CAPÍTULO 3

Comieron al mediodía, después de que los sasku mataran y descuartizaran uno de los ciervos de los corrales de comida. Kerrick encontró piedras e hizo un anillo para el fuego en el espacio despejado delante del hanale, luego llevó madera seca de la orilla. Podían establecer su campamento en cualquier parte de la ciudad en ruinas… Pero deseaba estar cerca de los yilanè supervivientes.

Aunque los cazadores sasku no eran de temperamento tan impulsivo y lanzas tan rápidas como los tanu, seguía sin poder confiar en ellos con respecto a los dos machos.

La muerte podía llegar muy rápida si no estaba atento.

Cuando regresaron los cazadores el fuego ya estaba alto, con un ardiente y rojo lecho de brasas listo para recibir la carne. En su hambre, no aguardaron a que estuviera completamente hecha, sino que empezaron a arrancar trozos medio crudos aún y se pusieron a masticarlos concienzudamente. Kerrick tomó el hígado, como era su derecho, pero lo compartió con Sanone.

—Hay muchas cosas nuevas que ver en este lugar —dijo el viejo, lamiendo cuidadosamente sus grasientos dedos antes de secárselos en su faldellín—. Y muchos misterios también, que requieren mucho pensar. ¿Hay mastodontes aquí, entre todos los demás animales?

—No, en este lugar sólo hay murgu, traídos hasta aquí desde el otro lado del océano.

—Pero nos estamos comiendo este ciervo, y evidentemente no es murgu.

—Los ciervos, como los granciervos, fueron todos capturados y criados aquí. Pero en las distintas tierras de donde procedían todos los que matamos sólo hay murgu.

Sanone masticó sus pensamientos junto con otro trozo de hígado.

—No me gusta pensar en una tierra donde sólo caminan murgu. Pero este lugar al otro lado del océano del que hablas es ciertamente parte del mundo que hizo Kadair cuando —una patada e hizo pedazos la roca. De la roca extrajo todo lo que vemos y conocemos, extrajo el ciervo y el mastodonte…, y a los murgu. Hay una razón para todo ello. Hay una razón por la que vinimos a este lugar y otra razón por la que este lugar esté aquí. Debemos tomar en consideración todas estas cosas hasta que puedan ser comprendidas.

Todo lo del mundo más allá del mundo adquiría una gran importancia cuando Sanone hablaba como mandukto. Pero Kerrick tenía cosas más prácticas en las que pensar. Los machos en el hanale tenían que ser alimentados. Y, luego, ¿qué iban a hacer con ellos? ¿Por qué se echaba sobre los hombros el peso de su existencia? Si no intervenía, morirían muy pronto…, no faltarían voluntarios para ese trabajo. Sentía piedad por las estúpidas criaturas, pero estaba convencido de que tenía que haber otras razones aparte esta para mantenerlos con vida. Pensaría más tarde en ello. Ahora había que darles de comer.

No carne asada; se aterrorizarían ante el olor del humo.

Cortó algunos trozos de carne de los cuartos traseros sin asar del ciervo, luego cruzó la rota puerta del hanale. Los cadáveres seguían allí…, y empezaban a oler mal. Tendrían que ser retirados antes del anochecer. Cuando llegó a la sección no incendiada oyó cantar, aunque los sonidos no significaban nada en sí mismos. Se detuvo, sin ser visto, a la entrada de la cámara, y escuchó mientras Imehei cantaba con su ronca voz de macho. La oscura melancolía de la canción le recordó de inmediato a Kerrick aquel lejano día en que Esetta había cantado tras la muerte de Alipol.

Ellas caminan libres, nosotros estamos encerrados lejos.

Ellas se tuestan al sol, nosotros contemplamos la penumbra.

Ellas nos envían a las playas, nunca vamos por nosotros mismos…

Imehei se interrumpió cuando vio a Kerrick…, luego llameó juveniles colores de alegría cuando sus ojos se posaron en la carne que este llevaba. Los dos comieron ansiosamente, y sus poderosas mandíbulas y afilados dientes cónicos dieron buena cuenta con rapidez de ella.

