Ortnar partió cojeando al amanecer, apoyándose pesadamente en su lanza, para descubrir las huellas de los yilanè. Kerrick deseaba ir en su lugar, pero sabía que el gran cazador era un rastreador y un hombre de los bosques mucho mejor que él. Mientras Armun daba de comer a los niños, cortó largos y recios palos para hacer una rastra, utilizando las correas de sus fardos para atarlos entre si. Estaba fijándola al mastodonte cuando regresó Ortnar.
—Vinieron por el mar —dijo, dejándose caer cansadamente al suelo, el rostro chorreante de sudor y tenso por el dolor—. Descubrí dónde desembarcaron, dónde tendieron la emboscada en la que cayó el sammad. Se han ido…, han vuelto al mar.
Kerrick alzó la vista hacia el cielo.
—Estamos a salvo hasta que lleguemos más al sur. No tendrán pájaros rastreando esta zona, no después de la matanza. Partiremos ahora, iremos tan al sur como podamos antes de que tengamos que viajar de noche.
—El búho… —dijo Armun. Kerrick asintió.
—Seguirá siendo mejor viajar de noche. Las rapaces vuelan alto, pueden abarcar una zona más extensa. Eso es todo lo que podemos hacer.
Más allá del sammad muerto llegaron al bien marcado sendero que este había abierto, y lo siguieron hacia el sur. Arnhweet corría detrás del mastodonte, al que consideraba algo excitante y divertido, y se paraba cada dos por tres para examinar los grandes montones de frescos excrementos Darras caminaba en silencio, aturdida por lo ocurrido, sin apartarse nunca demasiado de Armun. Arnhweet se cansó pronto de andar y se subió a la rastra, donde no tardó en unirsele la niña. Harl, con sus trece años era demasiado mayor para ese consuelo de bebé, y siguió caminando con los otros.
Ortnar se negó a subir a la rastra…, aunque su pie sin dedos le producía una agonía constante. Era un cazador, no un niño. Kerrick se lo mencionó una sola vez, y no volvió a hablar de ello tras la bufante negativa del cazador. A media mañana empezó a caer una fina llovizna primaveral, que se fue haciendo más intensa a medida que avanzaba el día. Frenados por el glutinoso lodo, Ortnar fue quedándose más y más atrás, hasta que lo perdieron de vista.
—Deberíamos esperarle —dijo Armun.
Kerrick negó con la cabeza.
—No. Es un cazador, y tiene su orgullo. Tiene que hacer lo que tiene que hacer.
—Los cazadores son estúpidos. Si me doliera el pie, yo iría montada en el mastodonte.
—Yo también. Eso es lo que debe hacer de mi solamente un medio cazador, puesto que una yilanè no caminaría innecesariamente.
—¡Tú no eres un marag! —protestó ella.
—No…, pero a veces pienso como uno. —Su sonrisa se desvaneció mientras seguía avanzando hoscamente bajo la lluvia—. Están aqui en alguna parte…, y algo terrible está ocurriendo. Debo descubrir qué es, ir a la ciudad.
Kerrick se mostró reluctante a detenerse al mediodía…, pero Armun insistió, porque no habían visto a Ortnar desde que había empezado la tormenta. Mientras ella sacaba la comida, Kerrick cortó algunas ramas de pino para protegerse de la fría lluvia. Harl llevó agua de un arroyo cercano, y bebieron abundantemente para hacer pasar la repelente carne. Finalmente, Kerrick la escupió. Tenían que cazar, conseguir carne fresca, asarla. No había visto ningún tipo de caza, pero tenía que estar allí.
Algo se movió en el bosque y aferró su arco, puso una flecha en él…, pero era Ortnar. Avanzó tambaleante, lento pero firme. Llevaba una ristra de palomas torcaces colgada del hombro.
—Pensé que nos iría bien… un poco de carne fresca… —jadeó, mientras se dejaba caer al suelo.
—Las comeremos ahora —dijo Kerrick, preocupado por las tensas arrugas en el rostro de Ortnar—. Podemos encender fuego, el humo no se verá con la lluvia. Harl, tú sabes cómo hallar madera seca. Trae un poco.
Armun desplumó las aves, con la entusiasta aunque no demasiado hábil ayuda de Darras, mientras Kerrick encendía el fuego. Incluso Ortnar se sentó erguido y sonrió ante el olor de las aves asándose sobre espetones de madera verde. Las comieron a medio asar, apenas calientes, pero no podían esperar. Ya habían tenido demasiado de pescado helado y carne maloliente.
