Mientras avanzaban firmemente hacia el norte, Kerrick se sintió lleno de una excitación que le hizo desear gritar con voz fuerte…, aunque sabía que un cazador permanecía siempre en silencio en el sendero. Con cada paso que daba dejaba un poco más de responsabilidad atrás, caminaba mucho más fácilmente.
Había hecho lo que había podido por salvar la ciudad; ahora era asunto de los otros seguir adelante allá donde lo había dejado. Ya no era su carga. Las amplias espaldas de Ortnar, chorreantes de sudor, se movían firmemente ante él. Los mosquitos zumbaban en torno de la cabeza del cazador, y los alejaba con su mano libre. Kerrick sintió un repentino afecto hacia él, porque habían recorrido un largo camino juntos, desde que Ortnar había matado a la yilanè atada a él, Inlenu, y Kerrick había intentado intensamente matarle a él en respuesta. Ahora había un vínculo entre ellos que jamás podría ser roto.
Eso era la realidad, eso y el bosque a su alrededor. La ciudad y todos sus problemas se hacían cada vez más distantes a medida que avanzaban hacia el norte. A la caída de la noche estaba muy cansado y más que dispuesto a detenerse, pero no deseaba ser el primero en ordenar un alto. Fue Ortnar quien se detuvo cuando llegaron a la herbosa depresión junto al arroyo. Señaló los grises restos de un antiguo fuego de campaña.
—Un buen lugar para la noche.
Las palabras eran en marbak, y el pensamiento era un pensamiento tanu. No había necesidad de que Kerrick hablara en yilanè o en sesek…, ni seguir las complicadas argumentaciones de los manduktos. Cielo y bosque, eso era la realidad. Mientras, al final de su marcha, estaría aguardando Armun. Sintió el alivio de descargar un peso de sus hombros…, uno que ni siquiera sabía que estaba cargando. Tenía veinticuatro años y había recorrido una gran distancia, a través de muchos mundos distintos, en los dieciséis años desde su captura por los yilanè. Aquella noche durmió más profundamente de lo que lo había hecho en mucho tiempo.
Había una tenue bruma por encima del arroyo cuando despertó por la mañana. Ortnar tocó su hombro y le hizo señas de que guardara silencio mientras alzaba y apuntaba lentamente su hesotsan. El pequeño gamo, hundido hasta las rodillas en el agua, alzó la cabeza como ante una repentina advertencia…, pero cayó hacia delante cuando el dardo se clavó en su costado.
La aromática carne fue un bienvenido cambio de la carne conservada murgu, y comieron hasta saciarse, secando y conservando el resto en las cenizas.
—Háblame de los paramutanos —dijo Kerrick, con voz ahogada por un bocado de carne—. Sólo conozco el nombre, y que viven en el norte.
—Vi uno una vez, nuestro sammad comerció con él. Tenía vello por todo el rostro, no una auténtica barba como nosotros sino toda la cara cubierta de vello como un dienteslargos. Y era bajo, sólo un poco más alto que yo, y yo aún era muy joven. He oído decir que viven en la orilla muy lejos al norte, allá donde el mar de hielo no se funde nunca. Pescan en el mar. Tienen botes.
—¿Cómo los encontraremos? ¿Tienen diferentes sammads?
Ortnar se palmeó las mejillas en el gesto que significaba que no lo sabía.
—Si lo hacen, nunca me lo ha dicho nadie. Pero escuché cuando hablaban, y son demasiado estúpidos para hablar marbak. Un cazador de nuestro sammad conocía algunas de sus palabras y hablaron. Creo que todo lo que podemos hacer es ir hacia el norte, permanecer junto a la orilla, buscar sus rastros.
—Será invierno antes de que lleguemos allí.
—Siempre es invierno allí. Tenemos pieles, acumularemos carne seca. Si nos mantenemos en este sendero encontraremos a los sammads en su camino al sur. Conseguiremos ekkotaz de ellos. Eso es lo que debemos hacer.
—También hardalt seco…, seguro que tendrán algo.
Muchos días más tarde olieron humo bajo los árboles arrastrado hasta ellos por el viento cargado de lluvia. Lo siguieron hasta el prado donde habían sido erigidas las oscuras tiendas del sammad de Sorli, apenas entrevistas en la llovizna. El mastodonte barritó cuando pasaron por su lado, y se sintieron agradecidos por la bienvenida, y por la posibilidad de comer hasta no poder más, y luego dormir secos y sin lluvia. Volvieron a separar sus caminos por la mañana: esos fueron los últimos tanu con los que se cruzaron.