—¿Conocíais a Esetta? —preguntó Kerrick.

—Era hermano aquí dentro —dijo rápidamente Imehei, pero añadió con mayor interés—: ¿Habrá más comida ahora?

Kerrick hizo signo negativo: más tarde, y luego preguntó:

—Había otro macho aquí, Alipol, ¿lo conocisteis también? Era mi… amigo.

—Imehei ha llegado recientemente de Entoban —dijo Nadaske—. Yo no. Yo estaba aquí cuando Alipol era primero en el hanale, antes de que fuera a la playa.

—Alipol trabajaba con sus pulgares haciendo cosas de gran belleza. ¿Sabes algo de ellas?

—Todos sabemos de ellas —interrumpió Imehei—. Después de todo…, no somos rudas/ásperas/fuertes y hembras. Sabemos de la belleza —se volvió tan pronto como hubo terminado de hablar y apartó hacia un lado una de las vistosas colgaduras para dejar al descubierto un nicho en la pared. Aupándose sobre las puntas de sus garras alcanzó la escultura de alambre, se volvió y se la tendió a Kerrick.

Un nenitesk… quizás el mismo que Alipol le había mostrado en aquel distante y cálido día. El caparazón se enroscaba alto, los tres cuernos eran afilados y puntiagudos, los ojos brillantes joyas. Imehei lo tendió orgullosamente y Kerrick lo tomó, lo hizo girar para que reflejara la luz. Sintió la misma exultante alegría que había sentido cuando Alipol le reveló por primera vez su escultura.

Había infelicidad junto con la alegría…, porque Alipol llevaba muerto mucho tiempo. Enviado a una muerte segura en la playa por Stallan. Bien, ella estaba muerta también; había una cierta satisfacción en ello.

—Me quedaré esto —dijo Kerrick…, y entonces vio sus horrorizados gestos. Imehei fue incluso lo bastante osado como para añadir una sugerencia de femineidad a sus movimientos. Kerrick comprendió. Le habían aceptado como macho, toda la ciudad sabía de su masculinidad y se había maravillado, pero ahora estaba actuando de una manera brutalmente femenina. Intentó rectificar.

—Malinterpretación de intención. Quiero quedarme esta cosa de belleza, pero permanecerá aquí en el hanale, donde Alipol quería que estuviera. La esekasak que se ocupaba del hanale no está, así que ahora la responsabilidad es vuestra. Guardadlo e impedid que sufra algún daño.

No podían ocultar sus pensamientos, y tampoco hicieron el menor intento. Ocultos, privados de responsabilidad, tratados como fargi desprovistas del habla y recién salidas del océano…, ¿cómo podían ser otra cosa distinta de lo que eran? Primero asimilaron el nuevo pensamiento, retrocedieron ante él, luego lo aceptaron, después mostraron orgullo. Cuando Kerrick vio aquello empezó a comprender algo del porqué debían ser mantenidos con vida.

No sólo por ellos mismos…, sino también por él. Por sus propias razones egoístas. Él era tanu…, pero también era yilanè. Con estos machos podría enfrentarse a ese hecho, no huir de él o sentirse avergonzado de él. Cuando hablaba con ellos estos pensamientos brotaban a la vida, esas partes de su pensamiento que eran yilanè. No sólo pensar, sino también ser.

Él era lo que era. Kerrick de los tanu, Kerrick de los yilanè.

—Tenéis agua…, os traeré más comida. No abandonéis esta cámara.

Hicieron signo de asentimiento y aceptación de las instrucciones. Con las expresiones privadas de macho a macho. Sonrió ante su sutil fuerza. Una simple sugerencia de que había estado actuando como una hembra los había situado rápidamente en su lugar. Empezaron a gustarle a medida que iba comprendiendo algo de lo que había debajo de su complaciente capa exterior.

