—¡Atención y urgencia, atención y urgencia!
La yilanè se repetía incoherentemente como una fargi. Ambalasi alzó la vista de su trabajo, preparada para liberar su agresivo temperamento. Pero vio que la enlodada criatura estaba temblando con preocupación y miedo de modo que en vez de ello hizo signo de explicación-amplificación.
—Una ha resultado herida mientras pescaba. Una mordedura, mucha sangre.
—Espera…, luego llévame a ella.
Ambalasi buscó un hatillo de artículos médicos de primera necesidad preparado para tales emergencias. Lo encontró y se lo tendió a la otra.
—Lleva esto…, y condúceme.
Atravesaron el circulo de excitadas Hijas para hallar a Enge arrodillada en el lodo, sosteniendo la cabeza de una ensangrentada yilanè.
—Rápido —imploró—. Es Efen, la más cercana a mi. He cubierto la herida para restañar el flujo de la sangre.
Ambalasi contempló el empapado montón de hojas que Enge apretaba contra el costado de la otra.
—Una inteligente acción, Enge —dijo—. Sujétalas así mientras le preparo algo de alivio.
La pequeña serpiente permanecía enrollada, medio adormecida, en su cestito dentro del hatillo. Ambalasi la sujetó por detrás de la cabeza y apretó, obligándola a abrir la boca y dejar al descubierto el único y largo colmillo. Con su mano libre tomó un nefmakel y expuso su húmeda parte inferior, y la utilizó para limpiar la piel de la ingle de Efen. Aquello no sólo limpió el lodo, sino que destruyó con su acción antiséptica cualquier bacteria que pudiera haber. Echó el animal a un lado y apretó la mojada piel de Efen hasta revelar la arteria que pulsaba allí, con un delicado toque, clavó en ella el afilado colmillo. El veneno modificado fluyó al torrente sanguíneo de Efen, dentro de unos momentos estaría inconsciente. Sólo entonces dejó al descubierto Ambalasi la herida.
—Una mordedura limpia. Se llevó una buena parte de músculo, pero no penetró en el omento. Sólo tendré que limpiarla un poco. —El cuchillo cuerda cortó la rasgada carne. Cuando la herida empezó a sangrar de nuevo, desenrolló un nefmakel más grande y lo situó sobre la zona dañada. El animal se pegó a ella, deteniendo la hemorragia y sellándola por completo—. Llévala a algún lugar para que descanse. Se pondrá bien.
—Gratitud a Ambalasi como siempre —dijo Enge, levantándose lentamente.
—Lávate…, estás llena de lodo y sangre. ¿Qué criatura la mordió?
—Esa. —Enge señaló hacia la orilla del rio—. Estaba enredada en nuestra red.
Ambalasi se volvió para mirar…, y por primera vez desde que recordaba se quedó sin habla.
Aún estaba viva, agitándose en el suelo, aplastando matorrales y arbustos. Una cosa grande, ondulante y gris, tan gruesa como el cuerpo de una fargi, y con una longitud de dos, tres yilanè…, con más de su forma serpentina aún en el agua. Sus mandíbulas de grandes placas óseas estaban muy abiertas, y sus pequeños y mortíferos ojos miraban sin ver.
—Lo hemos encontrado —dijo finalmente Ambalasi, con cierta satisfacción—. Visteis las angulas en medio del océano. Este es el animal adulto.
—¿Una anguila? —Enge hizo signo de maravilla y comprensión—. Este nuevo mundo de Ambalasokei es realmente un mundo de muchas sorpresas.
—Por su naturaleza tiene que serlo —dijo Ambalasi, hundiéndose de nuevo en su personalidad didáctica normal ya que la primera impresión del reconocimiento había pasado—. Dudo que seáis capaces de comprender la teoría de las placas tectónicas y la deriva continental, así que no turbaré vuestras mentes con ello. Pero si seréis capaces de apreciar los resultados. Esta tierra, y la distante Entoban, fueron en su tiempo una sola. Todas las criaturas eran las mismas. Esto fue poco después de abrirse el huevo del tiempo. Desde entonces, una lenta diferenciación y el proceso de la selección natural han ocasionado cambios importantes…, deben haber causado cambios importantes en las especies. Imagino que encontraremos otros, aunque ninguno quizá tan espectacular como este.
Unos pocos días más tarde, Ambalasi recordaría con cierto pesar haber pronunciado aquellas palabras. Fue quizá la más errónea suposición que hubiera efectuado en toda su vida.
La herida de Efen curó fácilmente. En el lado positivo del accidente estaba la adquisición de la enorme anguila.
Era gigantesca…, y muy sabrosa, y las alimentó a todas y aún sobró mucha. Fueron construidas redes más fuertes, se tomaron más precauciones, y su fuente de alimento quedó garantizada. Ablandada por las enzimas, era la mejor comida que habían comido desde su encarcelamiento.
Cuando el bien alimentado uruketo regresó, lo utilizaron para cruzar el rio hasta el emplazamiento de su nueva ciudad. Las Hijas estaban ansiosas por ver aquel lugar de gran importancia, y no hubo falta de voluntarias para su expedición.
