Uno de los manduktos más jóvenes removió el fuego y añadió más madera. La luz de las llamas parpadeó sobre el pequeño grupo en torno de Sanone que estaba sentado al otro lado del fuego, frente a Kerrick. Este hubiera querido hablarles a todos los cazadores, pero esta no era la manera sasku de hacer las cosas. Los manduktos tomaban las decisiones, y estas eran obedecidas. Ahora conferenciaban con bajos murmullos mientras Kerrick contemplaba profundamente el fuego, intentando ver también profundamente en el futuro, y viendo sólo desesperación en aquella cálida luz.
—No podemos estar de acuerdo —dijo Sanone, volviéndose hacia Kerrick—. Sólo estás haciendo suposiciones, no tienes la menor prueba, debemos esperar y ver.
—¿Debemos esperar hasta tener las primeras muertes aquí? ¿Acaso no podéis ver claramente lo que han hecho?
Mirad al sur, a la playa de allí, a lo que parece ser un campamento vacío. No importa que ningún murgu esté ahí ahora…, se supone que tiene que estar vacío. Esas plantas son venenosas y mortíferas, pero deben ser cultivadas en alguna parte para poder ser cosechadas. ¿Por qué no ahí en la orilla? Ese es el entorno previsto para que crezcan. Fueron plantadas ahí para que se desarrollaran y florecieran…, y para ser cosechadas cuando estuvieran maduras. Y eso explica también el pequeño marag que matamos.
—Esto son sólo suposiciones…
—Quizá. Pero tiene el olor de la verdad. Piensa en esa criatura, diseñada para vivir entre las enredaderas y las plantas donde todo lo demás muere. ¿Para qué molestarse en desarrollar una criatura así si las plantas son simplemente para protección? No, tienen un significado mucho más terrible. Están ahí para extenderse. Para extenderse hasta aquí. Los pequeños murgu correrán y se ocultarán, y allá donde vayan dejarán esas semillas detrás. Se extenderán aquí en Deifoben hasta que nuestra ciudad esté llena de muerte y nosotros tengamos que irnos o morir.
—Si los pequeños murgu intentan llegar hasta aquí los mataremos exclamó uno de los manduktos, y los demás murmuraron su asentimiento. Kerrick luchó por mantener controlada su ira.
—¿De veras? ¿Sois tan buenos con el arco y el palo de muerte que podréis matar de noche y de día, a lo largo de todo este amplio lugar, debajo de cada árbol y matorral, matar cada marag que aparezca? Si pensáis esto sois estúpidos. Todos sois estúpidos. Siento lo mismo que vosotros, no quiero creer en esto. Pero debo hacerlo. Tenemos que irnos de aquí…, y tan pronto como sea posible.
—No, eso no ocurrirá —Sanone se puso de pie—. Kadair nos condujo hasta aquí, no nos abandonará ahora.
—Quizá fue Karognis quien os condujo hasta aquí —dijo Kerrick, y oyó los horrorizados jadeos a su alrededor, y esperó que el shock les hiciera comprender—. No podemos matar a todas las criaturas cuando empiecen a llegar aquí, ni podemos impedir que las semillas empiecen a crecer. Debemos irnos antes de que se produzcan las primeras muertes.
—Es imposible —dijo Sanone—. No pueden hacer eso porque inutilizarían su ciudad. Lo que nos matará a nosotros mataría a los murgu con la misma rapidez.
Kerrick ignoró los gritos de asentimiento y gritó más fuerte que ellos:
—Razonáis como niños. ¿Creéis que los murgu diseñaría y desarrollarían esas plantas sin saber cómo destruirlas cuando les conviniera? Cuando esta ciudad sea suya de nuevo, todos los arbustos de destrucción serán eliminados.
—Si ellos pueden hacerlo…, entonces nosotros también.
—No, no podemos. No poseemos el conocimiento que tienen las yilanè.
Sanone alzó una mano, y los demás guardaron silencio.
—Nos ponemos furiosos y la sabiduría se desvanece. Decimos cosas que más tarde lamentaremos. Quizá todo lo que dice Kerrick sea cierto y ocurra. Pero, aunque así fuere…, ¿tenemos otra elección? Si ellos pueden matar este lugar, ¿no pueden también seguirnos y matar nuestro valle, o cualquier otro lugar donde decidamos acampar? Quizá Kadar nos ha conducido hasta aquí para morir, tal vez esto sea parte de su plan. No podemos saberlo. Parece que tenemos pocas elecciones. Será mucho más fácil quedarnos.
