CAPÍTULO 2

Erefnais ordenó que todo el mundo fuera abajo, tripulación y pasajeras, mientras el uruketo nadaba hacia mar abierto. Pero ella permaneció allá arriba en la aleta mientras la tormenta barría sobre ellos, con las membranas transparentes de sus ojos cerradas contra la azotante lluvia. Entre las ráfagas tuvo una única visión de la incendiada ciudad, con el humo ascendiendo alto por encima de ella, las playas vacías de vida. La visión ardió en su memoria, y pudo verla claramente incluso cuando la lluvia volvió; la vería siempre. Permaneció allí en su puesto hasta el oscurecer, cuando el uruketo redujo su marcha, nadando fácilmente con la corriente como seguiría haciendo hasta que volviera la luz del día. Sólo entonces bajó cansadamente a la base de la aleta donde pasó la noche, durmiendo en el vacío puesto de la timonela.

Cuando el disco visor transparente encima de ella se iluminó con el amanecer, Erefnais desenrolló su capa de dormir y se puso trabajosamente de pie. La vieja herida en su espalda le dolió mientras trepaba lentamente por el interior de la aleta al puesto de observación. El aire matutino era frío y puro. Todas las nubes del día anterior habían sido barridas, y el cielo era claro y brillante. La aleta osciló cuando el uruketo se agitó, y el enorme animal aceleró su marcha a la creciente luz. Erefnais miró hacia abajo para comprobar que había algún miembro de la tripulación al timón, luego miró de nuevo al océano. Hubo una ondulación de espuma frente al gran pico cuando el par de enteesenat acompañantes surgieron delante. Todo era tal como debía ser en el viaje.

Sin embargo, nada era como debería ser. Los sombríos pensamientos que Erefnais había mantenido a raya mientras dormía brotaron de nuevo y la abrumaron. Sus pulgares se engarfiaron duramente en el grueso pellejo del uruketo, las afiladas garras de los dedos de sus pies se clavaron también profundamente. Inegban había acudido finalmente a Alpèasak, ella había ayudado en eso, y Alpèasak se había hecho fuerte. Y había muerto en un solo día. Ella había mirado y no había comprendido; en toda su vida en el mar nunca había oído hablar del fuego. Ahora lo sabía todo sobre él. Era ardiente, más ardiente que el sol, y crujía y rugía y hedía y asfixiaba a aquellas que se acercaban demasiado, brillaba mucho y luego se ponía negro. Y había matado la ciudad. El puñado de supervivientes, que aún olían a la oscuridad del fuego, estaban tendidas abajo. El resto de yilanè y fargi estaban tan muertas como la ciudad, muertas en la ciudad que yacía tras ellas. Se estremeció y miró resueltamente hacia delante, temerosa de mirar hacia atrás y ver de nuevo aquel lugar de pesar. Si hubiera sido su ciudad ahora estaría tan muerta como las otras, porque aquellas que el fuego no había consumido habían muerto por supuesto al morir la ciudad.

Pero ahora tenía otros problemas a los que enfrentarse. La científica Akotolp estaba abajo, sujetando aún por el brazo al macho que había arrastrado con ella a bordo.

Pero no se había movido desde entonces, se había limitado a permanecer sentada en un inmóvil silencio incluso cuando alguien se dirigía a ella. Permanecía sentada e ignoraba las súplicas y los gemidos del macho de que lo soltara. ¿Qué se podía hacer con ella? ¿Y con las otras abajo, las inmortales? ¿Qué se podía hacer? Y, finalmente, tenía que tener en cuenta…, a la otra. Aquella cuyo nombre nadie pronunciaba.

Erefnais se estremeció y se echó hacia atrás cuando Vaintè trepó por el interior de la aleta. Era como si el pensar en ella la hubiera llamado…, la última criatura a la que deseaba ver en aquella mañana brillantemente iluminada por el sol.

