CAPÍTULO 22

Finalmente se tomó la decisión. Necesitó largo tiempo, porque esa es la manera paramutana. Una conversación interminable, interrumpida sólo por rápidos bocados de grasa y carne corrompida, era la única forma de decidir los asuntos importantes. Cuando la carne se agotaba en un paukarut, la conferencia era trasladada a otro.

La gente iba y venía, algunos incluso se dormían, y cuando regresaban, o despertaban, se les tenía que contar lo que había ocurrido en el lapso que habían estado ausentes o dormidos, lo cual requería más discusión Sin embargo, la decisión fue tomada. La mayoría de los ikkergaks cruzarían el océano para cazar el ularuaq.

Pero era un largo viaje, y no estarían de vuelta hasta el final del otoño, era posible que incluso tuvieran que esperar hasta la próxima primavera, y era preciso acumular comida en los paukaruts. Podían hallarse peces en las aguas costeras de aquella zona, así que se decidió que un ikkergak se quedaría y se aventuraría al sur para ver lo que podía atrapar allí, mientras al mismo tiempo llevaba a los visitantes erqigdlit de vuelta a su tierra. Aquello era algo nuevo y excitante y todos los paramutanos querían ir, pero también aceptaron el hecho de que era Kalaleq quien debía mandar el ikkergak, puesto que era él quien había tenido la intuición de llevar hasta allí a los erqigdlit.

Una vez tomada la decisión, no se perdió tiempo. El hielo empezaba a quebrarse a medida que el sol calentaba más y los días se hacían más largos. El verano iba a ser corto…, luego el invierno volvería a caer de nuevo sobre ellos. Con una sorprendente prisa, tras las prolongadas deliberaciones, se cargaron los pertrechos en los ikkergaks. Fueron apilados a bordo uno a uno, y, con muchos gritos y risas —las caras largas y las lágrimas garantizaban mala suerte en el viaje—, los grandes botes partieron. Angajorqaq se escondió cuando su ikkergak estuvo preparado para la marcha, pero Armun retrasó su partida y fue en busca de la mujer en su escondite bajo las pieles al fondo del paukarut.

—Estás siendo tonta —dijo Armun, utilizando sus nudillos para secar las lágrimas del pelaje castaño del rostro de la otra mujer.

—Por eso me he escondido de ti.

—Entre los erqigdlit es signo de buena fortuna sentirse triste cuando alguien se marcha.

—Sois un pueblo extraño y no quiero que te vayas.

—Debemos hacerlo. Pero regresaremos pronto.

Los ojos de Angajorqaq se abrieron mucho y silbó suavemente, un signo de gran respeto.

—Tienes que ser capaz de ver a través del hielo y a través de la nieve y el mañana para decir esto. Yo no lo sabía.

Armun tampoco lo sabía…, las palabras habían brotado de su boca de un modo tan natural como si estuviera hablando de algo seguro y cierto. Su madre había sido capaz de hacer aquello, de alzar un poco la oscuridad de la noche y ver el mañana antes de que alguien más pudiera hacerlo. Quizás ella también pudiera hacerlo. Palmeó el rostro de Angajorqaq, se levantó y se fue. El ikkergak estaba aguardando, y todos le gritaron que corriera…

y eso hizo. Arnhweet saltaba feliz, y Harl gritaba. Incluso Ortnar parecía complacido. Sólo Kerrick tenía aún aquella expresión sombría que se había apoderado de sus rasgos desde que se había tomado la decisión de partir.

Intentaba controlarla, sonreír y hablar alegremente, pero nunca lo conseguía durante mucho tiempo. Su expresión era siempre cerrada y melancólica. Por la noche, Armun conseguía hacerle olvidar por un tiempo el futuro mientras lo abrazaba…, pero por la mañana siempre volvía.

