Cuando el clima se hizo más cálido con la llegada de la primavera y las tormentas invernales desaparecieron, hubo gran actividad en el mar al sur de la ciudad. Se habían hallado muchas plantas venenosas al sur, aunque ninguna en la ciudad en sí, por alguna indeterminada razón. Era como si las yilanè hubieran hecho todos sus preparativos, hubieran probado la eficacia de su ataque… y ahora estuvieran aguardando alguna señal para empezar. Pero los días pasaban y esa señal no llegaba; incluso Kerrick empezaba a dudar de sus anteriores miedos. No dudaba realmente de ellos, sino que sólo los cubría y ocultaba. Sabía que más pronto o más tarde empezaría la batalla final. Vaintè estaba ahí fuera. Nunca se detendría hasta que todos ellos hubieran sido destruidos. Así, pese a las quejas, Kerrick se mostró firme en que todos los accesos a la ciudad estuvieran vigilados y custodiados, noche y día, mientras grupos armados efectuaban patrullas más largas al norte y al sur, a lo largo de la orilla, en busca de cualquier actividad yilanè. El propio Kerrick conducía las batidas hacia el sur, tenía la seguridad de que el ataque procedería de aquella dirección, pero aparte la creciente pared de muerte no había otro signo de actividad en la orilla. Era una cálida tarde cuando, al regresar de una de esas expediciones de exploración, vio a Nenne aguardándole en el sendero.
—Hay un cazador procedente del norte, un tanu que ha venido hasta aquí y dice que quiere hablar contigo.
Sanone lo ha recibido, pero afirma que no hablará con el mandukto, no deja de repetir que sus palabras son sólo para ti.
—¿Sabes su nombre?
—Es el sammadar Herilak.
Cuando oyó el nombre, un estremecimiento de aprensión recorrió el cuerpo de Kerrick. Armun…, algo le había ocurrido a Armun. No había razón alguna para este miedo, pero estaba allí, llenándole tan completamente que sus manos temblaron.
—¿Está solo? —preguntó, sin moverse.
—No hay nadie con él…, aunque hemos podido ver que otros cazadores le están aguardando fuera de la ciudad, entre los árboles.
Solo, otros en el bosque, ¿cuáles podían ser las razones? Y Armun, ¿qué era de ella? Nenne aguardaba, medio vuelto hacia un lado, mientras el cuerpo de Kerrick se agitaba con sus pensamientos, a la manera yilanè, con ecos físicos. Con un esfuerzo, Kerrick rompió la parálisis de inacción y miedo.
—Llévame hasta él…, de inmediato.
Trotaron a través de la ciudad, jadeando en el cálido aire, sus cuerpos empapados de sudor, hasta el espacio abierto del ambesed donde aguardaba Herilak. Estaba reclinado contra su lanza, pero se enderezó al acercarse Kerrick, y habló antes de que este pudiera decir algo:
—Vengo con una petición. Nuestros palos de muerte…
—Hablaremos de ellos después de que me cuentes sobre Armun.
—No está conmigo —dijo Herilak, hosco, sin sonreír.
—Eso ya lo veo, Herilak. ¿Está bien? ¿Y el bebé?
—No sé nada de ellos.
Todos los temores de Kerrick se hicieron realidad. Algo le había ocurrido. Agitó furioso su hesotsan.
—Habla claro, sammadar. La acogiste en tu sammad para protegerla, eso fue lo que me dijiste. ¿Por qué dices ahora que no sabes nada de ella?
—Porque se fue. Lo hizo sola, pese a que yo le ordené que no lo hiciera, ordené que nadie la ayudara. Eso fue lo que hizo, sólo a ella puede culparse. Aunque el cazador, Ortnar, me desobedeció y la ayudó a marcharse. Fue el año pasado, por este tiempo. Ya no está en mi sammad.
Envié cazadores tras ella, pero no pudieron encontrarla.
Ahora debemos hablar de otros asuntos…
—Hablaremos de Armun. Te pidió ayuda y no se la diste. Ahora me dices que se fue. ¿Adónde se fue?