Sin hacer signo de reconocimiento de la presencia de la comandanta, Vaintè se dirigió a la parte de atrás de la aleta y contempló su burbujeante estela. Erefnais fue consciente de su acción y, pese a sus temores, se volvió también y miró hacia el horizonte. Estaba más oscuro allí. Las sombras residuales de la noche, una tormenta quizá, seguro que no podía ser tierra…, y la ciudad. La habían dejado demasiado atrás para que pudieran verla.

Uno de los ojos de Vaintè giró en su dirección; Erefnais habló.

—Abordaste el uruketo en silencio, Vaintè, y has permanecido en silencio desde entonces. ¿Están… muertas?

—Todas muertas. La ciudad también.

Incluso a través del terror de las palabras, Erefnais se dio cuenta de la extraña manera de hablar de Vaintè. No como superior a inferior, ni siquiera como igual a igual, sino de un modo llano y desprovisto de sentimientos que era de lo más inusual. Como si estuvieran solas, sin nadie más presente, expresando en voz alta sus pensamientos para sí misma.

Erefnais deseaba guardar silencio, pero habló pese a todo, y la pregunta brotó como por voluntad propia.

—El fuego…, ¿de dónde vino el fuego?

La rígida máscara de Vaintè se desvaneció por un instante, y todo su cuerpo se estremeció en el abrazo de una intensa emoción; su mandíbula se abrió tan enorme en la expresión de odio/muerte que su significado quedó ahogado y confuso.

—Ustuzou que vinieron…, ustuzou de fuego…, odio de ellos…, odio de él. Muerte. Muerte. Muerte.

—Muerte —dijo secamente una voz mientras las manos de quien había pronunciado la palabra se movían en la posición reflexiva de volverse hacia sí misma. Erefnais sólo oyó el sonido porque Enge había subido a sus espaldas. Pero Vaintè podía verla y comprendió lo suficiente, y hubo veneno en cada movimiento de su respuesta.

—Hija de la Muerte, tú y las tuyas deberíais estar ahí en esa ciudad de fuego. Las mejores entre las yilanè que murieron merecerían estar aquí en vuestro lugar.

En su rabia, había hablado de igual a igual, como efensele a efensele. Cuando creces en el mar con las demás, cuando has emergido con ellas del mismo grupo, tu efenburu ese era un hecho que nunca se tenía en cuenta;

como el aire que una respiraba. Eres efensele hacia las demás en tu efenburu de por vida. Pero Enge no aceptó aquello.

—Tu memoria es débil, inferior —lo dijo de la manera más insultante, la más alta de las altas a la más baja de las bajas. Erefnais, de pie entre ellas, gimió aterrada, y su cresta llameó primero roja, luego anaranjada, mientras huía abajo. Vaintè retrocedió como alcanzada por un golpe físico. Enge era despiadada.

—Has sido deshonrada. Tu vergüenza ha caído sobre mí, y te rechazo como efensele. Tu imparable ambición por matar a Kerrick-ustuzou, a todos los ustuzou, ha destruido a la orgullosa Alpèasak en vez de destruirte a ti. Tú ordenaste a la baja criatura Stallan que matara a mis compañeras. Desde el huevo del tiempo no ha habido nadie como tú. Ojalá jamás hubieras emergido del mar.

»Si todo nuestro efenburu hubiera muerto allá en el húmedo silencio, yo misma incluida, hubiera sido mejor que esto —la piel de Vaintè había llameado con rabia cuando Enge habló, pero se oscureció rápidamente mientras su cuerpo se inmovilizaba. Su ira quedó sellada dentro de ella entonces, para ser usada cuando fuera necesario… y no para ser malgastada sobre aquel ser inferior que una vez fue su igual.

—Déjame —dijo, y se volvió de espaldas al vacío mar.

Enge se volvió también, inspirando profundamente, avergonzada de sí misma por la irreprimida rabia. No era eso en lo que creía, no era eso lo que predicaba a las otras. Reprimió con gran esfuerzo los movimientos de sus miembros, los resplandecientes colores de sus palmas y cresta. Sólo cuando consiguió permanecer tan inmóvil como la piedra y tan no comunicativa como Vaintè se permitió hablar. Bajo ella estaba la tripulanta que conducía al uruketo a través del mar; muy cerca de ella, un poco más atrás, estaba la comandanta. Enge se inclinó hacia abajo y emitió el sonido de atención al habla.

