CAPÍTULO 10

El invierno había vuelto de nuevo a Deifoben. Las lluvias fueron fuertes ese año, y un viento del norte que silbaba por entre las ramas de los árboles enviaba las hojas muertas dando tumbos ante él. Aquella mañana Kerrick había sido despertado en la oscuridad por el tamborileo de la lluvia sobre las cubiertas traslúcidas de arriba. No había vuelto a dormirse. Con el primer grisear del alba había tomado su hesotsan y lo había alimentado, metiendo en su pequeña boca los fragmentos de carne que había reservado de su cena la noche antes. El arma estaba ahora a su lado la mayor parte del tiempo.

Había dictado firmes órdenes de que cualquiera que saliera de los confines de la ciudad fuera armado. No había excepciones…, ni siquiera él. Cuando le hubo dado de comer salió, caminando, como hacía ahora casi cada día a lo largo de los senderos que conducían por entre los campos hasta el norte de la ciudad, hasta el último bosquecillo donde los nenitesk arrancaban las hojas de los árboles y masticaban ruidosamente grandes bocados. Las aferrantes enredaderas que los yilanè habían plantado para bloquear el paso se extendían todavía de lado a lado, y las pisó cuidadosamente. Pero las espinas venenosas habían sido arrancadas, puesto que estaban allí para atrapar humanos, no animales. Mantenía su arma dispuesta, atento a los muchos predadores que merodeaban por los límites de la ciudad. Mirando y escuchando atentamente. Pero se hallaba solo, el camino al norte estaba despejado.

Y vacío. Kerrick se detuvo allí, sin reparar en la lluvia que empapaba su largo pelo y barba, goteaba de los cuchillos de metal, el largo y el pequeño, que colgaban del collar indestructible que aún llevaba alrededor del cuello, descendía en un pequeño riachuelo por sus piernas.

Vacío. Iba allí casi todas las mañanas: aquel era el peor momento. Más tarde, cuando los trabajos del día lo enfrascaban, podía olvidarlo todo por un tiempo. Pero no ahora, no cuando acababa de despertarse. Quizás Herilak regresara y trajera con él a Armun, o podía llegar algún cazador con noticias de ella. Sin embargo, sabía, incluso antes de llegar allí, que esta esperanza era una esperanza vacía. Tendría que ser él quien acudiera, en la primavera, al norte para traerla de vuelta consigo. Ahora era ya demasiado tarde, y la primavera aún estaba muy lejos.

¿Qué era lo que hacia que esta ciudad fuera tan importante como para quedarse cuando todos los demás habían regresado? Todavía no estaba seguro. Pero lo había hecho, y ahora no podía deshacerlo. Iría tras ella con la primavera, y nada se lo impediría esta vez.

Cuando regresó el sendero estaba tan vacío como lo había estado a su llegada.

La lluvia estaba escampando, y sobre su cabeza se desgarraban fragmentos de cielo azul. Le aguardaban problemas allí en la ciudad. Decisiones que había que tomar. No deseaba enfrentarse con ellas, hablar con nadie, todavía no. El océano no estaba lejos, podía oír el apagado tronar de la resaca incluso desde allí: no habría nadie en la orilla. Podía caminar a lo largo de la playa y regresar a la ciudad por allí.

El sol despuntó en el momento en que emergía de debajo de los árboles y brilló sobre la limpia arena y las olas coronadas de blanca espuma. Alpèasak, las hermosas playas; las palabras saltaron espontáneas a su mente su brazo derecho y su barbilla se movieron al mismo tiempo, sin darse cuenta de ello con los modificadores correctos. Con la cabeza baja, arrastró los pies por la arena, sin que la belleza de la playa significara nada. El mundo era un lugar muy vacío.

Los muelles estaban llenos de maleza, sin usar desde hacía más de un año, uno de los muchos cambios en la ciudad ahora que los yilanè ya no estaban y los tanu habían ocupado su lugar. Trepó por un montón de ramas arrastradas por el viento y subió al muelle. El guardia debía de estar cerca. Una de las cosas en las que Sanone y él habían estado de acuerdo era en que debían seguirse manteniendo las guardias, desde antes del amanecer hasta después del anochecer, en la parte de la ciudad que miraba al mar. El enemigo había sido echado de allí pero eso no significaba que no pudiera volver. Allí estaba el guardia, sentado con la espalda apoyada en un árbol.

