Así fue como sobreviví al invierno terrible. Viví en la biblioteca con Sam, y durante los seis meses siguientes, aquella pequeña habitación fue el centro del mundo para mí. Supongo que no te sorprenderá enterarte de que acabamos durmiendo en la misma cama. Tendríamos que haber sido de piedra para resistirnos y, cuando por fin ocurrió, la tercera o cuarta noche, los dos nos sentimos tontos por haber esperado tanto. Al principio era sólo una cuestión física, un encuentro furioso de cuerpos, una maraña de miembros, una ostentación de lujuria reprimida. Experimentamos una enorme sensación de alivio, y durante los días siguientes nos buscamos el uno al otro hasta agotarnos. Luego el ritmo se hizo más pausado, como debía ser, y entonces, poco a poco, en las semanas siguientes, nos enamoramos de verdad. No hablo sólo de ternura y de las ventajas de una vida en común; nos enamoramos profunda, perdidamente, y al final era como si estuviéramos casados, como si no fuésemos a separarnos nunca más.

Para mí ésta fue la mejor época, no sólo aquí, ya me entiendes, la mejor época de mi vida. Es extraño que pudiera ser tan feliz en tiempos tan difíciles, pero la vida con Sam logró hacerlo realidad. Fuera, las cosas no cambiaron demasiado; seguían las mismas batallas, cada día había que enfrentarse a los mismos problemas, pero se me había concedido la posibilidad de la esperanza, y comencé a creer que nuestros problemas se acabarían tarde o temprano. Sam sabía más de la ciudad que cualquiera que yo haya conocido, podía recitar la lista de todos los gobiernos de los últimos diez años, podía nombrar a los gobernadores, alcaldes e innumerables suboficiales; podía contar la historia de los hombres de las ruinas, describir la construcción de las centrales energéticas, dar informes detallados hasta de las sectas más pequeñas. Lo que me convenció fue el hecho de que supiera tanto y aun así estuviera seguro de que podríamos salir de allí. Sam no era la clase de hombre que distorsiona los hechos; después de todo, era un periodista, y se había entrenado para mirar al mundo con escepticismo. Si él decía que era posible volver a casa, es porque sabía que lo era.

En general, Sam no era muy optimista, difícilmente lo que se dice una persona apacible. Había una especie de furia bullendo continuamente en su interior, e incluso cuando dormía, parecía atormentado, moviéndose entre las mantas como si peleara con alguien en sueños. Cuando me mudé con él, estaba en baja forma, mal nutrido, tosía permanentemente, y me llevó más de un mes devolverlo a un razonable estado de salud. Hasta entonces, me ocupé prácticamente de todo, salía a comprar comida, vaciaba los desperdicios, cocinaba y mantenía limpia la habitación. Más adelante, cuando Sam estuvo restablecido como para enfrentarse otra vez con el frío, comenzó a salir por las mañanas para hacer todas estas tareas, insistiendo en que yo me quedara en la cama y recuperara el sueño perdido. Sam tenía una gran capacidad de ternura y me amaba mucho, mucho más de lo que yo había esperado que alguien me quisiera. Si bien es cierto que sus ataques de angustia lo separaban de mí, siempre fueron un asunto íntimo. El libro continuaba siendo su obsesión y tenía la tendencia a esforzarse demasiado, a trabajar más allá de su límite de tolerancia. A veces, ante la necesidad de dar una forma coherente al material tan dispar que había recogido, de repente perdía toda su fe en el proyecto. Lo llamaba inútil, una pila de papeles insustanciales intentando decir algo que no podía decirse; luego se hundía en una depresión que duraba de uno a tres días. Después de este mal humor, siempre seguían períodos de mucha ternura; me compraba pequeños regalos, una manzana, por ejemplo, un lazo para el pelo, o un trozo de chocolate. Tal vez no fuera correcto gastar ese dinero extra, pero me resultaba difícil no conmoverme ante aquellos gestos. Yo iba siempre a lo práctico, era el ama de casa razonable, preocupada y tacaña; pero cuando Sam llegaba a casa con alguna extravagancia de aquéllas, me sentía abrumada, completamente colmada de felicidad. No podía evitarlo, necesitaba saber que me quería, y estaba dispuesta a pagar ese precio, aunque ello significara que nuestro dinero se acabaría un poco antes.

Ambos desarrollamos una verdadera pasión por los cigarrillos. Aquí resulta muy difícil encontrar tabaco, y si lo encuentras, es terriblemente caro; pero Sam había hecho varios contactos con el mercado negro, investigando para su libro, y a menudo conseguía paquetes de veinte cigarrillos por sólo un glot o un glot y medio. Me refiero a cigarrillos de verdad, como los antiguos, aquellos que se producen en fábricas y vienen en paquetes de colores envueltos en celofán. Los que Sam compraba habían sido robados de alguno de los barcos de beneficencia que llegaron aquí en el pasado, y los nombres de las marcas casi siempre estaban escritas en lenguas que éramos incapaces de leer. Fumábamos al anochecer, echados en la cama y mirando a través de la enorme ventana en forma de abanico, observando el cielo y sus movimientos, las nubes pasando por encima de la luna, las pequeñas estrellas, las ventiscas que arreciaban desde allí arriba. Exhalábamos el humo por la boca y lo mirábamos flotar sobre la habitación, dibujando sombras en la pared que se dispersaban al instante de formarse. Había una maravillosa transitoriedad en todo aquello, la sensación de que el destino nos arrastraba en su camino hacia ámbitos desconocidos del olvido. A menudo hablábamos de casa, sumando todos los recuerdos posibles, trayendo las imágenes más pequeñas y concretas en una especie de lánguido encantamiento: los arces de Miro Avenue en octubre, los relojes con números romanos en las aulas de las escuelas privadas, el gran cartel luminoso de un dragón verde en el restaurante chino frente a la universidad. Éramos capaces de compartir estas cosas, de volver a experimentar los innumerables acontecimientos de un mundo que ambos conocíamos desde la niñez, y creo que esto nos ayudaba a mantener el ánimo, a creer que algún día regresaríamos a todo aquello.

No sé exactamente cuánta gente vivía en la biblioteca en aquella época, pero creo que más de cien, tal vez muchos más. Los residentes eran todos profesores o escritores, supervivientes del Movimiento de Purificación que tuvo lugar durante los disturbios de la década anterior. Según Sam, el gobierno en el poder había implementado una política de tolerancia, alojando a los intelectuales en varios edificios públicos de la ciudad: el gimnasio de la universidad, un hospital abandonado, la Biblioteca Nacional. Estas viviendas estaban totalmente subvencionadas (lo cual explica la presencia de una estufa de leña en la habitación de Sam y el milagroso funcionamiento de los fregaderos y los lavabos del sexto piso), y finalmente el programa se extendió, incluyendo unos cuantos grupos religiosos y periodistas extranjeros. Sin embargo, dos años más tarde, cuando el nuevo gobierno llegó al poder, este plan fue suspendido. No se desalojó a los intelectuales de sus viviendas, pero tampoco se les concedió ninguna ayuda oficial. Había un gran descontento general, como es lógico, ya que muchos intelectuales se vieron forzados a salir en busca de otro tipo de trabajo y los restantes quedaron abandonados a su suerte, ignorados por los distintos gobiernos que entraban y salían del poder. Entre las distintas camarillas de la biblioteca había surgido una cierta camaradería, al menos hasta el punto de que muchos de ellos estaban dispuestos a reunirse para hablar o intercambiar ideas, lo cual explica los grupos de gente que vi el primer día en el vestíbulo. Cada mañana, durante dos horas (denominadas «horas peripatéticas»), se llevaban a cabo coloquios públicos, y se invitaba a asistir a todos los residentes. Sam había conocido a Isaac en una de estas sesiones, aunque por lo general se mantenía al margen de ellas, ya que pensaba que los intelectuales no demostraban ningún interés además de las repercusiones que tenían los fenómenos para sí mismos. Casi todos se dedicaban a tareas bastante esotéricas: la búsqueda de paralelismos entre los sucesos actuales y la literatura clásica, análisis estadísticos de las tendencias demográficas, la recopilación de datos para un nuevo diccionario y cosas por el estilo. Sam no tenía ningún interés por este tipo de cosas, pero intentaba llevarse bien con todo el mundo, sabiendo que los intelectuales pueden volverse rencorosos si piensan que se están mofando de ellos. Yo llegué a conocer a muchos por casualidad, haciendo cola con el cubo ante el fregadero del sexto piso, intercambiando trucos de cocina con las mujeres, escuchando los cotilleos; pero seguí los consejos de Sam y no hice amistad con ninguno de ellos, guardé las distancias con una actitud cordial aunque reservada.

El rabino era la única persona, aparte de Sam, con la que conversaba. Durante casi todo el primer mes, lo visitaba siempre que tenía oportunidad, una hora libre al atardecer, por ejemplo, o aquellos escasos momentos en que Sam estaba inmerso en su libro y no había ningún trabajo pendiente. Con frecuencia, el rabino estaba ocupado con sus discípulos y no siempre tenía tiempo para mí, pero logramos tener unas cuantas conversaciones interesantes. Lo que más recuerdo de él fue el comentario que me hizo en mi última visita; lo encontré tan asombroso, que he seguido pensando en ello desde entonces.

—Cada judío —dijo— cree pertenecer a la última generación. Siempre estamos al final, siempre al límite del último momento, ¿y por qué esperar que las cosas sean distintas esta vez?

Tal vez recuerde tan bien estas palabras porque después de aquel día ya no volví a verle; la siguiente vez que bajé al tercer piso, el rabino no estaba y otro hombre ocupaba su lugar en la habitación, un hombre delgado y calvo con gafas de montura metálica. Estaba sentado a la mesa y escribía ansioso en un cuaderno, rodeado por pilas de papeles y por lo que parecían huesos y cráneos humanos. Cuando entré en la habitación, me miró con expresión molesta, incluso hostil.

—¿Nunca le enseñaron a llamar? —dijo.

—Busco al rabino.

—El rabino se ha ido —dijo con impaciencia, frunciendo los labios y mirándome con ira, como si yo fuera idiota—. Todos los judíos se esfumaron hace dos días.

—¿De qué está hablando?

—Los judíos se esfumaron hace dos días —repitió, dejando escapar un suspiro de disgusto—, los jansenistas se irán mañana y los jesuitas lo harán el lunes. ¿No está enterada de nada?

—No tengo la menor idea de lo que está hablando.

—Las nuevas leyes. Los grupos religiosos han perdido su jerarquía académica. ¡No puedo creer que haya alguien tan ignorante!

—No tiene por qué ser desagradable al respecto. ¿Quién se ha creído usted que es?

—Mi nombre es Dujardin —dijo—, Henri Dujardin. Soy etnógrafo.

—¿Y ahora ésta es su habitación?

—Exacto, ésta es mi habitación.

—¿Qué pasa con los periodistas extranjeros? ¿También han cambiado de jerarquía?

—No tengo idea, no es asunto mío.

—Supongo que esos huesos y cráneos son asunto suyo.

—Eso es, estoy analizándolos.

—¿A quién pertenecieron?

—Cadáveres anónimos, gente que murió congelada.

—¿Sabe dónde está el rabino ahora?

—De camino a la tierra prometida, sin duda —dijo, con sarcasmo—. Ahora, por favor, váyase. Ya me ha hecho perder bastante tiempo; tengo mucho que hacer y no me gusta que me interrumpan. Gracias, y recuerde cerrar la puerta cuando salga.

Sam y yo nunca sufrimos las consecuencias de esas leyes. El fracaso del Proyecto del Muro Marítimo ya había debilitado al gobierno y antes de que abordaran la cuestión de los periodistas extranjeros, un nuevo régimen subió al poder. La expulsión de los grupos religiosos no había sido más que una absurda y desesperada demostración de fuerza, un ataque arbitrario hacia aquellos que no podían defenderse por sí mismos. La total inutilidad de este acto me dejó azorada y me hizo más difícil aceptar la desaparición del rabino. Ya ves cómo son las cosas en este país, todo desaparece, tanto las cosas como las personas, los vivos igual que los muertos. Lamenté la pérdida de mi amigo, me sentía destrozada por lo que significaba; ni siquiera tenía la certeza de su muerte para consolarme, nada más que una especie de vacío, una ausencia voraz. Después de aquello, el libro de Sam se convirtió en lo más importante de mi vida. Me di cuenta de que sólo si trabajábamos en él, seguiríamos albergando la esperanza de un futuro posible. Sam había intentado explicármelo el primer día, pero ahora lo entendía por mí misma. Hice todas las tareas necesarias: clasifiqué páginas, corregí las entrevistas y transcribí las versiones finales, haciendo a mano una copia manuscrita en limpio. Hubiese sido mejor hacerla a máquina, por supuesto, pero Sam había vendido su máquina portátil unos meses antes y no podía darse el lujo de comprar otra. Tal como estábamos, ya era bastante difícil mantener las reservas necesarias de lápices y plumas. El desabastecimiento de aquel invierno había encarecido las cosas al máximo, y si no hubiese sido por los seis lápices que yo tenía de antes y por los dos bolígrafos que encontré casualmente en la calle, es probable que nos hubiésemos quedado sin materiales. Teníamos papel en abundancia (Sam había traído consigo doce resmas el día que se mudó), pero las velas constituían otro problema para el trabajo. Para mantener bajos los gastos, necesitábamos la luz del día; pero allí estábamos, a mediados del invierno, con el sol dibujando un tenue arco en el cielo durante apenas unas pocas horas, y a menos que quisiéramos que el libro se prolongara eternamente, tendríamos que hacer ciertos sacrificios. Intentamos limitar nuestro consumo de cigarrillos a cuatro o cinco por noche, y finalmente Sam se dejó crecer la barba otra vez. Después de todo, las hojas de afeitar eran casi un lujo y había que optar entre una cara suave para él o unas suaves piernas para mí. Ganaron las piernas por unanimidad.

De día o de noche, se necesitaban luces para meterse en los archivos. Los libros estaban situados en una habitación central del edificio, y por ende no había ventanas en ninguna de las paredes. Como la luz eléctrica había sido cortada hacía mucho tiempo, no había otra opción más que llevarse una luz propia. Decían que en una época la Biblioteca Nacional albergaba más de un millón de volúmenes; este número ya se había reducido mucho cuando yo llegué allí, pero aún quedaban cientos de miles, un asombroso alud de palabras impresas. Algunos libros estaban colocados verticalmente en los estantes, otros yacían de forma caótica en el suelo, mientras unos cuantos más se apilaban en montones dispersos. Había reglas estrictas que prohibían sacar libros de la biblioteca, pero a pesar de ello muchos habían salido de contrabando y se vendían en el mercado negro. De cualquier modo, era discutible si la Biblioteca seguía siendo o no una biblioteca. El sistema de clasificación se había desorganizado por completo, y con tantos libros desaparecidos, era casi imposible encontrar el volumen que uno buscaba. Teniendo en cuenta que había siete pisos de archivos, el hecho de que un libro estuviera fuera de sitio era lo mismo que si hubiese dejado de existir; a pesar de que podía estar materialmente en algún lugar del edificio, nadie iba a volver a encontrarlo. Yo di con el paradero de unos cuantos archivos municipales para Sam, pero la mayoría de mis incursiones en este lugar eran para coger libros al azar. No me gustaba mucho estar allí abajo, sin saber con quién podía encontrarme, teniendo que oler aquella humedad, aquellas ruinas mohosas. Juntaba todos los libros que podía entre los brazos y volvía corriendo arriba, a nuestra habitación. Gracias a los libros nos mantuvimos calientes todo el invierno; a falta de otro tipo de combustible, los quemábamos en la estufa de hierro para producir calor. Sé que parece horrible, pero no teníamos otra opción, había que escoger entre eso o morirnos de frío. Por supuesto, no se me escapa la paradoja: todos esos meses trabajando en un libro y al mismo tiempo quemando tantos otros para mantenernos calientes. Lo curioso es que yo nunca sentí remordimientos, para ser sincera, creo que incluso disfrutaba tirando aquellos libros a las llamas. Tal vez manifestara cierto rencor oculto, tal vez fuera sólo el simple reconocimiento de que no importaba lo que pasara con los libros. El mundo al que pertenecían había terminado, y al menos ahora servían para algo. De cualquier modo, la mayoría de ellos no merecían abrirse: novelas rosas, colecciones de discursos políticos, antiguos libros de texto. Cuando encontraba alguno que parecía aceptable, lo guardaba para leerlo. A veces, cuando Sam se sentía agotado, yo le leía antes de dormirse. Así leí a Herodoto y un pequeño libro de Cyrano de Bergerac, sobre sus viajes a la luna y al sol. Pero al final, todo acababa en la estufa, todo se convertía en humo.

Ahora que lo recuerdo después de un tiempo, aún creo que nos podía haber ido bien. Hubiésemos acabado el libro y, tarde o temprano, hubiéramos encontrado una forma de volver a casa. Si no fuera por un estúpido error que cometí casi al final del invierno, ahora estaría sentada a tu lado, contándote esta historia personalmente. El hecho de que mi error fuera inocente, no alivia el sufrimiento que provocó. Debería haber tenido más cuidado; sólo por actuar impulsivamente, por creer en alguien a quien no tenía por qué creer, destruí toda mi vida. Lo destruí todo gracias a mi propia estupidez, y nadie más que yo tiene la culpa.

