CAPÍTULO 24

Por el momento el sammadar se sintió feliz de ver que las dos mitades del sammad de Kerrick se mantenían bien apartadas la una de la otra. Eran demasiado distantes, demasiado extrañas la una de la otra, separadas por mucho más que el lenguaje. Habían soltado el mastodonte de la rastra y lo habían llevado bajo los árboles, donde comía alegremente las hojas nuevas. El animal iba a ser un problema…, puesto que era tan grande que indudablemente sería divisado desde el aire. La respuesta era obvia: matarlo y ahumar la carne. Tendrían que hacerlo, pero no todavía. Ya había habido demasiadas muertes.

Armun había encendido un pequeño fuego sin humo debajo de un enorme árbol de amplio ramaje los niños jugaban por los alrededores. Ortnar dormía mientras que Harl había salido a cazar…, deslizándose cautelosamente por el bosque muy lejos de la otra mitad del campamento. Por el momento había paz, tiempo para pensar.

Tiempo para hablar con los machos. Manteniéndose en las sombras, se dirigió al otro campamento junto a la orilla del lago. Admiró la gruesa y densa cubierta de hojas sobre su cabeza.

—¿Vosotros hicisteis esto? —preguntó—. ¿Hicisteis crecer esta cubierta de hojas para no ser vistos desde el aire?

—La fuerza bruta es un rasgo femenino, la inteligencia un rasgo masculino —dijo presuntuosamente Nadaske, reclinándose sobre su cola.

—Era un trabajo interminable cortar ramas tiernas —añadió Imehei—. Se secaban y cambiaban de color muy rápidamente. Así que cortamos palos como sustentación y entrenamos a la hiedra para que se extendiera por entre ellos.

—Un trabajo de inteligencia: mi admiración.

Kerrick reforzó sus palabras con fuertes modificadores. Los dos machos habían trabajado bien en aquel entorno desconocido, enfrentándose a dificultades que nunca habían imaginado que existieran en la seguridad del hanale. Ahora tenían un refugio seguro, y evidentemente habían estado alimentándose bien.

—¿La caza es buena?

—Somos expertos —dijo Imehei—. En el arte de pescar también. —Anadeó hasta un pozo en el suelo cubierto con hojas húmedas, rebuscó entre las hojas hasta que encontró lo que buscaba, regresó con dos grandes crustáceos de agua dulce—. Atrapamos esto. ¿Quieres comer?

—Más tarde. Hambre dispersada ahora.

—Mejor que la carne —dijo Imehei, metiéndose uno en la boca y pasando el segundo a Nadaske. Masticó rápidamente, y sus afilados dientes cónicos trituraron en pocos momentos el animal; pequeños trocitos de cascarón asomaron por entre sus labios.

Nadaske terminó con el suyo con la misma rapidez, y escupió trocitos de cascarón a los arbustos.

—Sin ellos la comida no sería tan buena. No conocemos el secreto de la preparación de la carne. ¿Lo conoces?

Kerrick hizo signo negativo.

—He visto hacerlo en la ciudad. La carne recién matada es metida en tubos con un liquido, ese es el que la cambia. No tengo ni idea de lo que es ese liquido.

—Sabrosa gelatina de carne —dijo Imehei; Nadaske añadió calificadores de asentimiento—. Pero quizá sea eso lo único que echamos de menos de la ciudad. La libertad de espíritu y cuerpo hace todo el trabajo más valioso.

—¿Habéis visto a otros yilanè…, sabéis algo de la ciudad? —preguntó Kerrick.

—¡Nada! —respondió Imehei con cierta vehemencia—. Así es como lo queremos. Libres, fuertes…, y olvidados de las playas del nacimiento. —Sus palabras quedaron ahogadas mientras usaba los pulgares para arrancar un fragmento de cascarón del crustáceo de entre sus dientes—. Nos sentimos orgullosos de lo que hemos hecho…, pero también hemos hablado a menudo de ello. Muerte y odio a los ustuzou por matar la ciudad. Gratitud a Kerrick-ustuzou por salvar nuestras vidas, liberar nuestros cuerpos.

—Refuerzo múltiple de nuestra gratitud —dijo Nadaske.