Kerrick no deseaba hablar con él, así que echó a andar hacia el sendero que conducía a la ciudad. El sasku no se movió, siguió blandamente sentado, sin muestras de haberle visto.

Kerrick se detuvo, atrapado por un repentino miedo, se dejó caer al suelo, miró a su alrededor, con el hesotsan preparado. Nada se movió. Oyó la llamada de un pájaro: no hubo ningún otro sonido. Se arrastró, sobre codos y rodillas, hasta ponerse a cubierto en los matorrales en un lugar desde donde podía ver claramente al cazador. Estaba ligeramente inclinado hacia delante, los ojos cerrados, los dedos sujetando blandamente su lanza. Dormido.

Kerrick se puso de pie, sonrió ante su miedo irracional, avanzó y lo llamó.

Entonces vio el dardo en el lado del cuello del cazador, y supo que todos sus peores miedos se habían realizado.

¡Los yilanè habían vuelto!

Se dejó caer de nuevo a cubierto, mirando alocado a su alrededor. ¿Dónde estaban, adónde habían ido? Antes de que el pánico lo dominara se obligó a pensar, no a reaccionar. Los yilanè estaban allí, eso era seguro. Aquello no era un accidente…, o un posible asesinato realizado por otro cazador. Todos se hacían ahora sus propios dardos, los construían con mucha paciencia para que fueran lo más efectivos posible. Sin embargo, el que tenía delante, el que había matado al guardia, había crecido en un arbusto. Recogido por una fargi…, disparado por una yilanè. Habían venido por el mar. Pero ¿cuántas? Tenía que dar la alarma. ¿Dónde estaba trabajando el sasku más próximo? Tan cautelosamente como pudo, se apresuró hacia el centro de la ciudad, dando un rodeo de la ruta más directa.

Oyó voces allá delante…, ¡hablando sasku! Corrió hacia ellas, con la llamada trepando por su garganta, cuando vio a los dos guerreros entre los naranjos. Hubo el seco sonido de un crujido, y uno de ellos se tambaleó y cayó. El otro se dio la vuelta, sobresaltado, siguió girando, y cayó encima del primer cazador.

Las palabras se estrangularon en la garganta de Kerrick, y se dejó caer al suelo detrás del tronco de un árbol, sin poder apartar los ojos de los dos sasku muertos ante él.

Oyó el crujir de hojas secas en el pequeño bosquecillo mientras permanecía tendido inmóvil, sin respirar, contemplando la forma oscura que emergía lentamente a la luz del sol.

¡Una yilanè!

Se detuvo, inmóvil, y sólo sus ojos siguieron moviéndose, mirando a su alrededor, pero sin verle. Sus brazos estaban medio bajados en el gesto de miedo, el hesotsan apuntado al suelo. Se dio cuenta de que era joven, sólo una fargi. Pero eso quería decir que habría otras con ella.

Estaba en lo cierto, pues un momento más tarde oyó una voz irritada decir Adelante… La fargi se estremeció de miedo e indecisión y finalmente avanzó de nuevo. Otras dos emergieron tras ella, mostrando el mismo abrumador miedo que la primera. Luego una cuarta figura se hizo visible entre las sombras, erguida y dominante, familiar. Avanzó a la luz.

Vaintè.

Kerrick se estremeció con la oleada de feroces sensaciones que lo barrieron de pies a cabeza. Odio y repulsión…, y algo más, no pudo decir lo que era, no quería saberlo. Vaintè había regresado, allí estaban las fuerzas invasoras, tenía que dar la alarma.

Tenía que matarla, eso era todo lo que sabía. Una vez, antes, había hundido su lanza en ella, y había sobrevivido. Ahora, un solo mordisco de su dardo, con una invisible gota de veneno en él…, y la muerte instantánea. ¡Sí!

Alzar lentamente el arma, apuntar cuidadosamente, un soplo de aire en su mejilla, adelante, ella se estaba volviendo hacia él, lo bien que conocía aquel rostro…

Apretar…

El arma chasqueó sonoramente en su mano, justo en el momento en que una de las fargi avanzaba un paso.