—De una que sigue a una que conduce, ¿tendrá Erefnais la bondad de subir aquí?

Erefnais subió reluctante, consciente de la silenciosa Vaintè, vuelta de espaldas y mirando al mar abierto.

—Aquí estoy, Enge —dijo.

—Mi agradecimiento, y la gratitud de aquellas que están conmigo, por salvarnos de la destrucción. ¿Adónde te diriges?

—¿Adónde? —Erefnais repitió la pregunta, luego sintió vergüenza. Ella era la comandanta y, sin embargo, no había pensado en absoluto en su destino. Hizo estallar la verdad con leves movimientos de disculpa—. Huimos del fuego, salimos a mar abierto, nuestro rumbo es siempre hacia el este, a Entoban. Esto se hizo con el pánico de la huida y no con la sabiduría del mando.

—Olvida la vergüenza…, porque nos has salvado a todas y en nosotras sólo hay gratitud. Entoban de las yilanè debe ser nuestro destino. Pero ¿qué ciudad?

La pregunta trajo instantáneamente la respuesta.

—A casa. Donde está mi efenburu, donde este uruketo entró por primera vez en el mar. Ikhalmenets, ceñida por el mar.

Aunque mirando todavía las olas, Vaintè había vuelto un ojo para seguir la conversación. Llamó la atención para comunicación, pero sólo Erefnais la miró.

—Ikhalmenets de las islas no es Entoban. Respetuosamente solicito rumbo a Mesekei.

Erefnais aceptó la petición, pero reafirmó educada aunque firmemente su destino. Vaintè pudo ver que su equivocado rumbo no podría ser alterado, así que guardó silencio. Habría otros modos de alcanzar su destino…

porque debía alcanzarlo. Mesekei era una gran ciudad junto a un gran río, rica y próspera y alejada del frío del norte. Más importante aún…, la había ayudado más que cualquier otra ciudad en la guerra contra los ustuzou. El futuro ahora era gris e impenetrable cuando lo contemplaba, su entumecida mente estaba vacía de todo pensamiento. Llegaría un tiempo en que el gris se alzaría y ella sería capaz de pensar de nuevo en el futuro. En aquel momento sería bueno estar en una ciudad entre amigas.

Habría otro uruketo en Ikhalmenets; hallaría alguna manera.

Compañeras allí…, pero sólo enemigas aquí. A través del gris, aquel hecho gravitó enormemente sobre ella.

Enge y sus Hijas de la Muerte vivían aún…, mientras que todas aquellas que merecían vivir estaban ahora muertas. Esto no debería ser así…, no sería así. Nada había que pudiera hacer allí en el mar. Estaba sola entre todas ellas, no podía esperar ayuda alguna de Erefnais y de sus tripulantas. Una vez en la orilla, todo aquello cambiaría.

¿Cómo podría hacer que cambiara? Sus pensamientos estaban agitándose en ese momento a la vida, y los ocultó con la rigidez de su cuerpo.

Tras ella, Enge hizo un respetuoso signo de retirada a la comandanta y bajó. Cuando hubo alcanzado el fondo de la aleta volvió la vista hacia la inmóvil figura de Vaintè, y por un instante tuvo la sensación de que podía ver su mente en movimiento. Maligna, oscura y mortífera. Las ambiciones de Vaintè nunca cambiarían, nunca.

Aquellos pensamientos llenaron tan intensamente a Enge que sus miembros se agitaron pese a sus intentos de control, incluso al débil resplandor fosforescente podían ser comprendidos con facilidad. Los barrió a un lado y caminó lentamente en la semioscuridad. Pasó junto a la inmóvil Akotolp y su miserable compañero macho, y se dirigió al pequeño grupo apiñado contra la pared. Akel se puso de pie y se volvió hacia ella…, luego retrocedió cuando la vio aproximarse.

