LA BORRACHA MELANCÓLICA tenía el blanco de los ojos llenos de topos de sangre, sudadas las raíces de los cabellos vencidos sobre los ojos, volcado el escote, martirizados los brazos anchos de tanto amasárselos con las manos. Miraba hacia los cuatro lados de la habitación como sorprendida de haber sido atrapada, pero desde la resignación de una persona a la que se le ha caído la noche y la vida encima. Laura Ordeix Segura, nacida en Valencia, profesora de Estadística en la Universidad de Barcelona, casada con Oriol Sagalés desde 1975.

—El año en que murió Franco, sí.

Nada ni nadie le había exigido la coincidencia pero ella había querido comunicarla.

—Yo soy mayor que mi marido. Siete años, creo. Siete años. Antes no se notaba. Ahora un poco. O mucho, mucho, ¿verdad?

En efecto, había acudido a ver a Lázaro Conesal porque él se lo había pedido y si no se lo hubiera pedido también habría ido a hablar con él.

—Tuvimos una relación amorosa al final de los años sesenta, de hecho incluso hablamos de vivir juntos pero él se marchó a Alemania y a Estados Unidos para sus masters y sus cosas y yo no tuve valor de dejar a mis padres solos. Eran agricultores acomodados, muy mayores y yo su única hija.

Cuando volvió aprovechábamos cualquier circunstancia para vernos o cuando yo viajaba a Madrid, escasamente o cuando él pasaba por Barcelona. No. Nunca llegó a conocer a Oriol. Era nuestra relación. Yo tampoco trataba de compartir los recuerdos de mi marido, su vida privada, bastante he hecho ayudándole a escribir y a sobrevivir. Mi marido es la gran esperanza blanca de la joven literatura española, pero y pronto tendrá cincuenta años, creo. Nunca sé las edades de los demás. Sólo conozco la mía exactamente. Cincuenta y dos años. Dos más que Lázaro Conesal. Es mi sino. Ser mayor que los hombres que me atraen.

—¿De qué manera ha ayudado a escribir y a vivir a su marido?

Laura se echó la melena hacia atrás, quería tener los ojos y la boca al descubierto cuando dijera:

—Desde pasarle primero a máquina y ahora al ordenador sus manuscritos hasta venderme todas las tierras que me dejaron mis padres para que él pudiera dedicarse únicamente a escribir. Es un hombre de talento, de mucho talento, pero es como un niño malcriado que se cree merecidamente el centro del mundo. Ni siquiera ha querido que tuviéramos hijos. Dice que él es mi hijo. Hace años me hacía gracia, pero a partir del momento en que cumplí cincuenta años, ninguna.

—¿Sabía usted que se había presentado al premio Venice?

—Sí.

—¿Habló usted a Lázaro de la candidatura de su marido?

Suspiró profundamente y quiso dar impresión de la máxima veracidad por el procedimiento de abrir los ojos hasta desorbitarlos y silabear espaciadamente las palabras.

—No. Oriol llegó a pedirme que lo hiciera. Estaba nerviosísimo y cargado de mala conciencia. ¡Él, que tanto había denostado los premios literarios! Me hacía reproches a mí, como si yo me hubiera arruinado por mi culpa y ahora tuviéramos apuros económicos porque no he sabido conservar el patrimonio de mis padres. Se tomaba concursar a este premio como un atraco anarquista a un banco y no le importaba ningún procedimiento, ni siquiera que estuviera por medio mi antigua historia con Lázaro. Le constaba que Lázaro seguía sintiendo algo por mí y no se planteaba si yo le correspondía. Es como un niño que instrumentaliza todo lo que le rodea para conseguir el éxito. Un perverso polimórfico, que en ciertos aspectos no ha llegado a la edad de la razón. ¿Por qué les ha dicho que él mató a Lázaro Conesal? ¿No se hacen esta pregunta? Dudo que lo haya matado, pero esta noche quiere salir de este lugar como un triunfador, si no obtiene el premio, lo conseguirá asesinando al hombre más temido y más odiado de España. Fabulará que ha actuado como Judith ante Holofernes o como Charlotte Corday ante Marat.

—Usted se vio con Conesal y dice que no le pidió que premiara a su marido.

