Cuando el uruketo abandonó el puerto de Yebeisk Ambalasi ordenó que nadara hacia el oeste, directamente a mar abierto. Aquella era la manera más rápida de alejarse de la vista de tierra firme…, y no daría el menor indicio a las observadoras de la orilla acerca de su posible rumbo futuro. Elem subió a la aleta y halló que la científica ya estaba allí, contemplando las oscuras formas de los enteesenat que nadaban a su lado. Elem emitió un sonido cortés de solicitud de atención para hablar.
—Nunca he mandado un uruketo, sólo he servido a bordo. Hay problemas…
—Resuélvelos —dijo firmemente Ambalasi, con modificadores de fin de participación seguido por pregunta—. ¿Quién está de guardia al timón?
—Omal, una yilanè de tranquila inteligencia que aprende rápido.
—Dije que podías mandarlo. Ahora examinaremos los mapas.
Mientras cruzaban el fondo de la aleta pasaron junto a Omal, que permanecía de pie con las manos cerca de los nódulos de las terminaciones nerviosas que guiaban el uruketo, observando el mar a través del disco transparente. En una pequeña plataforma ante ella estaba perchado un pájaro gris y rosa que miraba siempre en la misma dirección. Ambalasi se detuvo y pasó los dedos a lo largo de las plumas del animal; este respondió con un arrullo.
—Una nueva brújula —explicó Elem— mucho más útil que las antiguas.
—Por supuesto…, la diseñé yo. Exacta, de confianza… y proporciona compañía en los viajes largos. Una vez que ha sido alineada en la dirección correcta, apuntará hacia allá hasta que muera.
—Nunca he comprendido…
—Es sencillo. Partículas magnetizadas en el prosencéfalo. ¿Dónde están los mapas?
—Ahí dentro.
Aunque el compartimiento estaba escasamente iluminado, cuando desenrollaron el primer mapa resplandeció brillante bajo la suave fosforescencia púrpura de la pared de carne a su lado.
—Está dibujado a la mayor escala —dijo Elem—. Y es también el más reciente. Aquí está Entoban, y al otro lado del amplio océano está Gendasi.
—¿Y esos remolinos de color?
—Los de colores más fríos son los vientos del cielo que barren como grandes ríos la atmósfera. Se alzan aquí en los trópicos, donde el sol calienta el aire, luego se mueven hacia el norte y hacia el sur afectados por la rotación del planeta. Son de gran importancia para mí en mis estudios, pero para la navegación práctica esas líneas de cálidos naranjas y rojos son las que señalan las corrientes oceánicas, y son las que deben guiarnos.
—Explicación en detalle.
—Placer en explicación. Ahora estamos aquí, en el océano al oeste de Yebeisk. Según tus instrucciones, seguiremos nadando hacia el oeste hasta el oscurecer por si acaso alguien nos sigue. Entonces estaremos más o menos aquí, en esta línea roja, una corriente que fluye hacia el sur. Derivaremos con ella durante la noche luego, al amanecer, tras comprobar la posición, iniciaremos de nuevo el viaje hacia nuestro destino. Para exactitud de la natación, desearía conocer este destino.
—Incierto ahora. Muéstrame lo que harías si nuestro destino fuese Gendasi.
—Enumero. Para Gendasi debemos seguir esta corriente que barre hacia el sur y el oeste en mitad del océano.
Es una zona muy interesante, donde abunda la vida.
Cuando la alcancemos, deberemos elegir la corriente correcta hacia nuestro destino. Esta es la que buscamos, la que barre desde aquí, pasada Alakas-Aksehent, hasta la tierra verde más allá.
Ambalasi estudio atentamente el mapa; contempló Yebeisk, luego dejó que su ojo izquierdo cruzara el océano hasta Gendasi.
—Una pregunta. Nadamos trazando un gran arco hacia el sudoeste hasta mitad del océano, luego otro arco hacia el noroeste hasta nuestro destino. Piensa en lo mucho más rápido que podría ser nuestro viaje si simplemente cruzáramos el mapa en línea recta, así. —Recorrió el mapa con el filo de su pulgar, en un rápido movimiento. Elem retrocedió un paso y jadeó, con su cresta llameando roja.