—Enge, de seguidora a líder, ¿qué infelicidad agita tus miembros de tal modo que temo por mi propia vida cuando te aproximas?

Enge se detuvo ante aquello y transmitió disculpa.

—Leal Akel, lo que sentía no era por ti…, ni tampoco por alguna de vosotras. —Miró a su alrededor, a las otras cuatro Hijas de la Vida que quedaban, y dejó que sus movimientos mostraran lo complacida que se sentía con su compañía—. Hubo un tiempo en que éramos muchas.

Ahora somos pocas, de modo que cada una de nosotras es más preciosa que una multitud para mí. Puesto que vivimos cuando todas las demás han muerto, tengo la sensación de que esto nos ha proporcionado una misión…, y noto la fuerza de llevarla adelante. Hablaremos de eso en otro momento. Hay otras cosas que deben hacerse primero. —Con los pulgares contra su caja torácica, hizo el signo de escuchar con los oídos/mirar con los ojos—. El pesar que traigo conmigo no es mío. No pensaré en la causa de este pesar.

Buscó un rincón oscuro detrás de las vejigas de carne en conserva, donde era difícil de ver, y se tendió de cara a la pared viviente del uruketo, y forzó su cuerpo a una silenciosa rigidez. Sólo cuando hubo completado su ejercicio dejó que sus pensamientos volvieran a Vaintè. Unos pensamientos íntimos que no causaban el menor eco en su inmovilidad exterior.

Vaintè. La de los inmensos odios. Ahora que Enge estaba libre de todo afecto hacia su anterior efensele, podía verla como lo que era. Una oscura potencia para el mal.

Y, una vez comprendido este hecho, resultaba claro que su primera acción desde aquella oscuridad sería dirigido contra Enge y sus compañeras. Ellas habían vivido allá donde todas las demás habían muerto. Hablarían en Ikhalmenets, y lo que dijeran no representaría ventaja alguna para Vaintè. En consecuencia, en su simple ecuación de causa y efecto, ellas debían morir; nada podía ser más sencillo que eso.

Los peligros conocidos se pueden evitar, las amenazas vistas se pueden detener. Había que hacer planes. El primero era el más fácil. Supervivencia. Se agitó y se levantó y fue hacia las demás. Akel y Efen la saludaron, pero Omal y Satsat estaban dormidas, hundidas ya en el estado comatoso en que se sumirían durante todo el largo y oscuro viaje.

—Despertad, por favor, debemos hablar —dijo Enge, luego aguardó hasta que las otras se hubieron agitado y estuvieron atentas de nuevo—. No podemos discutir, así que solicito aceptación/obediencia. ¿Haréis lo que os pido?

—Hablas por todas nosotras, Enge —dijo simplemente Omal, y las otras hicieron signo de asentimiento.

—Entonces, esto es lo que haremos. Mientras cuatro duermen, una permanecerá siempre despierta…, porque hay grandes peligros. Eso es lo que debe hacerse. Si una se duerme, entonces otra debe ser despertada. Una se sentará siempre despierta al lado de las durmientes.

—Miró a su alrededor mientras todas comunicaban comprensión y aceptación. —Entonces todo está bien. Ahora dormid, hermanas, y yo permaneceré despierta a vuestro lado.

Enge estaba sentada en la misma posición algún tiempo más tarde, cuando Vaintè bajó de la aleta, y un estremecimiento de odio recorrió su cuerpo a todo lo largo cuando captó el ojo atento de Enge. Enge no respondió…

y tampoco desvió la vista. La placidez de su mirada irritó a Vaintè más aún, de modo que se vio obligada a tenderse a distancia, vuelta de espaldas, a fin de calmarse.

Fue una travesía rápida y sin acontecimientos dignos de mención porque todas a bordo estaban tan impresionadas por la muerte de Alpèasak que escapaban de sus terrores recordados en el sueño, sólo se despertaban para comer y luego volvían a dormirse. Pero una de las cinco estaba siempre despierta, siempre vigilante.

Enge estaba dormida cuando fue avistada tierra, pero había dejado sus órdenes.

