CAPÍTULO 25

Erefnais contempló la alta forma de pie ante ella, desconcertada, impresionada. Sentía la cabeza pesada, no podía pensar con claridad. Se frotó las membranas transparentes que cubrían sus ojos para despejar los restos de agua salada.

—¿Kerrick? —dijo torpemente.

—El mismo.

La tripulación se volvió al sonido de las voces, registrando preocupación y confusión.

—Dales órdenes —indicó Kerrick, usando la forma de la más alta a la más baja—. Diles que no hagan nada, que te obedezcan. Si lo hacen, no sufrirán daño alguno. ¿Comprendes?

Erefnais parecía desconcertada, incapaz de comprender lo que le decían. Todas estaban así, se dio cuenta Kerrick. Erefnais señaló al muerto, o agonizante, animal y habló lentamente, con una simplicidad propia de fargi.

—Mi primer mando. Subí a él poco después de que naciera, le di de comer su primer pescado recién capturado con mis propias manos. Eso es lo que debe hacer una comandanta. Tienen una cierta inteligencia, no mucha, pero alguna. Me conocía. Ayudé en su adiestramiento, hice lo que las instructoras me enseñaron. Sé que ya es viejo, cincuenta y cinco, casi cincuenta y seis años, no viven mucho más que eso, pero aún estaba fuerte. Deberíamos haber estado en mar abierto, esto nunca habría ocurrido, no en este restringido canal en medio de una tormenta. Pero esas fueron las órdenes. —Dirigió una impotente mirada de desesperación a Kerrick—. Tú viajaste en él, lo recuerdo. Tuvimos una buena travesía, cruzamos una tormenta sin el menor problema.

Las tripulantas estaban de pie ahora, escuchando como él, porque ellas también habían vivido a bordo del uruketo. Era su hogar, su mundo. Una de las tripulantas se dejó caer de nuevo sobre la arena, su movimiento llamó la atención de Kerrick. No, no se estaba sentando estaba cogiendo algo de entre las vejigas y contenedores sobre la playa.

—¡Apártate de aqui! —ordenó Kerrick, con modificadores de urgencia e inmenso peligro. Ella no escuchó estaba inclinada, ahora volvió a sentarse…, con un hesotsan.

Kerrick gritó y disparó, vio su dardo clavarse en uno de los contenedores. La abertura de la otra arma giró hacia él, y se dejó caer en la arena, giró sobre si mismo oyó a la otra disparar. Alzó su propia arma y disparó de nuevo.

Con más éxito esta vez. El dardo golpeó en su pecho y cayó de bruces en la arena. Kerrick corrió hacia adelante, antes de que alguna otra tripulanta pudiera reaccionar, agarró el otro hesotsan con su mano libre, giró en redondo y apuntó con el suyo a las demás.

Había transcurrido sólo un instante…, pero todo había cambiado. Otra de las yilanè estaba derrumbada de costado, muerta. El dardo que no le había alcanzado a él había hallado en cambio su cuerpo. Kerrick apuntó con su arma a Erefnais y a las otras dos supervivientes.

—Te advertí, te ordené que las detuvieras. No era necesario que ocurriera esto. Ahora, todas vosotras, apartaos de estas cosas. Dos han muerto. Ya es suficiente.

—Otras ocho murieron en el uruketo —dijo Erefnais con voz tan baja que Kerrick apenas pudo oír los sonidos, sus miembros apenas moviéndose con los calificadores.

—Háblame de la ciudad —dijo Kerrick con voz fuerte con urgencia de habla en sus secos movimientos—. ¿Qué ha ocurrido allí? Háblame de Alpèasak.

—¿Tú no estabas allí? —preguntó Erefnais, cuando el significado de sus palabras penetró finalmente en ella.

Kerrick hizo signo de negación, miró rápidamente a las tripulantas, luego de nuevo a la comandanta.

—Estaba muy lejos. Acabo de regresar. ¿Qué ocurrió?