Hasta que empezó el viaje al sur. La novedad de estar en medio del mar en el ikkergak mantuvo ocupados su cuerpo y su mente, porque era algo como nunca antes había visto o experimentado en su vida. Cruzar el océano en un uruketo había sido algo completamente distinto atrapado en un correoso compartimiento de carne viva lleno de olores y hedores y una constante semioscuridad sin nada que ver, sin nada que hacer. El ikkergak no podía ser más distinto. Ahora avanzaban por encima del mar, no por debajo de él, y las aves marinas chillaban y aleteaban cerca de ellos, y toda la estructura del ikkergak crujía bajo sus pies mientras la gran vela se tensaba y avanzaban empujados por el frío viento. Allí no era un pasajero estupefacto, sino un elemento activo en el manejo del ikkergak. Siempre había agua que achicar, y nunca se cansaba de manejar la protuberancia de aquel extraño artilugio, que actuaba como una palanca, y observar el chorro de agua clara que brotaba por encima de la borda. Pensaba en ello, pero nunca conseguía comprender el misterio. Tenía algo que ver con el aire, como aquel muñeco saltarín, pero nunca estaba seguro de qué era exactamente. No importaba…, bastaba saber que con un movimiento de su brazo podía alzar el agua de debajo de sus pies y enviarla de vuelta al océano.

La vela era un misterio más relativo. Podía sentir el viento en su rostro, veía hincharse la piel, podía captar la tensión de las cuerdas atadas que transmitían la fuerza del viento a la piel al propio ikkergak. Siguiendo cuidadosamente las instrucciones, aprendió a tirar de las cuerdas correctas y dominó los nudos que las mantenían en posición. Incluso hizo turnos en la barra del timón. Su colaboración era necesaria porque avanzaban tanto de noche como de día, navegando del invierno a la primavera. Timonear la embarcación de noche estaba más allá de sus capacidades, no tenía la habilidad necesaria para guiarla por la sensación del aire sobre su rostro y la presión de la barra. Pero durante el día, con un buen viento de popa, podía mantener el ikkergak en su rumbo tan bien como cualquier paramutano.

El ikkergak era una maravillosa e intrincada construcción. Grande como era, el cuero exterior estaba hecho de la piel de un solo ularuaq, y se preguntaba qué inmensas criaturas debían ser. La piel había sido tensada sobre una estructura hecha con delgadas tiras de madera fuerte, incontables tiras que se entrecruzaban, atadas entre si con cuero. En ciertos aspectos era como viajar en un uruketo, debido a que los flexibles costados se movían mientras el ikkergak rompía las olas, alzándose y cayendo como si estuviera respirando.

Viajar al sur en el ikkergak era mucho mejor para Armun que el viaje al norte que había hecho en el pequeño bote. El movimiento era más pausado, y ya no se mareaba. Además, los días se iban haciendo más cálidos en vez de más fríos: ya había tenido bastante de hielo y nieve. Pero se preocupaba de la posibilidad de que los niños pudieran caer al agua, y los vigilaba atentamente mientras jugaban. Pese a esto, en un momento de atrevimiento, Harl perdió el equilibrio y cayó por la borda. El grito de Armun alertó al timonel, que hizo dar la vuelta al ikkergak, con la vela restallando, mientras Kalaleq que asomaba por la borda y le arrojaba una cuerda al aterrorizado muchacho. Todo había ocurrido en un momento, el aire apresado en sus ropas lo había mantenido a flote, y todos los paramutanos se rieron estentóreamente cuando su chorreante cuerpo fue izado a bordo. Fue mucho más cuidadoso después de esta experiencia, e incluso Arnhweet fue más cauteloso después de haber visto a su amigo desaparecer por el lado de la embarcación.

Los paramutanos eran buenos pescadores, y mantenían sus cuerdas colgando fuera la mayor parte del tiempo. Los anzuelos estaban tallados de dos huesos pequeños, el uno afilado en su punta y el otro perforado y atravesado por la cuerda, atados fuertemente juntos. Tres o cuatro de ellos podían ser atados a una misma cuerda y cebados con trozos de piel que habían sido teñidos de amarillo y rojo. Una gran piedra con un agujero en su centro era usada como peso y asegurada al extremo de la larga cuerda. El peso era arrojado por la borda y la cuerda tendida. Muchas veces, cuando era sacada de nuevo, estaba cargada de peces. Por supuesto, las presas eran comidas crudas, al igual que la carne que formaba la dieta paramutana, pero los tanu se habían acostumbrado a ello hacia ya mucho.