—No. Yo le dije a Oriol que sí, que se lo pedí, pero no lo hice. No podía empezar a hacer trueques con Conesal y él ni siquiera se refirió a que mi marido fuera concurrente. Le encontré angustiado, tristísimo, en demanda de ayuda, como tratando de reconstruir el clima de aquellos años en que éramos inocentes. Todo se le estaba hundiendo. «Soy la serpiente que se muerde la cola, Laura». El símbolo de la serpiente que se muerde la cola aparecía una y otra vez. Según parece se le había ocurrido por la tarde durante una reunión de altura que había tenido con el gobernador del Banco de España en la que le había comunicado que quedaba intervenida la Banca Conesal. Pasaba de la fiereza a la depresión.

—¿Eso ha sido todo?

—Casi todo.

—Siento tener que hacerle una pregunta que pertenece a su privacidad, señora, pero el giro que ha dado a los hechos la autoacusación de su marido puede llevarla a un examen médico embarazoso.

—¿De qué se trata?

—¿Hizo usted el amor con Lázaro Conesal?

—Sí.

—¿Se lo dijo a su marido?

—Sí, pero no le expliqué el verdadero sentido de lo que había hecho. Oriol tenía mala conciencia porque creía que me había utilizado para ganar el premio y de esa mala conciencia pasó a la irritación y a suponer que yo era capaz de acostarme por los cien millones de pesetas del premio. Entonces exploté y le dije que sí, que por su culpa me había acostado con Lázaro, que era un macarrón, un miserable macarrón en la vida y en la literatura.

Carvalho hizo una valoración a la alta de aquella mujer y comprendió que Lázaro Conesal se hubiera metido en ella como en una patria.

—Hicimos el amor, bueno, él. Estaba compulsivo y además fuimos interrumpidos por una serie de pedigüeños del premio. Tuvo que ponerse un pijama que había bajo la almohada para no salir desnudo.

—Usted conocía la costumbre de Lázaro Conesal de tomar estimulantes.

—Le he visto tomar toda clase de estimulantes y en el pasado no hacía el amor sin que los dos tomáramos dos rayas de coca cada uno.

—Ahora tomaba un fármaco legal e inocente que se llama Prozac.

—En efecto. Durante dos encuentros que tuvimos el año pasado ya se había habituado y me cantó sus excelencias. Me dijo que había una serie de productos y marcas sine qua non para ser un moderno y uno de ellos era el Prozac.

—Usted pasó al dormitorio y por lo tanto pudo ver la caja de Prozac sobre la mesilla de noche.

—No recuerdo ninguna caja de Prozac. No creo que la hubiera. Y me acordaría porque en una mesilla está el teléfono ocupándola casi totalmente y en la otra dejé mis joyas.

—¿No había ninguna caja de estimulantes en el dormitorio del señor Conesal?

—No. No creo.

Ramiro interrumpió de pronto el interrogatorio y se fue hacia la puerta. Hablaba enérgicamente con el policía portero y se quedó allí hasta que trajeron a Sagalés enmarcado entre dos policías diríase que gemelos y aleros de baloncesto. Laura se echó a llorar cuando vio a su marido y tenía los ojos cerrados por las lágrimas y los cabellos cuando Ramiro le preguntó a Sagalés:

—¿Cómo asesinó al señor Conesal?

—Le envenené.

Ramiro no parecía afectado por la revelación.

—¿Le puso arsénico en el café?

—No. Le metí un tóxico en las cápsulas de Prozac que solía tomar todos los días.

Laura lloraba a voz tendida y Ramiro puso cara de haber encontrado al asesino. Pero la voz de Carvalho rompió el ambiente de conformismo que había rodeado al presunto reo.

—¿De qué veneno llenó las cápsulas?

—¿De qué veneno? ¿Eso importa? De veneno. Del más fuerte que encontré.

—¿Dónde? ¿En qué farmacia lo compró?

—Tengo una familia muy diversa y no carezco de primos que poseen laboratorios farmacéuticos. Los Sagalés Bel, rama carnal con nosotros, los Sagalés Dotras. Los venenos curan o matan, no lo olviden.

—¿Qué veneno, señor Sagalés?

—¡Y yo qué sé!

Ramiro le pidió a Laura que siguiera los pasos de su marido pero le prohibía cruzar una palabra con él.