Para recibir el dardo en su carne, tambalearse y caer.

—¡Tú! —gritó Vaintè, mirándole directamente al rostro, el odio coloreando la palabra, haciendo ondular su carne con su fuerza.

Sin pensarlo, Kerrick disparó de nuevo…, pero ella había desaparecido. Las dos fargi que quedaban se volvieron para seguirla. Su arma restalló de nuevo, y una de ellas cayó. Pesados pasos se alejaron por entre los árboles.

Estaban corriendo, huyendo. No era la invasión pues quizá sólo un equipo de exploración.

—¡Están aquí! —gritó tan fuerte como pudo, luego aulló el grito de guerra tanu. Luego gritó, en yilanè: —¡Matar, matar, matar…, Vaintè, Vaintè, Vaintè! —con la esperanza de que ella captara el significado.

Hubo gritos en la distancia, y repitió la advertencia.

Luego corrió, inconsciente de pronto a todo peligro, siguiendo los pasos que se alejaban. Corrió tras ellas, jadeante, deseando matar más. Salió de los árboles y vio las dos figuras en el muelle allá delante, lanzándose bruscamente al agua.

Kerrick se detuvo en la arañada madera y disparó contra las dos cabezas que se alejaban de él en el mar, una y otra vez, hasta que el vacío hesotsan se agitó débilmente en su mano. Sus dardos habían fallado, las dos nadadoras estaban fuera de alcance. En dirección al negro objeto lejos del puerto.

La aleta de un uruketo, aguardándolas.

Sólo entonces se dio cuenta Kerrick de que estaba temblando violentamente. Bajó el arma y contempló las cabezas hacerse más pequeñas hasta que se perdieron entre las olas. Vaintè allí, y él hubiera podido matarla.

Oyó el sonido de pasos apresurados a sus espaldas, y dos cazadores aparecieron a su lado.

—Los vimos, dos murgu, muertos, mataron a Keridamas y Simmacho, ¿qué ha ocurrido?

Kerrick señaló, aún temblando.

—Ahí, las murgu, aún están vivas. Tienen uno de sus barcos —animal ahí fuera. Vinieron a ver la ciudad, saben que ahora la tenemos nosotros.

—¿Volverán?

—¡Por supuesto que volverán! —gritó Kerrick, mostrando los dientes en una mueca lobuna—. Ella está ahí, la líder, la que mantiene viva la batalla contra nosotros, la que quiere matarnos a todos. Mientras ella esté ahí fuera…, volverán.

Los cazadores se apartaron unos pasos de Kerrick y le miraron inquietos.

—Esto es algo que hay que decirle a Sanone —dijo Meskawino—. Debemos correr a decírselo.

Se alejaron, y Kerrick tuvo que llamarles.

—Uno solo puede llevar la noticia. Tú, Meskawino, quédate aquí.

Meskawino dudó, luego obedeció, puesto que Kerrick era quien ordenaba las cosas en la ciudad. Sanone era su mandukto y todos los sasku lo consideraban su líder, pero les había dado instrucciones de que obedecieran siempre a Kerrick. Meskawino apretó fuertemente su azadón y miró, aprensivo, a su alrededor. Kerrick vio aquello y luchó por mantenerse bajo control. El tiempo de la ciega rabia había pasado. Ahora debía pensar fríamente, como un yilanè, pensar por todos ellos. Adelantó una mano y la apoyó en el tembloroso brazo del cazador.

—Se han ido, así que tus temores tienen que haberse ido también. Vi a la que las capitaneaba, ella y otra nadaron hasta ponerse a salvo. Se han ido, todas se han ido. Ahora tienes que quedarte aquí y montar guardia para que no regresen.

Aquella era una orden positiva, algo que hacer. Meskawino alzó su azadón como si fuera un arma.

—Vigilaré —dijo, y se volvió y miró hacia el mar. Al hacer esto vio por primera vez el cuerpo caído del guardia en el muelle, y se puso a gemir.

—¡Él también…, mi hermano! —El azadón se deslizó al suelo cuando avanzó tambaleante hacia el cuerpo y se dejó caer de rodillas a su lado.