Ambos yilanè guardaron silencio entonces, con sus cuerpos inmóviles aún en el signo de la gratitud. Tras el invierno entre los paramutanos, los machos parecían achaparrados y feos, con las garras de sus pies y los grandes dientes, los ojos que a menudo miraban en dos direcciones a la vez. Así era como los veían los tanu. Él los veía como unos firmes amigos, inteligentes y agradecidos.

—Efensele —dijo Kerrick sin pensar, con armónicos de gratitud y aceptación. Recibió automáticamente su asentimiento. Cuando regresó al campamento tanu lo hizo caminando lentamente, con una intensa sensación de logro.

La sensación no duró mucho. Una vez instalados, descubrió que sus pensamientos volvían constantemente a la ciudad y a su preocupación sobre su destino. Tenía que ver por si mismo lo que estaba ocurriendo allí. Controló su impaciencia, sabedor de que no se atrevería a dejar a los dos grupos solos hasta que hubieran perdido sus miedos mutuos. Darras no se acercaba a los dos machos, estallaba en llanto apenas los veía, porque sabía que otros como ellos habían asesinado su sammad. Harl era como Ortnar, cauteloso e inquieto cuando se hallaba cerca de ellos. Sólo Arnhweet no tenía miedo a los dos machos, ni ellos de él, llamándole pequeño inofensivo y recién salido del mar. Sabían que su relación con Kerrick era muy intensa y de gran importancia, pero eran incapaces de comprender cómo podía estar relacionado un padre con su hijo. Los yilanè nacían de los huevos fertilizados llevados por los machos, y entraban en el mar tan pronto como eclosionaban. Las únicas relaciones que conocían eran las de su efenburu, los que habían crecido con ellos en el océano. Los recuerdos de los machos de esta etapa eran además inciertos, puesto que eran separados de las hembras tan pronto como era posible.

Arnhweet acompañaba a Kerrick siempre que este iba a hablar con los machos, y se sentaba con los ojos muy abiertos, observando apreciativamente sus formas que se retorcían y sus chirriantes voces. Todo era tan divertido.

Los días transcurrían sin que los dos grupos se aproximaran en absoluto, y Kerrick empezó a desesperar de conseguir algún progreso real. Cuando los demás estaban dormidos, intentó hablarle a Armun de ello.

—¿Cómo pueden gustarte los murgu? —murmuró ella, y él notó que su cuerpo se ponía rígido bajo su mano.

Después de las cosas que han hecho, tendrían que estar todos muertos.

—Estos machos no hicieron nada de eso…, estaban en la ciudad, prisioneros.

—Bien. Entonces vuelve a meterlos en su prisión. O mátalos. Lo haré yo si tú no quieres hacerlo. ¿Por qué debes hablar con ellos, estar con ellos? ¿Haciendo estos ruidos horribles y agitando todo tu cuerpo? No deberías hacerlo.

—Pero lo hago. Son mis amigos.

Desesperaba de dar cualquier explicación, lo había dicho todo muchas veces antes. Acarició su pelo en la oscuridad, luego acarició su encantador labio hendido con su lengua y la hizo reír. Aquello era mejor, eso era mejor. Pero, por bueno que fuera, deseaba que el resto de su vida resultara igual de satisfactorio, que las dos mitades de su naturaleza pudieran convertirse en una.

—Debo ir a Deifoben —le dijo a Armun al día siguiente—. Tengo que averiguar lo que ha ocurrido.

—Iré contigo.

—No, tu lugar está aqui. Estaré fuera sólo unos pocos días, el tiempo suficiente para ir y volver.

—Es peligroso. Podrías esperar…

—Nada cambiará. No estaré fuera mucho tiempo, te lo prometo. Iré hasta allí, con cautela, y volveré tan pronto como pueda. Aqui estaréis bien, hay carne en abundancia. —Captó su mirada dirigirse al otro lado del campamento—. Y esos dos no os harán ningún daño, te lo prometo. Los machos no son así. Tienen más miedo de vosotros que el que vosotros tenéis de ellos.

Fue a decirles a los dos yilanè que se marchaba…, y recibió la esperada reacción.

—¡Muerte instantánea…, fin de la vida! —gimió Imehei—. Sin tu presencia, los ustuzou nos matarán; siempre matan.

—Pero morirán con nosotros, lo prometo —hizo signo Nadaske con lúgubre confianza—. No somos fuertes hembras, pero aunque sólo seamos meros machos hemos aprendido a defendernos.

