Fuera del paukarut, la tormenta soplaba con incesante furia, los vientos arrojaban con fuerza la nieve a través de los hielos árticos. Nada podía vivir ante su flagelo, nada se movía en aquel paisaje totalmente desolado…
excepto la atacante tormenta. La nieve se amontonaba alta en torno de los paukaruts orillados de nieve, hasta que cada uno de ellos tenía una enorme acumulación en el lado desde donde soplaba el viento que parecía una gran barba blanca. En el helado desierto de noche interminable sólo había oscuridad y muerte segura.
Dentro del paukarut, la amarilla luz de la lámpara de aceite brillaba sobre la negra piel de ularuaq, el blanco y arqueado costillar que la sostenía, las pieles y los sonrientes rostros de los paramutanos mientras untaban trozos de corrompida carne en el abierto pellejo de grasa, daban bocados de esta a los niños y reían estruendosamente cuando estos se la frotaban por la cara en vez de comerla.
Armun disfrutaba con su presencia, y no se sentía demasiado trastornada por las constantes atenciones de Kalaleq, por sus manos siempre dispuestas a tocarla cuando se le acercaba. Eran distintos, eso era todo. Incluso compartían sus mujeres, y a nadie parecía importarle.
También se reían de eso. Su temperamento no era como el de ellos, así que no podía unirse a sus risotadas. Pero sonreía ante sus bufonadas, y no le molestaba cuando Harl se unía a ellas con los demás. Se apartaban a un lado para dejarle sitio…, y algunos tendían la mano para tocar su claro pelo. Nunca se cansaban de esta novedad y siempre hablaban de los tanu como los erqigdlit, qué en su lenguaje significaba la gente de fantasía, porque ellos eran los angurpiaq, la gente auténtica, como se llamaban a sí mismos. Armun podía comprender su habla, era el segundo invierno que pasaba en los paukaruts sobre el hielo, y eso era suficiente. Cuando habían llegado entre los paramutanos se había sentido agradecida de estar simplemente con vida. Se sentía débil, había perdido peso, estaba preocupada por Arnhweet en aquel extraño lugar. Era tan diferente en todos los aspectos, la comida, el lenguaje, el modo de vida. El tiempo pasó muy rápidamente mientras intentaba descubrir cómo ajustarse a su nueva vida, así que el segundo invierno estuvo sobre ellos antes incluso de que se diera cuenta.
No habría un tercero para ella allí…, estaba absolutamente convencida. Cuando llegara la primavera les haría comprender que ya era tiempo de irse. Sus fuerzas habían vuelto; ella y los dos niños estaban bien alimentados. Y una razón más importante aún para marcharse era la inquietante seguridad de que por aquel entonces Kerrick habría descubierto ya que ella había abandonado los sammads; estaría convencido de que había muerto. La sonrisa se borró de su rostro ante lo tenebroso de aquel pensamiento. ¡Kerrick! Tenía que volver a él, ir hacia el sur a aquel extraño lugar murgu que habían incendiado, ir hasta donde él estuviera…
—¡Alutoragdlag, alutoragdlaqoq! —dijo Arnhweet, sacudiendo su rodilla. Un niño fuerte que ya había visto su tercer invierno, hablando excitadamente a través de sus irregulares dientes nuevos. Le sonrió mientras le limpiaba un poco de grasa del rostro.
—¿Qué quieres? —preguntó, hablándole en marbak.
Podía comprenderle bien, pero no deseaba que el niño hablara sólo paramutano. Si los dos eran dejados a solas él y Harl únicamente se hablaban entre sí en lo que se había convertido ahora en su modo diario de comunicación.
—¡Quiero mi ciervo! ¡Mi ciervo! —Golpeó su rodilla con sus pequeños puñitos, riendo. Armun rebuscó en las revueltas pieles hasta que encontró el juguete. Se lo había hecho de un trozo de piel de ciervo, añadiéndole pequeños huesecillos tallados a modo de astas. El niño lo cogió y se alejó con paso incierto, riendo.
—Deberías comer más —dijo Angajorqaq, sentándose a su lado y tendiéndole un puñado de la blanca grasa. Se había quitado casi toda la ropa de piel en el calor del paukarut, y sus pechos cubiertos de vello colgaron libres cuando extendió su brazo. Armun cogió con dos dedos una pequeña porción de la grasienta sustancia y la lamió.
Angajorqaq hizo reprobadores chasquidos con la lengua.