Caminaron hacia el norte, fuera del verano y dentro de los colores del otoño. Las hojas secas cubrían el sendero, y el conejo que cazó Kerrick —su puntería con su arco iba mejorando firmemente —mostraba ya blanco en su pelaje.
—El invierno llega muy pronto —dijo Ortnar con gesto hosco.
—Los inviernos llegan siempre pronto ahora, ya lo sabemos. Todo lo que podemos hacer es seguir adelante, no dejar de movernos hacia el norte tan aprisa como podamos.
El cielo era gris y podían oler la nieve en el aire cuando alcanzaron el lugar de acampada junto al río. Kerrick lo reconoció de inmediato cuando se detuvo en la elevación sobre la playa, de pie entre los pocos jirones de antigua piel y huesos esparcidos que eran todo lo que había quedado del sammad de su padre. Herilak había encontrado el cuchillo de metal del cielo de Amahast aquí, entre los huesos de su padre. Lo tocó allá donde colgaba de su cuello. Las yilanè habían salido del océano allí, habían destruido el sammad allí. Esto había sido hacía mucho tiempo, y ahora sólo tenía recuerdos de recuerdos. Su sammad estaba ahora al norte, con Armun…, y era allí donde debía ir. Se dio la vuelta a la llamada de Ortnar, y avanzaron hacia el oeste a lo largo de la orilla del río.
No fue hasta última hora del día siguiente cuando hallaron un árbol muerto caído en la orilla del río, lo bastante amplio para sostenerles a ambos, pero no tan grande como para que no pudieran arrancarlo de la maraña de maleza que lo aprisionaba. Lo liberaron aquella noche, y cuando terminaron se había hecho completamente de noche.
El agua era tan helada como la nieve recién fundida cuando la vadearon por la mañana…, y protestaron con fuertes gritos. Con sus fardos y armas bien atadas a las raíces que se proyectaban hacia arriba, empujaron el tronco libre de la orilla, se colgaron de él y patearon, empujando dificultosamente el enorme bulto hacia el otro lado de la fuerte corriente. Cuando alcanzaron la otra orilla estaban ateridos, azules por el frío, y sus dientes castañeteaban incontroladamente. Mientras Kerrick llevaba sus posesiones a la orilla, Ortnar encendió un rugiente fuego. Se quedaron tan sólo el tiempo suficiente para secarse y calentar sus ropas, volvieron a vestirse las aún húmedas pieles y prosiguieron de nuevo hacia el norte. No volverían a helarse si seguían caminando aprisa; había poco o ningún tiempo que perder…, porque los primeros copos de nieve ya estaban amontonándose debajo de los arboles.
Los días se iban haciendo cada vez más cortos y cada mañana se levantaban antes del amanecer y caminaban en la oscuridad bajo la pálida iluminación de las estrellas hasta que asomaba el pálido sol. Eran fuertes y estaban acostumbrados. Y empezaban a tener miedo.
—No queda mucha carne —dijo Ortnar—. ¿Qué haremos cuando se termine?
—Encontraremos a los paramutanos antes de eso.
—¿Y si no es así?
Se miraron en silencio, porque ambos conocían la respuesta a esa pregunta. Aunque ninguno de los dos quería expresarla en voz alta. Avivaron el fuego y permanecieron cerca de él, empapándose de su calor.
El interminable bosque de gigantescos abetos descendía hasta la costa, hasta las arenosas playas de la orilla. A veces tenían que meterse tierra adentro cuando la playa dejaba paso a altos acantilados contra los que se estrellaban las olas. El bosque era silencioso y carecía de senderos, la nieve acumulada debajo de los árboles era muy profunda y hacía el paso lento y agotador. Cada vez que se abrían camino hasta la orilla miraban ansiosamente en ambas direcciones, en busca de algún signo de que estaba habitada. Nada. Sólo la costa desierta y el mar vacío.
La comida ya casi se había agotado cuando les golpeó la tormenta de nieve. No tenían elección, sólo podían seguir adelante, inclinados contra el viento del norte buscando un refugio de algún tipo. Estaban ateridos, medio helados, cuando hallaron la poco profunda cueva al pie de los acantilados, justo encima de la playa.
—¡Aquí! —gritó Kerrick con voz potente, para ser oído por encima del rugir del viento, mientras señalaba la oscura abertura apenas visible entre los remolinos de nieve—. ¡Metámonos dentro, lejos del azote del viento!
—¡Necesitaremos madera…, mucha! ¡Deja lo que llevamos dentro y vayamos a buscarla!
Patearon la nieve acumulada que medio bloqueaba la entrada, tropezando y cayendo. Protegidos del viento parecía casi cálida, aunque sabían que el aire estaba muy por debajo del punto de congelación.
