Aquella tarde Kerrick cruzó el invisible limite entre los dos campamentos para devolverle el hesotsan a los machos. Lo necesitarían para su caza, puesto que no tenían habilidad con la lanza o el arco. Arnhweet lo vio marcharse, lo llamó y corrió tras él. El niño llevaba uno de los mapas de Erefnais metido bajo el brazo; estaba fascinado por los colores, y era el único, aparte su padre, que parecía interesado en los artefactos yilanè. Kerrick cogió su mano libre, y juntos caminaron lentamente bajo los árboles. Kerrick se sintió alegre por la pequeña mano en la suya, la presencia y el afecto del niño, pero no podía escapar de la omnipresente sensación de desesperación.
—Uno que se había marchado vuelve —gritó Kerrick cuando vio a Imehei—. Debo comunicar información de gran importancia.
Nadaske oyó el sonido de su voz y asomó la cabeza fuera de su refugio de dormir para ver lo que estaba diciendo.
—Placer de verte de nuevo —dijo, y hubo un movimiento de no disimulado alivio mientras hablaba.
—Concordancia —dijo Imehei—. La muerte en manos de los depravados ustuzou nos ha estado amenazando desde el instante mismo en que partiste.
Kerrick ignoró la evidente exageración y devolvió el hesotsan, con un signo de gratitud por el uso. Como respuesta a los movimientos interrogativos de los dos, les contó lo que había ocurrido en Alpèasak.
—Los ustuzou huyeron, ahora es de nuevo yilanè.
—Hembras y muerte, demasiado cerca, demasiado cerca —gimió Imehei.
—Bueno, no parecíais muy felices cuando la ciudad era ustuzou —le recordó Kerrick—. Será mejor que decidáis qué preferís.
—Igual de malo —dijo Nadaske—. Muerte por los dientes de piedra, muerte en las playas.
—Entonces manteneos lejos de la ciudad.
—Mira, ¿ves? —dijo Arnhweet a Imehei, metiéndose entre ellos y tendiendo el mapa.
Imehei lo cogió de entre sus manos con apreciativos movimientos ante los intensos colores. Kerrick fue a decir algo…, luego se detuvo, asombrado. Arnhweet había hablado en yilanè. De una manera tosca y simple…, ¡pero yilanè! Imehei y Nadaske admiraron las detalladas lineas y colores del mapa, mientras el niño los miraba orgulloso. Observaba y escuchaba cuando ellos hablaban, y parecía comprender parte de lo que decían. Kerrick se sintió abrumado por su afecto hacia el niño, se agachó y lo cogió en brazos, lo lanzó riendo al aire, lo sentó orgulloso sobre sus hombros. ¿Por qué no debía comprender? Era joven, aprendía como todos los niños, escuchando a los demás…, Kerrick era mucho mayor que él cuando había aprendido el yilanè. Se sintió orgulloso del logro de su hijo, más que orgulloso. Era un suceso importante, un gran lazo de unión entre ellos. Hasta aquel momento había estado solo, la única criatura viva en el mundo que podía hablar tanto yilanè como tanu. Pero esto ya no era así.
—Objetos de gran deleite —dijo Imehei, alzando el mapa al sol para admirar mejor los colores—. Gran habilidad artística, observa cómo penetran las lineas de uno a otro lado.
—Tienen una función y un propósito —dijo Kerrick.
Son ayudas para la navegación, direcciones para cruzar el océano.
—Poco propósito, sin importancia —dijo Imehei.
—Eran necesarios para el uruketo que os trajo hasta aqui —dijo Kerrick con alusiones maliciosas—. Sin ellos hubierais terminado en el helado mar.
—Puesto que nunca me aventuraré de nuevo a bordo de un uruketo, con su aburrimiento y su mal olor, son inútiles. Excepto para colgarlos de la pared, colorear el lugar donde vivir, podrían ser colocados al lado de la escultura del nenitesk, humilde petición.