Todo lo que dejaron fueron mondos huesos. Luego calientes y con los estómagos llenos, reanudaron la marcha con más energías que las que habían empezado el día. Incluso Ortnar se mantuvo junto a ellos al principio aunque a medida que pasaba el tiempo fue quedándose atrás, hasta que se perdió de vista de nuevo. La lluvia cesó, y el sol se hizo visible tras diáfanas nubes. Kerrick alzó la vista y decidió que era mejor detenerse. Debía concederle al herido cazador la suficiente luz como para que pudiera alcanzarles antes del anochecer. Cuando llegaron a un bosquecillo de grandes robles, con un arroyo cerca, decidió que ya habían avanzado lo suficiente.
Cortar las ramas de unos pinos y construir con ellas un refugio para pasar la noche lo mantuvo ocupado durante un tiempo. Pero no lo suficiente. Ortnar seguía sin aparecer.
—Voy a retroceder un poco por el sendero —dijo—. Buscaré algo de caza.
—Necesitarás que te ayude —dijo rápidamente Harl y cogió su pequeña lanza.
—No, tú tienes una tarea más importante. Debes quedarte aquí y montar guardia. Puede que haya murgu.
La caza era sólo una excusa: estaba preocupado por Ortnar. Mientras volvía sobre sus pasos por el sendero ni siquiera pensó en la caza. Había que hacer algo… aunque era imposible obligar a Ortnar a viajar en la rastra.
Pero era preciso. Mientras comían las aves había observado que había sangre en las envolturas del pie malo de Ortnar. Tenía que hablar con él, decirle que los estaba retrasando, que los ponía a todos en peligro. No, esto no serviría, porque entonces el cazador los abandonaría y seguiría el camino por su cuenta. Empezó a preocuparse.
Había recorrido un largo trecho, y el cazador seguía sin verse por ninguna parte. Pero había algo allí delante…
algo oscuro en medio del sendero. Alzó su lanza y avanzó cautelosamente.
Hacia ya rato que había oscurecido, y Armun se sentía desgarrada por la preocupación y el miedo. El sol se había puesto, y los dos hombres no habían regresado.
¿Debía enviar a Harl a averiguar qué había ocurrido?
No, mejor permanecer juntos. ¿Era aquello un grito? Escuchó, y esta vez lo oyó más claramente.
—Harl, vigila a los niños —dijo, y cogió su propia lanza y se apresuró a seguir las marcas de la rastra en el sendero.
Allí estaba Kerrick, avanzando lentamente, con un gran bulto oscuro sobre los hombros. Ortnar, fláccido.
—¿Está muerto?
—No, pero hay algo que va muy mal. —Jadeaba, porque había cargado mucho trecho el cuerpo inmóvil—. Ayúdame.
Pudieron hacer muy poco más que cubrir al inconsciente cazador con pieles y ponerlo lo más cómodo posible bajo el refugio. Había espuma en sus labios, y Armun se la limpió cuidadosamente.
—¿Sabes lo que ha ocurrido?
—Así es como lo encontré, simplemente derrumbado en el lodo. ¿Puedes decir qué le pasa?
—No tiene heridas, no parece haber ningún hueso roto.
Nunca había visto una cosa así.
Las nubes se habían despejado y la noche era clara: no se atrevieron a encender un fuego. Hicieron turnos sentados al lado de la figura inconsciente, asegurándose de que permanecía tapada. Próximo ya el amanecer, Harl despertó y ofreció su ayuda, pero Kerrick le dijo que volviera a dormirse. Cuando la primera luz se filtró por entre las hojas Ortnar se agitó y gimió. Kerrick se inclinó sobre él cuándo abrió su ojo derecho.
—¿Qué pasó? —preguntó Kerrick.
Ortnar luchó por hablar, y las palabras brotaron lentamente, apenas murmuradas, porque sus labios estaban crispados. Kerrick vio que no sólo su ojo izquierdo estaba cerrado, sino que toda la parte izquierda de su rostro estaba fláccido e inmóvil.
—Duele…, me caí… —fue todo lo que pudo decir.
—Bebe un poco de agua, debes de tener sed.
Sostuvo la cabeza del gran cazador como si fuera un peso muerto mientras bebía. La mayor parte del agua resbaló por su barbilla debido a la flaccidez de sus labios.
Después de esto, Ortnar se durmió, un sueño más natural, y su respiración se hizo más pausada.