—Ahí está, la verdeante orilla de Entoban —dijo Satsat, sacudiendo ligeramente a Enge para despertarla.

Enge hizo signo de agradecimiento y aguardó en silenciosa estolidez hasta que llegó el momento en que la comandanta estuvo sola arriba en la aleta; entonces se reunió con ella y ambas contemplaron en silenciosa apreciación la línea de blancos rompientes que se estrellaban contra el verdor de la jungla que se extendía más allá.

—Mi respetuosa petición de conocimiento —hizo gesto Enge, y Erefnais dejó saber su aceptación—. Estamos contemplando la orilla de la cálida y eterna Entoban.

Pero ¿se sabe cuál es la posición de la costa que vemos?

—Alguna parte por aquí —dijo Erefnais, alzando el mapa fuertemente cogido entre los pulgares de una mano y barriendo con los pulgares de la otra una distancia sobre la costa. Enge miró más detenidamente.

—Debemos avanzar hacia el norte a lo largo de la orilla —dijo Erefnais—, luego pasar Yebeisk hasta la ciudad isla de Ikhalmenets, ceñida por el mar.

—¿Sería una impertinencia si solicitara a la comandanta que me señalara Yebeisk la de las cálidas playas cuando estemos cerca de ella?

—Se te comunicará.

Transcurrieron otros dos días antes de que llegaran a la ciudad. Vaintè estaba interesada también en Yebeisk, y permaneció de pie en el otro extremo de la aleta mientras Eremais y Enge permanecían en el otro. Era a última hora de la tarde cuando pasaron los altos árboles, la dorada curva de la arena en cada uno de los flancos de la ciudad las diminutas formas de los botes de pesca que regresaban con las capturas del día. Sorprendentemente tras toda su anterior curiosidad, Enge apenas mostró interés. Tras dirigirle una larga mirada, hizo signo de gratitud por la información y fue abajo. Vaintè se permitió una espasmódica mirada de odio cuando pasó por su lado, luego volvió a fijar la vista en la orilla.

Por la mañana escuchó mientras una tripulanta se dirigía a la comandanta, y no pudo controlar los temblores de ira que sacudieron su cuerpo. Hubiera debido saberlo…, hubiera debido saberlo.

—Se han ido, Erefnais, las cinco. Vi sus lugares de dormir vacíos cuando me desperté. No están aquí en el uruketo ni en la aleta.

—¿Nadie ha visto nada?

—Nadie. Era mi deber despertarme la primera hoy para hacerme cargo de la conducción. Es un misterio…

—¡No, no lo es! —exclamó Vaintè en voz alta, y las demás se apartaron de ella. —El único misterio es por qué no vi lo que iba a pasar. Saben que nada bueno les ocurrirá en la valiente ciudad de Ikhalmenets. Están buscando un lugar donde esconderse en Yebeisk. Da la vuelta, Erefnais, y ve inmediatamente allí.

Había mando en la voz de Vaintè, autoridad en la postura de su cuerpo. Pero Erefnais no hizo movimiento alguno para obedecer, en vez de ello permaneció en un silencio inmóvil. Las tripulantas permanecían atentas rígidas escuchando, todas con un ojo vuelto hacia una de las qué hablaban. Vaintè hizo signo de urgencia y obediencia y furia, gravitando como una destructora nube de tormenta sobre la más pequeña comandanta. Erefnais se echó ligeramente hacia atrás y agitó los pies.

Pero su voluntad no cedió. Tenía algo más que un atisbo de los motivos implicados allí. Enge había sido amable con ella y nunca la había ofendido…, aunque sabía poco de las Hijas de la Vida, y le importaban aún menos. Lo que sí sabía era que ya había habido bastantes muertes. Y resultaba obvio que la muerte yacía detrás de cada uno de los venenosos movimientos de Vaintè.

—Seguiremos adelante —dijo—. No regresaremos. De comandanta a pasajera, puedes irte.

Se dio la vuelta y se alejó, dejando que su ligera cojera disimulara las posturas de placer y superioridad en los movimientos de su cuerpo.

