CAPÍTULO 14

Kerrick durmió poco aquella noche, había demasiado en qué pensar. Los sammads acudirían al sur, eso había quedado decidido, los cazadores con sus nuevos hesotsan partirían por la mañana para traerlos. Con los cazadores allí la ciudad estaba segura…, o tan segura como era posible. Kerrick tenía que volverse de espaldas a todo ello ahora y pensar en su propio sammad. Había dejado a Armun atrás con los sammads y ella había intentado reunirse con él. Ni siquiera quería pensar en la posibilidad de que estuviera muerta; estaba viva en el norte, tenía que estarlo. La encontraría, con la ayuda de Ortnar buscaría a los paramutanos. La encontrarían y también a su hijo…, lo cual dejaba sólo una cosa de la que preocuparse. Los dos yilanè machos.

Pero ¿por qué debía preocuparse por ellos? No eran nada para él. Pero en esto estaba equivocado. Eran importantes. Habían permanecido prisioneros del mismo modo que él había permanecido prisionero. A él lo habían atado por el cuello, ante el pensamiento sus dedos tocaron el anillo de hierro que aún lo rodeaba, y ellos habían sido encerrados en el hanale. Era lo mismo. Y ellos habían tenido el valor que él nunca había tenido, el deseo de ir valientemente hacia delante, a un mundo del que no sabían nada. Dispuestos a seguirle…, porque tenían fe en él. Deseaban formar parte de su sammad. Se echó a reír en la oscuridad ante aquel pensamiento. ¡Qué extraño sammad sería! Un sammadar que apenas era capaz de disparar un arco con puntería, un cazador con un agujero en el cráneo abierto allí por su anterior sammadar, una mujer, un niño pequeño…, ¡y dos murgu asustados!

Realmente, un sammad capaz de causar pavor a los corazones de los demás…, si no al del propio sammadar.

¿Qué otra cosa podía hacer con aquellas pobres e indefensas criaturas? Abandonarlas allí significaría su muerte cierta; mejor matarlos él mismo que abandonarlos a eso. Y no regresarían a las hembras yilanè, lo cual era muy comprensible. Sin embargo, si iban al norte con él seguramente morirían en la nieve. Entonces, ¿qué podía hacer? Sacarlos de allí, evidentemente; pero luego… ¿qué?

Una idea empezó a formarse en su cabeza, y cuanto más pensaba en ella más posible le parecía. Por la mañana estaba completamente clara, y se durmió con ella.

Ortnar le aguardaba en el ambesed, con todas sus armas, su fardo a la espalda.

—Saldremos más tarde —dijo Kerrick—. Deja aquí tus cosas y ven conmigo, porque quiero estudiar nuestro camino al norte.

Se dirigieron al aún intacto modelo del terreno a todos lados de la ciudad que habían construido las yilanè, y Kerrick lo examinó detenidamente.

—No es necesario —dijo Ortnar—. Conozco bien el camino, lo he recorrido varias veces.

—Iremos por un lado distinto, al menos al principio.

Dime, Ortnar: ¿Obedecerás mis órdenes, aunque no estés de acuerdo con ellas, o irás a otro sammad?

—Es posible que haga esto último algún día, puesto que un cazador sólo obedece a un sammadar que piensa como él. Pero no ahora, no hasta que hayamos ido al norte a encontrar a Armun y a tu hijo. Porque siento que obré mal no ayudándola cuando me pidió mi ayuda. Por ello te seguiré a donde me conduzcas hasta que hayamos terminado con eso.

—Estas son palabras difíciles de decir, y creo hasta la última de ellas. Entonces, ¿vendrás al norte conmigo… aunque los dos murgu machos vengan con nosotros?

—No significan nada para mí. En cualquier caso, morirán en la nieve.

—Bien. Partiremos después del mediodía, cuando los cazadores se hayan ido, porque tengo la sensación de que los tanu que se marchan ahora disfrutarían utilizando sus nuevos palos de muerte contra los machos.

—Yo mismo disfrutaría haciéndolo…, si tú no fueras mi sammadar.