—¡Imposible! —Modificadores de desesperación y miedo—. Lo que sugieres es… innatural. Para cortos trayectos sí, lo sabemos muy bien, o para cruzar de una isla a otra; entonces funciona. Pero nada se mueve en línea recta. Los animales marinos siguen las corrientes del mar, los pájaros las corrientes invisibles del aire. Ese rumbo que sugieres…, va contra la naturaleza. El uruketo se vería obligado a alejarse de las corrientes, mientras que por la noche derivaría con ellas, luego por la mañana sería preciso hacer nuevos cálculos…, ¡definitivamente imposible!
—Se trata de una simple cuestión de interés científico, Elem, tranquilízate. Puesto que eres una trabajadora con conocimientos, en beneficio máximo de nuestros esfuerzos, te hablaré de los dos distintos estados de la materia.
¿O ya conoces la ley de Atepenepsa?
—Humilde ignorancia, deseo de aprender.
—Enunciada en su forma más básica: La materia invisible se mueve en línea recta, la materia visible no.
Retira la opacidad de tus ojos y cierra la boca…, ¡eres una imagen de la estupidez fargi! ¿Has oído hablar de la materia invisible?
—No…
—¡Masa de ignorancia! La gravedad es invisible: Si este mapa cae al suelo por su propio peso, lo hará en línea recta. Lo que transporta la luz es en sí mismo invisible, y mueve la luz en línea recta desde el objeto hasta el ojo. La inercia es invisible; sin embargo, mantiene en movimiento un objeto…, ya basta. Veo que todo esto está más allá de ti. No siento vergüenza por tu imbecilidad.
Existen muy pocas yilanè como yo, que no tengan limitaciones intelectuales. Ahora, volviendo a nuestro rumbo:
—¿Qué hay aquí? —Ambalasi apoyó sus dedos abiertos y sus pulgares sobre la zona vacía del mapa más allá de Maninle, al sur de Gendasi. Elem jadeó.
—Nada, nada en absoluto.
—¡Vacía de mente, inconsciente de estar viva! ¿Debo enseñarte tu propia especialidad? ¿Qué es esto que hay en el mapa, aquí y aquí?
—Corrientes, corrientes oceánicas, por supuesto.
—Maravilloso. Ahora, amplificación de detalle: ¿Qué causa las corrientes?
—Las diferencias de temperatura del agua del mar, el viento, la rotación planetaria, el impacto contra las costas, el gradiente del fondo oceánico…
—Bien. Ahora examina atentamente esas corrientes aquí y aquí. No pueden salir tan repentinamente de la más absoluta oscuridad. Rastréalas hacia atrás.
—¡Ya veo, ya veo! Gran Ambalasi, me has extraído de mi ignorancia, del mismo modo que una fargi es extraída del mar. Tiene que existir una gran masa de tierra aquí donde tú has indicado. Aunque nadie la ha visto ni la ha registrado…, tú has deducido su existencia a partir de estos mapas…
A medida que el significado de aquello penetraba en ella, Elem bajó la cabeza e hizo signo de la más baja de las bajas a la más alta de las altas mientras se daba cuenta repentinamente de que Ambalasi sabía tanto como ella de navegación. Quizá más. Ambalasi asintió, aceptando el signo.
—Eres lista en tu propia ciencia, Elem -dijo. —Pero soy yo quien es lista en todas las ciencias…, como te acabo de demostrar. Esto no es trabajo de un momento, llevo estudiando las cartas de navegación desde hace varios años, y extrayendo de ellas estas deducciones. Este viaje demostrará que mis suposiciones son correctas. Ya no tendré la menor duda cuando la hayamos alcanzado. Ahora ve a buscar a Enge para que me ayude.
Enge acudió con Elem tan pronto como fue avisada. Ambalasi estaba de pie en una postura arrogante cuando se reunieron con ella, tan erguida como su vieja espina dorsal le permitía, con un mapa firmemente sujeto en su mano. Elem se acercó a la científica con una actitud tan humilde como la de una fargi. Enge, moviendo sus miembros con el máximo respeto, no alcanzó a llegar tan lejos.
