Enge había tejido un refugio para ella con las anchas hojas de las palmas, luego lo había asegurado entre los troncos de los árboles para protegerse de las tormentas nocturnas. La estación de las lluvias había empezado allí en la costa de Entoban, y el suelo bajo los árboles jamás se secaba. Para mantener alejada la humedad se había construido también una plataforma de ramas, y ahora estaba sentada en ella, mirando el claro lleno de sol. Largas y coloreadas libélulas, tan largas como su brazo, derivaban en el aire ante ella…, pero no las veía.
En cambio contemplaba su propio interior sus recuerdos de las palabras de Ugunenapsa, las múltiples capas de la verdad tras sus aparentes simplicidades. En una calabaza tenía agua que había recogido del arroyo cercano, y también tenía comida que sus seguidoras le habían llevado de la ciudad. No necesitaba nada más…, no cuando tenía las palabras que examinar. Se sentía agradecida por esta oportunidad de meditación ininterrumpida, cálido día tras cálido día, y no hubiera podido pedir nada más.
Tan grande era su atención a su voz interior que no se dio cuenta de que Efen y Satsat salían del bosque y cruzaban el claro ante ella. Sólo cuando se detuvieron a su lado y sus cuerpos se interpusieron entre Enge y el brillante cielo reparó en su presencia.
—Estáis aquí —dijo, haciendo signo de bienvenida con sus pulgares.
—Te hemos traído carne fresca, Enge —dijo Satsat.
La que tienes a tu lado se ha corrompido por el calor.
Enge bajó un ojo.
—Sí lo ha hecho. No me di cuenta.
—No te diste cuenta, y no has comido ni un bocado de ella. Tu propia carne está desapareciendo…, y desde tus brazos bajando hasta tus piernas puedo ver claramente cada hueso de tu caja torácica. Comer es vivir.
—He estado comiendo las palabras de Ugunenapsa, y así he vivido una vida de eterno esplendor. Pero tienes razón, la carne también necesita vida. Háblame de la ciudad.
Escuchó atentamente mientras comía la fría y blanda carne.
—Como nos dijiste, nos mezclamos con las fargi, y exploramos la ciudad, y vimos la vida de Yebeisk. Hay un riachuelo que cruza el ambesed, atravesado por muchos puentes dorados, y las fargi se apiñan en gran número en el ambesed. Los campos son ricos, los animales incontables, el puerto lleno de uruketo, el sol cálido, una ciudad de delicias.
—¿Qué hay de las Hijas de la Vida? ¿Hay alguna en la ciudad?
Efen se sentó sobre su cola con movimientos de inquietud e infelicidad, y lo mismo hizo Satsat.
—He hablado primero de las cosas diurnas para traer un poco de luz a los acontecimientos nocturnos. Las Hijas están ahí, las hemos visto pero no hemos podido hablar con ellas. Trabajan en los huertos están prisioneras allí, tras un alto muro de espinas venenosas. Cada día llevan frutas para los animales hasta la salida, pero no pueden abandonar el lugar. Las frutas son retiradas, y en su lugar les dejan carne. Hay muchas guardianas allí.
Preguntamos, y se nos dijo solamente que dentro estaban las Hijas de la Muerte, no se admitían más preguntas, se nos dijo que nos marcháramos inmediatamente. Cuando Omal oyó esto tocó nuestros pulgares y nos dijo que te trajéramos este mensaje. Aquellas de dentro no debían ser mantenidas lejos de la verdad de Ugunenapsa y las verdades de sus enseñanzas que nosotras habíamos recibido. Dijo que tú comprenderías. Entonces se dirigió hacia las guardianas y habló con ellas, y la golpearon hasta derribarla al suelo, y luego la encerraron con las otras Enge se echó hacia atrás ante el pensamiento de violencia hecha en nombre de la Vida, pero hizo al mismo tiempo movimientos de apreciación.
—Omal es la más fuerte de todas nosotras y ha hecho lo que yo misma habría hecho si hubiera tenido su fuerza.
—Tuya es la fuerza que nos sostiene a todas, Eng Ella conoce tu voluntad, sabe lo que tú hubieras hecho Así que fue ella en tu lugar, para que no fueras tú atrapada. Tienes que permanecer libre para enseñar las palabras de Ugunenapsa.
—Y lo haré…, y Omal será liberada. Habladme de la eistaa.
—Es muy querida y respetada —dijo Satsat—. Todas pueden acercarse a ella en el ambesed si es necesario.
