CAPÍTULO 20

Las áridas llanuras del helado norte eran el hogar de los paramutanos. Sabían cómo vivir allí y sobrevivir sabían todo lo que había que saber sobre helamiento y congelación. Ahora se gritaron unos a otros, excitados mientras empujaban a Armun a un lado sin contemplaciones y se abrían paso al interior de la cueva. Mientras Kalaleq abría y desgarraba las pieles de Kerrick retirándolas de su cuerpo, dos de los otros se estaban desvistiendo y depositando sus ropas aún calientes sobre el helado suelo. El frío cuerpo de Kerrick fue colocado cuidadosamente sobre estas pieles, y los cazadores desnudos se tendieron a su lado, apretándose fuertemente contra él, utilizando el calor de sus cuerpos para calentarlo. Los otros apilaron todo el resto de las pieles sobre él.

—Tanto frío…, ¡yo mismo me congelaría, seguro, cantando mi canción de la muerte! —exclamó Kalaleq.

Los otros rieron, su buen humor regresaba puesto que habían hallado a los cazadores vivos.

—Hay que buscar madera, encender un fuego, fundir nieve. Hay que calentarlos, y necesitarán beber.

Ortnar fue tratado del mismo modo. Armun se dio cuenta de que ella podía ayudar mejor yendo a buscar la madera. ¡Y Kerrick estaba vivo! El sol era cálido en su rostro, el calor penetraba en su cuerpo al comprender que tanto ella como Kerrick estaban a salvo ahora, vivos y juntos de nuevo. En aquel momento, mientras apoyaba todo su cuerpo sobre una rama y la partía, se hizo a sí misma la promesa de que nada volvería a separarles.

Habían estado lejos demasiado tiempo el uno del otro. El invisible cordón que los había mantenido unidos se había tensado demasiado, había estado a punto de romperse. No dejaría que volviera a ocurrir. Allí donde él fuera…, ella iría también. Ninguna cosa ni persona volvería a interponerse entre ellos. Otra helada rama se partió con un seco chasquido cuando la empujó con todas sus fuerzas, inundada por una mezcla de furia y felicidad.

¡Nunca otra vez!

El fuego rugió, la cueva era cálida. Kalaleq se había inclinado sobre el cuerpo inconsciente de Kerrick, tirando de sus extremidades y asintiendo satisfecho.

—Bien, muy bien, es fuerte…, ¡qué blanco es su cuerpo! Sólo aquí, en su rostro, aún está helado, esas manchas oscuras. Su piel caerá, eso es seguro. Pero el otro tiene mal aspecto.

Apartó las pieles de los pies de Ortnar. Todos los dedos de su pie izquierdo estaban helados, negros.

—Debemos cortarlos. Si lo hacemos ahora no sentirá nada, ya verás.

Ortnar gruñó fuertemente, aunque seguía inconsciente, y ella ignoró los estremecedores sonidos chasqueantes a sus espaldas mientras se inclinaba sobre Kerrick. Su frente estaba caliente ahora, y un poco húmeda. La frotó con las yemas de sus dedos, y los párpados de él se agitaron, se abrieron se cerraron de nuevo. Lo sujetó por los hombros y alzó su cuerpo, llevó el tazón de cuero lleno de agua a sus labios.

—Bebe, por favor, bebe. —Él se agitó y tragó, luego se dejó caer de nuevo hacia atrás.

—Deben permanecer calientes, comer algo, recuperar un poco las fuerzas antes de que podamos moverlos —dijo Kalaleq—. Dejaremos carne del bote aquí, luego quizá vayamos a pescar algo. Volveremos al anochecer.

Los paramutanos le dejaron también un gran montón de madera Armun mantuvo el fuego vivo, lo removió y dejó al descubierto las resplandecientes brasas. Cuando se apartó del fuego a última hora de la tarde, descubrió que Kerrick tenía los ojos abiertos, su boca se agitaba como si quisiera hablar sin conseguirlo. Tocó sus labios con los de ella, luego los frotó como si quisiera hacer callar a un bebé.

—Yo hablaré. Estás vivo…, y también Ortnar. Te encontré a tiempo. Te pondrás bien. Hay comida aquí, y agua…, primero tienes que beber esto.

Lo sostuvo de nuevo mientras bebía el agua, tosiendo un poco a causa de la sequedad de su garganta. Cuando volvió a acostarlo se apretó fuertemente contra él, susurrándole, los labios muy cerca de su oído.

