Éstas son las últimas cosas —escribía ella—. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo.

No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginártelo. Éstas son las últimas cosas. Una casa está aquí un día y al siguiente desaparece. Una calle, por la que uno caminaba ayer, hoy ya no está aquí. Incluso el clima cambia de forma continua: un día de sol, seguido de uno de lluvia; un día de nieve, luego uno de niebla; templado, después fresco; viento seguido de quietud; un rato de frío intenso y hoy, por ejemplo, en pleno invierno, una tarde de luz esplendorosa, tan cálida que no necesitas llevar más que un jersey.

Cuando vives en la ciudad, aprendes a no dar nada por sentado. Cierras los ojos un momento, o te das la vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece de repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena perder el tiempo buscándolos; una vez que una cosa desaparece, ha llegado a su fin.

Así es como vivo —continuaba su carta—. No como mucho, sólo lo suficiente para mantenerme en pie, no más. A veces me siento tan débil que me parece que no podré dar otro paso. Pero lo logro, a pesar de los períodos de abatimiento, me mantengo activa. Deberías ver qué bien lo hago.

En la ciudad hay muchas calles por todos lados, pero no dos iguales. Pongo un pie delante del otro, luego el otro frente al primero, y sólo espero poder volver a repetirlo todo otra vez. Sólo eso. Me gustaría que entendieras cómo es mi vida ahora: me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible. No importa lo que digan los demás; lo único importante es mantenerse en pie.

¿Recuerdas lo que dijiste antes de que me fuera? Me dijiste que William había desaparecido y que por más que buscara, nunca lo encontraría. Ésas fueron tus palabras. Entonces yo te contesté que no me importaba lo que dijeras, que iba a encontrar a mi hermano. Luego me subí a aquel barco espantoso y te dejé. ¿Cuánto tiempo hace de aquello? Ya no puedo recordarlo; años y años, supongo. Pero sólo lo adivino; hablando con franqueza, creo que he perdido el rumbo y ya nada podrá arreglarse para mí.

Lo cierto es que si no fuera por el hambre ya no sería capaz de seguir. Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo; intenta quitarle la vida. No hay salida, lo logras o no lo logras; si lo haces no puedes estar seguro de conseguirlo la próxima vez; si no lo haces, no habrá próxima vez.

No sé muy bien por qué te estoy escribiendo. Para serte franca, apenas si he pensado en ti desde que llegué. Pero de repente, después de todo este tiempo, siento que tengo algo que decir y que si no lo escribo rápidamente, mi cabeza estallará. No importa si lo lees, ni siquiera importa si voy a enviar estas líneas, suponiendo que eso pudiera hacerse. Tal vez te escriba sólo porque no sabes nada, porque estás lejos de mí y no sabes nada.

Hay personas tan delgadas —escribía— que a veces las arrastra el viento. El viento de la ciudad es brutal, siempre irrumpiendo en ráfagas desde el río y zumbando en tus oídos, empujándote hacia adelante y hacia atrás, arremolinando papeles y basura a tu paso. No es extraño ver a la gente más delgada caminando en grupos de dos o tres, a veces familias enteras, atados entre sí con sogas o cadenas, aferrados los unos a los otros, sirviéndose de lastre contra la ventolera. Otros abandonan por completo la idea de salir; abrazados a los portales o a las glorietas, incluso el cielo más límpido llega a parecerles una amenaza. Piensan que es mejor esperar tranquilamente en un rincón que ser arrojados contra las piedras.

Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos. Vagan por las calles al acecho a todas horas, hurgando entre la basura por un bocado, corriendo enormes riesgos por la migaja más insignificante. No importa cuánto puedan conseguir, nunca será suficiente; comen sin llenarse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal, escarbando con sus dedos huesudos y sin cerrar jamás las mandíbulas. Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados.

Resulta evidente que la comida es un asunto complicado y que a menos que uno aprenda a aceptar lo que se le ofrece, no se sentirá nunca en paz consigo mismo. El desabastecimiento es frecuente y el alimento que un día te brindó placer, casi con seguridad, faltará al siguiente. Los mercados municipales son, probablemente, los lugares más seguros y fiables para comprar, pero los precios son altos y el surtido miserable. Un día sólo hay rábanos y, al siguiente, tarta de chocolate rancia. Cambiar de dieta tan a menudo y de forma tan drástica puede ser muy malo para el estómago; pero los mercados municipales tienen la ventaja de estar custodiados por la policía y al menos uno sabe que lo que compra acabará en su estómago y no en el de algún otro. El robo de comida es tan común en las calles que ya ni siquiera es considerado un crimen. Además, los mercados municipales constituyen la única forma legal de distribución de alimentos. A lo largo de la ciudad, muchos vendedores se dedican a la venta privada, pero corren el riesgo de que les confisquen la mercancía en cualquier momento; incluso aquellos que pueden sobornar a la policía para continuar su negocio, sufren la amenaza constante de los ladrones. Los ladrones también constituyen una plaga para los clientes del mercado privado, y las estadísticas prueban que una de cada dos compras acaba en robo. No vale la pena, creo yo, arriesgar tanto a cambio del placer fugaz de comerse una naranja o un trozo de jamón cocido. Pero la gente es insaciable; el hambre es una maldición que acecha cada día y el estómago es un abismo sin fondo, un agujero tan grande como el mundo. A pesar de los obstáculos, el mercado privado hace un buen negocio, se retira de un sitio y se muda a otro, sin parar nunca, irrumpiendo en un lugar por una o dos horas y desapareciendo luego de la vista. Sin embargo, cabe una advertencia: si uno debe proveerse de alimentos en el mercado privado, tendrá que eludir a los tenderos tránsfugas, ya que el fraude está muy difundido y hay gente capaz de vender cualquier cosa con tal de obtener beneficios, huevos y naranjas rellenos de serrín, botellas con pis simulando cerveza… La gente es capaz de cualquier cosa y cuanto antes te des cuenta de ello, mejor te irá.

Cuando caminas por las calles —continuaba ella—, debes dar sólo un paso por vez. De lo contrario, la caída se hace inevitable. Tus ojos deben estar siempre abiertos, mirando hacia arriba, hacia abajo, adelante, atrás; pendientes de otros seres, en guardia ante lo imprevisible. Chocar con alguien puede ser fatal; cuando dos personas chocan comienzan a golpearse con los puños o, en su lugar, se dejan caer y no intentan levantarse nunca más. Antes o después llega el momento en que uno ya no intenta levantarse. El cuerpo duele, ya ves, no existe ningún remedio contra esto y aquí resulta mucho más terrible que en cualquier otro sitio.

Los escombros constituyen un problema aparte. Para evitar tropezar y hacerse daño hay que aprender a andar sobre surcos invisibles, inesperados montículos de piedras y senderos llanos. Lo peor de todo son las ruinas, y hay que ser muy hábil para esquivarlas. En medio de la calle, allí donde se han caído edificios o se ha juntado basura, se levantan enormes montículos impidiendo el paso. Los hombres construyen estas barricadas siempre que tienen los materiales a mano y se suben a ellas armados con porras, rifles o ladrillos, esperando en sus puestos a que pase alguien. Si uno quiere pasar, tiene que darles lo que ellos piden, a veces dinero, otras comida o sexo. Las palizas son un lugar común y cada cierto tiempo te enteras de que ha habido un asesinato.

Se levantan nuevas ruinas y las antiguas desaparecen. Es imposible saber por qué calles se puede caminar y cuáles hay que evitar. Poco a poco, la ciudad te despoja de toda certeza, no hay ningún camino inmutable y sólo puedes sobrevivir si aprendes a prescindir de todo. Debes ser capaz de cambiar sin previo aviso, de dejar lo que estás haciendo, de dar marcha atrás. Al final todo se reduce a esto, por lo tanto es necesario aprender a descifrar los signos. Si los ojos fallan, la nariz puede resultar útil. Mi sentido del olfato se ha vuelto más agudo de lo habitual; a pesar de los efectos secundarios —las náuseas repentinas, el mareo, el temor que invade mi cuerpo junto con el aire fétido— me protege al doblar las esquinas, allí donde el peligro es mayor. Las ruinas despiden un hedor particular que uno aprende a reconocer, incluso a una gran distancia. Compuestos por piedras, cemento y madera, estos montículos también contienen basura y restos de yeso; el sol fermenta la basura produciendo las más repulsivas emanaciones y la lluvia actúa sobre el yeso, astillándolo y derritiéndolo, de modo que también despide su propio olor, y cuando uno se mezcla con el otro, en los períodos consecutivos de sequía y humedad, la pestilencia de las ruinas comienza a florecer. Lo principal es no acostumbrarse, porque los hábitos son nocivos; incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes. No importa cuántas veces, siempre debe ser la primera. Esto es casi imposible, ya lo sé, pero es una regla absoluta.

Uno piensa que tarde o temprano todo llegará a su fin; las cosas se desmoronan o desaparecen y no se crea nada nuevo. La gente muere, pero los niños se niegan a nacer; en todos los años que llevo aquí, no recuerdo haber visto ningún bebé recién nacido y, aun así, siempre hay gente nueva reemplazando a aquellos que desaparecen. Llegan en multitudes procedentes del campo o de poblaciones vecinas, empujando carros repletos con sus pertenencias, sacando chispas con sus coches destrozados; todos ellos hambrientos, todos sin hogar. Hasta que aprenden las leyes de la ciudad, estos recién llegados resultan víctimas fáciles. Muchos de ellos son despojados de su dinero antes de que acabe su primer día aquí. Algunos pagan por apartamentos que no existen, a otros se les induce a entregar comisiones por trabajos que nunca se materializarán y otros más gastan sus ahorros en comida que al final resulta ser cartón pintado. Éstos son sólo los trucos más comunes; yo conozco a un hombre que se gana la vida poniéndose enfrente del viejo ayuntamiento y pidiendo dinero a los recién llegados cada vez que éstos miran el reloj de la torre. Ante cualquier disputa, su asistente simula, con actitud indiferente, cumplir con el ritual de mirar el reloj y pagar por ello, de modo que el extraño crea que ésta es la práctica habitual. Lo más asombroso no es que existan estos estafadores, sino que les resulte tan fácil hacer que la gente les entregue su dinero.

Aquellos que tienen un sitio donde vivir corren siempre el riesgo de perderlo. La mayoría de los edificios no son propiedad de nadie y, por lo tanto, nadie tiene derechos como inquilino, no hay ningún contrato, ninguna base legal a la que aferrarse si algo sale mal. Es frecuente que se desaloje a la gente de sus casas; una banda irrumpe con porras o rifles obligándolos a salir y, a no ser que uno piense que puede vencerlos, ¿qué otra cosa puede hacer? Esta práctica es conocida como asalto de casas y hay muy poca gente en la ciudad que no haya perdido su hogar de este modo en un momento u otro. Pero incluso si uno tiene la suerte de salvarse de esta forma peculiar de desalojo, nunca puede prever si será víctima de uno de los falsos propietarios. Estos son chantajistas que aterrorizan prácticamente a todos los barrios de la ciudad, obligando a la gente a pagar dinero por el solo hecho de permitirles permanecer en sus apartamentos. Se presentan a sí mismos como dueños del edificio, estafan a sus ocupantes y casi nunca encuentran oposición.

Para aquellos que no tienen un hogar, sin embargo, la situación es desesperante. No hay ninguna vivienda desocupada pero, aun así, las agencias inmobiliarias siguen con su negocio: se anuncian cada día en los periódicos, ofreciendo apartamentos falsos, con el fin de atraer gente a sus oficinas y cobrarles por sus servicios. Nadie resulta engañado por esta práctica y, sin embargo, mucha gente está dispuesta a invertir hasta su último céntimo en estas promesas vacías. Llegan a las oficinas a primera hora de la mañana y esperan pacientemente haciendo cola, a veces durante horas, sólo para sentarse ante un agente durante diez minutos y contemplar fotografías de casas con habitaciones confortables situadas en calles arboladas, de apartamentos amueblados con alfombras y mullidos sillones de cuero; plácidas escenas que evocan el olor del café humeando en la cocina, el vapor de un baño caliente, los brillantes colores de las plantas en sus macetas sobre el alféizar. A nadie parece importarle que estas fotografías tengan más de diez años.

¡Tantos de nosotros nos hemos convertido otra vez en niños! No es que lo hayamos buscado, ya me entiendes, ni que seamos conscientes de ello. Pero cuando la fe desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de recuperar la esperanza, entonces tiendes a llenar los espacios vacíos con sueños, pequeñas fantasías y cuentos infantiles que te ayuden a sobrevivir. Hasta a la gente más endurecida le resulta difícil contenerse; de repente dejan lo que están haciendo y se sientan a hablar de los deseos que han ido brotando en su interior. La comida, por supuesto, es uno de los temas favoritos. Es frecuente escuchar a un grupo de gente describiendo una comida hasta en sus más mínimos detalles, comenzando con las sopas y aperitivos y explayándose, lentamente, hasta llegar al postre, recreándose en cada sabor y especia, en cada uno de los aromas y gustos, concentrándose primero en el método de preparación, luego en el efecto que produce la comida, desde el primer indicio de sabor en la lengua hasta esa sensación de paz que se expande, gradualmente, a medida que la comida baja por la garganta camino al estómago. A veces, estas conversaciones pueden prolongarse durante horas y cumplen con un riguroso protocolo: uno no debe reírse, por ejemplo, ni permitir que el hambre le consuma, nada de estallidos emocionales, ni de suspiros imprevistos. Eso conduciría a las lágrimas y no hay nada que estropee tan rápidamente una conversación sobre comida como las lágrimas. Para obtener los mejores resultados hay que dejarse llevar por las palabras de los demás, de este modo, es posible olvidar el hambre y penetrar en lo que la gente llama «el ámbito del nimbo alimentario». Incluso hay algunos que creen que estas conversaciones pueden tener un valor nutritivo si se llevan a cabo con la concentración suficiente y un sincero deseo de creer en las palabras de aquellos que participan.

Todo esto pertenece al «lenguaje fantástico». Hay muchas otras formas de hablar en esta lengua, y casi todas comienzan cuando una persona le dice a la otra: «Yo desearía…». Lo que deseen es totalmente irrelevante siempre y cuando sea algo imposible: «desearía que el sol no se pusiera nunca», «desearía que el dinero creciera en mis bolsillos», «desearía que la ciudad volviera a ser como en los viejos tiempos». Te haces una idea, ¿verdad? Cuestiones absurdas e infantiles, sin significado ni posibilidad de convertirse en realidad. Por lo general, la gente sostiene la teoría de que por muy mal que la situación estuviera ayer, siempre será peor hoy; lo que pasó hace dos días, mejor que lo de ayer. Cuanto más atrás te remontas, más hermoso y deseable parece el mundo. Cada mañana resurges forzosamente del sueño para enfrentarte a algo mucho peor que lo que nos tocó vivir el día anterior; pero al hablar del mundo que existía antes de ir a dormir puedes engañarte a ti mismo y creer que el día de hoy es sólo un espejismo, ni más ni menos real que el recuerdo que guardas en tu interior de todos los otros días.

Puedo entender por qué la gente se presta a este tipo de juegos, pero yo no podría hacerlo. Me niego a hablar el lenguaje fantástico y en cuanto escucho a otros haciéndolo, me aparto o me cubro los oídos con las manos. Sí, las cosas han cambiado mucho para mí. ¿Recuerdas qué fantasiosa era de pequeña? Nunca tenías bastante con mis historias, con los mundos que solía imaginar en nuestros juegos: «el castillo sin retorno», «la tierra de la tristeza», «el bosque de las palabras olvidadas», ¿te acuerdas? ¡Cómo me gustaba contarte mentiras, hacerte creer mis historias, y observar cómo tu cara se volvía seria mientras te conducía de una a otra escena increíble. Entonces te confesaba que acababa de inventarlo todo y tú comenzabas a llorar. Creo que adoraba esas lágrimas tuyas tanto como tus sonrisas. Sí, es probable que fuera un poco cruel, incluso en aquellos días, ataviada con esos vestiditos que me ponía mi madre, con las rodillas huesudas y roñosas y mi pequeño coño de bebé, aún sin vello. Pero tú me amabas, ¿verdad?; me amabas casi hasta el límite de la locura.

Ahora soy un dechado de sentido común y frío cálculo. No quiero ser como los demás, me doy cuenta de cómo les afectan sus fantasías y no permitiré que me pase lo mismo. La gente que usa el lenguaje fantástico siempre muere mientras duerme. Durante uno o dos meses andan con una extraña sonrisa en la boca y los rodea un extraño halo de enajenación, como si ya hubieran comenzado a desaparecer. Los síntomas, incluso sus primeros indicios, son inconfundibles: un ligero rubor en las mejillas, los ojos un poco más grandes de lo normal, la forma de arrastrar los pies en actitud de pasmo, el olor pestilente de la parte inferior del cuerpo. Sin embargo, es posible que sea una muerte feliz, estoy dispuesta a reconocerlo. Por momentos casi los envidio, pero no puedo dejarme llevar, no voy a permitirlo. Voy a aguantar tanto como pueda, incluso si eso significa mi muerte.

Otras muertes son más dramáticas. Están los «corredores», por ejemplo, una secta que corre por las calles a la mayor velocidad posible, sacudiendo los brazos de una forma salvaje, golpeando el aire, gritando con todas sus fuerzas. Casi siempre van en grupos, seis, diez, incluso veinte, arrojándose juntos a la calle, sin hacer un solo alto en el camino, corriendo y corriendo hasta caer de agotamiento. La cuestión es morir lo más pronto posible, forzarse a sí mismo hasta el punto en que el corazón no pueda más. Los corredores dicen que nadie se atrevería a hacer esto en solitario. Al correr juntos, cada miembro del grupo es arrastrado por los demás, animado por los gritos, conducido al frenesí de una resistencia autodestructiva. Resulta irónico, pero para poder matarse corriendo, primero hay que entrenarse para ser un buen corredor, de lo contrario nadie tiene la fuerza para llegar lo suficientemente lejos. Los corredores, sin embargo, sufren una ardua preparación antes de alcanzar su destino y si se caen antes de llegar a ese destino, saben cómo levantarse de inmediato para proseguir. Supongo que es una especie de religión. Tienen varias oficinas en la ciudad, una en cada una de las nueve zonas censadas, y para unirse a ellos es necesario cumplir con una serie de complicados requisitos previos: aguantar la respiración debajo del agua, hacer ayuno, poner la mano en la llama de una vela, no hablar a nadie durante siete días. Una vez que uno ha sido aceptado, debe someterse a las reglas del grupo, lo cual supone de seis a doce meses de vida comunal, un programa estricto de ejercicios de entrenamiento y la reducción progresiva del consumo de alimentos. El individuo está preparado para la carrera de la muerte en el momento en que alcanza, de forma simultánea, su mayor grado de fortaleza y debilidad. En teoría, podría correr indefinidamente; pero, al mismo tiempo, el cuerpo ha consumido hasta sus últimos recursos. Esta combinación produce el resultado deseado: el día señalado, uno sale temprano con sus compañeros y corre hasta que logra escapar de su cuerpo, corre y grita hasta que remonta el vuelo fuera de sí mismo. Por fin, el alma se escabulle hacia la libertad, el cuerpo cae al suelo y uno muere. Los corredores proclaman que su método resulta infalible en más del noventa por ciento de los casos, lo cual significa que casi nunca es necesario repetir la carrera de la muerte.

Las muertes solitarias son todavía más frecuentes; pero incluso éstas se han transformado en una especie de ritual público. La gente se sube a los lugares más altos con el único propósito de saltar. Se le llama «el último salto» y debo admitir que presenciarlo despierta un sentimiento conmovedor, la sensación de que un nuevo mundo de libertad se abre en tu interior; ver la silueta dispuesta a saltar en el borde del techo, luego, siempre un momento de duda, como un intento por prolongar esos segundos finales, y la forma en que tu propia vida parece agolparse en la garganta; entonces, de súbito, porque nunca puedes saber exactamente cuándo va a suceder, el cuerpo se arroja al vacío, se lanza volando hacia el suelo. El entusiasmo de la multitud te llenaría de asombro, escuchar sus ovaciones frenéticas, ser testigo de su exaltación. Es como si la violencia y la belleza del espectáculo los liberara de sí mismos, les hiciera olvidar la miseria de sus propias vidas. El «último salto» es algo que todo el mundo es capaz de comprender y que responde a los más íntimos deseos de la gente: morir en el acto, desaparecer en apenas un instante breve y glorioso. A veces pienso que la muerte es lo único que logra conmovernos, constituye nuestra forma de creación artística, nuestro único medio de expresión.

A pesar de todo, algunos de nosotros conseguimos sobrevivir. Porque incluso la muerte se ha convertido en un medio de vida; con tanta gente intentando llegar a su fin, meditando sobre todos los medios para abandonar este mundo, abundan las oportunidades para obtener beneficios. Una persona lista puede vivir bastante bien de la muerte de los demás, porque no todos tienen el coraje de los que corren o de los que saltan, y necesitan ayuda para llevar su decisión a la práctica. La capacidad para pagar por estos servicios es, naturalmente, un requisito previo y por eso muy pocos, sólo los más ricos, pueden permitírselo. Sin embargo, el negocio es bastante activo, sobre todo en las Clínicas de Eutanasia, que ofrecen varios procedimientos de acuerdo con lo que uno esté dispuesto a pagar. El método más rápido y seguro no lleva más de una o dos horas y aparece anunciado como el «viaje de retorno». Uno se registra en la recepción de la clínica, paga su billete y es conducido a una habitación pequeña con una cama recién hecha. Un asistente lo arropa y le pone una inyección; entonces, uno se queda dormido y no despierta nunca más. El sistema siguiente en la lista de precios es el «viaje maravilloso», que tiene una duración de uno a tres días y consiste en una serie de inyecciones, espaciadas a intervalos regulares, que producen en el cliente una sensación exacerbada de euforia y felicidad hasta que, por fin, se administra la inyección última y fatal. Luego está el «crucero de placer», que puede prolongarse hasta dos semanas y donde los clientes son invitados a participar en una opulenta forma de vida, atendidos de un modo que recuerda al de los viejos hoteles de lujo. Hay comidas elaboradas, vinos, diversión e incluso un burdel que atiende las necesidades tanto de hombres como de mujeres. Todo esto eleva bastante el precio; pero, para algunos, la oportunidad de vivir la buena vida, aunque sólo sea por tan poco tiempo, constituye una tentación irresistible.

