CAPÍTULO 17

Saagakel estaba hinchada por la furia, y sus mejillas temblaban de rabia. El ambesed estaba vacío y tan silencioso que el burbujear del agua bajo los dorados puentes podía oírse con claridad…, puesto que todas habían huido a los primeros signos de su gran disgusto.

Sólo una única e impotente fargi permanecía aún allí, la que le había llevado el desagradable mensaje. En silencio, Saagakel luchó por controlar sus emociones: aquella simple criatura no era responsable, y no podía hacerla morir por la información que le había llevado. Saagakel creía en gobernar con justicia, y no sería justo matar a aquel joven ser. Pero podía matarla, por supuesto que podía, con una simple palabra. Saber esto le proporcionó el placer de su enorme poder, y se reclinó en la madera calentada por el sol, gozó con su calor y con la ciudad que rodeaba el ambesed. Cuando habló de nuevo, fue con una recia fuerza.

—Levántate, joven fargi, y enfréntate a tu eistaa, y conciénciate de que tu vida será larga a su servicio y el de su ciudad.

Ante esto la fargi se puso temblorosamente de pie, sus ojos húmedos de adoración hacia su eistaa, su cuerpo señalando receptividad a las órdenes. Saagakel lo aceptó, y su voz era incluso suave cuando habló.

—Repite de nuevo lo que te indicaron que me transmitieras. No sufrirás el menor daño…, es una promesa de la eistaa.

El cuerpo de la fargi se puso rígido con la concentración, mientras luchaba por recordar las frases exactas.

—De una que sirve desde los niveles inferiores a Saagakel, eistaa de Yebeisk y la más alta de todas. Movimientos y colores de extrema tristeza. En dos días una enfermedad ha caído sobre los bosquecillos donde pastan los okhalakx, y muchos permanecen inmóviles. Muchos más están muertos. Se solicita ayuda para salvar a los vivos.

No podía ser un accidente. Los ojos de Saagakel llamearon furiosos…, pero su cuerpo permaneció inmóvil bajo control. La fargi aguardó en profundo silencio. Ningún accidente. Hacía algunos años, la misma enfermedad se había difundido entre los okhalakx, pero Ambalasi los había curado. Ahora, sólo unos pocos días después del encarcelamiento de Ambalasi, la enfermedad había regresado.

—Llama a mis consejeras. Solicito su presencia. Ve. Por esa puerta…, las encontrarás ahí.

Acudieron, temblando de miedo cuando vieron su amenazadora postura. Ese pensamiento animó a Saagakel: era bueno recordar incluso a las más altas de la ciudad que su mando era absoluto. Cuando la primera avanzó temerosamente, arrastrando los pies, su buen humor había regresado.

—Se me ha dicho que los okhalakx están muriendo en gran número…, y tú,

y todas las demás, sabéis que son mi carne preferida. Veo la sombra de Ambalasi oscureciendo esos cuerpos. Tú, Ostuku, ve a los huertos, ve rápido porque te estás poniendo gorda y el caminar te hará bien, ve y tráeme inmediatamente a Ambalasi. Esa es mi orden.

Sólo pensar en el terrible hecho de que los okhalakx podían ser destruidos produjo a Saagakel repentinos retortijones de hambre; envió a buscar inmediatamente algo de carne. Llegó con gran prontitud, y desgarró un enorme bocado. Todavía estaba royendo las últimas hebras de carne junto al hueso con sus dientes traseros cuando la pequeña procesión entró en el ambesed. Iba encabezada por Ostuku, con fuertes guardianas a ambos lados. Ambalasi estaba entre ellas, avanzando lentamente, apoyada en los amplios hombros de su compañera.

—Ordené la presencia sólo de Ambalasi —dijo Saagakel—. Retirad la otra.

—Entonces me retiraré yo también —dijo Ambalasi, haciendo signo de indignada irritación—. Me condenaste a esos húmedos huertos, a dormir en el suelo a mi edad.

Helada y aterida por la noche, hasta el punto de tener que apoyarme en ella para andar. Esta fuerte se queda… no caminaré sin ella.