—No —dijo Kerrick—. Quiero estudiarlos. Son de Ikhalmenets…, ¿sabéis dónde está?
—Distante…, llena de peces.
—Una isla de escasa importancia.
Como siempre, los machos no sentían interés hacia otra cosa más que su propia comodidad, su propia supervivencia. No podía ser de otro modo pensó Kerrick. En el hanale no habían tenido responsabilidades. Pero habían roto sus ataduras, ahora eran autosuficientes; debía admitirles aquello.
Llevó a Arnhweet y el mapa de vuelta a su campamento, sumido en extraños pensamientos. El hecho de que el niño estuviera empezando a hablar yilanè era de gran importancia. Tenía la sensación de que…, pero
no veía razón lógica alguna para ello. Cuando los demás estuvieron dormidos aquella noche, permaneció despierto en la oscuridad, hablando en voz baja con Armun.
—Arnhweet puede hablar un poco con los murgu… mejorará en ello.
—No debería acercarse a ellos, son repelentes. Haré que Darras juegue más con él. ¿Cuándo volveremos con los sammads?
—No lo sé. No sé qué hacer. —Allí, en la oscuridad, admitió sus preocupaciones y sus temores, abrazado fuertemente a ella, y ella a él—. El valle se encuentra lejos y los murgu estarán vigilando todos los senderos. ¿Cómo escaparemos de ellos? Ortnar no puede caminar. Y no creo que quiera venir con nosotros si tiene que viajar como un niño en la rastra. Creo que preferirá caminar solo por el bosque si tiene que ir de este modo. ¿Qué nos deja esto? Dos niños…, y un muchacho adolescente que es con toda probabilidad el mejor cazador que tenemos aqui, mucho mejor que yo, lo sé.
—Yo tengo un brazo fuerte y una buena lanza.
—No lo dudo. —La abrazó con fuerza oliendo la frescura de su pelo—. Tu fuerza es mi fuerza. Pero sabes tan poco de cazar como yo. Necesitaremos comida. La caza es buena aqui, Harl consigue lo que necesitamos, y tenemos los peces en el lago. Pero será un camino largo y difícil si nos vamos. Creo que ya hemos hecho demasiados caminos así. Demasiados.
—Entonces, ¿quieres que nos quedemos aqui?
—No sé lo que quiero, todavía no. Cuando intento pensar en ello noto un nudo de dolor, y mis pensamientos se retuercen y se alejan. Pero ahora estamos seguros aqui. Debemos tomarnos el tiempo necesario para decidir qué hacer. Y los sammads, también pienso en ellos y me pregunto si hay algo que podamos hacer para ayudarlos. Los murgu irán tras ellos.
—Sus cazadores son fuertes. Pueden ocuparse de si mismos. No eres tú quien debe preocuparse por ellos —dijo Armun.
Era una respuesta certera y práctica. Ella comprendía sus sentimientos…, pero no compartía su sentido de la responsabilidad hacia todos los demás. Había tenido que luchar por todo lo que había recibido en su vida. Ella, su hijo, su pequeño sammad, este era su mundo y la única cosa que para ella tenía importancia. Vivir en paz con ellos, sobrevivir, este era su único deseo. Los sammads no eran preocupación suya.
Nada era tan simple y directo para Kerrick. Dio vueltas y vueltas sobre si mismo, y finalmente se quedó dormido.
Despertó al amanecer, fue a sentarse a la orilla del lago y contempló la inmóvil agua. Una bandada de grandes pájaros color coral volaba en hilera, llamándose entre si. El mundo, allí, en aquel momento al menos, estaba en paz. Arnhweet había dejado los mapas yilanè esparcidos por todo el campamento, de modo que Kerrick había tenido que irlos recogiendo mientras caminaba reuniéndolos de nuevo. Desenrolló uno e intentó extraerle algún sentido. Era inútil. Quizás algunos colores significaran la tierra firme, otros el océano, pero giraban y se retorcían unos sobre otros de una manera completamente imposible de comprender. En aquello se parecían a los conjuntos de huesos unidos entre sí de los paramutanos.