Las Clínicas de Eutanasia, sin embargo, no son la única forma de comprar nuestra propia muerte. Tenemos también los denominados «clubes de asesinatos», que últimamente han obtenido una gran popularidad. Una persona que quiere morir, pero que tiene demasiado miedo para suicidarse, se une al club de asesinatos de su zona por unos honorarios relativamente modestos y allí se le asigna un asesino. Al cliente no se le dice nada acerca de los arreglos para concretar su muerte y todo lo que se refiere a este tema continúa siendo un misterio para él: la fecha, el lugar, el método a emplear, la identidad de su asesino. En cierto modo, la vida sigue como siempre; la muerte permanece en el horizonte, como una realidad absoluta pero, aun así, un misterio en cuanto a su forma específica. Los miembros del club de asesinatos tienen la oportunidad de aspirar a una muerte rápida y violenta en un futuro cercano; una bala en la cabeza, un cuchillo en la espalda, un par de manos alrededor del cuello en medio de la noche. A mí me parece que el efecto que produce todo esto es el de volverlo a uno más alerta, ya que la muerte deja de ser una abstracción y se convierte en una posibilidad real que acecha en cada momento de la vida. En lugar de someterse pasivamente ante lo inevitable, aquellos que van a ser asesinados tienden a volverse más prevenidos, más ágiles en sus movimientos, más llenos de una sensación vital, transformados ante una nueva concepción de las cosas. Incluso muchos de ellos cambian de idea y vuelven a optar por la vida; pero esto no es nada fácil porque una vez que se ingresa en un club de asesinatos no está permitido arrepentirse. Sin embargo, si uno logra matar a su homicida será liberado de su compromiso o, si lo prefiere, contratado como asesino. Aquí reside el peligro del trabajo de asesino y es por eso que está tan bien pagado. Es raro que un asesino resulte muerto, ya que él tiene siempre más experiencia que su supuesta víctima, pero a veces sucede. Entre los más pobres, en especial hombres jóvenes, hay muchos que esperan meses, incluso años, para poder ingresar en un club de asesinatos. La idea es que acaben contratándolos como asesinos para acceder a un nivel de vida más elevado. Muy pocos lo consiguen. Si te contara la historia de muchos de estos chicos, no podrías dormir durante una semana.

Todas estas cuestiones traen como consecuencia un montón de problemas prácticos: los cadáveres, por ejemplo. Aquí la gente no se muere como en los viejos tiempos, expirando tranquilamente en sus propias camas o en el limpio santuario de un hospital; mueren allí donde estén y eso, casi siempre, significa la calle. No estoy hablando tan sólo de los corredores ni de los saltadores, ni de los miembros de los clubes de asesinatos (éstos apenas constituyen una minoría), sino de amplios sectores de la población. La mitad de la gente carece de vivienda y no tiene ningún lugar adonde ir, así que hay cadáveres allí donde uno mire, en las aceras, en los portales, incluso en la calle. No me pidas que te dé detalles, para mí ya es suficiente contártelo, más que suficiente. Aunque no puedas creerlo, el verdadero problema no es nunca la falta de compasión; aquí nada es tan frágil como el corazón.

Casi todos los cadáveres están desnudos. Los traperos asuelan las calles a todas horas y nunca pasa mucho tiempo antes de que a un muerto se le despoje de sus pertenencias. Lo primero que desaparece son sus zapatos, ya que éstos tienen una gran demanda y son muy difíciles de conseguir. Los bolsillos atraen la atención en segundo lugar, pero por lo general desaparece todo, las ropas y cualquier cosa que contengan. Luego llegan los hombres con pinzas y tenazas a extraer los dientes de oro y plata de los muertos. Como no hay ninguna posibilidad de escapar a este destino, muchas familias se encargan por sí mismas de estas tareas, evitando dejarlas en manos de extraños. En algunos casos lo hacen por el deseo de preservar la dignidad de sus seres queridos, en otros, simplemente por egoísmo. Pero tal vez no sea una cuestión tan sutil; si el diente de tu marido puede alimentarte durante un mes, ¿quién puede culparte por quitárselo? Este tipo de actitud resulta aberrante, ya lo sé, pero aquí, si uno quiere sobrevivir, debe aprender a dejar a un lado los principios.

Cada mañana el ayuntamiento envía camiones a recoger los cadáveres. Ésta es la función principal del gobierno y en ella se gasta más dinero que en cualquier otra. La ciudad está totalmente rodeada por los crematorios —los denominados «centros de transformación»— y puede verse el humo elevándose hacia el cielo día y noche. Pero con las calles en tan mal estado, tantas de ellas reducidas a escombros, este trabajo se vuelve cada vez más difícil. Los conductores se ven forzados a parar los camiones y seguir la búsqueda de cadáveres a pie, lo cual demora mucho la tarea. A todo esto se suman las constantes averías de los camiones y las ocasionales explosiones de cólera de los mirones. Tirar piedras a los trabajadores de los «camiones de la muerte» es una actividad muy común entre los que carecen de vivienda. A pesar de que los camioneros van armados y se sabe que han llegado a disparar a la multitud con ametralladoras, algunos de los que arrojan piedras son muy hábiles escondiéndose y, a menudo, sus tácticas de golpear y correr convierten el trabajo de recogida en un completo fracaso. No existe ningún motivo coherente que justifique estos ataques; surgen de la ira, el rencor y el aburrimiento y, como estos trabajadores son los únicos representantes oficiales que se dejan caer por la vecindad, se convierten en el blanco más fácil. Tal vez podría decirse que las piedras representan el descontento del pueblo por un gobierno que no hace nada por ellos hasta que mueren. Pero eso sería hilar demasiado fino; las piedras son una expresión de infelicidad y eso es todo. En la ciudad no existe la política como tal; todos están demasiado hambrientos, demasiado perturbados, demasiado enfrentados entre sí como para pensar en eso.

El cruce llevó diez días y yo era la única pasajera. Tú ya lo sabes, conociste al capitán y a la tripulación, viste mi camarote, así que no hay necesidad de volver sobre eso. Me pasé el tiempo mirando el agua y el cielo y apenas si abrí un libro en todos esos días. Cuando llegamos a la ciudad era de noche y fue entonces cuando empecé a sentirme un poco asustada. La costa estaba completamente oscura, sin luces en ningún sitio, y yo tuve la sensación de que penetrábamos en un mundo invisible, un lugar donde sólo vivirían los ciegos; pero tenía la dirección de la oficina de William y eso me tranquilizó un poco. Pensé que sólo tenía que ir allí y entonces todo se arreglaría. Al menos me sentía segura de que iba a encontrar alguna pista sobre el paradero de William. Lo que no sabía era que la calle ya no estaba allí. No es que la oficina estuviera vacía o el edificio abandonado; no había edificio ni calle ni nada, sólo piedras y basura en metros y metros a la redonda.

Más tarde descubrí que ésta era la tercera zona censada y que, aproximadamente un año antes, allí se había declarado una epidemia. El gobierno de la ciudad había intervenido, había sitiado la zona y quemado hasta el último edificio; al menos, eso era lo que contaban. No es que la gente tenga la intención de mentir, sino que cuando se trata del pasado la verdad tiende a volverse turbia muy pronto. Surgen leyendas en cuestión de horas, comienzan a circular historias increíbles y los hechos pronto quedan enterrados bajo una montaña de teorías disparatadas. La mejor política en la ciudad es creer sólo en lo que ven tus propios ojos. Aunque ni siquiera ése es un método infalible ya que muy pocas cosas son lo que aparentan ser, especialmente aquí con tanto que asimilar a cada paso, con tantas cosas que desafían el entendimiento. Cualquier cosa que veas tiene la capacidad de herirte, de hacerte sentir inferior a lo que eres, como si por el mero hecho de ver algo te despojaran de parte de ti mismo. A menudo uno siente que mirar puede ser peligroso y suele apartar la mirada o incluso cerrar los ojos; por eso es fácil sentirse desconcertado o no estar demasiado seguro de ver realmente lo que uno cree ver. Es posible que sólo lo imagine, lo confunda con otra cosa o le recuerde algo que ha visto, tal vez soñado, anteriormente. Ya ves qué complicado es, no es suficiente con mirar algo y decir: «estoy mirando tal cosa», ya que eso lo puedes hacer cuando el objeto que tienes delante es un lápiz o un trozo de pan, pero ¿qué pasa cuando te encuentras mirando a un niño muerto, a una niña pequeña que yace en el suelo desnuda, con la cabeza reventada y cubierta de sangre? ¿Qué piensas entonces? No es tan simple, ya ves, decir lisa y llanamente: «estoy ante una criatura muerta». Tu mente parece negarse a formar las palabras, no puedes forzarte a pronunciarlas, ya que aquello que tienes delante no es algo que puedas separar fácilmente de ti mismo. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de aquello que te hiere; no puedes simplemente mirar porque, en cierto modo, cada cosa te pertenece, forma parte de la historia que se desarrolla en tu interior. Supongo que debe ser bueno endurecerse hasta tal punto que nada pueda afectarte nunca más; pero entonces te quedarías solo, tan absolutamente al margen de los demás que la vida se volvería imposible. Aquí hay algunos que logran hacerlo, que encuentran el coraje para convertirse en monstruos; pero te sorprendería saber qué pocos son. O, para decirlo de otra manera, todos hemos terminado por convertirnos en monstruos pero no hay prácticamente nadie que no guarde en su interior algún vestigio de lo que solía ser la vida.

Tal vez el mayor problema sea que la vida, tal como la conocíamos, ha dejado de existir pero, aun así, nadie es capaz de asimilar lo que ha sobrevenido en su lugar. A aquellos de nosotros que nacimos en otro lugar, o que tenemos la edad suficiente como para recordar un mundo distinto de éste, el mero hecho de sobrevivir de un día para el otro nos cuesta un enorme esfuerzo. No me refiero sólo a la miseria, sino a que ya no sabemos cómo reaccionar ante los hechos más habituales y, como no sabemos como actuar, tampoco nos sentimos capaces de pensar. En nuestras mentes reina la confusión; todo cambia a nuestro alrededor, cada día se produce un nuevo cataclismo y las viejas creencias se transforman en aire y vacío. He aquí el dilema, por un lado queremos sobrevivir, adaptarnos, aceptar las cosas tal cual están; pero, por otro lado, llegar a esto implica destruir todas aquellas cosas que alguna vez nos hicieron sentir humanos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Para vivir, es necesario morir, por eso tanta gente se rinde, porque sabe que no importa cuán duramente pelee, siempre acabará perdiendo y, entonces, ya no tiene sentido la lucha.

Los recuerdos se nublan en mi mente, lo que ocurrió y lo que no ocurrió, las calles que vi por primera vez, los días, las noches, el cielo sobre mi cabeza, las piedras extendiéndose a lo lejos. Me parece recordar que miraba constantemente hacia arriba, como si examinara el cielo por si faltara o sobrara algo, algo que lo diferenciara de otros cielos; como si el cielo pudiera explicar las cosas que veía a mi alrededor. Sin embargo, es probable que me equivoque, es posible que esté confundiendo las observaciones de una época posterior con las de aquellos primeros días. Aunque no creo que tenga mucha importancia, ahora menos que nunca.

Después de un estudio tan meticuloso, puedo asegurar, sin duda alguna, que el cielo de este lugar es el mismo que ahora se encuentra sobre ti. Tenemos las mismas nubes y la misma luminosidad, las mismas tormentas y la misma quietud, los mismos vientos que lo arrastran todo consigo. Si la impresión que tenemos del cielo es algo distinta es por lo que sucede debajo. Las noches, por ejemplo, no se parecen del todo a las de allí. Hay la misma oscuridad y la misma inmensidad, pero no ofrecen aquella sensación de calma sino la de una marea continua, un murmullo que te empuja hacia adelante y hacia atrás, sin pausa. Y luego, durante el día, hay una luminosidad a veces insoportable, un brillo que te deslumbra y que hace palidecer todas las cosas, todos los relieves relucen y el aire mismo es un débil resplandor. La luz se plasma de tal forma que los colores se vuelven más y más distorsionados a medida que uno se acerca a ellos. Hasta los contornos de las sombras se desdibujan con un movimiento fortuito y agitado. Con esta luz hay que tener cuidado de no abrir demasiado los ojos, sólo lo suficiente como para no perder el equilibrio. De lo contrario, uno puede tropezar y no creo que sea necesario enumerar los riesgos de una caída. A veces pienso que si no fuera por la oscuridad y las extrañas noches que descienden sobre nosotros, el cielo se incendiaría. Los días acaban cuando corresponde, justo en el momento preciso en que el sol parece haber consumido las cosas que alumbra, cuando ya nada puede tolerar su resplandor; de lo contrario, todo este mundo quimérico se derretiría y sería el fin.

La ciudad parece estar consumiéndose poco a poco, pero sin descanso, a pesar de que sigue aquí. No hay forma de explicarlo; yo sólo puedo contarlo, pero no puedo fingir que lo entiendo. En las calles se escuchan explosiones todos los días, como si a lo lejos se cayera un edificio o se hundiera la acera. Pero nunca lo ves cuando sucede, no importa cuán a menudo escuches estos ruidos, la causa es siempre invisible. Cualquiera pensaría que, de vez en cuando, una de estas explosiones tendría que producirse en su presencia; pero los hechos permanecen siempre en el terreno de la probabilidad. No creas que son imaginaciones mías, estos ruidos no surgen en mi mente. Los demás también los escuchan, aunque no les presten demasiada atención. A veces se detienen a comentarlo, pero nunca se muestran preocupados. Dicen cosas como: «ahora está un poco mejor» o «esta tarde parece muy agresivo». Yo solía hacer muchas preguntas sobre estas explosiones, pero nunca logré una respuesta, apenas una mirada inexpresiva, un movimiento de hombros. Con el tiempo descubrí que hay ciertas cosas que no se preguntan, que incluso aquí hay temas que nadie quiere discutir.

A los más pobres sólo les quedan las calles, los parques y las antiguas estaciones de metro. Las calles son el peor sitio porque allí te expones a todos los peligros e inconvenientes. Los parques son un poco más tranquilos, sin el problema del tráfico y los peatones, pero a no ser que seas uno de los pocos afortunados que tienen una tienda o un cobertizo, estás siempre a merced del clima. Sólo en las estaciones de metro es posible escapar de las inclemencias del tiempo, pero allí hay que soportar otro tipo de molestias: la humedad, el hacinamiento y los gritos permanentes de la gente, que parece hipnotizada por el eco de su propia voz.

Lo que más llegué a temer aquellas primeras semanas fue la lluvia; el frío, en comparación, es una menudencia ya que sólo es cuestión de un buen abrigo (que yo tenía) y de moverse enérgicamente para mantener la circulación de la sangre. También descubrí las ventajas que ofrece el papel periódico, sin duda el material más barato y efectivo para reforzar la protección de la ropa. En los días fríos hay que levantarse muy temprano por la mañana para asegurarse un buen lugar en la cola frente a los puestos de periódicos. Es importante calcular bien el tiempo de espera porque no hay nada peor que estar demasiado tiempo de pie al aire helado de la mañana. Si uno cree que la espera va a ser mayor de veinte o veinticinco minutos, lo más razonable es renunciar a la idea e irse.

Una vez que has comprado el periódico, suponiendo que hayas conseguido uno, lo mejor es coger una hoja, rasgarla en tiras y retorcerlas formando pequeños atados que servirán de relleno en la punta de los zapatos, para tapar las rendijas por las que se cuela el aire alrededor de los tobillos, o remendar los agujeros de la ropa. Para el torso y las extremidades no hay nada mejor que hojas enteras cubriendo unos cuantos de estos atados, mientras que para proteger el cuello lo más efectivo es coger aproximadamente una docena de estas tiras retorcidas y enlazarlas entre sí formando un collar. Este atuendo da un aspecto armado y acolchado, que tiene la ventaja estética de disimular la delgadez. Hay gente que está, literalmente, muriéndose de hambre, con el vientre hundido y extremidades como palillos, pero va por ahí intentando aparentar que pesa noventa o cien kilos. No engañan a nadie con este disfraz, se les nota desde lejos; aunque tal vez ésa no sea la verdadera cuestión. Lo que parecen querer decir es que saben lo que les ha ocurrido y que se avergüenzan de ello. Sus cuerpos voluminosos son la más clara manifestación de lucidez, una expresión de amarga autoconciencia. Se transforman en parodias grotescas de los prósperos y bien alimentados y, en este intento frustrado y absurdo por despertar respeto, prueban que son exactamente lo contrario de lo que aparentan y que lo saben.

La lluvia, sin embargo, es un obstáculo insuperable porque una vez que uno se moja, tiene que pagar por ello horas e incluso días después. El peor error que uno puede cometer es dejarse sorprender por una lluvia torrencial; no sólo se corre el riesgo de un resfriado sino también de un montón de molestias: las ropas empapadas, los huesos casi congelados, y el peligro constante de arruinar los zapatos. Si mantenerse en pie es el objetivo fundamental, ya puedes imaginar las consecuencias de no llevar los zapatos adecuados. Nada afecta de forma más desastrosa a los zapatos que un buen remojón y esto puede conducir a todo tipo de problemas: ampollas, juanetes, uñas encarnadas, llagas, malformaciones; y cuando andar se vuelve doloroso, uno está perdido. Un paso primero, luego otro y otro más, ésa es la regla de oro; si uno no es capaz ni siquiera de esto, ya puede dejarse caer en el acto y dejar de respirar.

Pero, ¿cómo evitar la lluvia, si acecha a todas horas? Hay momentos, muchas veces, en que uno está afuera, yendo de un sitio a otro, de camino a algún sitio que no has elegido y, de repente, el cielo se oscurece, las nubes chocan y ahí queda uno, empapado hasta los huesos. Incluso si logras encontrar refugio cuando la lluvia empieza a caer y te libras de ella, debes tener muchísimo cuidado una vez que pare. Entonces, debes estar atento a los charcos que se forman en los agujeros del pavimento, los lagos que a menudo surgen de las grietas e incluso al barro traicionero que mana desde abajo y llega hasta el tobillo. Con las calles en un estado tan lamentable, con tantas fisuras, grietas, baches y perforaciones, no hay forma de escapar de estos momentos críticos. Tarde o temprano estás destinado a llegar a un lugar donde no hay alternativa, donde te encuentras rodeado por todas partes. Y no sólo hay que vigilar las superficies, el mundo que tocas con los pies, también está el agua que gotea desde arriba, que resbala desde los aleros y luego, aún peor, los vientos fuertes que a menudo siguen a las lluvias, los terribles remolinos de aire removiendo la superficie de lagunas y charcos y arrojando el agua de nuevo a la atmósfera, arrastrándola como si se tratara de pequeñas agujas, dardos que pinchan la cara, se arremolinan a tu alrededor y no te permiten ver nada en absoluto. Cuando el viento sopla después de una tormenta, todos se chocan entre sí más de lo habitual, en las calles estallan más peleas y el mismo aire parece cargado de amenazas.

Sería distinto si el tiempo pudiera preverse con cierto margen de exactitud; entonces, uno podría hacer planes, saber cuándo es conveniente no salir a la calle, prepararse de antemano. Pero aquí todo pasa tan rápido, los cambios son tan súbitos que lo que parece cierto en un momento determinado ya no lo es al siguiente. Yo he perdido mucho tiempo buscando indicios en el aire, intentando estudiar el clima y descubrir pistas sobre qué tiempo iba a hacer y cuándo: el color y el volumen de las nubes, la velocidad y dirección de los vientos, los olores a una hora determinada, la textura del cielo por la noche, la forma de las puestas de sol, la intensidad del rocío al amanecer. Pero nada de esto me ha ayudado; tratar de vincular una cosa con la otra, establecer relaciones entre una tarde nublada y una noche de viento, sólo conduce a la locura. Das vueltas y vueltas en el torbellino de tus cálculos y entonces, justo cuando te convences de que va a llover, el sol sigue brillando todo el día.

Lo que hay que hacer, entonces, es estar preparado para cualquier cosa, aunque existen diversas opiniones sobre la mejor forma de conseguirlo. Una pequeña minoría cree, por ejemplo, que el mal tiempo proviene de los malos pensamientos. Ésta es una visión bastante mística de la cuestión ya que sugiere que los pensamientos pueden traducirse directamente en hechos del mundo material. De acuerdo con esta teoría, cuando uno tiene un pensamiento oscuro o pesimista produce una nube en el cielo y, si una gran cantidad de gente tiene pensamientos negativos al mismo tiempo, comenzará a llover. Según ellos, esto explica los cambios bruscos del tiempo y el hecho de que nadie haya podido encontrar una justificación científica a nuestro absurdo clima. La solución que proponen consiste en mantener una alegría inmutable, por más deprimentes que sean las situaciones a nuestro alrededor; nada de enojos, ni suspiros profundos, ni lágrimas. A estas personas se las denomina «los risueños» y en la ciudad no existe otra secta más inocente e infantil. Están convencidos de que si la mayoría de la gente se convirtiera a sus creencias, el tiempo acabaría por estabilizarse y la vida mejoraría, por lo cual hacen proselitismo todo el tiempo siempre en busca de nuevos adeptos, aunque la suavidad de modales que ellos mismos se han impuesto los hacen muy poco persuasivos. Rara vez consiguen convencer a alguien para su causa y, por lo tanto, sus ideas no se han llevado a la práctica ya que sin un gran número de creyentes no habrá los buenos pensamientos necesarios para que repercuta en el clima. Esta falta de pruebas, sin embargo, los vuelve aún más obstinados en su fe. Puedo imaginarte meneando la cabeza, y sí, tienes razón, estoy de acuerdo contigo en que esta gente es ridícula y está equivocada. Pero en el contexto de la vida cotidiana de la ciudad, su argumento cobra una cierta fuerza y tal vez no resulte más absurdo que otro cualquiera. Como personas, los risueños suelen ser una compañía agradable ya que su dulzura y optimismo son un grato antídoto contra la ofuscada amargura que encuentras en todos los otros sitios.

En el extremo opuesto están «los rastreros», que creen que la situación continuará empeorando hasta que demostremos, de un modo realmente persuasivo, qué avergonzados estamos de la vida que llevábamos en el pasado. La solución, según ellos, consiste en postrarse en el suelo y no levantarse otra vez hasta que aparezca alguna señal de que la penitencia ha sido cumplida. La naturaleza de esta señal es objeto de largos debates teóricos; algunos hablan de un mes de lluvia; otros, de un mes de buen tiempo, y otros más aseguran que no lo sabrán hasta que les sea revelado en el corazón. Dentro de esta secta hay dos facciones principales, «los perros» y «las serpientes». Los primeros consideran que arrastrarse sobre las manos y las rodillas demuestra el arrepentimiento adecuado, mientras que los segundos sostienen que sólo es correcto arrastrarse sobre el vientre. A menudo estallan batallas sangrientas entre los dos grupos, cada uno intentando controlar al otro, pero ninguno ha ganado muchos seguidores y hoy en día, según creo, la secta está en vías de extinción.

En realidad, la mayoría de la gente no tiene ninguna opinión formada sobre estos temas. Si me pongo a contar los distintos grupos que tienen una teoría coherente sobre el tiempo («los tamborileros», «los apocalípticos», «los asociacionistas libres»), dudo que sean más que unas pocas gotas en el océano. Yo creo que lo que realmente cuenta es la suerte. El cielo está regido por el azar, por fuerzas tan complejas y oscuras que nadie puede explicar por completo. Si te mojas con la lluvia, has tenido mala suerte y eso es todo. Si logras no mojarte, pues mucho mejor; pero no tiene nada que ver con las actitudes ni las creencias. La lluvia no hace diferencias, en un momento o en otro, cae sobre todo el mundo y, cuando cae, todos somos iguales, ninguno mejor ni peor, todos iguales sin distinción.

