos fueron atados por Nanuaq cuando estaba de pie entre los paukaruts en la orilla de Allaniovok. Así es como se hace. Es un importante conocimiento secreto que ahora te revelaré. ¿Ves esa estrella de ahí arriba?

Tras mucho señalar y gritos de ayuda de los demás descubrieron finalmente a qué estrella se refería. Kerrick sabía poco del cielo; fue Armun quien la identificó.

—Es el Ojo de Ermanpadar, eso es lo que me enseñaron. Todas las otras estrellas… son los tharms de los valientes cazadores que han muerto. Cada noche trepan por el cielo desde el oeste, ascienden sobre nuestras cabezas y luego van a descansar al oeste. Caminan juntos como un gran rebaño de ciervos, y son vigilados por Ermanpadar, que no se mueve con ellos. Permanece ahí de pie al norte y observa, y esa estrella es su ojo. Permanece quieto mientras los tharms avanzan a su alrededor.

—Nunca me había dado cuenta de eso.

—Obsérvalo esta noche…, lo comprobarás.

—Pero ¿cómo puede ayudar eso a encontrar nuestro camino? Eso trajo más explicaciones gritadas por Kalaleq, que tenía la impresión de que la poca habilidad de Kerrick para comprender el paramutano se debía a que era sordo. Si gritaba lo bastante fuerte, seguramente Kerrick comprendería lo que quería decir. Con Armun traduciendo, explicó cómo funcionaba el cuadrado de hueso.

—Este hueso más grueso es el fondo. Debes sujetarlo delante de tu ojo y mirar a lo largo de él al lugar donde el agua se encuentra con el cielo. Inclínalo hacia arriba y abajo hasta que no puedas ver su largo, sólo el remo redondo. Cuando hayas conseguido esto, y debes mantenerlo apuntado correctamente todo el tiempo, deslizar rápidamente la vista a lo largo de este otro hueso que es el hueso de Allaniovok, y buscar la estrella.

Debe apuntar directamente a la estrella. Toma, prueba.

Kerrick luchó con el instrumento, parpadeando y mirando hasta que sus ojos estuvieron cansados y acuosos.

—No puedo hacerlo —dijo finalmente—. Cuando este hueso apunta al horizonte…, el otro apunta por encima de la estrella.

—Ante esto Kalaleq dejó escapar un grito de alegría y llamó a los otros paramutanos como testigos de lo rápidamente que Kerrick había aprendido a guiar el ikkergak, su primer día lejos de la orilla. Kerrick no pudo comprender a qué se debía la excitación, puesto que lo había hecho mal.

—No lo has hecho mal —insistió Kalaleq—. Es el ikkergak el que está mal. Nos hallamos demasiado al sur.

Ya lo verás…, cuando estemos más al norte el hueso apuntará a la estrella.

—Pero dijiste que esta estrella no se mueve como todas las demás.

Kalaleq se puso histérico ante aquello y se revolcó de risa. Pasó algún tiempo antes de que pudiera explicarse.

Parecía ser que aquella estrella no se movía a menos que uno se moviera. Si viajabas hacia el norte, la estrella se alzaba más en el cielo; si viajabas hacia el sur, descendía hacia el horizonte. Lo cual significaba que para cada lugar donde estabas había una cierta posición de la estrella en el cielo. Así era como hallabas tu camino. Kerrick no estaba exactamente seguro de lo que significaba aquello, y se quedó dormido mientras aún meditaba desconcertado en el asunto.

Aunque Kerrick y Armun se hallaban siempre ligeramente mareados por el incesante bamboleo y las subidas y bajadas de la embarcación, su estado fue mejorando a medida que transcurrían los días en el mar. Comían escasamente la carne y la grasa, pero terminaban cada día las escrupulosamente medidas raciones de agua. Ayudaban a pescar, porque el jugo recién exprimido de los pescados satisfacía su sed mucho mejor incluso que el agua.

Kerrick seguía desconcertado cada noche respecto del instrumento de hueso, a medida que la estrella fija se alzaba apreciablemente más arriba en el cielo. Luego, una noche, Kalaleq dejó oír un feliz grito tras tomar sus medidas, y todos se turnaron en mirar a lo largo de los huesos, y sí, ahora apuntaban a la estrella y al horizonte al mismo tiempo. Con esto cambió su rumbo, más hacia el este, y la vela fue redispuesta en su palo. Por la mañana Kalaleq rebuscó entre sus posesiones y extrajo el conjunto más grande de muchos huesos que Kerrick había visto antes.

—Estamos aquí —dijo orgullosamente, golpeando con un dedo uno de los huesos laterales. Deslizó el dedo a lo largo hacia la derecha hasta llegar a otro hueso atado que lo cruzaba—. Navegaremos en esta dirección y llegaremos aquí…, y eso es Allaniovok. Así de fácil.

—Puede ser un montón de cosas…, pero no es fácil —dijo Kerrick, dando vueltas al complejo entramado entre sus manos. Luego recordó—. Armun…, aquellos mapas murgu. Todavía los tengo en mi mochila. Explícale a Kalaleq lo que son mientras se los doy.

—Pero…, ¿qué son?

—Dile…, no es fácil. Dile que los murgu cruzan este océano en su gran pez. Cuando lo hacen, utilizan estas cosas planas con líneas de color en ellas para orientarse.