—Está en curso la orden judicial de detención y usted ya puede movilizarse buscándole un abogado.

Sagalés rechazó el intento de abrazo de su mujer y salió acompañado por dos policías de paisano como salían de su celda los condenados por el Terror camino de la guillotina. Laura le seguía como una Dolorosa. Ramiro se revolvió hacia Carvalho e interpretó su mueca escéptica.

—¿No cree que haya sido él? ¿Y el detalle del Prozac? ¿Cómo es posible que no estuviera la caja en la mesilla de noche?

—Tal vez lo haya hecho, o tal vez su mujer le relatara las costumbres de Conesal y pensara lo mismo que pensó el asesino, pero que no lo materializara. ¿Por qué no nos supo decir el nombre del veneno?

—Imagine que el señor Sagalés quiere cometer el asesinato y acude a sus primos con la excusa de una visita informal. ¿Y esto qué es? Un veneno muy fuerte que puede matar a un elefante. Pues ya está. Aprovecha cualquier descuido para agenciarse una porción y adelante.

—Cierto. Podría haber sucedido así. Pero no deja de ser un error técnico desconocer el nombre del veneno que utilizas. Además queda una importante cuestión. O la sustitución del frasco del Prozac verdadero por el falso la realizaron él o su mujer Laura o, ¿cómo hizo llegar ese botellín tóxico a la mesilla de noche y cómo le quitó a Conesal el Prozac auténtico?

—La señora Sagalés ha dicho que allí no había ninguna caja. Claro que pudo haberla traído después su marido o puede mentir ella. Pero esa caja debió llegar con la suficiente naturalidad como para que Lázaro Conesal se tragara las pastillas sin sospechar.

Los inspectores de la puerta avisaron que había tumulto en el comedor y tras ellos irrumpieron el jefe superior, Leguina y la ministra con cansados rostros negociadores.

—No se puede aguantar por más tiempo a la gente. Le pido por favor que deje marchar a los que no van a ser interrogados. El premio Nobel está arengando a las masas y predica una invasión pacífica de este cuarto.

—Sólo nos falta un testimonio, pero aún puede quedar implicado alguien de los aquí reunidos. No podemos dejarles marchar del lugar de los hechos sin un mínimo de seguridad. Luego las chapuzas me las atribuirían a mí.

—Ramiro, asumo mi responsabilidad en presencia del presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid en funciones y de la señora ministra. El jefe de Gobierno exige un memorándum previo para dentro de media hora y para media hora después ya he convocado una rueda de prensa. El hotel está rodeado de las televisiones de medio mundo y de público que se ha enterado de lo sucedido por la radio. Tengo el oído taladrado por los gritos que me han pegado los directores de los diarios que no saben qué decir en las ediciones que están ya imprimiendo. Le doy un cuarto de hora, Ramiro y que caiga sobre mí esta cruz. ¿Quién le queda?

—Álvaro Conesal.

—Voy a avisarle —advirtió Carvalho y salió de la habitación morosamente, sin perderse el litigio entre Ramiro y su jefe.

—No le garantizo que no tenga que hacer algún flash back.

—Pero ¿quién se cree usted? ¿Almodóvar?

Carvalho precipitó los pasos cuando salió de la estancia y se acercó al comedor donde las masas se arremolinaban en torno del Nobel.

—¡Dígase si se tercia que todos somos asesinos y como tales quedamos retenidos por la Justicia, pero no se nos toquen los cojones con moratorias que esconden la falta de capacidad de decisión del desgobierno socialista!

Aplaudían hasta los socialistas y los paniaguados del socialismo, mientras Sánchez Bolín intentaba imponer su brindis con la copa de cava alzada.

—¡Por la caída del régimen!

Carvalho rescató a Álvaro. El Nobel era el más aplaudido, pero Álvaro era el más interrogado. Caminó junto al muchacho hacia el interrogatorio, pero le detuvo a unos metros de la puerta.

—Usted es mi cliente y quiero ser honesto con usted. Le espera una pregunta especialmente desagradable.

Álvaro tragó saliva y aplazó un tiempo la respuesta.

—Lo supongo, ¿la novela de Ariel Remesal?

—Sí.

—Iñaki es un hijo de puta.

—¿Eso es todo?