Saagakel hizo un gesto que indicó que aquella parte de la discusión quedaba por debajo de su atención, luego remarcó la importancia de lo que dijo a continuación.

—Los okhalakx mueren en sus bosquecillos. ¿Qué sabes de eso?

—¿Permanecen rígidos y tendidos en el suelo? Si es así, se trata de la enfermedad pulmonar que trajeron los salvajes del bosque.

—Pero tú curaste esa enfermedad hace tiempo. ¿Cómo puede volver ahora?

—En el bosque de la ecología hay incontables caminos.

—¿Los infectaste tú?

—Puedes creer lo que quieras. —Una respuesta ambigua que podía ser interpretada de dos maneras. Antes de que Saagakel pudiera ordenar una clarificación, Ambalasi habló de nuevo—: Pero, no importa cómo haya llegado la enfermedad a los animales en los campos, es un hecho que sólo yo puedo curarla. ¿Deseas que lo haga?

—Se hará, y te ordeno que tú lo hagas.

—Aceptaré tu deseo…, pero no tu orden. A cambio, pido mi liberación de esos húmedos huertos, y la liberación también de esta sobre quien apoyo mi peso. Cuando decida que mis piernas vuelven a estar como debieran, podrás enviarla de nuevo a los huertos.

Y a ti también, vieja estúpida, pensó Saagakel en inmóvil silencio.

—Ponte a trabajar de inmediato —ordenó en voz alta, luego desvió su atención hacia otro lado con movimientos de desagrado y despedida.

Ambalasi hizo un gesto a las guardianas con irritados movimientos y cojeó fuera del ambesed, reclinándose pesadamente en los anchos hombros de Elem. No habló mientras cruzaban la ciudad, permaneció en silencio hasta que las puertas exteriores de su propio edificio se cerraron tras ellas. Sólo entonces se enderezó y caminó con paso ágil hacia su laboratorio privado. Allá había un gulawatsan en la pared, agarrado fuertemente con sus garras a ella, la boca aferrada a una liana de savia. Ambalasai apretó con fuerza el ganglio en el centro de su lomo y el animal volvió unos ciegos ojos hacia ella, la savia goteó de sus labios…, y lanzó un grito agudo, con la boca muy abierta. Elem retrocedió unos pasos, aturdida por el volumen del sonido. Ambalasi asintió aprobadoramente ante el resonar de apresurados pasos, y sus ayudantas entraron a toda prisa.

—Tú —ordenó a la primer llegada—. Trae el suero de okhalakx del gabinete frío y adminístralo a los animales enfermos. Mientras, tú, Setessei, acompaña a esta yilanè a su lugar de estudios para obtener mapas.

—Tengo prohibida la entrada —dijo Elem.

—Sólo la eistaa está por encima de mí en esta ciudad —dijo cálidamente Ambalasi—. En consecuencia en esta ciudad seré obedecida. Setessei hablará en mi nombre y te llevará allí. Regresarás con todos tus mapas de navegación. ¿Ha sido comprendida la orden?

Mientras Elem iniciaba su gesto de aceptación, Ambalasi se dio la vuelta y empezó a dar rápidas instrucciones a sus demás ayudantas. Había mucho que hacer, y muy poco tiempo para hacerlo. Sólo el hecho de que se había estado preparando para este movimiento desde hacía más de un año le permitió poder completarlo ahora. La llegada de Enge había sido fortuita y, movida por un impulso Ambalasi había enfurecido lo suficiente a la eistaa como para adelantar su partida. Era un asunto menor. Llevaba mucho tiempo insatisfecha con aquella aburrida ciudad y estaba preparada para marcharse. La vida iba a ser sin lugar a dudas más interesante en el futuro próximo.

Su único temor era que la eistaa hubiera cancelado una orden anterior que ponía un uruketo a su disposición.

Pero la orden había sido dada hacía mucho tiempo cuando había sido necesario ir río arriba en busca de especímenes salvajes, y por fortuna había sido olvidada hasta que ya era demasiado tarde. Como quedó demostrado.

—Las tripulantas obedecieron mis órdenes —dijo Setessei cuando regresó—. Cargaron a bordo todo el equipo. ¿Has tomado ya tu decisión respecto de aquellas que te han ayudado?