—¡Ya basta! —ordenó exasperado Kerrick, utilizando la forma enfática de hembra superior a macho inferior, la única imperativa en la que podía pensar en aquella extraña situación—. No habrá muertes, así lo he ordenado.

—¿Cómo puedes ordenarlo tú, un simple macho, a una hembra ustuzou? —dijo Imehei, con ligeros armónicos de venganza. La furia de Kerrick se desvaneció y se echó a reír. Los machos nunca comprenderían que Armun, siendo hembra, no estuviera al mando de todo, que él no fuera simplemente su portavoz.

—Respetuosamente os suplico-hizo signo: —Limitaos a permanecer alejados de ellos…, y os prometo que ellos permanecerán alejados de vosotros. ¿Haréis al menos esto por mí?

Ambos agitaron reluctantes su peso en reacio asentimiento.

—Bien. Ahora iré a decirles a los ustuzou lo mismo. Pero ahora debo pediros un favor. Dejadme tomar uno de vuestros hesotsan. Los otros dos que nos llevamos con nosotros murieron en el frío.

—¡Muerte por dardos!

—¡Muerte por hambre…, falta de carne!

—Olvidáis quién os dio las armas, os adiestró en su uso, os proporcionó vuestra libertad, salvó vuestras inútiles vidas. Disgustante exhibición de típica falta de gratitud masculina.

Hubo más gemidos y quejas de brutal femineidad por su parte, pero al final le tendieron reluctantes una de sus armas.

—¿Está bien alimentada? —preguntó Kerrick, frotando los labios del animal para ver sus dientes.

—Nuestros cuidados han sido enormes, siempre han comido antes que nosotros —dijo Nadaske con ligera exageración.

—Gratitud. Os lo devolveré cuando regrese. Unos cuantos días, no más.

Se marchó al amanecer del día siguiente, llevándose consigo una pequeña cantidad de carne ahumada. Esto y el hesotsan, eran su única carga, así que viajó rápido y cómodo. El sendero era claro, hizo un buen promedio.

Sólo cuando llegó a los campos exteriores de la ciudad retuvo su paso y avanzó con extrema precaución. Aquellos habían sido los limites de Alpèasak, los animales encerrados en sus corrales allí llevaban mucho tiempo muertos, las barreras habían desaparecido. Delante pudo ver el nuevo verde de una de las barreras de espinas exteriores.

Más verde de lo que la recordaba…, y, cuando estuvo más cerca, pudo ver por qué. Ahora estaba cubierta con grandes y planas hojas de aspecto húmedo. Y largos espinos con los cadáveres de pájaros y animales pequeños pudriéndose en ellos.

Yilanè.

Pero ¿había sido desarrollada y hecha crecer para mantener al enemigo dentro… o fuera? ¿Quién ocupaba la ciudad ahora? ¿Era aún Deifoben…, o Alpèasak había renacido?

De nada servía ir tierra adentro, seguramente la nueva barrera rodeaba toda la ciudad. Podía ocuparle días el rodearla por completo…, y no parecía muy prudente hacerlo. El mar, tenía que ser por el mar. Olvidó todo intento de mantenerse a cubierto y echó a correr. Sólo cuando estaba jadeando, su cuerpo chorreante de sudor frenó su marcha y se detuvo a la sombra de un árbol. Eso no funcionaria. Era un simple suicidio ir de aquel modo.

Debía avanzar lenta y cautelosamente, observándolo todo a su alrededor. Y ya casi estaba oscuro. Debía encontrar agua y descansar aquella noche. Con la primera luz seguiría hacia la orilla.

Comió un poco de carne, y pensó que no iba a ser capaz de dormir. Pero había sido un día largo y agotador, y lo siguiente que supo fue que el cielo empezaba a grisear y que una helada niebla lo había dejado cubierto de perlas de rocío. Aquel lugar no estaba demasiado lejos de la orilla. Pero la niebla era más densa ahora, lo oscurecía todo. Pudo oír cerca las olas estrellarse contra una invisible playa. Avanzó cautelosamente por entre los últimos matorrales hasta alcanzar las dunas familiares. Se quedaría allí hasta que se alzara la niebla.