Ocurrió así: poco después de principios de año, descubrí que estaba embarazada. No sabía cómo iba a tomarlo Sam, así que por un tiempo no se lo dije hasta que un día amanecí muy indispuesta, con sudores fríos y vómitos, y acabé contándole la verdad. Aunque parezca increíble, Sam se puso contento, tal vez más contento que yo. No es que yo no quisiera el bebé, ya me entiendes, pero no podía evitar estar asustada y a veces, cuando la idea de dar a luz a un niño en estas condiciones me parecía una completa locura, sentía que los nervios me traicionaban. Sin embargo, Sam estaba tan entusiasmado como yo preocupada, realmente animado por la idea de convertirse en padre y, poco a poco, disipó mis dudas, me convenció de que viera al embarazo como un buen presagio. Según él, el niño significaba nuestra salvación, habíamos vencido los obstáculos y en adelante todo sería diferente. Creando juntos una criatura, habíamos hecho posible el comienzo de un mundo nuevo. Nunca había oído hablar así a Sam, expresando conceptos tan osados e idealistas; casi diría que me asustó, aunque eso no significa que me encantara. Me gustó tanto, que yo misma comencé a creérmelo.

Ante todo, no quería desilusionarlo. A pesar de unas pocas mañanas malas en las primeras semanas, mi salud siguió siendo buena e intenté cumplir con mi parte de trabajo, tal como lo había hecho siempre. A mediados de marzo, ya había signos de que el invierno comenzaba a desfallecer, las tormentas eran un poco menos frecuentes, los períodos de deshielo duraban algo más, la temperatura no bajaba tanto por las noches. No quiero decir que hiciera calor, pero había muchos pequeños indicios que sugerían un cambio de clima, una levísima impresión de que lo peor había terminado. Quiso la casualidad que justo para esta época se rompieran mis zapatos, aquellos que Isabel me había regalado. Es imposible calcular cuántas millas anduve con ellos. Habían andado conmigo durante más de un año, absorbiendo cada paso, acompañándome hasta cada rincón de la ciudad; ahora se veían completamente destrozados, las suelas desgastadas, la parte superior reducida a jirones; y a pesar de que hice todo lo posible para rellenar los agujeros con periódicos, las calles inundadas eran demasiado para ellos, e inevitablemente mis pies acababan empapados cada vez que salía fuera. Supongo que esto pasaba con demasiada frecuencia, así que un buen día cogí un resfriado. Fue un resfriado de verdad, con dolores, escalofríos, ardor de garganta y estornudos, el desfile completo de síntomas. Como Sam estaba tan entusiasmado con mi embarazo, este resfriado lo alarmó hasta el punto de ponerlo histérico y lo abandonó todo para cuidar de mí. Limpiaba el polvo de alrededor de mi cama como una enfermera maniática y malgastaba el dinero en artículos extravagantes como té o sopas enlatadas. Después de tres o cuatro días, me sentía mucho mejor, pero entonces Sam dictaminó las reglas: hasta que no consiguiéramos un par de zapatos nuevos, no me dejaría poner un pie en la calle; él se encargaría de las compras y los recados. Le dije que me parecía ridículo, pero él siguió en sus trece y no me permitió convencerlo de lo contrario.

—No quiero que me trates como a una inválida, sólo porque estoy embarazada —le dije.

—No eres tú —dijo Sam—, son los zapatos. Cada vez que salgas, se te mojarán los pies. Es probable que el próximo resfrío no resulte tan fácil de curar, ya lo sabes, ¿y qué sería de nosotros si te enfermaras gravemente?

—Si tanto te preocupa, ¿por qué no me dejas tus zapatos para salir?

—Son demasiado grandes. Andarías torpemente, como un niño, y tarde o temprano acabarías cayéndote. ¿Y entonces qué? Apenas cayeras al suelo, alguien te los quitaría.

—No puedo evitar tener pies pequeños, nací así.

—Tienes unos pies hermosos, Anna. Los más delicados piececillos que han sido creados. Adoro tus pies, beso la tierra que pisan y por eso quiero protegerlos. Tenemos que asegurarnos de que no sufran ningún daño.

Las semanas siguientes fueron muy duras para mí. Veía cómo Sam perdía el tiempo en cosas que podía haber hecho yo, y el libro casi no progresaba. Me exasperaba pensar que un ridículo par de zapatos podía provocar tantos problemas. Mi embarazo comenzaba a notarse y yo me sentía como una vaca inútil, una princesa bobalicona que se pasaba el día sentada en casa mientras su señor y caballero se aventuraba penosamente en la batalla.

«¡Si pudiera conseguir un par de zapatos! —me repetía a mí misma todo el tiempo—, entonces la vida comenzaría de nuevo.»

Comencé a averiguar por ahí, preguntándole a la gente en la cola para el fregadero, bajando incluso al vestíbulo para las horas peripatéticas para ver si alguien podía echarme una mano. No conseguí nada, pero un día me encontré con Dujardin en el pasillo del sexto piso y enseguida se puso a conversar conmigo, charlando animadamente como si fuésemos viejos amigos. Yo me había mantenido alejada de Dujardin desde el día de nuestro primer encuentro en la habitación del rabino, y esta súbita cordialidad me resultó sospechosa. Dujardin era un chivato engreído, y durante todos estos meses me había evitado con tanto cuidado como yo a él. Ahora era todo sonrisas y compasiva preocupación.

—He oído que necesita un par de zapatos —dijo—. Si es así, creo que podría ayudarla.

Debería haber supuesto que había algo extraño, pero al oír la palabra «zapatos», no pude razonar. Estaba tan desesperada por conseguirlos, ya sabes, que no se me ocurrió pensar en sus motivos para ofrecérmelos.

—La cosa es así —continuó—, tengo un primo que está conectado con, mmm…, ¿cómo le diría?, con el negocio de compra y venta. Ya sabe, objetos aprovechables, artículos de consumo, ese tipo de cosas. A veces consigue zapatos, los que llevo puestos, por ejemplo, y es probable que tenga otros en venta ahora. Casualmente esta noche voy a su casa, y no me costará nada averiguar si tiene algo para usted. Necesitaré saber su talla, —mmm…, no muy grande parece—, y cuánto está dispuesta a pagar. Pero eso son sólo detalles, simples detalles. Si podemos concertar una cita para mañana, es probable que tenga cierta información para entonces. Naturalmente, todos necesitamos zapatos, y a juzgar por lo que lleva usted en los pies en este momento, no me extraña que haya estado averiguando por ahí. Jirones y harapos no servirán, no con el tiempo que tenemos últimamente.

Le dije mi número, el dinero que podía gastar, y concertamos una cita para la tarde siguiente. A pesar de lo hipócrita que parecía, no pude evitar pensar que Dujardin estaba intentando ser amable. Probablemente se quedara con una comisión en las ventas de su primo, pero yo no veía nada malo en eso. Todos teníamos que conseguir dinero de un modo u otro y si Dujardin tenía uno o dos asuntos por ahí, tanto mejor para él. Evité mencionarle nada de esto a Sam en todo el día. Todavía no era seguro que el primo de Dujardin tuviera algo para mí, pero si el asunto salía bien, quería darle una sorpresa. Hice todo lo posible para no ilusionarme; nuestros fondos habían descendido a menos de cien glots y la cifra que yo le había ofrecido a Dujardin era ridículamente baja, once o doce glots, creo, o tal vez sólo diez. Sin embargo, él no se había asombrado de mi oferta, y eso era una buena señal, al menos lo suficiente para mantener vivas mis esperanzas, y durante las veinticuatro horas siguientes viví en un torbellino de expectación.

Nos encontramos en la esquina noroeste de la sala principal a las dos en punto del día siguiente. Dujardin llegó con una bolsa marrón de papel de embalar, y en cuanto la vi, supe que le había ido bien.

—Creo que tuvimos suerte —me dijo, cogiéndome del brazo en actitud de conspiración y llevándome detrás de una columna de mármol donde nadie pudiera vernos—. Mi primo tenía un par de su número y está dispuesto a venderlo por trece glots. Siento no haber podido bajar el precio, pero hice todo lo que pude, y dada la calidad de la mercancía, aún es una verdadera ganga.

Girándose hacia la pared y dándome la espalda, Dujardin sacó con cuidado un zapato de la bolsa. Era un zapato izquierdo de piel marrón, el material se veía realmente auténtico y la suela estaba fabricada en goma de aspecto fuerte y duradero, perfecta para desafiar las calles de la ciudad. Además, el zapato estaba casi flamante.

—Pruébeselo —dijo Dujardin—, veamos si calza bien.

Así fue. De pie, deslizando los dedos sobre aquella plantilla suave, me sentí feliz por primera vez en mucho tiempo.

—Me ha salvado la vida —le dije—. Por trece glots, el negocio está hecho. Déme el otro zapato y le pagaré enseguida.

Pero Dujardin pareció dudar, y luego, con expresión avergonzada, me mostró la bolsa vacía.

—¿Qué clase de broma es ésta? —le dije—. ¿Dónde está el otro zapato?

—No lo llevo conmigo —contestó.

—Es sólo un maldito señuelo, ¿verdad? Usted agita un buen zapato frente a mi nariz, me hace pagar por adelantado y luego me presenta un trozo de basura para el otro pie. ¿No es cierto? Bien, lo siento pero no caeré en la trampa. No le daré un solo glot hasta que me enseñe el otro zapato.

—No, señorita Blume, usted no ha entendido bien.

No es así en absoluto. El otro zapato está en el mismo estado que éste y nadie va a pedirle que pague por adelantado. Me temo que es la forma de hacer negocios de mi primo, insistió en que usted fuera a su oficina personalmente para completar la transacción. Intenté hacerle desistir, pero no me escuchó. Según él, a tan bajo precio no hay lugar para un intermediario.

—¿Me está diciendo que su primo no se fía de usted por trece glots?

—Me pone en una posición embarazosa, ya lo sé. Pero mi primo es una persona muy dura, cuando se trata de negocios, no confía en nadie. Se puede imaginar cómo me sentí cuando me dijo esto, puso en duda mi honestidad, y eso es difícil de digerir, se lo aseguro.

—Si usted no saca nada de esto, ¿por qué se preocupó en cumplir con la cita?

—Le había hecho una promesa, señorita Blume, y no quise defraudarla. Eso sólo hubiese confirmado las dudas de mi primo y yo tengo que pensar en mi dignidad, ¿sabe?, tengo mi orgullo. Hay cosas más importantes que el dinero.

La representación de Dujardin fue impresionante, no tenía defectos, ni la más leve imperfección que delatara otra actitud que la de un hombre cuyos sentimientos habían sido profundamente heridos. Yo pensé que quería ganar la confianza de su primo, y por lo tanto hacerme este favor a mí. Para él era una prueba, y si lograba pasarla con éxito, su primo le permitiría hacer ventas por sí solo. Ya ves qué lista creía ser, pensaba que era más astuta que Dujardin y por eso no sentí miedo en ningún momento.

Era una tarde espléndida. El sol relucía y el viento ya no nos arrastraba entre sus brazos. Me sentí como alguien que se recupera de una larga enfermedad, disfrutando otra vez de la luz, sintiendo cómo se movían mis piernas al aire libre. Caminamos de prisa, evitando numerosos obstáculos, desviándonos con agilidad de los montones de despojos que había dejado el invierno, y apenas si pronunciamos palabra en todo el camino. La primavera acababa de empezar, pero aún había fragmentos de hielo y nieve en las sombras que se proyectaban a los lados de los edificios; y en la calle, donde el sol era más ardiente, anchos ríos corrían a lo largo de las piedras revueltas y los escombros del pavimento. Después de diez minutos de frío remojón, mis zapatos quedaron en un estado lamentable por dentro y por fuera, los calcetines empapados y los dedos húmedos y resbaladizos. Es extraño que mencione estos detalles ahora, pero es lo que recuerdo con mayor claridad de aquel día, la alegría del viaje, la sensación enérgica de mis movimientos, casi de ebriedad. Luego, cuando llegamos a nuestro destino, las cosas ocurrieron demasiado rápido para recordarlas. Si ahora las veo, es sólo en grupos de imágenes dispersas, aisladas de todo contexto, irrupciones de luz y sombras. El edificio, por ejemplo, no me dejó ninguna impresión; recuerdo que estaba situado en las afueras del distrito de mayoristas, en la octava zona censada, no muy lejos de donde Ferdinand había tenido su taller de carteles; lo sé sólo porque Isabel me lo había señalado una vez al pasar y entonces me pareció un lugar familiar. Es probable que estuviera demasiado distraída para observar las cosas, sumida en mis propias cavilaciones, sin pensar en otra cosa más que en lo contento que se pondría Sam cuando volviera. Por eso, la fachada de la casa es un misterio para mí y lo mismo me ocurre con los recuerdos de la entrada a través del portal y la subida de varios pisos por las escaleras. Es como si nada de esto hubiera sucedido, a pesar de que sé con seguridad que sí ocurrió. La primera imagen que recuerdo con claridad es la cara del primo de Dujardin. No tanto la cara, supongo, sino que advertí que llevaba las mismas gafas metálicas que Dujardin y me pregunté (apenas por un segundo, el más breve instante) si las habrían comprado a la misma persona. No creo que fijara la vista en esa cara más que un segundo o dos, porque justo entonces, cuando vino hasta mí a estrecharme la mano, se abrió una puerta detrás de él —accidentalmente, según creo, ya que el ruido de las bisagras al abrirse transformó su actitud de cordialidad en una súbita, ansiosa preocupación, y se dio la vuelta de inmediato para cerrarla sin preocuparse en darme la mano—, y en ese instante comprendí que había sido engañada, que mi visita a este lugar no tenía nada que ver con zapatos, dinero ni negocios de ninguna clase. Porque entonces, en el pequeño intervalo transcurrido antes de que cerrara la puerta, pude ver claramente el interior de la otra habitación y no había error posible en lo que vi: tres o cuatro cuerpos humanos colgados desnudos de ganchos de carnicería y un hombre con un hacha cortando los miembros de otro cadáver sobre una mesa. En la biblioteca circulaban rumores de que existían carnicerías humanas, pero yo nunca había creído en ellos. Ahora, sólo porque una puerta se había abierto accidentalmente detrás del primo de Dujardin, yo podía echar un vistazo a lo que esta gente había planeado para mí. Creo que en aquel momento comencé a gritar. A veces, todavía me parece escucharme a mí misma gritando «¡Asesinos!» una y otra vez. Pero aquello no duró mucho tiempo; es imposible reconstruir mis pensamientos de aquel momento, imposible saber si realmente pensé en algo. Vi una ventana a mi izquierda y me precipité hacia ella. Recuerdo que Dujardin y su primo intentaron detenerme, pero yo corrí a toda velocidad, evitando sus brazos extendidos, y me lancé por la ventana. Recuerdo el sonido del cristal haciéndose añicos y el aire golpeando mi cara. Debe de haber sido una larga caída; lo suficiente como para darme cuenta de que estaba cayendo, lo suficiente como para saber que cuando me estrellara contra el suelo, me mataría.

Estoy intentando contarte lo que sucedió poco a poco. No puedo evitar que haya lagunas en mi memoria. Ciertas cosas se niegan a reaparecer, y no importa cuánto me esfuerce, soy incapaz de desenterrarlas. Debo de haber quedado inconsciente apenas di contra el suelo, pero no recuerdo ningún dolor ni el lugar donde caí; de lo único que puedo estar segura es de que no me maté. Éste es un hecho que aún hoy me asombra; más de dos años después de mi caída desde aquella ventana, aún no puedo comprender cómo logré sobrevivir.

Me quejé cuando me levantaron, según dicen, pero después permanecí inmóvil, apenas si respiraba, apenas si emitía algún sonido. Pasó mucho tiempo, nunca me dijeron cuánto, pero creo que fue más de un día, tal vez dos o tres. Cuando por fin abrí los ojos, no fue una recuperación, sino una verdadera resurrección, el despertar absoluto desde la nada. Recuerdo que vi un techo sobre mí y me pregunté cómo había logrado entrar allí, pero un instante después me atravesaba el dolor —en la cabeza, a lo largo de mi lado derecho y en el vientre—, y me hacía tanto daño, que me quedaba sin aliento. Estaba en la cama, una cama de verdad con sábanas y almohada, pero todo lo que podía hacer era quedarme echada, gimoteando a medida que el dolor se apoderaba de mi cuerpo. De repente reconocí a una mujer en mi campo de visión, mirándome con una sonrisa. Tenía entre treinta y ocho y cuarenta años, pelo oscuro y ondulado y grandes ojos verdes. A pesar de lo mal que me sentía en aquel momento, pude apreciar que era hermosa, tal vez la mujer más hermosa que había visto desde mi llegada a la ciudad.

—Debe de dolerte mucho —dijo.

—No tienes por qué sonreír —contesté—, no estoy de humor para sonrisas.

Dios sabe dónde adquirí ese sentido del tacto, pero el dolor era tan fuerte que dije lo primero que me vino a la cabeza. Sin embargo, la mujer no pareció sentirse afectada por mis palabras y siguió ofreciéndome la misma sonrisa reconfortante.

—Me alegro de ver que aún estás viva —dijo.

—¿Quieres decir que no estoy muerta? Tendrás que probármelo para que te crea.

—Tienes un brazo y un par de costillas rotas y un buen golpe en la cabeza. Sin embargo, por el momento parece que estás viva. Creo que esa lengua que tienes resulta prueba suficiente.

—¿Quién diablos eres tú? —pregunté, negándome a abandonar mi petulancia—. ¿El ángel de la guarda?

—Soy Victoria Woburn, y ésta es la Residencia Woburn. Aquí ayudamos a la gente.

—Las mujeres hermosas no pueden ser médicos, va contra las reglas.

—No soy médico; mi padre lo era, pero ya murió. Él fue el fundador de la Residencia Woburn.