Ambalasi sostenía el mapa al extremo de su brazo extendido, dando la mayor gravedad de importancia al gesto.
—Ahora te lo mostraré, Enge. Ahora te revelaré nuestro destino y la ciudad que nos está aguardando allí.
—Sentimos auténtica gratitud por lo que has hecho por nosotras. —Sus brazos modelaron el curvado gesto que indicaba que hablaba por todas las del grupo.
—Excelente. Aquí, aquí en este mapa, en este lugar, se halla nuestro destino. Mientras que, aquí…, está nuestra ciudad. —Abrió su otra mano mientras hablaba, la extendió. En su palma descansaba una larga y retorcida semilla. Enge pasó la mirada del mapa a la semilla, luego de nuevo al mapa, antes de inclinar la cabeza en apreciativa aceptación.
—Nos sentimos agradecidas. Puesto que sólo aparece vacío aquí en el mapa, sólo puedo suponer que gracias a tu superior conocimiento sabes que existe ahí una nueva tierra. Una tierra sin ciudades, sin yilanè, así que esta semilla es la semilla de una ciudad que crecerá para formar tu ciudad.
—Exacto —dijo secamente Ambalasi, dejando sobre la mesa semilla y mapa con innecesaria violencia, mientras oleadas de color recorrían su cresta—. Tienes un cerebro de primera clase, Enge, y tengo intención de estimularlo.
No añadió que esta vez no había tenido éxito, ni Enge lo mencionó tampoco, sino que en vez de ello hizo signo de gratitud y conformidad. La vieja científica era testaruda e irascible…, pero se le podían perdonar todas las excentricidades después de lo que había hecho por ellas.
—¿Se me permite pedir más información sobre nuestro destino a fin de gozar del modo de trabajar de un cerebro de tan infinita magnitud?
—Se te permite. —Los colores de la cresta de Ambalasi murieron mientras aceptaba lo que simplemente le correspondía—. Mira atentamente y aprende. La fuerza, la amplitud, la temperatura de estas corrientes, esos ríos en el mar, son anotadas en el mapa por aquellas que tienen capacidad para comprenderlas. Ese número, por supuesto, me incluye a mí. No entraré en detalles, no los entenderías, pero te daré mis conclusiones. No se trata de una pequeña isla, o de una cadena de islas, sino de una gran masa de tierra cuyo tamaño descubriremos cuando lleguemos a ella. Se extiende al sur de Alpèasak lo cual significa que debe ser gloriosamente cálida. ¿Sabes el nombre de esta nueva tierra, Enge?
—Lo sé —respondió esta firmemente.
—Entonces dínoslo a todas —indicó Ambalasi, con incontrolables movimientos de placer.
—Se llama Ambalasokei, a fin de que pasado mañana, cuando las yilanè hablen las unas con las otras, pronuncien el nombre de aquella que trajo la vida a este distante y desconocido lugar.
—Bien compuesto —aceptó Ambalasi, y Elem hizo signo de afirmación, con modificadores de amplitud—. Ahora descansaré y repondré mis energías. Por supuesto, necesitaréis mi guía, así que no vaciléis en despertarme siempre que sea necesario, aunque os preocupe hacerlo.
La noticia de lo que estaba ocurriendo se difundió rápidamente por el uruketo, y hubo gran excitación. Las Hijas de la Vida presionaron a Enge para que les descubriera el significado de las revelaciones de Ambalasi y esta lo hizo, de pie en el pozo de luz que caía desde la abierta aleta para que todas pudieran oír.
—Ugunenapsa, nuestra maestra, nos dijo que la más débil es la más fuerte, la más fuerte es la más débil. Con esta parábola quería darnos instrucciones sobre la unicidad de la vida, remarcando el que la vida de una fargi aún mojada del océano era tan importante para esa fargi como la vida de una eistaa podía serlo para la eistaa.
Ugunenapsa dijo esto hace mucho tiempo, pero su eterna verdad nos ha sido traída de nuevo hasta nosotras hoy.