—Puedo creerlo. Ahora preparemos una amplia provisión de carne murgu del almacén. Si alguien te pregunta por qué nos llevamos a los murgu al norte con nosotros, les dirás que es porque cargarán con mucha carne para nosotros y así podremos ir más rápidos sin tener que detenernos a cazar. Les dirás que mataremos a los machos cuando hayamos usado la carne y ya no los necesitemos.

—Ahora entiendo, sammadar. Es un buen plan, y te dejaré que seas tú mismo quien los mate cuando llegue el momento.

Entonces fueron al hanale, y apenas entrar los doyilanè observaron al recién llegado con gran temor.

—Actuad como machos —ordenó Kerrick—. Viajaremos todos juntos, y debéis acostumbraros los unos a los otros. Este es Ortnar, que me sigue.

—Huele a humo de muerte, es horrible —dijo Imehei estremeciéndose delicadamente.

—Y él piensa que vuestro aliento es asqueroso porque coméis carne cruda. Ahora estaos quietos mientras os pongo esto.

Ortnar había preparado fardos de piel para contener la carne, y los dos yilanè empezaron a quejarse del peso de sus cargas.

—¡Silencio! —ordenó Kerrick—. U os haré cargar con más. Sois como fargi aún mojadas y nunca habéis trabajado en vuestras vidas. Fuera del hanale hay muchas cosas que hacer, y tendréis que compartir todo el trabajo. ¿O preferís ir al sur…, a las playas del nacimiento?

Después de eso guardaron silencio, aunque Imehei hizo un movimiento de extremo odio cuando pensó que Kerrick miraba hacia otro lado. Bien. Un poco de furia les sería de gran ayuda. Nadaske se volvió y tendió la mano hacia el nicho en la pared, y tomó la escultura de metal de un nenitesk que había hecho Alipol, muerto hacía ya tanto tiempo.

—Donde vayamos nosotros irá ella —dijo firmemente Nadaske.

Kerrick hizo signo de aceptación.

—Envuélvela bien y ponla en el fardo. Luego esperad aquí con el ustuzou hasta que yo regrese —dijo, luego se volvió hacia Ortnar y habló en marbak—: Voy a buscar mi fardo y armas. Quédate aquí con estos murgu hasta que regrese.

—¿Con ellos? —dijo Ortnar, preocupado, aferrando su lanza—. Tienen dientes y garras… y son dos contra uno.

—Tienen más miedo de ti que tú de ellos. En algún momento vais a tener que estar juntos sin mí. Este es el momento.

—Vamos a morir, la muerte está sobre nosotros —gimió Nadaske—. Cuando cruces esta puerta el ustuzou nos atravesará con su lanza. Cantaré mi canción de muerte…

—¡Silencio! —ordenó Kerrick, hablando como el más alto al más bajo—. Os diré esto ahora, y le diré también a él las mismas palabras. Vamos a estar un tiempo juntos. Todos me obedeceréis. Vosotros seréis mis fargi. Él será mi fargi. Seréis efensele los unos de los otros. Este es nuestro efenburu.

Cuando le hubo dicho a Ortnar lo mismo, giró sobre sus talones y se fue. Sanone le estaba aguardando a la salida del hanale.

—Te marchas —dijo Sanone.

—Volveré…, con Armun.

—Todos seguimos las huellas de Kadair. ¿Vas solo?

—Ortnar viene conmigo. Es un buen cazador, y conoce el camino. Y nos llevamos a los murgu para que carguen con la comida.

—Eso está bien, porque no puedo prometerte su seguridad una vez te hayas ido. Estaremos aquí cuando regreses.

Había poco que recoger, porque las posesiones de Kerrick eran escasas. El irrompible anillo seguía en torno de su cuello con el pequeño cuchillo y el grande colgados de él. Iba a necesitar todas las pieles que tuviera para el norte, y las enrolló cuidadosamente y las ató a su fardo. Y se lo echó a los hombros.

De vuelta al hanale, se sintió aliviado al descubrir que su pequeño sammad estaba aún intacto…, aunque Ortnar permanecía de pie contra una pared y los dos yilanè contra la otra. Todos se movieron con alivio cuando entró.