—En una ocasión hubo una mujer que no se comió el pez acabado de pescar. —Tenía una historia para todo, veía ocultos significados en cualquier acontecimiento, no importaba lo comunes que fueran—. Era un pez plateado y muy grande y gordo, y la miró y no lo entendió. Dime, preguntó el pez, ¿por qué no me comes? Allá en las profundidades del océano he oído los conjuros correctos que pronunciaban los pescadores, he visto el anzuelo con el brillante cebo. Lo devoré como correspondía, y ahora estoy aquí, y tú no me comes. ¿Por qué?
»Cuando la mujer oyó esto se puso muy furiosa y le dijo al pez que él sólo era un pez y que ella podía comérselo o no, según quisiera. Pero, por supuesto, cuando el espíritu de los peces oyó esto, se puso aún más furioso y nadó desde el oscuro fondo del mar donde vive, nadó más y más aprisa hasta que golpeó el hielo y lo rompió y abrió su boca y se comió el paukarut y todas las pieles y el bebé y la lámpara de aceite y luego se comió también a la mujer. Así que ya ves lo que ocurre cuando una no come. ¡Come!
Armun lamió un poco más de la grasa de su dedo.
—Cuando paren las tormentas y vuelva el sol y haga calor…, entonces me iré con los niños…
Angajorqaq chilló fuerte y soltó la grasa, se tapó los oídos y se balanceó de lado a lado. Kalaleq alzó la vista cuando oyó aquello, con los ojos muy abiertos por la sorpresa luego se puso de pie y avanzó para averiguar qué era lo que había causado la conmoción. En el calor del paukarut se había despojado de todas sus ropas: su liso pelaje castaño relucía a la luz de la lámpara. Incluso después de todo aquel tiempo, a Armun le costaba admitir que todos los paramutanos eran así, cubiertos de liso vello de la cabeza a los pies. La cola de Kalaleq avanzó por entre sus piernas y su peludo extremo cubrió discretamente su miembro.
—Angajorqaq ha emitido un sonido de gran infelicidad —dijo, y tendió el hueso que había estado tallando para distraerla—. Esto será un silbato, y mira…, habrá un ularuaq en él, y el silbido brotará de su boca cuando soples.
Ella apartó su mano a un lado, no iba a verse privada tan fácilmente de su infelicidad.
—Es invierno y está oscuro…, pero el pelo de la erqidglit es como el sol dentro del paukarut, y reímos y comemos y estamos calientes. Pero ahora… —gimió de nuevo balanceándose aún de lado a lado—… ahora Armun se irá y la luz de los niños se irá también y todo se volverá negro.
Kalaleq se quedó boquiabierto ante su estallido.
—Pero no pueden irse —dijo—. Cuando la tormenta sopla, la muerte se sienta fuera del paukarut con la boca abierta. Cuando sales del paukarut, caminas directamente entre sus dientes. Así que no pueden irse, y no tienes por qué gritar así.
—En primavera —dijo Armun—. Debemos irnos entonces.
—Entiendo —dijo Kalaleq, acariciando el pelaje de Angajorqaq para apaciguarla—. Entiendo, no se van. Come algo. Se quedan.
Los paramutanos vivían para hoy, y cada nuevo día traía una maravillosa sorpresa. Armun guardó silencio entonces, pero su decisión siguió firme. Iban a tener que dejarla marchar tan pronto como el clima mejorara lo suficiente para viajar. Lamió el resto de la grasa de su dedo. Comerían bien ahora, y así estarían fuertes. Y marcharían hacia el sur tan pronto como estuvieran preparados.
La tormenta siguió soplando durante toda la noche, y cuando Kalaleq soltó los lazos del humero por la mañana un delgado rayo de luz solar penetró como una lanza.
Todo el mundo gritó excitado ante aquello y buscó entre las pieles amontonadas sus desechadas ropas riendo desaforadamente cuando encontraban las de algún otro.
Llevaban innumerables días atrapados por la tormenta, y los niños chillaban ansiosos. Armun sujetó fuertemente con una mano a Arnhweet, que no dejaba de debatirse, y puso la suave ropa interior que tenía el pelo hacia adentro para proporcionar más calor. Sobre ella le puso más gruesas pieles exteriores, con la capucha, luego las botas, los guantes, todo lo que hacía la existencia posible en el norte polar.
Kalaleq estaba tendido boca abajo, resoplando por el esfuerzo mientras empujaba a un lado la nieve que bloqueaba el extremo del túnel de la entrada. La luz se filtró adentro, luego se oscureció cuando se metió por la abertura. Parpadearon ante el resplandor cuando hubo salido.
Hubo más risas, y se empujaron unos a otros para ver quién sería el próximo en salir.
Armun dejó que los niños salieran primero, luego les siguió. Se protegió los ojos contra el resplandor mientras se levantaba. Tras el cerrado y húmedo aire del paukaut, el olor a carne corrompida, orina y niños pequeños, la fría limpieza del aire libre era maravillosa. Inspiró agradecida, aunque le picaron la nariz y la garganta.