—Casi todo. Supongo que usted ya se habrá enterado de que los sexos no son sólo dos.

—¿No le parecen suficientes?

Álvaro no transmitía irritación, incluso parecían sonreírle los ojos. Carvalho había cumplido y le abrió camino hasta la puerta por la que salía un airado jefe superior de policía y las restantes autoridades. El jefe superior de policía iba repasando en un murmullo las frases que había tramado para tranquilizar al público: «Si han podido esperar una eternidad, ¿no podrán esperar treinta minutos?…». Álvaro atendió el requerimiento de Ramiro y arrugó la nariz porque la habitación olía a humanidad cansada.

—Los acontecimientos se precipitan y debo concluir mi encuesta cuanto antes.

—Realmente los ánimos están muy excitados.

—Usted salió frecuentemente del salón y finalmente se contabiliza una ausencia más amplia, al final de la cual volvió con la noticia, primero retenida, de que había encontrado a su padre muerto.

La cabeza de Álvaro dijo sí.

—Más o menos. Mi padre se sintió mal y tuvo tiempo de llamar al médico. Ahí empezó la cadena de descubrimientos.

—Cuando confirmó la defunción bajó al comedor, se lo dijo confidencialmente al señor Carvalho y a su madre de usted. Bien, conozco, por sus manifestaciones previas, todo lo referente al descubrimiento del cadáver, pero me gustaría saber a través de sus labios tres cosas, sólo tres cosas que me parecen importantes. Primera: ¿conocía usted la causa de la profunda depresión que su padre padecía esta noche?

—Sí. Acababa de tener una entrevista con el gobernador del Banco de España y mañana o pasado mañana se sabrá que todo el sector bancario de nuestros negocios ha sido intervenido.

—¿Pudo su padre suicidarse ante el miedo a arruinarse?

Álvaro se echó a reír para sorpresa de los presentes. Carvalho se limitó a cerrar los ojos.

—Mi padre no estaba arruinado. Era demasiado rico para arruinarse. Es demasiado rico para arruinarse.

—Se me ocurre que el número de personas que odiaban a su padre no caben en este salón.

—Apenas si caben en España, sumadas a las que lo idolatran.

—¿Y usted? ¿Le odia? ¿Le idolatra?

—Le odié cuando me tocó odiarle. Ahora me era no sólo indiferente sino inverosímil.

—¿Inverosímil?

—Exactamente. Inverosímil quiere decir poco creíble. Mi padre me parecía poco creíble como padre e incluso su existencia me parecía poco creíble, como si fuera fruto de un guión de cine que me había implicado a mí. Sin ganas. Creo que tenía otras dos preguntas.

—¿Relaciona usted el asesinato con la proclamación del premio?

—Totalmente. Se buscaba un escenario grandioso, multiplicador y éste lo era.

—Pero imagínese que mañana aparece la noticia de su ruina o de lo que sea, ¿no es también un escenario grandioso?

—Probablemente quien lo haya matado desconocía sus problemas económicos o no le importaban.

—¿Alguien parecido a usted? A usted no le importan los problemas económicos de su padre.

—Me afectan, pero no me importan.

Ramiro pestañeó como si estuviera ametrallando a Álvaro Conesal.

—¿Sabe usted lo que acaba de decir? ¿Sabe que de seguir este criterio quedan fuera de sospecha todos los candidatos a asesino por el lado de los negocios o la política?

—No necesariamente, pero es probable.

Ramiro estaba indignado contra todo y contra nada, daba paseos, miraba el reloj, cabeceaba, pero había prometido tres preguntas y sólo había hecho dos.

—¿Quién iba a ganar el premio?

—No lo sé. No me importaba demasiado. Presencié toda clase de tráficos de influencia y algunos trataron incluso de utilizarme a mí. Finalmente cumplí con mi deber, ayudé a montar este show y eso fue todo.

—¿Conocía la novela presentada por Ariel Remesal y encargada por Regueiro Souza?

—La sospechaba.

—¿La sospechaba? ¿Eso es todo?

—La sospechaba. He dicho lo suficiente. No la he leído, pero la sospechaba.

—¿No le molestaba la idea de que esa novela la leyera su padre?