—Al sur, a reunirse contigo. Tiene que estar aquí.
—No está…, nunca llegó.
Las palabras de Herilak fueron tan frías como el invierno.
—Entonces murió en el camino. Hablaremos de otras cosas.
En medio de una bruma roja de furia y odio, Kerrick alzó su hesotsan con manos temblorosas y lo apuntó hacia Herilak, que permaneció inmóvil y sin mostrar el menor signo de miedo, el mango de su lanza profundamente clavado en el suelo. Herilak agitó la cabeza y dijo:
—Matándome no la devolverás a la vida. Y los tanu no matan a los tanu. Hay otras mujeres.
Otras mujeres. Aquellas palabras desarmaron a Kerrick, y bajó su hesotsan. No había otras mujeres para él sólo Armun. Y estaba muerta. Y no podía culpar de ello a Herilak. Era culpa de él sólo de él. Si hubiera regresado a los sammads ahora ella estaría viva. Pero no lo estaba. No había nada más que decir al respecto.
—Quieres hablar de los palos de muerte —dijo Kerrick, con todo sentimiento ausente de su voz—. ¿Qué ocurre con ellos?
—Han muerto, todos. Fue el frío del invierno. Aunque intentamos mantenerlos calientes, muchos murieron el primer invierno, el resto antes de esta primavera. Ahora debemos ir a cazar a la tierra de los murgu porque no hay caza en el norte. Necesitamos más palos de muerte.
Los sammads los necesitan para sobrevivir. Tú tienes más aquí. ¿Los compartirás?
—Tengo muchos aquí, hesotsan jóvenes que están creciendo. ¿Dónde están los sammads?
—Al norte, en la playa con los mastodontes, aguardando. La mitad de los cazadores montan guardia allí, la otra mitad está aquí conmigo, aguardando en el bosque.
Yo vine hasta ti solo. Pensé que podías matarme, y no quería que ellos vieran cómo ocurría.
—Tenías razón en eso. Pero no te daré palos de muerte para que caces en las llanuras.
—¿Que no harás qué? —Herilak agitó furioso su lanza—. ¿Me rechazas, rechazas los sammads? Pudiste tener mi vida si lo hubieras querido. Te concedí eso, por los sammads. ¿Y ahora me rechazas?
Alzó a medias su lanza, sin darse cuenta de ello, y Kerrick la señaló, medio sonriendo.
—Los tanu no matan a los tanu…, y sin embargo tú alzas tu lanza. —Aguardó hasta que Herilak hubo dominado su rabia y bajado su lanza antes de hablar de nuevo—. Dije que no habría palos de muerte para cazar en las llanuras. Hay peligro en esta ciudad, y se necesitan cazadores para defenderla. Los sasku están aquí. Del mismo modo que ellos ayudaron a los tanu en el pasado ahora te pido que les ayudes a cambio. Quédate y ayúdales aquí. Hay palos de muerte para todos.
—No soy yo quien debe decidir. Hay otros sammadars, y todos los de los sammads también.
—Traelos aquí. Es preciso tomar una decisión.
Herilak frunció irritadamente el ceño pero no tenía elección. Finalmente giró sobre sus talones y se alejó pisando fuerte, pasó junto a Sanone sin siquiera dirigirle una mirada de reojo.
—¿Hay problemas? —preguntó Sanone.
¿Problemas? Armun muerta. Kerrick seguía sin poder aceptar aquella realidad. Necesitó un esfuerzo para hablar con Sanone.
—Los sammadars de los tanu vienen aquí. Les he dicho que si quieren palos de muerte deben quedarse en la ciudad. Deben traer aquí a sus sammads. Nos uniremos para defendernos unos a otros…, no hay otra manera.
No la había. Los sammadars hablaron, larga y furiosamente, dando largas chupadas a la pipa y pasándosela.
Decidieron quedarse; no tenían otra elección. Kerrick no tomó parte en la discusión, ignoró sus furiosas miradas cuando Herilak les comunicó su ultimátum. No le importaba lo que sentían. Tanu y sasku se quedarían allí, abandonarían el lugar solamente si eran echados. A través de la bruma de sus turbados y furiosos pensamientos se dio cuenta de que ante él había un cazador. Necesitó un momento para darse cuenta de que se trataba de Ortnar.
