La tormenta, yéndose hacia el mar, estaba acabando.
Cortinas de lluvia barrían el distante uruketo y lo ocultaban de la vista. De pronto apareció de nuevo cuando la lluvia pasó más allá de él, más lejos ahora, una forma oscura contra las blancas crestas de espuma de las olas.
El bajo sol del atardecer atravesó las rotas nubes y bañó el uruketo con una luz rosada e hizo destacar la alta silueta de su aleta dorsal. Luego desapareció, invisible ahora en la creciente oscuridad. Herilak, de pie junto a las olas que lamían la playa, agitó la lanza tras él y gritó amargamente.
—Tendrían que haber muerto también, todas ellas. Ninguna hubiera debido escapar.
—La matanza ha terminado —dijo débilmente Kerrick—. Todo ha terminado. Hemos vencido. Hemos eliminado a los murgu, quemado su ciudad. —Señaló los humeantes árboles a sus espaldas—. Has tenido tu venganza. Por cada uno de tu sammad que ellos mataron, has quemado un hault de murgu. Tú lo has hecho. Por cada cazador, mujer, niño, muertos, has matado la cuenta de un hombre de murgu. Ya es suficiente. Ahora debemos olvidar la muerte y pensar en vivir.
—Hablaste con uno de ellos, lo dejaste escapar. Mi mano que sujeta la lanza tembló…, no fue bueno que hicieras eso.
Kerrick era consciente de la ira del otro, y la suya propia se alzó para enfrentarse a ella…, pero la mantuvo bajo control. Todos estaban cansados, al borde del agotamiento, tras los sucesos del día. Y debía recordar que Herilak había obedecido su orden de no matar a Enge cuando él habló con ella.
—Para ti todos los murgu son iguales, hay que matarlos a todos. Pero esa fue mi maestra…, y es distinta de las demás. Ella sólo habla de paz. Si los murgu la escuchan, la creen, puede que acabe esta guerra…
—Volverán; regresarán para vengarse.
El alto cazador estaba poseído aún por la furia, y agitaba su lanza empapada en sangre hacia el enemigo desaparecido y vencido, con los ojos, ardientes a causa del humo, tan rojos como la punta de su lanza. Ambos cazadores estaban sucios y tiznados, con sus rubias barbas y su largo pelo llenos de ceniza. Kerrick sabía que era el odio el que hablaba por boca de Herilak, su necesidad de matar murgu y seguir matándolos sin cesar.
Pero Kerrick sabía también, con una enfermiza sensación que aferraba sus entrañas, que Herilak decía la verdad.
Los murgu, los yilanè, el enemigo, volverían. Vaintè se ocuparía de ello. Aún vivía, y mientras viviera no habría seguridad, no habría paz. Cuando se dio cuenta de esto, las fuerzas lo abandonaron y se tambaleó; se apoyó en su lanza en busca de sostén, y agitó la cabeza como si quisiera apartar la visión de desesperación de delante de sus ojos. Debía olvidar a Vaintè y olvidar a los murgu, olvidarlo todo sobre ellos. Ahora era tiempo de vivir; las muertes habían terminado.
Un grito cortó la oscuridad de sus pensamientos y se volvió para ver al cazador sasku, Keridamas, que le llamaba desde las ennegrecidas ruinas de Alpèasak.
—Hay murgu, todavía vivos, atrapados.
Herilak giró en redondo con un grito, y Kerrick apoyó rápidamente una mano sobre su brazo y lo retuvo.
—No lo hagas —dijo suavemente—. Baja tu lanza.
Deja que yo me ocupe de esto. Las muertes tienen que terminar en alguna parte.
—No, nunca, no con esas criaturas. Pero contendré mi lanza porque aún sigues siendo nuestro margalus, nuestro consejero de guerra que nos conduce en la batalla contra los murgu, y sigo obedeciendo tu mando.
Kerrick se volvió cansadamente, y Herilak le siguió mientras avanzaba por la pesada arena hacia la incendiada ciudad. Estaba agotado hasta la médula de los huesos y lo único que deseaba era descansar, pero no podía.