Pero aquellos en cierto modo, era posible comprenderlos. Kalaleqle había señalado el casquete polar, la distante tierra, y Kerrick había comprendido al menos aquello. Aunque otras cosas respecto de ellos estuvieran más allá de su entendimiento. Quizá los paramutanos pudieran comprender aquellas masas de color, él ciertamente no. Tal vez debiera entregárselos a los machos para que los utilizaran como decoración. Los arrojó al suelo y contempló sin verlas, las incomprensibles volutas de color.
¿Qué podía hacer? Cuando miraba al futuro no veía más que oscuridad. Permanecer allí junto al lago sólo proporcionaba una salvación temporal; no había futuro.
Eran como animales enterrándose en el suelo, ocultándose del enemigo allá fuera. Los pájaros espía volaban, las yilanè vigilaban, y un día serian vistos. Entonces, todo terminaría. Pero ¿qué otra elección tenían? ¿Viajar hacia el oeste hasta el valle? Un viaje peligroso…, pero al otro lado habría amigos, todos los sammads. Bajo una amenaza de desastre porque Vaintè estaba de camino hacia allí también, así que, ¿qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? Mirara hacia donde mirase no veía nada, nada excepto absoluta desesperación, una desesperación que terminaba en una muerte segura. No había nada que pudiera hacer, nada en absoluto, ninguna salida. Se sentó en las sombras al lado del agua hasta que el sol estuvo alto en el cielo y las moscas empezaron a zumbar en torno de su nariz y oídos. Se pasó la mano por el rostro, pero en realidad no era consciente de ellas, tan profundos e intensos eran sus temores.
Más tarde, comieron la mayor parte de la pata del ciervo que Harl había matado, admirando tanto la pata como la enorme habilidad de Harl, hasta el punto que el muchacho se puso rojo de placer y desvió la vista. Sólo Ortnar se mostró en desacuerdo.
—Deberías sentirte avergonzado. Necesitaste tres flechas.
—La maleza era densa, y había hojas en el camino de las flechas —protestó Harl.
—La maleza siempre es densa. Acércate y trae el arco. Digamos que este árbol es un ciervo. Ahora lo matarás por mi.
Ortnar se movía con gran esfuerzo. Ya no podía usar su arco…, pero seguía siendo mortífero con su lanza. Y sabía cómo cazar: había muchas cosas que podía enseñarle a Harl. Y también a Arnhweet, pensó Kerrick, puesto que el niño pequeño echó a correr para unirse a la diversión, para observar y aprender.
—Todavía no es tiempo de que Ortnar se adentre solo en el bosque —dijo Kerrick a Armun.
Ella siguió su mirada y asintió con la cabeza.
—Los chicos tienen que aprender. Ortnar es un cazador que conoce todas las cosas importantes.
—Yo en cambio no.
Ella se mostró furiosa en su defensa.
—¡Tú sabes cosas que los cazadores estúpidos nunca sabrán! Puedes hablar con los murgu, y has cruzado el océano. Eres quien condujo a los sammads en la batalla a la victoria. Cualquier cazador puede disparar un arco y arrojar una lanza…, pero ¿sabían cómo usar los palos de muerte hasta que tú se lo enseñaste? Eres más que todos ellos juntos. —Su furia desapareció tan rápido como había aparecido, y le sonrió—. Todas esas cosas son ciertas.
—Si tú lo dices. Pero tienes que saber que nada está claro para mi ahora. Miro la luz del sol, y no veo más que oscuridad. Si nos quedamos aqui, seguramente seremos hallados por los murgu algún día. Si vamos a los otros sammads, nos uniremos en la muerte con ellos cuando Vaintè los ataque. ¿Qué debemos hacer?
Pensó en lo que ella había dicho, buscando alguna ayuda en sus palabras. Había como un destello allí.