Entonces le hizo seña de que se acercara.
—Ven, siéntate en la sombra a mi lado y háblame de Armun.
—¿Ya has hablado de ello con Herilak?
—Me dijo que él le ordenó que se quedara en el campamento, ordenó que nadie la ayudara. Sin embargo, tú la ayudaste. ¿Qué ocurrió?
Ortnar no se sentía feliz. Habló con un susurro bajo, la cabeza inclinada sobre su pecho, el largo pelo colgando sobre su rostro.
—Esto tiró de mí en dos direcciones opuestas al mismo tiempo, Kerrick, aún sigue tirando. Herilak era mi sammadar, somos los dos únicos que aún quedamos con vida de su primer sammad muerto por los murgu. Eso crea un lazo que resulta difícil romper. Cuando Herilak ordenó que nadie ayudara a Armun, obedecí, porque era una buena decisión. El camino era largo y peligroso. Sin embargo, cuando ella me pidió que la ayudara, sentí que ella también tenía razón. Esto me desgarró, y en mi estupidez le di solamente la mitad de la ayuda que necesitaba. Hubiera debido dársela toda, ir con ella, ahora lo sé.
Le indiqué el camino y le di mi palo de muerte. La mitad de mi ayuda.
—Los demás no le dieron ninguna, Ortnar. Tú fuiste su único amigo.
—Le dije a Herilak lo que había hecho. Me golpeó muy fuerte, y durante dos días estuve como muerto, o al menos eso me dijeron. Aquí es donde me golpeó en su furia. —Los dedos de Ortnar se arrastraron hasta la parte superior de su cabeza y siguieron la cicatriz en su cuero cabelludo—. Ya no pertenezco a su sammad, no me ha hablado desde entonces.
Alzó el rostro y continuó, antes de que Kerrick pudiera hablar:
—Tenía que decírtelo a ti primero, para que supieras lo ocurrido. Desde entonces he estado buscando huellas de ella, explorando mientras íbamos hacia el este. No pude encontrar nada…, ni huesos ni esqueletos de ninguno de ellos. Eran tres, se marcharon juntos. Armun y tu hijo pequeño, y un muchacho que se llevó con ellos. Hubiera debido haber algún rastro. Pregunté a todos los cazadores con los que nos encontramos, pero ninguno les había visto. Pero hubo uno un cazador que intercambia cuchillos de piedra por pieles y que comercia con los paramutanos del norte. Comprende algo de su lenguaje.
Le dijeron que una mujer con el pelo como el nuestro estaba con ellos en su lugar de acampada, una mujer con niños.
Kerrick lo sujetó por los brazos, le hizo ponerse de pie y lo sacudió salvajemente.
—¿Qué estás diciendo…, sabes lo que estás diciendo?
Ortnar sonrió y asintió con la cabeza.
—Lo sé. Vine al sur para decírtelo. Ahora iré al norte mientras aún es verano para encontrar a los paramutanos, para encontrar a Armun si puedo. Te la traeré…
—No, eso no es necesario.
En un instante todo había cambiado para Kerrick. Se enderezó, como si un peso invisible hubiera resbalado de sus hombros. El futuro se volvió repentinamente tan claro como un sendero, que se extendía bien delimitado ante él, como las huellas de Kadair marcadas en la roca de las que Sanone siempre hablaba. Miró más allá de Ortnar, a la calle de
la ciudad que conducía hacia el norte.
—No es necesario que vayas…, lo haré yo mismo. Los sammads se quedarán aquí, la ciudad será defendida.
Herilak sabe cómo matar a los murgu…, no necesita instrucciones mías para eso. Iré al norte y la encontraré.
—No solo, Kerrick. Ahora no tengo ningún sammad excepto el tuyo. Conduce, y yo te seguiré. Haremos esto juntos, porque dos lanzas son más fuertes que una.