Vaintè permaneció inmóvil, rígida por la ira, paralizada por la impotencia. Ella no mandaba allí —no mandaba en ninguna parte, repitieron oscuramente sus pensamientos—, ni podía utilizar la violencia. Las tripulantas no lo permitirían. Estaba encerrada en una silenciosa batalla interna con su rabia. La lógica debe gobernar, los fríos pensamientos deben vencer. El hecho ineludible era que no había absolutamente nada que pudiera hacer en ese momento. Enge y sus seguidoras habían escapado por el momento de ella. Pero eso no tenía importancia.

En la plenitud del tiempo se encontrarían de nuevo, y de ello se derivaría una justicia instantánea. En ese momento nada podía hacer respecto a la comandanta del uruketo. Esas cosas eran demasiado insignificantes para ser consideradas. En lo que tenía que pensar ahora era en la ciudad junto al río de Mesekei y en las tareas importantes que se debían realizar allí. Si tenía que conseguir sus fines era necesaria una cuidadosa planificación, no una ira ciega. Durante toda su vida había mantenido su furia cuidadosamente controlada, y se preguntaba ahora respecto a la recién descubierta fuerza que proporcionaba.

Eran los ustuzou quienes habían hecho aquello, ellos habían destruido su calma y la habían convertido en una criatura de intemperante justicia. Kerrick y sus ustuzou la habían hecho así. Eso no debía olvidarlo. En el futuro, su ira sería mantenida constantemente bajo control, por encima de todo lo demás. Excepto una cosa. Mimaría aquel odio en lo más profundo de su ser, en un lugar oculto. Y un día lo liberaría.

Con aquellos pensamientos la tensión disminuyó y su cuerpo fue de nuevo suyo. Miró a su alrededor, y descubrió que estaba sola. Erefnais estaba en la aleta, arriba, con las tripulantas de servicio, las demás estaban comatosas y dormidas. Vaintè miró hacia el lugar donde Enge y sus seguidoras habían dormido, y ahora sólo era un lugar vacío que nada significaba para ella. Así era como debía ser. Tenía de nuevo el control de su cuerpo y de sus emociones. Hubo un movimiento en la oscuridad, más allá, y pudo oír claramente los sonidos de comunicación deseada. Sólo entonces recordó la presencia de la gorda científica y el macho. Se acercó a ellos.

—Ayuda a un impotente macho, gran Vaintè —suplicó el cautivo, agitándose en la firme presa de Akotolp.

—Te conozco del hanale —dijo Vaintè, regocijada ante el lamento de aquel lamentable ser—. Eres Esetta, el que canta…, ¿verdad?

—Vaintè es siempre la primera porque recuerda el nombre de todas las cosas de la más grande a la más pequeña. Pero ahora el miserable Esetta no tiene a qué cantar. La pesada hembra que me sujeta ahora me arrancó del hanale, me arrastró por entre terribles olores y niebla negra que hacía que me dolieran los pulmones medio me ahogó en nuestro camino al uruketo, y ahora me mantiene sujeto con esta terrible presa que me produce un gran dolor. Habla con ella, te lo suplico, sugiérele que me suelte antes de que se me muera el brazo.

—¿Por qué no estás completamente muerto? —preguntó Vaintè con una brutal sinceridad. Esetta retrocedió y chilló.

—Oh, gran Vaintè…, ¿por qué deseas la muerte de alguien de tan poca importancia?

—No lo deseo, pero todas las demás murieron. Todas las valientes yilanè de Alpèasak. Arrojadas fuera de su ciudad muerta para morir con ella.

Incluso mientras hablaba, Vaintè sintió la aplastante oleada de miedo. Todas estaban muertas…, pero ella no.

¿Por qué? Le había dicho a la leal y ahora muerta Stallan que era debido a su odio hacia los ustuzou. ¿Era eso?

¿Era esa razón suficiente para permanecer con vida cuando todas las demás habían muerto? Miró a Akotolp mientras aquellos sombríos pensamientos la envolvían, y se dio cuenta por primera vez de lo que estaba experimentando la científica. Duda en la vida, evitación de la muerte. Akotolp había trabajado en muchas ciudades, así que no sentía una destructiva lealtad hacia ninguna de ellas.