—Conocí a alguien así en nuestro sammad, cuando era pequeña —dijo Armun—. Era un mujer, y también tenía el ojo cerrado, y no podía mover ni el brazo ni la pierna del mismo lado. Lo llamaban la maldición de la caída, y el alladjex decía que era porque tenía un espíritu del mal en su interior.
Kerrick negó con la cabeza.
—Es la herida de su pie. Resistió demasiado tiempo Hubiera debido ir en el mastodonte.
—Lo hará ahora —dijo Armun, calmadamente práctica—. Extenderemos algunas ramas en la rastra y lo ataremos a ellas. Y podremos ir más rápidos.
Ortnar estaba demasiado mal para protestar. Durante algunos días permaneció tendido como muerto, y sólo se despertaba para beber y comer un bocado. A medida que los días se iban haciendo más cálidos la caza empezó a ser más abundante…, y más peligrosa. Había murgu allí.
Mataron y se comieron a los pequeños…, pero sabían que los grandes carnívoros estaban ahí fuera también. Kerrick caminaba constantemente con el arco preparado con una flecha…, y deseaba a menudo que su hesotsan hubiera sobrevivido al invierno.
Ortnar podía sentarse ahora, y sujetaba su carne con la mano derecha. Incluso podía cojear unos pocos pasos apoyándose en una muleta que Kerrick había cortado para él, arrastrando su inútil pierna izquierda.
—También puedo sujetar una lanza en mi mano derecha…, esa es la única razón de que siga con vosotros. Si hubiera otros cazadores, me sentaría bajo un árbol cuando os marcharais.
—Te pondrás bien —dijo Kerrick.
—Quizá. Pero soy un cazador, no un arrastrapata. Es Herilak quien me ha matado. Antes de que cayera, mi cabeza estaba llena de fuego. Aqui, donde él me golpeó.
Ardía aqui y en todo mi cuerpo; luego caí. Ahora estoy medio muerto y soy un inútil.
—Te necesitamos, Ortnar. Tú eres quien conoce el bosque. Debes guiarnos hasta el lago.
—Eso puedo hacerlo. Me pregunto si tus animalitos murgu aún estarán vivos.
—Yo también me lo pregunto. —Kerrick se alegró de cambiar de tema—. Esos dos son como…, no sé qué. Niños que nunca han crecido.
—A mi me parecieron bastante crecidos…, y feos.
—Sus cuerpos si. Pero ya viste dónde eran mantenidos. Encerrados, alimentados, vigilados, sin dejarles salir nunca. Esta debe de ser la primera vez que han estado solos y sin protección desde que salieron del mar. Los murgu toman a los machos y los encierran antes incluso de que aprendan a hablar. Si esos dos aún están vivos después del invierno, será algo digno de verse.
—Será mejor aún verlos muertos —dijo amargamente Ortnar—. Todos los murgu muertos.
Viajaron únicamente de noche mientras avanzaban firmemente hacia el sur ocultándose, ellos y el mastodonte, bajo los árboles durante el día. La caza era buena: el pescado crudo y la hedionda carne eran sólo un mal recuerdo. Tuvieron suerte de que ninguno de los grandes murgu merodeara por el denso bosque, y los más pequeños, incluso los carnívoros, huían ante ellos. Ortnar examinaba atentamente el camino, y halló el lugar donde debían girar hacia el lago redondo. Aquel sendero era estrecho y estaba cubierto por la maleza, y no había sido utilizado desde hacia mucho tiempo. Era imposible seguirlo de noche, así que se vieron obligados a viajar de día, apresurándose en los infrecuentes lugares abiertos, con la vista preocupadamente alzada al cielo.
Kerrick abría la marcha, la lanza preparada, porque Ortnar había dicho que se acercaban al lago. Avanzando tan cautelosa y tan silenciosamente como le era posible, examinaba con atención todos los árboles y sombras. Tras él podía oír el distante quebrar de las ramas al paso del mastodonte. Creyó oír ante él el restallar de una rama al romperse; se inmovilizó.
Algo se movía entre las sombras. Una figura oscura, una forma familiar, demasiado familiar…
Una yilanè…, ¡armada!
¿Debía intentar alcanzar su arco? No, el movimiento sería visto. Se estaba acercando, entró en una zona de luz…
Kerrick se irguió y lanzó un grito.
—¡Saludos, poderoso cazador!
El yilanè giró en redondo, retrocedió tembloroso, boquiabierto por el miedo, luchando por apuntar con su hesotsan.