No tengo la menor idea de cómo las usan…, quizás él pueda comprender cómo lo hacen.

Todos los paramutanos se agruparon a su alrededor y lanzaron exclamaciones de sorpresa ante los mapas, mientras aquellos que no podían verlos pedían a gritos una descripción. Al principio admiraron simplemente los colores y esquemas, volviéndolos del derecho y del revés.

Se mostraron particularmente impresionados por el hecho de que, frotándolos con saliva o incluso rascándolos con la uña, las líneas no resultaban afectadas…, de hecho parecían atravesar de lado a lado la dura y semitransparente sustancia. Kalaleq aguardó hasta que todos hubieron tenido la oportunidad de admirarlos antes de acuclillarse y observarlos con detalle.

Más tarde, aquel mismo día, el viento empezó a aumentar, arrastrando grandes nubes ante él. Había habido borrascas y chaparrones algunos días antes, pero esto parecía una auténtica tormenta. Kerrick observó el cielo con cierta inquietud…, pero los paramutanos estaban excitados y felices, y se pusieron a rebuscar entre sus bultos. Cuando estalló la tormenta y la lluvia empezó a caer, habían extendido una amplia sección de piel, y la mantenían tensa por los bordes para recoger la lluvia. Antes de que la tormenta hubiera pasado habían llenado tres pellejos de agua, y todos habían bebido hasta saciarse.

El clima se volvió más frío después de la tormenta, con nubes la mayor parte del tiempo. Con el mareo reducido a una constante y suave irritación, Kerrick tuvo la energía suficiente como para aprender más paramutano.

Armun se convirtió en su maestra, respondiendo a sus preguntas cuando tenía dificultades, pero para practicar acudía a los propios paramutanos. No había problema en ello puesto que eran grandes habladores, hablaban consigo mismos si no había nadie cerca para escucharles. El tiempo pasó rápido de esta manera, hasta que una mañana despertaron en medio de una gran excitación. Teñidas de rojo por el sol del amanecer, vieron dos blancas aves marinas pasar por encima de sus cabezas. Kerrick no se sintió impresionado por ello hasta que Kalaleq le explicó:

—Esto significa tierra, en esa dirección…, ¡ya no pueden quedar muchos días de navegación!

Después de aquello, todos se inclinaron sobre la borda y escrutaron el agua, y fueron recompensados cuando una de las mujeres chilló y casi se tiró por la borda, con otras dos mujeres sujetándola por los tobillos y otra por la cola que había quedado libre de sus ropas, mientras intentaba coger algo con las manos, boca abajo sobre el océano recibiendo todas las salpicaduras de las olas. La devolvieron a cubierta, chorreante y sonriendo…, pero sujetando con fuerza entre sus manos un largo trozo de alga.

—¡Las algas sólo crecen cerca de la orilla! —exclamó, estrujando alegremente sus vejigas de flotación.

Pero la tierra todavía no estaba tan cerca como eso.

Hubo tormentas y vientos contrarios, y los paramutanos se irritaron tanto que arriaron la vela y echaron uno de los botes al agua. Lo aseguraron a la proa con una cuerda larga de cuero trenzado y, de cuatro en cuatro, hombres y mujeres, fueron turnándose en los remos. Armun y Kerrick hicieron también sus turnos, jadeando y sudando mientras tiraban a paso de caracol del gran ikkergak. Se sintieron tan felices como los demás cuando empezó a soplar un ligero viento del oeste y, con muchos gritos, el bote fue devuelto a bordo y la vela tendida de nuevo.

Fue al día siguiente, justo antes del anochecer, cuando alguien vio la línea oscura al frente, en el horizonte. Hubo muchas más discusiones acerca de si eran nubes o tierra, seguidas por gritos de alegría cuando vieron que era tierra. Arriaron la vela y arrojaron una cuerda lastrada por la popa a fin de no ser arrastrados por las olas. Al amanecer estaban todos despiertos cuando el sol se alzó por encima de las boscosas colinas, mucho más cercanas ahora. Kalaleq trepó por el mástil tanto como pudo para observar puntos de referencia en la tierra a medida que se acercaban…, y finalmente gritó y señaló hacia el norte a algunas pequeñas islas apenas visibles junto a la costa.

Giraron en aquella dirección, atraparon la brisa y adquirieron una buena velocidad. Pasaron junto a las islas antes del mediodía, y más allá de ellas, sobre una arenosa playa, estaban las redondas cúpulas negras de los paukaruts.

—¡Allaniovok! —exclamó alguien, y todos los paramutanos gritaron en alegre confirmación.

—Bosque y maleza —dijo Kerrick—. La caza debería ser buena aquí. Una tierra sin murgu, ningún paramutano ha visto la menor huella de ellos. Este podría ser el lugar ideal para nosotros. Para olvidarlo todo de los murgu, no volver a pensar en ellos.

Armun guardó silencio, porque no había nada que pudiera decir. Sabía que el recuerdo de los otros sammads, de los murgu persiguiéndolos, nunca lo abandonaría. En ningún momento hablaba de ello pero por su rostro ella podía decir que se hallaba siempre en sus pensamientos. Puede que allí estuvieran seguros.

Pero ¿y los demás?