La noticia se había difundido, y parecía que todos los sasku estaban allí para contemplar la extraña procesión cuando salieron. Kerrick lo hizo primero, sin mirar a derecha ni izquierda, mientras los dos machos trastabillaban tras él, inclinados bajo el peso de sus fardos, con el miedo en cada movimiento de sus cuerpos. Ortnar salió el último, con el aspecto de desear estar en cualquier otro lugar. Llevaba dos hesotsan, al igual que Kerrick, un arma extra para el caso de que la primera muriese, había explicado Kerrick. Cruzaron la ciudad, hacia la salida más septentrional entre los campos, donde los nenitesk volvieron unos plácidos ojos hacia ellos mientras pasaban. Sólo cuando llevaban un cierto tiempo andando y estaban ya lejos de la ciudad ordenó Kerrick un alto.

Ortnar se limitó a quedarse de pie y aguardar, pero los machos se dejaron caer al suelo, estremecidos, con expresiones de fatiga y desesperación.

—¡La muerte es mejor…, las playas del nacimiento son mejores!

—El hanale es nuestro hogar, pertenecemos a él.

—Machos inútiles, callaos —ordenó Kerrick—. Descansad mientras podáis, luego seguiremos.

—¿Por qué gimen y se agitan de este modo? —preguntó Ortnar.

—Son como niños. Nunca antes habían estado fuera de la ciudad…, y nunca habían efectuado un trabajo como cargar esos fardos.

—Eso no es trabajo —dijo desdeñosamente el cazador—. Son enormes y feos y fuertes. Les haremos trabajar antes de matarlos.

—Son mis amigos…, y no los mataremos.

—Entonces lo hará el invierno. Para mí es lo mismo.

—Eso tampoco ocurrirá. Cuando estudiamos el plano del terreno…, ¿observaste el gran lago al norte de aquí?

—Lo llamamos el lago Redondo. He estado ahí.

—Bien. Iremos allí primero…, si me muestras el camino.

Debido a las quejas de Nadaske e Imehei, y a su lenta marcha no alcanzaron el lago hasta el tercer día. Había un pantano al sur, pero Ortnar conocía el sendero que conducía hasta la orilla del lago.

—Hay buena pesca aquí —dijo Ortnar—. Y también buena caza.

—Mejor que mejor —dijo Kerrick—. Porque vamos a dejar aquí a los murgu con su provisión de carne. Continuaremos solos. Así iremos más rápido.

—¿No los mataremos? No puedo comprender eso.

—No los mataré…, porque son mis amigos. Y son de mi sammad. Ellos no me piden que te mate a ti.

Ortnar halló aquello difícil de entender.

—Pero tú eres tanu…, y ellos sólo sucios murgu. Los mataré por ti, no te preocupes.

—Parte de mí es sucio marag también, Ortnar, nunca olvides eso. Crecí con ellos…, y no los veo del mismo modo que tú. Deja a un lado los pensamientos de odio por un tiempo. Ayúdame a hacer este lugar seguro para ellos, luego seguiremos.

Ortnar contempló a los murgu: uno de ellos bostezó, y retrocedió unos pasos a la vista de las hileras de cónicos dientes.

—Si esto es lo que deseas, sammadar, entonces te ayudaré. Pero no puedo mentir y decir que me gusta…, ni siquiera comprender tus razones para hacer esto.

—Gracias por tu ayuda…, eso es todo lo que te pido. Ahora déjame decirles lo que se ha decidido.

Kerrick aguardó hasta que los gritos de agonía se convirtieron en gemidos de desesperación antes de silenciarlos.

—¿Mojados aún del océano…, o machos sin miedo? ¿Qué es lo que sois? Aquí está vuestra oportunidad de vivir, de veros libres de las hembras y el hanale. De ser fuertes e independientes. Construiremos un refugio contra la lluvia. Antes de que nos marchemos os enseñaré cómo usar el hesotsan, para cazar y pescar. Y, cuando regresemos del norte, vendré a buscaros. Mientras tanto todo lo que tenéis que hacer es seguir vivos. —Temblaron de miedo—. Una hembra podría hacerlo —añadió maliciosamente.