¡Quiero contarte tantas cosas! Comienzo a decir algo y, de repente, me doy cuenta de lo poco que comprendo. Me refiero a hechos concretos, información precisa sobre cómo vivimos en la ciudad. Ése iba a ser el trabajo de William; el periódico lo envió aquí para que investigara los hechos y escribiera un artículo por semana sobre los antecedentes históricos, cuestiones de interés general, cosas por el estilo. Pero no recibimos muchos, ¿verdad? Unos pocos informes breves y luego silencio. Si William no pudo lograrlo, no sé cómo espero hacerlo yo; no tengo idea de cómo la ciudad sigue funcionando e incluso si me pusiera a investigar sobre estas cuestiones, es probable que me llevara tanto tiempo, que la situación ya hubiera cambiado cuando descubriera algo. Dónde se cultiva la verdura, por ejemplo, y cómo la transportan a la ciudad. No puedo darte las respuestas y nunca conocí a nadie que las supiera. La gente habla de tierras lejanas hacia al oeste, pero eso no quiere decir que sea verdad; aquí la gente habla de cualquier cosa, sobre todo de aquellas de las que no sabe nada. Lo que realmente me asombra no es que todo se esté derrumbando, sino la gran cantidad de cosas que todavía siguen en pie. Se necesita un tiempo muy largo para que un mundo desaparezca, mucho más de lo que puedas llegar a imaginar. Continuamos viviendo nuestras vidas y cada uno de nosotros sigue siendo testigo de su propio y pequeño drama. Es cierto que ya no hay colegios, es cierto que la última película se exhibió hace más de cinco años, es cierto que el vino escasea tanto que sólo los ricos pueden permitirse el lujo de beberlo. Pero, ¿es eso a lo que llamamos vida? Dejemos que todo se derrumbe y, luego, veamos qué queda. Tal vez ésta sea la cuestión más interesante de todas: saber qué ocurriría si no quedara nada y si, aun así, sobreviviríamos.

Las consecuencias resultan muy curiosas, a menudo son lo contrario de lo que esperas. La verdadera desesperación puede convivir con el ingenio más asombroso; surgen la entropía y el florecimiento. Como quedan tan pocas cosas, ya no se tira casi nada y han encontrado aplicaciones para materiales que antes despreciaban como basura. Todo esto tiene que ver con una nueva forma de pensar. La escasez conduce la mente hacia nuevas soluciones y uno se descubre dispuesto a abrigar ideas que antes nunca se le hubieran ocurrido. Tomemos el ejemplo de los desperdicios humanos, literales desperdicios. Aquí las instalaciones sanitarias ya no existen, las tuberías se han corroído, los inodoros se han roto y tienen pérdidas, el sistema de cloacas hace tiempo que desapareció. Para que la gente no se las arregle como pueda y disponga de sus heces de cualquier modo, lo que pronto conduciría al caos y a epidemias, se ha creado un sistema por el cual una patrulla nocturna de recogida de desperdicios recorre cada barrio. Pasan por las calles tres veces al día arrastrando y empujando sus máquinas oxidadas sobre el pavimento ruinoso, haciendo sonar campanas para que la gente del barrio salga a la calle y vacíe sus cubos en el depósito. El olor, por supuesto, es insoportable, y cuando el sistema se puso en marcha los únicos que querían hacer este trabajo eran prisioneros, a los cuales se les ofreció la dudosa opción de una sentencia más larga si rehusaban y una más corta si aceptaban. Sin embargo, las cosas han cambiado desde entonces y los «fecalistas» ahora tienen el estatus de funcionarios públicos y se les concede una vivienda equivalente a la de la policía. Es lo más justo, supongo; si este trabajo no tuviera alguna ventaja, ¿por qué iba a hacerlo alguien? Esto demuestra lo competente que puede llegar a ser el gobierno bajo ciertas circunstancias. Cadáveres y mierda; cuando se trata de desterrar los peligros para la salud, nuestros administradores son verdaderos romanos en su organización, un modelo de lucidez y eficiencia.

No se acaba aquí, sin embargo. Una vez que los fecalistas han recogido los desperdicios, no se deshacen de ellos. Aquí la mierda y la basura son bienes importantísimos y, con los recursos de carbón y petróleo descendiendo a niveles alarmantes, éstos son los que nos proveen de gran parte de la energía que aún somos capaces de producir. Cada zona censada tiene su propia central energética y éstas se alimentan exclusivamente de desperdicios. El combustible para los coches, el de la calefacción de las casas, todo proviene del gas metano producido en estas centrales. Te sonará raro, me imagino, pero aquí nadie bromea sobre esto. La mierda es un asunto muy serio y cualquiera que la tire sin más a la calle es arrestado y, si lo hace por segunda vez, condenado a muerte. Un sistema como éste tiende a aletargar tu sentido del humor; haces lo que se te pide y muy pronto ni siquiera piensas en ello.

Lo más importante es sobrevivir. Si pretendes seguir adelante, debes buscarte una forma de ganar dinero, aunque hay muy pocos trabajos en el viejo sentido de la palabra. Si no tienes contactos, no puedes apuntarte ni para el más insignificante de los puestos públicos (oficinista, conserje, empleado del Centro de Transformación, etc.). Lo mismo ocurre con los diversos negocios legales o ilegales a lo largo de la ciudad (las Clínicas de Eutanasia, los puestos de comestibles ilegales, los falsos propietarios). A menos que conozcas a alguien es inútil pedir trabajo en cualquiera de estos sitios; por lo tanto, la solución más común entre los más pobres es hacerse trapero. Éste es el trabajo para los que no tienen trabajo y yo creo que al menos un diez o veinte por ciento de la población se dedica a esto. Yo misma lo hice durante un tiempo y la verdad es que una vez que empiezas te resulta casi imposible parar. Exige tanto de ti, que no te queda tiempo para hacer ninguna otra cosa, ni siquiera para pensar en hacerla.

Todos los traperos entran en una de estas dos categorías básicas: recogedores de basura o buscadores de objetos. El primer grupo es bastante más amplio que el segundo y si uno trabaja duro, dedicándose con perseverancia unas doce o catorce horas diarias, tiene la posibilidad de ganarse la vida. Hace ya muchos años que ha dejado de funcionar el sistema municipal de recogida de basuras. En su lugar, cada zona censada de la ciudad esta regida por un comisionista privado que compra los derechos al gobierno de la ciudad para recoger la basura en su zona. Para trabajar en esto, primero hay que obtener el permiso de uno de estos agentes, por el cual se paga una cuota mensual que a veces asciende al cincuenta por ciento de los ingresos. Trabajar sin permiso puede resultar tentador, pero también es extremadamente peligroso ya que cada comisionista tiene su propia plantilla de inspectores que vigilan las calles, solicitando el permiso a todo el que ven recogiendo basura. Si no tienes los papeles correspondientes, los inspectores tienen el derecho legal de multarte y, si no puedes pagar la multa, arrestarte, lo cual significa la deportación a uno de los campos de trabajo al oeste de la ciudad donde pasarás los siete años siguientes. Algunos dicen que la vida en los campos es mejor que en la ciudad, pero esto no es más que una especulación. Unos pocos llegaron a hacerse arrestar a propósito, pero nadie los ha vuelto a ver.

Un recogedor de basura debidamente registrado y con todos los papeles en orden, se gana la vida reuniendo la mayor cantidad de basura posible y llevándola a la central energética más cercana. Allí pagan tanto por kilo —una cantidad insignificante— y arrojan la basura a los depósitos de procesamiento. El instrumento preferido para transportar la basura es el carro de supermercado, similar a aquellos que tenemos allí, en casa. Estas canastas metálicas sobre ruedas han demostrado ser objetos resistentes y no hay duda de que funcionan con mayor eficacia que cualquier otra cosa. Un vehículo más grande resultaría demasiado pesado para transportar cuando se llenara y uno más pequeño requeriría demasiados viajes al depósito (hace unos años se publicó un folleto sobre el tema que prueba la exactitud de estos argumentos). Como consecuencia, estos carros tienen una gran demanda y el primer objetivo de un recogedor de basura es conseguir uno. Esto puede llevar meses, a veces incluso años, pero sin un carro, resulta imposible dedicarse a esto. Como el trabajo deja tan poco, rara vez tienes la oportunidad de ahorrar y, si lo haces, es a costa de privarte de algo esencial, la comida, por ejemplo, sin la cual no tienes fuerza para hacer el trabajo necesario para ganar el dinero para comprar el carro. Ya ves el problema, cuanto más trabajas, más débil te vuelves; cuanto más débil te vuelves, menos puedes trabajar. Pero esto es sólo el comienzo, porque incluso si logras conseguir el carro, debes procurar mantenerlo en buen estado, las calles estropean muchísimo el equipo y hay que tener especial cuidado con las ruedas. Incluso si logras superar estos inconvenientes, tienes el deber adicional de no perder de vista el carro nunca. Como se han vuelto tan valiosos, son un bien especialmente codiciado por los ladrones y ninguna calamidad es tan trágica como la de perder el carro. Por lo tanto, casi todos los traperos invierten su dinero en comprar una especie de correa, conocida como el «cordón umbilical», algo así como una cuerda, soga para perros o cadena que se ata alrededor de la cintura y luego al carro. Esto hace que caminar se convierta en un asunto muy complicado, pero vale la pena. A los traperos a menudo se los llama «músicos» a causa del ruido que hacen estas cadenas mientras los carros van dando tumbos por las calles.

Un buscador de objetos debe hacer los mismos trámites para registrarse que un recogedor de basura y se lo somete al mismo tipo de inspecciones esporádicas, pero su trabajo es distinto. El recogedor de basuras busca desperdicios, el buscador de objetos, cosas rescatables. Intenta encontrar objetos específicos, materiales que puedan volver a usarse y, a pesar de que es libre para hacer lo que quiera con las cosas que encuentra, por lo general las vende a uno de los «agentes de resurrección» que hay a lo largo de la ciudad, empresarios privados que convierten estas baratijas en nuevos objetos, que más tarde venden en el mercado. Los agentes cumplen una función múltiple, por una parte chatarreros, por otra fabricantes y, por fin, comerciantes; y como ya no hay ninguna otra forma de producción en la ciudad, se encuentran entre los más poderosos y ricos, compitiendo sólo con los comisionistas. Un buen buscador de objetos, por consiguiente, puede aspirar a un tren de vida aceptable, pero debe ser rápido, listo y saber dónde buscar. Los jóvenes suelen hacerlo mejor, por lo que es raro ver a un buscador de objetos mayor de veinte o veinticinco años. Aquellos que no tienen éxito deben buscarse pronto otro trabajo ya que no hay garantías de sacar nada en limpio de tanto esfuerzo. Los recogedores de basura son más viejos y más conservadores, están contentos de esforzarse porque saben que así se ganarán la vida, al menos si trabajan hasta el límite de sus fuerzas. Pero no hay nada realmente seguro, ya que la competencia en el mundo de los traperos se ha vuelto feroz. Cuanto más escasean las cosas en la ciudad, más reacia se vuelve la gente a desprenderse de algo; así como hace un tiempo nadie se lo pensaba dos veces antes de tirar una cáscara de naranja a la calle, ahora estas cáscaras se trituran hasta conseguir un puré que mucha gente come. Una camiseta deshilachada, un par de calzoncillos rotos, el ala de un sombrero, todas estas cosas se guardan para remendarlas y convertirlas en una nueva muda de ropa. La gente se viste con los atuendos más variopintos y ridículos y cada vez que te cruzas con alguna de estas personas vestidas a retazos, sabes que probablemente acaba de dejar a un buscador de objetos sin trabajo.

A pesar de todo, me dediqué a buscar objetos. Tuve la suerte de comenzar antes de gastarme todo el dinero. Después de comprar la licencia (diecisiete glots), el carro (sesenta y seis glots), la correa y un par de zapatos nuevos (cinco y setenta y un glots, respectivamente), aún me quedaban más de doscientos glots. Fue una verdadera suerte ya que así podía permitirme cierto margen de error y en aquel momento necesitaba toda la ayuda que pudiera encontrar. Tarde o temprano llegaría el día en que nadaría o me ahogaría, pero por el momento tenía algo a lo que agarrarme, un trozo de madera flotante, los restos de un naufragio donde apoyar mi peso.

Al principio no me fue bien; entonces la ciudad era nueva para mí y siempre me perdía. Malgastaba el tiempo en despojos que no daban ningún beneficio, falsas corazonadas en calles yermas; me encontraba siempre en el lugar equivocado a la hora errónea. Si lograba encontrar alguna cosa, era porque tropezaba accidentalmente con ella. La casualidad era mi único método, el simple acto gratuito de ver algo con mis propios ojos y agacharme a recogerlo. No tenía un sistema como parecían tener los demás, ningún medio de saber de antemano dónde ir, ni una sospecha sobre qué iba a encontrar y cuándo. Para llegar a ese punto es necesario vivir años en la ciudad y yo era sólo una novata, una recién llegada ignorante que apenas si podía encontrar el camino de una zona censada a otra.

Aun así, no era un completo fracaso; tenía mis piernas, después de todo, y un cierto entusiasmo juvenil que me mantenía en pie, incluso cuando las perspectivas no eran nada alentadoras. Yo correteaba por ahí errante y sin aliento, eludiendo los desvíos peligrosos y las montañas de ruinas, corriendo caprichosamente de una calle a la otra, siempre esperando hacer algún hallazgo maravilloso a la vuelta de la esquina. Supongo que no es normal estar constantemente mirando el suelo, siempre buscando objetos rotos o abandonados; después de un tiempo seguramente afectará a la mente. Porque entonces ninguna cosa es realmente sí misma, hay trozos de esto y trozos de aquello pero nada tiene que ver entre sí. Aun así, por extraño que parezca, en el límite de este caos, todo comienza a relacionarse otra vez. Finalmente, una manzana desmenuzada y una naranja desmenuzada son la misma cosa, ¿verdad? Es imposible distinguir la diferencia entre un buen vestido y uno malo si ambos están reducidos a harapos, ¿no es cierto? Llega un momento en que las cosas se desintegran y se convierten en estiércol, polvo o desechos y lo que queda es algo nuevo, algunas partículas o aglomeración de materia que no pueden identificarse. Es un terrón, una mota, un fragmento del mundo que no tiene sitio: la dimensión de lo esencial. No esperes encontrar nunca algo entero, ya que sería un accidente, un descuido de la persona que lo perdió, pero tampoco puedes pasarte todo el tiempo buscando aquello que ya es totalmente inservible. Debes aspirar a algo intermedio, objetos que aún guardan un parecido con su forma original, incluso si han perdido su utilidad. Debes examinar, analizar minuciosamente y volver a la vida aquello que a otro le pareció bien tirar: un trozo de cuerda, la tapa de una botella, una chapa entera de un viejo automóvil estrellado; no puedes desperdiciar nada. Todas las cosas se desmoronan, pero no todas las partes de esas cosas, al menos no al mismo tiempo; el asunto es fijar el blanco en esas pequeñas islas donde todo permanece intacto, imaginarlas unidas a otras islas iguales, éstas a otras y otras, hasta crear un nuevo archipiélago de materia. Debes salvar lo salvable y aprender a ignorar el resto. El truco consiste en hacerlo lo más rápidamente posible.

Poco a poco mi botín se volvía casi adecuado. Baratijas, por supuesto, pero también un montón de cosas inesperadas: un telescopio plegable con una lente rota, una máscara de Frankenstein de goma, una rueda de bicicleta, una máquina de escribir cirílica a la que sólo le faltaban cinco letras y la barra espaciadora, el pasaporte de un hombre llamado Quinn. Estos tesoros me compensaban por los días malos y con el tiempo comenzó a irme lo suficientemente bien con los agentes de resurrección como para no tocar mis ahorros. Supongo que podría haberme ido mejor, si no fuera porque me impuse ciertas normas, tracé ciertos límites más allá de los cuales me negué a pasar. Tocar a los muertos, por ejemplo. Uno de los trabajos más rentables de los traperos es despojar a los muertos de sus pertenencias, y muy pocos buscadores de objetos no aprovechan esa oportunidad. Continuamente me decía a mí misma que era una tonta, una melindrosa niña rica que no quería vivir, pero nada me ayudaba. Lo intenté; una o dos veces incluso me acerqué, pero cuando llegó el momento de hacerlo, no tuve suficiente valor. Recuerdo a un viejo y a una niña adolescente, cómo me arrodillé a su lado, acerqué mis manos a sus cuerpos, tratando de convencerme de que no tenía importancia. Y luego, una mañana temprano en Lampshade Road, un niño pequeño, de unos seis años; sencillamente no pude forzarme a hacerlo. No es que me sintiera orgullosa de haber tomado una profunda decisión moral, simplemente no tenía el coraje de llegar tan lejos.

Otra cosa que me afectaba es que estaba sola, no me mezclaba con otros traperos ni hacía ningún esfuerzo por hacer amigos. Se necesitan aliados, especialmente para protegerse de los «cuervos», traperos que se ganan la vida robando a otros traperos. Los inspectores vuelven la espalda a este problema y concentran su atención en aquellos que trabajan sin licencia. Para los traperos de buena fe, por lo tanto, el trabajo es un alboroto continuo, con constantes ataques y contraataques, con la sensación de que en cualquier momento puede ocurrir cualquier cosa. Me robaban aproximadamente una vez por semana y la situación llegó a tal punto que comencé a calcular las pérdidas de antemano, como si fueran un aspecto normal de mi trabajo. Si hubiera tenido amigos, podría haber evitado algunos de estos hurtos, pero a la larga no me parecía que valiera la pena. Los traperos eran un montón de gente odiosa, los cuervos y los otros por igual, y me revolvía el estómago escuchar sus opiniones, sus presunciones, sus mentiras. Lo importante es que nunca perdí mi carro; eran mis primeros días en la ciudad y aún tenía la fuerza necesaria para aferrarme a él y era lo suficientemente rápida para escapar del peligro cuando debía hacerlo.

Ten paciencia conmigo, ya sé que a veces me aparto del tema; pero tengo la impresión de que si no escribo las cosas tal cual me sucedieron las olvidaré para siempre. Mi mente ya no es lo que solía ser. Ahora es más lenta, más perezosa, menos ágil y me agota profundizar hasta en el más simple pensamiento. Así es como empieza, a pesar de mis esfuerzos; las palabras vienen sólo cuando pienso que ya no seré capaz de encontrarlas, en el momento de desesperación en que creo que ya nunca volverán a surgir. Cada día trae la misma batalla, el mismo vacío, el mismo deseo de olvidar y de no olvidar. Comienza siempre aquí, nunca en otro sitio que este límite donde el lápiz comienza a escribir. La historia nace y se detiene, sigue adelante y luego se pierde y, en medio de cada palabra, cuántos silencios, cuántas expresiones se escapan y desaparecen para no volver nunca más.

Durante mucho tiempo, intenté no recordar nada; restringiendo mis pensamientos al presente me sentía más capaz de arreglármelas, más fuerte para evitar lamentaciones. La memoria es una gran trampa, ya ves, y yo hice todo lo posible para mantenerme firme, para asegurarme de que los pensamientos no se escabulleran a hurtadillas hacia el pasado. Pero últimamente me he estado zafando, cada día un poco más, y ahora hay días en que no puedo dejaros escapar, a mis padres, a William, a ti. Yo era una joven tan indomable, ¿verdad? Crecí demasiado rápido para mi propio bien y nadie podía decirme nada que yo no supiera de antemano. Ahora sólo puedo pensar en cuánto herí a mis padres y en cómo lloraba mi madre cuando le dije que me iba. Como si no fuera suficiente con haber perdido a William, ahora también iban a perderme a mí. Por favor, si ves a mis padres, diles que lo siento; necesito saber que alguien hará eso por mí y sólo puedo contar contigo.

Sí, me avergüenzo de muchas cosas; a veces, mi vida no parece más que un puñado de remordimientos, de decisiones erradas, de equivocaciones irreversibles. El problema es que, cuando empiezas a mirar hacia atrás, te ves tal como eras y te quedas desolado. Pero ya es demasiado tarde para disculpas, lo sé. Es tarde para cualquier cosa que no sea seguir en pie. Por lo tanto, éstas son las palabras, tarde o temprano intentaré decirlo todo y no tiene importancia en qué orden lo haga, si lo primero es lo segundo o lo segundo lo último. Todo se arremolina a la vez en mi mente y el solo hecho de recordar una cosa el tiempo suficiente para decirla es toda una victoria. Si esto te confunde, lo siento; pero no tengo elección, tengo que tomar las cosas tal como puedo asimilarlas.

Nunca encontré a William —continuó ella—, tal vez no sea necesario decirlo. Nunca lo encontré y nunca conocí a nadie que pudiera decirme dónde estaba. La razón me dice que está muerto, pero tampoco puedo estar segura. No hay testimonios que apoyen ni la más infundada de las suposiciones y, hasta tanto encuentre alguna prueba, prefiero mantenerme abierta a todo. Sin información no hay lugar para la esperanza ni para la desesperación; lo mejor que uno puede hacer es dudar y, bajo estas circunstancias, la duda es una verdadera bendición.

Aunque William no estuviera en la ciudad, podría estar en algún otro sitio. El país es enorme, ya me entiendes, y puede haber ido a cualquier sitio. Pasando la zona agrícola del oeste, se supone que hay varios cientos de millas de desierto. Más allá, se habla de otras ciudades, de cadenas montañosas, de minas y fábricas, de vastos territorios que se extienden hasta un segundo océano. Tal vez haya algo de cierto en estas historias; si así fuera, William podría haber probado suerte en cualquiera de estos sitios. No me olvido de lo difícil que es salir de la ciudad pero ya sabemos cómo era William. Si hubiese habido la más mínima posibilidad de salir, él lo hubiera conseguido.

Nunca te conté esto, pero la semana antes de venirme me encontré con el director del periódico de William. Debe de haber sido unos tres o cuatro días antes de despedirme de ti y si no lo mencioné fue para evitar otra discusión; las cosas ya estaban lo suficientemente mal y contártelo sólo hubiese servido para arruinar aquellos últimos momentos. No te enfades conmigo ahora, te lo ruego, me parece que no podría resistirlo.