Pero era lo bastante científica como para saber que la muerte del rechazo podía ser desencadenada en un instante. De ahí su silenciosa y rígida batalla. Se estaba manteniendo entre los vivos por la simple fuerza de su voluntad.

Aquel conocimiento fue un flujo de fuerzas para Vaintè. Si aquella gorda yilanè podía vivir gracias a la fuerza de su voluntad, con la fuerza de voluntad de una eistaa ella podía vivir también, sobrevivir…, y gobernar de nuevo. ¡Nada estaba más allá de su alcance!

Ante los ojos ciegos de Akotolp, y los ojos llenos de miedo del macho, Vaintè alzó unos cerrados puños en un intenso gesto de victoria y golpeó con las garras extendidas de los pies la elástica superficie. Un gemido de temor penetró en su conciencia, y bajó la vista con creciente placer hacia el aterrado Esetta: el deseo la invadió instantáneamente.

Se inclinó, y sus fuertes pulgares soltaron la presa de la científica sobre la muñeca del macho. Sus repetidos sonidos de gratitud cambiaron rápidamente a gemidos cuando ella lo obligó a echarse de espaldas, lo excitó dolorosamente, y lo montó con brutalidad.

Los fuertemente tensos músculos de Akotolp no se relajaron en ningún momento…, pero su ojo más cercano se movió lentamente para contemplar la entrelazada pareja. Más lentamente aún, sus rígidos rasgos se crisparon en ilegibles expresiones.

Después de aquello, Vaintè agradeció el profundo sueño, durmió de manera casi comatosa hasta la mañana siguiente. Cuando despertó, lo primero que vio fue a la gorda científica trepando sin aliento a la aleta. Vaintè miró a su alrededor pero no vio al macho; sin duda se ocultaba de ella. Se agitó, ligeramente regocijada con el pensamiento; luego, ya más despierta, se dio cuenta de que el pensamiento de Esetta la excitaba. El uruketo se agitó como si hubiera sido embestido de lado por una gran ola, y una lanza de brillante luz solar iluminó desde la aleta el interior. El sol parecía cálido y atractivo, y Vaintè acabó de despertarse del todo, se puso de pie, bostezó y se estiró. La luz del sol la atraía, y se dirigió hacia la aleta y trepó lentamente a ella. Akotolp estaba allí de pie, y sus ojos clavados en la luz del sol eran meras rendijas verticales en su redondo rostro. Miró brevemente a Vaintè, e hizo signo de reconocimiento de su presencia.

—Ven a bañarte en el sol, amable Vaintè, y goza de él mientras te doy las gracias.

Vaintè hizo signo de aceptación, placer…, y pregunta sobre origen. Akotolp entrelazó sus gordos pulgares en una relajada camaradería y dijo:

—Te doy las gracias, fuerte Vaintè, porque tu ejemplo fue fundamental para salvar mi vida. La lógica de la ciencia gobierna mi existencia, pero conozco demasiado la parte que juega el cuerpo, independientemente del control cerebral. Sé que una orden de una eistaa puede desencadenar en una yilanè los cambios metabólicos que ocasionarán su muerte segura. Luego vi, cuando todo murió en la trágica Alpèasak, que la muerte de una ciudad puede desencadenar también esa respuesta. Cuando comprendí lo que estaba ocurriendo temí por mí misma pese a mi conocimiento superior, temí que yo también fuera golpeada mortalmente. La supervivencia del macho me ayudó. Puesto que él seguía con vida, yo también podía conseguirlo. Esa es la razón de que mi mano permaneciera fuertemente aferrada a él mientras yo luchaba por la supervivencia. Luego llegaste tú y lo apartaste de mí, y de pronto fui consciente de nuevo, y mi visión regresó. Te vi magníficamente viva, tan femenina que extraje fuerzas de ti y supe que mi muerte había sido evitada. Te doy las gracias por salvar mi vida, fuerte Vaintè. Es tuya para que dispongas de ella como te plazca: soy tu fargi, y haré lo que me ordenes.

