Unos fuertes pulgares se clavaron en la carne de Enge cuando fue aferrada y obligada a ponerse de rodillas, y mantenida así mientras una de las otras corría en busca de ligaduras. Saagakel se echó hacia atrás en su asiento con dignidad, mientras un excitado parloteo sonaba a sus espaldas. Por encima de todo aquello resonó claramente una voz, ordenando que se apartaran; hubo un hipido de dolor cuando un pie fue pisoteado sin contemplaciones. Una yilanè se abrió paso entre la concurrencia, se adelantó y se detuvo delante de Enge, para examinarla atentamente.
—Soy Ambalasi —dijo con voz ronca. Ahora que estaba cerca, Enge pudo ver las arrugas de la edad en su rostro, el dentado borde de su pálida cresta. Luego se volvió en redondo para enfrentarse a la eistaa y rascó el suelo con las garras de un pie en un signo de gran desaprobación—. No creo que esto sea juicioso, Saagakel. Hay cosas de mucha importancia en lo que Enge dice, hay mucho que aprender de ella.
—Demasiadas cosas de importancia en lo que dice sabia Ambalasi, como para dejarla libre para que difunda el veneno. Respeto tu gran conocimiento en todo lo que se refiere a la ciencia…, pero este es un asunto de política, y escucho tan sólo mis propios consejos.
—No cierres tu mente, eistaa. Las enseñanzas de las Hijas se relacionan directamente con nuestros yoes biológicos, los cuales a su vez se relacionan directamente con nuestra propia existencia.
—¿Qué sabes tú de sus enseñanzas? —interrumpio Saagakel, sorprendida.
—Mucho…, puesto que he hablado largo y tendido con las Hijas. De alguna manera se han cruzado con la relación mente-cuerpo, que es de enorme importancia para la biología de la longevidad y el envejecimiento. En consecuencia, mi educada petición es que la prisionera, Enge sea depositada bajo mi custodia para ser estudiada en mi lugar de ciencia. ¿Permitirás eso?
Aunque las expresiones eran educadas, fueron pronunciadas con sólo una formalidad superficial, cercana al insulto, puesto que había asomos de calificadores negativos en el modo de dirigirse a una eistaa, y superioridad a todas en relación con la ciencia.
Saagakel rugió furiosa mientras se ponía de pie de un salto.
—¡Insulto de insultos…, y en mi propio ambesed! He respetado tus grandes conocimientos y tu avanzada edad, Ambalasi, y los sigo respetando. En consecuencia, no ordenaré tu muerte inmediata, pero sí te ordeno que abandones mi presencia y mi ambesed, y no regreses aquí hasta que te llame. O, mejor aún…, abandona mi ciudad.
Llevas mucho tiempo hablando de marcharte, has hecho tus planes para irte lejos demasiadas veces como para que pueda recordarlas todas. Ahora es el momento de hacer lo que llevas amenazando desde hace tanto tiempo…
—Yo no amenazo. Me iré como tenía planeado. Y te aliviaré del peso y me llevaré a Enge conmigo.
Saagakel se estremeció de rabia, sus pulgares restallaron furiosamente.
—Vete de inmediato de mi presencia y no vuelvas nunca. Vete de esta ciudad antes de que tu presencia aquí acabe con mi indulgencia.
—Tú eres tan indulgente como un epetruk a punto de matar. Puesto que ves tu gobierno absoluto como algo absolutamente vital para tu existencia, ¿por qué no lo pones a prueba? Expúlsame de esta ciudad: Ordéname que muera. Será un experimento de lo más interesante…
La voz de Ambalasi fue ahogada por el rugido de rabia de Saagakel cuando esta saltó hacia delante y se irguió ante su atormentadora, las mandíbulas abiertas de par en par y los pulgares extendidos para matar. La vieja científica permaneció inmóvil sin mostrar el menor temor, efectuando sólo la más breve expresión de respeto a la edad, respeto a la erudición, con un modificador interrogativo.
Saagakel aulló de nuevo con rabia inarticulada, rociando a Ambalasi con saliva, temblando por recuperar el control. Finalmente, giró en redondo y se dejó caer en su silla. Hubo un impresionado silencio a todo su alrededor, y el único sonido fue el de correr de pasos de las fargi que huían del ambesed temblando de miedo. Tres de ellas permanecían tendidas en la arena, inconscientes, quizá muertas, tan grande había sido la ira de la eistaa.