El director se llamaba Bogat, un hombre calvo y barrigón con unos tirantes anticuados y un reloj en el bolsillo del chaleco. Me hizo acordar a mi abuelo, cansado de trabajar, mordiendo la punta de los lápices antes de escribir, con un aire de benevolencia matizada de astucia, una serenidad que parecía esconder un secreto cariz de crueldad. Lo esperé en la recepción durante casi una hora. Cuando por fin estuvo listo para recibirme, me guió por el codo hasta su oficina, me hizo sentar en su silla y escuchó mi relato. Debo de haber hablado durante cinco o diez minutos antes de que me interrumpiera; entonces, dijo que William no había enviado un solo informe en los últimos nueve meses. Sí, él sabía que las máquinas en la ciudad estaban rotas, pero ésa no era la cuestión; un buen periodista siempre se las arregla para hacer llegar su artículo y William había sido su mejor empleado. Un silencio de nueve meses sólo podía significar una cosa: que William había tenido problemas y que no volvería más. Muy contundente, sin rodeos. Yo encogí los hombros y le dije que sólo eran suposiciones suyas.

—No lo hagas, pequeña —dijo él—. Tienes que estar loca para ir allí.

—¡No soy una niña pequeña! —dije yo—, tengo diecinueve años y puedo cuidar de mí misma mejor de lo que usted piensa.

—¡Aunque tuvieras cien años! Nadie sale de allí; es el fin de este maldito mundo.

Sabía que él tenía razón; pero estaba decidida y nada me iba a hacer cambiar de idea. Ante mi obstinación, Bogat comenzó a modificar sus tácticas.

—Mira —dijo—, mandé otro hombre allí hace aproximadamente un mes y espero noticias suyas pronto. ¿Por qué no esperas hasta entonces? Podrás obtener todas las respuestas sin tener que viajar.

—¿Y eso que tiene que ver con mi hermano?

—William también es parte de la crónica. Si este reportero cumple, descubrirá qué le ha pasado.

Eso no me iba a hacer cambiar de opinión y Bogat lo sabía. Me mantuve en mis trece, dispuesta a defenderme de su ostentoso paternalismo y, poco a poco, comenzó a desistir. Sin que yo se lo pidiera, me dio el nombre del nuevo reportero y luego, como último gesto, abrió el cajón de un archivador que había detrás de su mesa y sacó la foto de un hombre joven.

—Tal vez debieras llevar esto contigo —dijo, tirando la fotografía sobre la mesa—, por las dudas.

Era una foto del reportero. Le eché una ojeada y la dejé caer en mi bolso para complacerlo. Era el fin de nuestra charla, el encuentro había acabado en empate, sin que ninguno de los dos cediera ante el otro. Creo que Bogat estaba enfadado y, al mismo tiempo, algo impresionado.

—Recuerda que te lo advertí —me dijo.

—No lo olvidaré —contesté yo—. Cuando traiga a William de vuelta, volveré aquí y le recordaré esta conversación.

Bogat estuvo a punto de decir algo más; pero luego pareció pensarlo mejor, dejó escapar un suspiro, dio unas suaves palmadas sobre la mesa y se levantó de la silla.

—No me malinterpretes —dijo—, no estoy en contra de ti; sólo pienso que estás cometiendo un error. No es lo mismo, tú lo sabes.

—Tal vez no; pero aun así sería absurdo no hacer nada. La gente necesita tiempo y usted no debería apresurarse a sacar conclusiones antes de saber de qué está hablando.

—Ése es el problema —dijo Bogat—, sé exactamente de qué estoy hablando.

Llegado este punto, creo que nos dimos la mano, o quizá sólo nos miramos fijamente el uno al otro, por encima de la mesa. Entonces me condujo hacia los ascensores del pasillo, pasando por la sala de prensa. Allí esperamos en silencio, sin siquiera mirarnos. Bogat se balanceaba hacia adelante y atrás sobre los talones, tarareando silenciosamente, en un susurro. Era obvio que ya estaba pensando en otra cosa. Cuando las puertas se abrieron y entré en el ascensor, me dijo, con tedio:

—Que tengas una buena vida, pequeña.

Antes de que tuviera tiempo de contestarle, se cerraron las puertas y el ascensor comenzó a bajar.

Al final aquella fotografía lo cambió todo. Yo ni siquiera había pensado en llevármela; pero en el último momento lo pensé mejor y la puse entre mis cosas. Entonces, yo no sabía que William había desaparecido, por supuesto, esperaba encontrar a su sustituto en las oficinas del periódico y empezar la búsqueda desde allí. Pero nada salió como lo había planeado. Cuando llegué a la tercera zona censada y vi lo que había ocurrido allí, de repente comprendí que esta fotografía era lo único que me quedaba. Era mi último vínculo con William.

Su nombre era Samuel Farr, pero aparte de eso, no sabía nada de él. Me había comportado de un modo muy arrogante con Bogat como para pedirle detalles, y ahora no tenía casi nada en lo que basarme; un nombre, una cara, eso era todo. Con la debida humildad, me hubiese ahorrado una gran cantidad de dificultades. Finalmente encontré a Sam, pero sin hacer nada para conseguirlo. Fue producto de la casualidad, una de esas pizcas de suerte que caen del cielo. Pero pasó mucho tiempo antes de que esto sucediera, mucho más del que me gustaría recordar.

Los primeros días fueron los peores. Yo vagaba sin rumbo por ahí como una sonámbula, sin saber dónde estaba, sin atreverme ni siquiera a hablar con alguien. Llegado el momento, vendí mis maletas a un agente de resurrección, y eso me ayudó a alimentarme durante bastante tiempo; pero, incluso después de que empezara a trabajar como trapera, no tenía un sitio donde vivir. Dormí a la intemperie en todo tipo de clima, buscando, cada noche, un lugar nuevo donde dormir. Sólo Dios sabe cuánto tiempo pasé así, pero sin duda ésta fue la peor época, la que estuvo más cerca de acabar conmigo. Duró dos o tres semanas como mínimo o, tal vez, varios meses; me sentía tan desdichada que, aparentemente, mi mente dejó de funcionar; me volví apagada por dentro, puro instinto y egoísmo. En ese entonces me ocurrieron cosas terribles y, aún ahora, no sé cómo me las arreglé para sobrevivir. Casi me viola uno de los hombres de las ruinas en la esquina de Dictionary Square y Boulevard Muldoon. Una noche, en el atrio del antiguo templo de los hipnotistas, le robé la comida a un viejo que intentó atracarme, le arranqué la papilla de las manos y ni siquiera sentí pena por él. Yo no tenía amigos, nadie a quien hablar, nadie con quien compartir una comida. Si no fuera por la fotografía de Sam no sé si hubiera sobrevivido; el mero hecho de saber que él estaba en la ciudad me hacía abrigar alguna esperanza. «Éste es el hombre que te ayudará —me repetía a mí misma—, cuando lo encuentres, todo será diferente.» Sacaba la fotografía de mi bolso unas cien veces al día y después de un tiempo acabó tan arrugada y ajada que la cara era casi irreconocible. Pero, para entonces, yo ya la conocía de memoria y la fotografía en sí no tenía ningún valor; la guardaba como un amuleto, un pequeño escudo para protegerme de la desesperación.

Entonces mi suerte cambió. Debe de haber sido uno o dos meses después de que empezara a trabajar como buscadora de objetos, aunque esto es sólo una suposición. Yo iba caminando por las afueras de la quinta zona censada, cerca del sitio donde antes se levantaba Filament Square, cuando vi a una mujer alta, de mediana edad, empujando un carro sobre las piedras, dando tumbos lentamente y con torpeza, sin duda con los pensamientos lejos de lo que estaba haciendo. Aquel día el sol brillaba de ese modo deslumbrante que vuelve las cosas invisibles, y el aire estaba caliente, lo recuerdo bien, tan caliente que te mareaba. Justo cuando la mujer consiguió llevar el carro hasta la mitad de la calle, un grupo de corredores dobló la esquina, a toda marcha. Eran doce o quince y corrían a toda velocidad, muy juntos, chillando esa exaltada letanía que los caracteriza. Vi que la mujer los miraba de repente, como si acabara de despertar de un sueño; pero en lugar de huir de su paso, se quedó petrificada en su sitio, en la actitud de un ciervo acorralado ante los faros de un coche. Por alguna razón —aún hoy no sé por qué lo hice— me solté el cordón umbilical de la cintura, corrí desde donde estaba y cogí a la mujer con los dos brazos, sacándola del medio uno o dos segundos antes de que pasaran los corredores. Fue justo a tiempo; si no lo hubiese hecho, tal vez la habrían matado a pisotones.

Así fue como conocí a Isabel. Para bien o para mal, mi verdadera vida en la ciudad comenzó en aquel momento. Todo lo demás había sido un prólogo, una ascensión a paso tambaleante, de días y noches, de pensamientos que ya no recuerdo. Si no fuera por ese momento absurdo en la calle, la historia que te estoy contando hubiese sido otra; teniendo en cuenta el estado en que yo estaba entonces, dudo de que hubiese habido algo que contar.

Quedamos tendidas a un lado del camino, aún cogidas la una a la otra. Cuando el último de los corredores desapareció detrás de la esquina, Isabel pareció empezar a comprender lo que le había pasado. Se incorporó, miró a su alrededor, me miró a mí, y luego, lentamente, comenzó a llorar. Para ella fue un momento de terrible lucidez. No porque hubiese estado tan cerca de la muerte, sino porque no se había dado cuenta de dónde estaba. Sentí lástima por ella, aunque también un poco de miedo. ¿Quién era esta mujer delgada y temblorosa, de cara larga y ojos hundidos? y ¿qué hacía yo tirada a su lado en la calle? Daba la impresión de estar un poco loca y, una vez que recuperé el aliento, mi primer impulso fue alejarme de allí.

—Mi pequeña niña —dijo ella, intentando coger mi cara— mi querida, dulce niña pequeña, te has cortado. Te arrojas a salvar a una vieja y eres tú la que resulta herida. ¿Sabes por qué te sucede eso? Es porque traigo mala suerte; todos lo saben, aunque nadie tiene el coraje de decírmelo. Pero yo lo sé, lo sé todo, aunque nadie me lo diga.

En la caída, yo me había hecho un rasguño con una piedra y me salía sangre de la sien izquierda; pero no era nada serio, nada de qué preocuparse. Estaba a punto de decirle adiós y seguir mi camino cuando sentí un poco de remordimiento por dejarla ahí.

«Tal vez debería acompañarla a casa —pensé—, para asegurarme de que no le pase nada más.»

La ayudé a levantarse y fui a buscar su carro que estaba en medio de la calle.

—Ferdinand se pondrá furioso conmigo —dijo ella—. Éste es el tercer día consecutivo que vuelvo a casa con las manos vacías. Unos días más así y será nuestro fin.

—Creo que de todos modos debe irse a casa —dije yo—. Al menos por un rato; ahora no está en condiciones de empujar ese carro.

—Pero Ferdinand se pondrá como loco cuando vea que no llevo nada.

—No se preocupe —dije yo—. Le explicaré lo que ha sucedido.

Por supuesto, yo no tenía idea de lo que decía, pero algo se había apoderado de mí y no podía controlarlo, una súbita sensación de piedad, una necesidad estúpida de hacerme cargo de esta mujer. Quizás sean ciertas las antiguas historias acerca de salvarle la vida a alguien; dicen que cuando ocurre, esa persona se convierte en tu responsabilidad y, te guste o no, pertenecéis el uno al otro para siempre.

Tardamos casi tres horas en llegar a su casa; en circunstancias normales, hubiéramos demorado la mitad, pero Isabel se movía tan lentamente, caminaba con pasos tan inseguros, que cuando llegamos allí, el sol ya se estaba poniendo. No llevaba cordón umbilical (dijo que lo había perdido unos días antes) y, cada tanto, el carro se escapaba de sus manos y bajaba a los tumbos por la calle. Hubo un momento en que casi lo roban, así que decidí sujetar su carro con una mano y el mío con la otra, lo cual hizo que avanzáramos aún más lentamente. Caminábamos alrededor de los límites de la sexta zona censada, eludiendo las montañas de ruinas de la avenida Memory y atravesando el sector de oficinas de la calle Pyramid, donde la policía tiene ahora sus cuarteles. Isabel me habló un poco de su vida, de aquella forma vaga e inconexa que la caracterizaba. Su marido había sido pintor de carteles comerciales, según dijo, pero con tantos negocios que cerraban o no cubrían gastos, Ferdinand llevaba varios años sin trabajar. Durante un tiempo había bebido mucho; robaba dinero del monedero de Isabel por las noches o vagaba por los alrededores de la destilería en la cuarta zona censada, pidiendo limosna a los obreros a cambio de bailar para ellos o contarles chistes. Pero un día, un grupo de hombres le pegó una paliza y ya no quiso salir nunca más. Ahora se negaba a hacer nada, sentado, día tras día, en su pequeño apartamento, rara vez decía algo y no demostraba ningún interés en su supervivencia. Dejaba todas las cuestiones prácticas en manos de Isabel y lo único que le importaba era su afición: hacer barcos en miniatura y meterlos dentro de botellas.

—Son tan hermosos —decía Isabel— que casi te dan ganas de perdonarle su forma de ser. ¡Qué barcos tan hermosos, tan perfectos y diminutos! Te dan ganas de encogerte hasta el tamaño de un alfiler para subirte a bordo y alejarte navegando…

»Ferdinand es un artista —continuaba ella—, incluso en los viejos tiempos era malhumorado, un tipo de hombre impredecible; un momento contento, luego deprimido, siempre había algo que lo ponía de un humor o de otro. Pero, ¡tendrías que haber visto los carteles que pintaba! Todos querían que Ferdinand pintara para ellos e hizo trabajos para todo tipo de tiendas: droguerías, tiendas de comestibles, joyerías, tabernas, librerías, de todo. En esa época tenía su propio taller en pleno centro comercial, en la zona de almacenes, un sitio precioso. Pero ahora todo eso ha desaparecido, las sierras, los pinceles, los cubos de pinturas, el olor a serrín y barniz. Todo se derrumbó durante la segunda depuración en la octava zona censada y ése fue el final.

Yo no entendía ni la mitad de las cosas que decía Isabel. Pero, leyendo entre líneas e intentando rellenar los espacios en blanco por mí misma, comprendí que había tenido tres o cuatro hijos, todos los cuales o habían muerto o se habían ido de casa. Después de que Ferdinand perdiera su trabajo, Isabel se había convertido en trapera. Era de esperar que una mujer de su edad se dedicara a la recogida de basura, pero por extraño que parezca, ella escogió la búsqueda de objetos. A mí me parecía la peor elección que podía haber hecho; no era rápida, no era lista ni tenía nervio. Sí, ella lo reconocía, sabía todo eso; pero compensaba sus deficiencias con algunas otras cualidades, un curioso don para saber a dónde ir, un instinto para olfatear cosas en lugares olvidados, un magnetismo profundo que, de algún modo, parecía empujarla hacia el sitio adecuado. Ni ella misma podía explicárselo, pero el caso es que había hecho algunos hallazgos asombrosos, una bolsa llena de ropa interior de encaje de la que ella y Ferdinand habían vivido más de un mes, un saxofón en perfecto estado, una caja entera de flamantes cinturones de cuero (directamente de fábrica, según parece, a pesar de que el último fabricante de cinturones había quebrado cinco años antes), y un Viejo Testamento, impreso en papel de arroz, encuadernado en piel y con cantos dorados. Pero, según ella, aquello había ocurrido hacía mucho tiempo y en los últimos seis meses le había perdido la mano. Estaba agotada, demasiado cansada para mantenerse en pie durante mucho tiempo, y su mente se escapaba constantemente del trabajo. Casi cada día, se encontraba caminando por una calle que no reconocía, doblando una esquina sin saber de dónde venía, entrando en un barrio y creyendo que estaba en otro. —Fue un milagro que estuvieras allí —dijo ella cuando paramos a descansar en un portal—, pero no fue un accidente. Le recé a Dios durante tanto tiempo, que por fin mandó alguien a rescatarme. Ya sé que la gente no habla más de Dios, pero yo no puedo evitarlo; pienso en él todos los días, le rezo cada noche cuando Ferdinand duerme, le hablo todo el tiempo en mi corazón. Ahora que Ferdinand se niega a hablar conmigo, Dios es mi único amigo, el único que me escucha. Ya sé que está muy ocupado y que no tiene tiempo para una vieja como yo pero Dios es un caballero y me tiene en su lista. Hoy, después de tanto tiempo, me ha hecho una visita; te envió a ti como muestra de su amor. Tú eres la querida, dulce criatura que Dios me ha enviado, y ahora yo cuidaré de ti, haré todo lo que pueda por ti. Basta de dormir en la calle, basta de vagar por las calles de la mañana a la noche, basta de pesadillas. Todo esto se ha terminado, te lo prometo; mientras yo viva tendrás un lugar donde vivir y no me importa lo que diga Ferdinand; desde hoy tendrás un techo sobre tu cabeza y comida con que alimentarte. Así es como voy a agradecer a Dios lo que ha hecho por mí; ha respondido a mis plegarias y ahora tú eres mi querida, dulce criatura, mi amada Anna, que llegó a mí enviada por Dios.

Su casa estaba en Circus Lane, en medio de una red de pequeñas callejuelas y senderos mugrientos, en el corazón de la segunda zona censada. Ésta es la zona más antigua de la ciudad y yo sólo había estado allí una o dos veces; es un área de escaso rendimiento para los traperos y siempre había temido perderme en sus calles laberínticas. Casi todas las casas eran de madera, lo cual producía un efecto muy curioso; en lugar de ladrillos desgastados y escombros de piedras, con sus pilas desmoronadas y restos polvorientos, aquí todo parecía inclinarse y hundirse, doblarse sobre su propio peso, penetrar en el suelo retorciéndose lentamente. Si los demás edificios estaban, en cierto modo, descascarándose a trozos, éstos se marchitaban, como viejos que hubieran perdido su fuerza, artríticos que ya no pudieran tenerse en pie. Muchos de los techos se habían hundido, las ripias se habían pudrido hasta adquirir la textura de esponjas; y a un lado y otro se veían casas ladeadas en sentido opuesto, precariamente en pie, como paralelogramos gigantes, tan frágiles, que el roce de un dedo o un pequeño suspiro podrían derrumbarlas.

Sin embargo, el edificio donde vivía Isabel era de ladrillos. Había seis pisos con cuatro pequeños apartamentos en cada uno, una oscura escalera de escalones gastados y tambaleantes, y pintura descascarillada en las paredes. Hormigas y cucarachas vagaban libremente por todos lados y el edificio entero olía a comida podrida, ropa sucia y polvo. Pero la construcción parecía bastante sólida y yo no dudaba de mi suerte. Ya ves qué rápido cambian las cosas; si antes de venir aquí alguien me hubiese dicho que acabaría viviendo en este lugar, no lo hubiera creído. Pero ahora me sentía afortunada, como si se me hubiese otorgado la mayor de las bendiciones. Después de todo, la miseria y el confort son términos relativos; sólo tres o cuatro meses después de llegar a la ciudad, me sentía feliz de aceptar esta nueva casa sin el más mínimo escrúpulo. Ferdinand no hizo problemas cuando Isabel le avisó que me quedaría a vivir con ellos. Creo que ella empleó la táctica adecuada: no le pidió permiso para que me quedara, simplemente le informó que, desde ahora, en casa seríamos tres en lugar de dos. Como hacía ya mucho tiempo que Ferdinand había dejado todas las cuestiones prácticas a su esposa, le hubiese resultado difícil arrogarse autoridad en este asunto, sin admitir de forma tácita que debía asumir otras responsabilidades. Isabel tampoco metió a Dios en esto, como lo había hecho conmigo; presentó una versión objetiva de los hechos, contándole cómo, dónde y cuándo yo la había salvado, sin florituras ni comentarios. Ferdinand la escuchó en silencio, simulando no prestar atención, echándome una mirada furtiva cada tanto, pero sobre todo, mirando fijamente a través de la ventana, actuando como si nada de esto le concerniera. Cuando Isabel acabó de hablar, él se quedó pensativo un momento y se encogió de hombros; me miró a la cara por primera vez y dijo:

—No debiste tomarte tantas molestias; esta vieja bolsa de huesos estaría mejor muerta.

Luego, sin darme tiempo para contestarle, se fue a un rincón y siguió trabajando en su barco diminuto.

Ferdinand no se comportó tan mal como yo esperaba, al menos al principio. No colaboraba en nada, claro, pero tampoco actuaba con malicia; tenía breves y furiosos estallidos de malhumor; pero casi siempre estaba callado, se negaba a hablar, rumiaba en su rincón como un animal extraño y malicioso. Ferdinand era un hombre feo y no había nada en él que te hiciera olvidar su fealdad, ni encanto, ni generosidad, ningún don rescatable. Era esquelético, jorobado, medio pelado y tenía una nariz larga y torcida; el poco pelo que le quedaba era crespo y se levantaba desaliñado a cada lado, y su piel tenía la palidez de un enfermo, un blanco espectral, que se hacía más evidente por el vello oscuro de sus brazos, piernas y pecho. Siempre sin afeitar, vestido con harapos y descalzo, parecía la típica caricatura de un vagabundo; era como si su obsesión por los barcos le llevara a interpretar el papel de un hombre abandonado en una isla desierta. O tal vez fuera al contrario y, sintiéndose desamparado, hubiera comenzado a construir barcos como señal de desesperación, como un ruego secreto para que lo rescataran, aunque no esperara que alguien respondiera a su llamada. Ferdinand no iba a salir de allí nunca más, y él lo sabía. Un día que estaba de un humor aceptable, me confesó que no había puesto un pie fuera del apartamento en más de cuatro años.

—Todo es muerte allí fuera —me dijo, señalando la ventana—. En esas aguas hay tiburones y ballenas que pueden tragarte entero. Aferrarse a la orilla, ése es mi consejo, aferrarse a la orilla y hacer todas las señales de humo que uno pueda.

Sin embargo, Isabel no había exagerado el talento de Ferdinand; sus barcos eran extraordinarias pequeñas obras de ingeniería, de un diseño ingenioso y construidas con asombrosa destreza; mientras estuviera bien provisto de materia prima —restos de madera y papel, cola, hilo y una botella de tanto en tanto— se quedaba tan absorto en su trabajo que no ocasionaba ningún problema en casa. Yo aprendí que la mejor manera de llevarse bien con él era hacer como si él no estuviera allí. Al principio, hice todo lo posible para demostrar mis buenas intenciones; pero Ferdinand era demasiado cerrado, estaba tan disgustado consigo mismo y con el mundo que mis esfuerzos no sirvieron de nada. Las palabras amables no significaban nada para él y, la mayoría de las veces, las interpretaba como amenazas. Una vez, por ejemplo, cometí el error de alabar sus barcos en voz alta, diciendo que si alguna vez se decidía a venderlos, le darían mucho dinero. Ferdinand se enfureció, saltó de su silla y comenzó a pasearse por la habitación, blandiendo su cortaplumas frente a mí.

—¡Vender mi flota! —gritó—. ¿Estás loca? Antes tendrías que matarme. ¡Nunca me separaré de ninguno de mis barcos! Esto es un motín, eso es lo que es. ¡Una insurrección! ¡Si dices una sola palabra más, te condenaré a muerte!