El agua era llevada en pellejos y renovada a menudo de los arroyos a lo largo de la orilla. La costa era verde ahora, con hierba nueva, y las primeras hojas se estaban abriendo. Más pronto de lo que habían imaginado alcanzaron el gran rio allá donde se vaciaba al mar y donde habían acampado los sammads en su viaje al sur. El clima era cálido, los días largos. Los tanu gozaban del calor, pero los paramutanos se mostraban más y más incómodos. Hacia tiempo ya que habían desechado todas sus ropas, y permanecían lejos del sol siempre que les era posible, pero su suave pelaje castaño brillaba constantemente con la transpiración. No había risas ahora. Fue después de un cálido y soleado día que Kalaleq llevó a Armun a un aparte al anochecer. Estaba acuclillado, exhausto, abanicándose con su cola tendida.

—Debéis aprender a manejar el ikkergak, aseguraros de que todos los demás erqigdlit lo aprendan también porque los paramutanos van a dejaros. Nos estamos muriendo…

—¡No digas eso! —exclamó ella, horrorizada, porque era bien sabido que la muerte aguardaba siempre cerca ansiosa de acudir si era llamada—. Es el aire cálido.

—Desembarcaremos; debéis volver al norte.

Hacia ya varios días que los paramutanos sufrían a causa del calor, pero insistían en seguir adelante, no estaban dispuestos a permitir que los tanu fueran a la orilla para que el ikkergak pudiera volver. Había que hacer algo, ella no sabía qué…, cuando la decisión fue tomada por ellos. La vela chasqueó bruscamente y el ikkergak giró de costado y se bamboleó en el agua. Kerrick estaba al timón, y había hecho girar bruscamente la barra, mientras señalaba hacia la orilla y gritaba.

Estaban justo fuera de la linea de rompientes de las olas, cruzando una larga playa que se extendía hasta el horizonte en ambas direcciones. Era la marea baja y casi toda la arena quedaba expuesta, lisa e inmaculada. Excepto el oscuro objeto al que Kerrick estaba señalando.

Una roca gris. Armun no pudo comprender por qué le preocupaba. Luego notó que se le cortaba el aliento en la garganta cuando lo reconoció.

Un mastodonte. Muerto.

Llevaron el ikkergak a la playa cerca del cuerpo. Kerrick fue el primero en saltar por la borda, y avanzó entre las olas hacia la enorme forma inmóvil. Su trompa yacía en el agua, y se agitaba hacia adelante y hacia atrás al compás de las suaves olas. Las aves marinas habían arrancado ya los ojos del animal. Kerrick quedó oculto por unos instantes por la masa del mastodonte, luego reapareció por el otro lado, caminando lentamente.

El rostro estaba tan lúgubre como la propia muerte cuando alzó el dardo yilanè que había arrancado del arrugado pellejo.

—Debéis volver —dijo Armun, gritando en paramutano con la voz temblorosa por el miedo—. Id al norte esta misma noche, no os detengáis. Nosotros iremos tierra adentro, lejos del océano. —Cogió a Arnhweet, mientras Harl saltaba al agua a su lado con un fuerte chapoteo. Ortnar bajó dolorosamente por la proa. Ella explicó lo ocurrido a los horrorizados paramutanos, con voz precipitada—. Esas criaturas de las que os hablé, los murgu, han estado aquí. Atacan desde el mar, desde el sur. Estaréis seguros si vais hacia el norte.

—El mastodonte vino desde allí —dijo Kerrick, señalando hacia los árboles más allá de las dunas—. Aún pueden verse sus huellas. Tienen dos o tres días. Diles que nos pasen nuestros fardos. Luego diles que se marchen.

El cuerpo muerto del mastodonte hacia imposible toda discusión.

—Nos iremos —dijo Kalaleq, incapaz de disimular el miedo en su voz—. Nos iremos al norte y pescaremos y llevaremos lo que consigamos a los paukaruts. Venid con nosotros, o los murgu os matarán también a vosotros.

—Debemos quedarnos.

—Entonces volveremos. A este mismo lugar. Antes de que regrese el invierno. Debemos atrapar más peces. Entonces volveréis con nosotros.

—Compréndeme, por favor; no podemos hacer eso.

Debemos quedarnos aqui. Ahora…, marchaos, rápido, tenéis que marcharos.