Cuando Saagakel habló finalmente, fue para señalar la retirada de las dos que estaban ante ella.
—Es mi deseo no volver a ver nunca más a ninguna de las dos. Ambas a los huertos, de inmediato.
Unos pulgares voluntariosos agarraron a Enge y Ambalasi y las arrastraron precipitadamente fuera del ambesed. Una vez lejos de la vista de la eistaa anduvieron más despacio, pues era una tarde cálida, pero ninguna soltó su fuerte presa sobre los brazos de las prisioneras.
Enge tenía mucho en qué pensar, y no habló hasta que alcanzaron la sellada entrada del recinto de los huertos y fueron empujadas bruscamente dentro. Cuando la pesada puerta se cerró tras ella, se volvió hacia Ambalasi e hizo signo de gratitud.
—Lo arriesgaste todo, fuerte Ambalasi, y te doy las gracias por ello.
—No arriesgué nada. Las palabras de Saagakel no podían matarme, como tampoco hubiera podido atacarme físicamente.
—Sí, ahora puedo ver eso. También puedo ver que la enfureciste deliberadamente para ser encerrada también aquí.
Ambalasi hizo un movimiento de placer y humor mezclados, y su boca se abrió para revelar sus viejos y amarillentos dientes.
—Me gustas, Enge, y aprecio tu presencia aquí. Y tienes razón. He estado planeando visitar estos huertos…, el hecho de que tú fueras enviada aquí sólo ha acelerado unos cuantos días mi acción. Esta es una ciudad de gran aburrimiento e ideas paralizadas, y me pregunto por qué vine aquí. Sólo por las facilidades de investigación, te lo aseguro. Me hubiera ido mucho antes de esto…, pero entonces empezaron a arrestar a tus Hijas de la Desesperación…
—Hijas de la Vida, te lo suplico.
—Vida, muerte, desesperación…, todo es lo mismo para mí. No es el nombre o la filosofía lo que me importa, sólo los resultados fisiológicos. Digo que son las Hijas de la Desesperación porque era yo quien desesperaba de poder llevar alguna vez más lejos mis investigaciones.
Hace largo tiempo, cuando fueron alzadas las paredes de estos huertos de prisioneras, acudí aquí para supervisar el trabajo. Por aquel entonces hablé con algunas de las Hijas, pero desesperé de su inteligencia. Me recordaron a un onetsensast comiendo de las hojas de un solo árbol.
Tras dar un solo salto a la oscuridad de su filosofía, se sentían felices permaneciendo inmóviles de nuevo para siempre. Creo que tú las moverás para mí, Enge; de hecho, sé que lo harás.
—Si quieres decirme lo que implica este movimiento intentaré ayudar. Así podré darte la bienvenida como una Hija de la Vida…
—No lo hagas…, no soy una de vosotras.
Ahora fue el turno de Enge de sentirse desconcertada.
—Pero…, has dicho que no morirías si la eistaa ordenaba tu muerte. Entonces, tienes que creer…
—No, no creo. Comprendo…, y eso es algo completamente distinto. Soy una criatura de la ciencia no de la fe. ¿Puedes entender la diferencia? ¿O la encuentras demasiado desconcertante para tus creencias?
—No la encuentro desconcertante en absoluto —dijo Enge, registrando alegría de pensamiento—. Más bien completamente lo opuesto. La veo como una prueba a mi valor y a las palabras de Ugunenapsa, y quiero hablar largamente contigo al respecto.
—Yo también. Bienvenida a los huertos frutales de Yebeisk, bienvenida. Ahora te haré una pregunta. Si tú y tus Hijas os vierais liberadas de este lugar, todas vosotras, ¿vendríais conmigo a una ciudad donde seréis bienvenidas? ¿Donde podréis ser libres, no oprimidas, capaces de seguir vuestro propio camino?
—No pedimos otra cosa, sabia Ambalasi. Ese es nuestro único deseo, y seremos tus fargi si puedes conseguirlo.
—Es posible. Pero, antes de ayudaros, hay otra cuestión, y debes pensar muy cuidadosamente en tu respuesta. Cuando seáis libres, quiero haceros cautivas de nuevo para mis estudios. Quiero comprender cómo funciona este nuevo fenómeno, y el cuchillo-cuerda de mi investigación puede cortar muy profundo. —Cuando Enge registró miedo al dolor, Ambalasi respondió con un signo negativo.