Su otra pasión consistía en capturar los ratones que vivían en los muros de la casa. Los escuchábamos por las noches, mordisqueando los míseros residuos que encontraban; a veces, el ruido era tan fuerte que nos despertaba, pero los ratones eran listos y no se dejaban capturar fácilmente. Ferdinand construyó una pequeña trampa con alambre y madera y cada noche la preparaba con diligencia dejando algo de cebo. La trampa no mataba a los ratones; cuando se acercaban a buscar la comida, la puerta se cerraba detrás de ellos atrapándolos en la jaula. Esto ocurría sólo una o dos veces al mes, pero cuando Ferdinand se despertaba y encontraba un ratón, se volvía loco de alegría; saltaba alrededor de la jaula, aplaudiendo y soltando ruidosas risotadas nasales. Levantaba el ratón por la cola y luego lo asaba con esmero sobre las llamas de la estufa. Era un espectáculo horroroso, el ratón retorciéndose y chillando por conservar la vida; pero Ferdinand seguía allí, totalmente concentrado en su tarea, mascullando y parloteando para sí sobre el placer de un buen plato de carne.

—Un banquete para el desayuno del capitán —anunciaba cuando acababa de asar el ratón.

Entonces, chomp, chomp, comía babeando con una sonrisa demoníaca, devoraba la alimaña con piel y todo, escupiendo con cuidado los huesos que luego ponía a secar en la ventana y utilizaba en la construcción de sus barcos, como postes, mástiles o arpones. Recuerdo que una vez separó las costillas de un ratón y las utilizó como remos para una galera; en otra ocasión, usó una cabeza como mascarón de proa de un barco pirata. Debo admitir que era una obra maestra, a pesar de que me repugnara mirarla.

Cuando hacía buen tiempo, Ferdinand ponía su silla frente a la ventana abierta, apoyaba la almohada contra el alféizar y se sentaba allí horas y horas, encorvado hacia adelante, con el mentón en las manos, mirando hacia abajo, a la calle. Era imposible adivinar qué pensaba, ya que no pronunciaba palabra, pero de vez en cuando, una o dos horas después de que acabara una de estas sesiones, comenzaba a parlotear con voz enfurecida, profiriendo una sarta de desatinos beligerantes.

—Muélanlos a todos —prorrumpía—, muélanlos y desparramen el polvo. ¡Cerdos! ¡Todos y cada uno de ellos! Tírame al suelo, lobo disfrazado de cordero, nunca me cogerás aquí. ¡Enfurécete! Aquí estoy a salvo.

Soltaba un disparate tras otro, como un veneno que se hubiera acumulado en su sangre. Desvariaba y deliraba de este modo durante quince o veinte minutos y luego, de repente, sin ninguna señal de advertencia, volvía a sumirse en el silencio, como si su tormenta interior se calmara súbitamente.

Durante los meses en que yo viví allí, Ferdinand comenzó a hacer los barcos cada vez más pequeños. Pasó de las botellas de whisky y cerveza a las de jarabe para la tos y tubos de ensayo, luego a los pequeños recipientes de perfume, hasta que, al final, acabó construyendo barcos casi microscópicos. Para mí éste era un trabajo inconcebible, y sin embargo Ferdinand nunca parecía cansarse; cuanto más pequeño era el barco, más se encariñaba con él. Una o dos veces me levanté más temprano de lo habitual y vi a Ferdinand levantando un barquito en el aire, jugando con él como un niño de seis años, moviéndolo con un silbido, conduciéndolo a través de un océano imaginario y susurrando en varias voces, como si interpretara los distintos papeles del juego que había inventado. ¡Pobre, estúpido, Ferdinand!

—Cuanto más pequeño mejor —me dijo un día, jactándose de sus logros como artista—. Algún día haré un barco tan pequeño que nadie podrá verlo. Entonces sabrás con quién estás tratando, pequeña ramera ignorante. ¡Un barco tan pequeño que nadie podrá verlo! Seré tan famoso, que escribirán un libro sobre mí. Entonces verás, pequeña e inmunda prostituta. Nunca sabrás lo que te ha tocado en suerte, no tienes ni idea.

Vivíamos en una habitación mediana, de unos cuatro metros por seis; había un fregadero, una pequeña cocina de campaña, una mesa, dos sillas —luego serían tres— y un orinal en un rincón, separado del resto de la habitación por una sábana fina. Ferdinand e Isabel dormían separados, cada uno en un rincón, y yo, en un tercero. No había camas, pero con una manta doblada para acolchar el suelo, no me encontraba incómoda; en comparación con los meses que había pasado a la intemperie, estaba muy cómoda. Mi presencia le facilitó las cosas a Isabel y, durante un tiempo, pareció recuperar un poco sus fuerzas. Antes hacía todo el trabajo sola —juntaba objetos por las calles, compraba la comida en el mercado municipal, cocinaba, vaciaba el orinal por las mañanas—, y al menos ahora tenía alguien con quien compartir las tareas. Las primeras semanas hacíamos todo juntas. Ahora que ha pasado el tiempo, yo diría que ésos fueron los mejores días: las dos juntas en la calle antes de la salida del sol, vagando en la quietud del amanecer por callejuelas desiertas y amplias avenidas. Era primavera, los últimos días de abril, creo, y el tiempo era increíblemente bueno, tan bueno que daba la sensación de que nunca más volvería a llover, de que el frío y el viento habían desaparecido para siempre. Dejábamos un carro en casa, así que sólo llevábamos uno con nosotras; yo lo empujaba despacio, andando al ritmo de Isabel, esperando a que ella se orientara, que juzgara las posibilidades a nuestro alrededor. Todo lo que había contado sobre sí misma era verdad: tenía un talento extraordinario para este tipo de trabajo y hasta cuando se encontraba más débil, era mejor que cualquiera de los que yo había visto trabajar. A veces me parecía un demonio, una bruja consumada que encontraba las cosas por arte de magia. Siempre le pedía que me explicara cómo lo hacía, pero ella no decía nada concreto; se detenía, pensaba seriamente durante unos instantes, y luego hacía algún comentario vago sobre concentrarse en ello o no perder la esperanza, en términos tan imprecisos que no me servían de nada. Al final, todo lo que aprendí de ella lo aprendí mirándola, no escuchándola, lo absorbí por una especie de ósmosis, del mismo modo en que se aprende un nuevo idioma. Salíamos sin destino, vagando casi sin rumbo, hasta que Isabel tenía una premonición sobre dónde mirar; entonces, yo iba corriendo hacia aquel lugar, mientras ella se quedaba cuidando el carro. Teniendo en cuenta la escasez que había en aquella época, nuestras ganancias eran bastante aceptables, al menos conseguíamos lo suficiente para mantenernos, y no había duda de que juntas hacíamos un buen trabajo. Sin embargo, cuando estábamos en la calle, no hablábamos mucho; Isabel me advirtió en varias ocasiones del peligro de hacerlo.

—Nunca pienses en nada —me decía—. Simplemente fúndete con la calle y haz de cuenta que tu cuerpo no existe; sin pensar, sin alegrías ni tristezas, completamente vacía por dentro, concentrándote sólo en el próximo paso que vas a dar.

De todos los consejos que me dio, éste fue el único que pude comprender.

A pesar de mi ayuda y de que cada día se ahorraba varios kilómetros de caminata, a Isabel comenzaban a fallarle las fuerzas. Poco a poco, empezó a resultarle más difícil salir a la calle, pasar largas horas de pie, y una mañana, inevitablemente, los dolores en las piernas se hicieron tan fuertes que ya no pudo volver a levantase y tuve que salir sin ella. A partir de aquel día, hice todo el trabajo yo sola.

Éstos son los hechos, te los estoy contando uno a uno. Yo me ocupé de las tareas cotidianas de la casa; quedé a cargo, pasé a hacerlo todo. Estoy segura de que te dará risa; recordarás cómo eran las cosas en casa: la cocinera, la criada, la ropa limpia doblada y colocada en los cajones de mi cómoda cada viernes. Nunca tuve que mover un dedo, tenía el mundo entero a mis pies y jamás le di ninguna importancia; lecciones de piano, clases de arte, veranos en el campo junto al lago, viajes al extranjero con mis amigos. Ahora me había convertido en una esclava, el único sostén de dos personas que ni siquiera hubiese conocido si mi vida hubiese seguido igual. Isabel, con su maniática pureza y su bondad; Ferdinand, a la deriva con sus accesos de cólera groseros y dementes. Era todo tan extraño, tan inverosímil. Pero lo cierto es que Isabel había salvado mi vida igual que yo la suya y nunca se me ocurrió dejar de hacer todo lo posible por ella. Dejé de ser la niña abandonada que habían recogido de la calle y me convertí en lo único que los separaba de la ruina total; sin mí no hubiesen sobrevivido más de diez días. No pretendo jactarme de lo que hice, pero por primera vez en mi vida alguien dependía de mí, y yo no los abandoné.

Al principio, Isabel insistía en que estaba bien, que no le pasaba nada que unos pocos días de reposo no pudieran curar.

—Estaré de nuevo en pie antes de lo que piensas —me decía cada mañana antes de que me fuera—, es un problema pasajero.

Pero esta ilusión se vino abajo pronto; pasaron semanas y semanas y su situación no cambió. A mediados de la primavera, resultaba evidente para ambas que ya no iba a mejorar. El golpe más duro fue cuando tuve que vender su carro y su licencia de trapera a un comerciante del mercado negro, en la segunda zona censada; fue como admitir por fin su enfermedad, pero no podíamos hacer otra cosa. El carro quedaba arrumbado en casa día tras día, sin dejar provecho, y nosotros necesitábamos el dinero con urgencia. La verdad es que fue la misma Isabel la que sugirió que lo hiciera, pero eso no quita que fuera muy duro para ella.

Después de aquello, nuestra relación cambió bastante; ya no éramos socias igualitarias y como se sentía tan culpable por cargarme con tanto trabajo extra, se volvió muy sobreprotectora, casi rozando la histeria en lo tocante a mi seguridad. Poco tiempo después de que empezara a trabajar sola, se puso en campaña para cambiar mi apariencia. Decía que yo era demasiado bonita como para andar sola por las calles y que había que hacer algo al respecto.

—No puedo soportar verte salir así cada mañana —decía—. A las chicas jóvenes les están pasando cosas terribles todo el tiempo, cosas tan terribles que no me atrevo ni a mencionarlas. Ay, Anna, mi querida pequeña, si ahora te perdiera, nunca me lo perdonaría, moriría en el acto. Ya no hay lugar para la vanidad, ángel mío, tienes que olvidarte de ella.

Isabel hablaba con tal convicción, que acababa llorando, y yo comprendí que era mejor seguirle la corriente que discutirle. A decir verdad, yo me sentía muy molesta; pero ya había presenciado algunas de esas cosas de las que ella no se atrevía a hablar, y no tenía muchos argumentos para contradecirla. Mi pelo fue lo primero en desaparecer y para mí fue horrible; tuve que contenerme para no romper a llorar y la presencia de Isabel sólo empeoraba las cosas; daba tijeretazos, aconsejándome que fuera valiente, mientras ella misma temblaba, a punto de expresar con sollozos una oculta tristeza maternal. Por supuesto, Ferdinand también estaba allí, sentado en su rincón con los brazos cruzados, mirando la escena con cruel insensibilidad. Mientras mi pelo caía al suelo, él se reía y me decía que empezaba a parecerme a un marimacho y si no resultaba gracioso que Isabel me hiciera esto, ahora que su coño se había secado como un trozo de madera.

—No le escuches, ángel mío —Isabel me repetía una y otra vez al oído—, no prestes atención a lo que dice ese ogro.

Pero era difícil no escucharlo, difícil no sentirme afectada por su risa maliciosa. Cuando por fin acabó, Isabel me acercó un espejo y me dijo que me mirara. Al principio me asusté; estaba tan fea que me costaba reconocerme, era como si me hubiese convertido en otra persona.

—¿Qué me ha pasado? —pensé—. ¿Dónde estoy?

Entonces, en ese preciso instante, Ferdinand comenzó a reírse de nuevo, dándose una verdadera panzada, con maldad; aquello, para mí, fue el colmo. Le arrojé el espejo a través de la habitación y casi le pegué en la cara; pasó por encima de su hombro, se estrelló contra la pared y cayó al suelo hecho añicos. Ferdinand quedó boquiabierto un momento, como si no pudiera creer lo que acababa de hacer; luego se volvió hacia Isabel, temblando de furia.

—¿Has visto eso? —dijo—, ha intentado matarme. ¡Esta maldita puta ha intentado matarme!

Pero Isabel no estaba dispuesta a darle la razón y, minutos más tarde, Ferdinand se calló. Después de aquello no volvió a decir una sola palabra sobre el asunto, nunca volvió a hablar de mi pelo.

Finalmente, me acostumbré, era la idea en sí lo que me había atormentado, pero cuando por fin lo hicimos, no me parecía que quedara tan mal. Después de todo, Isabel no estaba intentando hacerme pasar por un chico —nada de disfraces ni bigotes falsos—, sino de disimular mis atributos femeninos, mis protuberancias, como decía ella. En realidad, nunca fui nada masculina, y no hubiese podido simular que era un chico. Recordarás mis lápices de labios, mis pendientes extravagantes, mis faldas estrechas y cortas; siempre me gustó arreglarme y vestir como una vampiresa, incluso cuando era pequeña. Lo que Isabel pretendía era que llamara lo menos posible la atención, que las cabezas no se giraran a mi paso; por eso, después de cortarme el pelo, me dio una gorra, una chaqueta amplia, unos pantalones de felpa y un par de zapatos bastante aceptables que se había comprado poco tiempo antes. Los zapatos eran una talla más grande que la mía, pero con un par de calcetines extra eliminé el riesgo de hacerme ampollas. Envuelta en este atuendo, los pechos y las caderas estaban bien escondidos, lo cual dejaba muy poco estímulo para la lujuria. Se hubiese necesitado una gran imaginación para adivinar lo que había debajo, y si de algo carecemos en la ciudad, es de imaginación.

Así vivía; salía temprano por la mañana, pasaba el día en la calle y volvía a casa por la noche. Estaba demasiado ocupada para pensar, demasiado agotada para hacer planes sobre el futuro; cuando llegaba la noche, todo lo que quería era tirarme a dormir en mi rincón. Por desgracia, el incidente del espejo había provocado un cambio en Ferdinand y entre ambos creció una tensión prácticamente insoportable. A todo esto se sumaba el hecho de que ahora tenía que pasar el día en casa con Isabel, lo cual lo privaba de libertad y soledad. Yo me convertí en el blanco de su atención siempre que estaba en casa, y no me refiero sólo a sus rezongos ni a sus constantes ironías sobre el dinero que ganaba o lo que traía a casa para comer. No, todo eso era de esperar; el problema era más grave, más desolador por el resentimiento que se escondía detrás de todo aquello. Yo había pasado a ser el único desahogo de Ferdinand, su única vía de escape ante Isabel; y como me despreciaba, como mi sola presencia era un tormento para él, hacía todo lo posible para dificultarme las cosas. Literalmente, saboteaba mi vida, molestándome a la menor oportunidad, abrumándome con miles de pequeños ataques de los que no podía defenderme. Antes yo tenía una cierta idea de cómo iban a acabar las cosas, pero no estaba preparada para algo así y no sabía cómo defenderme.

Tú lo sabes todo sobre mí; sabes lo que mi cuerpo necesita y lo que no, qué tormentas y apetitos se agolpan en su interior. Estas cosas no desaparecen, ni siquiera en un sitio como éste. Por supuesto, aquí tienes menos oportunidades de ceder a esos pensamientos, cuando deambulas por las calles debes mofarte de tus más íntimos deseos, alejar tu mente de cualquier digresión erótica; pero aun así, hay momentos de soledad; por la noche en la cama, por ejemplo, con toda la oscuridad a tu alrededor, resulta imposible no imaginarse a una misma en ciertas situaciones. No puedo negar que me sentía muy sola en mi rincón; a veces me parecía que todo esto me iba a volver loca, sentía un horrible dolor clamando en mi interior, y sabía que si no hacía algo, no se acabaría. Dios sabe cuánto intenté controlarme; pero hubo ocasiones en que no pude aguantar más, momentos en que pensé que mi corazón iba a estallar. Cerraba los ojos e intentaba dormirme; pero mi mente estaba tan confusa, proyectando imágenes del día, provocándome con un infierno de calles y cuerpos y aumentando el caos con los insultos de Ferdinand todavía frescos, que no podía dormir. Lo único que me ayudaba un poco era masturbarme. Perdona que sea tan directa, pero no tendría sentido que usara eufemismos; es una solución bastante común para todos nosotros y bajo aquellas circunstancias, no tenía otra elección. Casi sin darme cuenta, comenzaba a tocar mi cuerpo, imaginando que mis manos eran las de otro, rozando levemente las palmas sobre mi estómago, acariciando el interior de mis muslos, incluso a veces me cogía las nalgas y hundía mis dedos en ellas, como si yo fuera dos personas a la vez, una en los brazos de la otra. Sabía que esto no era más que un triste juego, pero a pesar de todo, mi cuerpo respondía a estos trucos y, por fin, sentía que un cieno húmedo se acumulaba allí abajo. El dedo medio de mi mano derecha hacía el resto y, cuando acababa, la languidez se apoderaba de mis huesos, me pesaban los párpados y por fin me quedaba dormida.

Todo muy bien, tal vez; pero el problema es que en ese recinto tan estrecho era peligroso hacer el más mínimo ruido y es posible que alguna vez haya dejado escapar un susurro o un suspiro en el momento crucial. Lo digo porque pronto me enteré de que Ferdinand me había estado escuchando y no demoró mucho en imaginarse lo que hacía. Poco a poco, sus insultos se volvieron de un tono más sexual, un cúmulo de insinuaciones y desagradables sarcasmos; a veces me llamaba «pequeña prostituta obscena», y otras, decía que un hombre jamás tocaría a una bestia frígida como yo; un insulto contradecía al otro, me atacaba desde todos los ángulos, nunca se cansaba. Era un asunto sórdido por completo, y yo sabía que iba a terminar mal para todos nosotros. Una semilla había caído en la mente de Ferdinand y no había forma de sacarla; él estaba armándose de valor, preparándose para la acción y cada día que pasaba yo lo notaba más osado, más decidido para llevar adelante su plan. Yo ya había tenido aquella desagradable experiencia con el hombre de las ruinas, en Muldoon Boulevard, pero aquello había ocurrido fuera y había podido escapar. Esto era muy distinto, el apartamento era demasiado pequeño y si algo me ocurría allí, estaría acorralada. No se me ocurría qué hacer, aparte de no volver a quedarme dormida.

Era verano, he olvidado qué mes. Recuerdo el calor, los días largos, la sangre hirviéndome en las venas y las noches asfixiantes. Aún después de que el sol se pusiera, el aire caliente seguía allí, pesado, con sus olores irrespirables. Fue una de aquellas noches cuando Ferdinand pasó a la acción; avanzó lentamente a gatas, acercándose a mi cama con torpe disimulo. Por alguna razón que aún hoy no llego a comprender, todo mi temor desapareció en el mismo momento en que me tocó. Yo estaba echada en la oscuridad, simulando dormir, sin saber si debía intentar resistirme o simplemente gritar con todas mis fuerzas. Pero, de repente, me di cuenta de que no debía hacer ninguna de las dos cosas. Ferdinand puso una mano sobre mi pecho y dejó escapar una risita tonta, uno de esos viles sonidos de complacencia que sólo pueden provenir de alguien que está muerto; y en ese momento supe lo que iba a hacer. Tuve la sensación, que nunca antes había experimentado, de saberlo muy a conciencia. No me resistí, no grité; no reaccioné con ninguna parte de mi cuerpo que pudiera sentir como propia. Ya nada parecía importarme; yo misma ya no significaba nada; tenía una certeza en mi interior que negaba todo lo demás. En el mismo instante en que Ferdinand me tocó, supe que iba a matarlo; y esta seguridad era tan grande, tan poderosa, que me sentí tentada a detenerlo y decírselo, sólo para que supiera lo que pensaba de él y por qué merecía morir.

Acercó aún más su cuerpo al mío, estirándose sobre el borde del camastro, y comenzó a frotar su cara en mi cuello, murmurando que siempre había estado en lo cierto, que iba a follarme y que yo iba a amar cada segundo de aquello. Su aliento olía a la carne seca y a los nabos que habíamos comido, y ambos teníamos el cuerpo cubierto de sudor. El aire de la habitación era sofocante, incluso sin moverse; y cada vez que él me tocaba yo sentía el sudor salado deslizándose sobre mi piel. No hice nada para detenerlo, simplemente me quedé ahí quieta e indiferente, sin decir palabra. Después de un rato, comenzó a perder el control, yo lo advertí, sentía cómo buscaba afanosamente mi cuerpo; y entonces, cuando comenzó a subírseme encima, le rodeé el cuello con las manos. Al principio lo hice suavemente, como si al fin hubiese sucumbido a sus encantos, sus irresistibles encantos, y por eso no sospechó nada. Luego comencé a apretar y una pequeña arcada surgió de su garganta. En el preciso instante en que comencé a apretar, sentí una enorme felicidad, una descarga, una sensación incontrolable de éxtasis. Era como si hubiese cruzado un umbral en mi interior y de repente el mundo se convirtiera en un lugar distinto, un sitio de maravillosa sencillez. Cerré los ojos y comencé a sentir como si volara por el espacio, deslizándome a través de una enorme noche oscura y estrellada. Mientras apretara la garganta de Ferdinand, seguiría siendo libre, estaría más allá de las fuerzas de la tierra, más allá de la noche, más allá de mis propios pensamientos.

Luego ocurrió lo más extraño de todo, justo cuando me di cuenta de que con unos minutos más de presión acabaría con él, lo solté. No fue por debilidad ni por pena, la tensión alrededor del cuello de Ferdinand era de hierro, y no iba a aflojarla por sus sacudidas ni por sus pataleos. Ocurrió que de pronto me di cuenta del placer que sentía, no sé de qué otro modo describirlo, pero justo entonces, echada boca arriba en aquella sofocante oscuridad, apretando el cuello de Ferdinand hasta dejar escapar su vida, comprendí que no lo estaba matando en defensa propia; lo estaba matando por el puro placer de hacerlo. Espantosa conciencia, espantosa, espantosa conciencia.

Solté el cuello de Ferdinand y lo empujé con todas mis fuerzas. Sólo sentía asco, rabia y amargura. En realidad no tenía ninguna importancia que hubiese parado, sólo había sido una cuestión de segundos; pero ahora sabía que yo no era mejor que Ferdinand, que no era mejor que nadie.

Un jadeo tremendo y ruidoso surgió de los pulmones de Ferdinand, un sonido atroz e inhumano, como el rebuzno de un burro; se retorcía en el suelo, cogiéndose la garganta, jadeando presa del pánico, inspirando con desesperación, barboteando, tosiendo, haciendo arcadas como para expulsar todo el drama de su cuerpo.