—Soy partidario de la libertad de lectura. Mi padre era un ser vivo con sus propios problemas de supervivencia biológica y mental. Igual que yo. Quizá conociera el contenido de la novela, pero no, no la había leído, de lo contrario me habría hecho algún comentario y además mi padre conocía mi homosexualidad, aunque sin duda no le habría gustado saber que mi primera relación se produjo con Regueiro Souza. Mi padre era tan egocéntrico que lo hubiera interpretado como una agresión sexual a su persona. Mi padre sólo leyó, y no creo que acabara, la novela ganadora, o mejor dicho, la que iba a ganar.

—El señor Regueiro Souza nos ha dicho que entregó una copia de la novela a su madre de usted.

—Celso es muy extravertido. Sobrestimaba el miedo que mi padre podía sentir ante mis vicios privados.

—Su padre murió porque alguien sustituyó el contenido de las cápsulas de Prozac por un veneno fulminante, alguien que pudo incluso hacer la sustitución en otro momento, puesto que su padre llevaba las pastillas encima o las tenía en su domicilio.

—Mi padre disponía de reservas de Prozac en todos los lugares donde previera instalarse, la suite del Venice uno más. Era un problema de intendencia, como los batines de seda o las botellas de whisky.

—Es decir, que esas pastillas sólo pudieron ser manipuladas o sustituidas aquí. Pero ni siquiera es forzoso que esa manipulación o sustitución se hiciera hoy.

—Sí. Ayer mi padre durmió aquí y tomó Prozac de ese mismo frasco. La sustitución debió de hacerse hoy.

—Señor Conesal, he hablado con todos cuantos salieron de este salón para ponerse en contacto con su padre y de todo lo que no entiendo hay algo que me es especialmente inexplicable. Su padre convoca un premio y la noche misma de la concesión no sabe quién va a ganarlo, no se encuentran los originales finalistas y es de prever que haya un ganador. Su padre escribió unas notas enigmáticas y envolvió con un círculo la palabra Ouroboros. ¿Qué le dice esta palabra?

—Nada especial, que yo sepa.

Ramiro se encogió de hombros. Álvaro podía marcharse y el jefe superior de policía comunicar que la fiesta había terminado.

—Le comunico que he hecho detener al señor Oriol Sagalés como presunto autor del asesinato. Lo digo porque puede circular en cualquier momento y no quiero que se sorprenda.

El rostro de Álvaro era de escepticismo o de desilusión. Ni Ramiro supo aclararlo, ni Carvalho, que le acompañó de retorno al salón sin esperar ni ofrecer una palabra. El jefe superior de policía se metió en la habitación con sus hombres y Álvaro afrontó el retorno al comedor seguido de Carvalho.

—¿Cómo está la cosa, Álvaro?

La pregunta la había hecho alguien en concreto pero parecía que la habían hecho todos los presentes, menos un extraño orfeón compuesto en torno de la mesa donde permanecía el Nobel realmente existente, que además actuaba de director polifónico secundado por el académico Daoiz y el escritor Sánchez Bolín.

Los estudiantes navarros

cuando van a la posada

lo primero que preguntan

chin pon jódete patrón saca pan y vino,

chorizo y jamón

¡y un porrón!

Que adonde se acuesta el ama.

Leguina se había aflojado la corbata, estaba con los codos desparramados sobre una mesa en la que sólo le hacía compañía la ministra.

—Tengo ganas de que tome posesión de una vez el nuevo presidente. El poder a veces no corrompe pero te convierte en una esponja, en lo más parecido a una esponja que absorbe lo que le echen. Lo que más deseo en este mundo es recuperar el esqueleto.

La ministra le dedica sonrisas cariñosas consoladoras de cesantes.

—Yo también tengo ganas de volver a mi tierra y vestirme como me dé la gana sin que me miren como a un bicho raro. Aquí en Madrid todas las mujeres visten de beige.

—Es que los valencianos tenéis otro sentido del color.

—Y de la estética, Joaquín. Porque aquel asno que se llamó Unamuno dijo que nos ahogaba la estética, pero es que aquí a todo el mundo le ahoga el requesón. ¡Es que hay una mala leche en Madrid, Leguina!

—¿Qué te gustaría ser cuando fueras mayor?

—Marchante de pintores y viajar mucho. Descubrir nuevos talentos. Vivir un año en Bali.