Permaneció en la orilla, con sus escasas posesiones amontonadas a su alrededor, los brazos rodeando los hombros de los muchachos, mientras el ikkergak atrapaba el viento y avanzaba rápidamente, alejándose de la orilla. Los paramutanos habían recordado lo que debían hacer al marcharse, así que rieron y dijeron bromas estruendomente alegres mientras se alejaban, haciéndose cada vez más distantes hasta que sus agudas voces quedaron ahogadas por el rumor de las olas contra la orilla.

Ortnar echó a andar lentamente, apoyándose con fuerza en su lanza, mientras los demás alzaban los fardos a sus hombros. Siguieron sus huellas y lo alcanzaron al borde de los árboles. El lugar donde había sido masacrado el sammad.

Era algo horriblemente familiar para todos ellos excepto para Arnhweet, que con sus cuatro años se aferraba fuertemente a la mano de su madre, en un asombrado silencio.

Las tiendas colapsadas, los cuerpos esparcidos, el mastodonte muerto.

—Es el sammad de Sorli. Iban al norte —dijo hoscamente Ortnar—. Pero lo encontramos el pasado otoño yendo hacia el sur. ¿Qué razón…?

—Conoces la razón —dijo Kerrick, con voz tan mortalmente lúgubre como la muerte que les rodeaba—. Algo ha ocurrido en la ciudad. Tengo que ir allí, averiguar…

Se detuvo cuando oyó el sonido procedente del bosque débil y distante. Familiar para todos ellos. El barritar de un mastodonte. Kerrick corrió hacia allá, cruzando el muerto sammad, hacia la abertura en los arboles donde había sido practicado un sendero, claramente señalado por los arbustos y las ramas rotos. Los mastodontes habían sido presas del pánico durante el ataque, habían huido. Llegó a un cuerpo muerto, luego a otro. Se detuvo para escuchar, y oyó de nuevo la berreante llamada, mucho más cerca esta vez.

Avanzando con cuidado, se deslizó por entre el cada vez más oscuro bosque hasta que vio al animal. Lo llamó suavemente. El mastodonte se volvió hacia él y alzó la trompa, emitió un borboteante grito como respuesta.

Cuando avanzó, vio en las sombras tras el animal a la niña pequeña de pie, desesperadamente aferrada a un árbol. Asustada, y con el rostro marcado por las lágrimas, de no más de ocho años, incapaz de hablar. Kerrick emitió sonidos tranquilizadores mientras se acercaba, tanto la niña como el animal estaban aún terriblemente asustados. Se inclinó y la cogió en brazos.

—Déjame a mi —dijo Armun al llegar entre los árboles. Se la tendió.

Ya era demasiado oscuro para seguir. Se quedaron allí, bajo la protección de los árboles, aguardando a los demás. Los niños estaban detrás de Armun, muy cerca, pero, debido a su cojera, Ortnar tardó en llegar.

—Nada de fuego —dijo Kerrick—. No sabemos por dónde se han ido. Pueden haber venido por tierra, quizá todavía estén cerca.

Finalmente la niña habló con Armun, pero no pudo añadir nada a lo que ya sabían que había ocurrido. Se llamaba Darras. Se había quedado sola en el bosque, acurrucada en el refugio que le proporcionaban los matorrales, mientras todos los demás gritaban. Estaba aterrorizada, no había sabido qué hacer, de modo que había permanecido oculta. Después encontró al mastodonte, y se quedó junto a él. Tenía hambre. Cuando le preguntaron por qué el sammad había viajado al norte, dijo que no tenía la menor idea. Comió ansiosamente la fría carne y no tardó en quedarse dormida.

Había poco que decir hasta que Kerrick rompió el silencio.

—Por la mañana veré si hay alguna huella yilanè, aunque a estas alturas ya deben de haberse ido. Si es así, seguiremos hacia el sur, hasta el lago donde dejamos a los dos machos murgu. Si aún están vivos podremos coger sus palos de muerte. También habrá comida allí, será un lugar seguro para quedarnos. Debo averiguar qué ha ocurrido en Deifoben. Pero tendré que hacerlo solo, mientras vosotros os quedáis junto al lago.

—Eso es lo que debes hacer —dijo hoscamente Ortnar—. Los sammads están aqui…, o estaban. Tenemos que descubrir qué ha ocurrido.