Más muertes y más muertos, pensó Kerrick, contemplando con ojos ausentes el ahora desierto muelle. Vaintè, la criatura de la muerte. Sin embargo, no podía ser ella sola. No recibiría ayuda de las ciudades si no fuera porque los fríos inviernos habían traído consigo el miedo yilanè de Entoban, donde una ciudad casi se tocaba con la otra. Cuando el invierno se apoderaba de las ciudades septentrionales estas podían quedarse y morir, podían cruzar el océano… y pelear. Eso era lo que Vaintè les había dicho, él la había oído, sabía que seguiría con aquello hasta que la mataran.

Algún día. No ahora; estaba más allá de su alcance.

Lo que debía hacer ahora era intentar meterse dentro de la cabeza de ella y descubrir lo que estaba planeando. La conocía mejor que nadie, mucho mejor que las demás yilanè. Así que, ¿qué haría ella a continuación?

Una cosa era cierta: no estaba sola. Toda una flota de uruketo podían estar aguardando más allá del horizonte llenos de fargi armadas, preparadas para la invasión. Era un pensamiento aterrador. Un gemido de agonía cruzó sus pensamientos, y se volvió para ver que los sasku habían llegado ya. Sanone llegó el primero, con las mujeres a sus talones, tironeándose del pelo cuando vieron al cazador muerto. Sanone miró el cadáver, luego a Kerrick, luego al mar.

—Han regresado como dijiste que harían. Ahora tenemos que defendernos. ¿Qué debemos hacer?

—Apostar guardias, día y noche. Las playas y todos los accesos a la ciudad deben ser vigilados. Volverán.

—¿Por mar?

Kerrick vaciló.

—No lo sé. Siempre han atacado desde el océano antes, cuando han podido, ese es su modo. Pero eso fue cuando tenían esta ciudad y botes pequeños. Y también nos atacaron por tierra. No, no será desde el agua la próxima vez, estoy seguro de ello. Debemos mantener la vigilancia por todos lados.

—¿Y eso es todo lo que haremos? ¿Simplemente vigilar y aguardar como animales a ser sacrificados?

—Kerrick captó la amargura en su voz.

—Haremos más que eso, Sanone. Ahora las conocemos.

Enviarás a tus mejores rastreadores al norte y al sur, a lo largo de la costa, para descubrir su base. Cuando las hayamos encontrado…, entonces las mataremos. Y para eso necesitaremos ayuda. El sammadar que vive para la muerte de los murgu. Necesitamos a esos cazadores tanu, su conocimiento de los bosques y su fuerza. Tienes que buscar a tus dos corredores más rápidos, que puedan correr día tras día y luego seguir corriendo. Envíalos al norte al encuentro de los tanu, para llevarle a Herilak el mensaje de que tiene que unirse a nosotros con todos los cazadores que pueda reunir. Si se le dice que hay murgu que matar…, vendrá.

—El invierno ha llegado y la nieve es profunda en el norte. Nunca alcanzarán los sammads. Y, aunque lo hicieran, puede que los cazadores no deseen marchar en lo más profundo del invierno. Pides demasiado, Kerrick, pides a los sasku que mueran sin razón.

—Puede que la muerte esté ya aquí. Necesitamos su ayuda. Debemos conseguirla.

Sanone agitó pesaroso la cabeza.

—Si tenemos que morir, entonces moriremos. Donde Kadar conduce, nosotros no podemos hacer más que seguirle. Él nos trajo hasta aquí por sus razones. Aquí debemos quedarnos, puesto que seguimos las huellas del mastodonte. Pero no puedo pedir a mis sasku que mueran en las nieves del invierno sólo por una idea. En primavera será distinto. Todo lo que podemos hacer ahora es seguir la voluntad divina de Kadair.

Kerrick fue a decir algo, furioso…, luego se controló.

No estaba completamente seguro de cuál era la voluntad de Kadair, excepto que siempre parecía surgir cuando el viejo necesitaba reforzar sus argumentos. Sin embargo, había verdad en lo que decía. Era posible que los sasku no consiguieran lo que los tanu conseguían fácilmente, puesto que no estaban acostumbrados al invierno. Y aunque lo consiguieran…, no había manera de estar seguro de que Herilak respondiera a su llamada de ayuda. Tendrían que aguardar hasta la primavera.

Si tenían tanto tiempo.