—La he tomado. Os quedaréis todas aquí.

—¿Yo también debo quedarme? ¿Yo que fui tu fargi y ahora soy tu primera ayudanta? ¿Debo quedarme atrás?

—¿Deseas hacerlo?

—No. Sólo deseo seguir sirviendo a Ambalasi la de gran genio. Esta ciudad no tiene ninguna importancia para mí.

—Bien dicho, fiel Setessei. Entonces, ¿vendrás conmigo…, aunque tu destino sea completamente desconocido?

—Soy tu fargi. —Y Setessei añadió calificadores de lealtad y fuerza.

—Bien dicho. Te unirás a mí. Ahora ve a supervisar la carga del resto de mis cosas.

Cuando Elem regresó con sus mapas, los hizo enviar al uruketo con lo último que quedaba. Luego hizo una seña a la naveganta para que la siguiera.

—Consigue dos capas grandes, porque ya he tenido suficiente de dormir en el húmedo suelo. Todas las demás se quedan aquí…, pero tú vienes conmigo. —Mientras cruzaban un jardín abierto, dejó que uno de sus ojos girara en dirección al sol poniente—. Ve más aprisa, tenemos muy poco tiempo.

Elem tenía la boca muy abierta y respiraba a grandes bocanadas mientras se apresuraban a través de la ciudad puesto que además de las capas iba cargada con un pesado cilindro que Ambalasi le había dado. Estaba medio mareada por el calor cuando finalmente se detuvieron, jadeando profundamente para refrescarse.

—Ve a la sombra de aquellos árboles… y quédate quieta, porque estás demasiado caliente —ordenó Ambalasi, tomando el cilindro de sus manos—. Yo me encargaré de lo que falta, porque debemos terminar antes de que anochezca.

Elem miró con una total incomprensión mientras Ambalasi retorcía el extremo del cilindro hasta que empezó a brotar un fino chorro de líquido. Sujetándolo al extremo de su brazo, lo utilizó para humedecer la barrera de lianas y plantas que se extendían entre la hilera de árboles. Estaban en una zona de la ciudad que nunca antes había visitado, de modo que no se dio cuenta de que los árboles formaban parte de la pared viviente de los huertos donde habían permanecido prisioneras. Cuando Ambalasi echó a un lado el vacío cilindro y regresó a su lado en la creciente oscuridad, Elem se había enfriado ya lo suficiente como para envolverse apretadamente la capa en torno de su cuerpo. Ambalasi tomó la otra capa y la colocó en el suelo, haciendo signo de gran irritación mientras se tendía sobre ella.

—Esta es la última vez que tengo intención de dormir sobre el suelo. Debemos despertar con la primera luz antes de que la ciudad empiece a agitarse. —Dijo esto con movimientos de la máxima importancia y gran urgencia. Elem hizo signo de aceptación de las órdenes luego cerró los ojos y durmió.

La llamada de los pájaros la despertó, y supo que el amanecer estaba cerca. Se arrebujó en la cálida capa y miró por entre las ramas de arriba. Cuando el cielo empezó a iluminarse entre ellas se levantó y llamó respetuosamente a la vieja científica.

—Luz…, órdenes…, en marcha…

Su significado no quedaba claro debido a la oscuridad pero el sonido de su voz tuvo el efecto deseado. Ambalasi se levantó y echó a un lado la capa, se dirigió rígidamente hacia la pared de plantas. Ahora ya había luz suficiente para ver que había una marcada diferencia en la vegetación allá donde la había rociado; las hojas estaban como secas y amarillentas. Hizo signo de placer por el logro, adelantó una mano y tiró de una gruesa liana. Se partió en su mano y se pulverizó.

—Adelante —ordenó a Elem—. Con las aletas de la nariz cerradas, las membranas sobre los ojos, ábrete camino.

Una nube de polvo y fragmentos la rodeó mientras Elem agitaba los brazos. Al cabo de un momento se había abierto paso a través de la densa barrera y se halló mirando a dos Hijas de la Vida…, tan sorprendidas ante su presencia como ella.