Los huesos desechados crepitaban en el fuego; los sasku, con los estómagos llenos, dormitaban al sol. Sanone alzó la vista cuando Kerrick reapareció, se inclinó y se sentó a su lado.

—Hay cosas de las que querría hablar, mandukto de los sasku —dijo formalmente Kerrick.

—Escucho.

Kerrick ordenó sus pensamientos antes de volver a hablar.

—Hemos hecho lo que vinimos a hacer. Los murgu están muertos, su amenaza ya no existe. Ahora tomarás a tus cazadores y regresarás a tu valle y a tu gente. Pero yo debo quedarme aquí…, aunque las razones de esto apenas empiezan a parecerme claras. Soy tanu…, pero también soy yilanè, que son los murgu que hicieron crecer este lugar. Hay cosas aquí de gran valor para los tanu. No puedo irme sin examinarlas, sin pensar en ellas, sin tomarlas en consideración. Pienso en los palos de muerte, sin los cuales los murgu nunca hubieran sido derrotados.

Se detuvo cuando Sanone alzó la mano reclamando silencio.

—Escucho lo que dices, Kerrick, y empiezo a comprender un poco de los muchos pensamientos que me han estado turbando. Mi camino no ha sido claro pero ahora empieza a serlo un poco. Lo que comprendo ahora es que cuando Kadair tomó la forma del mastodonte y modeló el mundo pateó fuertemente sobre la roca y marcó profundamente un sendero en la sólida piedra. Lo que necesitamos es la sabiduría necesaria para seguir este sendero. Él te condujo a ti hasta nosotros, y trajiste contigo al mastodonte para mostrarnos de dónde procedíamos…, y a dónde estábamos destinados a ir. Karognis envió a los murgu a destruirnos, pero Kadair envió al mastodonte para que nos guiara por sobre las montañas de hielo a este lugar para desencadenar su venganza sobre ellos. Y ahora han sido destruidos, mientras este lugar ha sido incendiado pero no incendiado. Tú ves sabiduría aquí, lo cual significa que sigues el sendero del mastodonte del mismo modo que nosotros. Ahora puedo ver que nuestro valle fue simplemente una parada junto al camino mientras aguardábamos a que Kadair marcara su sendero para nosotros. Permaneceremos en este lugar, y el resto de los sasku se reunirán con nosotros aquí.

Aunque Kerrick tenía dificultad en seguir el razonamiento de Sanone, y la profundidad del conocimiento del mandukto era grande e iba mucho más allá de él, recibió con entusiasmo la decisión.

—Por supuesto…, has dicho lo que yo estaba intentando decir. Hay aquí en Alpèasak mucho más de lo que una persona podría comprender en un centenar de vidas. Tu gente, que hace telas de las plantas verdes y dura roca del blando lodo, vosotros entenderéis estas cosas. Apeasak seguirá viviendo.

—¿Hay un significado en los sonidos y movimientos que haces? ¿Tiene un nombre este lugar?

—Se le llama el lugar del calor, del brillo…, no sé cómo decirlo exactamente en sesek, de las arenas que yacen a lo largo del borde del océano.

—Deifoben, las playas doradas. Es un buen nombre. Aunque a veces resulta difícil, incluso para mí, que he sido adiestrado en los misterios y en el esclarecimiento de los misterios, comprender el que esos murgu puedan hablar…, y que esos sonidos que emites sean en realidad un lenguaje.

—No fue fácil de aprender.

Kerrick, con los pensamientos llenos con los yilanè, no pudo evitar que algo del dolor brotara por su boca. Sanone asintió comprensivamente.

—Eso fue también una huella en el sendero de Kadair…, y no la parte más fácil. Ahora háblame de los murgu cautivos. ¿Por qué no los matamos?

—Porque no deseamos guerrear con ellos…, ni ellos desean hacernos el menor daño. Son machos, y casi nunca han abandonado este edificio, en realidad son prisioneros de las hembras. Puedo hablar con ellos, y ellos me proporcionan un…, una camaradería que es distinta de la de los cazadores. Pero así es como siento por dentro. Lo más importante es que pueden ayudarnos a conocer esta ciudad, porque son más parte de ella que yo.