Ortnar cortó ramas con su cuchillo para hacer el techo de un refugio, luego postes para sostenerlas. Los dos yilanè lo observaron con gran interés.

—Yo podría hacer eso igual de bien, incluso mejor —dijo Nadaske—. Las manos ustuzou son torpes, no tienen bastantes pulgares.

—Prueba entonces —dijo Kerrick, pasándole su cuchillo de pedernal. Ortnar vio el movimiento y saltó lejos con su cuchillo preparado. Kerrick suspiró.

—Ortnar…, es justo que ellos construyan su propio refugio. Creo que tus habilidades serán mejor empleadas si tomas tu palo de muerte y cazas algo de carne fresca para todos.

—Lo haré —dijo Ortnar, feliz de alejarse de ellos. Nadaske e Imehei se sintieron igual de complacidos cuando se fue.

—Irritado incomunicativo —dijo Imehei—. Y temo los dientes de piedra del palo.

—Está cazando para nosotros…, así que terminad el trabajo. Tomad mis dientes de piedra y cortad más ramas. Las usaremos para terminar el refugio. Pero primero os mostraré los secretos del hesotsan, para que seáis capaces de defenderos y matar carne fresca. Hay peces y crustáceos en el lago, y serán fáciles de atrapar…, si sabéis cómo.

Kerrick terminó su instrucción sobre el hesotsan mucho antes de que regresara el cazador, sabiendo que Ortnar reaccionaría enérgicamente si veía a los yilanè sujetando armas. Las escondieron en el refugio recién terminado antes de que Kerrick les comunicara sus últimas instrucciones.

—Usad sólo la carne conservada cuando no dispongáis de carne fresca o pescado, puesto que no hay reservas suficientes para mucho tiempo.

—Dolor en las manos, fatiga en el cuerpo —suspiró Nadaske. Imehei llameó colores de asentimiento en sus palmas. Kerrick controló su temperamento.

—Exijo toda vuestra atención. Debéis hacer lo que os he dicho…, o moriréis de hambre. Es una muerte lenta a medida que la carne se consume, y la piel cuelga en blandos pliegues, y los dientes se pudren y caen…

El gemido de agonía de Nadaske y sus movimientos de sometimiento indicaron que tenía toda su atención.

—Eso no ocurrirá si sois listos, porque hay mucha caza por los alrededores. Vuestro mayor peligro pueden ser las hembras yilanè, que os encontrarán a menos que toméis precauciones. —Entonces consiguió su silenciosa atención, con los ojos muy abiertos—. Ya conocéis los pájaros que vuelan y regresan con imágenes. Así que manteneos bajo cubierto tanto como podáis…, y vigilad los pájaros grandes. Cuando las ramas del refugio se sequen reemplazadlas por otras frescas. Haced esas cosas y no seréis hallados y devueltos al hanale… y a las playas.

Kerrick y Ortnar partieron al amanecer y los dos yilanè se quedaron contemplando su partida con los ojos muy abiertos y llenos de miedo. Sin embargo, estaban allí por elección propia. Kerrick había hecho todo lo que podía por ellos, les había proporcionado comida y armas.

Esperaba que aprendieran cómo cazar antes de que la carne conservada se agotara. Si no era así, al menos tenían una oportunidad que los tanu no tenían. Podrían regresar con los suyos. Pero ya bastaba. Había hecho todo lo que podía por ellos. Ahora debía pensar en sí mismo y en el largo camino que se abría ante él. Pensar en Armun en alguna parte en el norte, en alguna parte allá delante. Viva.

El lago y el refugio desaparecieron tras él, ocultos por una curva del sendero.

efenabbu kakhalabbu hanefensat sathanapte.

Esto dijo Ugunenapsa

La vida es el equilibrio de la muerte, del mismo modo que el mar es el equilibrio del cielo. Si uno mata la vida…, entonces uno se mata a sí mismo.