—Vaintè dijo que no habría batalla, pero estaba equivocada. La eistaa escuchó, la ayudó, porque los vientos del invierno están soplando fuertes sobre Ikhalmenets y deseaba creerla. Vaintè le habló de esta ciudad, pidió su ayuda, vino aqui, prometió que no habría batalla. Fueron dispersadas las semillas, los ustuzou morirían, luego Alpèasak será yilanè de nuevo. Pero atacaron nuestra isla base desde el mar, los ustuzou, y fueron derrotados. Yo llevé a Vaintè en este uruketo, así que lo sé, al principio ella se mostró exultante con su victoria, pero luego, cuando descubrió que había sido una trampa, su furia fue tan grande que las fargi murieron a su alrededor.

—¿Una trampa, qué trampa? —quiso saber Kerrick, con movimientos de petición de explicación, mayor claridad.

—Sólo una pequeña fuerza atacó la isla. Se creyó que todos ellos habían muerto. Pero, mientras ocurría esto, todos los demás de la ciudad escaparon, huyeron, pudieron ser rastreados pero no atrapados. Y eso no ha terminado aún. —Erefnais se volvió para mirar fijamente a Kerrick, irguiéndose tan erecta como le fue posible con su curvada espalda, hablando con sentimiento—. ¿Por qué hace esto ella, Kerrick ustuzou? Tú la conoces. ¿Qué odio la impulsa? La ciudad es yilanè de nuevo, para eso vinimos aqui, para eso murieron tantas. Sin embargo, ella le habló a la eistaa, la convenció de que los ustuzou volverían, habló con ella en la aleta de mi uruketo, así que lo sé. Y la eistaa estuvo de acuerdo con ella, y ahora planean seguirlos y atacarlos. Y morirán más yilanè.

—También morirán más ustuzou, Erefnais —dijo Kerrick, bajando el hesotsan—. Es mi deseo que nada de esto ocurra.

Erefnais parecía haber olvidado su presencia. Miraba al mar más allá de la muerta masa del uruketo.

—Los enteesenat están trastornados…, mira lo alto que saltan. Pero son criaturas inteligentes y no se quedarán aqui. Regresarán al puerto, pueden ser adiestrados a que sigan y alimenten a otro uruketo. Nosotras también debemos irnos. Debemos informar de lo que ha ocurrido.

—No —dijo Kerrick, apuntándola de nuevo con su arma—. No puedes hacer eso. No puedes hablarle a Vaintè de mi existencia. Y tendrás que decirselo ¿no?

Erefnais hizo signo de asentimiento y ausencia de comprensión.

—Cuando informemos de lo ocurrido tu presencia será incluida.

—Lo sé. Aunque pudieras mentir, no lo harías.

—No conozco la expresión «mentir». Solicito aclaración.

—Es un término que inventó Vaintè para describir un concepto ustuzou desconocido por las yilanè. No es importante. Lo que si es importante es que no puedo permitir tu regreso. Ella irá tras de mi, las aves volarán, seremos hallados. Supongo que los machos sobrevivirían… pero no por mucho tiempo. Sé cómo pagarían por su intento de libertad. Las playas, tantas veces como fuera necesario. Lo siento, no puedes regresar.

—Tomaremos mis mapas —dijo Erefnais, recogiendo los del suelo—. No deben ser abandonados aqui. El resto puede quedarse, otras vendrán a recoger todo lo que sea de valor…

—¡Alto! —ordenó Kerrick—. ¿Qué estás haciendo?

—Tomo mis mapas —dijo Erefnais, con las manos llenas, de modo que su significado quedó poco claro—. Son muy singulares y preciosos.

—¿Dónde crees que vas a llevarlos?

—A Alpèasak.

—No puedes. —El hesotsan la apuntaba firmemente—. Tú has sido una amiga, nunca me has hecho daño. Pero las vidas de otros están primero. Si intentas irte, te dispararé. ¿Queda claro?

—Pero mi uruketo está muerto. Ahora sólo queda la ciudad.

—No.

Kerrick giró en redondo ante el agudo grito. Una de las tripulantas corría playa abajo. Apuntó y disparó, y la tripulanta cayó. Se volvió rápidamente hacia la otra, en caso de que intentara huir también. Pero ya era demasiado tarde: había escapado…, definitivamente, de él y de la propia vida. Estaba tendida de costado en la arena, la boca muy abierta, los ojos velados.