¿Todavía había yilanè vivas? No parecía posible. Tanto las fargi como las yilanè habían muerto cuando murió su ciudad…, era lo mismo que ser arrojadas fuera de ella desechadas. Cuando ocurría esto las yilanè sufrían un cambio irreversible —él mismo lo había visto— que terminaba siempre con la muerte. Pero, sí, había excepciones, era posible que algunas pudieran sobrevivir. Tal vez fueran las Hijas de la Vida: ellas no morían como las demás. Tendría que comprobarlo por sí mismo.
—Los encontramos saliendo de uno de los bosquecillos medio quemados —dijo Keridamas. Todavía no podía acostumbrarse a que la mayoría eran hembras. Ninguno podía—. Matamos a uno, pero los demás volvieron a meterse dentro. Fue Simmacho quien pensó que tal vez te gustaría verlo, matarlos tú mismo, margalus.
—¡Sí! —exclamó Herilak, y una expresión de intenso odio dejó al descubierto sus dientes. Kerrick agitó la cabeza con un gran cansancio.
—Veamos quiénes son antes de matarlas. O, mejor aún, cojámoslas vivas. Hablaré con ellas, porque hay cosas que debo saber.
Se abrieron camino a través del ennegrecido matadero, entre los aún humeantes árboles y más allá de los cadáveres apilados. Su camino les llevó a través del ambesed, y Kerrick se detuvo, horrorizado, ante los enormes montones de cuerpos yilanè. No parecían heridas, ni quemadas…, pero estaban muertas. Y todas miraban con sus ojos sin vida hacia la pared del fondo del ambesed.
Kerrick miró también en aquella dirección, hacia la silla de poder donde se había sentado Vaintè, ahora desolada y vacía. Las fargi y las yilanè debían de haber corrido hasta allí, pisoteándose, en busca de la protección de la eistaa. Pero esta había desaparecido, la silla de poder estaba vacía, la ciudad moribunda. Así que ellas también habían muerto. Keridamas abrió camino, pasando por encima de los cuerpos amontonados, y Kerrick le siguió entumecido por la impresión. Todas aquellas muertes.
Habría que hacer algo al respecto antes de que empezaran a pudrirse. Demasiadas para enterrarlas. Pensaría en algo.
—Ahí delante —dijo Keridamas, y señaló con su lanza.
Simmacho estaba hurgando en una astillada y requemada puerta, intentando mirar al interior en la creciente oscuridad. Cuando vio a Kerrick apuntó hacia el cuerpo yilanè tendido ante él en el suelo y le dio la vuelta con el pie. Kerrick lo miró…, luego se inclinó para examinarlo más de cerca a la agonizante luz. No era extraño que aquel lugar le pareciera familiar. Era el hanale.
—Este es un macho —dijo—. Los otros de dentro deben ser machos también.
Simmacho removió el cadáver con el pie, sorprendido.
Como la mayoría de los tanu, no podía acabar de creer que los depravados murgu contra los que habían estado luchando y a los que habían matado fueran todos hembras.
—Este echó a correr —dijo.
—Los machos no luchan…, ni hacen nada. Permanecen todos encerrados en este lugar.
Simmacho estaba aún desconcertado.
—¿No murieron como los otros?
¿Y por qué deberían hacerlo?, se preguntó Kerrick.
—Las hembras murieron porque su ciudad murió, para ellas era como si hubieran sido rechazadas. Algo les ocurre cuando son arrojadas fuera de la ciudad. No estoy seguro de qué es. Pero es algo mortal, podéis ver las pruebas en todos lados. Parece como si los machos, por el hecho de ser mantenidos aparte y protegidos siempre, en cierta forma, de ser rechazados por la ciudad, no mueran con las otras.
—Morirán bajo nuestras lanzas —dijo Herilak—. Y rápido, antes de que escapen en la oscuridad.