—¿Desde cuándo los machos matan a los machos, Nadaske? —preguntó Kerrick.
Nadaske retrocedió un par de pasos más y se dejó caer pesadamente sobre su cola, haciendo signo de miedo y de aproximación de la muerte.
—¡Oh, ustuzou que hablas, me has conducido al borde de la muerte!
—Pero no más allá del borde, por lo que puedo ver. Estás vivo, y me alegra comprobarlo. ¿Qué hay de Imehei?.
—Es como yo…, fuerte y alerta, y por supuesto un poderoso cazador…
—¿Y gordo también?
Nadaske hizo movimientos de rechazo y furia.
—Si te parezco gordo ahora es simplemente a causa de nuestras proezas en el bosque. Cuando toda la buena carne se agotó, nos quedamos terriblemente delgados antes de conseguir dominar el arte de la caza y de la pesca.
Ahora somos excelentes en ambos… ¡Oh, por ahí viene algo terrible!
Alzó su hesotsan, luego se dio la vuelta para huir.
Kerrick lo detuvo.
—Abandona el miedo, alégrate. Vienen mis camaradas con una gran bestia de carga. No huyas…, pero ve en busca de Imehei y cuéntale lo que ocurre para que no nos dispare para aprovechar nuestra carne.
Nadaske hizo signo de asentimiento y se alejó con rapidez por el sendero. Hubo más chasquidos de ramas rotas, y el mastodonte apareció a su lado.
—Estamos muy cerca —le dijo a Armun—. Acabo de hablar con uno de los murgu que te conté. Venid conmigo, todos, y no tengáis miedo. No os harán ningún daño. Son… mis amigos.
Sonó extraño cuando lo dijo, en marbak, pero era la palabra más aproximada en la que podía pensar para el concepto de efensele. Familia hubiera sido una palabra mejor, pero no creía que Armun la hubiera aceptado. Ni siquiera decir que los murgu formaban parte de su sammad. Avanzó apresuradamente, ansioso por ver y hablar de nuevo con los machos.
Ortnar rodó fuera de la rastra y se puso de pie y avanzó cojeante tras él. Llegaron junto al lago de aquella manera, y se detuvieron bajo los árboles al lado de la inmensa extensión de agua iluminada por el sol. Imehei y Nadaske aguardaban en inmóvil silencio bajo un dosel de verdes lianas con los hesotsan aferrados en sus manos. Detuvieron el mastodonte, y Kerrick fue consciente de los tanu a sus espaldas, tan inmóviles como los propios machos yilanè. En medio del silencio, una bandada de pájaros de brillantes colores pasó volando muy baja por encima del agua, con grandes chillidos.
—Estos son mi efensele —dijo a los machos, avanzando a la luz del sol a fin de ser comprendido—. La gran bestia gris sin inteligencia lleva nuestra carga. No necesitáis las armas.
Cuando se volvió vio que la niña pequeña tenía el rostro enterrado en las ropas de Armun: ella y Arnhweet eran los únicos tanu que no sujetaban lanzas.
—Ortnar dijo en voz baja, —tú caminaste con estos machos, nunca te hicieron ningún daño. Armun, no necesitas esta lanza…, y tú tampoco, Harl. Estos murgu no son una amenaza para vosotros.
Ortnar apoyó su peso en su lanza, y los otros bajaron las suyas. Kerrick se volvió de nuevo y se dirigió hacia los aún rígidos machos.
—Habéis trabajado duro aqui —dijo—, habéis hecho mucho mientras yo estaba lejos.
—¿Son jóvenes esos pequeños y feos ustuzou? —preguntó Imehei, con el arma aún preparada.
—Lo son, y son yilanè incluso cuando son pequeños, aunque no se parezcan a vuestros jóvenes. ¿Pensáis quedaros todo el día boquiabiertos como fargi, o pensáis darme la bienvenida, ofrecerme agua fresca y un poco de carne? Una hembra lo haría. ¿Son los machos inferiores a las hembras?
La cresta de Imehei enrojeció, y apartó a un lado el hesotsan.
—Las cosas han sido tan pacificas aqui que hemos olvidado el filo de tu habla hembra-macho. Hay comida y bebida. Damos la bienvenida a tu feo efensele.
Nadaske apartó también su arma, con cierta reluctancia. Kerrick dejó escapar un profundo suspiro.
—Placer en el compañerismo —dijo Kerrick—. Bienvenido al fin.
Deseaba fervientemente que las cosas siguieran así.