—Todas las criaturas se hallan en el sendero de Kadair, incluso los murgu. Hablaré a los sasku. Tus murgu no sufrirán el menor daño.

—Sanone es el más sabio de los sabios, y tiene el agradecimiento de Kerrick.

Sanone asintió y aceptó la alabanza como correspondía.

—Ahora iré a hablar con los míos para que los murgu estén a salvo. Luego me mostrarás más cosas de Deifoben.

Caminaron hasta que se hizo demasiado oscuro para ver el sendero ante sus ojos, luego regresaron junto al agradable fuego al lado del hanale. Aquel día, los sasku que les acompañaban se maravillaron ante los campos de los animales…, y se sintieron complacidos al descubrir que sólo una pequeña parte de ellos había resultado destruida. Comieron fruta hasta que estuvieron todos pegajosos por el zumo, observaron con asombro el nenitesk y el acorazado onetsensast, nadaron en las cálidas aguas junto a la dorada arena. Mientras admiraban el modelo viviente de la ciudad, que no había sufrido daño aunque parte del techo transparente protector se había quemado. Kerrick observó con asombro cuánto había crecido en los pocos años que había estado fuera. Su cabeza estaba tan llena de recuerdos y visiones que, por primera vez desde que había abandonado los sammads, no pensó ni una sola vez en Armun y el campamento en la nieve, tan lejos en el distante norte.

El campamento tenía el aspecto familiar de siempre allá en el recodo del río. De nuevo las nieves tempranas cubrían con su sábana el suelo, al tiempo que revestían el río con una delgada capa de hielo. Había más tiendas de las que nunca antes había habido, mientras que todos los mastodontes de los distintos sammads formaban una pequeña manada. Barritaban en el frío aire y cavaban el suelo en busca de la hierba que no se encontraba allí.

Pero estaban gordos y bien alimentados pese a la falta de pastos, porque habían comido todo lo que habían querido gracias a las ramas tiernas reunidas durante el otoño.

Los tanu se hallaban también bien alimentados. Había carne ahumada y calamar seco, incluso la carne murgu conservada si era necesaria. Los niños jugaban en la nieve y llevaban cubos de corteza llenos de ella al interior de las tiendas para ser fundida y convertida en agua.

Todo iba bien, aunque las mujeres, y los niños también, notaban la ausencia de los cazadores. Los sammads no estaban completos. Sí, estaban los viejos, y el puñado de jóvenes cazadores que habían sido dejados atrás para guardar los sammads. Pero los demás se habían ido, muy lejos al sur, donde podía haberles ocurrido cualquier cosa.

El viejo Fraken ataba nudos en sus cuerdas y sabía cuántos días habían pasado desde que se habían ido; pero eso no significaba nada. ¿Habían hecho lo que habían ido a hacer?

¿O estaban todos muertos?

Este pensamiento, que era muy pequeño cuando partieron, crecía día a día hasta convertirse en una nube de tormenta que gravitaba sobre ellos extendiendo su oscuridad. Las mujeres se reunían en torno de él cuando Fraken hurgaba en las pelotillas de los excrementos del búho, extrayendo los huesos de ratón hasta que podía ver en el futuro. Todo iba bien, les tranquilizaba, había habido una victoria, todo iba bien.

Deseaban oírle decir aquello, así que procuraban que tuviera los trozos más blandos de la carne asada para que sus viejos dientes pudieran masticarla. Pero por la noche, en la oscuridad de las tiendas, los viejos temores regresaban. Los cazadores… ¿dónde estaban los cazadores?

Armun temía tanto que Kerrick estuviera muerto que despertaba por la noche como si le faltara la respiración y apretaba al bebé contra su seno. Despertado y asustado, Arnhweet gemía ansiosamente hasta que ella lo consolaba con la leche de su pecho. Pero nada podía consolar a Armun, que permanecía tendida, despierta, tensa de miedo, hasta que la luz se arrastraba por entre las pieles.