—Los yilanè no acostumbran a moverse por la noche, tú lo sabes bien. Y tampoco hay alguna otra puerta que conduzca fuera de este lugar. Terminemos de una vez la matanza y de hablar de matanza, y descansemos aquí hasta la mañana. Comamos y bebamos y durmamos.
Nadie lo discutió. Kerrick halló frutos de agua en un árbol no quemado y les mostró cómo beber de ellos. Su comida había desaparecido, pero el cansancio era más grande que el hambre, y casi de inmediato se quedaron dormidos.
No así Kerrick. Estaba tan agotado como los demás pero el torbellino de sus pensamientos lo mantuvo despierto. Por encima de él, el viento alejó las últimas nubes y surgieron las estrellas. Luego se durmió, sin darse cuenta, y, cuando miró de nuevo, el amanecer estaba clareando el cielo.
Hubo movimiento tras él y, a la creciente luz vio a Herilak, cuchillo en mano, caminar en silencio hacia la entrada del hanale.
—Herilak —llamó, mientras se ponía rígidamente de pie. El gran cazador giró en redondo, el rostro hosco de furia, dudó…, luego metió el cuchillo en la vaina, se volvió y se alejó a grandes zancadas. No había nada que Kerrick pudiera decir que aliviara el dolor que le desgarraba. En vez de aplacar la ira y el odio de Herilak, la matanza parecía haber intensificado sus emociones. Quizás eso pasara pronto. Quizá. Los pensamientos de Kerrick eran turbados mientras saciaba su sed con uno de los frutos de agua. Todavía quedaba mucho por hacer.
Pero primero tenía que descubrir si realmente había algún yilanè todavía vivo en el hanale. Contempló cansadamente su lanza. ¿La necesitaba todavía? Podía haber hembras vivas dentro que nada supieran de la destrucción de la ciudad. Alzó el arma y la sostuvo ante él mientras empujaba la quemada y torcida puerta.
Dentro todo era una ennegrecida ruina. El fuego se había deslizado a lo largo del vestíbulo y a través de los paneles transparentes de lo alto. El aire era denso con el olor del humo…, y de la carne quemada. Con la lanza preparada, recorrió el vestíbulo, la única parte del hanale que nunca había llegado a ver, y siguió adelante tras doblar la esquina del final. Una puerta abrasada conducía a una amplia estancia…, donde el olor de carne carbonizada era abrumador. Más luz de la suficiente se filtraba por el quemado techo para revelar el horrible contenido de la habitación.
Casi a sus pies, abrasada y muerta, con la boca enormemente abierta, estaba Ikemend, la cuidadora del hanale. Tras ella podían verse las amontonadas formas de los machos a su cargo. La estancia estaba atestada de ellos ahora carbonizados y tan muertos como su cuidadora.
Kerrick se alejó con un estremecimiento, y siguió internándose en la estructura.
Era un laberinto de estancias y pasadizos interconectados, en su mayor parte carbonizados y destruidos. Sin embargo, más allá, la madera era más verde, aquella sección había sido desarrollada recientemente y el fuego apenas la había alcanzado. Tras la última esquina entró en una estancia con vistosas colgaduras en las paredes, suaves almohadones en el suelo. Apelotonados contra la pared del fondo, con los ojos desorbitados y las mandíbulas colgando en juvenil miedo, había dos machos jóvenes.
Gimieron al verle.
—Todo muerto —dijeron, y cerraron los ojos.
—¡No! —exclamó Kerrick en voz muy alta—. Corrección de afirmación. Estupidez de machos…, atención al habla superior.
Sus ojos se abrieron asombrados ante aquello.
—Hablad —ordenó—. ¿Hay otros?
—La criatura que habla apunta con diente afilado que mata —gimió uno de ellos.
Kerrick bajó la lanza contra los almohadones y la apartó de ellos.
—Las muertes han terminado. ¿Estáis solos?
—¡Solos! —gimieron al unísono, y sus manos llamearon los colores juveniles del terror y el dolor. Kerrick luchó por mantener la calma ante aquellas estúpidas criaturas.