—Ahora comprenderás —le dije—, ya sabes a lo que te expones. La próxima vez que lo intentes, no seré tan compasiva.

Ni siquiera esperé a que se recuperara; estaba vivo y eso era suficiente, más que suficiente. Me vestí de prisa y abandoné el apartamento, bajé las escaleras y me alejé en la oscuridad. Todo había ocurrido tan rápido; me di cuenta de que, en total, sólo habían pasado unos pocos minutos. Isabel no se había despertado en ningún momento, eso era un verdadero milagro. Yo había estado a punto de matar a su marido e Isabel ni siquiera se había movido en la cama.

Vagué sin rumbo durante dos o tres horas y luego volví al apartamento. Eran casi las cuatro de la madrugada y tanto Ferdinand como Isabel dormían en sus respectivos rincones. Pensé que tendría tiempo hasta las seis, antes de que empezara la locura: Ferdinand estallando en cólera, agitando los brazos, echando espuma por la boca, acusándome de un crimen tras otro. No había forma de evitarlo; mi única duda era cómo reaccionaría Isabel ante aquello.

Tenía la intuición de que se pondría de mi parte, pero no podía estar segura; uno nunca sabe qué lealtades se despertarán en los momentos críticos, qué problemas pueden surgir cuando menos te lo esperas. Intenté prepararme para lo peor, sabiendo que si las cosas no iban bien, yo volvería a la calle ese mismo día. Isabel se despertó primero, como ocurría siempre. No era fácil para ella, ya que los dolores de piernas por lo general eran más fuertes a la mañana, y a menudo pasaban veinte o treinta minutos hasta que se armaba de valor para ponerse de pie. Aquella mañana los dolores eran especialmente crueles, y mientras ella intentaba reanimarse, yo andaba por el apartamento como de costumbre, tratando de actuar como si no hubiese pasado nada, hirviendo agua, cortando el pan, poniendo la mesa, o sea, siguiendo la misma rutina de siempre. Casi todas las mañanas, Ferdinand se quedaba en la cama hasta último momento, rara vez se levantaba antes de oler la papilla cocinándose en la estufa, y ahora ninguna de las dos le prestaba atención. Tenía la cara vuelta hacia la pared, y en apariencia, estaba intentando dormir un poco más de lo habitual. Teniendo en cuenta lo ocurrido la noche anterior, me parecía bastante lógico y no le concedí ninguna importancia.

Sin embargo, con el tiempo, su silencio se volvió sorprendente. Isabel y yo habíamos acabado con los preparativos y estábamos listas para sentarnos a desayunar. Normalmente, cualquiera de las dos hubiera despertado a Ferdinand, pero esa mañana en particular, ninguna dijo una sola palabra. Había una extraña sensación de disgusto en el aire, y después de un rato me di cuenta de que evitábamos el tema a propósito, que las dos esperábamos que la otra hablara primero. Por supuesto, yo tenía razones para quedarme callada, pero la conducta de Isabel era inaudita. En ella se escondía un misterio, un vestigio de porfía y nervios crispados, como si se hubiese producido un cambio imperceptible en ella. Yo no sabía qué pensar; tal vez me había equivocado con respecto a lo de la noche anterior; tal vez estuviera despierta, con los ojos abiertos, presenciando aquel horrible asunto.

—¿Estás bien, Isabel? —pregunté.

—Sí, querida; por supuesto que estoy bien —dijo ofreciéndome una de sus sonrisas tontas y angelicales.

—¿No crees que deberíamos despertar a Ferdinand? Ya sabes cómo se pone cuando empezamos sin él; será mejor que no piense que le estamos quitando parte de su ración.

—Sí, supongo que sí —dijo ella, dejando escapar un leve suspiro—. Es que estaba disfrutando de este momento de compañía. Últimamente tenemos tan pocas oportunidades de estar solas… Hay algo mágico en una casa silenciosa, ¿no crees?

—Sí, Isabel, pero también creo que es hora de despertar a Ferdinand.

—Si insistes… Sólo estaba intentando retrasar el momento del reparto. Después de todo, la vida es tan maravillosa, incluso en épocas como ésta. Es una pena que haya gente que sólo piense en arruinarla.

No respondí a sus enigmáticos comentarios; era obvio que pasaba algo y yo empezaba a sospechar qué. Me acerqué al rincón de Ferdinand, me arrodillé a su lado y puse una mano sobre su hombro. No sucedió nada. Le sacudí el hombro y, cuando vi que tampoco así se movía, lo hice girar hasta quedar boca arriba. Durante los primeros instantes, no vi nada en absoluto; era sólo una sensación, un apremiante cúmulo de sensaciones que me inundaban.

«Este hombre está muerto —me dije a mí misma—. Ferdinand está muerto, lo estoy viendo con mis propios ojos.»

Fue entonces, después de pronunciar estas palabras mentalmente, cuando advertí realmente el estado de su rostro: los ojos sobresaltados de las cuencas, la lengua asomada fuera de la boca y sangre seca coagulada alrededor de la nariz.

«Es imposible que Ferdinand esté muerto —pensé—. Estaba vivo cuando me fui del apartamento, y mis manos no pudieron haber hecho esto, de ningún modo.»

Intenté cerrarle la boca, pero sus mandíbulas ya estaban rígidas y no pude moverlas. Para lograrlo, hubiese tenido que romperle los huesos de la cara y no tenía fuerza para ello.

—Isabel —susurré—, será mejor que vengas.

—¿Algo va mal? —preguntó.

Su voz no la delató y yo no estaba muy segura de si sabía o no lo que iba a mostrarle.

—Ven aquí y míralo tú misma.

Isabel vino arrastrando los pies a lo largo de la habitación, como se veía obligada a hacer últimamente, apoyándose en la silla. Cuando llegó al rincón de Ferdinand, se sentó con esfuerzo en la silla, se detuvo para recobrar el aliento y luego miró hacia el cadáver. Durante unos momentos, sólo miró fijamente, completamente indiferente, sin demostrar la más mínima emoción. Luego, lentamente, sin un gesto ni un ruido, comenzó a llorar —casi de forma inconsciente, las lágrimas le brotaban de los ojos y se deslizaban por las mejillas, del mismo modo en que a veces lloran los niños pequeños—, sin sollozos ni hipos, sólo agua manando tranquila de dos espitas idénticas.

—No creo que Ferdinand vuelva a levantarse —dijo todavía mirando el cuerpo.

Era como si no pudiera mirar hacia otro lado, como si sus ojos fueran a quedarse fijos en aquel punto para siempre.

—¿Qué crees que sucedió?

—Sólo Dios lo sabe, querida. Yo no me atrevería a adivinarlo.

—Debe de haber muerto mientras dormía.

—Sí, supongo que eso parece. Debe de haber muerto mientras dormía.

—¿Cómo te sientes, Isabel?

—No lo sé, es muy pronto para explicarlo, pero ahora mismo creo que me siento feliz. Sé que sonará horrible, pero soy muy feliz.

—No es horrible; mereces un poco de paz, tanto como cualquiera.

—No, querida, es horrible; pero no puedo evitarlo. Espero que Dios me perdone. Espero que en su benevolencia no me castigue por lo que siento ahora.

Isabel se pasó el resto de la mañana atareada con el cadáver de Ferdinand. No quiso dejarme ayudar y durante varias horas, yo me quedé sentada mirándola. Era inútil vestir a Ferdinand, por supuesto, pero Isabel no admitiría otra cosa. Quería que se pareciera al hombre que había conocido hacía muchos años, antes de que la ira y la autocompasión acabaran con él.

Lo lavó con agua y jabón, lo afeitó, le recortó las uñas y lo vistió con el traje azul que usaba en ocasiones especiales. Durante muchos años había escondido ese traje bajo una baldosa floja, temiendo que Ferdinand lo encontrara y la obligara a venderlo. Ahora el traje le quedaba demasiado grande y tuvo que hacer otro agujero en el cinturón para ajustarle los pantalones a la cintura. Isabel lo arreglaba con una lentitud increíble, afanándose en cada detalle con una precisión obsesiva, sin detenerse ni darse prisa. Después de un buen rato, comenzó a ponerme nerviosa; yo quería que acabara lo antes posible, pero Isabel no reparaba en mí. Mientras trabajaba, hablaba con Ferdinand sin parar, riñéndole con voz queda, parloteando como si él pudiera oír cada palabra. Con el rostro contraído en esa horrible mueca fatal, supongo que no tenía otra opción que dejarla hablar; era su última oportunidad, después de todo, y él ya no podía hacer nada para detenerla.

Isabel siguió así hasta última hora de la mañana, peinando sus cabellos, cepillando su chaqueta, arreglándolo y volviéndolo a arreglar como si estuviera acicalando a una muñeca. Cuando por fin acabó, aún teníamos que decidir qué hacer con el cadáver; yo quería que lo bajáramos por las escaleras y lo dejáramos en la calle, pero a Isabel le parecía demasiado cruel. Al menos, decía, deberíamos cargarlo en el carro y llevarlo a uno de los Centros de Transformación en las afueras de la ciudad. Yo estaba en contra por varios motivos: en primer lugar, Ferdinand era demasiado grande y empujarlo por las calles podría ser peligroso; me imaginaba el carro volcando, Ferdinand cayendo fuera de él y los buitres llevándoselos a ambos. Pero lo más importante era que Isabel no tenía fuerzas para una salida de este tipo y yo temía que le hiciera daño, un día entero en pie podía acabar con la poca salud que le quedaba y yo no iba a permitirlo, por más que ella llorara o rogara para hacerlo.

Finalmente encontramos una solución que entonces parecía muy razonable, aunque ahora, al recordarla, me resulta grotesca. Después de muchas dudas e incertidumbre, decidimos subir a Ferdinand al techo y tirarlo abajo. La idea era hacerlo pasar por un saltador, ya que de este modo, según Isabel, los vecinos pensarían que Ferdinand aún era capaz de un acto de valor. Mirarían cómo saltaba desde el techo y se dirían a sí mismos que aquél era un hombre con el coraje necesario para resolver las cosas por sí mismo. Era obvio que este pensamiento la entusiasmaba mucho. Yo sugerí que imagináramos que lo estábamos tirando al agua, tal como hacen los marineros cuando muere uno de sus compañeros en alta mar. Sí, a Isabel le encantó la idea; subiríamos al tejado y simularíamos estar en la cubierta de un barco; el aire sería el agua y el suelo el fondo del océano. Ferdinand tendría el funeral de un marino y, a partir de entonces, pertenecería al mar. Este plan era tan apropiado, que acabó con las discusiones; Ferdinand descansaría en la tumba de David Jones y por fin los tiburones darían cuenta de él.

Por desgracia, no era tan fácil como parecía. El apartamento estaba en el último piso del edificio, pero la única forma de acceso al techo era a través de una escalera de hierro que conducía a un ventilete, una especie de altillo que se abría empujando desde el interior. La escalera tenía unos doce escalones y no más de un par de metros de altura; pero aun así habría que subir a Ferdinand con una sola mano para mantener el equilibrio con la otra. Isabel no podía ayudar mucho y yo tendría que hacerlo sola. Intenté empujarlo desde abajo, luego tirar de él desde arriba, pero no tenía bastante fuerza, era demasiado pesado para mí, demasiado grande, muy difícil de manejar; y en medio del calor sofocante del verano, con las gotas de sudor humedeciéndome los ojos, no me explicaba cómo iba a hacerlo. Comencé a preguntarme si no conseguiríamos un efecto similar arrastrándolo de nuevo hasta el apartamento y tirándolo por la ventana; no sería tan dramático, por supuesto, pero dadas las circunstancias parecía una alternativa factible. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de rendirme, Isabel tuvo una idea: envolveríamos a Ferdinand en una sábana y ataríamos otra sábana a la primera, usándola como cuerda para levantar el cuerpo. Esto tampoco era tarea fácil, pero al menos no tendría que trepar y cargarlo a la vez. Subí al techo y comencé a levantar a Ferdinand de escalón en escalón; con Isabel abajo, dirigiendo el bulto y asegurándose de que no se atascara, por fin logramos subirlo. Entonces me tiré boca abajo y estiré el brazo para ayudar a Isabel. No quiero recordar sus tambaleos, al borde del desastre, sus dificultades para agarrarse a mí. Cuando por fin trepó a gatas hasta el ventilete y se acercó lentamente a mi lado, estábamos las dos tan agotadas que caímos sobre la superficie de alquitrán, sin poder levantarnos, incapaces de hacer un solo movimiento. Recuerdo que me quedé echada boca arriba, mirando el cielo, pensando que iba a salir volando de mi cuerpo, luchando para recuperar el aliento, sintiéndome asfixiada bajo el sol ferozmente abrasador.

El edificio no era demasiado alto, pero por primera vez desde mi llegada a la ciudad me encontraba a tanta altura. Una brisa suave comenzó a agitar las cosas de un lado a otro. Cuando al fin logré ponerme en pie y miré hacia el mundo embarullado de allí abajo, me quedé asombrada ante la vista del océano, allí en las afueras, un haz de luz de color azul grisáceo brillando a lo lejos. Era muy extraño ver el océano de aquel modo y no puedes imaginarte cuánto me afectó; por primera vez desde mi llegada tenía pruebas de que la ciudad no lo era todo, de que algo existía más allá de ella, de que había otros mundos además de éste. Fue como una revelación, como un soplo de oxígeno en mis pulmones, y pensar en ello casi me embriagaba. Vi un techo junto a otro, el humo surgiendo de los crematorios y de las centrales energéticas; escuché una explosión procedente de una calle cercana; miré a la gente que caminaba abajo, demasiado pequeña para ser humanos; sentí el viento en mi rostro y olí el hedor del aire. Todo me parecía extraño, y allí arriba en el techo con Isabel a mi lado, todavía demasiado agotada para hablar, de repente me sentí muerta, tan muerta como Ferdinand en su traje azul, tan muerta como la gente que quemaban y transformaban en humo a las afueras de la ciudad. Tuve una sensación de paz que no había experimentado en mucho tiempo, me sentía casi feliz, pero de una manera intangible, como si esa felicidad no tuviera nada que ver conmigo. Entonces, de repente, comencé a llorar, a llorar de verdad, sollozando con toda mi alma, con el corazón destrozado, ahogándome, gimiendo como no lo hacía desde mi niñez. Isabel me abrazó y yo escondí mi cara en su hombro durante un buen rato, llorando desconsoladamente sin ninguna razón en especial. No sabía de dónde venían esas lágrimas, pero incluso meses más tarde, no me sentía la misma. Seguía viviendo y respirando, moviéndome de un sitio a otro; pero no podía escapar a la idea de que estaba muerta y de que nada podía volverme a la vida otra vez.

En algún momento volvimos a lo nuestro, ya estaba entrada la tarde y el calor había comenzado a derretir el alquitrán, convirtiéndolo en un almohadillado espeso y pegajoso. El traje de Ferdinand no había resistido bien el viaje por la escalera, y después de quitarle la sábana, Isabel se afanó de nuevo en largas preparaciones y arreglos. Cuando por fin llegó el momento de cargarlo hasta el borde del techo, Isabel insistió en que lo pusiéramos de pie, de lo contrario, la representación sería inútil, decía, ya que teníamos que crear la ilusión de que Ferdinand era un saltador, y los saltadores no se arrastraban, caminaban intrépidos hacia el abismo con la cabeza alta. No podía refutar su lógica y así nos pasamos los minutos siguientes con el cuerpo inerte de Ferdinand, empujándolo y tirando de él hasta que logramos levantarlo. Te puedo asegurar que fue una comedia horrible; Ferdinand, muerto de pie entre nosotras, tambaleándose como un gigantesco muñeco de cuerda, el pelo enmarañado por el viento, los pantalones caídos sobre las caderas y esa expresión de asombro y horror todavía en su rostro. Mientras lo acercábamos a la orilla del techo sus rodillas se doblaban y se trababan, y cuando por fin llegamos allí, se le habían salido los dos zapatos. Ninguna de las dos tenía suficiente valor para acercarse al borde, así que nunca supimos si en la calle había alguien mirando lo que pasaba. A un metro del borde aproximadamente, sin atrevernos a seguir más allá, contamos a la vez para aunar esfuerzos y dimos un fuerte empujón a Ferdinand, tirándonos enseguida hacia atrás para que el impulso no nos arrastrara con él. Primero su estómago golpeó el borde, haciéndolo tambalear un poco, y luego cayó al vacío. Recuerdo que agucé el oído para escuchar el sonido de su cuerpo al caer sobre el pavimento, pero sólo oí mi propio pulso, el sonido del corazón latiendo en mi cabeza. Ya no volvimos a ver a Ferdinand; ninguna de las dos bajó a la calle aquel día, y a la mañana siguiente, cuando salí a trabajar con el carro, Ferdinand había desaparecido junto con todo lo que llevaba puesto.

Me quedé con Isabel hasta el final, durante el verano y el otoño, e incluso un poco más, casi hasta la llegada del invierno, cuando el frío comenzó a arreciar. En todos esos meses, nunca hablamos de Ferdinand, ni sobre su vida, ni sobre su muerte. A mí me costaba creer que Isabel hubiese tenido la fuerza o el valor necesario para matarlo, pero era la única explicación que tenía sentido. Muchas veces tuve la tentación de preguntarle a Isabel sobre lo ocurrido aquella noche, pero nunca me atreví a hacerlo, después de todo, era asunto suyo y si ella no quería hablar del tema, yo no me creía con derecho a preguntar.

Lo cierto es que ninguna de las dos sentía pena por su ausencia. Un día o dos después de la ceremonia en el tejado, reuní todas sus posesiones y las vendí —incluyendo sus barcos en miniatura y un tubo de pegamento medio vacío—, sin que Isabel dijera una sola palabra. Hubiese podido ser una época de nuevos horizontes para ella, pero las cosas no salieron tan bien. Su salud continuó deteriorándose y nunca tuvo la posibilidad de disfrutar de la vida sin Ferdinand; en realidad, después de aquel día en el techo, nunca volvió a salir del apartamento.

Yo sabía que Isabel se estaba muriendo, pero no esperaba que sucediera tan pronto. Todo comenzó cuando no pudo volver a caminar y luego, poco a poco, su debilidad se fue extendiendo hasta que no sólo no podía mover las piernas, sino nada desde los brazos hasta la columna, y más tarde, ni siquiera la boca o la garganta. Era una especie de esclerosis, según me dijo ella misma, que no tenía cura; su abuela había muerto de la misma enfermedad hacía mucho tiempo e Isabel se refería a ella simplemente como al «colapso» o la «desintegración». Yo intentaba que estuviera cómoda, pero aparte de eso, no había nada que hacer.

Lo peor es que tenía que seguir trabajando, tenía que seguir levantándome temprano y vagar por las calles en pos de cualquier cosa que pudiera encontrar. Ya no podía concentrarme y cada vez me resultaba más difícil encontrar objetos de valor. Me quedaba rezagada, mis pensamientos iban en una dirección y mis pasos en otra, era incapaz de hacer un movimiento rápido o seguro. Los otros buscadores de objetos me ganaban de mano una y otra vez; parecían salir de la nada, arrebatándome las cosas justo en el momento en que iba a cogerlas, así que tenía que pasar cada vez más tiempo fuera para alcanzar mi cuota, siempre angustiada por el pensamiento de que debería estar en casa cuidando a Isabel. Me imaginaba que podría sucederle algo mientras yo no estaba, que moriría sin tenerme a su lado, y esto era suficiente para deprimirme por completo, para hacerme olvidar el trabajo que debía hacer. Si no lo hacía, no tendríamos qué comer. Hacia el final, Isabel ni siquiera podía moverse sola; yo intentaba acomodarla bien en la cama, pero como ya no tenía ningún control sobre sus músculos, inevitablemente comenzaba a resbalarse a los pocos minutos. Para ella, estos cambios de posición eran una verdadera agonía, e incluso el peso de su propio cuerpo apretado contra el suelo la hacía sentir como si la estuvieran quemando viva. Pero el dolor sólo era una parte del problema; el debilitamiento de músculos y huesos finalmente alcanzó la garganta y entonces Isabel comenzó a perder el habla. Un cuerpo que se desintegra es algo horrible, pero cuando la voz también desaparece, es como si esa persona ya no estuviera allí. Todo empezó con una cierta torpeza en la articulación, las palabras se desdibujaban en los finales, las consonantes se volvían más suaves, menos claras y poco a poco comenzaban a sonar como vocales. Al principio no presté mucha atención, había cosas mucho más urgentes de las que ocuparse y entonces aún era posible entenderle con un pequeño esfuerzo. Pero continuó empeorando hasta que tuve que esforzarme mucho para comprender lo que quería decir; siempre lo conseguía de una forma u otra, pero cada vez con mayor dificultad. Una mañana descubrí que Isabel ya no hablaba, murmuraba y gemía, intentando decirme algo, pero alcanzando apenas a producir un barboteo incomprensible, un ruido horrible que sonaba totalmente caótico. La saliva resbalaba por las comisuras de su boca y aquel sonido seguía saliendo de ella, como un salmo de inconcebible dolor y confusión. Aquella mañana, cuando se escuchó a sí misma y vio mi expresión de desconcierto, Isabel lloró, y creo que nunca sentí tanta pena por alguien, como entonces por ella. Poco a poco, el mundo entero se había escabullido de sus manos y ahora ya no le quedaba prácticamente nada.

Pero no era el fin; durante unos diez días, Isabel aún tuvo fuerzas para escribirme mensajes con un lápiz. Una tarde fui a un agente de resurrección y compré una libreta grande de tapa azul; todas las hojas estaban en blanco, lo que la hacía bastante cara, ya que era muy difícil encontrar libretas buenas en la ciudad. Me pareció que ésta realmente valía la pena, costara lo que costase. El agente era un hombre con el cual yo había hecho negocios antes —el señor Gambino, el jorobado de China Street— y recuerdo que regateamos con uñas y dientes, durante casi media hora. No pude conseguir que bajara el precio de la libreta, pero al final agregó seis lápices y un pequeño sacapuntas de plástico sin costo adicional.

Por extraño que parezca, ahora estoy escribiendo en esa misma libreta azul. Isabel no pudo aprovecharla mucho, no más de cinco o seis páginas, y cuando murió, no me atreví a tirarla. La llevé conmigo en mis viajes y desde entonces me acompaña allí donde voy, la libreta azul, los seis lápices amarillos y el sacapuntas verde. Si no fuera porque el otro día encontré estas cosas en mi bolso, no creo que hubiese comenzado a escribirte; pero allí estaba la libreta con todas esas páginas en blanco y sentí la imperiosa necesidad de coger uno de los lápices y comenzar esta carta. Ahora lo que realmente quiero es tener la oportunidad de expresarme, de escribirlo todo en estas páginas antes de que sea demasiado tarde. Tiemblo al pensar qué estrechamente ligadas están las cosas; si Isabel no hubiera perdido la voz, ninguna de estas palabras existiría; porque ella se quedó sin palabras, estas otras palabras brotan de mí. Quiero que lo recuerdes, si no fuera por Isabel, ahora no habría nada, yo nunca hubiese comenzado.