—No os quedéis boquiabiertas como fargi —ordenó Ambalasi, acompañándose con gestos de silencio y velocidad de movimiento—. Despertad a todo el mundo, ordenad a todas que acudan aquí. Deben hacerlo rápidamente y en absoluto silencio.

Las primeras Hijas aparecieron a la creciente luz, y Ambalasi les ordenó que siguieran adelante.

—Tú —le dijo a la primera en llegar—, quédate junto la abertura y haz signo a todas las que salgan de que sigan a la de delante. Cuando todas hayan salido, síguelas tú también. Vosotras, seguidme.

Se volvió y abrió la marcha a través de la ciudad que empezaba a despertarse. Todas las Hijas la siguieron en silenciosa procesión. Las pocas yilanè con las que se cruzaron las ignoraron; carecían de toda curiosidad. Sólo las fargi demostraron interés, y muchas de ellas se unieron a la procesión, ansiosas por ver y aprender nuevas cosas. El sol estaba ya bien por encima del horizonte cuando Ambalasi detuvo su marcha junto al agua, tras los redondeados almacenes del puerto, y pasó la orden de que se presentara Enge.

—Ven conmigo y no hables —respondió al signo interrogativo de Enge, luego salió de las sombras hacia la alta aleta del uruketo más cercano. Una tripulanta acababa de aparecer en ella, los ojos entrecerrados al sol matutino, y Ambalasi la llamó.

—Ordeno inmediatamente la presencia de la comandanta ante mí.

La tripulanta desapareció de su vista, y unos pocos momentos más tarde la comandanta apareció y saltó del lomo del uruketo, que se balanceaba suavemente en el agua, a la áspera madera del muelle.

—Ordenes que deben ser obedecidas de inmediato —dijo Ambalasi, con modificadores de urgencia—. Ve a la eistaa.

La comandanta hizo signo de asentimiento y se alejó de prisa. Cuando estuvo fuera de la vista, Ambalasi se dirigió a las curiosas tripulantas que se habían asomado a la aleta.

—Todas las de a bordo, al muelle, de inmediato. Vienen otras, y no os quiero en medio del paso. —Se volvió hacia Enge cuando la primera de ellas empezó a bajar.

Ahora…, tráelas, rápido. Pero detén a las fargi…, no hay sitio para ellas. Cuando la eistaa interrogue a la comandanta sabrá inmediatamente que algo va mal. Para entonces ya debemos habernos ido.

Ambalasi, nunca famosa por su paciencia, recorrió el muelle arriba y abajo mientras las Hijas se apresuraban a subir al uruketo. Hizo signo a las curiosas tripulantas de que retrocedieran, luego señaló presencia requerida primero a Enge, luego a Elem.

—Partiremos tan pronto como haya subido la última. Y nos iremos sin la tripulación. Tú serás la comandanta Elem, puesto que me informaste de que habías servido en un uruketo. —Cortó las protestas de la otra con una seca orden—. He observado el trabajo de una comandanta. No es una ocupación que necesite tantas habilidades. Puedes enseñar a las otras lo que necesiten saber.

—Es arriesgado —dijo Enge.

—No hay otra alternativa. Allá donde vamos, no debemos ser halladas. No deseamos testigos que puedan regresar e informar a la eistaa de dónde pueden encontrarnos.

—¿Adónde vamos?

Ambalasi respondió sólo con el silencio…, y el gesto que significaba fin de la comunicación.

Las impresionadas tripulantas gritaron temerosas preguntas y se arracimaron confusas cuando fueron soltadas las amarras y el uruketo empezó a moverse por el río tras los juguetones enteesenat. Gimieron desconsoladamente cuando las primeras olas rompieron sobre su lomo a medida que se iba empequeñeciendo en la distancia.

Todavía estaban allí contemplando las bandadas de estekel* que pescaban en la boca del río, cuando aparecieron las primeras boquiabiertas y jadeantes mensajeras de la eistaa. Respondieron a las preguntas formuladas entre dientes con intensas negativas.

El mar estaba vacío. El uruketo se había ido.

Mer sensta.

Grito de muerte tanu

Morimos.