La soledad de su vida estaba regresando a ella. Un muchacho había señalado su boca y se había echado a reír.

Aunque su risa se había convertido en un gemido de dolor cuando la rápida mano de ella partió como un látigo contra su rostro, esto había traído de nuevo recuerdos largo tiempo desterrados. Aunque no era consciente de ello, empezó a caminar de nuevo por el campamento con un pliegue de su chaquetilla de piel de ciervo sobre su boca para ocultar la hendidura en su labio. El futuro sin Kerrick, frío y vacío, era algo en lo que no soportaba pensar.

Luego nevó sin parar durante muchos días, tantos como los que se podían contar con ambas manos, una nieve que se dejaba llevar silenciosamente en enormes ráfagas que cegaban el paisaje. Cuando finalmente regresó el sol, no podía distinguirse el río de la tierra en aquel nuevo mundo blanco. Los mastodontes barritaban furiosamente, y su aliento formaba blancas nubes contra el pálido azul del cielo mientras pisoteaban la nieve bajo ellos. Armun envolvía a Arnhweet con varias capas de piel de ciervo antes de colgarlo a su espalda. La nieve se había acumulado alta delante de la tienda, y tuvo que cavar su camino al mundo exterior. Las otras mujeres estaban saliendo también, llamándose entre sí. Ninguna llamó a Armun. La ira reemplazó su vieja desesperación y metió al bebé en su arnés y se alejó de las tiendas para hallar la paz más allá de los cálidos gritos que no eran más que incitación para ella. La nieve le llegaba hasta la cintura, pero ella era fuerte, y era bueno salir de la tienda. Arnhweet charloteaba a su espalda, como si disfrutara tanto como ella de la salida.

Armun caminó hasta que los árboles ocultaron las tiendas, y sólo entonces se detuvo para recuperar el aliento. Ante sus ojos se extendía la blanca llanura, en realidad no era una llanura, sino el helado río cubierto por la nieve. Unos puntos negros se movían sobre él en la distancia, y de pronto lamentó haber ido sola hasta tan lejos. No llevaba consigo arma alguna, ni siquiera un cuchillo. Y, aunque la hubiera llevado, nunca hubiera podido enfrentarse a unos predadores muertos de hambre. Se estaban acercando, y se volvió para echar y correr…, y se detuvo.

Había más ahora, avanzaban en hilera, cada vez en mayor número.

¡Cazadores! ¿Era posible?

Sin moverse, observó mientras seguían acercándose, hasta que resultó claro que eran cazadores, vestidos con pieles y con calzado para la nieve. Y el de delante, con su enorme forma, no podía ser otro que Herilak. Orientándose, marcando el camino. Se protegió los ojos para ver cuál era Kerrick, con el corazón latiendo como si estuviera por estallar. Se echó a reír muy fuerte y agitó la mano.

Debieron verla, porque su ululante grito de victoria cortó el aire. Ella no podía moverse, sólo aguardar, mientras se iban acercando más y más, hasta que la escarchada barba de Kerrick fue claramente visible, hasta que él pudo oír su grito:

—¡Kerrick…! ¿Dónde estás?

Herilak no respondió, y tampoco hubo grito alguno de respuesta de los otros, y Armun se tambaleó y estuvo a punto de caer.

—¡Está muerto! ¡Estoy muerta! —gritó cuando Herilak estaba ya casi a su lado.

—No. Kerrick vive y está bien. Ganamos la batalla.

—Entonces ¿por qué no me contesta? ¡Kerrick!

Avanzó en la nieve con intención de pasar junto al gran cazador, pero este la detuvo con una mano.

—No está aquí. No ha vuelto con nosotros. Está en la ciudad murgu incendiada. Me dijo que cuidara de ti en mi sammad, y eso haré.

—¡Kerrick! —gimió ella, y luchó por soltarse de la presa del hombre.

Sin resultado.