—Escuchadme y guardad silencio —ordenó—. Soy Kerrick fuerte-e-importante que se sienta al lado de la eistaa. Habéis oído hablar de mí. —Hicieron signo de asentimiento: quizás el conocimiento de su huida no había llegado hasta su aislamiento. O, más simplemente, lo habían olvidado—. Ahora responderéis a mis preguntas.
¿Cuántos de vosotros hay aquí?
—Nos ocultamos —dijeron los jóvenes—, era un juego al que jugábamos. Los otros tenían que encontrarnos. Yo estaba aquí, Elinman oculto conmigo, y Nadaske detrás de la puerta. Pero los otros nunca vinieron. Algo ocurrió.
Se estaba muy caliente y bien, y luego vinieron los malos olores formando nubes, que hicieron que nos dolieran los ojos y las gargantas. Llamamos a Ikemend para que nos ayudara, pero ella nunca vino. Teníamos miedo de salir.
Yo estaba demasiado asustado, me llaman Imehei porque soy así, pero Elinman es muy valiente. Él abrió camino y nosotros le seguimos. Lo que vimos no puedo contártelo, es demasiado horrible. Deseábamos abandonar el hanale pese a que está prohibido, y Elinman lo hizo y gritó y nosotros corrimos de vuelta dentro. ¿Qué será de nosotros?
¿Qué podía ocurrirles, realmente? La muerte segura si los cazadores caían sobre ellos. Verían sólo murgu con garras y dientes, el enemigo. Pero Kerrick sabía lo que eran: criaturas estúpidas superprotegidas, apenas capaces de cuidar de si mismas. No podía permitir que las mataran, estaba harto de tantas muertes.
—Quedaos aquí —ordenó.
—Tenemos miedo y hambre —gimió Imehei. Suave al tacto, ese era su nombre. Muy acertado. Y el otro, Nadaske, mira desde el recinto. Eran como niños, peor que niños, porque nunca crecerían.
—Silencio…, lo ordeno. Aquí tenéis agua, y estáis lo bastante gordos como para pasar un poco de hambre. No abandonéis esta estancia. Os traeré carne. ¿Comprendéis?
Se calmaron, hicieron signo de obediencia, seguros al recibir órdenes y que alguien se ocupara de ellos. ¡Machos! Alzó su lanza y los dejó allí. Regresó a través de la inmensidad de la estructura y, cuando emergió, Herilak le estaba aguardando. Tras él se hallaba el resto de los cazadores, mientras que Sanone y sus sasku estaban agrupados a un lado.
—Nos vamos —dijo Herilak. Ahora había controlado su ira…, pero la había reemplazado por una fría reserva—. Lo que vinimos a hacer…, ya está hecho. Los murgu y su nido han sido destruidos. Ya no hay nada más para nosotros aquí. Regresamos a los sammads.
—Debéis quedaros. Todavía hay trabajo que hacer…
—No para los tanu. Tú fuiste nuestro margalus, Kerrick, y nos condujiste bien contra los murgu, y te honramos por ello, y te obedecimos. Pero ahora que los murgu están muertos ya no nos mandas. Nos vamos.
—¿Has sido elegido para hablar por todos ellos, fuerte Herilak? —dijo furiosamente Kerrick—. No recuerdo esta elección. —Se volvió a los cazadores—. ¿Habla Herilak por vosotros…, o tenéis pensamientos propios?
Algunos desviaron la vista de su furia, pero el sammadar Sorli avanzó unos pasos.
—Tenemos pensamientos propios, y hemos hablado. Herilak dice la verdad. Aquí ya no hay nada para nosotros. Lo que está hecho está hecho, y debemos regresar a nuestros sammads antes del invierno. Tú tienes que venir también, Kerrick. Tu sammad está en el norte, no aquí.