—Es necesario —dijo Enge, alzándose y sacudiéndose los trocitos de carne en torno de su boca—. En los días de paz aquí he pensado en las palabras de Ugunenapsa y en cómo su claridad puede ser aplicada a nuestras vidas. He considerado cómo sería mejor difundir sus enseñanzas a todas, y la respuesta, cuando ha venido, ha sido la simplicidad misma. Formulo la pregunta: ¿Por qué somos odiadas y temidas? Respondo a la pregunta: Porque nuestras creencias son vistas por las desinformadas como una amenaza al gobierno de la eistaa y la sucesión de poder que desciende desde ella a la ciudad. Ella gobierna poder de la vida y de la muerte, y cuando el poder de muerte es retirado de ella siente que ese poder
resulta disminuido. Así que esto es lo que debo hacer. Debo hablar con la eistaa y revelarle la verdad de las palabras de Ugunenapsa. Cuando ella comprenda, se convertirá en una Hija de la Vida y descubrirá que su gobierno no se ve disminuido por ello, sino realzado. Esto es lo que debo hacer.
—¡No! —La voz de Efen fue un gemido de dolor, Satsat repitió sus movimientos mientras sus miembros se retorcían en expresiones de desesperación—. Somos poquísimas, y ellas son demasiadas. Serás llevada a los huertos, y todo terminará allí.
Enge hizo tranquilizadores movimientos de confianza.
—Estas son palabras de inminente dolor de partida, o de la fuerte Efen. Cada una de nosotras carece de importancia; difundir las palabras de Ugunenapsa sí es importante. Hago lo que debe hacerse. Seguidme al amesed, pero no os reveléis. Aguardad y observad y aprended. Si fracaso aquí, puede que vosotras tengáis éxito en siguiente ciudad. Ahora…, vamos.
Caminaron a lo largo de la orilla, porque era la manera más fácil de entrar en la ciudad. Y allá pudieron contemplar con placer a las jóvenes jugando en el mar, incluso a un efenburu juvenil de pie hasta la cintura en el agua, mirándolas con enormes y preocupados ojos. Maduro, pero temeroso aún de enfrentarse a la desconocida tierra firme. Enge hizo coloreados movimientos de cálida bienvenida con sus palmas, pero se asustaron y desaparecieron en el mar. Más allá estaban las playas vigiladas, hicieron una pausa en la colina que las dominaba, deteniéndose en un punto de observación muy visitado. Bajo ellas, los torpes machos tomaban el sol sobre la arena o eran acunados por las poco profundas aguas. Era hermoso y relajante, y les dio las fuerzas necesarias para seguir.
El ambesed era como Efen lo había descrito. El fresco curso de agua rumoreaba en su centro, y una podía inclinarse sobre él para beber. Ligeros puentes de metal dorado cruzaban el agua en varios lugares, y el más decorativo de todos los puentes se alzaba alto, luego descendía ante la eistaa allá donde se sentaba en su lugar de honor. Su cuerpo estaba pintado con graciosos dibujos, y en cada muñeca había decoraciones de hilo de oro trabado en dibujos que repetían el dibujo de los puentes de metal.
Enge hizo un gesto a las otras de que se alejaran de ella, luego se inclinó cuando alcanzó el arroyo y dejó que la fresca agua bañara su mano. Con la mano mojada se limpió el polvo del rostro y antebrazos, dejó que se secaran unos instantes al sol. Luego, con la cabeza alta, cruzó firmemente el puente dorado para detenerse delante de Saagakel, eistaa de Yebeisk, en postura expectante, de inferior a superior.
—Eres nueva en mi ciudad, bienvenida —dijo Saagakel, apreciando la fuerza de las líneas de la recién llegada, notando al mismo tiempo el reconocimiento positivo de su autoridad por parte de una con autoridad propia.
Le gustó aquello. No era visto a menudo, ni siquiera en las mejores de sus ayudantas que usaban el formal inferior-de-inferiores a superior-de-superiores.
—Soy Enge, y he venido del lejano Gendasi, y te traigo noticias de lo que ha ocurrido allí. —El círculo de consejeras en torno de Saagakel jadeó ante los signos de muerte y destrucción detrás de sus palabras—. ¿Tengo permiso para hablar ahora?
—Habla, porque estas, mis más cercanas, son todas de mi efenburu y saben todo lo que yo sé. El agua detrás de ti no esta aquí por casualidad. Todas son libres de cruzarla, ninguna es libre de quedarse a menos que yo lo quiera. Habla libremente, aunque me inclino como un árbol en una tormenta ante la sensación desesperada que nos transmiten tus pensamientos.
—Todo será dicho. Cómo Inegban fue a Alpèasak, como las yilanè entablaron batalla con los ustuzou… y cómo esa gran ciudad fue destruida.