—Una vez escuché a alguien hablar de este lugar, pero pensé que lo había inventado.

—Suele ocurrir, ahora resulta difícil saber en qué creer.

—¿Tú me trajiste aquí?

—No, lo hizo el señor Frick, el señor Frick y su nieto Willie. Todos los miércoles por la tarde salen en coche a hacer su ronda. No todos los que necesitan ayuda pueden venir aquí por sus propios medios, así que salimos a buscarlos. De este modo, intentamos recoger al menos a una persona por semana.

—¿Quieres decir que me encontraron por casualidad?

—Pasaban por allí cuando tú te arrojaste por la ventana.

—No estaba intentando suicidarme —dije, a la defensiva—. No deberías pensar nada por el estilo.

—Los saltadores no se arrojan por las ventanas, y si lo hacen, primero se aseguran de que estén abiertas.

—Nunca me suicidaría —dije con énfasis, para dejarlo bien claro, pero apenas pronuncié aquellas palabras, comencé a comprender una oscura verdad—. Nunca me suicidaría —repetí—. Voy a tener un bebé, ¿y cómo podría suicidarse una mujer embarazada? Tendría que estar loca para hacer algo así.

Por el modo en que su cara cambió de expresión, supe inmediatamente lo que había ocurrido. Lo supe sin necesidad de que me lo dijeran: mi bebé ya no estaba en mi interior. La caída había sido demasiado para él, y ahora estaba muerto. No puedes imaginarte lo desolada que me sentí en aquel momento; una cruda y feroz desdicha se apoderó de mí, y no había imágenes ni ideas en su interior, absolutamente nada para ver o pensar. Antes de que dijera una palabra más, comencé a llorar.

—Para empezar, es un milagro que hayas quedado embarazada —dijo, acariciando mi mejilla con la mano—. Ya no nacen más niños, lo sabes tan bien como yo. No había ocurrido en muchos años.

—No me importa —dije enfadada, intentando hablar entre sollozos—. Estás equivocada, mi bebé iba a vivir, sé que mi bebé iba a vivir.

Cada vez que mi pecho se agitaba, las costillas me martirizaban de dolor. Intenté sofocar estas convulsiones, pero eso sólo las hizo más intensas. Temblaba por el esfuerzo de permanecer inmóvil, y a su vez ese esfuerzo desencadenaba una serie de espasmos insoportables. Victoria trataba de consolarme, pero yo no quería su consuelo, yo no quería el consuelo de nadie.

—Por favor, vete —dije, por fin—. Ahora no quiero ver a nadie. Has sido muy amable conmigo, pero necesito estar sola.

Pasó bastante tiempo antes de que se me curaran las heridas, los cortes de la cara desaparecieron sin dejar mayores señales (una cicatriz en la frente y otra junto a la sien), y las costillas acabaron por sanarse en el tiempo apropiado. Sin embargo, el brazo roto no evolucionó tan bien y aún me ocasiona unos cuantos problemas: dolor cuando lo muevo con brusquedad o en la dirección incorrecta, incapacidad para volver a extenderlo por completo. Llevé vendajes en la cabeza durante casi un mes; los chichones y raspaduras sanaron, pero desde entonces soy propensa a los dolores de cabeza, tengo migrañas como puñaladas que me atacan en cualquier momento, un tedioso dolor ocasional que me late en la base del cráneo. Con respecto a los otros golpes, dudo al referirme a ellos; mi útero es un enigma y no tengo forma de juzgar la catástrofe que se produjo en su interior.

Sin embargo, los daños físicos sólo constituyen una parte del problema. Pocas horas después de mi primera conversación con Victoria, hubo más malas noticias, y entonces estuve a punto de rendirme, casi dejé de desear vivir. Al anochecer, ella volvió a mi habitación con una bandeja de comida. Le dije lo urgente que era que alguien fuera a la Biblioteca Nacional a buscar a Sam. Él estaría preocupadísimo y yo necesitaba verlo ahora.

—¡Ahora! —grité, de repente fuera de mí, llorando sin control.

Mandaron a Willie, el joven de quince años, pero las noticias que trajo de vuelta fueron desoladoras. Esa misma tarde se había producido un incendio en la Biblioteca, y el techo se había derrumbado. Nadie sabía cómo había comenzado, pero el edificio entero estaba siendo devorado por las llamas y se corría la voz de que adentro había más de cien personas atrapadas. Aún no estaba claro si alguien había logrado escapar, había rumores contradictorios al respecto. Pero incluso si Sam era uno de los afortunados, ni Willie ni ningún otro podrían encontrarlo. Si había muerto junto con los demás, para mí todo estaba perdido, no veía salida; si aún vivía, era casi seguro de que no volvería a verlo nunca más.

Aquéllos fueron los hechos con que tuve que enfrentarme en mis primeros meses en la Residencia Woburn. Fue una época difícil para mí, mucho más difícil que cualquier otra. Al principio, me quedaba arriba en la habitación. Tres veces al día venía alguien a visitarme, dos a traerme comida y una a vaciar el orinal. Abajo siempre había un tumulto de gente (voces, ruido de pies arrastrándose, quejidos, risas, llantos y, por la noche, ronquidos), pero yo estaba demasiado débil y deprimida para levantarme de la cama. Gesticulaba y me enfadaba, rumiaba bajo las mantas, sollozaba de forma inesperada. Ya había llegado la primavera y me pasaba casi todo el tiempo contemplando las nubes a través de la ventana, estudiando el moho que subía por las paredes o mirando fijamente las grietas del techo. En los diez o doce primeros días, creo que ni siquiera atravesé mi puerta para salir al pasillo.

La Residencia Woburn era un mansión de cinco pisos con más de veinte habitaciones, apartada de la calle y rodeada de un pequeño parque privado. Había sido construida por el abuelo del doctor Woburn hacía casi cien años, y era considerada una de las propiedades privadas más elegantes de la ciudad. Cuando comenzaron los problemas, el doctor Woburn fue uno de los primeros en advertir el creciente número de gente sin hogar. Como era un doctor respetable y procedía de una familia importante, sus ideas se publicitaron mucho, y pronto se puso de moda apoyar su causa en los círculos de gente adinerada. Se organizaban comidas para recaudar fondos, bailes benéficos y otras celebraciones de alta sociedad, y finalmente unos cuantos edificios de la ciudad se convirtieron en refugios. El doctor Woburn abandonó su consulta privada para dedicarse a la administración de estas «residencias temporarias», como se las llamaba; y cada mañana, salía a visitarlas en su coche conducido por un chofer, hablaba con los residentes y les ofrecía sus servicios como médico. Se convirtió en un verdadero mito en la ciudad, conocido por su bondad e idealismo, y siempre que la gente hablaba de la brutalidad de aquellos tiempos, se mencionaba su nombre como prueba de que las acciones nobles aún eran posibles. Pero esto fue hace mucho tiempo, antes de que nadie imaginara que las cosas se desintegrarían hasta este punto. A medida que los hechos se hicieron más graves, el éxito del proyecto del doctor Woburn se debilitó gradualmente. La población sin vivienda aumentaba en progresión geométrica y el dinero para financiar los refugios disminuía proporcionalmente. La gente rica se largaba, fugándose del país con su oro y sus diamantes, y aquellos que quedaban ya no podían darse el lujo de ser generosos. El doctor invertía grandes sumas de su propio dinero en los refugios, pero eso no los salvó del fracaso, y uno a uno tuvieron que cerrar sus puertas. Cualquier otro hombre se hubiese rendido, pero él se negó a abandonar. Si no podía salvar a miles, decía, tal vez podría salvar a cientos, y si no, quizás a veinte o a treinta. Los números ya no importaban. Habían pasado demasiadas cosas y cualquier ayuda que pudiera ofrecer sería simbólica, sólo un gesto contra la ruina total. Esto ocurría seis o siete años antes, y el doctor Woburn ya había pasado los sesenta. Con la ayuda de su hija, decidió abrir su casa a extraños y convirtió los primeros dos pisos de la mansión familiar en una combinación de refugio y hospital. Compraron camas y utensilios de cocina, y poco a poco fueron deshaciéndose de sus bienes para mantener esta organización. Cuando el dinero en efectivo se acabó, comenzaron a vender sus reliquias y antigüedades, vaciando gradualmente las habitaciones de los pisos superiores. Con un duro y constante esfuerzo llegaron a alojar entre dieciocho y veinticuatro personas por vez. Los indigentes podían quedarse diez días y los enfermos muy graves más tiempo. Se les daba una cama limpia y dos comidas calientes al día. Con esto no solucionaban nada, por supuesto, pero al menos le daban un respiro a la gente, una posibilidad de juntar fuerzas para seguir.

—No podemos hacer mucho —decía el doctor—, pero lo poco que podemos hacer, lo hacemos.

Yo llegué a la Residencia Woburn cuatro meses después de la muerte del doctor. Victoria y los demás hacían todo lo posible para seguir sin él, pero habían tenido que introducir algunos cambios, especialmente en lo referente a las cuestiones médicas, ya que nadie podía reemplazar el trabajo del doctor. Tanto Victoria como el señor Frick eran enfermeros competentes, pero de ahí a diagnosticar enfermedades y prescribir tratamientos había un largo trecho. Creo que eso explica por qué yo recibía una atención tan especial de su parte: de todos los heridos que habían llegado allí desde la muerte del doctor, yo era la primera que respondía a sus cuidados, la primera que daba señales de recuperación. De ese modo, servía para justificar su decisión de mantener abierta la Residencia, era su caso victorioso, el claro ejemplo de lo que aún eran capaces de conseguir; y por eso me mimaron durante todo el tiempo que parecí necesitar, me consintieron los malos modos, me concedieron todos los beneficios de la duda.

El señor Frick pensaba que yo había resucitado de entre los muertos. Él había sido chofer del doctor durante mucho tiempo (cuarenta y un años, decía) y conocía la vida y la muerte más íntimamente que la mayoría de la gente. Según él, nunca había habido un caso como el mío.

—No señor, señorita —decía—, usted ya estaba en la otra vida. Lo vi con mis propios ojos. Usted estaba morida, y de repente vuelve a la vida.

El señor Frick tenía una extraña forma de hablar que no respetaba ninguna regla gramatical, y solía hacerse un lío cuando trataba de expresar sus ideas. Estoy segura de que aquello no tenía nada que ver con su capacidad intelectual, sino simplemente con que las palabras le creaban problemas, tenía dificultades para pronunciarlas y a veces tropezaba con ellas como si fuesen objetos materiales, verdaderas piedras que obstruían su boca. Por eso mismo, parecía especialmente sensible a las cualidades intrínsecas de las palabras, sus sonidos divorciados del significado, sus simetrías y contradicciones.

—Las palabras son lo que me hace saber —me explicó una vez—. Así llegué a ser tan viejo. Mi nombre es Otto, voy igual delante que atrás. No termino en ningún lado, sino empiezo de nuevo. Así viviré el doble, el doble que cualquiera. Usted también, señorita, usted tiene el mismo nombre mío. A-n-n-a, igual delante que atrás, justo como Otto. Por eso volvió a nacer. Es una bendición de la suerte, señorita Anna. Usted estaba morida y yo la vi nacer otra vez con mis propios ojos. Es una gran bendición de la suerte.

Este viejo tenía una gracia impasible, con su porte erguido, delgado y fino, y sus mejillas de color marfil. Su lealtad con el doctor Woburn era incuestionable, y aún entonces seguía manteniendo el coche que había conducido para él, un viejo Pierce Arrow con estribo y asientos tapizados en piel. Este automóvil negro de cincuenta años de antigüedad había sido la única excentricidad del doctor y todos los martes por la noche, sin preocuparse por el trabajo pendiente, Frick salía al garaje de atrás de la casa y se pasaba al menos dos horas limpiándolo y puliéndolo, dejándolo en el mejor estado posible para la ronda del miércoles por la tarde. Había adaptado el motor para que funcionara con gas metano, y tal vez su habilidad manual fuera la razón principal por la cual la Residencia Woburn no se había venido abajo. Había reparado las cañerías, instalado las duchas y cavado un pozo nuevo. Éstas y otras muchas mejoras habían permitido que la casa siguiera funcionando en las épocas más difíciles. Su nieto, Willie, era su ayudante en todos estos proyectos, siguiéndolo silenciosamente de un trabajo a otro; una pequeña figura adusta y raquítica enfundada en un jersey verde con capucha. Frick pretendía enseñarle lo suficiente para que se hiciera cargo de todo cuando él muriera, pero Willie no era un alumno muy brillante.

—No hay que preocuparse —me dijo un día Frick al respecto—, hay que entrar despacio en Willie. No hay prisa por lo que sepa. Cuando yo esté listo para estirar la pata, el chico también será un viejo.

Sin embargo, la que más se interesaba por mí era Victoria. Ya he hablado de lo importante que era para ella mi recuperación, pero creo que había algo más. Estaba ansiosa por tener con quién hablar, y cuando comencé a recuperar mis fuerzas, venía a verme más a menudo. Desde la muerte de su padre había llevado el refugio sola con Frick y Willie, pero no tenía a nadie con quien compartir sus pensamientos. Poco a poco, yo me convertí en esa persona. No nos resultaba difícil hablar, y a medida que nuestra amistad crecía, me daba cuenta de que teníamos muchas cosas en común. Si bien es cierto que yo no procedía de la misma clase social que Victoria, mi niñez había sido fácil, llena de ventajas y lujos burgueses; había vivido con la sensación de que todos mis deseos estaban dentro del ámbito de lo posible. Había asistido a buenos colegios y era capaz de hablar de literatura. Conocía la diferencia entre un Beaujolais y un Bordeaux y comprendía por qué Schubert era mejor músico que Schumann. Considerando que Victoria había nacido en un sitio como la Residencia Woburn, yo estaba más cerca de pertenecer a su propia clase que cualquier otra persona que hubiera conocido en los últimos años. Con esto no quiero decir que Victoria fuera una esnob; el dinero no le interesaba y había vuelto la espalda a aquellas cosas que antes representaba. Pero compartíamos un cierto lenguaje, y cuando ella me hablaba de su pasado, yo lo comprendía sin tener que pedirle explicaciones.

Había estado casada dos veces, una vez por poco tiempo «en un espléndido arreglo social», como le llamaba con sarcasmo; y otra vez con un hombre al que llamaba Tommy, aunque nunca supe su apellido. Aparentemente era un abogado, y con él había tenido dos hijos, un niño y una niña. Cuando empezaron los conflictos, él se había metido cada vez más en política, trabajando primero como subsecretario del Partido Verde (en un momento dado, todos los grupos políticos eran designados por colores), y luego, cuando el Partido Azul absorbió a su organización en una maniobra de alianza estratégica, como coordinador urbano de la zona oeste de la ciudad. En la época de las primeras concentraciones contra los hombres de las ruinas, once o doce años antes, había quedado atrapado en una manifestación en Nero Prospect y lo había matado una bala de la policía. Después de la muerte de Tommy, el padre de Victoria le rogó que abandonara el país con los niños (que entonces tenían tres y cuatro años), pero ella se negó. En su lugar, envió a los niños a vivir a Inglaterra con los padres de Tommy. Decía que no quería ser una de esas personas que lo abandonaban todo para salir corriendo, pero tampoco quería someter a sus hijos a los desastres que iban a venir. Yo creo que hay decisiones que nunca habría que verse forzado a tomar, elecciones que dejan una carga demasiado grande en la conciencia. Elijas lo que elijas, siempre vas a arrepentirte, y seguirás arrepintiéndote el resto de tu vida. Los niños se fueron a Inglaterra y durante uno o dos años, Victoria logró mantenerse en contacto con ellos por carta. Luego el sistema de Correos comenzó a funcionar mal, las comunicaciones se volvieron esporádicas e imprevisibles —la angustia permanente de la espera, los mensajes arrojados ciegamente al mar—, y por fin pararon por completo. Hacía ocho años de esto; Victoria no había sabido nada de ellos desde entonces y ya había perdido la esperanza de volver a hacerlo.

Te cuento todo esto para que veas los puntos en común de nuestras experiencias, los lazos que ayudaron a crear nuestra amistad. La gente que ella había amado salió de su vida igual que la gente que yo amaba de la mía. Nuestros maridos e hijos, su padre y mi hermano, todos ellos se habían desvanecido en la muerte y en la incertidumbre. Yo ya estaba recuperada como para irme (aunque ¿tenía adónde ir?) y sin embargo me pareció lo más natural que me invitara a quedarme en la Residencia Woburn, para trabajar como miembro de la administración. No era la solución que yo hubiera deseado para mí, pero dadas las circunstancias no veía otra alternativa. La filosofía caritativa del lugar me hacía sentir algo incómoda; la idea de ayudar a la gente, de sacrificarse uno mismo por una causa, eran conceptos demasiado abstractos para mí, demasiado ambiciosos y altruistas. El libro de Sam me había dado algo en lo cual creer, pero Sam había sido mi amor, mi vida, y yo me preguntaba si tendría capacidad para entregarme a gente que no conocía. Victoria advirtió mi reticencia, pero no discutió conmigo ni intentó hacerme cambiar de opinión. Creo que esta discreción de su parte fue lo que finalmente me indujo a aceptar; no pronunció ningún discurso ni intentó convencerme de que iba a salvar mi alma, simplemente dijo:

—Hay mucho trabajo, Anna, mucho más del que podemos aspirar a hacer. No tengo idea de lo que sucederá contigo, pero a veces un corazón roto sana con el trabajo.