—Lo que dijiste acerca de cruzar el océano. Lo hice en el vientre de un animal murgu. Pero hay otros que lo cruzan por encima de las aguas.
Armun asintió.
—Los paramutanos. Cruzan el océano para cazar el uluruaq, eso es lo que nos dijeron.
—Si, tienen que ser capaces de hacer algo así. Los paramutanos que nos trajeron al sur, dijeron que volverían aqui para pescar. Si sólo pudiéramos ir con ellos.
Pero no sabemos lo que hay al otro lado del océano.
Puede que la muerte aguarde allí, del mismo modo que aguarda aqui. No deberíamos cruzarlo hasta que supiéramos lo que hay al otro lado. Pero entonces puede que fuera demasiado tarde. ¿Qué debemos hacer? Quizá debiera unirme a ellos. Cruzar con ellos hasta el otro lado del océano. Dicen que hay una tierra fría allí. Pero al sur de la tierra fría tiene que hacer calor, lo sé, porque estuve allí. Es la tierra de los murgu, y ellos sólo viven donde hace calor. Pero quizá pueda hallar una tierra entre el calor y el hielo donde podamos vivir y cazar. Quizá.
Cogió las manos de ella, temblando por la excitación.
—Puedo ir ahora con los paramutanos y buscar un lugar seguro allí, encontrar algo al sur del hielo y al norte de los murgu. Puede que sea un buen lugar, puede que haya caza. Entonces volvería a buscarte. Podríamos irnos de aqui y encontrar un lugar que sea seguro. Mientras yo esté fuera, vosotros estaréis seguros si os mantenéis a cubierto y vigiláis los pájaros. Tendréis comida y estaréis seguros hasta que yo regrese. ¿No crees que es algo que puedo hacer, que puede salvarnos a todos?
Kerrick estaba tan absorto con sus nuevos planes, con el pensamiento de que era posible que hubiera una salida a aquella trampa, que no se dio cuenta de la frialdad que reemplazó el calor en el rostro de Armun, la rigidez de sus rasgos, no se dio cuenta de lo que ella sentía hasta que dijo:
—No. No puedes hacer eso. No me abandonarás de nuevo.
La miró, sorprendido por el rechazo, sintiendo aumentar su ira.
—No puedes darme órdenes. Hago esto por todos nosotros, y soy yo quien me arriesgaré a cruzar el frío mar…
Calló cuando ella alzó la mano y apoyó suavemente los dedos sobre su boca.
—Interpretas mal mis palabras y es culpa mía. El miedo me hizo hablar demasiado rápido. Lo que quería decir era que no volveré a abandonarte, nunca más. Allá donde tú vayas, yo iré también. En una ocasión nos separamos, y cada uno estuvo a punto de morir buscando al otro. Eso fue demasiado terrible, y no debe volver a suceder. Tú eres mi sammadar…, y yo soy tu sammad. Si quieres cruzar el mar, cruzaremos el mar. Pero no lo harás solo. Yo iré contigo allá donde tú quieras ir. Te ayudaré con todas mis fuerzas, y sólo te pido una cosa.
Nunca vuelvas a dejarme. Iremos siempre juntos.
Él comprendió, porque en el fondo sentía lo mismo.
Había permanecido solo toda su vida, como ella, hasta que la había encontrado. No tenía palabras para expresar sus sentimientos y la abrazó fuertemente, y ella correspondió a su abrazo. Pero seguía habiendo peligros que debían considerar.
—Debo ir —dijo él—. Si vienes conmigo, entonces será mejor. Pero no podemos llevar a todos los demás hasta que estemos convencidos de que es un lugar seguro para que ellos puedan acudir también.
Para Armun aquel era un mal pensamiento, un pensamiento desgarrador. ¿Debía abandonar a su hijo allí y cruzar el océano? ¿No había otra alternativa? No se le ocurría otra. Había que hacerlo de aquel modo. No era una buena respuesta…, pero era la única respuesta. Ella tendría que ser ahora la fuerte y la práctica. Pensó cuidadosamente antes de hablar.