Al final, la mató lo mismo que le había quitado la voz; su garganta dejó de funcionar por completo y ya no pudo tragar nada más. A partir de entonces no sólo no podía comer alimentos sólidos, sino que incluso le resultaba imposible beber agua. Todo lo que yo podía hacer era humedecer sus labios para evitar que se le secara la boca, pero ambas sabíamos que ya era sólo cuestión de tiempo, que estaba literalmente muriéndose de hambre, desahuciada por falta de alimentos. Es increíble, pero una vez me pareció que Isabel me sonreía, justo al final, cuando yo estaba sentada a su lado mojándole los labios. No puedo estar totalmente segura, sin embargo, porque entonces ella ya estaba muy lejos de mí, pero me gusta pensar que fue una sonrisa, incluso si Isabel no sabía lo que hacía. Se había sentido tan culpable por caer enferma, tan avergonzada de tener que depender de mí para todo… Pero la verdad es que yo la necesitaba a ella tanto como ella a mí. Entonces, justo después de aquella sonrisa, si es que fue una sonrisa, Isabel comenzó a ahogarse con su propia saliva. Ya no podía tragarla, y a pesar de que intenté limpiarle la boca con los dedos, mucha de esa saliva bajaba por su garganta impidiéndole respirar. Emitió un sonido horrible, pero tan débil, tan desprovisto de resistencia, que no duró demasiado.

Ese mismo día, un poco más tarde, junté unas cuantas cosas del apartamento, las puse en el carro y las llevé a Progress Avenue en la octava zona censada. No estaba completamente lúcida —recuerdo que incluso entonces era consciente de ello—, pero eso no me detuvo. Vendí platos, ropa, sábanas, ollas, cacerolas, sabe Dios cuántas cosas más, todo lo que cayó en mis manos. Sentí alivio al deshacerme de todo, y en cierto modo reemplacé así las lágrimas. No pude volver a llorar, ya ves, nunca más desde aquel día en el techo, y después de la muerte de Isabel, sentí ganas de destrozarlo todo, de poner la casa patas arriba. Cogí el dinero y me fui hasta Ozone Prospect, al otro lado de la ciudad, donde compré el vestido más hermoso que encontré. Era blanco, con puntillas en el cuello y en las mangas y con una banda de raso en la cintura. Creo que Isabel se hubiera sentido feliz de llevarlo. A partir de entonces, los recuerdos se me confunden. Estaba agotada, como comprenderás, y tenía una nebulosa en la mente que me hacía sentir ajena a mí misma, entrando y saliendo del estado consciente, incluso cuando estaba despierta. Recuerdo que levanté a Isabel en mis brazos y que temblé al advertir qué ligera se había vuelto; era como levantar a un niño, con aquellos huesos livianos y ese cuerpo frágil y dúctil. Luego salí a la calle y atravesé la ciudad llevándola en el carro. Estaba asustada y me parecía que, a nuestro paso, todos miraban el carro con intenciones de atacarme y robarme el vestido de Isabel. Después, llegué al tercer Centro de Transformación y esperé en la cola junto a muchos otros hasta que me llegó el turno y uno de los oficiales me pagó la cuota correspondiente. También él miró el vestido de Isabel con interés especial y yo adiviné los planes de su pequeño y sórdido cerebro. Le mostré el dinero que acababa de darme y se lo ofrecí a cambio de la promesa de quemar el vestido junto con Isabel. Por supuesto aceptó, con un guiño cómplice y vulgar, pero no tengo forma de saber si cumplió su promesa. Más bien creo que no, lo cual explica por qué prefiero no pensar en esto para nada.

Cuando dejé el Centro de Transformación, debo de haber estado vagando por ahí un buen rato, con la cabeza en las nubes, sin saber dónde estaba. Más tarde me dormí en algún sitio, probablemente en algún portal, y me desperté sin sentirme mejor, quizás incluso peor. Pensé en volver al apartamento, pero luego lo deseché porque aún no me sentía capaz de enfrentarme a aquello. Me horrorizaba la idea de estar allí sola, de volver a aquella habitación y sentarme sin nada que hacer. Pensé que tal vez unas cuantas horas más de aire fresco me vendrían bien. Entonces, cuando me desperté del todo y advertí dónde estaba, descubrí que ya no tenía el carro. El cordón umbilical aún estaba atado a mi cintura, pero el carro había desaparecido. Lo busqué de un extremo a otro de la calle, corriendo frenéticamente de portal en portal, pero fue inútil; o bien me lo había dejado en el Crematorio, o me lo habían robado mientras dormía, mi mente estaba tan confundida, que no sabía qué había pasado. Un minuto o dos en que la atención se dispersa, eso es todo lo que se necesita, un solo segundo que dejas de estar alerta, y lo pierdes todo, tu trabajo se esfuma de repente. El carro era lo que más necesitaba para sobrevivir, y lo había perdido. Si me hubiese cortado el cuello con una hoja de afeitar no me hubiera perjudicado tanto.

Era terrible, pero lo extraño es que no pareció afectarme. Desde un punto de vista objetivo, la pérdida del carro significaba un verdadero desastre, pero también me ofrecía la posibilidad que yo esperaba desde hacía mucho tiempo: abandonar mi trabajo de trapera. No lo había dejado antes por Isabel, pero ahora que ella ya no estaba, no podía imaginarme a mí misma, siguiendo con él. Una parte de mi vida se acababa y ahora tenía la oportunidad de empezar de nuevo, de tomar mi vida en mis propias manos y hacer algo con ella.

Sin detenerme para nada, fui en busca de uno de los falsificadores de documentos en la quinta zona censada, y le vendí mi licencia de trapera por trece glots. El dinero que gané aquella mañana me mantendría por al menos dos o tres semanas, pero ahora que había comenzado, no era mi intención detenerme allí. Volví al apartamento llena de planes, calculando cuánto dinero más podría conseguir vendiendo los otros objetos que había en la casa. Trabajé toda la noche, apilando cosas en el medio de la habitación. Registré los armarios cogiendo hasta el último objeto, dando vuelta las cajas, vaciando los cajones, y a eso de las cinco de la mañana encontré un tesoro inesperado en el escondite de Isabel, debajo del suelo: un cuchillo y un tenedor de plata, la biblia de páginas con rebordes dorados y una pequeña bolsa con cuarenta y ocho glots en monedas. El día siguiente lo pasé amontonando las cosas vendibles en una maleta y yendo a ver a distintos agentes de resurrección a lo largo de la ciudad, vendiendo una tanda de cosas y volviendo al apartamento para preparar otra. En total, reuní más de trescientos glots (el cuchillo y el tenedor sumaban casi la tercera parte), y de repente me encontré con dinero suficiente para vivir cinco o seis meses sin trabajar. Dadas las circunstancias, era más de lo que podía desear; me sentía rica, como una verdadera reina.

Sin embargo mi alegría no duró mucho. Esa noche me fui a la cama agotada después de mis expediciones de venta, y a la mañana siguiente, menos de una hora después del amanecer, me despertaron unos fuertes golpes en la puerta. Es increíble con qué rapidez uno se da cuenta de lo que ocurre, aunque lo primero que pensé cuando escuché los golpes fue que ojalá no me mataran. No alcancé a ponerme de pie; los asaltantes forzaron la puerta y entraron con sus típicas cachiporras y palos en las manos. Eran tres, y reconocí a los dos más grandes, los hijos de los Gunderson, que vivían abajo. Las noticias vuelan, pensé. Hacía dos días que Isabel estaba muerta y los vecinos ya se arrojaban sobre mí.

—Arriba de prisa, muchachita —dijo uno de ellos—, es hora de irse. Muévete tranquila y sin discusiones, y no te haremos daño.

¡Era tan desolador, tan inadmisible!

—Dadme unos minutos para preparar las maletas —dije, saliendo de entre las mantas.

Hice lo posible para mantenerme tranquila, para contener mi rabia, sabiendo que cualquier gesto de violencia de mi parte sólo serviría para que me atacaran.

—Vale —dijo otro—, te damos tres minutos. Pero sólo un bolso. Pon tus cosas ahí adentro y esfúmate.

Casi por milagro, la temperatura había bajado drásticamente la noche anterior y yo me había acostado vestida. Eso me ahorró la vergüenza de tener que vestirme delante de ellos, pero además —y esto es lo que me salvó la vida—, tenía los trescientos glots en los bolsillos de mis pantalones. No soy de las que creen en la videncia, pero era como si yo hubiese sabido de antemano lo que iba a ocurrir. Los matones me vigilaban de cerca mientras yo preparaba mi petate, pero ninguno era lo suficientemente listo para imaginar dónde escondía el dinero. Me marché de allí tan pronto como pude, bajando los escalones de dos en dos. Me detuve un momento abajo para recuperar el aliento y abrí la puerta de un empujón. El aire me golpeó como un martillo. El viento helado hacía un ruido terrible, el invierno se agolpaba en mis oídos, y a mi alrededor, volaba toda clase de objetos con un ímpetu feroz, chocándose a troche y moche sobre las paredes de los edificios, rodando calle abajo, rompiéndose en pedazos como trozos de hielo. Ya llevaba más de un año en la ciudad y no había sucedido nada. Tenía algo de dinero en el bolsillo, pero no tenía trabajo ni un lugar donde vivir. Después de tantas idas y venidas, estaba igual que al principio.

A pesar de lo que puedas creer, los sucesos no son reversibles. El hecho de que hayas podido entrar, no significaba que puedas salir; las entradas no se convierten en salidas, y nadie te garantiza que la puerta por la que entraste hace apenas un minuto esté aún allí cuando la busques un instante después. Así son las cosas en la ciudad, cada vez que crees saber la respuesta a una pregunta, descubres que la pregunta no tiene sentido.

Estuve varias semanas intentando escapar. Al principio parecía que había varias posibilidades, una larga lista de sistemas para volver a casa, y como yo tenía algo de dinero con que contar, no pensé que pudiera resultar muy difícil. Estaba equivocada, por supuesto, pero me llevó un tiempo llegar a admitirlo. Yo había venido en el barco de una organización benéfica extranjera y me parecía lógico suponer que podía regresar en él, así que me fui al puerto, totalmente dispuesta a sobornar a cualquier oficial para reservar billete. Sin embargo, no se veía ningún barco, e incluso los pequeños botes de pesca que había visto hacía un mes habían desaparecido. Por el contrario, la costa entera estaba atestada de obreros, calculé cientos y cientos de ellos, más hombres de los que era capaz de contar. Algunos descargaban grava de los camiones, otros llevaban ladrillos y piedras a la orilla, otros más estaban colocando los cimientos de lo que parecía ser una enorme pared o fortificación frente al mar. Policías armados vigilaban a los obreros desde plataformas, y el lugar bullía con alboroto y confusión, el ruido de las máquinas, la gente corriendo de un lado a otro, las voces de los capataces dando órdenes. Resultó ser nada menos que el Proyecto del Muro Marítimo, una iniciativa de la empresa pública que el nuevo gobierno acababa de poner en marcha. Aquí los gobiernos cambian con bastante frecuencia y es difícil mantenerse al tanto de los cambios. Ésta era la primera vez que oía hablar de él, y cuando le pregunté a alguien cuál era el propósito del muro, me contestó que el de defendernos de una posible guerra. La amenaza de una invasión extranjera se cernía sobre nosotros, según dijo, y era nuestro deber como ciudadanos defender la patria. Gracias a los esfuerzos del gran Fulano de Tal —fuera cual fuese el nombre del nuevo líder—, los materiales de los edificios derrumbados servirían para nuestra defensa, y el proyecto ofrecería trabajo a miles de personas.

—¿Cuánto pagan? —pregunté.

—Nada de dinero —dijo él—, pero un sitio donde vivir y una comida caliente al día. ¿Le interesaría apuntarse?

—No, gracias —contesté yo—. Tengo otras cosas que hacer.

—Bien —dijo él—, tiene tiempo de sobra para cambiar de idea. El gobierno calcula que la construcción del muro llevará al menos cincuenta años.

—Muy bien —dije yo—, pero mientras tanto, ¿cómo hace uno para irse de aquí?

—No —dijo él, meneando la cabeza—. Eso es imposible. Ya no se permite la entrada de barcos, y si no entra ninguno, ninguno puede salir.

—¿Y un avión?

—¿Qué es un avión? —preguntó él, sonriendo con asombro, como si acabara de decir un chiste que él no comprendía.

—Un avión —dije yo—, una máquina que vuela por el aire llevando a la gente de un sitio a otro.

—Eso es ridículo —dijo él, mirándome con recelo—, no existe nada parecido, es imposible.

—¿No lo recuerda?

—No sé de qué está hablando y se puede meter en problemas si va por ahí divulgando ese tipo de necedades. Al gobierno no le gusta que la gente invente historias, es malo para la moral.

Ya ves a lo que te expones aquí. No sólo desaparecen las cosas, sino que cuando lo hacen, el recuerdo de ellas también se desvanece. Surgen zonas oscuras en la mente, y a menos que uno haga el esfuerzo constante de computar las cosas que ya no están, acabará perdiéndolas para siempre. Yo no soy más inmune que los demás ante esta enfermedad y sin duda tengo muchas de estas zonas en blanco. Después de todo, la memoria no es un acto voluntario, es algo que ocurre a pesar de uno mismo, y cuando todo cambia permanentemente, es inevitable que la mente falle, que los recuerdos se escapen. A veces, cuando me sorprendo a mí misma buscando a tientas una idea que se me escabulle, vuelvo mis pensamientos a los viejos tiempos en casa, recordando cómo eran las cosas cuando yo era pequeña y nos íbamos de vacaciones en tren hacia el norte con toda la familia. Mi hermano mayor, William, siempre me dejaba el asiento de la ventanilla, y yo casi nunca hablaba con nadie, viajaba con la cara pegada al cristal mirando el paisaje, escrudiñando el cielo, los árboles y el agua mientras el tren se apresuraba a través de la espesura. Todo me parecía tan hermoso, tanto más hermoso que las cosas de la ciudad, que cada año me repetía a mí misma: «Anna, nunca viste algo tan bonito como esto, intenta recordarlo, intenta memorizar todas las cosas maravillosas que estás viendo y de este modo siempre estarán contigo, incluso cuando ya no puedas verlas». Creo que nunca miré el mundo con tanta atención, como en aquellos viajes en tren hacia el norte. Quería que todo me perteneciera, que toda la belleza pasara a formar parte de mí misma, y recuerdo cómo me afanaba en recordarlo, intentando guardarlo para más adelante, atraparlo para cuando realmente lo necesitara. Pero lo curioso es que nada de aquello se quedó conmigo, lo he intentado con todas mis fuerzas, pero de un modo u otro siempre acabo perdiéndolo, y al final todo lo que recuerdo son mis esfuerzos por recordarlo. Las cosas pasaban demasiado rápido, y cuando lograba verlas, ya estaban esfumándose de mi mente, reemplazadas por otras que desaparecían antes de que pudiera verlas. Todo lo que me queda es una neblina, una resplandeciente y maravillosa neblina; pero los árboles, el cielo y el agua, todo aquello se ha desvanecido. Nunca estuvo allí, ni siquiera antes de que me perteneciera.

Disgustarse, por lo tanto, no sirve de nada. Todo el mundo es propenso al olvido, incluso en circunstancias más favorables; y en un lugar como éste, con tantas cosas desapareciendo del mundo material, puedes imaginarte cuántas caen en el olvido permanentemente. En realidad, el problema no consiste en que la gente olvide las cosas, sino en que nunca olvida las mismas. Lo que aún existe en la memoria de una persona, puede haberse perdido definitivamente para otra, y esto crea dificultades, barreras insuperables para la comprensión. Por ejemplo, ¿cómo puedes hablar con alguien de aviones, si esa persona no sabe lo que es un avión? Es un proceso de eliminación lento pero irreversible. Las palabras suelen durar un poco más que las cosas, pero al final también se desvanecen, junto con las imágenes que una vez evocaron. Desaparecen categorías enteras de objetos —macetas, por ejemplo, o filtros de cigarrillos o bandas de goma—, y por un tiempo uno es capaz de reconocer estas palabras, incluso si no puede recordar lo que significan. Pero luego, poco a poco, las palabras se convierten en simples sonidos, un conjunto fortuito de oclusivas y fricativas, un tumulto de fonemas confusos, que finalmente acaba en una jerga. La palabra «maceta» no tendrá más sentido que «splandigo». Tu mente la escuchará, pero la registrará como algo incomprensible, un término de un idioma que no conoces, y como se agregan más y más de estas palabras de sonido «extranjero», las conversaciones resultan bastante confusas. De hecho, cada persona habla su propia lengua, y a medida que disminuyen los conceptos con significado común, se hace más difícil comunicarse con los demás. Tuve que abandonar la idea de volver a casa. De todo lo que me había pasado hasta aquel momento, creo que esto fue lo más difícil de aceptar. Hasta entonces yo me mentía a mí misma creyendo que podía volver cuando quisiera; pero con la construcción del muro marítimo, con tanta gente movilizada para evitar las salidas, esta idea reconfortante se vino abajo. Primero había muerto Isabel, luego había perdido el apartamento; mi único consuelo era pensar en casa, y ahora también se me negaba esto. Por primera vez desde mi llegada a la ciudad, me sentí sumida en el pesimismo.

Pensé en partir en dirección opuesta; al oeste de la ciudad se levantaba la muralla de Fiddler, y, en teoría, todo lo que se necesitaba para cruzarla era un permiso de viaje. Presentía que cualquier cosa sería mejor que la ciudad, incluso lo desconocido; pero después de ir y venir por varias oficinas del gobierno, esperando en colas día tras día sólo para que me informaran que tenía que presentar mi solicitud en otro departamento más, me enteré de que el precio del permiso de viaje había subido a doscientos glots. Lo descarté enseguida, porque hubiera significado gastar la mayor parte de mi dinero de una sola vez. Oí hablar de una organización ilegal que sacaba a la gente de la ciudad por la décima parte del precio oficial, pero mucha gente pensaba que en realidad era un truco, una ingeniosa trampa dispuesta por el nuevo gobierno. Decían que la policía esperaba al final del túnel y apenas uno cruzaba al otro lado, lo detenían y lo enviaban a uno de los campos de trabajos forzados en las minas del sur. Yo no tenía forma de saber si este rumor era cierto o no, pero no me parecía que valiera la pena comprobarlo. Entonces llegó el invierno, y la cuestión se resolvió por sí misma: cualquier proyecto de viajar tendría que posponerse hasta la primavera, suponiendo que yo sobreviviera hasta entonces, y dadas las circunstancias, nada me parecía tan incierto como aquello.

Fue el invierno más duro que recuerdo, lo llamaban el invierno terrible, e incluso ahora, años después, se lo recuerda como un suceso fundamental en la historia de la ciudad, la línea divisoria entre una época y la siguiente. El frío continuó durante cinco o seis meses. Una vez cada tanto había un breve período de deshielo, pero estos momentáneos lapsos de calor sólo aumentaban las dificultades. Nevaba durante una semana —tormentas enormes y cegadoras que sumían a la ciudad en la blancura—, y después salía el sol calentando brevemente con una intensidad propia del verano. La nieve se derretía y, a media tarde, las calles acababan inundadas. Las canaletas de los tejados rebosaban con el agua que caía, y allí donde miraras, había un frenético chisporroteo de agua y luz, como si el mundo entero se hubiese convertido en un cristal enorme que se desintegraba. Entonces, de repente, el cielo se oscurecía, caía la noche y la temperatura volvía a bajar bajo cero, congelando el agua tan súbitamente que el hielo formaba figuras fantásticas: protuberancias, ondas y espirales, rizos enteros cristalizados en una semiondulación, una especie de frenesí geológico en miniatura. Por la mañana, resultaba casi imposible caminar, la gente se resbalaba, sus cabezas golpeaban contra el hielo, los cuerpos se desplomaban inevitablemente sobre las superficies lisas y duras. Luego nevaba otra vez y todo el ciclo volvía a repetirse. Siguió así durante meses, y cuando por fin acabó, habían muerto miles y miles de personas. Para aquellos que no tenían vivienda, la supervivencia era casi imposible, pero incluso los que estaban bajo techo y bien alimentados sufrieron pérdidas innumerables. Muchos edificios antiguos se derrumbaron bajo el peso de la nieve, y familias enteras quedaron sepultadas. El frío volvía loca a la gente y quedarse sentado en un apartamento con poca calefacción no era mucho mejor que estar afuera. La gente destrozaba los muebles, quemándolos para obtener un poco de calor, y muchos de estos fuegos se descontrolaban. Casi todos los días se destruía un edificio, a veces urbanizaciones o barrios enteros. Cada vez que se producía uno de estos incendios, una multitud de gente sin hogar se apiñaba a su alrededor durante el tiempo que tardara en arder el edificio, deleitándose con el calor, regocijándose con las llamas que subían hacia el cielo. Todos los árboles de la ciudad fueron cortados y quemados para producir combustible, todos los animales domésticos desaparecieron, mataron a todos los pájaros. La escasez de comida se volvió tan grande que hubo que suspender la construcción del muro marítimo —sólo seis meses después de comenzada—, para que toda la policía disponible vigilara los envíos de alimentos a los mercados municipales. Aun así, hubo unos cuantos disturbios por comida que acabaron en más muertos, más heridos, más desastres. Nadie sabe exactamente cuánta gente murió ese invierno, pero he oído que se calculaba entre un cuarto y un tercio de la población.

De un modo u otro mi suerte siguió. A fines de noviembre estuve a punto de caer presa en unos disturbios por alimentos en Ptolemy Boulevard. Ese día, como siempre, había una cola interminable, y después de más de dos horas esperando sin avanzar bajo el frío intenso, tres hombres que estaban delante de mí comenzaron a insultar a la policía. El guardia sacó su porra y vino directamente hacia nosotros, dispuesto a golpear al primero que se pusiera en su camino. La consigna era pegar primero y preguntar después, y yo sabía que no tendría oportunidad de defenderme. Sin detenerme a pensar, salí de la cola y comencé a correr calle abajo, tan rápido como era capaz. El guardia, confundido por un momento, dio dos o tres pasos hacia mí, pero luego paró, seguramente para no desviar su atención de la multitud. Después de todo, si yo desaparecía de su vista, mucho mejor para él. Justo cuando llegué a la esquina, escuché cómo la multitud irrumpía en gritos brutales y hostiles, lo cual me produjo pánico porque sabía que en pocos minutos toda la zona iba a estar tomada por un nuevo contingente de policía antidisturbios. Seguí corriendo lo más rápido posible, lanzándome de una calle a otra, demasiado asustada para mirar atrás. Por fin, después de un cuarto de hora, me encontré a mí misma frente a un gran edificio de piedra, no sabía si me perseguían o no, pero justo entonces se abrió una puerta unos metros más arriba y me arrojé dentro. Un hombre delgado, de tez pálida y gafas, se encontraba a punto de atravesar el portal, y me miró horrorizado cuando me crucé en su camino. Había entrado en una especie de oficina, una habitación pequeña con tres o cuatro mesas y un montón de libros y papeles.