Aunque Enge no podía mentir, sí podía contar los acontecimientos del modo que quisiera. En consecuencia aguardó hasta el final para revelar la parte que ella había representado.
—Así murió la ciudad. El fuego la consumió, y todo murió dentro de la ciudad en llamas.
—Y, sin embargo, tú estás aquí, Enge, ¿no? Y no hubo indicación de final en tus últimas palabras que dieran a entender que ya no queda nada más por decir. Pero antes de que sigas hablando, déjame beber de un fruto de agua, porque siento ese fuego en mi garganta. Una vez, cuando era muy joven, vi el fuego y lo toqué. Mira.
Saagakel alzó su mano derecha, y hubo un murmullo entre las observadoras cuando vieron las blancas cicatrices que reemplazaban uno de sus pulgares. Luego, mientras bebía, aquellas que estaban a su alrededor formularon apenadas preguntas.
—¿Todas muertas?
—¿La ciudad desaparecida?
—¿Ustuzou que utilizan el fuego y hablan y matan?
Se produjo un silencio instantáneo apenas Saagakel lo indicó. Depositó el fruto a un lado e hizo signo a Enge de que prosiguiera. Todas observaron en horrorizado silencio mientras esta seguía hablando.
—Ya te he dicho que Vaintè era mi efensele, y conozco todos estos acontecimientos porque yo fui la que enseñó al ustuzou a hablar. No le enseñé a odiar y, sin embargo, odia a Vaintè tanto como ella le odia a él.
El ustuzou vive, Vaintè vive, una de las pocas que consiguió escapar en
el uruketo. Porque, cuando la ciudad murió, todas las que no habían sido devoradas por las llamas murieron también, porque…, ¿cómo puede una yilanè vivir sin su ciudad? —Hubo un murmullo de horrorizada confirmación de las consejeras, pero no de Saagakel, que seguía sentada, sin moverse—. La comandanta vivió, porque el uruketo es su ciudad. Vaintè vivió, quizá porque ella había sido eistaa, y la eistaa es la ciudad. Yo también viví.
Saagakel comprendió, aunque sus consejeras no.
—Dime por qué viviste, Enge…, ¿o prefieres que te lo diga yo?
—Lo que te plazca, eistaa. Tú eres la ciudad.
—Lo soy, efectivamente. No moriste porque eres una Hija de la Muerte.
—Una Hija de la Vida, eistaa; porque estoy viva.
Ambas hablaron con el mínimo de movimientos reveladores. Las consejeras observaban en impresionado silencio.
—¿Has oído hablar de los huertos de frutales? —Enge hizo signo de respuesta positiva—. Bien. ¿Hay alguna razón por la que no deba enviarte inmediatamente allí?
—Todas las razones, eistaa. Sé cosas acerca de Gendasi que ninguna otra yilanè viva sabe. Sé de los ustuzou allí y puedo hablar con ellos a través de aquel al que enseñé… que salvó mi vida cuando los demás ustuzou me hubieran matado.
—Sí, todos estos son asuntos de interés. Pero no del suficiente interés como para mantenerte alejada de los huertos, ¿no estás de acuerdo?
—Estoy de acuerdo. Sólo hay una razón para mantenerme alejada de los huertos. Sé de la vida y de la muerte, y he vivido donde todas las demás murieron. Ese es un conocimiento que tú deberías poseer también, eistaa… y yo puedo enseñártelo. Ahora tienes el poder de la muerte sobre cualquier yilanè en este ambesed, incluso tus efensele. Sólo tienes que ordenarlo…, y morirán. Pero eso es sólo la mitad de lo que deberías tener. La vida es el equilibrio de la muerte del mismo modo que el mar es el equilibrio del cielo. Puedo enseñarte el poder de la vida.
Tras aquello Enge cayó en un estático silencio, mirando y aguardando. Ignorando el alboroto de las consejeras de Saagakel, del mismo modo que lo ignoraba la eistaa. Esta miró fijamente a Enge con el mismo silencio el proceso de sus pensamientos completamente invisible.
—Todas guardarán silencio —ordenó al fin Saagakel.
He decidido. Por interesantes que sean tus argumentaciones…, son igualmente peligrosas. Tú misma lo has dicho…, la existencia de las Hijas de la Muerte amenaza el gobierno de una eistaa. En consecuencia, la eistaa sólo tiene una elección. —Hizo un gesto, llamando a las dos consejeras más cercanas para que avanzaran—. Coged a esta osada criatura, atadla y conducidla a los huertos.
Allá no podrá difundir ninguna sedición por mi ciudad.