—No podemos echarnos ahora —dijo Ortnar, poniéndose trabajosamente de pie. Sujetó a Kerrick por el brazo y lo ayudó a levantarse, lo empujó fuera delante de él de vuelta a la tormenta.
Cortaron torpemente las ramas bajas, rompiendo las que podían con manos incapaces de hacerlo adecuadamente. A Ortnar se le escapó el cuchillo de sus entumecidos dedos, y perdieron un tiempo precioso rebuscando en la nieve hasta que lo encontraron. Con sus últimas fuerzas arrastraron la madera hasta la abertura; tenía que servir, se sentían incapaces de ir a buscar más. Kerrick sacó la caja del fuego, pero no pudo sentir las piedras que contenía hasta que hubo metido las manos dentro de sus pieles para calentarlas contra su cuerpo.
Finalmente encendieron el fuego y lo mantuvieron alto, y se arrimaron a él, tosiendo por el humo pero sintiendo que la vida regresaba a sus entumecidos cuerpos. Ya estaba oscuro fuera, el viento aullaba incesantemente, mientras la nieve se amontonaba junto a la entrada, de modo que tenían que cavar constantemente para despejarla y dejar salir el humo.
—No somos los primeros en refugiarnos aquí —dijo Kerrick señalando el bajo techo de roca, donde la silueta de un granciervo había sido dibujada con un palo ennegrecido. Ortnar gruñó y dio una patada al suelo cerca del fuego.
—Al menos no dejaron sus huesos aquí.
—Y nosotros, ¿lo haremos? —dijo Kerrick.
En silenciosa respuesta, Ortnar abrió su fardo y sacó la comida que les quedaba.
—Esto es todo lo que tenemos, y la misma cantidad más o menos en tu fardo. No es suficiente para volver atrás.
—Entonces debemos seguir adelante. Encontraremos a los paramutanos. Tienen que estar aquí. En alguna parte.
—Seguiremos sólo cuando la tormenta nos lo permita.
Hicieron turnos, uno atendiendo el fuego, el otro yendo a buscar madera. La oscuridad venía rápidamente, y Ortnar tuvo dificultades en encontrar la cueva con su última carga de madera. La temperatura había descendido bruscamente y había manchas blancas en su mejilla, que frotó con nieve. Ambos guardaban silencio, porque el tiempo de hablar ya había pasado. No quedaba nada más por decir.
La tormenta siguió durante tantos días como la cuenta de una mano de cazador. Un día por cada dedo… incluido el pulgar. Salían sólo en busca de madera, fundían nieve para obtener agua. Y sintieron la primera cuchillada del hambre en sus entrañas mientras racionaban los pocos restos de comida que les quedaban.
Fue al siguiente día cuando se produjo la primera pausa en la tormenta. El viento amainó, y la nieve pareció disminuir.
—Ha pasado —dijo esperanzadamente Kerrick.
—Todavía no podemos estar seguros.
Salieron a un lúgubre día. Los copos seguían cayendo perezosamente del cielo gris oscuro. Durante un tiempo la nieve que caía pareció casi cesar, y pudieron ver las olas golpear contra la playa, subiendo hasta muy arriba en la pedregosa orilla. El mar estaba agitado, oscuro, orlado de espuma.
—¡Allí! —gritó de pronto Kerrick—. ¡He visto algo ahí fuera…, un bote de algún tipo! ¡Hagámosle señas, aprisa!
Bajaron tambaleantes a la orilla, hasta el borde del espumeante mar, y se detuvieron allí, saltando y gritando roncamente. En una ocasión el bote se alzó tremendamente en la cresta de una ola, y creyeron poder ver incluso algunas figuras a bordo. Luego las olas volvieron a alzarse y lo ocultaron de su vista. La próxima vez que vieron el bote estaba más lejos, dirigiéndose al norte.
Desapareció de nuevo entre las montañosas olas, y no volvió a aparecer.
Empapados y exhaustos, regresaron tambaleantes a la cueva, apenas visible ahora a través de la densa nieve que caía, mientras la tormenta golpeaba de nuevo con redoblada furia.
Al día siguiente dieron cuenta de la última comida que les quedaba. Kerrick estaba lamiendo las últimas partículas de agria carne pegada a sus dedos cuando alzó la vista y captó la mirada de Ortnar. Deseó decirle algo, pero no pudo.
¿Qué podía decir?
Ortnar se arrebujó en sus pieles y se volvió de espaldas.
Fuera, los vientos de tormenta soplaban furiosos, gritando a lo largo de los acantilados. El suelo bajo ellos temblaba cuando las altas olas se estrellaban violentamente contra la playa.
Llegó la oscuridad, y con ella una enorme y abrumadora desesperación.