Leguina contemplaba torvamente a todos los presentes.

—Qué lástima que eso de la revolución sea mentira y no se pueda acabar con tanto chorizo. En España no hay los suficientes trigales para el pan que se necesita para tanto chorizo. Seguro que este lío lo han montado Mario Conde y Pedro J. Ramírez.

—¡Por la caída del régimen!

Elevaba su copa y su brindis un hipercalórico Sánchez Bolín, propuesta que secundaron educadamente Leguina y la ministra, pero que acogió con frialdad el premio Nobel realmente existente.

—No me toque usted a Su Majestad que es alto y rubio y cualquier presidente de la República sería calvo, regordete y tan bajito que levantaría el polvo de los caminos cuando se pegara pedos, como usted.

Mudarra Daoiz prefería continuar la vena canora y desafinaba unas veces atipladamente y otra cual barítono de fondo una versión de Antonio Machado musicada por Serrat.

Caminante no hay camino,

se hace camino al andar.

La única persona viva que le secundaba era su esposa, dotada de mejor voz y entonación, pero el duque de Alba decidió abandonarles acompañado por Mona d'Ormesson, determinado a caminar entre mesas llenas de cadáveres a los que ya no les quedaba ni indignación. Allí estaba Beba Leclerq con la mirada perdida en un lugar del salón que sólo ella veía y su marido contemplaba obsesivamente un vaso como si fuera a embestirlo. Aquel novelista jovencito hablaba por los codos con Marga Segurola, extrañamente receptiva, no así Altamirano que había sacado un libro del bolsillo y lo leía ávidamente ajeno a cuantos chuzos cayeran a su alrededor.

—¿Qué estás leyendo?

Le mostró el libro: Poesía y Estilo de Pablo Neruda, Amado Alonso.

—Es una edición vamos a llamarla de bolsillo de Sudamericana del año 66.

—¡1966! Yo entonces era un joven jesuíta que estudiaba en Frankfurt y organizaba encuentros entre marxistas y católicos.

—¿Quién recuerda ahora a los grandes humanistas de la República, Amado Alonso, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Cansinos Asens, Guillermo de Torre…? En 1936 este país empezó a ser peor para siempre.

—Hay países que nacen para hacer la historia y otros para padecerla.

Mona cogió por el brazo al melancólico duque y apostilló:

—Eso no es de la escuela de Frankfurt, duque, eso es de Nietzsche.

—Sea de Nietzsche o de Perico de los Palotes, es una verdad como un templo. He tenido la santa paciencia de esperar durante los veinte años de la Transición que este país fuera normal, abandonara el cultivo de la perversa diferencia metafísica propiciada por aquel generalote de espíritu miserable. Y no se ha producido el milagro. Modernidad, sí, pero con caspa y sarro.

—Duque, duque, te traiciona tu nostalgia del ancien régime.

—Tú lo has dicho, Mona. Deberíamos ponernos de acuerdo para volver a empezar bien la Modernidad. El siglo dieciocho. Después de Carlos tercero, un nuevo impulso ilustrado, un enciclopedismo español. Las revoluciones hay que hacerlas a tiempo y lo peor que le puede ocurrir a una revolución es el destiempo como a la Soviética. Llegó demasiado pronto. La finalidad histórica de la Revolución Soviética sólo será posible en el próximo siglo y condicionada por la necesidad de sobrevivir, de repartir lo que nos dejen a escala planetaria todos estos tiburones planetarios.

—Está vacante la plaza de Lenin, duque.

—Chi lo sa.

Pasó el duque ante la mesa de los financieros distantes que no se hablaban y consumían sus bebidas con la melancolía con la que los extravertidos descubren que la realidad no les merece.

—Ése sí que lo tiene bien. Duque consorte, rentas y primera página cuando quiere —comentó Regueiro Souza. Hormazábal localizó con la mirada al objeto de su comentario y sonrió conmiserativamente.

—Estos aristócratas no duran ni veinticinco años. Son puro museo.

El mejor vendedor de libros del hemisferio occidental español trataba de venderle a Sanitarios Puig, S. A. una colección completa de enciclopedias Helios.