—Ojalá esa ansiedad hacia el trabajo estuviera repartida más equitativamente —gruñó Ambalasi, seleccionando sólo a las más fuertes y desechando a las demás. Tan pronto como estuvieron a bordo, y pese a sus protestas ordenó que todas bajaran al interior, compartiendo la aleta sólo con Enge y Elem.
—Toma nota —ordenó Ambalasi— de que tus hermanas, mientras eluden todo auténtico trabajo, siempre están dispuestas a presentarse voluntarias para una salida.
Quizá debieras considerar algún sistema de recompensas por el trabajo, puesto que no puedes ordenarles que lo hagan.
—Hay mucha verdad en lo que dices, como siempre, y pensaré en ello —dijo Enge—. Aunque las comprendo y conozco sus sentimientos, también sé que debemos idear alguna manera de compartir el trabajo. Estudiaré más atentamente los pensamientos de Ugunenapsa, porque es posible que ella haya considerado también ese problema.
—Estudia con rapidez o nos moriremos de hambre. Supongo que habrás notado ya el fracaso de tu organización voluntaria de pesca, con las primeras diez sintiéndose engañadas ahora que las dieces posteriores no tienen que trabajar tan duro como hicieron ellas antes de que fueran atrapadas las anguilas. Ya están pidiendo una reorganización del sistema.
—Lo sé…, y lo lamento. Tiene toda mi atención.
El uruketo se estremeció bajo ellas mientras el poderoso animal nadaba hacia un lado para eludir un tronco flotante que descendía por el rio en su dirección. Un gigantesco árbol que había sido minado por las aguas hasta ver socavadas sus raíces y caer. Multitud de pájaros alzaron el vuelo de su follaje aún verde mientras pasaba majestuoso por su lado. Bajo la guía de Elem, el uruketo giró de nuevo y enfiló hacia el cuello de tierra que tenía que ser su ciudad.
Ambalasi fue la primera en bajar y chapotear hasta la orilla. El suelo estaba cubierto de una vegetación amarillenta, muerta, con las desnudas ramas de los árboles muertos alzándose como lanzas. Ambalasi hizo un seco gesto de satisfacción.
—Los escarabajos se ocuparán pronto de los troncos y tocones. Pon a tus Hijas a trabajar rompiendo ramas y árboles pequeños. Arrojadlo todo al rio. Luego inspeccionaremos la barrera de espinas.
Ambalasi abrió camino, andando lentamente bajo el calor. No habían llegado aún a la verde pared cuando tuvieron que detenerse a la escasa sombra de un esquelético árbol para refrescarse antes de poder seguir.
—Calor —dijo Enge con cierta dificultad, con las mandíbulas enormemente abiertas.
—Necesariamente, puesto que nos hallamos exactamente en el ecuador, un término geográfico con el que no estáis acostumbradas.
—El lugar en la superficie de una esfera equidistante de los polos que señalan el eje de rotación. —Enge estaba mirando la barrera, de modo que se perdió el gesto de irritación de Ambalasi—. En mis intentos de comprender la obra de Ugunenapsa descubrí que su filosofía estaba basada en parte sobre su estudio de algunas ciencias naturales. Así que emulé su espléndido ejemplo…
—Emula mi espléndido ejemplo y sigamos caminando. Tenemos que estar completamente seguras de que no hay brechas en la barrera. Ven.
Mientras caminaban junto al muro de planas hojas y afiladas espinas, Ambalasi tendió la mano entre las ramas para extraer vainas maduras de semillas, que dio a Enge para que las llevara. Cuando alcanzaron la orilla del rio, Ambalasi señaló el hueco entre la barrera y el agua.
—Siempre es lo mismo en la fase intermedia —dijo.
Sembraré más semillas aqui, y también esas semillas de los recios arbustos que clavan sus raíces en el agua. Sujétalas por mi.
La vieja científica trazó surcos en el lodo con un práctico movimiento de las garras de uno de sus pies mientras se mantenía en equilibrio sobre el otro, luego se inclinó, bufando y quejándose, para sembrar las semillas.
Enge miró hacia el río, a un lugar de la misma orilla algo más allá, donde una corriente subsidiaria más pequeña se unía al gran cuerpo de agua. Algo se movió allí, nadando en el rio, un gran pez de algún tipo. Miró con interés mientras otro lo seguía, emergiendo del agua por un instante.
—Más semillas —dijo Ambalasi—. Un repentino ataque de sordera —añadió con irritación, cuando se volvió para ver a Enge de pie en silencio, mirando hacia el río—. ¿Qué ocurre? —preguntó cuando tampoco obtuvo respuesta.
—Allí en el agua, la vi, ahora ha desaparecido. —Habló con modificadores de tan gran importancia que Ambalasi se volvió de inmediato, miró, no vio nada.
—¿Qué era?
Enge se volvió hacia la científica con movimientos de importancia de vida o muerte. Vaciló en silencio antes de hablar.