—Lo comprendes —dijo Erefnais—. El uruketo está muerto. Nada le habría ocurrido si hubiera podido regresar a la ciudad. Pero tú la has detenido…, así que ha muerto como si hubiera sido rechazada por la eistaa.

—Volvió sus trastornados ojos hacia Kerrick. —Yo tampoco volveré a mandar nunca un uruketo.

—¡No! —gritó Kerrick—. ¡No lo hagas!

Erefnais se apartó de él y se sentó pesadamente.

Kerrick corrió a su lado, no quería que ella muriese también, pero la comandanta se derrumbó sobre la húmeda arena antes de que pudiera alcanzarla. La miró, se dio la vuelta y vio a las otras yilanè muertas, sintió su pérdida.

No había querido que murieran…, pero no había tenido manera de impedirlo. Una inútil y terrible pérdida.

Fuera, en el mar, los enteesenat se estaban alejando rápidamente hacia la ciudad. Sabían que el uruketo estaba muerto, sabían que no había nada para ellos allí.

Kerrick contempló la marcha de los enteesenat…, y se dio cuenta de que había peligro. Cuando regresaran solos se daría la alarma en la ciudad, porque se sabía que los enteesenat nunca abandonaban a su uruketo. Se iniciaría una búsqueda, serian enviados botes, posiblemente acudiría otro uruketo a aquel lugar. Alzó la vista hacia el cielo. Todavía había luz, podían llegar allí antes del anochecer. Notó brotar el pánico en su interior, y lo obligó a hundirse de nuevo. Debía hacer planes, no había urgencia tenía todo el resto del día, todo el tiempo que necesitara. Primero y lo más obvio…, no debía dejar huellas de su presencia allí, ninguna en absoluto.

Con estos pensamientos en la cabeza se volvió y contempló, playa arriba, la clara hilera de sus huellas que se extendía bajando de las dunas. La lluvia era más ligera ahora, tal vez las borrara, pero no podía estar seguro.

Dejó a un lado el hesotsan y retrocedió cuidadosamente sobre sus propias huellas hasta el lugar donde emergían de la recia hierba. Ya era suficiente. Luego se inclinó y, avanzando de espaldas, fue borrando las huellas con las manos. La lluvia acabaría de eliminar con rapidez aquellas señales.

Ahora las muertas. Extrajo los dardos de los dos cuerpos y enterró los mortíferos proyectiles en la arena. Luego, uno a uno, arrastró los pesados cadáveres yilanè hasta el borde del agua y los arrojó a las olas. Erefnais fue la última, y su crispación, incluso en la muerte, era tremenda; tuvo que luchar con sus apretados pulgares antes de conseguir liberar los mapas y dejarlos caer sobre la arena.

Rebuscó entre los bultos, pero no halló nada que pudiera usar. Era mejor dejar allí la comida y el agua.

Tomaría el otro hesotsan, por supuesto. Lo dejó junto al suyo, luego arrastró los bultos hasta el océano para que se unieran allí con los cuerpos. Las olas podían devolverlos ahora a la orilla, no importaba. Borraría todas las huellas sobre la arena, luego caminaría hacia el norte por el borde del agua. Mientras no fuera sospechada su presencia, parecería simplemente una tragedia natural.

El uruketo encallado en la arena por la tormenta, su tripulación ahogada al intentar salvar lo que pudieran Todos los signos de su presencia debían ser destruidos.

¿Y los mapas? Estuvo a punto de arrojarlos también al océano…, luego cambió de opinión. ¿Podían decirle los mapas algo acerca de la nueva eistaa? Todas las yilanè procedían de Ikhalmenets, eso era lo que había dicho Erefnais. Recordaba el nombre, pero no sabía dónde estaba la ciudad. No importaba tampoco: simplemente parecía un error desecharlos sin examinarlos antes… y ahora no había tiempo. Se los llevaría, junto con las armas. Se puso de rodillas en medio de las murientes olas y examinó por última vez la arena. Funcionaria.