Kerrick guardó silencio por primera vez, incapaz de responder a las palabras de Sanone. ¿Era esa la única elección? Quedarse allí y morir, o huir a través de la gran extensión de tierra. Y hallar la muerte aguardando la llegada de los murgu. Sin más palabras, se envolvió en su capa de piel de ciervo, se puso de pie y se dirigió a su cámara dormitorio. Había sido un día largo y duro y estaba cansado, pero no pudo dormir. Tendido en la oscuridad, buscó alguna salida, algún camino que pudieran seguir y en el que todavía no hubiera pensado. Podían llamar a Herilak en primavera, y este acudiría con los tanu. Podían lanzar un ataque contra la isla donde estaban las yilanè, expulsarlas de allí. Capturar una científica, hacer que les revelara cómo podían ser eliminadas las plantas mortíferas. Matar los lagartos cuando aparecieran, desarraigar las plantas apenas empezaran a brotar.
Podían hacer muchas cosas…, debían hacerlas…
La mañana era clara el sol cálido, los miedos de la noche disminuyeron a la luz del día. Kerrick estaba pelando una naranja cuando vio a Sanone salir de la hojosa boca de uno de los pasadizos de conexión. Su rostro estaba crispado por líneas de dolor, y arrastraba los pies al andar. Kerrick se puso de pie y dejó caer la fruta al suelo, olvidada.
—El primero —dijo Sanone—. Como tú dijiste, así ha empezado. Una niña, una niña pequeña, que estaba jugando a la orilla del río cuando una espina brotó de la arena y se clavó en su pie, y murió. Cavamos y arrancamos la planta del suelo con nuestras lanzas, era tan pequeña como mi mano, y la quemamos en el fuego. Pero ¿cómo pudo llegar hasta aquí…, hasta el centro de la ciudad?
—De muchas maneras. Pueden haber echado semillas al río, corriente arriba. Pueden habérselas dado a comer a los pájaros, para que las dejen caer con sus excrementos. Las yilanè que hacen crecer esas cosas son muy listas. Cuando hacen algo, lo hacen bien. Hay que advertir a todo el mundo, tomar precauciones. ¿O debemos irnos?
En aquel momento Sanone aparentaba más edad de la que tenía, las arrugas de su rostro eran más profundas que nunca.
—No lo sé. Hablaremos de nuevo esta noche. Mientras tanto, hay algunas cosas que debo hacer para comprender el significado de Kadair en todo esto. Resulta muy difícil saber con precisión qué es lo que debemos hacer.
Kerrick fue con Sanone para ver los restos de la planta, los agitó con un palo.
—Muy pequeña…, pero las espinas son tan grandes como las de las plantas ya desarrolladas. ¿Había más?
—Las buscamos. Sólo esta.
—Todo el mundo debe cubrirse los pies con cuero grueso. No hay que tocar las plantas desconocidas. Los niños mayores deben cuidar de los más pequeños. Los niños deben permanecer confinados en algunas zonas seguras, que serán examinadas atentamente cada mañana.
Después de esto Kerrick sintió hambre, y fue hasta el lego donde la mujer de Nenne, Matili, guardaba siempre un sitio para él. Cocinaba una carne deliciosa en las brasas, envuelta en arcilla que al endurecerse hacía que la carne de su interior fuera a la vez tierna y jugosa. Preparaba también una pasta en pequeños platos, hecha de frutas machacadas con sal y chile picante, en la que podía sazonarse la carne. Era muy buena, y estaba hambriento.
Sin embargo cuando se acercó al fuego, Matili alzó lentamente los ojos hacia él y le hizo un gesto que nunca antes había visto, con la mano vertical delante de su nariz, entre sus ojos. Cuando le habló ella no le respondió, sino que se dio la vuelta y corrió al interior de la estancia donde ella y Nenne dormían. Era desconcertante, y Kerrick estaba a punto de marcharse cuando apareció Nenne.
—Espero que no estés hambriento, Kerrick, porque no hay carne. —Mantuvo el rostro vuelto hacia un lado mientras decía esto, lo cual no era costumbre en él.
—¿Qué le ocurre a Matili? —preguntó Kerrick—. ¿Y por qué me hizo ese gesto con la mano?
Repitió el gesto con su propia mano. Pero, como yilanè, vio el gesto de la mano como parte de un conjunto que implicaba todo el cuerpo, todos los miembros. Así que, sin darse cuenta de ello, bajó su hombro, sostuvo su mano ante su pecho en un gesto protector, femenino, e incluso por un instante permaneció de pie con las piernas en la misma posición que Matili había situado las suyas. Nenne vio su movimiento y no lo comprendió, como muchas otras cosas que no comprendía de Kerrick.
Tampoco le gustaban, pero se guardaba sus pensamientos para sí. Pero había llegado el momento de decírselo a Kerrick; ya era hora de que comprendiera.
—Ven conmigo, intentaré explicártelo.
Caminaron bajo los árboles hasta donde no les pudieran oír.