Me has interpretado mal. Lo que quiero usar es el cuchillo-cuerda del pensamiento, para cortar profundamente en vuestra filosofía y ver qué es lo que la hace funcionar.
—Eso será bien recibido, por supuesto. Es lo que yo misma hago. Si puedes ayudarme en ello, entonces bienvenida sea tu ayuda.
—Será más que ayuda, Enge. Puedo hurgar tan profundo que destruya las raíces de tu árbol del conocimiento y las extraiga.
—Si lo haces, entonces es que se trataba de un árbol muerto, un falso árbol, y será bienvenido también. Me abro a ti. Abraza mis pensamientos…, haz lo que quieras.
Ambalasi sujetó el brazo de Enge en el rápido gesto del mayor placer.
—Entonces queda acordado. Ahora debo dedicar mi atención a nuestro éxodo. Puesto que decidí hace ya mucho tiempo abandonar esta ciudad, tengo hechos todos los preparativos necesarios con mis ayudantas, y dentro de un día, dos como máximo, tendremos firmes resultados.
Enge hizo signo de disculpa y falta de comprensión.
—Comprenderás cuando llegue el momento. Ahora hay otras cosas que hacer. Hay aquí una entre las Hijas con la que deseo hablar. Su nombre es Shakasas.
—Nombre confuso —dijo Enge—. Shakasas, velocidad en cambio de movimiento, es un nombre que ninguna de nosotras usaría, un nombre que pertenece a la existencia de antes de la comprensión. Como signo de nuestra aceptación de la sabiduría de Ugunenapsa adoptamos nuevos nombres.
—Conozco el ritual. Pero estoy segura de que vuestra conversa recordará su existencia anterior antes de la conversión. Envía a buscarla bajo este nombre, y me dirigiré a ella con el nombre que haya elegido ahora.
Enge hizo signo de respetuosa comprensión y se volvió para transmitir la orden. Sólo entonces se dio cuenta por primera vez de que habían estado hablando en medio de un círculo de silenciosas oyentes. Omal avanzó unos pasos y le dio la blenvenida.
—Aquella cuya presencia ha sido solicitada ha sido enviada a buscar. Pero tengo el placer de verte y la infelicidad de tu apresamiento.
—Debemos desechar la infelicidad. Esta yilanè de gran sabiduría con quien he estado hablando puede ser nuestra salvación. Ahora déjame ver a nuestras hermanas aquí, porque deseo conocerlas a todas.
Ambalasi se apartó a un lado mientras se saludaban y aguardó con firme paciencia hasta que observó a una yilanè que se detenía ante ella y hacía signo de respetuosa atención.
—¿Eres Shakasas? —preguntó Ambalasi.
—Lo era, antes de mi comprensión. Debido a mi alegría al aceptar las palabras de Ugunenapsa, ahora me llaman Elem. ¿Qué deseas de mí, Ambalasi?
—La respuesta a una sola pregunta. He oído que en una ocasión serviste en la tripulación de un uruketo. ¿Es eso cierto?
—Cuando fui yilanè por primera vez tuve ese placer.
Esto me condujo a mi interés en las corrientes aéreas y marinas. Los misterios de la navegación se convirtieron en mi estudio, y a través de ellos surgió mi interés en la obra de Ugunenapsa.
—Una explicación satisfactoria. Ahora dime, ¿quién os lidera?
—Ugunenapsa, puesto que es su ejemplo…
—¡Ya basta! Me refiero a vuestra presencia física en estos despreciables huertos. ¿Quién manda de entre vosotras?
—Ninguna, puesto que todas somos iguales…
Ambalasi la hizo callar con un rudo gesto normalmente utilizado sólo para dar órdenes a las fargi rascando las garras de los pies contra el suelo con gran agitación.
—¡Silencio! Vuestra Ugunenapsa tiene mucho de qué responder. Ha de haber alguna que esté por encima de vosotras en esta jerarquía de yilanè sin mente. Enge, ¿la ves ahí? Bien. ¿Puede ella mandaros?
—Por supuesto. He oído hablar mucho de ella y de su sabiduría, y haré con placer todo lo que ella ordene.
—Al fin, comunicación. Nosotras tres hablaremos de inmediato entre nosotras. Luego, permaneceréis a mi lado constantemente y haréis todo lo que yo ordene. ¿Harás esto si ella dice que lo hagas?
Elem hizo signo de complacido asentimiento, y Ambalasi la despidió rápidamente, antes de que empezara a hablar de nuevo de Ugunenapsa.