Sería otro día cálido, y el sol empezó pronto a quemar con sus rayos. Mientras la niebla se disolvía pudo ver una forma oscura en el agua, agitándose algo lejos de la orilla. Oculto entre los matorrales, la observó mientras emergía de la niebla. Un lomo negro, una alta aleta. Un uruketo.

Nadaba lentamente en dirección sur, hacia el puerto.

Podía significar cualquier cosa: podía ser una patrulla, vigilando cualquier posible actividad en la orilla. O podía tener su base allí.

Cualquier débil esperanza que aún pudiera albergar se desvaneció cuando aparecieron dos botes pequeños, con el naciente sol resplandeciendo en las conchas de sus proas. En ellos había fargi, camino de su pesca diaria.

Deifoben se había convertido de nuevo en Alpèasak.

Había habido una batalla, una invasión, destrucción.

Todo había ocurrido mientras él estaba lejos.

Pero ¿dónde estaban los tanu y los sasku que se habían quedado viviendo allí cuando él se fue? ¿Qué les había ocurrido? La barrera de mortíferas espinas se extendía hacia la distancia. No podía ver nada al otro lado de ella, pero la actividad en el mar era prueba positiva de que la ciudad era de nuevo yilanè. La evidencia lo abrumó, lo derrumbó al suelo con el negro puño de la desesperación. ¿Estaban todos muertos? Apoyó su mejilla en la arena; una araña corrió velozmente por su lado.

Tendió la mano para aplastarla, luego se contuvo y la contempló escabullirse fuera de la vista. ¿Están todos ellos muertos, todos ellos?

Nunca descubriría lo que había ocurrido si permanecía tendido allí. Sabía eso, pero su sensación de pérdida era tan grande que se sintió desarmado e impotente. Sólo cuando unos distantes gritos penetraron en su oscuridad diurna se agitó y alzó la cabeza. Estaban saliendo más botes de pesca, y en uno de ellos había una yilanè de pie, dando órdenes. Estaba demasiado lejos para captar lo que decía.

Pero ¿eran simplemente botes de pesca? ¿O formaban parte de otra incursión hacia el norte? Tenía que averiguarlo; podía haber tanu ahí fuera. Se dejó caer detrás de las dunas y se apresuró también hacia el norte. Corrió hasta que se sintió agotado, luego se arrastró de nuevo a las dunas para observar el océano, para comprobar el avance de los botes.

El viento del este era refrescante, y enviaba densas nubes de lluvia ante él. Pronto empezaron a caer las primeras gotas, se hicieron más grandes y más pesadas.

Ya no corrió, sino que avanzó pesadamente, con la cabeza baja contra la tormenta, por la arena. Los botes estaban aún allí, justo fuera de la linea de resaca, lo comprobó a menudo. Era mediodía cuando se detuvo para descansar y comer un poco de carne. Los sentimientos de desesperación volvieron a él cuando dejó de avanzar. ¿De qué servía todo aquello…, qué estaba consiguiendo? Los botes estaban allí, en el mar, y nada de lo que él pudiera hacer les afectaría en absoluto. ¿Servía de algo aquella fútil persecución?

Esta vez, cuando alzó cuidadosamente la cabeza por encima del borde de la duna, vio que los botes se habían detenido, y que a ellos se les unían otros que habían estado pescando en la parte más alejada del estrecho canal que separaba la playa de las arenosas islillas más allá.

Pudo ver cómo eran retiradas las redes y la pesca repartida con las recién llegadas, así pues no se trataba de una fuerza de ataque…, después de todo no eran más que simples botes de pesca. El mar estaba bastante más agitado ahora, a medida que el viento acumulaba fuerza; se estaba preparando una tormenta tropical. Las yilanè en el bote debían de ser conscientes también de ello, porque a una orden inaudible todas regresaron hacia el puerto y la ciudad.

Kerrick se puso de pie y las observó alejarse hasta desaparecer de su vista tras las oscilantes cortinas de lluvia. Estaba empapado, su pelo y barba se aplastaban contra su rostro, pero era una lluvia cálida y apenas se dio cuenta de ella. El hesotsan que sujetaba en su mano se agitó débilmente cuando sintió el agua y abrió su pequeña boca para sorber un diminuto riachuelo. Kerrick volvió también su rostro a la lluvia y bebió. Ya era suficiente. Ahora tenía que marcharse. ¿Había alguna otra cosa que pudiese hacer? No podía pensar en ninguna.