Los dispersos paukaruts eran blancos bultos en un paisaje blanco. Fuera de ellos se arrastraban otros paramutanos, parpadeando al sol; hubo gritos de saludos y muchas risas. El cuenco del cielo era azul pálido con unas cuantas nubes altas, y se arqueaba hasta el azul más oscuro del océano al borde de la capa de hielo. Los botes asegurados eran también bultos blancos, completamente ocultos por la nieve.
Alguien gorjeó una advertencia, luego señaló y gritó:
—¡En el mar…, un ularuaq!
—¡Es imposible!
—No es un ularuaq… es uno de nuestros botes.
—Entonces es el bote de Niumak, es el único que no está aquí. Pero tiene que estar muerto, cantamos su canción de muerte y las canciones de muerte de los que estaban con él.
—Puede que las cantáramos demasiado pronto —rio Kalaleq—. Nos engañaron bien esta vez. Nunca nos dejarán olvidarlo.
Harl corrió con todos los demás hacia el bote que se aproximaba. Arnhweet corrió tras él, pero tropezó y cayó y lloró y gritó fuerte. Armun lo recogió y secó sus lágrimas, estaba más asustado que dolido.
Con la ayuda de todos, el bote estuvo pronto fuera del agua y asegurado junto a los demás. Arnhweet permaneció de pie en la nieve, con los ojos secos ahora, sujetando la mano de Armun y contemplando el alegre regreso.
Niumak abrió camino de vuelta a las tiendas, con los demás corriendo a su lado para tocarle y palmear sus brazos, para compartir algo de la buena suerte que él y los otros tres con él debían poseer. Haber sobrevivido a aquella tormenta era algo muy especial. Los cuatro se dejaron caer cansados sobre la nieve, y bebieron ansiosamente de los cuencos que les llevaron, y arrancaron los mejores trozos de la carne que les ofrecieron. Sólo cuando pudieron palmear satisfechos sus estómagos respondieron a las primeras preguntas ansiosas. Niumak alzó las manos pidiendo silencio, e incluso los niños más pequeños callaron.
—He aquí lo que ocurrió —dijo, y hubo un agitar de pies mientras todos se acercaban para escuchar mejor. Podíamos ver el hielo aquí cuando empezó la tormenta. Podíamos ver a través de las paredes de los paurakuts y ver el calor y la comida y los niños jugando, podíamos oler sus pieles y lamerlas con nuestras lenguas. Pero la tormenta nos alejó.
Hizo una pausa espectacular, con la mano alzada, y sus oyentes gimieron y se lamentaron porque sabían que eso era lo adecuado…, y callaron de nuevo en el instante en que su mano bajó.
—No podíamos alcanzar el hielo y los paukaruts, sólo podíamos navegar delante de la tormenta. Hay ese promontorio conocido como la Pierna Rota, y nos refugiamos allí durante largo tiempo, pero no podíamos bajar a la orilla porque no hay orilla practicable allí, como todos sabéis. Entonces cambió el viento, y fuimos empujados a mar abierto de nuevo, y fue entonces cuando cantamos nuestras canciones de muerte.
Esto trajo más lamentos de sus oyentes, y el relato prosiguió de este modo durante largo rato. Pero nadie protestó, porque era una historia buena y excitante de oír. Pero Niumak estaba cansado y tenía frío, así que el final llegó rápido.
—El último día la tormenta amainó y llegamos cerca de la orilla, pero el mar estaba todavía demasiado embravecido, así que no pudimos alcanzar tierra. Y entonces se produjo algo extraño. Hay esa cueva en la orilla que es conocida como la Cueva del Ciervo debido a las pinturas que hay en su techo, y pasamos junto a aquel lugar y vimos a dos de nuestros hermanos salir de la cueva y correr y agitar los brazos hacia nosotros. Nada podíamos hacer porque el viento estaba detrás de nosotros. Y ellos tenían una cueva caliente y nosotros queríamos reunirnos con ellos pero simplemente no podíamos.
Pero ¿quiénes eran? Todos estamos aquí, todos nuestros botes están aquí. ¿Hay otros paramutanos por las inmediaciones? Pero no saldrían en invierno. Y entonces llegamos hasta aquí y vosotros nos visteis y aquí estamos y ahora vamos a descansar.
Se arrastró al interior de su paukarut, seguido por multitud de preguntas. ¿A quiénes habían visto? ¿Qué aspecto tenían? ¿Había algún otro bote cerca?
Armun permaneció de pie como tallada en el hielo, tan fría como el hielo, mirando pero sin ver. Sabía quién estaba en aquella cueva en la orilla, lo sabía tan seguro como si alguien hubiera susurrado el nombre en su oído.