La rutina era interminable y agotadora. No resultó una cura sino más bien una distracción, pero cualquier cosa que mitigara mi dolor era bien recibida. No esperaba milagros, después de todo, ya había agotado mis reservas de esperanzas, y sabía que a partir de entonces todo sería un corolario, una vida espantosa y póstuma que seguiría su curso aun cuando para mí estaba acabada. El dolor, por lo tanto, no desapareció, pero poco a poco comencé a notar que lloraba menos, que no siempre empapaba la almohada antes de dormirme, y una vez incluso descubrí que había pasado tres horas enteras sin pensar en Sam. Eran pequeños triunfos, lo admito, pero teniendo en cuenta las circunstancias, no podía burlarme de ellos.

Abajo había seis habitaciones con tres o cuatro camas en cada una. En el segundo piso había dos habitaciones privadas, aisladas para casos difíciles, y fue en una de ellas donde pasé mis primeras semanas en la Residencia Woburn. Cuando empecé a trabajar me asignaron una habitación particular en el cuarto piso, la de Victoria se encontraba al final del pasillo y Frick y Willie vivían en una sala más amplia arriba de la suya. La otra integrante del personal vivía abajo, en una habitación contigua a la cocina. Era Maggie Vine, una mujer sordomuda de edad imprecisa que hacía de cocinera y lavandera. Era muy baja, tenía muslos gruesos y robustos y una cara ancha cubierta por una maraña de pelo rojo. Aparte de las conversaciones por signos que mantenía con Victoria, no se comunicaba con nadie más. Trabajaba en una especie de trance sombrío, cumpliendo con cada tarea que se le asignaba de un modo obstinado y eficaz durante tantas horas que a veces me preguntaba si alguna vez dormía. Rara vez me saludaba o demostraba que advertía mi presencia, pero de vez en cuando, cuando estábamos las dos solas, me tocaba el hombro, me ofrecía una radiante sonrisa y acto seguido pasaba a imitar una elaborada pantomima de una cantante de ópera interpretando un aria, con gestos histriónicos y garganta vibrante. Luego saludaba con gracia, aceptando los aplausos de un público imaginario, y de repente, volvía a su trabajo, sin transición ni pausa. Era una verdadera locura, ocurrió seis o siete veces, y nunca supe si lo hacía para divertirme o para asustarme. Según me dijo Victoria, en los ocho años que llevaba allí, Maggie nunca había cantado para nadie más.

Todos los residentes (así los llamábamos) tenían que aceptar ciertas condiciones antes de quedarse en la Residencia Woburn. Nada de peleas o robos, por ejemplo, y buena disposición para colaborar en las tareas: hacerse la cama, llevar su plato a la cocina después de comer, cosas por el estilo. A cambio, se les daba habitación y comida, una nueva muda de ropa, la oportunidad de ducharse cada día y el uso irrestricto de las instalaciones. Esto incluía la sala de abajo —que tenía unos cuantos sofás y sillones, y una biblioteca bien surtida y varias clases de juegos— así como el patio de atrás de la casa, un lugar especialmente agradable cuando hacía buen tiempo. Allí había un campo de croquet al fondo, una red de badminton y unas cuantas sillas de jardín. Desde cualquier punto de vista, la Residencia Woburn era un paraíso, un refugio idílico de la miseria y la indigencia del exterior. Tú pensarás que cualquiera que tuviera la oportunidad de pasar unos días en un lugar como éste, disfrutaría cada momento de su estancia, pero no siempre era así. La mayoría estaba agradecida, por supuesto, la mayoría apreciaba lo que se hacía por ellos, pero muchos otros lo pasaban mal. Las peleas entre residentes eran muy comunes y prácticamente cualquier cosa podía desencadenarlas: la forma en que alguien comía o se hurgaba la nariz, la opinión de uno en contra de la de otro, el modo en que alguien tosía o roncaba cuando los demás intentaban dormir; todas las pequeñas disputas que se originan cuando un grupo de gente se ve obligada a convivir. Supongo que no hay nada extraño en ello, pero siempre me pareció patético, una mezquina y ridícula farsa interpretada una y otra vez. Casi todos los residentes de Woburn habían estado viviendo en la calle durante mucho tiempo. Tal vez el contraste entre aquella vida y ésta fuera un golpe muy duro para ellos. Uno se acostumbra a preocuparse sólo por sí mismo, a pensar únicamente en su propio bienestar, y de repente alguien le dice que tiene que cooperar con un montón de desconocidos, la misma clase de gente de la que uno ha aprendido a desconfiar. Sabiendo que le tocará volver a la calle en pocos días más, ¿vale realmente la pena cambiar de personalidad?

Otros residentes parecían casi desilusionados por lo que encontraron en la Residencia Woburn. Eran aquellos que habían esperado tanto antes de ser admitidos que habían exagerado sus expectativas más allá de lo razonable, convirtiendo a la Residencia Woburn en un paraíso terrenal, en el objeto de todos los deseos imaginables. La idea de llegar a vivir allí los había mantenido en pie de un día para el otro, pero una vez que lograban entrar, solían sentirse defraudados. Después de todo, no penetraban en un reino encantado. La Residencia Woburn era un lugar muy agradable, pero seguía perteneciendo al mundo real, y lo que allí encontraban era sólo otro aspecto de la vida; una vida mejor, tal vez, pero aun así la vida que siempre habían conocido. Lo más asombroso era ver con qué rapidez la gente se adaptaba a las comodidades materiales que les ofrecía: camas, duchas, buena comida, ropa limpia y la posibilidad de no hacer nada en absoluto. Después de dos o tres días, hombres y mujeres que habían estado alimentándose de basura, se sentaban ante una gran comida dispuesta sobre una mesa engalanada, con la misma naturalidad y compostura de unos gordos ciudadanos burgueses. Quizás no sea tan extraño como parece. Todos damos las cosas por sentadas, y cuando se trata de cuestiones tan básicas como comida o techo, que probablemente nos correspondan por derecho natural, no necesitamos mucho tiempo para sentirlas como algo inherente a nosotros mismos. Sólo somos conscientes de lo que teníamos, cuando lo perdemos; tan pronto como lo recuperamos, dejamos de apreciarlo nuevamente. Ése era el problema con la gente que se sentía defraudada por la Residencia Woburn. Habían vivido en la indigencia durante tanto tiempo, que no podían pensar en otra cosa; pero cuando recuperaban lo perdido, se asombraban al descubrir que en realidad no experimentaban grandes cambios. El mundo era el mismo de siempre; ahora sus estómagos estaban llenos, pero ninguna otra cosa se había modificado en lo más mínimo.

Siempre tomábamos la precaución de advertir a la gente sobre las dificultades del último día, pero creo que nuestros consejos nunca ayudaron demasiado a nadie. Es imposible prepararse para algo así, y no había forma de predecir quién se resistiría en el momento crucial, y quién no. Algunos se iban sin mayores traumas, pero otros no podían enfrentarse a ello. Sufrían enormemente con el mero pensamiento de tener que regresar a las calles, especialmente los más amables, los más agradables, la gente más agradecida por la ayuda que les habíamos brindado; y había momentos en que yo me preguntaba si todo esto valía la pena, si no hubiese sido preferible no hacer nada, antes que enseñarles un regalo y quitárselos de las manos un momento después. Había una crueldad intrínseca en este asunto que a menudo me resultaba insoportable. Ver a hombres y mujeres mayores caer de repente a tus pies y suplicarte por un día más; ser testigo de sus lágrimas, los lamentos, los ruegos desesperados. Algunos fingían enfermedades, se desmayaban y quedaban inmóviles, simulando estar paralizados; otros llegaban a autolesionarse, cortándose las muñecas, lastimándose las piernas con tijeras, amputándose dedos de las manos o de los pies. Luego, los más radicales optaban por el suicidio; yo recuerdo al menos tres o cuatro. Se suponía que en la Residencia Woburn estábamos ayudando a la gente, pero había casos en que en realidad la destruíamos.

Sin embargo, el dilema era inmenso. A partir del momento en que uno acepta la idea de que puede haber algo positivo en un sitio como la Residencia Woburn, se sumerge en un mar de contradicciones. No es tan simple como decir que los residentes deberían quedarse más tiempo, en especial si uno pretende ser justo, porque ¿qué pasa con todos los otros que hacen cola afuera, esperando la oportunidad de entrar? Por cada persona que ocupaba una cama en la Residencia Woburn, había docenas suplicando ser admitidas. ¿Qué es mejor, ayudar un poco a muchas personas o mucho a unas pocas? No creo que haya respuesta para esta pregunta. El doctor Woburn había comenzado esta organización con un sistema determinado, y Victoria estaba dispuesta a ajustarse a él hasta el fin. Eso no lo hacía necesariamente más justo, pero tampoco lo contrario. El problema no residía en el método, sino en la naturaleza misma de la cuestión. Había demasiada gente que necesitaba ayuda, y no la suficiente para ayudarles. Las cifras eran abrumadoras, implacables en la desolación que producían. No importaba cuánto trabajaras, no había forma de escapar del fracaso. Ésta era la esencia de la cuestión: a menos que estuvieras dispuesta a aceptar la total inutilidad de tu trabajo, no tenía sentido continuar con él.

Me pasaba casi todo el tiempo entrevistando a los futuros residentes, apuntando sus nombres en una lista, resolviendo quién iba a ingresar y cuándo. Las entrevistas tenían lugar entre las nueve de la mañana y la una del mediodía, y en general hablaba con veinte o veinticinco personas por día. Les veía por separado, uno después del otro, en el recibidor de la casa. Aparentemente en otros tiempos se habían producido unos cuantos incidentes desagradables —ataques violentos, grupos de gente tratando de entrar a la fuerza—, por lo cual siempre había un guardia armado de servicio mientras se realizaban las entrevistas. Frick vigilaba en las escalinatas de entrada con un rifle para asegurarse de que la cola se movía en orden sin salirse de control. La cantidad de gente que esperaba fuera era asombrosa, en especial en los meses cálidos. Lo más común es que hubiera entre cincuenta y setenta y cinco personas en la calle todo el tiempo. Esto significaba que casi toda la gente que yo veía había estado esperando de tres a seis días sólo por la oportunidad de ser entrevistada, durmiendo en la acera, avanzando lentamente en la cola, aguantando estoicamente hasta que les llegara el turno. Uno a uno entraban a verme, vacilantes, un torrente de gente interminable y sin pausa. Se sentaban frente a mí en una silla tapizada en piel roja, y yo les hacía todas las preguntas pertinentes. Nombre, edad, estado civil, ocupación anterior, último domicilio fijo, etcétera. Esto no llevaba más que un par de minutos, pero la entrevista rara vez acababa allí. Todos querían contarme su historia y yo no tenía más remedio que escuchar. Cada relato era diferente, pero en el fondo todos eran iguales. Las adversidades de la suerte, los errores de cálculo, el peso creciente de las circunstancias. Nuestras vidas no son otra cosa que la suma de múltiples contingencias, y no importa cuán distintas sean en sus detalles, todas comparten una esencia fortuita: esto luego aquello, y a causa de aquello, esto otro. «Un día me desperté y lo vi; me lastimé la pierna y entonces no puede correr lo suficientemente rápido; mi mujer dijo, mi madre cayó, mi esposo olvidó». Escuché cientos de estas historias, y había ocasiones en que pensaba que no podría soportarlo más. Tenía que ser comprensiva, asentir en los momentos indicados, pero los modales calmos y profesionales que intentaba mantener eran una pobre defensa contra las cosas que oía. Yo no estaba hecha para escuchar la historia de las chicas que trabajaban de prostitutas en las Clínicas de Eutanasia, no me sentía capacitada para oír a las madres que contaban cómo habían muerto sus hijos. Era demasiado horrible, demasiado implacable, y todo lo que podía hacer era esconderme tras la máscara de mi trabajo. Apuntaba el nombre de la persona en la lista y le daba una fecha; dos, tres e incluso cuatro meses más adelante.

—Entonces tendremos un hueco para usted —les aseguraba.

Cuando por fin ingresaban en la Residencia, yo era la encargada de recibirlos. Ése era mi trabajo principal por las tardes: enseñar el lugar a los recién llegados, explicarles las normas, ayudarles a establecerse. Casi todos conseguían acudir a la cita que habíamos acordado tantas semanas antes, pero algunos no venían; no resultaba muy difícil adivinar la razón. Según las reglas, guardábamos la plaza durante un día entero; si para entonces la persona no aparecía, borrábamos su nombre de la lista.

El proveedor de la Residencia Woburn era un hombre llamado Boris Stepanovich. Él nos traía la comida necesaria, las tabletas de jabón, las toallas, alguna pieza ocasional de un artefacto. Venía cuatro o cinco veces por semana, trayendo la mercancía que habíamos pedido y llevándose algún otro tesoro del patrimonio Woburn: una tetera de porcelana, un juego de fundas de sillones, un violín o el marco de un cuadro, todos los objetos que habían almacenado en la quinta planta y que aún seguían manteniendo la Residencia Woburn. Boris Stepanovich llevaba muchos años con ellos, según contaba Victoria, desde la época de los primeros refugios del doctor Woburn. Aparentemente, los dos hombres habían sido amigos muchos años, aunque teniendo en cuenta lo que yo había oído sobre el doctor Woburn, me sorprendía que pudiera haberse relacionado con un personaje tan equívoco como Stepanovich. Creo que tenía algo que ver con que una vez el doctor había salvado la vida de Boris, o tal vez fuera lo contrario. Escuché varias versiones distintas de la historia y nunca llegué a saber cuál era la verdadera. Boris Stepanovich era un hombre robusto de mediana edad, casi gordo para los estándares de la ciudad. Le gustaban las ropas estrambóticas (gorros de piel, bastones, flores en la solapa), y en su cara redonda y brillante había algo que recordaba a un jefe indio o a un potentado oriental. Todo lo que hacía tenía un cierto estilo, incluso la forma en que fumaba sus cigarrillos, sujetándolos estrechamente entre el pulgar y el índice, inhalando el humo con elegante, despreocupada indiferencia, y luego soltándolo a través de sus abultados orificios nasales como el vapor de una tetera hirviente. Por lo general resultaba difícil seguir sus conversaciones, y cuando lo conocí mejor me acostumbré a esperar una gran dosis de confusión cada vez que Boris Stepanovich abría la boca. Era aficionado a los conceptos oscuros y alusiones indirectas, y adornaba las frases más simples con imágenes tan barrocas que siempre me perdía al intentar comprenderle. Boris tenía miedo de que lo detuvieran, y empleaba las palabras como un medio de locomoción, estaba siempre en movimiento, corriendo y desplazándose, desapareciendo y apareciendo en otro sitio poco después. En distintas ocasiones, me contó tantas historias diferentes sobre sí mismo, hizo tantos balances contradictorios de su vida, que dejé de intentar creerle. Un día me aseguraba que había nacido en la ciudad y había pasado allí toda su vida; al siguiente, como si hubiese olvidado la historia anterior, me decía que había nacido en París y que era el hijo mayor de un emigrante ruso. A causa de ciertas dificultades con la policía turca en su juventud, había adoptado otra identidad, y desde entonces se había cambiado el nombre tantas veces que ya no podía recordar con seguridad cuál era el verdadero.

—No importa —decía—. Un hombre debe vivir el presente y ¿qué importa quién eras la semana pasada, si sabes quién eres hoy?

Según decía, en sus orígenes, había sido un indio algonquino, pero después de la muerte de su padre, su madre se había casado con un conde ruso. Él no se había casado nunca, o se había casado tres veces, dependiendo de la versión que más le conviniera en ese momento, ya que siempre que Boris Stepanovich se embarcaba en una de estas historias personales, era para probar alguna cuestión, como si recurriendo a su propia experiencia pudiera arrogarse una verdadera autoridad en cualquier tema concreto. Por lo mismo, había desempeñado todos los trabajos imaginables, desde la más humilde tarea manual hasta el más encumbrado cargo ejecutivo. Había sido lavaplatos, malabarista, vendedor de coches, profesor de literatura, carterista, agente inmobiliario, director de un periódico y gerente de unos grandes almacenes especializados en ropa de señoras. Sin duda me estoy olvidando de algo, pero supongo que te harás una idea. Boris Stepanovich nunca esperaba que le creyeras, pero al mismo tiempo no consideraba que sus invenciones fueran mentiras. Formaban parte de un plan casi consciente de crear un mundo más agradable para sí mismo, un mundo que cambiara a su antojo, que no estuviera sujeto a las mismas leyes y tristes necesidades que nos hundían a todos los demás. A pesar de que todo esto no lo convertía en un hombre realista, en la acepción más estricta de la palabra, tampoco se engañaba a sí mismo. Boris Stepanovich no era el pedante confabulador que parecía, y debajo de sus fanfarronadas e insensibilidad, siempre había el indicio de algo más, una perspicacia, quizás, un don de profunda comprensión. No iría tan lejos como para decir que era una buena persona (no en el sentido en que lo eran Isabel y Victoria), pero Boris tenía sus propias reglas y se ajustaba a ellas. Al contrario de cualquier otra persona que yo había conocido aquí, él conseguía permanecer por encima de las circunstancias. Hambre, asesinatos, las peores formas de crueldad, pasaba al lado de ellas, incluso a través de ellas, y aun así, siempre salía ileso. Era como si se hubiese imaginado todas las posibilidades por adelantado, y por lo tanto nunca se sintiera sorprendido de lo que ocurría. Inmanente a esta actitud había un pesimismo tan profundo, tan desolador, tan a tono con los hechos, que casi le daba un aspecto despreocupado.