Había oscuras formas en el agua allá donde habían estado los botes, saltando altas en el aire y volviendo al agua con un chapoteo. Las olas eran mucho más altas ahora, y rompían contra las islillas al otro lado del canal.

Formaban bancos de arena realmente grandes, y las olas pasaban ahora por encima de ellos y seguían avanzando hacia la playa. Los reconoció: eran enteesenat, los había observado muchas veces jugar junto a los uruketo. Nunca se aventuraban solos: tenía que haber un uruketo cerca…; si, ahí estaba. Avanzando sólidamente en su estela, las olas rompiendo contra su lomo y espumeando en torno de su aleta. Avanzaba lentamente, tenía problemas en luchar contra el creciente mar. No había espacio para que el animal diera la vuelta, las olas golpeaban contra su costado, y no había escapatoria a mar abierto.

Los botes estaban fuera de la vista ahora, Kerrick y los enteesenat eran los únicos testigos del desastre. El uruketo agitaba su poderosa cola…, pero no se movía.

Estaba embarrancado. Las olas se hacían más grandes, pasaban por encima del animal, rodaban sobre la arena.

Su fuerza lo empujó de lado, hundiendo su alta aleta dorsal en el agua. Había yilanè allí, se aferraban desesperadamente, eran arrastradas: un chorro de negra agua penetró por la abertura de su parte superior. Luego la resaca lo enderezó de nuevo, y Kerrick pudo ver el redondo y vacío ojo del animal muy por encima del agua.

Estaba embarrancado, lastimado, medio fuera del agua. Los enteesenat se agitaban arriba y abajo en el agua justo fuera de los rompientes, saltando altos en el aire en su consternación. Eran resistentes nadadores se hallaban a salvo, era su uruketo el que estaba perdido.

La siguiente vez que una gran ola golpeó la enorme bestia atontada la volcó más de costado, y su aleta quedó paralela al agua. No pudo recobrarse. Una gran aleta inferior quedó vertical en el aire, agitándose débil y esporádicamente. Kerrick pudo ver el agua entrar y salir por la abierta aleta dorsal. Cuando el agua se vació en la arena la tripulación empezó a emerger. Golpeadas, arrastrándose desesperadamente fuera antes de que la próxima ola volviera a inundar el espacio interior. Una de ellas estaba saliendo, arrastrando a una de sus compañeras, cuando la ola golpeó. Ambas desaparecieron en el muro de agua. Cuando la ola siguió adelante, trepando por la playa, habían desaparecido.

Aunque el uruketo estaba perdido, con la agitante aleta inferior inmóvil ahora, sus tripulantas seguían luchando por sus vidas. Las olas no golpeaban con la misma terrible fuerza, la marea estaba retirándose y el viento iba amainando. Kerrick pudo ver una de ellas, probablemente la comandanta, de pie, hundida hasta la cintura en la remolineante agua, dirigiendo a las supervivientes.

Emergieron de la boca de la aleta cargadas con bultos, los arrastraron hasta la orilla, luego volvieron en busca de más. No pudieron salvar mucho, porque la abertura en la parte superior de la aleta se estaba cerrando espasmódicamente; tuvieron que tirar de la última para liberarla.

Sólo cinco supervivientes se dejaron caer agotadas junto a lo poco que habían conseguido salvar. Cuatro de ellas se derrumbaron en la arena, pero la quinta permaneció rígidamente de pie, contemplando al agonizante animal entre las olas.

Con el hesotsan preparado, Kerrick avanzó lentamente hacia ellas. ¿Por qué no? Ninguna estaba armada, se hallaban magulladas por el mar, no ofrecerían resistencia. Pero aún podían hablar. Tendrían que responderle decirle lo que había ocurrido con la ciudad. Podía oír la sangre latir fuertemente en sus oídos mientras se acercaba a ellas. Ahora, al fin, sabría.

Podía verlas claramente mientras se aproximaba, observó la manera en que la que estaba de pie se inclinaba ligeramente hacia adelante. Una postura familiar. ¡Por supuesto!

—Erefnais —llamó en voz alta, y cuando la comandanta se volvió para mirarle, con no disimulado asombro, sonrió irónicamente—. Supongo que me recuerdas comandanta. ¿Con cuántos otros ustuzou has hablado en tu vida?