—Me he hecho un juramento a mí misma. He jurado que nunca permitiría que me dejaras sola de nuevo. Allá donde tú vayas, iré yo. Así es como debe ser.

—Como… debe ser —dijo él roncamente. Sus ojos se cerraron, y durmió de nuevo: había estado al borde de la muerte, y resulta más difícil volver cuando se ha llegado tan cerca. Ortnar se agitó y emitió un sonido inconcreto, y Armun le llevó agua también a él.

Estaba casi oscuro cuando regresaron los paramutanos, gritando y llamándola.

—Mira esta pequeña cosa que traigo —exclamó Kalaleq mientras entraba en la cueva…, sosteniendo un enorme y feo pez cubierto de placas, con la boca llena de dientes—. Esto les dará la fuerza que necesitan. Ahora comerán.

—Todavía siguen inconscientes…

—Demasiado, no bueno. Ahora necesitan comer. Te lo mostraré.

Dos de ellos alzaron a Ortnar hasta que estuvo sentado, luego Kalaleq agitó suavemente la cabeza del cazador, pellizcó sus mejillas, susurró algo en su oído…, luego dio una fuerte palmada. Todos les infundieron ánimos cuando los ojos de Ortnar se abrieron ligeramente y gruñó. Mantuvo la boca abierta mientras Kalaleq cortaba trozos del pescado, luego exprimía el jugo de la carne en la boca del cazador. Este farfulló, tosió y tragó, y hubo más excitados ánimos. Cuando estuvo algo más despierto, metieron trozos de pescado crudo entre sus labios y le animaron a masticar y tragar.

—Dile en tu lengua erqigdlit que debe comer. Mastica, mastica, eso es.

Dio de comer ella misma a Kerrick, no quiso a nadie a su lado, intentó transmitirle sus propias fuerzas mientras lo sujetaba fuertemente contra su pecho.

Pasaron dos días antes de que Ortnar estuviera en condiciones de viajar. Se mordió los labios hasta que hubo sangre en ellos cuando cortaron más carne de su pie.

—Pero estamos vivos —le dijo Kerrick cuando hubo pasado la dura prueba.

—Parte de mí no —jadeó Ortnar, con el rostro lleno de cuentas de sudor—. Pero les hemos encontrado, o ellos nos han encontrado…, y eso es lo importante.

Kerrick tuvo que apoyar casi todo su peso en Armun cuando fueron al bote: Ortnar fue transportado en unas parihuelas hechas con ramas. Sufría demasiado dolor para darse mucha cuenta de lo que le rodeaba, pero Kerrick abrió mucho los ojos y miró apreciativamente a su alrededor cuando subió el bote.

—Hecho de pieles, ligeras y resistentes. ¡Y todos los remos! Esos paramutanos saben hacer cosas tan bien como los sasku.

—Algunas de las cosas que hacen son aún mejores —dijo Armun, complacida ante su interés—. Mira esto… ¿sabes qué es?

Le tendió un trozo de hueso tallado, y él le dio vueltas y vueltas entre sus manos.

—Es de algún animal grande, no sé de qué tipo. Y ha sido ahuecado…, pero ¿qué es? —Agitó el colgante tubo de cuero, miró por el agujero de la parte superior del hueso, tiró de la protuberancia que había cerca de él, y descubrió que a ella estaba unida una tira de madera redonda, del grosor de una flecha—. Está maravillosamente hecho, eso es todo lo que sé.

Armun sonrió, y su hendido labio reveló la uniformidad de sus dientes mientras metía el extremo del tubo en el agua que chapoteaba a sus pies. Cuando tiró de la protuberancia hubo un sonido como de succión, y cuando tiró una segunda vez un delgado chorro de agua brotó de la abertura de arriba y saltó por encima de la borda del bote. Kerrick se quedó con la boca abierta…, luego ambos se echaron a reír ante su sorpresa. Kerrick lo tomó de nuevo entre sus manos.

—Es como algo que las yilanè han desarrollado…, pero esto ha sido construido, no ha crecido. Me gustan este tipo de cosas. —Le dio vueltas y más vueltas, admirado, siguiendo las tallas a lo largo del hueso que representaban a un pez escupiendo un gran chorro de agua.

El regreso a los paukaruts fue un gran triunfo, con las mujeres empujándose unas a otras y gritando alegremente por el privilegio de llevar las parihuelas con el rubio gigante en ellas. Ortnar las miró con sorpresa mientras se peleaban por tocar su pelo, ladrándose constantemente entre sí en su extraño lenguaje.