—Tú mismo has dicho lo seguro que es aqui. Harl cazará, ya no es un niño. Ortnar es necesario para que lo vigile todo hasta que volvamos. Arnhweet y la niña no serán ningún problema…, ella está aprendiendo ya a encontrar plantas en el bosque, a cocinar y hacer todo el trabajo de una mujer.
—¿Vas a dejar al niño? —preguntó él, sorprendido. No era aquello lo que había esperado.
—Es preciso. Lo es todo para mí y no deseo separarme de él…, pero lo dejaré. Puedo separarme de él, dejarlo al cuidado de otros hasta mi regreso, puedo hacer eso. Es de ti de quien no me separaré nunca.
—Tengo que pensar en esto —dijo Kerrick, impresionado por la granítica dureza de sus sentimientos, su resolución.
—No hay nada que pensar —dijo ella, con firme determinación—. Está decidido. Ahora prepararás los planes detallados, y haremos lo que tú digas.
La fuerza de su apoyo le obligó a creer que podían hacerlo. ¿Cuáles eran las alternativas? ¿Seguir a los sammads hasta el valle? Y, si no morían durante el camino morirían cuando Vaintè lanzara contra él sus espinas venenosas y sus dardos, sus innumerables fargi. ¿Quedarse allí? Era una vida sin futuro. Sólo sería una vida de esconderse allí con la ciudad yilanè tan próxima, y seguramente serian descubiertos algún día. Aquello estaba bien para los dos machos, no tenían otra elección, no podían ir a ningún otro lugar. Sin embargo, tendría que pensar también en ellos; debía hablarles de su plan.
Imehei gimió fuertemente cuando fue a hablar con ellos.
—No nos abandones de nuevo, es un pensamiento demasiado terrible.
—Es satisfactorio aqui, queremos que te quedes —dijo firmemente Nadaske.
Kerrick modeló sus miembros en órdenes de la más alta a las más bajas criaturas que tenía delante.
—No seréis devorados ni muertos. Ahora todo lo que os pido es que simplemente crucéis conmigo al otro campamento y hablemos de todo esto. Quiero que todos estéis allí cuando hable del futuro. No le teméis al recién salido del mar, Arnhweet, y habéis caminado junto a Ortnar. Nada os ocurrirá. Ahora venid.
Necesitó mucho tiempo para convencerles…, pero se mostró firme. Había hecho sus planes, debía cruzar el océano y encontrar un lugar seguro para su sammad. No iba a dejar que aquellos dos se interpusieran en su camino. Les obligó a ir con él, pero se sentaron tan lejos de los demás como les fue posible, reclinados el uno contra el otro, llenos de miedo.
Kerrick se situó de pie entre los dos grupos. Miró a los dos machos yilanè a un lado, rígidos por el terror…, o al menos fingiéndolo. Al otro lado, Ortnar permanecía sentado con la espalda apoyada contra un árbol, y sus ojos ardían. El resto de los tanu a su lado parecían haberse acostumbrado ya a los murgu, sobre todo cuando Arnhweet cruzó el espacio que los separaba y le mostró a Imehei su último tesoro, un silbato de hueso que Ortnar le había hecho. Y no había armas presentes, se había ocupado particularmente de eso.
Todo iría bien. Tenía que ir bien. Quizá sólo fuera un plan nacido de la desesperación. Pero no importaba. Debía seguir adelante.
—Lo que tengo que deciros ahora es importante… para todos —dijo en tanu. Luego pasó al yilanè—: Algo de mucha importancia. Atención y obediencia.
Luego les dijo a todos que Armun y él iban a estar fuera por un tiempo, pero que volverían.
umnuniheikel tsanapsoruud marikekso.
Apotegma yilanè
No puede prepararse buena carne sin matar un animal.