La isla justo frente a la costa de Gendasi, al sur de Alpèasak, era pequeña y estaba atestada de estructuras de crecimiento rápido, la mayoría de ellas poco más que cobertizos para proteger de la lluvia. Sólo las habitaciones unidas donde trabajaba Ukhereb tenían un aspecto de permanencia y solidez. La eistaa, Lanèfenuu, fue llevada directamente allí cuando salió del uruketo que la había traído del otro lado del océano, pero escuchó las explicaciones con aburrido desinterés, preocupada tan sólo por los resultados del trabajo de las científicas, no por los detalles. Sólo el masinduu atrajo en ella algo más que una atención casual.
—Esto es muy divertido —dijo Lanèfenuu—. Tenéis que desarrollarme uno para llevármelo de vuelta a Ikhalmenets. Nunca antes había visto algo así.
—La razón de ello, eistaa —dijo Akotolp con cierto orgullo—, es que nunca antes existió. Ukhereb y yo necesitábamos trabajar con las nuevas plantas que desarrollamos para elaborar juntas su modificación. Pero son muy difíciles de manejar debido a que son tan venenosas.
Por esto necesitábamos las habilidades de amplificación del sanduu. ¿Conoces la criatura a la que me refiero?
—En absoluto —dijo Lanèfenuu, orgullosa de su ignorancia—. Estoy demasiado ocupada para dedicar mi tiempo a estudiar vuestros escuálidos animales.
—Perfectamente correcto eistaa —dijo Akotolp—. Es una complicada ocupación. Ofrezco explicación. El sanduu amplifica, lo cual hace que las cosas se vean más grandes, hasta doscientas veces más grandes, y constituye un instrumento científico esencial. Sin embargo, sólo puede ser utilizado por una yilanè a la vez…, mientras que Ukhereb y yo necesitábamos trabajar juntas. En consecuencia, desarrollamos este masinduu, que puede ser llamado un sanduu proyector de imágenes. Lo utilizamos en microcirugía, pero ahora lo estamos usando para proyectarte imágenes de lo que hemos hecho, sin necesidad, de exponer tu honorable cuerpo a los peligros implicados.
—Este honorable cuerpo se siente muy complacido por vuestros esfuerzos. ¿Y qué es esta cosa que estamos mirando ahora?
Akotolp giró un ojo hacia la imagen brillantemente iluminada en la pared. La luz del sol incidía sobre el ojo del masinduu enfocado a la pared exterior, y era amplificada para proyectar la multifacetada y brillante imagen.
—Esas son diatomeas, eistaa, pequeñas criaturas que viven en el mar. Las utilizamos para ajustar el masinduu.
Los colores que ves son generados por un filtro polarizador… —Akotolp se interrumpió cuando Lanèfenuu hizo signo de aburrimiento ante los detalles científicos.
La estancia se iluminó cuando entró Ukhereb, seguida por una fargi que llevaba una bandeja de imágenes.
—Todo está listo, eistaa —dijo, haciendo un gesto a la fargi para que depositara la bandeja y se fuera—. Aquí están las últimas imágenes, y te mostrarán el incalificable éxito de nuestros esfuerzos en tu beneficio.
—Empieza de inmediato —ordenó Lanèfenuu.
La imagen de las diatomeas desapareció, y un paisaje marino ocupó su lugar. Más allá del mar se divisaba la verde línea de la costa por encima de unas blancas playas.
Mientras hablaba, Ukhereb manipuló el masinduu a fin de que una imagen se fundiera con la otra y diera la impresión de que la costa se iba acercando paulatinamente.
—Esta es la orilla de Gendasi, al sur de la ciudad de Alpèasak. Hemos seleccionado este lugar porque podemos establecernos allí sin ser observadas. La temperatura y el suelo son los mismos que en la ciudad, de modo que nuestras plantas pueden desarrollarse en un entorno correcto.
—¿Por qué no ir a la propia ciudad? —preguntó Lanèfenuu.
—Los ustuzou la han ocupado —dijo Vaintè, entrando—. Fui allí para comprobarlo. No toda la ciudad resultó quemada…, pero está llena de esos gusanos.
—Cuyo destino es la muerte, Vaintè —dijo Lanèfenuu—. Ordené tu presencia porque estas excelsas científicas han preparado una demostración de lo que se ha realizado aquí en mi nombre. Observa conmigo, puesto que tú creaste todo esto.