Penetró un poco más en la burbujeante agua y echó a andar hacia el norte. Caminó con paso ligero mientras los recuerdos fluían de vuelta hacia él. Había estado tan ocupado en la playa que por un momento había olvidado todo lo demás.

¡Estaban vivos! Algunos habían escapado antes de que cayera la ciudad, eso era lo que había dicho Erefnais, quizá la mayoría. Habrían vuelto al valle de los sasku todos los supervivientes, y los tanu habrían ido con ellos.

Vaintè había jurado seguirles, todavía no lo había hecho.

Aún estaban con vida.

Por la noche llovió de nuevo, pero paró poco después de amanecer. Kerrick deseaba ir más rápido, pero hacia demasiado calor y había demasiada humedad allí debajo de los árboles. Había salido el sol, brillantes dedos de luz atravesaban el verde dosel de arriba, pero seguía goteando agua de las hojas. El musgo y la hierba bajo sus pies hacían fácil caminar en silencio, siempre que tuviera un poco de cuidado. Llevaba su hesotsan preparado en la mano, el otro colgado al hombro con los mapas, porque había predadores allí. También caza, aunque no deseaba perder el tiempo cazando. Deseaba regresar al lugar de acampada junto al lago tan pronto como fuera posible.

—Te oí llegar —dijo Harl desde detrás de un árbol—. Pensé que eras un marag.

Kerrick se volvió, sorprendido, luego sonrió al muchacho. Harl era un tanu criado en el bosque; Kerrick sabía que él nunca sería tan bueno siguiendo un rastro o cazando.

—Háblame del campamento —dijo.

—Maté un ciervo ayer, un macho, tenía siete puntas en sus cuernos.

—Daremos buena cuenta de él. Aparte esto, dime: ¿Ha habido… algún problema?

—¿Te refieres a los murgu? Permanecen alejados de nosotros, nunca los vemos. —Los ojos del muchacho no descansaban mientras escrutaba el bosque, mirando hacia todos lados. Aunque al parecer nunca miraba por donde caminaba, no producía el menor sonido; una ramita oculta bajo la hierba crujió cuando Kerrick la pisó.

—Me adelantaré, les diré que llegas —indicó Harl.

—Hazlo. —¿Para llevar la buena nueva…, o para apartarse de sus pisadas de mastodonte? Kerrick sonrió mientras el muchacho desaparecía rápidamente de su vista.

Estaban todos aguardándole cuando llegó al campamento. Arnhweet corrió hacia él chillando alegremente, y lo alzó muy alto en el aire. Armun sonrió, Ortnar se apoyó pesadamente en su muleta con la actitud tan hosca como siempre. Kerrick les dijo de inmediato lo que había descubierto.

—Los sammads ya no están en Deifoben…, pero están vivos. Y tengo otro palo de muerte, y estos mapas. Hay más…, pero primero agua, he recorrido un largo camino.

La dejó chorrear sobre su cabeza, jadeando, bebió largos tragos. Luego se sentó y les contó lo que había visto, lo que había ocurrido.

—Pero no puedes saber dónde están los sammads —dijo Ortnar cuando hubo terminado.

—Sólo hay un lugar donde pueden haber ido…, de vuelta al valle. Los sasku conocen muy bien el camino.

Tienen muchos palos de muerte. Los murgu descubrirán que son difíciles de matar.

—Pero los murgu con los que hablaste dijeron que serian seguidos, atacados —dijo preocupada Armun.

Deberíamos ir hasta ellos, advertirles.

—Ya lo saben bastante bien. —Sus palabras eran tan lúgubres como sus pensamientos. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía nadie hacer? ¿Iba a haber alguna vez un fin a las matanzas? Vaintè era la causante de todo. Sin ella, tal vez pudiera ponerse término a la lucha. Pero estaba lejos de su lanza o su flecha, no podía matarla.

No había nada que pudiera hacer esa era la respuesta. Nada. Los sammads huirían…, y las yilanè los seguirían. Esa era la repelente pero ineludible verdad.