Ambalasi, aunque todavía no es una Hija de la Vida, se ha beneficiado tanto de las enseñanzas de Ugunenapsa que nos ha liberado de nuestra cautividad y nos está conduciendo ahora a un nuevo mundo donde haremos crecer una ciudad…, que será nuestra ciudad. Mostraos humildes ante la maravilla de este pensamiento. Una ciudad sin persecuciones por nuestras creencias. Una ciudad sin muerte. Una ciudad donde podremos crecer juntas y aprender juntas…, y dar la bienvenida a las fargi para que crezcan y aprendan con nosotras. He dicho, con gratitud y sin un momento de vacilación, que esta nueva tierra donde haremos crecer esta ciudad se llamará Ambalasokei.
Una oleada de emoción barrió a sus oyentes, una oleada de asentimiento que agitó sus cuerpos al unísono como un campo de hierba es agitado por el viento. Todas eran una sola mente.
—Ahora descansaremos, porque habrá mucho que hacer a nuestra llegada. Elem necesitará ayuda con este uruketo, de modo que todas aquellas con la habilidad o el deseo de ayudar deben acudir a ella y hacerle signo de disposición y cooperación. El resto de nosotras compondremos nuestros pensamientos y nos prepararemos para lo que falta por llegar.
Ambalasi, como era propio de su edad, permaneció dormida durante la mayor parte del viaje, aunque fue la única. Para las Hijas de la Vida la situación era demasiado nueva, demasiado excitante, puesto que por primera vez estaban en mayoría y no eran perseguidas ni despreciadas. Podían hablar abiertamente de sus creencias, discutirlas y buscar guía en aquellas como Enge, cuya claridad de pensamiento apreciaban. Mientras, el paso de cada día las llevaba cada vez más cerca de la brillante realidad de su nueva existencia.
Tal como había dado instrucciones, Ambalasi no fue molestada hasta que entraron en la corriente que las llevaría lejos de la ruta que las hubiera conducido más allá de Maninle y Alakas-Aksehent hasta la tierra firme de Gendasi. Tras beber agua fresca y comer un poco de carne, se levantó y subió lentamente a la aleta del uruketo. Elem y Enge la estaban aguardando allí, e hicieron signo de respetuoso saludo.
—Cálido —dijo Ambalasi, y sus ojos se cerraron hasta convertirse en dos rendijas verticales a la brillante luz del sol, mientras hacía signos modificadores de placer y confort.
—Estamos aquí —dijo Elem, y señaló su posición en el mapa con un pulgar—. Las aguas son ricas en vida, y contienen peces desconocidos de tamaño gigantesco.
—Desconocidos para vosotras quizá, y para otras de limitado conocimiento, pero el océano no guarda secretos para mí. ¿Habéis capturado alguno de esos peces desconocidos?
—Son deliciosos. —Elem hizo signo de placer ante la comida. Ambalasi hizo instantáneamente signo de desagrado ante la glotonería y de prioridad del conocimiento.
—Pensáis primero con vuestros estómagos y luego con vuestros cerebros —dijo irritadamente—. Antes de que consumáis todos los recursos científicos de este océano traedme ante mí un espécimen.
Era realmente impresionante: transparente, liso y largo, orlado de aletas verdes…, y cuando fue tendido demostró ser tan largo como una yilanè alta. Ambalasi le echó una mirada y mostró una expresión de desagrado ante la ignorancia y su superioridad de conocimiento.
—¡Un pez, por supuesto! ¿Acaso soy la única con ojos para ver y cerebro para usar? Esto no es más pez que yo.
Es una angula. Y veo por lo empañado de vuestros ojos que el término técnico carece de significado para vosotras. Las angulas son las larvas de las anguilas…, y supongo que sabréis lo que son las anguilas.
—Muy comestibles —dijo Enge, sabiendo que aquello animaría a la científica a otra retahíla de insultos, de los que obviamente extraía un gran placer.