En aquel momento otra gran ola sacudió al uruketo, y la amplia forma de Akotolp se tambaleó de costado. Vaintè tendió los brazos y la sujetó, impidió que cayera, y expresó un sincero agradecimiento de igual a igual.

—Ahora soy yo quien te da las gracias, gran Akotolp. Tengo mucho que hacer y un largo camino por recorrer.

Necesitaré ayuda. Te doy la bienvenida como mi primera seguidora en lo que debo realizar.

—Será un gran placer hacerlo, Vaintè, y estoy completamente a tus órdenes.

Se tambalearon al unísono mientras el uruketo superaba otra gran ola: una sombra ocultó por unos instantes el sol. Alzaron la vista, y Akotolp hizo signo de visión agradable.

Era realmente una visión espléndida de contemplar. Estaban pasando junto a la desembocadura de un gran río, rodeado de densa jungla verde a ambos lados. Allá donde el río entraba en contacto con el océano se formaban grandes olas, que rodaban y espumeaban. Y, allá, los estekel* pescaban en número demasiado grande para poder contarlos. Inclinaban sus cabezas sobre las olas, con sus grandes alas velludas dobladas, sus largos picos hundiéndose hasta que las extensiones óseas traseras de sus cabezas casi rozaban el agua. Otros planeaban en lentos círculos encima, y sus rápidas sombras se deslizaban sobre el mar bajo ellos. Emitían roncos gritos más y más fuertes a medida que el uruketo pasaba entre ellos.

—Míralos, mira cómo se lanzan al aire —exclamó Akotolp con placer—. He estudiado esos animales. Si los examinas, verás que la envergadura de sus alas es tan grande, sus patas tan cortas, que es imposible que puedan alzar el vuelo desde otro lugar que no sea un estuario como este. Aquí, las grandes olas se forman y avanzan con el viento, no contra él. Y así los estekel, tras llenarse el buche, se lanzan al aire desde la cresta de la ola aprovechando el impulso del viento…, y emprenden el vuelo. ¡Maravilloso!

Vaintè no compartía el entusiasmo de la científica hacia aquellos animales voladores de cuerpo cubierto de vello que siempre hedían a pescado. Planeaban demasiado cerca del uruketo y sus chillidos hacían que le dolieran los oídos. Dejó allí a Akotolp y bajó, y, pese a las constantes sacudidas, se durmió de nuevo. Pasó el resto del viaje de este modo, comatosa y casi sin moverse, y estaba aún dormida cuando Erefnais envió a una miembro de la tripulación a informarle que habían alcanzado su isla de destino y que pronto llegarían a Ikhalmenets.

Vaintè subió a la aleta para ver que el océano detrás de ellas estaba vacío. Habían viajado la mayor parte del día lejos de las costas de Entoban para alcanzar aquel archipiélago, aislado allí en medio de la vastedad del mar. En ese momento estaban pasando junto a una gran isla con una cadena de altas montañas en el centro. Las cimas estaban cubiertas de nieve, un lúgubre recuerdo de que el invierno era el enemigo de todas ellas. Aquellas rocosas islas se hallaban demasiado al norte para el gusto de Vaintè, y se estremeció ante el pensamiento, y miró hacia delante para partir tan pronto como fuese posible.

¿Debía hacerlo? Estaban llegando ya a Ikhalmenets ceñida por el mar, la ciudad respaldada por la verde jungla, flanqueada por amarillas playas de arena, y con una alta montaña coronada de nieve dominándolo todo.

Aquel era su destino. Contempló el nevado pico de la isla, lo miró fijamente, durante largo rato, inmóvil, el cuerpo rígido, dejando que la nueva idea creciera y madurara.

Quizá venir a Ikhalmenets fuera una buena cosa después de todo.

Es et naudiz igo kaloi, thuwot et freinazmal.

Original marbak

Si cazas dos conejos, los perderás a ambos.