—No puede entrar aquí —dijo con impaciencia—, ésta es la biblioteca.

—Me da igual que sea la mansión del gobernador —dije yo, inclinándome para recuperar el aliento—. Ahora estoy aquí y nadie va a echarme fuera.

—Tendré que denunciarla —dijo en un tono pomposo y remilgado—. Usted no puede irrumpir de este modo; ésta es la biblioteca y no se permite la entrada a nadie sin un pase.

Me sentía demasiado confundida por su porte de mojigato para saber qué decir. Estaba agotada, al límite de mi resistencia, y en lugar de intentar discutir con él, lo empujé al suelo con todas mis fuerzas. Fue una actitud ridícula, pero no pude contenerme. Al caer al suelo le saltaron las gafas y por un momento sentí la tentación de romperlas a pisotones.

—Denúncieme si quiere —le dije—, pero no me iré de aquí hasta que alguien me arrastre fuera.

Entonces, antes de que pudiera contestarme, me di la vuelta y salí por la puerta situada en el otro extremo de la habitación.

Entré en una gran sala, una habitación amplia e impresionante con un alto techo en forma de cúpula y suelos de mármol. El súbito contraste entre la pequeña oficina y este espacio enorme resultaba asombroso. Mis pasos producían eco, y era casi como si pudiera escuchar mi propia respiración resonando contra las paredes. Había grupos de gente en todos lados, andando de aquí para allá, hablando bajo entre ellos, obviamente absortos en serias conversaciones. Cuando entré en la sala, algunas cabezas se giraron hacia mí, pero sólo por reflejo, y un momento después, se dieron la vuelta. Pasé por al lado de esta gente con toda la discreción y tranquilidad posibles, mirando hacia el suelo y simulando que sabía adonde iba. Unos diez o doce metros más allá, encontré unas escaleras y comencé a subir.

Ésta era la primera vez que estaba en la Biblioteca Nacional. Era un edificio magnífico, con retratos de gobernadores y generales en las paredes, hileras de columnas de estilo italiano y hermosas incrustaciones de mármol, uno de los edificios más distinguidos de la ciudad. Sus mejores días habían quedado atrás, sin embargo, como ocurría con todo lo demás. Un techo del segundo piso se había derrumbado, las columnas se ladeaban y agrietaban, había libros y papeles tirados por todas partes. Seguí topándome con gente que se arremolinaba en grupos —advertí que casi todos eran hombres—, pero nadie reparó en mí. Al otro lado de los ficheros de cartón, encontré una puerta tapizada en piel verde que conducía a una escalera interior. Subí por ella hasta el piso siguiente y llegué a un pasillo largo, de techo bajo, con muchas puertas a ambos lados. En el pasillo no había nadie más, y como no se escuchaba ningún sonido detrás de las puertas, supuse que las habitaciones estarían vacías. Intenté abrir la primera puerta a la derecha, pero estaba cerrada con llave, me pasó igual con la segunda, y entonces, cuando menos lo esperaba, la tercera puerta se abrió. Adentro había cinco o seis hombres sentados alrededor de una mesa de madera, discutiendo algo en un tono apremiante y ansioso. La habitación estaba desprovista de otros muebles y no tenía ventanas, la pintura amarillenta se descascarillaba en las paredes y el agua goteaba desde el techo. Todos los hombres tenían barba, llevaban trajes oscuros y sombreros. Me sorprendí tanto, que dejé escapar un suspiro y comencé a cerrar la puerta; pero el más viejo de los hombres se dio la vuelta y me ofreció una hermosa sonrisa, tan cargada de calidez y cortesía que me hizo dudar.

—¿Podemos hacer algo por usted? —preguntó.

Tenía un fuerte acento extranjero (pronunciaba las ces como eses y sus erres eran guturales) pero no pude precisar de qué país procedía: «¿Podemos haserg algo porg usted?». Entonces lo miré a los ojos y me invadió un temblor de reconocimiento.

—Creí que todos los judíos habían muerto —murmuré.

—Aún quedamos unos pocos —dijo, sonriéndome de nuevo—. No es fácil deshacerse de nosotros, ya ves.

—Yo también soy judía —aseguré ansiosa—. Mi nombre es Anna Blume y he venido aquí desde muy lejos. He estado en la ciudad durante más de un año buscando a mi hermano. Supongo que no lo conocerán. Su nombre es William, William Blume.

—No, querida —dijo, meneando la cabeza—, nunca conocí a tu hermano.

Miró a sus colegas por encima de la mesa y les hizo la misma pregunta, pero ninguno de ellos sabía dónde estaba William.

—Ha pasado mucho tiempo —dije—, y estoy segura de que, a menos que haya logrado escapar, estará muerto.

—Es muy posible —dijo el rabino con suavidad—. ¡Han muerto tantos! Es mejor no esperar milagros.

—Yo ya no creo en Dios, si es eso a lo que se refiere. Dejé de hacerlo cuando aún era una niña.

—Es difícil evitarlo —dijo el rabino—. Si nos atenemos a las evidencias, hay muy buenas razones para que tantas personas piensen como tú.

—No irá a decirme que usted sí cree en Dios —dije yo.

—Hablamos con él, pero si nos escucha o no es otra cuestión.

—Mi amiga Isabel creía en Dios —continué—. Ella también ha muerto. Yo vendí su biblia al señor Gambino, el agente de resurrección, por siete glots. Eso estuvo muy mal, ¿verdad?

—No necesariamente. Después de todo, hay cosas más importantes que los libros. La comida está primero que la oración.

Sentía algo muy extraño ante este hombre, pero cuanto más hablaba con él, más me parecía a una niña. Tal vez me recordara cómo eran las cosas cuando era muy pequeña, en aquellos tiempos oscuros en que aún creía en lo que me decían mis padres y mis maestros. No sé bien por qué, pero la verdad es que a su lado me sentía segura y sabía que podía confiar en él. Casi inconscientemente, busqué en mis bolsillos y saqué la foto de Samuel Farr.

—También busco a este hombre —dije—. Su nombre es Samuel Farr, y es muy posible que sepa qué le ocurrió a mi hermano.

Le pasé la foto al rabino, y después de estudiarla durante unos minutos, meneó la cabeza y dijo que no reconocía esa cara. Justo cuando empezaba a sentirme desilusionada, habló un hombre que estaba en el otro extremo de la mesa. Era el más joven de todos y tenía una barba rojiza más pequeña y espigada que la de los demás.

—Rabino —dijo tímidamente—, ¿puedo decir algo?

—No necesitas permiso, Isaac —dijo el rabino—, puedes decir lo que quieras.

—No es nada seguro, por supuesto, pero creo que conozco a esa persona —dijo el joven—. Al menos conozco a alguien con ese nombre.

—Echa una ojeada a su retrato, entonces —dijo el rabino pasando la fotografía por encima de la mesa.

Isaac la miró y la expresión de su cara era tan sombría, tan poco elocuente, que enseguida perdí la esperanza.

—No se parece mucho —dijo, por fin—, pero ahora que he tenido la oportunidad de observarla, creo que no hay dudas de que se trata del mismo hombre.

Su cara pálida de estudiante se iluminó entonces con una sonrisa.

—He hablado con él varias veces —continuó—. Es un hombre inteligente, pero demasiado escéptico. No estamos de acuerdo prácticamente en nada.

Yo no podía creer lo que oía. Antes de que pudiera pronunciar una palabra, el rabino preguntó:

—¿Dónde puede encontrar a este nombre, Isaac?

—El señor Farr no está lejos —dijo Isaac, sin poder resistir la tentación de hacer un juego de palabras[1].

Soltó una risita tonta y agregó:

—Justamente vive aquí, en la biblioteca.

—¿Es cierto? —dije por fin—, ¿es realmente cierto?

—Por supuesto que es cierto. Puedo llevarte allí ahora mismo, si tú quieres.

Isaac dudó un momento y luego se volvió al rabino:

—Contando con su permiso.

Sin embargo, el rabino parecía preocupado.

—¿Este hombre pertenece a alguna de las academias? —preguntó.

—Que yo sepa, no —dijo Isaac—. Creo que es un independiente. Me dijo que solía trabajar para un periódico, en algún sitio.

—Así es —dije—, exactamente así. Samuel Farr es periodista.

—¿Y a qué se dedica ahora? —preguntó el rabino, ignorando mi interrupción.

—Está escribiendo un libro. No conozco el tema pero creo que tiene algo que ver con la ciudad. En alguna ocasión hablamos abajo, en la sala principal. Hace unas preguntas muy agudas.

—¿Está a favor? —preguntó el rabino.

—Es neutral —contestó Isaac—, ni a favor ni en contra. Es un hombre atormentado, pero verdaderamente honrado, sin intereses personales.

El rabino se volvió para explicarme:

—Comprenderás que tenemos muchos enemigos —dijo—, nuestro permiso está en peligro pues ya no tenemos rango académico y debemos proceder con mucho cuidado.

Asentí, intentando aparentar que sabía de qué me hablaba.

—Pero en las actuales circunstancias —continuó—, no veo qué mal puede hacerle a Isaac enseñarte dónde vive este hombre.

—Gracias, rabino —dije—, le estoy muy agradecida.

—Isaac te acompañará hasta la puerta, pero no quiero que pase de allí. ¿Está claro, Isaac? —Miró a su discípulo con un aire de serena autoridad.

—Sí, rabino —contestó Isaac.

Entonces el rabino se levantó de su silla y me estrechó la mano.

—Debes venir a visitarme alguna vez, Anna —dijo, y de pronto se le vio muy viejo y muy cansado—. Me gustaría saber cómo sale todo.

—Volveré —le dije—, lo prometo.

La habitación estaba en el noveno piso, el más alto del edificio. Isaac se escabulló tan pronto como llegamos allí, susurrando una vaga excusa sobre no poder quedarse, y de repente me encontré sola, de pie en la más absoluta oscuridad, con una vela encendida en la mano izquierda. En la ciudad hay una ley que dice que nunca debes llamar a una puerta si no sabes lo que hay detrás. ¿Había llegado hasta aquí para toparme con una nueva calamidad? Samuel Farr sólo era un nombre para mí, el símbolo de deseos imposibles y esperanzas absurdas. Lo había usado como un sortilegio para seguir adelante, pero ahora que por fin estaba ante su puerta, sentía pánico. Si no fuera porque la vela se consumía demasiado rápido, tal vez nunca hubiese tenido el valor de llamar.

Una voz ruda y hostil respondió desde el otro lado de la puerta.

—¡Váyase! —dijo.

—Estoy buscando a Samuel Farr. ¿Es usted Samuel Farr?

—¿Quién le busca? —preguntó la voz.

—Anna Blume —dije yo.

—No conozco a ninguna Anna Blume —respondió—. ¡Váyase!

—Soy la hermana de William Blume —dije—, he intentado encontrarte durante más de un año. Ahora no puedes echarme. Si no me abres la puerta, seguiré golpeando hasta que lo hagas.

Escuché arrastrar una silla por el suelo, seguí el sonido de unos pasos que se acercaban y luego el de la cerradura que se abría. La puerta se abrió de repente y quedé deslumbrada, un verdadero torrente de luz llegaba hasta el pasillo procedente de una ventana de la habitación. Necesité unos cuantos minutos para que mi vista se acostumbrara. Cuando por fin logré distinguir a la persona que tenía delante, lo primero que vi fue un arma, una pequeña pistola negra apuntando directamente a mi estómago. Era Samuel Farr, es cierto, pero ya casi no se parecía a la fotografía. El hombre joven y fuerte de la fotografía se había convertido en un personaje demacrado y barbudo con bolsas oscuras bajo los ojos, de su cuerpo parecía surgir una energía nerviosa, impredecible, y tenía el aspecto de no haber dormido en un mes.

—¿Cómo sé que eres quien dices?

—Porque yo lo digo. Porque serías un estúpido si no me creyeras.

—Necesito pruebas. No te dejaré entrar a menos que me des alguna prueba.

—Todo lo que tienes que hacer es escucharme hablar. Mi acento es igual al tuyo, venimos del mismo país, de la misma ciudad. Incluso es probable que hayamos crecido en el mismo barrio.

—Cualquiera puede imitar un acento. Tendrás que darme otra prueba.

—¿Qué te parece ésta? —dije, buscando en mi bolsillo y entregándole la fotografía.

La observó durante diez o veinte segundos, sin decir una sola palabra, y poco a poco todo su cuerpo pareció encogerse, hundirse en sí mismo. Cuando volvió a mirarme, vi que había bajado la pistola.

—Dios mío —dijo suavemente, casi en un murmullo—, ¿de dónde sacaste esto?

—Me la dio Bogat antes de irme.

—Éste soy yo —dijo—. Así es como era yo.

—Lo sé.

—Es difícil de creer, ¿verdad?

—No tanto, teniendo en cuenta el tiempo que hace que estás aquí.

Pareció hundirse en sus pensamientos, y luego volvió a mirarme como si no me reconociera.

—¿Quién dijiste que eras? —Sonrió en actitud de disculpa y vi que le faltaban dos de los dientes inferiores.

—Anna Blume, la hermana de William Blume.

—Blume, como en fatalidad y penumbra, supongo[2].

—Así es, como en útero y tumba; puedes elegir.

—Me imagino que querrás entrar, ¿verdad?

—Sí, para eso estoy aquí, tenemos mucho de qué hablar.

Era una habitación pequeña, pero con sitio suficiente para dos personas. Había un colchón en el suelo, una mesa y una silla junto a la ventana, leña quemándose en la estufa, montones de papeles y libros apilados contra una pared y ropa en una caja de cartón. Me recordaba la habitación de un estudiante, no muy distinta de la que tenías el año que fui a visitarte a la universidad. El techo era bajo y se inclinaba de forma tan abrupta hacia la pared exterior, que era imposible llegar a ese extremo de la habitación sin agacharse. La ventana, sin embargo, era extraordinaria, una obra maravillosa en forma de abanico que ocupaba casi toda la pared. Estaba construida con gruesos cristales segmentados divididos por finas barras de hierro y formaba un dibujo tan intrincado como el ala de una mariposa. A través de ella se veía a kilómetros de distancia, incluso más allá de la muralla de Fiddler.

Sam me indicó que me sentara en la cama con un gesto, luego se sentó en la silla del escritorio y la volvió hacia mí. Me pidió disculpas por apuntarme con la pistola, pero, según, dijo, su situación era precaria y no podía correr riesgos. Llevaba más de un año en la biblioteca y se había corrido la voz de que guardaba mucho dinero en su habitación.

—A juzgar por las apariencias, nunca hubiese adivinado que eras rico.

—Yo no empleo el dinero en mí mismo. Es para el libro que estoy escribiendo. Le pago a la gente para que venga aquí a hablar; tanto por entrevista, según el tiempo que dure. Un glot por la primera hora y medio glot por cada hora adicional. He hecho cientos de entrevistas, una detrás de otra. La historia es tan grande que, ya ves, es imposible que una sola persona pueda contarla toda.

Sam había sido enviado por Bogat a la ciudad y aún ahora se preguntaba cómo había sido tan loco para aceptar.

—Todos sabíamos que a tu hermano le había ocurrido algo terrible —dijo—. No tuvimos noticias de él durante más de seis meses, y quienquiera que le siguiera aquí corría el riesgo de acabar metido en el mismo embrollo. A Bogat eso no le importaba en lo más mínimo, por supuesto. Una mañana me llamó a su oficina y me dijo: «Ésta es la oportunidad que has estado esperando, muchacho, te mandaré a reemplazar a Blume». Mis instrucciones eran bien claras: escribir los informes, descubrir qué le había ocurrido a William, mantenerme con vida. Tres días después, me dieron una fiesta de despedida con cigarros y champaña. Bogat hizo un brindis y todos bebieron a mi salud, estrecharon mi mano y me dieron palmaditas en la espalda. Me sentí como un invitado en mi propio funeral, pero al menos no tenía tres hijos y una pecera llena de pececillos de colores esperándome en casa como Willoughby. Digas lo que digas del jefe, lo cierto es que es un hombre de sentimientos, nunca le culpé por haberme elegido a mí. La verdad es que probablemente yo quería venir, de lo contrario hubiese sido fácil rehusar. Así es como empezó, preparé las maletas, afilé los lápices y me despedí de todos. Ya hace más de un año y medio y no necesito aclarar que nunca envié ningún informe y que no encontré a William. Por el momento, parece que he logrado mantenerme con vida, pero no podría asegurar que por mucho tiempo.

—Esperaba que pudieras decirme algo más concreto sobre William —dije—, para bien o para mal.

—Nada es concreto en este lugar. —Sam meneó la cabeza.— Teniendo en cuenta las posibilidades, deberías estar contenta.

—No pienso renunciar a la esperanza, no hasta que sepa algo seguro.

—Mejor para ti, pero no creo que sea lógico esperar nada más que lo peor.

—El rabino me dijo lo mismo.

—Cualquier persona razonable te diría lo mismo.

Sam hablaba en un tono agitado y desdeñoso, saltaba de un tema a otro de modo que me resultaba difícil seguirlo. Daba la impresión de ser un hombre al borde de un ataque, de alguien que se había esforzado tanto que apenas si podía tenerse en pie. Según me contó, había acumulado más de tres mil páginas de notas y, si seguía trabajando a ese ritmo, pensaba que podía terminar la primera parte del libro en cinco o seis meses más. El problema era que se estaban agotando sus reservas de dinero y que la suerte parecía haberse puesto en contra de él. Ya no podía pagar las entrevistas, y como estaba tocando fondo sólo comía en días alternos. Como es lógico, esto dificultaba aún más las cosas, se le estaban agotando las fuerzas y había momentos en que se sentía tan mareado que no podía ver las palabras que escribía. A veces, según me dijo, se dormía sobre su escritorio sin darse cuenta.

—Te morirás antes de acabar —le dije—. ¿Y qué sentido tendría? Deberías dejar el libro y cuidarte un poco.

—No puedo dejarlo. El libro es lo único que me mantiene en pie, me impide pensar en mí mismo y hundirme en mis propios problemas. Si dejara de trabajar en él, no creo que pudiera sobrevivir ni un día más.

—¡Nadie leerá tu maldito libro! —dije enfadada—. ¿No lo ves? No importa cuántas páginas escribas, nadie se enterará de lo que hagas.

—Te equivocas, me llevaré el manuscrito a casa conmigo. El libro se publicará y todos sabrán lo que está ocurriendo aquí.

—No sabes lo que dices. ¿No has oído hablar del Proyecto del Muro Marítimo? Ya no es posible salir de aquí.

—Estoy enterado de lo del muro, pero ése es sólo uno de los lugares, hay otros, créeme. Hacia el norte a lo largo de la costa, al oeste a través de los territorios abandonados. Cuando llegue el momento, yo estaré preparado.

—No durarás tanto. Cuando acabe el invierno, no estarás preparado para nada.

—Algo saldrá, y aunque no fuera así, tampoco me importaría.

—¿Cuánto dinero te queda?

—No lo sé, creo que entre treinta o treinta y cinco glots.

Me quedé asombrada de lo poco que era. Incluso tomando todas las precauciones posibles, gastando lo absolutamente indispensable, treinta glots no podrían durar más de tres o cuatro semanas. De repente comprendí el peligro de la situación de Sam, se dirigía hacia su propia muerte y ni siquiera era consciente de ello.

Entonces las palabras comenzaron a salir de mi boca, no sabía lo que quería decir hasta que me escuché a mí misma, pero entonces ya era demasiado tarde.

—Tengo algo de dinero —dije—, no demasiado, pero mucho más de lo que tienes tú.

—Mejor para ti —dijo Sam.

—No me entiendes —dije—, cuando digo que tengo dinero, quiero decir que estaría dispuesta a compartirlo contigo.

—¿Compartirlo? ¿Y por qué diablos?

—Para mantenernos vivos —dije—. Yo necesito un sitio donde vivir y tú necesitas dinero. Si aunamos nuestros recursos, tendremos la posibilidad de sobrevivir hasta después del invierno; de lo contrario, ambos moriremos. No creo que haya ninguna duda, ambos moriríamos, y es estúpido dejarse morir si uno puede evitarlo.

La brusquedad de mis palabras nos sorprendió a ambos, y por unos instantes ninguno de los dos dijo nada. Era todo tan crudo, tan descabellado… Aunque, de un modo u otro, me las había arreglado para decir la verdad. Mi primer impulso fue pedir perdón, pero a medida que las palabras se afianzaron en el aire entre nosotros, comenzaron a cobrar más y más sentido y me negué a retractarme. Creo que ambos entendimos lo que ocurría, pero eso no facilitó nada a la hora de pronunciar la siguiente palabra. En una situación similar, la gente de la ciudad se hubiese matado; es de lo más común asesinar a alguien por una habitación, por un puñado de monedas. Quizás lo que nos impidió hacernos daño fue el simple hecho de que no procedíamos de este lugar, no éramos de la ciudad. Nos habíamos criado en otro sitio, y tal vez eso fuera suficiente para que sintiéramos que sabíamos algo el uno del otro. No puedo asegurarlo, la casualidad nos había reunido de un modo casi impersonal y eso parecía conceder a este encuentro una lógica propia, una fuerza que no dependía de ninguno de los dos. Yo había hecho una propuesta chocante, un ataque feroz a su intimidad, y Sam no había dicho una sola palabra. Pensé que el mero hecho de que guardara silencio era extraordinario, y cuanto más duraba, más parecía convalidar lo que yo acababa de decir. Cuando por fin se rompió, no quedaba nada por discutir.

—Este lugar es muy pequeño —dijo Sam, mirando la habitación—. ¿Dónde vas a dormir?

—No importa —dije—, ya nos arreglaremos.

—William solía hablar de ti —dijo, dibujando una levísima sonrisa con la comisura de los labios—. Incluso me advirtió cómo eras. Decía: «Ojo con mi hermanita, es una cascarrabias». ¿Es cierto, Anna Blume? ¿Eso es lo que eres?

—Sé lo que estás pensando —dije—, pero no te preocupes, no me meteré en tu camino. Después de todo, no soy estúpida, sé leer y escribir, sé pensar. Conmigo, acabarás el libro mucho antes.

—No estoy preocupado, Anna Blume. Apareces aquí de la nada, te sientas en mi cama y me propones convertirme en un hombre rico, ¿esperas que me preocupe?

—No exageres, tengo menos de trescientos glots. No llegan a doscientos setenta y cinco.

—Lo que te decía, un hombre rico.

—Si tú lo dices…

—Claro que sí, y también te digo algo más: es una gran suerte para los dos que la pistola estuviera descargada.