—¡Comestibles! ¡De nuevo el proceso de la digestión, no el de la celebración! Me resulta difícil creer que somos de la misma especie. Llenaré otra vez vuestros vacíos cerebros con nueva información. ¿Os dais cuenta de que la angula más larga conocida no es más larga que la uña pequeña de mi pie? Y deberíais saber también que las anguilas maduras crecen hasta alcanzar un tamaño respetable…, y, me apresuraré a decirlo antes de que lo hagáis vosotras, un tamaño comestible.
Enge contempló la angula, que se agitaba débilmente, e hizo signo de apreciación por la información…, y de creciente sorpresa cuando dijo:
—¡Eso significa que las formas adultas tienen que ser gigantescas!
—Lo son. Lo cual constituye otra prueba de que ahí fuera existe una tierra ignota, porque las anguilas de ese tamaño nos son completamente desconocidas…, hasta este momento.
Unos cuantos días más tarde, Ambalasi ordenó que le llevaran una muestra de agua del mar. Una yilanè bajó de la aleta al amplio lomo del uruketo y hundió el contenedor transparente en las olas que rompían contra sus piernas. Ambalasi alzó el contenedor ante sus ojos, lo examinó atentamente…, luego se lo llevó a los labios.
Elem hizo signo de peligro, sabedora de que beber agua del mar podía conducir a la deshidratación y la muerte.
—Me complace tu preocupación —dijo Ambalasi—, pero está fuera de lugar. Toma; prueba por ti misma.
Elem dio un sorbo vacilante del contenido del contenedor…, luego registró impresión y sorpresa. Ambalasi asintió.
—Sólo un gran río, más grande que cualquier otro que hayamos conocido, puede llevar agua dulce hasta tan lejos en el mar. Creo que estamos al borde de un importante descubrimiento.
Al día siguiente observaron aves marinas trazando círculos en gran número a su alrededor, evidencia segura de que estaban cerca de una masa de tierra. Pronto vieron vegetación flotante en el agua, que ya no era tan transparente y clara como había sido en medio del océano. Ambalasi tomó muestras para examinarlas antes de efectuar otra de sus afirmaciones positivas.
—Tierra en suspensión, vida bacteriana, huevos enquistados, plancton, semillas. Nos estamos aproximando a un inmenso río que drena una enorme área de un continente aún más enorme. Predigo, con cierta exactitud, que estamos cerca de nuestro destino, cerca de Ambalasokei.
Llovió durante la mayor parte del día siguiente, pero la lluvia cesó antes del atardecer. Cuando las nubes se despejaron en el horizonte allá delante, pudieron presenciar un ocaso de gran majestad y color. Mientras el uruketo surcaba las amplias olas, divisaron una línea oscura en el horizonte debajo del llameante cielo.
Aquella noche durmieron, como siempre duermen las yilanè, profunda y relajadamente, pero todas estaban despiertas con las primeras luces del amanecer. Elem ordenó que muchas de ellas fueran abajo, porque los apretujones en la aleta eran insoportables. Ambalasi ocupó la posición delantera, como era su derecho, mientras la tierra en el horizonte crecía y se acercaba. Finalmente se abrió para revelar una gran riqueza de pequeñas islas.
—Ningún río —dijo Elem, con movimientos de desencanto.
Ambalasi hizo un vehemente gesto de incapacidad de comprensión.
—Los ríos pequeños tienen grandes desembocaduras. Un río que drena todo un continente arrastra gran cantidad de cieno y forma un delta de muchas islas. Encuentra uno de los canales a través de esas islas y hallarás tu río allá donde debe estar. Y en las orillas de sus ricas aguas plantaremos la semilla de nuestra ciudad.
—No hay en mí la menor duda de que Ambalasi tiene razón, porque nunca se equivoca —dijo Enge—. Ahí delante, acercándose cada vez más, está nuestro destino, el inicio de una nueva vida para todos nosotros. La nueva tierra de Ambalasokei, donde crecerá nuestra ciudad.
Angurpiamik nagsoqipadluinarpoq mungataq ingekaqaq.
Dicho paramutano
Para un paramutano, un pescado fresco es algo tan bueno como un polvo rápido un día cualquiera.