—La gente se cree que sólo disponemos del Diccionario enciclopédico, pero el concepto de lo enciclopédico va más allá. ¿Sabía usted que disponemos de textos enciclopédicos de la Ciencia, el Arte o la Historia, elaborados a partir de la obra de un millar de premios Nobel?

—¿Tantos premios Nobel hay?

—Un montón. Piense que no sólo están los de Literatura, los más conocidos, sino también los de Ciencias o Economía o la Paz o la Pintura.

—¿Hay premios Nobel de Pintura? —preguntó la señora Puig tan escandalizada como interesada.

—Como si los hubiera. ¿Acaso Picasso no es como un premio Nobel?

—Bajo ese punto de vista, desde luego. ¿Aún tenemos para rato?

El suspiro desesperanzado de la señora Puig se parecía al que emitían Marga Segurola y Alma Pondal, reunidas para sancionar la maldad literaria de los tiempos.

—Cuando yo veo a estos chicos minimalistas que con una novela de ciento cincuenta folios, y ni eso, en los que se limitan a escuchar discos y a transcribir de una manera naturalista una vida tonta y decadente, son jaleados como la esperanza de la literatura española es que me descompongo.

—Marga, contra Franco estábamos mejor. Eramos una sociedad civil con esqueleto crítico, estábamos contra, pero queríamos fervientemente algo, la democracia. Ahora sólo sabemos que no podemos querer nada realmente importante como era acabar con una dictadura.

—Desconocía tus actividades antifranquistas, Alma.

—Mi conciencia era antifranquista pero poca práctica pude hacer porque yo era muy niña, recién salida de las monjas, en seguida casada, traslados de mi marido, los niños, la literatura como consuelo, como inmenso consuelo, ¡qué inmenso consuelo es la literatura!

—¿Recuerdas esa opción que Semprún se plantea en La Literatura o la Vida? Para mí no hay opción. ¡La Literatura!

—Tú puedes decirlo porque no tienes hijos, pero sí los tuvieras sabrías que la Vida, su vida, la vida de tus hijos es lo más importante y que no puedes vivirla por ellos.

—Sería contraproducente —aclaró el mejor ingeniero de puentes y caminos de España.

—Desde luego, desde luego —concedió Marga y añadió—: No me voy a oponer al criterio de los especialistas. Por cierto, se rumorea que la policía ha retenido a Sagalés, ese joven escritor catalán.

—¿Joven? Pero si es de mi edad.

—Es que tú eres muy joven, Alma. ¡Has hecho tantas cosas en tan poco tiempo!

—Joven o viejo que se lo queden y nos dejen marchar a los demás —opinó el ingeniero con sentido práctico. Pero a Marga aún le restaba una cita literaria.

—Quizá sin saberlo hayamos vivido lo que Aristóteles llama una anagnorisis, concepto que Northrop Frye analiza con rigor en La estructura inflexible de la obra literaria. Dice Frye que la anagnorisis es el sentido de una continuidad lineal o participación en la acción desde diferentes perspectivas. En los relatos policíacos cuando descubrimos quién lo hizo, el punto de anagnorisis es la revelación de algo que antes constituía un misterio. El lector conoce ya lo que está a punto de ocurrir, pero desea participar en la terminación del diseño.

El jefe superior de policía volvía al salón rodeado de un séquito grave pero aparentemente satisfecho y consiguió avanzar bajo los reflectores de la televisión y las amenazas de los micrófonos. Los fotógrafos daban empujones a los periodistas de la radio porque les ocultaban la imagen de las personalidades y en torno a la llegada de los policías al lugar donde les aguardaban Leguina y la ministra se organizó un zafarrancho de combate. Leguina y la Alborch parecieron delegar en el jefe superior la responsabilidad del momento y el hombre se fue ufano a por la tarima donde el micrófono esperaba desde hacía seis horas la noticia del ganador del I Premio Venice-Fundación Lázaro Conesal. Esta vez sirvió para que el funcionario proclamara con gran satisfacción que la fiesta había terminado.

—Se han cubierto los objetivos previstos por las fuerzas de seguridad y las autoridades que en todo momento han mantenido el control sobre la situación. Pueden marchar a sus casas.

—En este país todo termina en un parte de guerra —se quejó Sánchez Bolín al primero que encontró. Puig, S. A. se rió mucho por la ocurrencia y trató de saber con quién se jugaba la conversación y los pasos que le devolvían a la normalidad.