Una o dos veces por semana, Victoria me pedía que acompañara a Boris Stepanovich en sus recorridos por la ciudad, sus «expediciones de compra y venta», tal como él las llamaba. Yo no servía de mucha ayuda, pero siempre me alegraba la oportunidad de dejar mi trabajo, aunque sólo fuera por unas pocas horas. Creo que Victoria me entendía y tenía cuidado de no forzarme mucho. Mis ánimos seguían bajos, y la mayor parte del tiempo me encontraba en un estado de frágil sensibilidad, me alteraba con facilidad y estaba malhumorada e incomunicativa sin razón aparente. Quizás Boris Stepanovich fuera una buena medicina para mí, y empecé a esperar con ansiedad nuestras pequeñas excursiones que me arrancaban de la monotonía de mis pensamientos.

Boris nunca me llevaba a comprar (nunca supe dónde adquiría la comida de la Residencia Woburn ni cómo lograba conseguir lo que le pedíamos), pero con frecuencia le vi vender los objetos de los que Victoria había elegido desprenderse. Se llevaba un diez por ciento de las ventas, pero al mirarlo negociar cualquiera pensaría que lo estaba haciendo sólo para sí mismo. Boris tenía la regla de no visitar a un mismo agente de resurrección más de una vez al mes. Como consecuencia, recorríamos la ciudad entera, dirigiéndonos a un sitio nuevo cada vez, con frecuencia incursionando en zonas que yo nunca había visitado. Boris había tenido un coche (un Stutz Bearcat, según decía), pero el estado de las calles se había vuelto demasiado imprevisible y ahora hacía todas sus salidas a pie. Llevando bajo el brazo el objeto que Victoria le había dado, improvisaba la ruta mientras caminábamos, siempre evitando las concentraciones de gente. Me llevaba por pasadizos escondidos y callejuelas desiertas, andando metódicamente sobre el pavimento acanalado, evitando los numerosos peligros y obstáculos, girando ahora a la izquierda y luego a la derecha, sin romper el ritmo en ningún momento. Se movía con una agilidad sorprendente para un hombre de su tamaño y a menudo me resultaba difícil seguir su paso. Canturreando canciones para sí, parloteando sobre cualquier tema, Boris correteaba con enérgico buen humor mientras yo me apresuraba para alcanzarlo. Parecía conocer a todos los agentes de resurrección y empleaba una táctica distinta con cada uno, entrando ruidosamente con los brazos abiertos en algunos lugares, asomándose silenciosamente en otros. Cada personalidad tiene su punto débil y Boris se esforzaba en aprovecharlo. Si un agente tenía debilidad por los halagos, Boris siempre lo halagaba; si otro tenía predilección por el color azul, Boris le llevaba objetos azules. Algunos preferían una conducta respetuosa, a otros les gustaba que los trataran como camaradas, otros más sólo se interesaban por los negocios. Boris les daba el gusto a todos, mintiéndoles sin el más mínimo cargo de conciencia. Pero eso era parte del juego y Boris nunca lo veía como otra cosa. Sus historias eran descabelladas, pero las inventaba con tanta rapidez, las adornaba con detalles tan elaborados y hablaba con tal aire de convicción, que era difícil no caer en ellas.

—Mi querido amigo —decía, por ejemplo—, mire atentamente esta taza de té. Cójala con sus propias manos, si así lo desea. Cierre los ojos, llévesela a la boca e imagínese que está bebiendo té, así como yo mismo lo hice hace treinta y un años en la sala de la condesa Oblomov. En aquella época yo era un joven estudiante de literatura en la universidad, delgado aunque no lo crea, delgado y apuesto, con una hermosa cabellera de pelo ondulado. La condesa era la mujer más maravillosa de Minsk, una joven viuda de increíbles encantos. El conde, heredero de la gran fortuna de los Oblomov, había muerto en un duelo (un asunto de honor que no voy a discutir ahora), y puede imaginarse el efecto que esto produjo en los hombres de su entorno. Tenía una legión de pretendientes, sus salones eran la envidia de todo Minsk. Era una mujer tan extraordinaria, amigo mío, que el recuerdo de su belleza nunca me abandona: el cabello rojo y brillante, sus senos pálidos y erguidos, sus ojos centelleantes de ingenio y con un atisbo esquivo de malicia. Era suficiente para volverlo a uno loco. Competíamos por su atención, la adorábamos, le escribíamos poesías, todos estábamos locamente enamorados. Pero fui yo, el joven Boris Stepanovich, el que logró ganarse los favores de esta peculiar vampiresa. Modestia aparte, si usted me hubiese visto entonces hubiera sabido el porqué. Teníamos citas en lugares alejados de la ciudad, encuentros nocturnos, visitas clandestinas a mi buhardilla (viajaba disfrazada por la ciudad), y pasé un largo y espléndido verano como invitado en su mansión campestre. La condesa me abrumaba con su generosidad; no sólo con la entrega de su persona, que hubiese sido suficiente, se lo aseguro, más que suficiente, sino con los regalos que me hacía, con la infinita bondad que demostraba conmigo: las obras de Pushkin encuadernadas en piel, una tetera de plata, un reloj de oro, tantas cosas que nunca podría enumerarlas todas. Entre ellas se encontraba un exquisito juego de té que había pertenecido a un miembro de la corte francesa (el duque de Fantomas, según creo) que yo usaba sólo cuando ella venía a visitarme, guardándolo para aquellos momentos en que la pasión la inducía a atravesar las calles nevadas de Minsk para refugiarse en mis brazos. Sin embargo, el tiempo es cruel y el juego ha sufrido el paso de los años: los platillos se han cuarteado, las tazas se han roto, muchas de las piezas se han perdido. Pero a pesar de todo, esta única reliquia ha sobrevivido, este último vínculo con el pasado. Trátela con dulzura, amigo mío, tiene usted mis recuerdos en esa mano.

Creo que el truco consistía en hacer que las cosas inertes cobraran vida. Boris Stepanovich desviaba la atención de los agentes de resurrección de las cosas, convenciéndoles de que aquello que les vendía no era la taza de té, sino la mismísima condesa Oblomov. No importaba si estas historias eran verdaderas o no; una vez que la voz de Boris comenzaba su trabajo, lograba liar por completo el asunto. Aquella voz era probablemente su arma más poderosa, tenía una increíble gama de timbres y matices, y en sus discursos alternaba sonidos fuertes y débiles, permitiendo que las palabras ascendieran y cayeran en una profunda e intrincada andanada de sílabas. Boris tenía debilidad por las frases trilladas y los sentimentalismos literarios, pero a pesar de la vulgaridad de sus palabras, las historias eran muy realistas. La interpretación era fundamental, y Boris no dudaba en utilizar los trucos más rastreros. Si era necesario, derramaba lágrimas verdaderas; si la situación así lo requería, arrojaba un objeto al suelo destrozándolo. Una vez, para probar su fe en un par de gafas de apariencia frágil, hizo malabarismos con ellas durante más de cinco minutos. Yo siempre me sentía un poco avergonzada por estas representaciones, pero no había duda de que funcionaban. Después de todo, los precios se establecen por la ley de la oferta y la demanda, y en aquel entonces no había mucha demanda por aquellas valiosas antigüedades. Sólo los ricos podían darse el lujo de adquirirlas —los comerciantes del mercado negro, los comisionistas de basura, los propios agentes de resurrección—, y Boris no hubiese conseguido nada poniendo énfasis en su utilidad. La verdad es que eran extravagancias, objetos para poseer como símbolos de riqueza y poder, de ahí las historias sobre la condesa Oblomov y duques franceses del siglo dieciocho. Cuando alguien compraba un jarrón antiguo de Boris Stepanovich, no sólo obtenía un jarrón, junto con él adquiría un mundo entero.

El apartamento de Boris estaba en un pequeño edificio de Turquoise Avenue, a no más de diez minutos de la Residencia Woburn. Con frecuencia, después de terminar nuestros negocios con los agentes de resurrección, volvíamos allí a tomar una taza de té. A Boris le gustaba mucho el té y casi siempre lo acompañaba con alguna clase de pasta, verdaderos lujos de la Casa de las Tartas de Windsor Boulevard: buñuelos de nata, bollos de canela, leonesas de chocolate, todos adquiridos a precios escandalosos. Sin embargo, Boris no podía renunciar a estas pequeñas concesiones y las saboreaba lentamente, masticando al ritmo de un leve zumbido musical en la garganta, un constante rumor, mezcla de risa y suspiro prolongado. Yo también me deleitaba con estos tés, aunque no tanto por la comida como por la insistencia de Boris en que la compartiera con él.

—Mi joven y viuda amiga está demasiado demacrada —solía decir—. Debemos engordarla, devolverle la lozanía a sus mejillas, debemos devolver el brillo a los ojos de Anna Blume.

Resultaba difícil no disfrutar de este tratamiento, y había momentos en que tenía la sensación de que todo el entusiasmo de Boris era sólo una farsa representada en mi provecho. Uno por uno, interpretaba los papeles de payaso, bribón o filósofo; pero cuanto más lo conocía, más los veía como parte de una única personalidad, blandiendo todas sus armas con el fin de volverme a la vida. Nos volvimos muy buenos amigos, y tengo una deuda de gratitud con Boris por su compasión, por los duros y constantes ataques que lanzaba contra la muralla de mi tristeza.

El apartamento era un miserable recinto con tres habitaciones, repleto de objetos acumulados durante años: vajilla, ropa, maletas, mantas, alfombras y toda clase de chucherías. Apenas llegaba a casa, Boris se metía en su habitación, se quitaba el traje, lo colgaba cuidadosamente en el armario y se ponía un par de pantalones viejos, zapatillas y una bata. Esta última era un recuerdo bastante curioso de días pasados, una prenda larga realizada en terciopelo rojo con cuello y puños de armiño, ahora completamente raída, con agujeros de polillas en las mangas y la espalda deshilachada; pero Boris la usaba con su acostumbrada desenvoltura. Después de alisar hacia atrás sus cabellos ralos y mojarse el cuello con colonia, volvía al estrecho y polvoriento salón para preparar el té.

Casi siempre me contaba historias de su vida, pero algunas veces hablaba de las cosas que tenía en la habitación, cajas de curiosidades, extraños tesoros, los restos de miles de expediciones de compra y venta. Boris estaba especialmente orgulloso de la colección de sombreros que guardaba en un gran baúl de madera situado al lado de la ventana; no sé cuántos sombreros tenía pero creo que dos o tres docenas, tal vez más. A veces escogía un par para que usáramos mientras bebíamos el té. Este juego le divertía mucho y debo admitir que yo también disfrutaba con él, aunque me costaría mucho explicar por qué. Había sombreros hongo, de vaqueros, feces, cascos, birretes y boinas, cualquier tipo de tocado imaginable. Cada vez que le preguntaba a Boris por qué los coleccionaba, me daba una respuesta diferente. Una vez me dijo que usar gorros era parte de su religión; otra vez me explicó que cada uno de esos sombreros había pertenecido a un pariente y que los usaba para comunicarse con sus antepasados muertos. Decía que al ponerse un sombrero, adquiría las cualidades de su antiguo dueño. Lo cierto es que le había puesto un nombre a cada uno de ellos, aunque yo creo que eran más bien manifestaciones de sus propios sentimientos hacia los sombreros, antes que la representación de seres que habían existido realmente. El fez, por ejemplo, era el tío Abduhl; el sombrero hongo, sir Charles; el birrete, el profesor Solomon. Sin embargo, en otra ocasión, cuando volví a mencionar el tema, Boris me dijo que le gustaba usar sombreros porque así impedía que los pensamientos se le volaran de la cabeza. Si ambos los usábamos mientras bebíamos el té, seguramente tendríamos conversaciones más inteligentes y estimulantes.

Le chapean influence le cerveau —decía de repente en francés—. Si on protège la tete, la pensée n'est plus bête.

Sólo recuerdo una ocasión en que Boris pareció bajar la guardia, y ésa es la conversación que tengo más presente, la que permanece más vividamente. Aquel día llovía, un aguacero interminable y monótono, y yo me quedé más de lo habitual, resistiéndome a abandonar el calor del apartamento para volver a la Residencia Woburn. Boris estaba de un humor extrañamente meditativo y yo había llevado la voz cantante durante casi toda la visita. Cuando me armé de valor para ponerme el abrigo y despedirme (recuerdo el olor al paño húmedo, el reflejo de las velas en la ventana, la intimidad del momento, propio de un refugio), Boris cogió mi mano y la apretó estrechamente en la suya, mirándome con una sonrisa siniestra y enigmática.

—Debes comprender que todo es un espejismo, querida mía.

—No estoy segura de entenderte, Boris.

—La Residencia Woburn está construida sobre cimientos de nubes.

—A mí me parece perfectamente sólida. Estoy allí cada día, ya lo sabes, y la casa nunca se ha movido. Ni siquiera ha temblado.

—Por ahora no. Pero dale un poco de tiempo y verás lo que quiero decir.

—¿Cuánto es «un poco de tiempo»?

—Lo que sea. Las habitaciones del quinto piso ya no darán más de sí, ya me entiendes, y tarde o temprano no quedará nada para vender. Las reservas ya están escaseando, y una vez que algo se termina, no hay forma de recuperarlo.

—¿Y eso te parece tan terrible? Todo se acaba, Boris, y no veo por qué la Residencia Woburn habría de ser diferente.

—Para ti es fácil decirlo, ¿pero qué pasará con la pobre Victoria?

—Victoria no es tonta. Estoy segura de que ya ha pensado en estas cosas.

—Victoria también es obstinada. Seguirá allí hasta que se le acabe el último glot y entonces no acabará mejor que la gente a la que ha intentado ayudar.

—¿No crees que es asunto suyo?

—Sí y no. Yo le prometí a su padre que la cuidaría, y no pienso romper mi promesa. ¡Si la hubieses visto cuando era joven, hace unos años, antes del colapso! ¡Era tan hermosa, estaba tan llena de vida! Me aterra pensar que pueda sucederle algo.

—Me sorprendes, Boris. Hablas como un verdadero sentimental.

—Me temo que todos hablamos nuestro propio lenguaje fantástico. Puedo prever el futuro y lo que veo no me gusta nada. Los fondos de la Residencia Woburn llegarán a su fin. Yo tengo algunos recursos adicionales en esta casa, por supuesto —aquí Boris abarcó todos los objetos en un solo gesto—, pero también éstos se acabarán. A menos que empecemos a mirar hacia adelante, no tendremos mucho futuro.

—¿Qué quieres decir?

—Hacer planes, considerar las posibilidades, actuar.

—¿Y esperas que Victoria te siga?

—No necesariamente. Pero tú estás de mi parte, al menos ésa es una ventaja.

—¿Qué te hace pensar que yo pueda tener influencia sobre ella?

—Lo veo con mis propios ojos. Sé lo que está pasando allí; Victoria nunca ha reaccionado ante nadie como contigo. Está totalmente prendada de ti.

—Sólo somos amigas.

—Hay mucho más que eso, querida, mucho más.

—No sé de qué estás hablando.

—Lo sabrás. Tarde o temprano comprenderás todo lo que te digo, te lo garantizo.

Boris tenía razón, con el tiempo lo comprendí. Por fin sucedieron todas esas cosas que estaban a punto de suceder. Sin embargo, me costó bastante darme cuenta. De hecho, sólo advertí lo que pasaba cuando lo tuve frente a mí, aunque tal vez eso pueda excusarse, ya que soy la persona más ignorante que haya existido.

Ten paciencia. Sé que ahora empiezo a balbucear, pero las palabras no acuden en mi ayuda para decir lo que quiero. Debes tratar de imaginarte cómo eran las cosas para nosotros entonces, la sensación de la fatalidad pesando sobre nosotros, el aire de irrealidad que parecía acechar en todo momento. Lesbianismo es sólo una palabra objetiva, pero no hace justicia a los hechos. Victoria y yo no nos convertimos en pareja en el sentido habitual de la palabra. Más bien, cada una de nosotras se convirtió en un refugio para la otra, el sitio donde podíamos acudir a buscar consuelo para la soledad. Al final, el sexo era lo menos importante. Después de todo, un cuerpo es sólo un cuerpo, y en realidad no importa si la mano que te toca es la de un hombre o la de una mujer. Estar con Victoria me brindó placer, pero también me infundió valor para vivir otra vez en el presente. Esto era lo más importante; dejé de mirar hacia atrás todo el tiempo, y poco a poco se fueron sanando las innumerables heridas que llevaba conmigo. No volví a sentirme un ser completo, pero al menos dejé de odiar mi vida. Una mujer se había enamorado de mí y yo descubrí que era capaz de amarla. No te pido que lo entiendas, sólo que lo aceptes como un hecho. Hay muchas cosas en mi vida de las cuales me arrepiento, pero ésta no es una de ellas.

Comenzó hacia el final del verano, tres o cuatro meses después de mi llegada a la Residencia Woburn. Victoria vino a charlar a mi habitación por la noche; yo estaba agotada, me dolía la espalda y me sentía más desanimada que de costumbre. Comenzó a masajearme la espalda de forma amistosa, intentando relajar mis músculos, del mismo modo cortés en que lo haría una hermana en las mismas circunstancias. Sin embargo, nadie me había tocado en muchos meses (no desde la última noche que pasé con Sam), y yo casi había olvidado lo bien que sentaba un masaje como aquél. Victoria siguió deslizando sus manos hacia arriba y hacia abajo de mi columna y finalmente las metió por debajo de la camiseta, tocando la piel desnuda con sus dedos. Aquello era extraordinario y pronto comencé a sentir que flotaba de placer, como si mi cuerpo estuviera a punto de estallar. Incluso entonces, creo que ninguna de las dos sabía lo que iba a suceder. Fue un proceso lento, avanzó sinuosamente paso a paso, sin un objetivo claro en mente. Llegado un momento, la sábana dejó mis piernas al descubierto y no me preocupé por subirla. Las manos de Victoria recorrían zonas cada vez más amplias de mi cuerpo, abarcando mis piernas y nalgas, vagando sobre mis costados hasta los hombros, y por fin no hubo parte de mi cuerpo que se resistiera a sus caricias. Giré, apoyándome sobre la espalda, y allí estaba Victoria inclinándose ante mí, desnuda bajo la bata, un pecho asomado por la abertura.