Arnhweet miró maravillado a su padre; recordaba muy poco a los cazadores tanu. Kerrick se arrodilló en la nieve para mirarle más detenidamente, un sólido niño de ojos muy abiertos que se parecía muy poco al bebé que había dejado.

—Tú eres Arnhweet —dijo, y el niño asintió gravemente…, pero retrocedió cuando Kerrick adelantó una mano para acariciarle.

—Es tu padre —dijo Armun—, y no debes tenerle miedo. —Pero el niño se aferró a la pierna de ella ante lo extraño de todo aquello.

Kerrick se levantó, mientras la palabra le devolvía recuerdos largo tiempo enterrados. Padre. Rebuscó entre sus pieles y encontró los dos cuchillos que colgaban de su cuello, sus dedos tocaron el más pequeño y lo soltó de un tirón. Esta vez, cuando se arrodilló de nuevo, el niño no retrocedió. Kerrick tendió la brillante hoja de metal, que resplandecía al sol.

—Del mismo modo que mi padre me lo dio a mí…, yo te lo doy a ti.

Arnhweet adelantó vacilante una mano y lo tocó, alzó la vista a Kerrick y sonrió.

—Padre —dijo.

Antes de que terminara el invierno, Ortnar ya se había recuperado. Había perdido carne, aún sentía dolores, pero su gran fuerza le había permitido superarlo todo. Había habido más carne negra en sus pies, pus y un olor horrible, pero los paramutanos sabían también cómo tratar eso. A medida que los días se iban haciendo más largos la carne fue sanando y cicatrizando. Con almohadillas de piel en sus botas, cojeaba cada día fuera del paukarut y aprendía a caminar de nuevo. El pie sin dedos lo hacía difícil, pero aprendió de todos modos. Un día, estaba caminando a lo largo del borde del hielo cuando vio acercarse un bote desde la distancia. Era uno de los grandes, con una gran piel atada a un palo, y no parecía familiar. Ni lo era. Cuando regresó cojeando a los paukaruts descubrió que todo el mundo había salido de ellos, y estaban gritando y agitando las manos a medida que el bote se acercaba.

—¿De qué se trata? —le preguntó a Armun, porque había aprendido tan sólo una o dos palabras de la extraña lengua.

—Recién llegados, no son de nuestros paukaruts. Es muy excitante.

—¿Qué es lo que ocurre ahora…, todos esos gritos y agitar de brazos? Parecen muy excitados acerca de algo.

—No puedo decirlo, están gritando todos a la vez. Has estado caminando demasiado. Ve al paukarut, yo me enteraré de lo que ocurre y te lo diré.

Ortnar se quedó solo porque todos los paramutanos —además de Kerrick, Arnhweet y Harl— estaban junto a los botes. Se sentó pesadamente y gruñó, puesto que no había nadie que pudiera oírle, ante el dolor de sus pies.

Masticó un trozo de carne, agradecido por el descanso, mientras aguardaba la vuelta de Armun.

—Parece que ha ocurrido algo muy bueno —dijo ella cuando regresó—. Es acerca de los ularuaq. Hablaban de lo malo que ha sido este invierno, de cómo cada vez hay menos y menos. Ahora parece que los han descubierto de nuevo. Eso es muy importante.

—¿Qué son los ularuaq? —preguntó Ortnar.

—Los cazan en el mar. Nunca he visto ninguno, pero tienen que ser muy grandes, más grandes incluso que un mastodonte. —Señaló las arqueadas costillas que sostenían el paukarut sobre su cabeza—. Estas son de un ularuaq. Y la cubierta de piel también…, toda de una pieza.

Gran parte de la carne que comemos, y la grasa también, provienen de los ularuaq. Los paramutanos comerán cualquier tipo de carne, cualquiera. —Señaló el ave marina que colgaba de sus patas de las costillas de arriba, corrompiéndose deliciosamente—. Pero casi toda su comida, los botes, todo, proviene de los ularuaq. Dicen que es el tiempo, los largos inviernos, los que los han alejado.

El hielo llega un poco más al sur cada año, y algo en el agua no comprendo qué es, ha cambiado también. Así que los ularuaq resultan cada vez más y más difíciles de matar, y esto es lo peor que puede ocurrirles a los paramutanos. Tendremos que aguardar para ver qué ha ocurrido ahora.