Kerrick. Tenía que ser él, uno de aquellos dos cazadores tenía que ser él. No había la menor duda en su mente, ninguna en absoluto. Era como si el conocimiento hubiera estado allí todo el tiempo, aguardando las palabras de Niumak para salir a la superficie. Había acudido tras ella. Había averiguado que ella había ido al norte y había acudido en su busca. Tenía que ir a él.
La parálisis la abandonó, y giró en redondo.
—Kalaleq —exclamó—. Tenemos que ir a esa cueva. Sé quien está ahí. Mi cazador está ahí. Kerrick está ahí.
Kalaleq la miró boquiabierto por la sorpresa. Los erqigdlit hacían tantas cosas sorprendentes. Sin embargo, no dudó de ella ni por un instante. Se alzó y recordó las palabras de Niumak.
—Es bueno que tu cazador esté aquí, y esté seguro y caliente como Niumak ha dicho.
—No lo está —dijo ella, furiosa—. Él no es un paramutano así que no está seguro. Es un tanu que ha caminado hasta este lugar llevando consigo su comida, y se ha visto atrapado por la tormenta. Debo ir hasta él…, ahora mismo.
Cuando la importancia de aquello penetró en él, Kalaleq gritó en voz alta:
—¡Un bote, mi bote, debemos echar mi bote al agua! ¡Hay una cosa que debe hacerse!
Armun se volvió y vio a Angajorqaq mirándola con los ojos muy abiertos.
—Debes ayudarme —dijo Armun—. Cuida de Arnhweet hasta que volvamos. ¿Lo harás?
—No deberías ir —dijo Angajorqaq, sin demasiada convicción.
—Voy a ir.
El bote ya se encontraba en el agua cuando ella lo alcanzó, y estaban metiendo provisiones en él. Otros cuatro paramutanos estaban allí con Kalaleq metiendo ya los remos en el agua cuando los últimos bultos aún estaban siendo cargados. Luego partieron, ayudados por el ligero viento del norte.
A la caída de la noche aún seguían remando hacia el sur. La costa allí era un acantilado continuo, de modo que era imposible ir a la orilla para pasar la noche. Alzaron y arrojaron por la borda una larga tira de cuero con una pesada piel en su extremo para no derivar demasiado durante la noche. Comieron trozos de carne corrompida y tomaron y chuparon terrones de nieve de la provisión que habían paleado a bordo. Varios de ellos se inclinaron hacia Armun para tocarla y darle palmadas y emitir sonidos tranquilizadores. Ella no respondió, se limitó a mirar hacia la orilla y aguardar. Al amanecer agotada, se durmió, y cuando despertó estaban remando de nuevo hacia el sur.
Para Armun, la orilla cubierta de nieve no era más que un paisaje indistinto y ciego, todo igual. No así para los paramutanos, que iban señalando invisibles marcas con gritos de entusiasmo. Hubo exclamaciones de acuerdo, y todos remaron con creciente fervor hacia una pedregosa orilla. Una ola les proporcionó el último impulso, y cuando el bote rozó contra la arena dos de ellos ya habían saltado por la borda y se habían hundido hasta la cintura en el helado mar, y empujaban el bote hacia más arriba. Armun saltó por la proa, cayó pesadamente al suelo, pero se puso en seguida de pie y corrió con rapidez hacia las boscosas colinas. Sus largas piernas sacaron ventaja a los demás…, pero tuvo que detenerse para mirar desesperanzada a la uniforme nieve.
—Vamos allí —dijo Kalaleq cuando pasó por su lado, y señaló, tropezando y cayendo. No había risas ahora, porque la nieve alcanzaba hasta la línea de los árboles, sin interrupción alguna, ocultando cualquier cosa que hubiera allí debajo.
Cavaron, arrojando la nieve en todas direcciones con desesperada urgencia. Apareció algo negro, el agujero fue ampliado. Armun cavaba tan desesperadamente como los demás, se dejó caer por la abertura mientras los demás aún seguían cavando. Había allí un montón de pieles, cubriendo…, ¿qué?
Se arrastró dentro y llegó la primera, y echó hacia un lado las rígidas y heladas pieles que ocultaban el rostro de Kerrick, gris y cubierto de escarcha. Se quitó el guante de un tirón y tendió la mano, sin respirar en el abrumador miedo que la invadió.
Tocó su piel, tan fría. Tan fría.
Estaba muerto.
Sin embargo, mientras gritaba desesperadamente con el pensamiento, los ojos de Kerrick temblaron ligeramente, se abrieron.
No había llegado demasiado tarde.