—Eres tan hermosa —le dije— que quisiera morir.

Me incorporé un poco y comencé a besarle el pecho, aquel seno turgente y hermoso, tanto más grande que los míos, rozando la aureola de color marrón claro, moviendo la lengua a lo largo de la red de venas azules que se adivinaban casi en la superficie. Me pareció algo grave y chocante, y en los primeros instantes sentí que me hundía en un deseo que sólo se encuentra en las profundidades de los sueños, pero ese sentimiento no duró mucho y me abandoné, me dejé arrastrar por completo.

Durante los meses siguientes seguimos acostándonos y por fin comencé a sentirlo como algo natural. El tipo de trabajo de la Residencia Woburn era demasiado desmoralizador si uno no tenía en quién apoyarse, sin un lugar permanente donde expresar los sentimientos. Demasiada gente iba y venía, demasiadas vidas pasaban a tu lado, y cuando llegabas a conocer a una persona, ésta ya tenía que hacer las maletas para marcharse. Entonces vendría otra, dormiría en la misma cama, se sentaría en la misma silla, caminaría sobre la misma parcela de tierra; luego llegaría su hora de marchar y el proceso entero comenzaría de nuevo. Por el contrario, Victoria y yo estábamos allí, la una para la otra, en las buenas y en las malas como solíamos decir, y aquello era lo único inmutable en medio de los cambios que se sucedían a nuestro alrededor. Gracias a este vínculo, pude reconciliarme con mi trabajo, y eso a su vez tranquilizó mi espíritu. Luego sucedieron otras cosas y ya no nos fue posible seguir. Hablaré de esto en un momento, pero lo importante es que en realidad nada cambió. El vínculo seguía allí, y yo descubrí de una vez y para siempre que Victoria era una persona extraordinaria.

Fue a mediados de diciembre, justo para las primeras oleadas importantes de frío. El invierno no llegó a ser tan crudo como el anterior, pero entonces nadie podía predecirlo. El frío trajo consigo todos los malos recuerdos del año anterior, y se podía apreciar cómo crecía el pánico en las calles, la desesperación de la gente preparándose para la embestida. Las colas a las puertas de la Residencia Woburn se volvieron más largas que en los meses anteriores, y tuve que trabajar horas extra para acoger esta demanda adicional. Recuerdo que aquella mañana en particular había visto diez u once personas en rápida sucesión, cada una con una horrible historia que contar. Una de ellas —su nombre era Felisa Reilly, una mujer de unos sesenta años— estaba tan acongojada que se derrumbó y se puso a llorar frente a mí, cogiéndome la mano y pidiéndome que la ayudara a encontrar a su marido, que había salido en junio y no había vuelto a aparecer. ¿Qué esperabas que dijera?

—No puedo dejar mi puesto e irme a vagabundear por ahí con usted —le dije—, tengo demasiado trabajo aquí.

Sin embargo, ella continuó haciendo una escena y acabé enfadándome por su insistencia.

—Mire —le dije—, usted no es la única mujer en la ciudad que ha perdido a su marido. El mío ha desaparecido igual que el suyo, y por lo que sé ambos estarán muertos. ¿Acaso estoy llorando y tirándome de los pelos? Es algo que todos tenemos que afrontar.

Me aborrecí a mí misma por soltarle todos esos lugares comunes y por tratarla tan bruscamente, pero me resultaba difícil razonar ante su histeria y sus cuentos sobre el señor Reilly, sus tres hijos y el viaje de luna de miel que habían hecho treinta y siete años antes.

—No me importa lo que le haya pasado a usted —me dijo por fin—. Una zorra insensible como usted no merece tener marido. Puede coger su elegante Residencia Woburn y metérsela donde le quepa. Si el buen doctor la escuchara hablar, se revolvería en su tumba.

Algo así, aunque no recuerdo las palabras exactas. Entonces la señora Reilly se puso de pie y se marchó con un último gesto de indignación. En cuanto salió, apoyé la cabeza sobre el escritorio y cerré los ojos, preguntándome si no estaría demasiado cansada para ver a más gente. La entrevista había sido un desastre sólo por culpa mía, por sacar a relucir mis sentimientos. No tenía excusa, no había justificación para descargar mis problemas sobre una pobre mujer que obviamente estaba fuera de sí por el dolor. Debo de haberme adormecido, sólo unos cinco minutos, tal vez apenas un instante, no puedo asegurarlo. Todo lo que sé es que pareció mediar una distancia infinita entre aquel momento y el siguiente, desde que cerré los ojos hasta que volví a abrirlos. Levanté la vista y allí estaba Sam, sentado frente a mí para que lo entrevistara. Al principio pensé que aún estaba dormida.

«Es un espejismo —me dije a mí misma—, viene de esos sueños en que uno se imagina que ha despertado, pero el despertar es sólo una parte más del sueño.»

Luego pronuncié mentalmente su nombre —«Sam»—, y de inmediato comprendí que no podía ser otro más que él. Era Sam, pero al mismo tiempo no lo era. Era Sam en otro cuerpo, con cabello cano y magulladuras en la cara, con los dedos negros y encallecidos y las ropas en harapos. Estaba allí sentado con una expresión tétrica y totalmente ausente en la mirada, hundido en sí mismo, según me pareció, perdido por completo. Lo vi todo en un instante, un torbellino, un parpadeo. Era Sam, pero no me reconocía, no sabía quién era yo. Sentí cómo mi corazón latía con fuerza y por un momento creí que iba a desmayarme. Entonces, lentamente, dos lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Sam. Se mordía el labio inferior y su mentón temblaba, a punto de perder el control. De repente, todo su cuerpo empezó a temblar, lanzó una bocanada de aire y no pudo contener más los sollozos que había intentado reprimir. Giró la cabeza para que no le viera, aún tratando de mantener el control, pero los espasmos siguieron convulsionando su cuerpo y aquel sonido contenido y ronco continuó escapando de sus labios cerrados. Yo me levanté de la silla, caminé vacilante hasta el otro lado del escritorio y lo abracé. Apenas lo toqué, escuché el crujir de los periódicos que acolchaban su abrigo. Un momento después, comencé a llorar y ya no pude parar. Me aferré a él tan fuerte como pude, hundiendo mi cara en su abrigo, y lloré sin parar.

Aquello sucedió hace más de un año. Pasaron varias semanas antes de que Sam estuviera en condiciones de hablar de lo que le había ocurrido, pero aun entonces sus historias eran vagas, llenas de incoherencias y lagunas. Decía que todo parecía mezclarse y que tenía dificultades para distinguir los límites de los hechos, no podía separar un día del otro. Recordaba que había esperado que yo volviera, sentado en la habitación hasta las seis o siete de la mañana, y que luego había salido a buscarme. Había regresado después de medianoche y para entonces la biblioteca ya ardía en llamas. Se quedó junto a la gente reunida para ver el incendio y luego, cuando el techo por fin se derrumbó, vio cómo nuestro libro se quemaba junto con todo lo demás en el edificio. Decía que podía verlo de verdad en su imaginación, que supo en qué preciso momento las llamas penetraron en nuestra habitación y devoraron las páginas de nuestro manuscrito.

A partir de ese momento todo perdía nitidez. Tenía el dinero en el bolsillo, cargaba las ropas a su espalda y eso era todo. Durante dos meses no hizo otra cosa más que buscarme, durmiendo donde podía, comiendo sólo cuando no aguantaba más. De este modo consiguió mantenerse a flote, pero a fines del verano ya casi no le quedaba dinero. Lo peor, según dijo, fue que un buen día dejó de buscarme; estaba convencido de que yo había muerto y no soportaba seguir torturándose con falsas esperanzas. Se refugió en un rincón de Diógenes Terminal —la antigua estación de trenes al noroeste de la ciudad— y vivió entre vagabundos y locos, verdaderos espectros que vagaban por los largos corredores y las salas de espera abandonadas.

«Fue como convertirse en un animal —decía—, una alimaña subterránea en hibernación. Una o dos veces a la semana trabajaba levantando objetos pesados para los traperos, a cambio de la limosna que pudieran darle, pero la mayoría del tiempo, no hacía nada; rehusaba moverse a menos que fuera absolutamente necesario.

—Abandoné la esperanza de ser alguien —decía—. El objetivo de mi vida era huir de lo que me rodeaba, vivir en un sitio donde ya nada pudiera hacerme daño. Intenté destruir mis lazos uno a uno, dejar escapar las cosas que me importaban. La idea era lograr la indiferencia, una indiferencia tan poderosa y sublime que me protegiera de cualquier ataque. Me despedí de ti, Anna, me despedí del libro, del pensamiento de volver a casa, incluso intenté despedirme de mí mismo. Poco a poco me volví tan calmo como un Buda, sentado en mi rincón sin prestar atención al mundo que me rodeaba. Si no hubiese sido por mi cuerpo —las demandas ocasionales de mi estómago y de mis instintos— tal vez no hubiese vuelto a moverme. Me repetía a mí mismo que la solución perfecta consistía en no desear nada, no tener nada, no ser nada. Al final llegué a vivir casi como una piedra.

Le dimos a Sam la habitación del segundo piso en la que yo había vivido al principio. Estaba en un estado deplorable, y durante los primeros diez días, su vida pendió de un hilo. Yo me pasaba casi todo el tiempo con él, escapándome de mis otras tareas siempre que podía sin que Victoria se opusiera. Su actitud me parecía extraordinaria, no sólo no se oponía, sino que hacía todo lo posible para apoyarme. Había algo sobrenatural en su comprensión de los hechos, en su capacidad para asimilar el súbito, casi violento final de la experiencia que habíamos vivido. Yo esperaba que hiciera una escena, que expresara algún atisbo de desencanto o celos, pero no sucedió nada de eso. Su primera reacción ante la noticia fue de felicidad —felicidad por mi bien, felicidad porque Sam estaba vivo—, y luego se afanó con tanto empeño como yo en su recuperación. Había sufrido una pérdida personal, pero también sabía que la presencia de Sam constituía una ganancia para la Residencia Woburn. La idea de tener a otro hombre en plantilla, en especial un hombre como Sam —que no era ni como el viejo Frick ni como el simplón e inexperto Willie—, era suficiente para cuadrar el balance. Esta obsesión me asustaba, pero para Victoria no había nada más importante que la Residencia Woburn, ni siquiera yo, ni siquiera ella misma, si es que esto cabe en la imaginación. No quiero simplificar las cosas en exceso, pero con el tiempo llegué a pensar que me había permitido enamorarme de ella para que me repusiera. Ahora que yo estaba mejor, había centrado su atención en Sam. La Residencia Woburn era su única realidad, ya lo ves, y no había nada que pudiera apartarla de ella.

Finalmente Sam vino al cuarto piso a vivir conmigo.

Fue engordando poco a poco y comenzó a parecerse a la persona que había sido antes, pero las cosas ya no podían ser iguales para él, ni ahora ni nunca. No me refiero sólo a los pesares que había sufrido su cuerpo (el pelo prematuramente gris, los dientes perdidos, el leve aunque persistente temblor de sus manos), sino también a cuestiones espirituales. Sam ya no era el joven arrogante con el que había vivido en la biblioteca; las experiencias lo habían cambiado, casi vencido, y ahora sus modales eran de un tono más suave, más plácido. De vez en cuando hablaba de volver a comenzar el libro, pero era evidente que no estaba convencido. El libro ya no constituía una solución para él, y una vez perdida esa obsesión, parecía más capaz de comprender las cosas que le habían sucedido, las cosas que nos estaban sucediendo a todos. Recuperó sus fuerzas, y poco a poco nos acostumbramos el uno al otro otra vez, aunque a mí me parecía que ahora nos encontrábamos más que antes en términos de igualdad. Es posible que yo también hubiera cambiado en aquellos meses, pero lo cierto es que sentía que Sam me necesitaba más que antes, y la sensación de que me necesitaran tanto me gustaba más que nada en el mundo.

Comenzó a trabajar los primeros días de febrero. Al principio yo estaba totalmente en contra del trabajo que Victoria le había asignado. Ella decía que después de pensarlo mucho había decidido que la mejor manera de que Sam sirviera a los intereses de la Residencia Woburn, era convirtiéndose en su nuevo médico.

—Te parecerá una idea extraña —continuó—, pero desde la muerte de mi padre, hemos ido a los tumbos. Ya no hay coherencia en este lugar, no hay un objetivo. Ofrecemos a la gente comida y refugio por un tiempo breve y eso es todo, una mínima forma de apoyo que apenas si le sirve a alguien. En los viejos tiempos la gente venía porque quería estar cerca de mi padre, incluso cuando no podía ayudarles como médico, estaba allí para hablarles y escuchar sus problemas. Eso era lo fundamental, él hacía sentir mejor a la gente sólo por ser quien era. Si ahora tuviéramos otro médico, tal vez podríamos recuperar el espíritu que una vez tuvo este lugar.

—Sam no es médico —dije yo—. Sería una mentira, y no veo cómo pretendes ayudar a la gente si lo primero que haces es mentirle.

—No es una mentira —contestó Victoria—, es una representación. Uno miente por razones egoístas, pero en este caso no estaríamos buscando ningún provecho para nosotros, sino para los demás. Sería una forma de devolverles la esperanza. Mientras crean que Sam es un médico, confiarán en lo que les diga.

—Pero, ¿qué pasaría si alguien se enterara? Estaríamos acabados, nadie se fiaría de nosotros nunca más, ni siquiera cuando dijéramos la verdad.

—Nadie lo descubrirá. Sam no podrá delatarse porque no practicará la medicina. Incluso si quisiera hacerlo, no quedan medicinas para ello. Tenemos un par de tubos de aspirinas, una o dos cajas de vendas y eso es todo. El hecho de que se haga llamar doctor Farr no significa que vaya a actuar como médico. Hablará y la gente le escuchará. Todo se resume en eso, será una forma de darle a la gente la oportunidad de recuperar sus propias fuerzas.

—¿Qué pasaría si Sam no pudiera hacerlo?

—Pues que no podrá. Pero no lo sabremos a menos que lo intente, ¿verdad?

Finalmente Sam aceptó prestarse al juego.

—No es algo que se me hubiera ocurrido a mí —dijo—, ni aunque viviera cien años. A Anna le parece cínico y creo que en el fondo tiene razón, ¿pero quién puede negar que los hechos sean igualmente cínicos? La gente se está muriendo ahí afuera, y aunque les demos un plato de sopa o les salvemos el alma, morirán igual. No veo forma de evitarlo, y si Victoria cree que tener un falso doctor con quien hablar les facilitará las cosas, ¿quién soy yo para decir que se equivoca? Dudo mucho de que esta estratagema tenga alguna utilidad, pero tampoco creo que pueda hacer ningún daño. Es una propuesta concreta y por eso estoy dispuesto a prestarme a colaborar con ella.

No culpé a Sam por aceptar, pero seguí enfadada con Victoria durante algún tiempo. Me había impresionado verla defender su fanatismo con argumentos tan elaborados sobre el bien y el mal. Lo llamara como lo llamara —una mentira, una representación, un medio para un fin—, este plan me pareció una traición a los principios de su padre. Yo tenía muchos escrúpulos acerca de la Residencia Woburn y si alguien me había ayudado a superarlos, ésa había sido Victoria. Su sinceridad, la claridad de sus motivaciones, el rigor moral que había encontrado en ella; todas estas cosas habían constituido un ejemplo para mí, y me habían dado fuerzas para continuar. Ahora, de repente, parecía haber algo oscuro en ella que yo no había notado. Para mí fue una desilusión y por un tiempo llegué a sentir rencor hacia ella, me defraudaba pensar que era como cualquier otra persona. Pero luego, cuando comencé a comprender mejor la situación, mi enfado se desvaneció. Victoria había logrado ocultarme la verdad, pero la Residencia Woburn estaba al borde del abismo. La representación de Sam no era más que un intento por salvar algo del desastre, una coda excéntrica que se agregaba a una pieza ya interpretada. Todo había terminado, aunque yo aún no lo sabía.

Lo gracioso es que Sam resultó un éxito en su papel de médico. Contaba con los accesorios —la bata blanca, el estetoscopio, el termómetro—, y les sacaba todo el provecho posible. No había duda de que parecía un médico, pero después de un tiempo también comenzó a comportarse como uno de verdad. Esto era lo más increíble de la cuestión. Al principio, yo me sentía bastante molesta por esta transformación, incapaz de admitir que Victoria hubiera tenido razón, pero al final tuve que aceptar la realidad. La gente respondía a Sam, él tenía una forma de escucharles que les inducía a hablar, y las palabras manaban de sus bocas en cuanto él se sentaba frente a ellos. Sin duda su formación como periodista ayudaba, pero ahora parecía dotado de otra dimensión de la dignidad, tal vez una personificación de la benevolencia, y como la gente se fiaba de él, le decían cosas que nunca le habían contado a otros. Decía que era como ser un confesor, y poco a poco comenzó a apreciar los resultados positivos que se consiguen permitiendo que la gente se desahogue, el efecto saludable de hablar, de pronunciar las palabras que componían sus historias. Supongo que podía caer en la trampa de creerse el personaje, pero Sam conseguía mantener las distancias. En privado bromeaba sobre ello e incluso llegó a inventarse unos cuantos nombres para sí mismo: doctor Shamuel Farr, doctor Quackingsham, doctor Bunk[3]. A pesar de estas bromas, yo notaba que aquel trabajo significaba más para él de lo que estaba dispuesto a admitir. De repente, su actitud como médico le había dado acceso a los pensamientos íntimos de los demás, y estos pensamientos habían pasado a formar parte de su propia personalidad. Su mundo interior se hizo más amplio, más sólido, más capaz de asimilar las cosas que se le presentaban.