Pasó algún tiempo antes de que alguien regresara al paukarut. Kalaleq fue el primero, arrastrándose por la entrada y empujando una especie de entramado de pequeños huesos ante él, luego le siguieron los demás. Agitó alegremente los huesos, un intrincado conjunto, unido con tripa y asegurado en ángulos y curvas. Armun le hizo hablar lentamente mientras él señalaba la importancia de aquello, traduciéndolo al marbak mientras él hablaba.

Fue Kerrick quien finalmente comprendió de qué estaba hablando Kalaleq.

—Los huesos son un mapa de algún tipo…, los utilizan para hallar su camino en el océano, del mismo modo que hacen las yilanè con sus mapas. Pídele que señale dónde estamos ahora.

Tras muchas referencias a la disposición de los huesos, preguntas y confusas respuestas, finalmente quedó claro lo que había ocurrido. Kerrick, que había cruzado el océano, comprendió el significado.

—Son los inviernos. Han cambiado el océano del mismo modo que han cambiado la tierra firme, han cambiado las cosas que viven en él. La capa de hielo donde nos hallamos ahora se extiende a través del océano septentrional hasta la tierra firme del otro lado. He estado en aquella tierra firme, aunque no en el norte. Por alguna razón, los ularuaq ya no están en este lado del océano sino que parecen haber ido todos a la otra parte. El ikkergak que acaba de llegar ha cruzado realmente hasta el otro lado del océano y los ha visto. ¿Qué van a hacer los paramutanos?

Kalaleq fue gráfico en su demostración cuando comprendió la pregunta. Tiró de cuerdas invisibles cabalgó olas imaginarias mientras hablaba. Casi pudieron seguirle sin necesidad de la traducción de Armun.

—Van a echar los ikkergaks y se prepararán para un largo viaje. Quieren cruzar el océano tan pronto como el hielo empiece a quebrarse para cazar el ularuaq…, y regresar antes de que el invierno se instale de nuevo.

—Entonces es el momento de que nosotros nos vayamos también —dijo Kerrick—. Comemos su comida y no les damos nada a cambio. —Pero mientras decía aquello miró con el rabillo del ojo a Ortnar, que sonrió lúgubremente.

—Sí, es tiempo de ir al sur —dijo el cazador—. Pero es una caminata en la que no pienso con mucha ilusión.

—No tendrás que caminar —dijo impulsivamente Armun, tendiendo una mano para apoyarla en su brazo.

Conozco a los paramutanos. Nos ayudarán. Me trajeron a mí y a los niños hasta aquí sin la menor vacilación. Les gustamos, piensan que somos tan diferentes. Querrán que nos quedemos, pero cuando insistamos nos llevarán al sur en primavera. Sé que lo harán.

—Pero ¿no necesitarán todos los ikkergaks para la caza? —preguntó Kerrick.

—No tengo la menor idea. Simplemente tendré que preguntar y averiguarlo.

—Debemos irnos tan pronto como podamos —dijo Ortnar—. Tenemos que volver a los sammads.

El rostro de Kerrick se endureció ante esas palabras, y su boca se crispó hoscamente, porque el pensamiento de su regreso le trajo a la memoria todo un flujo de recuerdos. Hormigueos de miedos largo tiempo olvidados, arrinconados.

Y su primer pensamiento fue el de Vaintè, ella, la eterna odiada. Estaba ahí fuera, planeando la destrucción de tanu y sasku, de todos los ustuzou en el mundo. Se había vuelto de espaldas a la ciudad y a las yilanè que la amenazaban porque tenía que encontrar a Armun. Bien, ya había hecho eso. Volvían a estar todos juntos, sanos y salvos. ¿O nunca volverían a estar sanos y salvos? No mientras Vaintè siguiera con vida, no mientras viviera con su odio. Tendrían que regresar a la ciudad. De vuelta a los yilanè y los hesotsan, al mundo de los ustuzou y los murgu al mundo de una batalla que no tendría fin. O no tendría un fin que no comportara la destrucción de los sammads.

Armun le miró y sus pensamientos fueron claros para ella, porque mientras él pensaba las palabras murgu su cuerpo se estremeció con su eco, su rostro se agitó y se oscureció.

Tenían que volver.

Pero ¿a qué?

ambesetepsa ugunenapsossi, nefatep lemefenatep. epsatsast efentopeneh. deesetefen eedeninef.

Apotegma yilanè

Ugunenapsa enseñó que, puesto que conocemos la muerte, conocemos también los límites de la vida, y esa es la fuerza de las Hijas de la Vida, que viven cuando las otras mueren.