—He pensado profundamente y he considerado todas las criaturas vivas que conozco que puedan tener algún parecido. No hay ninguna con la que pueda confundirme.
La primera no la vi con claridad, podría haber sido cualquier cosa. La segunda asomó la cabeza fuera del agua.
La vi. No pude equivocarme. Estaba allí.
—Deseo explicación —dijo tercamente Ambalasi en el silencio que siguió. Enge se volvió hacia ella, aún inmóvil y en silencio, clavó la mirada en sus ojos antes de hablar.
—Me doy cuenta de la importancia de lo que estoy a punto de decir. Pero no cometo ningún error. Allí, en el agua vi a una joven elininyil.
Imposible. Somos las primeras yilanè en alcanzar este lugar, no hay machos, así que no hay huevos que eclosionar, no hay jóvenes que entren en el mar, no hay elininyils que crezcan hasta convertirse en fargi. Es imposible. A menos…
Ahora fue el turno de Ambalasi de permanecer silenciosa y rígida, con apenas sombras de pensamientos ondulando en sus músculos. Pasó largo tiempo antes de que hablara.
—No es imposible. Cuando dije eso hace un momento lo hice con una especie de etnocentrismo especifico. Puesto que nosotras las yilanè estamos en la cúspide de la pirámide ecológica, suponemos automáticamente, yo supongo automáticamente, que estamos solas ahí, algo especial y singular. ¿Sabes de qué estoy hablando?
—No. Ignorancia personal de conceptos técnicos.
—Comprensible. Me explicaré. El distante Entoban es nuestro…, nuestras ciudades se extienden allí a lo largo de todas las zonas habitables entre los océanos. Pero ahora estamos en un nuevo mundo, donde se han desarrollado y diferenciado otras formas de vida. No hay ninguna razón para suponer que nuestra especie sea única de Entoban. Podría estar también aqui.
—Entonces…, ¿vi a una elininyil?
—Es muy probable. Es una conclusión posible. Ahora debemos observar para ver si estabas en lo cierto. Si realmente la viste…, entonces creo que este es el acontecimiento más importante desde que se abrió el huevo del tiempo. ¡Ven conmigo!
Ambalasi se dirigió a la orilla y se metió en el rio con un exceso de fervor científico. Enge la siguió con rapidez, aterradoramente consciente de los posibles peligros que acechaban en las lodosas aguas. La corriente era débil en aquel remanso, y Ambalasi alcanzó rápidamente el canal y empezó a subirlo. El agua la cubría sólo hasta la cintura, y resultaba más fácil andar que nadar.
Enge se apresuró, pasando junto a la vieja científica para abrir la marcha. Sobre el agua colgaban ramas bajas, y el aire era denso y húmedo, lleno de insectos mordedores. La corriente de agua las mantenía bastante frescas, pero cuando el canal se ensanchó se hundieron bajo la superficie para escapar a los insectos. Salieron de nuevo a la superficie, escupiendo agua, mirando alrededor incapaces de comunicarse más que los conceptos más sencillos hasta que hubieron trepado a la herbosa orilla.
—Estamos claramente en otra isla, separada de la nuestra por este canal lateral del rio. Agua cálida a una temperatura constante, pero lo suficientemente somera como para impedir a los predadores grandes que entren en ella. Si, y acentúo el si, hay yilanè aqui, este sería un sitio perfecto para la playa del nacimiento. Agua protegida de las grandes formas de vida del rio, llena de peces para que las jóvenes puedan comer. Y libre acceso al rio y al mar para cuando las jóvenes hayan crecido lo suficiente y se conviertan en elininyil.
—Este podría ser un sendero hacia el interior de la isla —dijo Enge, señalando al suelo.
—Y podría ser un camino abierto por los animales. Lo seguiremos.
Enge fue delante, empezando a lamentar su precipitada aventura. Estaban desarmadas…, y podía haber cualquier tipo de criatura oculta en la jungla.
El camino era fácil de seguir. Rodeaba el tronco de un gran árbol cuyas largas raíces se extendían hacia el rio luego volvía a la orilla hasta una playa arenosa bordeada de suave arena. Compartieron al instante el mismo pensamiento: un lugar perfecto para una playa del nacimiento. Algo chapoteó en el agua, pero cuando miraron había desaparecido, dejando tan sólo ligeras ondulaciones en la lisa superficie.
—Tengo la sensación de que estamos siendo observadas —dijo Enge.
—Sigue adelante.
El camino bordeaba la playa y entraba en el denso bosquecillo de árboles del otro lado. Se detuvieron ante él, intentando escrutar la penumbra debajo del denso follaje. Enge hizo un seco gesto de infelicidad.
—Creo que ya hemos ido lo bastante lejos. Debemos regresar junto a las otras. Volveremos aqui cuando estemos mejor preparadas.
—Necesitamos descubrir más hechos.
Ambalasi dijo aquello firmemente, hizo un signo de primacía del conocimiento, pasó por delante de Enge.
Con un grito chirriante, la criatura saltó de detrás de los árboles, sujetando una gran araña entre sus pulgares tendidos y empujándola contra el rostro de Ambalasi.