—Es mejor no tener que ser yo mismo —me dijo una vez—. Si no tuviera esa otra persona detrás de la cual esconderme (esa que lleva la bata blanca y una expresión comprensiva en el rostro), creo que no lo soportaría, las historias me destruirían. Pero así he encontrado el modo de escucharlos, de concederles el lugar apropiado, junto a mi propia historia, a la historia del sujeto que no me veo obligado a ser mientras esté escuchándoles.

Aquel año la primavera llegó pronto y a mediados de marzo los azafranes florecían en el jardín del fondo, estigmas amarillos y flores purpúreas brotando de los canteros de hierba, el verde naciente mezclado con charcos de lodo que comenzaban a secarse. Incluso las noches eran templadas, y a veces Sam y yo dábamos un pequeño paseo por el jardín antes de irnos a dormir. Era hermoso estar allí fuera un rato, las ventanas de la Residencia oscuras detrás de nosotros y las estrellas reluciendo tímidamente sobre nuestras cabezas. Cada vez que tomábamos uno de aquellos breves paseos, yo sentía que me enamoraba de él otra vez, en medio de aquella oscuridad, cogida de su brazo, recordando cómo había sido todo al principio, en los días del invierno terrible, cuando vivíamos en la biblioteca y mirábamos cada noche a través de la enorme ventana en forma de abanico. Ya no mencionábamos el futuro, no hacíamos planes ni hablábamos de volver a casa. Ahora el presente nos ocupaba por completo, y con todo el trabajo que teníamos que hacer cada día, con todo el cansancio que le seguía, no había tiempo para pensar en nada más. Había un equilibrio fantasmal en esta vida, pero esto no la hacía necesariamente mala, y por momentos casi me sentía feliz de vivirla, de seguir con las cosas tal cual estaban.

Pero por supuesto aquello no podía durar. Era un espejismo, como había dicho Boris Stepanovich, y nadie podía detener los cambios que se avecinaban. A finales de abril comenzamos a sentir la escasez. Por fin Victoria se desahogó y nos expuso la situación; entonces comenzamos a reducir los gastos uno a uno. Las rondas de los miércoles fueron lo primero en desaparecer. Decidimos que no tenía sentido gastar dinero en el coche; el combustible era demasiado caro y ya teníamos bastante gente esperando fuera, a nuestra propia puerta. Victoria dijo que no había necesidad de salir a buscarlos y ni siquiera Frick pudo objetar nada al respecto. Aquella misma tarde hicimos nuestro último recorrido por la ciudad, Frick al volante, Willie a su lado y Sam y yo detrás. Traqueteamos a lo largo de las avenidas periféricas, entrando ocasionalmente en un barrio u otro para echar un vistazo, sintiendo los golpes mientras Frick maniobraba el coche sobre los surcos y pozos. Nadie hablaba, sólo mirábamos el panorama a medida que pasábamos a su lado, creo que algo apenados porque esto no iba a repetirse, sentados en nuestros asientos y sintiendo un extraño disgusto mientras girábamos en círculos. Después, Frick dejó el coche en el garaje, cerró la puerta con llave y desde aquel día no creo que la volviera a abrir. En una ocasión en que estábamos juntos en el jardín, señaló hacia el garaje y me ofreció una sonrisa amplia y desdentada.

—Cosas que uno ve cuando nunca más —dijo—, diles adiós y luego olvida. Ahora es un resplandor en la cabeza, ¡puf… desaparece, ya ves, desaparece! Un resplandor y luego a olvidar.

La ropa fue lo siguiente en marchar, todas las mudas gratuitas que les dábamos a los residentes, camisas, zapatos, chaquetas, jerseys, pantalones, sombreros, viejos pares de guantes. Boris Stepanovich había comprado todas esas cosas en una sola partida a un mayorista de la cuarta zona censada, pero este hombre había dejado el negocio, en realidad un grupo de matones y agentes de resurrección le habían forzado a dejarlo, y ya no teníamos forma de conseguir más ropa. Incluso en las mejores épocas, la compra de ropa se había llevado el treinta o cuarenta por ciento del presupuesto de la Residencia Woburn. Ahora que estábamos en una mala época, no teníamos más remedio que suprimir este gasto. Nada de recortes ni de reducciones graduales, todo el capítulo eliminado de una sola vez. Victoria comenzó un plan que ella llamaba «reparación a conciencia», reuniendo todo tipo de material de costura —agujas, bobinas de hilo, parches de tela, dedales, huevos de zurcir, etcétera— e hizo todo lo posible por remendar la ropa que la gente tenía al llegar a la Residencia Woburn. La idea era guardar todo el dinero posible para la comida, y como esto era lo más importante, lo que más necesitaban los residentes, todos estuvimos de acuerdo en que este enfoque era el más adecuado. Aun así, a medida que las habitaciones del quinto piso se iban vaciando, ni siquiera el capítulo de la comida pudo escapar al ahorro. Fuimos eliminando uno a uno determinados artículos: azúcar, sal, mantequilla, fruta, las pequeñas raciones de carne que nos permitíamos a veces y el ocasional vaso de leche. Cada vez que Victoria anunciaba una nueva restricción, Maggie Vine hacía una escena, representando la pantomima de una persona llorando, golpeando la cabeza contra la pared, sacudiendo los brazos contra las piernas como si fuera a salir volando. Tampoco fue nada fácil para nosotros. Todos nos habíamos acostumbrado a tener lo suficiente para comer, y estas restricciones tuvieron un doloroso efecto sobre nuestro organismo. Tuve que volver a meditar sobre este asunto, sobre lo que significaba tener hambre, acerca de cómo separar la idea de la comida de la del placer, cómo aceptar lo que teníamos sin ansiar más. A mediados del verano, nuestra dieta se reducía a unas cuantas legumbres, harinas y verduras de raíz (nabos, remolachas y zanahorias). Intentamos cultivar una huerta en el jardín trasero, pero era difícil conseguir semillas y sólo logramos plantar unas cuantas lechugas. Maggie hacía todo lo que podía para improvisar comidas, preparando distintos caldos, mezclando enfadada legumbres y fideos, formando bolas de masa cubiertas de harina, bolas pegajosas que nos provocaban náuseas. En comparación con lo que comíamos antes, esto resultaba asqueroso, pero al menos nos mantenía vivos. En realidad, lo terrible no era la calidad de la comida, sino la certeza de que las cosas se pondrían peor. Poco a poco, la diferencia entre la Residencia Woburn y el resto de la ciudad se iba haciendo más pequeña. Estábamos siendo devorados, y ninguno de nosotros sabía cómo evitarlo.

Entonces desapareció Maggie. Un buen día ya no estaba allí, y no encontramos ninguna pista que delatara dónde podía haber ido. Debe de haberse marchado mientras los demás dormíamos, pero eso no explica por qué abandonó todas sus cosas. Si se hubiese querido marchar, lo lógico hubiera sido que se llevara un bolso con sus pertenencias. Willie estuvo buscándola por el vecindario dos o tres días, pero no encontró ningún rastro, y ninguna de las personas con quienes habló sabía nada de ella. A partir de ese momento, Willie y yo nos hicimos cargo de la cocina. Sin embargo, justo cuando comenzábamos a habituarnos al trabajo, ocurrió algo más. De repente y sin ningún síntoma previo, murió el abuelo de Willie. Intentamos consolarnos pensando que Frick era muy viejo (tenía casi ochenta años, según Victoria), aunque eso no ayudaba mucho. Murió mientras dormía, una noche a principios de octubre, y Willie descubrió su cuerpo; se despertó por la mañana, advirtió que su abuelo aún estaba en la cama, y cuando intentó levantarlo vio horrorizado cómo el viejo se desplomaba sobre el suelo. Fue peor para Willie, por supuesto, pero todos sufrimos esta muerte a nuestra manera. Sam sollozó acongojado y Boris Stepanovich no habló por más de cuatro horas después de conocer la noticia, lo que para él debe de haber sido un verdadero récord. Victoria no se mostró muy afectada, pero decidió hacer algo terrible, y entonces me di cuenta de su desesperación. Enterrar a los muertos está absolutamente prohibido por la ley. Todos los cadáveres deben ser transportados a uno de los Centros de Transformación, y quien no cumpla con estas leyes se arriesga a sufrir las más duras condenas: una multa de doscientos cincuenta glots, a pagar al contado en el momento del requerimiento o el destierro inmediato a uno de los campos de trabajos forzados al sudoeste del país. A pesar de todo, una hora después de enterarse de la muerte de Frick, Victoria anunció que pensaba organizar un funeral en el patio aquella misma tarde. Sam intentó convencerla de que no lo hiciera, pero ella no dio el brazo a torcer.

—Nadie se enterará —dijo—. Pero incluso si la policía lo descubre, no importa. Debemos hacer lo que corresponde; si permitimos que una ley estúpida se interponga en nuestro camino, es que no servimos para nada.

Era un acto imprudente, por completo irresponsable, pero en el fondo creo que lo hacía por el bien de Willie. Willie era un chico de una inteligencia inferior a la normal, y con diecisiete años aún vivía encerrado en un mundo totalmente ajeno a lo que ocurría en el exterior. Frick había cuidado de él, había pensado por él, literalmente lo había conducido paso a paso por la vida. Ahora Willie necesitaba un gesto de nuestra parte, una demostración clara y contundente de nuestra lealtad, la prueba de que seguiríamos a su lado sin importarnos las consecuencias. El entierro constituía un enorme riesgo, pero incluso después de lo que ocurrió, no creo que Victoria se haya equivocado al hacerlo.

Antes de la ceremonia, Willie se metió en el garaje, desenroscó la bocina del coche y estuvo casi una hora sacándole brillo. Era una de esas bocinas antiguas que uno ve en las bicicletas de los niños, aunque más grande e impresionante, con una gran trompeta de bronce y una perilla de goma negra casi del tamaño de un pomelo. Luego, él y Sam cavaron una fosa al lado de los arbustos de espino en el jardín trasero. Seis de los residentes cargaron el cadáver de Frick desde la casa a la tumba, y cuando lo depositaron en el agujero, Willie puso la bocina sobre el pecho de su abuelo para asegurarse de que la enterraban con él. Después, Boris Stepanovich leyó un breve poema que había escrito para la ocasión y Sam y Willie cubrieron el hueco con tierra. Fue una ceremonia primitiva, sin plegarias ni canciones, pero bastante significativa dadas las circunstancias. Todos estábamos fuera, los residentes junto a los miembros de la plantilla, y cuando acabamos, la mayoría tenía los ojos llenos de lágrimas. Colocamos una pequeña piedra señalando el lugar de la sepultura y volvimos a entrar en la casa.

A partir de ese momento, todos intentamos coger las riendas en lo referente a Willie. Victoria le asignó nuevas responsabilidades, permitiéndole incluso hacer guardia con el rifle mientras yo hacía las entrevistas; y Sam intentó tomarlo bajo su protección, enseñándole a afeitarse correctamente, a escribir su nombre, a sumar y a restar. Willie reaccionaba bien a estas atenciones y si no hubiera sido por un funesto golpe de la suerte, creo que no hubiese tenido mayores problemas. Sin embargo, unas dos semanas después del funeral de Frick, un policía del distrito central nos hizo una visita. Era un personaje de aspecto ridículo, regordete y de cara ruborosa, luciendo uno de los nuevos uniformes asignados a los oficiales de este tipo de servicio: una túnica de color rojo brillante, pantalones de montar blancos y unas botas negras ostentosas con la gorra a juego. Apenas cabía en ese absurdo disfraz, y como insistía en sacar pecho, pensé que en cualquier momento iba a hacer saltar los botones. Cuando abrí la puerta, chocó los talones y saludó. Si no hubiese sido por la ametralladora que llevaba a la espalda, le hubiese dicho que se marchara.

—¿Es ésta la Residencia de Victoria Woburn? —preguntó.

—Sí, entre otros —le contesté.

—Entonces hágase a un lado, señorita —me dijo sacándome del medio y entrando en el vestíbulo—. Vamos a hacer una investigación.

Te ahorraré los detalles. La cuestión es que alguien denunció el entierro y habían venido a comprobar si era cierto. Tuvo que haber sido uno de los residentes, pero éste era un acto de traición tan increíble, que ninguno de nosotros pudo adivinar cuál de ellos. Sin duda, se trataba de alguien que había presenciado el funeral, que había tenido que marcharse de la Residencia Woburn después del período acordado, y se había vengado por verse obligado a volver a la calle. Tal vez la policía le había pagado, o quizás lo hiciera sólo por rencor. En cualquier caso, la información era absolutamente exacta. El policía salió al jardín trasero seguido de dos ayudantes, observó el lugar durante unos instantes y señaló el lugar preciso en que se había cavado la tumba. Pidieron palas y los dos ayudantes se pusieron a trabajar de inmediato, buscando un cadáver que ya sabían que estaba allí.

—Esto es inaudito —dijo el policía—. El egoísmo de un entierro en estos días, ¡qué atrevimiento! Sin cuerpos para quemar, acabaríamos en la ruina, todos nosotros estaríamos perdidos. ¿De dónde sacaríamos combustible? ¿Cómo haríamos para seguir con vida? En estos tiempos de emergencia nacional, todos debemos estar alertas. No puede desperdiciarse ni un cuerpo, y aquellos que se atrevan a incumplir esta ley, no deben salir impunes. Son malhechores de la peor calaña, pérfidos criminales, una escoria de desertores. Deben ser erradicados y castigados.

Todos estábamos en el jardín, reunidos alrededor de la tumba mientras este estúpido continuaba con su maligno y vacuo sermón. Victoria se puso pálida y creo que si yo no hubiese estado allí para sostenerla, se hubiese desvanecido. Al otro lado del hoyo, Sam vigilaba la reacción de Willie. El chico lloraba, y mientras los ayudantes del policía continuaban cavando la tierra y echándola descuidadamente sobre los arbustos, comenzó a gritar con voz de pánico:

—Esa es la tierra del abuelo. No deberían tirarla, es del abuelo.

Gritaba tan fuerte que el policía se detuvo, lo miró con desprecio, y justo cuando comenzó a llevar la mano a la ametralladora, Sam cubrió la boca de Willie con la mano y lo arrastró hacia la casa, luchando por controlarlo mientras el chico se revolvía y daba patadas. Al mismo tiempo, unos cuantos residentes se habían tirado al suelo, rogando al guardia que creyera en su inocencia. No sabían nada de aquel horrible crimen, no estaban allí cuando sucedió; si alguien les hubiese hablado de esas barbaridades, nunca se hubiesen alojado aquí; todos eran prisioneros obligados a quedarse contra su voluntad. Una declaración humillante detrás de otra, una manifestación colectiva de cobardía. Me sentí tan asqueada que me dieron ganas de vomitar. Una vieja —su nombre era Beulah Stansky— cogió la bota del guardia y comenzó a besarla. Él intentó soltarse, pero como ella no lo dejaba, le pegó en el vientre con la punta de la bota y la arrojó volando, quejándose y sollozando como un perro apaleado. Afortunadamente para todos nosotros, Boris Stepanovich hizo su entrada justo en aquel momento. Abrió las puertaventanas de la parte trasera de la casa, salió al jardín cautelosamente y se acercó al gentío con una expresión calma, casi divertida. Era como si hubiese presenciado esta escena cientos de veces y no lo turbaran ni la policía, ni las armas, ni nada en absoluto. Cuando se unió a nosotros, estaban sacando el cadáver del hoyo, y allí estaba el pobre Frick, estirado sobre el césped, ya sin ojos, la cara cubierta de tierra y un enjambre de gusanos blancos asomándole por la boca. Boris ni siquiera lo miró, caminó directamente hacia el policía de chaqueta roja, le llamó general y lo llevó a un lado. No escuché lo que decían, pero vi que Boris no dejaba de hacer muecas y fruncir las cejas mientras hablaba. Por fin, sacó un paquete de billetes del bolsillo y se los entregó uno tras otro al policía. Yo no sabía qué significaba esto, si Boris había pagado la multa o si habían llegado a algún tipo de arreglo privado, pero la operación se redujo a eso; un breve y rápido intercambio de dinero y el asunto quedó arreglado. Los ayudantes cargaron el cuerpo de Frick a lo largo del jardín, a través de la casa y de la puerta delantera, y ya fuera lo subieron a una camioneta que estaba aparcada en la calle. El policía nos sermoneó de nuevo muy severamente, empleando las mismas palabras que antes, y luego hizo un último saludo, chocó los talones y se dirigió a la camioneta, haciendo a un lado a los mirones con breves y rápidos golpecitos de la mano. En cuanto se alejó con sus hombres, yo corrí al jardín a buscar la bocina. Pensé en pulirla de nuevo y entregársela a Willie, pero no pude encontrarla. Incluso me metí dentro de la tumba abierta, pero no estaba allí. Como tantas otras cosas, la bocina había desaparecido sin dejar rastro.