—Son las palabras que dijiste la otra noche. Hablaste con los manduktos, gritaste, y muchos oyeron. Le contaron a Matili lo que dijiste. Lo que hizo con su mano cuando te vio es lo que hacen las mujeres estúpidas para alejar de ellas a Karognis.
Kerrick estaba desconcertado.
—¿Mis palabras de la otra noche…, y Karognis? No comprendo.
—Karognis es el mal, un mal tan grande como los murgu, sus ojos no deben posarse sobre uno o le ocurrirá alguna desgracia.
—¿Qué tengo que ver yo con Karognis?
—Algunos dicen que hablaste con la lengua de Karognis. Dijiste… palabras sobre Kadar que fueron oídas. Eso no estuvo bien.
Kerrick observó la hosca expresión en el rostro de Nenne y supo que, aunque pretendiera negarlo, el cazador sentía lo mismo que Matili. Los sasku escuchaban a los manduktos y les comprendían cuando hablaban del mundo viviente, de cómo Kadair había hecho todo el mundo de cómo todas las cosas del mundo sabían eso.
En esto eran como los tanu, que vean vida a su alrededor en todas las cosas, los animales y los pájaros, incluso los ríos y los árboles. Sabiendo de dónde procedía esta vida, nunca hablaban de Ermanpadar sino con el más profundo respeto. Kerrick siempre lo olvidaba, no había crecido con esas fuertes creencias como habían hecho los tanu y los sasku. Intentó rectificar.
—Hablé con ira y miedo. Dile a Matili que no era yo quien hablaba, que no quería decir lo que dije.
—Debo regresar. —Nenne se dio la vuelta y se alejó sin responder. Era evidente que creía realmente lo mismo que la mujer. Kerrick no mostró su inmediata ira ni le dijo las cosas que deseaba, que sólo hubieran añadido más rencor. Pero odio su estupidez.
Sólo son ustuzou.
Lo eran, sí, pero aquel era un pensamiento yilanè que no hubiera debido tener…, que no debía tener. Él también era ustuzou como ellos, no era en absoluto yilanè.
Sin embargo, mientras pensaba esto estaba andando hacia el hanale, preguntándose cómo estaban los dos machos. Era tanu…, pero en aquel momento sentía deseos de estar con los yilanè.
—Muy aburridos —dijo Nadaske, y añadió un movimiento que significaba dormir siempre—. Estamos aquí todo el tiempo, nadie viene a vernos. Hubo un tiempo en el remoto pasado en el que tú nos llevabas por toda la ciudad a la luz del sol, y eso era un placer. Pero ahora ya o lo haces, y sólo nos tenemos el uno al otro para hallarnos, y muy poco que decirnos después de todos estos días. Antes te teníamos a ti para hablar, pero por supuesto tienes otras preocupaciones y vienes muy poco a vernos.
—Todavía estáis con vida —dijo Kerrick con algo de irritación y amargura—. Eso debería proporcionaros una cierta satisfacción.
Nadaske se volvió hacia un lado, haciendo un signo femenino e interrogador con su movimiento. Kerrick sonrió ante aquello, la sugerencia de que él había estado actuando dura e insultantemente. Igual que una hembra.
Sin embargo, hacía apenas unos momentos, había sido una hembra la que lo había arrojado hambriento fuera de su fuego. Y aún no había comido. Miró alrededor. Los machos tenían un apetito caprichoso, y aún había algo de la carne conservada que les había llevado el día anterior. Kerrick tomó un trozo y lo comió. Imehei gimió.
—Moriremos, encerrados aquí…, y nos harán pasar hambre también.
—No seas estúpido. —Hizo un signo de machos y estupidez, un gesto confuso porque era un signo utilizado sólo por las hembras. Sin embargo, aquellos dos le habían asignado el papel de hembra dominante cuando estaba con ellos. La furia creció rápidamente; ¿en ninguna parte le aceptaban?
—Vaintè ha regresado —dijo—. Ellas y muchas otras están cerca de aquí.
Entonces consiguió captar su atención, y al poco tiempo se estaban disculpando por su mal genio, asegurándole que admiraban su fuerza y generosidad, suplicándole información. Permaneció con ellos algún tiempo, feliz en su compañía, dándose cuenta de que tenía mucho en común con ellos. Podía hablar de lo que le interesaba en la profunda y compleja manera de la comunicación yilanè. No le importaban ni Kadair, ni Karognis…, ni siquiera Ermanpadar. Por un momento olvidó sus muchos problemas. Era mediodía cuando se fue, y regresó antes del anochecer, trayéndoles más carne. Cenaron juntos, con placer compartido.
Sin embargo, debajo del placer yacía la oscura sombra del futuro. Vaintè estaba cerca, con la muerte entre sus pulgares. Las plantas venenosas crecerían bien al sol, y los pequeños lagartos correrían de un lado para otro y dispersarían sus mortales semillas. El futuro era ineludible…, e ineludiblemente tétrico.