Vaintè hizo signo de placer en la gratitud y se instaló sobre su cola al lado de la eistaa…, que ordenó seguir viendo.
Los verdes matorrales crecieron hasta que pudieron verse los animales muertos a su alrededor, atravesados en las espinas.
—Las enredaderas y los matorrales mutados —explicó Akotolp—. Todos ellos creciendo sin cesar y mezclándose con esas plantas de anchas hojas que son ricas en agua y en consecuencia resistentes al fuego, con lo que protegen a las otras. Todo esto no resultó difícil de hacer, simples variaciones de los muros que protegen la mayor parte de nuestras ciudades. Mientras las desarrollábamos en cantidad suficiente para emplear sus semillas, aprovechamos para desarrollar también esta criatura.
La imagen de un brillante lagarto multicolor llenó la pantalla. Akotolp avanzó para señalar la hilera de nódulos en el lomo del animal.
—Estos quistes se desarrollan cuando el lagarto madura, estallan, luego se regeneran. Observarás la gruesa piel y el recubrimiento de baba que protege al animal del mortal entorno donde se halla. Un desarrollo perfecto.
—Necesito aclaración —comunicó secamente Lanèfenuu.
—Incontables disculpas, eistaa. Me he salido de la secuencia. Las mortíferas plantas que acabamos de ver fueron diseñadas para sembrarlas en la ciudad que ocupan los ustuzou. Se consideraron varias técnicas de autoperpetuación, y a partir de ellas se desarrolló el sistema.
Cuando los quistes estallan, las semillas de las plantas venenosas son liberadas. Crecen, y los lagartos viven bajo su protección…, allá donde ningún otro animal puede sobrevivir. Así que, sin el menor esfuerzo suplementario por nuestra parte, sin la pérdida de una sola vida yilanè, la propia ciudad expulsará a sus invasores. Esto no ocurrirá de manera inmediata, por supuesto, pero sí con la inexorable e inevitable persistencia de la marea ascendente. Las plantas llenarán la ciudad, los ustuzou se verán obligados a irse…, y el mañana de mañana será como el ayer de ayer.
—Admirable. —Lanèfenuu expresó placer y alegría.
Pero ¿cómo vivirán las yilanè en esta ciudad de muerte?
Con extrema facilidad. Hemos desarrollado ya los parásitos y los virus necesarios para destruir esas plantas y eliminar los lagartos…, sin afectar a las demás cosas.
—Es a todas luces un plan excelente. Así que, ¿por qué no ha sido puesto ya en práctica?
—Un simple detalle —dijo Akotolp—, ya resuelto. Era necesario el desarrollo de un gusano parásito que transportara las semillas enquistadas en su cuerpo. Este gusano infecta a los lagartos y ocasiona los quistes que dispersan las semillas. Los huevos del gusano, también con las semillas enquistadas, emergen en los excrementos del lagarto…
Se interrumpió ante el gesto de la eistaa de que terminara.
—Buena Akotolp, ya sé que esos detalles os fascinan a todas las yilanè de ciencias, pero los considero a la vez repulsivos y aburridos. Termina tu charla con el detalle de los progresos.
—Todo está preparado, eistaa —dijo Vaintè, abriendo la puerta y señalando hacia la luz del sol—. Tan pronto como Ukhereb y Akotolp me informaron del éxito, envié a buscarte. Mientras viajabas hasta aquí han sido desarrollados centenares de lagartos, y todos ellos se hallan en el recinto que acaban de mostrarte. Todo está preparado… aguardando simplemente tu orden.
—Esto es admirable. Hablaré ahora. Que se haga. Alpèasak será limpiada de sus gusanos y reedificada. Así, cuando los vientos fríos lleguen a Ikhalmenets, Ikhalmenets llegará a Alpèasak. Hacedlo ahora.
—Ahora mismo empieza, eistaa —dijo Vaintè.
Ahora mismo empieza…, pero no terminará aquí, añadió, pero en un inmóvil silencio, de modo que ninguna pudiera oír sus pensamientos. La ciudad será limpiada, y será yilanè de nuevo. Cuando haya logrado esto, pediré mi recompensa, y me será concedida. Le pediré simplemente a la eistaa que me permita utilizar los lagartos diseminadores de semillas para hacer que el resto de esta tierra se vuelva inhabitable para los ustuzou. Luego los buscaré y los destruiré. Así podré matar al fin al ustuzou-Kerrick.