Habíamos salvado el cuello, al menos por un tiempo. Nadie iría a la cárcel, desde luego, pero el dinero que Boris le había dado al policía casi terminó con nuestras reservas. Tres días después de la exhumación de Frick, vendimos los últimos objetos del quinto piso: un abrecartas chapado en oro, una mesa auxiliar de caoba y las cortinas de terciopelo azul que cubrían las ventanas. Después, logramos juntar otro poco de dinero vendiendo libros de la biblioteca de abajo —dos estantes de Dickens, cinco ediciones de las obras completas de Shakespeare (una de ellas con treinta y ocho volúmenes en miniatura más pequeños que la palma de la mano), un libro de Jane Austen, otro de Schopenhauer y un Don Quijote ilustrado—, pero el mercado de libros ya había tocado fondo y por estas cosas se conseguían cantidades insignificantes. A partir de entonces, Boris se hizo cargo de nosotros. Sin embargo, sus reservas de objetos estaban lejos de ser infinitas y no nos engañamos a nosotros mismos pensando que durarían mucho más. Nos dimos tres o cuatro meses como máximo, y con el invierno aproximándose de nuevo, sabíamos que podía ser incluso menos. Lo más razonable hubiese sido cerrar la Residencia Woburn de inmediato. Intentamos convencer a Victoria, pero para ella era muy difícil dar ese paso y siguieron varias semanas de incertidumbre. Entonces, justo cuando Boris parecía estar a punto de convencerla, la decisión escapó de sus manos, escapó de todas nuestras manos. El detonante fue Willie. En una visión retrospectiva, parece inevitable que acabara así, pero te mentiría si dijera que alguien previó lo que iba a ocurrir. Todos estábamos demasiado ocupados en las tareas que teníamos entre manos, y cuando finalmente sucedió aquello, fue como un rayo inesperado, como una explosión desde las entrañas de la tierra.

Después de que se llevaron el cuerpo de Frick, Willie no volvió a ser el mismo. Siguió haciendo su trabajo, pero en silencio, en la soledad de miradas ausentes e indiferencia. Si alguien se le acercaba, sus ojos brillaban con hostilidad y rencor, y una vez me quitó la mano de su hombro con brusquedad, como para demostrarme que me haría daño si volvía a intentar tocarlo. Como trabajaba a diario con él en la cocina, pasaba más tiempo a su lado que ningún otro. Hice lo que pude para ayudarle, pero creo que mis palabras nunca llegaron a él.

—Tu abuelo está bien, Willie —solía decirle—. Ahora está en el cielo y lo que le ocurra a su cuerpo no es importante. Su alma está viva y a él no le gustaría que te preocuparas así. Nadie puede hacerle daño, es feliz donde está y quiere que tú también seas feliz.

Me sentía como una madre intentando explicarle el sentido de la muerte a un niño pequeño, soltándole las mismas necedades hipócritas que había oído de mis propios padres. Sin embargo, no importaba lo que dijera, ya que Willie no me creía en lo más mínimo. Era como un hombre prehistórico, y la única forma en que podía reaccionar frente a la muerte era adorando a su antecesor fallecido, pensando en él como en un dios. Victoria se había dado cuenta de un modo instintivo; la sepultura de Frick se había convertido en tierra sagrada para Willie, y ahora había sido profanada. El orden de las cosas había sido alterado, y mis palabras nunca podrían restaurarlo.

Empezó a salir por las noches y rara vez volvía antes de las dos o las tres de la madrugada. Era imposible saber lo que hacía en la calle, ya que nunca hablaba de ello y era inútil hacerle preguntas. Una noche no volvió a casa. Yo pensé que tal vez se habría ido para siempre, pero entonces, antes de comer, entró en la cocina y se puso a cortar las verduras sin decir una palabra, como si intentara impresionarme con su arrogancia. Eran los últimos días de noviembre y Willie giraba en su propia órbita, una estrella errante sin trayectoria definida. Dejé de esperar que cumpliera con su parte del trabajo. Cuando estaba allí, aceptaba su ayuda; cuando no estaba, hacía el trabajo yo sola. Una vez tardó dos días en regresar, otra vez, tres. Estas ausencias cada vez más largas nos hicieron pensar que en cierto modo se estaba distanciando de nosotros. Pensábamos que tarde o temprano llegaría el día en que ya no volvería, más o menos como había ocurrido con Maggie Vine. Pero entonces teníamos tanto que hacer, los esfuerzos por mantenernos a flote eran tan grandes, que no solíamos pensar en Willie cuando no estaba con nosotros. La última vez estuvo ausente seis días y todos pensamos que ya no volveríamos a verle. Pero una noche muy tarde en la primera semana de diciembre, nos despertamos sobresaltados por horribles golpes y ruidos procedentes de las habitaciones de abajo. Mi primera reacción fue pensar que la gente de la cola había asaltado la casa, pero luego, cuando Sam saltó de la cama y cogió la escopeta que guardábamos en nuestra habitación, se escuchó un sonido de ametralladora, una enorme explosión y estruendo de balas, cada vez más fuerte. Escuché gritar a la gente, sentí cómo la casa temblaba con sus pasos, oí la ametralladora disparando sobre las paredes, las ventanas, los suelos astillados. Encendí una vela y seguí a Sam hasta el tope de las escaleras, preparándome para ser acribillada a balazos. Victoria corría delante de nosotros, y por lo que pude ver, iba desarmada. No era el policía, por supuesto, aunque no me cabe duda de que era su ametralladora. Willie estaba en el segundo piso, subiendo hacia nosotros con el arma en la mano. La vela estaba demasiado lejos para permitirme divisar su cara, pero noté que se detenía al ver que Victoria se acercaba.

—Es suficiente, Willie —dijo ella—. ¡Tira el arma! ¡Tírala ahora mismo!

No sé si iba a dispararle, pero lo cierto es que no tiró el arma. Sam ya había llegado al lado de Victoria, y un instante después de que ella hablara, apretó el gatillo de su escopeta. El proyectil hirió a Willie en el pecho y lo tiró hacia atrás, haciéndolo volar por las escaleras hasta llegar abajo. Creo que murió antes de llegar al suelo, antes de advertir que le habían disparado.

Esto fue hace seis o siete semanas. De los dieciocho residentes que vivían con nosotros entonces, siete resultaron muertos, cinco escaparon, tres fueron heridos y tres salieron ilesos. El señor Hsia, un recién llegado que nos había enseñado trucos con las barajas la noche anterior, murió a consecuencia de las heridas de bala a las once de la mañana siguiente. El señor Rosenberg y la señora Rudniki se recuperaron. Los cuidamos durante más de una semana, y una vez que estuvieron fuertes para tenerse en pie, los hicimos marchar. Fueron los últimos residentes de la Residencia Woburn. La mañana después del desastre, Sam escribió un cartel y lo colgó en la puerta de entrada: RESIDENCIA WOBURN CERRADA. La gente que esperaba fuera no se fue enseguida, pero luego empezó a hacer mucho frío, y como la puerta no se abría, la multitud decidió dispersarse. Desde entonces estamos a la espera, haciendo planes sobre el futuro próximo, intentando sobrevivir un invierno más. Sam y Boris pasan un rato cada día en el garaje, probando el coche para asegurarse de que siga funcionando. El plan consiste en alejarnos de aquí en él tan pronto como el tiempo se vuelva templado. Incluso Victoria dice que quiere venir, aunque no estoy muy segura de que sea verdad. Supongo que lo sabremos cuando llegue el momento. A juzgar por el cielo de los dos últimos días, no creo que tengamos que esperar mucho más.

Hicimos todo lo posible para deshacernos de los cuerpos, arreglar los daños y limpiar la sangre. Esto es todo lo que quiero decir sobre el tema. Terminamos a la tarde siguiente, y entonces Sam y yo nos fuimos arriba a tomar una siesta, pero yo no pude dormir. Sam se durmió enseguida, y como no quise molestarlo, me bajé de la cama y me senté sobre el suelo, en un rincón de la habitación. Mi antiguo bolso estaba allí por casualidad, y sin ninguna razón en particular, se me dio por mirar en su interior. Fue entonces cuando redescubrí el cuaderno azul que había comprado para Isabel. Las primeras páginas estaban llenas de mensajes, las breves notas que me escribía en los últimos días de su enfermedad. Casi todas eran bastante simples —tales como «gracias», «agua», o «mi querida Anna»—, pero cuando vi aquella letra enorme y temblorosa y recordé cómo luchaba para que las palabras fueran claras, dejaron de parecerme tan simples. Miles de cosas me vinieron a la memoria al mismo tiempo. Sin apenas pensar en ello, arranqué esas primeras páginas, las doblé con cuidado y las puse de nuevo en mi bolso. Luego, cogiendo uno de los lápices que le había comprado al señor Gambino hace tanto tiempo, apoyé el cuaderno sobre mis rodillas y comencé a escribir esta carta.

He seguido con ella desde entonces, agregando unas pocas páginas cada día, tratando de explicártelo todo. A veces me pregunto cuántas cosas he omitido, cuántas están perdidas para mí y ya nunca recuperaré, pero ésas son preguntas sin respuesta. Ahora nos queda poco tiempo y no debo usar más palabras de las necesarias. No pensé que llevaría tanto tiempo, sólo unos pocos días para contarte lo esencial, nada más; pero he llenado casi todo el cuaderno, y apenas si he rozado la superficie. Esto explica por qué hago la letra cada vez más pequeña a medida que avanzo. He intentado dejar sitio para todo, he intentado llegar al final antes de que sea demasiado tarde; pero ahora veo hasta qué punto me he engañado a mí misma. Las palabras no permiten estas cosas. Cuanto más cerca estás del final, más tienes que decir. El final es sólo imaginario, un destino que te inventas para seguir andando, pero llega un momento en que adviertes que nunca llegarás allí. Es probable que tengas que detenerte, pero será sólo porque te ha faltado tiempo. Te detienes, pero eso no quiere decir que hayas llegado al fin.

Las palabras se hacen cada vez más pequeñas, tan pequeñas que tal vez resulten ilegibles. Me hacen acordar a los barcos de Ferdinand, su flota liliputiense de barquitos y goletas. Sólo Dios sabe por qué sigo, ya que no creo que esta carta llegue a ti. Es como clamar en el vacío, como gritar en medio de un enorme y terrible vacío. Luego, cuando me permito un momento de optimismo, tiemblo al pensar lo que pasaría si llegara a tus manos. Te asombrarías de las cosas que he escrito, te preocuparías muchísimo y cometerías el mismo error que cometí yo. Por favor, no lo hagas, te lo ruego. Te conozco lo suficiente para saber que lo harías. Por favor, si aún me quieres, no caigas en esa trampa. No puedo soportar la idea de tener que preocuparme por ti, de pensar que podrías estar vagando por estas calles. Es suficiente con que uno de nosotros haya desaparecido. Lo importante es que te quedes donde estás, que yo sepa que sigues allí. Yo estoy aquí y tú estás allí, éste es el único consuelo que tengo, y no debes hacer nada para destruirlo.

Por otra parte, incluso si este cuaderno llega hasta ti, no hay razón para que lo leas. No tienes ninguna obligación, y no me gustaría pensar que te he forzado a hacer algo en contra de tu voluntad. A veces me encuentro a mí misma deseando que sea así, que simplemente no tengas el valor de empezar a leer. Ya sé que es una contradicción, pero así es como lo siento en ocasiones. Si así fuera, las letras que te escribo serían invisibles para ti. Tus ojos nunca las verán, tu cerebro nunca recibirá la carga de la más mínima fracción de lo que he dicho aquí. Quizás sea mucho mejor así. Sin embargo, no me gustaría que rompieras esta carta o la tiraras. Si eliges no leerla, tal vez quieras pasársela a mis padres. Estoy segura de que querrán tener el cuaderno, incluso si ellos tampoco se atreven a leerlo. Podrían ponerlo en algún lugar de mi habitación. Creo que me gustaría saber que acabó allí; sobre uno de los estantes encima de mi cama, por ejemplo, junto con mis viejas muñecas y el disfraz de bailarina que usaba a los siete años; una última cosa que les permita recordarme.

Ya no salgo mucho, sólo cuando me toca el turno de hacer las compras, aunque incluso entonces, Sam casi siempre se ofrece para hacerlo en mi lugar. He perdido la costumbre de andar por las calles, y estas excursiones implican un gran esfuerzo para mí. Este invierno he vuelto a sufrir fuertes dolores de cabeza, y cuando tengo que caminar más de cincuenta o cien metros, siento que empiezo a tambalear. A cada paso, tengo la sensación de que me voy a caer. Quedarme adentro no me resulta tan duro. Sigo haciendo todas las comidas, pero después de cocinar para veinte o treinta personas, hacerlo para cuatro me resulta muy fácil. De todos modos, no comemos mucho. Lo suficiente para engañar el estómago, no más. Estamos intentando ahorrar para el viaje y no debemos apartarnos de esta dieta. El invierno ha sido bastante frío, casi tan frío como el invierno terrible, aunque sin las nevadas persistentes y los fuertes vientos. Mantenemos el calor desarmando la casa en pedazos y echándolos al horno. La idea fue de Victoria, aunque no sé si eso significa que piensa en el futuro o que ya no le importa nada. Hemos desmontado los pasamanos, los marcos de las puertas, los tabiques. Al principio, sentíamos una especie de placer anárquico destruyendo la casa y usándola como leña, pero ahora se ha vuelto sumamente desagradable. Casi todas las habitaciones han quedado peladas, y tenemos la sensación de estar viviendo en una antigua estación de autobuses, un edificio en ruinas destinado a la demolición.

En las últimas dos semanas, Sam ha salido casi cada día a observar las fronteras de la ciudad, a investigar la situación a lo largo de las murallas, intentando descubrir si hay tropas patrullando. Estos datos podrían ser fundamentales llegado el momento de la partida. Por el momento, la muralla de Fiddler parece ser la opción más lógica, ya que es la barrera más occidental y da directamente a una calle que conduce al campo. También hemos pensado en la Puerta Milenaria, en el sur. Dicen que hay más tráfico del otro lado; pero la Puerta en sí no está custodiada muy estrictamente. La única salida que hemos eliminado por completo es la del norte. Aparentemente, en esa región del país hay complicaciones y peligros, y desde hace un tiempo la gente habla de una invasión, de ejércitos extranjeros reunidos en los bosques preparándose para tomar por asalto la ciudad tan pronto como se derrita la nieve. Por supuesto, hemos oído rumores como éstos antes y es difícil saber qué creer. Boris Stepanovich ya ha conseguido nuestros permisos de viaje sobornando a un oficial, pero aún pasa varias horas al día en las oficinas municipales del centro de la ciudad, esperando descubrir alguna información que pueda sernos útil. Tuvimos suerte al conseguir los permisos de viaje, pero eso no significa que vayan a servirnos. Podrían ser falsificados, en cuyo caso seríamos arrestados apenas se los diéramos al supervisor de salidas, o éste podría confiscarlos sin ninguna razón y hacernos volver. Cosas como éstas ya han ocurrido y debemos estar preparados para cualquier contingencia. Por lo tanto, Boris sigue husmeando y escuchando, aunque lo que oye es demasiado confuso y contradictorio para servirnos de algo en concreto. Él cree que esto significa que el gobierno va a caer pronto, y en tal caso podríamos aprovechar la confusión del momento, pero hasta ahora no hay nada claro. Nada está claro, pero seguimos esperando. Mientras tanto, el coche está en el garaje, cargado con nuestras maletas y nueve bidones de combustible suplementario.

Boris se mudó con nosotros hace aproximadamente un mes. Está mucho más delgado y a veces tiene una expresión demacrada que me hace pensar que sufre alguna enfermedad. Sin embargo, nunca se queja, por lo tanto es imposible saber cuál es su problema. Es obvio que ha perdido gran parte de su prestancia física, pero eso no parece haber afectado su espíritu, al menos de forma evidente. Ahora su obsesión principal consiste en decidir qué haremos una vez que hayamos salido de la ciudad. Casi cada mañana sale con un nuevo plan, cada uno más absurdo que el anterior. El más reciente es el colmo, pero creo que en el fondo, es en el que tiene más fe. Pretende que entre los cuatro creemos un espectáculo de magia y que recorramos el campo interpretándolo a cambio de comida y alojamiento. Por supuesto, él será el mago, vestido con traje de etiqueta y chistera de seda; Sam será el pregonero; Victoria, la administradora; yo, la ayudante que se pavonea con un breve vestido de lentejuelas. Mi función consistirá en pasarle los instrumentos al maestro, y para el gran final, me meteré en una caja de madera y seré serrada en dos. Entonces seguirá una larga y emocionante pausa, y justo cuando se hayan perdido todas las esperanzas, saldré de la caja, en actitud triunfante, soplando besos a la multitud con una sonrisa esplendorosa y artificial. Teniendo en cuenta el futuro que nos espera, es agradable tener estos sueños ridículos. Ya parece que el deshielo es inminente e incluso es probable que salgamos mañana por la mañana. Eso es lo que convinimos antes de irnos a la cama: si el cielo parece prometedor, nos iremos sin más discusiones. Ahora es de noche y el viento sopla a través de las grietas de la casa. Todos los demás están dormidos y yo estoy sentada abajo, en la cocina, tratando de imaginar lo que nos espera en el futuro. No puedo imaginarlo, no puedo ni siquiera comenzar a pensar en lo que sucederá allí afuera. Todo es posible, y eso es prácticamente lo mismo que nada, casi como nacer en un mundo que nunca ha existido. Tal vez cuando salgamos de la ciudad, encontremos a William, pero intento no hacerme demasiadas ilusiones. Ahora todo lo que pido es tener la oportunidad de vivir un día más.

Ésta es Anna Blume, tu vieja amiga, desde otro mundo. Una vez que lleguemos a nuestro destino, intentaré volver a escribirte, te lo prometo.