Armun. Ante el pensamiento de ella aquella ciudad de muerte no significaba nada. Ella era su sammad, ella y el bebé, y casi cedió, estuvo a punto de unirse a ellos en la marcha hacia el norte. Pero detrás de Sorli estaban Sanone y sus sasku, y ellos no se habían movido. Kerrick se volvió hacia ellos y preguntó:
—¿Y qué dicen los sasku de esto?
—Nosotros también hemos hablado, y no hemos terminado de hablar. Acabamos de llegar a este nuevo lugar, hay mucho aquí que ver y comentar…, y no compartimos la misma necesidad del helado norte que los tanu tienen ahora. Les comprendemos. Pero vemos las cosas de otro modo.
—Sólo un poco de tiempo —dijo Kerrick, y se giró para enfrentarse a los cazadores—. Debemos sentarnos y fumar y conferenciar sobre todo esto. Hay que tomar una decisión…
—No —dijo Herilak—. Las decisiones ya han sido tomadas. Lo que vinimos a hacer ya lo hemos hecho. Regresamos hoy.
—No puedo irme con vosotros. —Kerrick percibió la tensión en su propia voz, esperó que los otros no la percibieran—. Mi deseo es también regresar. Armun está allí, mi sammad, pero no puedo volver todavía con vosotros.
—Armun estará bajo mi cuidado —dijo Herilak—. Si no deseas volver con nosotros, estará segura en mi sammad hasta tu regreso.
—No puedo marcharme todavía. Aún no es el momento, es preciso pensar.
Les estaba hablando a sus espaldas. La decisión había sido tomada, las palabras habían terminado. La batalla se había librado, y los cazadores eran libres de nuevo.
Siguieron a Herilak en silencio por el sendero entre los árboles.
Y nadie miró atrás, ni un solo tanu. Kerrick aguardó de pie y los observó hasta que el último de ellos desapareció de la vista, y tuvo la sensación de que una parte importante de él se había marchado con ellos. ¿Qué había convertido su victoria en una derrota? Quiso seguirles, suplicarles que volvieran, y si no lo hacían deseó unirse a ellos en el sendero, el sendero que lo conduciría a Armun y a su vida.
Pero no lo hizo. Algo igualmente fuerte lo mantuvo allí. Sabía que pertenecía a Armun, a los tanu, porque él era tanu.
Sin embargo, había hablado con los estúpidos machos yilanè, les había dado órdenes como un yilanè había sentido la fuerza y el poder de su posición. ¿Era eso posible? ¿Estaba en su hogar en esta ciudad semidestruida como nunca lo había estado entre los sammads en el norte?
Se sentía tirado hacia dos direcciones distintas y no podía decidir, sólo podía permanecer de pie y contemplar los árboles vacíos, desgarrado por emociones que no podía comprender, inspirando profunda y temblorosamente, una y otra vez.
—Kerrick —dijo la voz, y sonó como si llegara de una gran distancia; se dio cuenta de que Sanone le estaba dirigiendo la palabra—. Todavía eres el margalus. ¿Cuáles son tus órdenes?
Había comprensión en los ojos del viejo; el manduktos de los sasku conocía los ocultos secretos de los demás.
Quizás él conociera los sentimientos interiores de Kerrick mejor que el propio Kerrick. Pero ya era suficiente. Todavía quedaba mucho por hacer. Debía apartar de él todo pensamiento de Armun por el momento.
—Necesitaremos comida —dijo—. Os mostraré los campos donde crían los animales para carne. Seguro que no todos han resultado quemados. Y todos estos cadáveres, hay que hacer algo con ellos.
—Echarlos al río antes de que se pudran —dijo hoscamente Sanone—. Los arrastrará hasta el mar.
—Sí, así todo queda arreglado. Ordena que lo hagan.
Luego elige a los que vendrán conmigo. Les mostraré el camino hasta los animales. Comeremos…, y después de eso hay muchas más cosas que tenemos que hacer.
belesekesse ambeiguru desguru kak'kusarod. murubelek murubelek.
Apotegma yilanè
Aquellos que nadan en la cresta de la ola más alta solo pueden hundirse en el valle más profundo.