—Tienes razón…, no te detendré. —Kerrick sonrió.
Y eres con mucho el mejor de todos los cazadores. Pasaríamos hambre si tuviéramos que depender de la habilidad de mi arco.
—Iremos rápidos, con poco tiempo para cazar. Si hay aquí carne gris murgu, la tomaremos para comer.
—Sí, hay una buena reserva. Los sasku prefieren la carne fresca.
Kerrick había encontrado una enorme provisión de vejigas de carne en conserva, que había hecho que los machos llevaran al hanale. ¿Y qué sería de ellos? La muerte segura si los dejaba, sin duda. Merecían algo mejor que eso. Debía pensar en ello también. Había que decidir muchas cosas.
—Partiremos por la mañana —dijo—. Nos reuniremos aquí cuando haya luz. Por entonces los sammadars ya habrán llegado a un acuerdo, puesto que hay pocas elecciones.
Kerrick fue al hanale, cerró la pesada puerta tras él y pronunció en voz alta su nombre. Nadaske corrió apresuradamente hacia él, sus garras resonando en la madera haciendo movimientos de saludo y felicidad.
—Han pasado días sin número, la soledad y el hambre nos invaden.
—No preguntaré cuál primero, si el hambre o la camaradería. ¿Dónde está Imehei? Es importante que hablemos antes de que abandone la ciudad.
—¡Abandonar la ciudad! —gimió agónicamente Nadaske, e hizo signo de muerte por desesperación. Imehei oyó los sonidos y apareció apresuradamente.
—No os abandonaré para que muráis —dijo Kerrick—, así que dejad a un lado vuestra mala imitación de fargi sin mente y escuchad con atención. Ahora vamos a dar una vuelta por la ciudad. Los sasku no repararán en vosotros, os han visto antes y se les ha ordenado que no os hagan ningún daño. Obedecen a su mandukto mucho mejor de lo que vosotros me obedecéis a mi. Caminaremos hasta el límite de la ciudad y más allá. Luego iréis hacia el sur por vosotros mismos hasta que veáis la isla de la que os he hablado y el lugar de muerte. Allí encontraréis yilanè y algún uruketo, y estaréis para siempre a salvo de los ustuzou.
Nadaske e Imehei se miraron, hicieron signo de aceptación y firmeza de propósito. Fue Nadaske el que habló indicando que lo que decía lo hacía por los dos.
—Hemos hablado. En las muchas horas a solas que hemos pasado hemos hablado. Hemos visto la ciudad y los ustuzou aquí y caminado por ella y hemos hablado.
Te diré de lo que hemos hablado. De lo extraño que ha sido estar lejos de las hembras y caminar con Kerrick-ustuzou-macho-hembra. Muy extraño. Nos hemos maravillado de lo que hemos visto, los ojos tan abiertos como los de las fargi recién salidas del mar, porque hemos visto ustuzou viviendo como yilanè en esta ciudad. Y lo más extraño de todo, hemos visto ustuzou machos con hesotsan y hembras con los pequeños. Hemos hablado y hablado sobre esto…
—Y tú hablas demasiado —interrumpió Imehei—. No sólo hemos hablado, sino que hemos decidido. Hemos decidido que no deseamos volver a las playas nunca más.
Hemos decidido que no deseamos volver a ver nunca a una aferrante-dolorosa-mortal-hembra yilanè. No iremos al sur.
Señalaron al unísono firmeza de decisión, y Kerrick se maravilló.
—Tenéis un valor que nunca había visto… en machos.
—¿Cómo podías verlo, si nuestras vidas estaban encerradas en el hanale? —dijo Nadaske—. Somos tan yilanè como las hembras.
—Pero ¿qué vais a hacer?
—Nos quedaremos contigo. No iremos al sur.
—Pero yo me marcho de aquí por la mañana. Hacia el norte.
—Entonces nosotros también iremos al norte. Será mejor que el hanale, mejor que las playas.
—En el norte hay una muerte segura y fría.
—En las playas hay una muerte segura y cálida. Y de este modo, al menos, veremos algo más que el hanale antes de morir.