—Usted, ¿escribe o trabaja?

Sánchez Bolín miró neutralmente a aquel hombre tan excesivamente encantador, capaz de mantener la sonrisa llena de dentadura y la mano sobre su brazo y le contestó:

—Trabajo.

Había cola y empujones para abandonar cuanto antes el regusto de la fiesta abortada y ya iba de boca en boca la noticia de que el escritor Oriol Sagalés permanecía retenido por la policía. Los tertulianos radiofónicos debían comentar todo lo ocurrido ante los micrófonos de sus respectivas emisoras y apenas les quedaban dos horas para desperezarse y encontrar una argumentación crítica. Pero ¿contra quién?, ¿contra qué? ¿Contra los premios literarios? ¿Contra la estricnina? ¿Contra Sagalés?

—Hablad mal de los socialistas. Tenéis el éxito asegurado. Hablad mal de mí —les ofrecía Leguina retador.

—El crimen puede ser la más completa de las Bellas Artes —opinaba el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas a quien quisiera retener sus opiniones, pero eran tantas las prisas por abandonar el comedor que ya sólo le quedaba como interlocutor el naviero borracho, entre dos cabezadas y dos regüeldos de su perplejo estómago, incapaz de comprender cómo había podido almacenar tanto alcohol desde el mediodía.

—Tienes toda la razón, chico. Sobre todo si no te matan a ti.

—¡Hay tantas maneras de que te maten!

—Sólo hay una, muchacho. Que te maten.

Había nacido una gran amistad y Sagazarraz se puso en pie apoyándose sobre un brazo de Andrés Manzaneque. Así consiguió el naviero de barcos dedicados a la pesca del calamar ponerse en pie, dar los primeros pasos y los segundos utilizando a su joven compañero como muleta. Pero nada más llegar a las puertas del hotel, Sagazarraz se desplomó en lo alto de la escalinata con la exactitud del plomo y de la retaguardia dé los fugitivos. Manzaneque repescó a un médico y a Terminator Belmazán que acudieron a su llamada. El médico desabrochó el cuello de la camisa del caído, le palpó las venas del cuello, le tomó el pulso. Estaba evidentemente muerto y los tres únicos testigos de lo sucedido reaccionaron profesionalmente. El médico habló de no tocar el cadáver, Terminator Belmazán señaló al yaciente como si se lo ofreciera a Manzaneque.

—Ahí tienes un best seller. Te lo ofrezco a ti porque tienes mucho futuro por delante. Te garantizo el premio Almansa.

Fue cuando el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas recuperó de pronto el fragmento de Oscar Wilde que había querido rememorar a lo largo de toda la noche y se lo recitó a Belmazán.

Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama, sépanlo todos. Unos lo hacen con una mirada de odio. Otros con palabras que acarician. El cobarde con un beso. El valiente con una espada. Unos matan su amor cuando son jóvenes, otros cuando son viejos. Algunos lo estrangulan con las manos del deseo, otros con las del oro, los mejores utilizan un cuchillo, porque asilos muertos se enfrían en seguida

Álvaro y Carvalho habían esperado la vaciedad total del comedor y lo atravesaron, así como el hall bajo las palmeras dormidas aunque muertas, para buscar refugio en el bar. Fue allí donde Carvalho vio al falso negro con los ojos llenos de telarañas y el tinte amenazado por el sustrato blanco. También estaban las dos mujeres. Una era Carmela que dormitaba en una esquina del sofá que marcaba el perímetro de toda la estancia, con los brazos cruzados sobre el bolso y la boca ligeramente abierta. La otra era la madre de Álvaro que se levantó para abrazarse a su hijo. Estaba conmovida y asustada.

—Álvaro. Tú estás a salvo. Eres lo único importante que me queda.

Él no estaba ni conmovido ni asustado y lo exteriorizó sacándosela de encima con enérgica suavidad. Parecía estar acostumbrada la mujer al distanciamiento de su hijo y volvió a dejarse caer en su asiento jugueteando con la mirada con los pocos asideros que le ofrecía el bar casi vacío.

—No puedo velar a tu padre. Me horroriza ese aspecto, esa horrible muerte, ese horrible cuerpo que le ha quedado. No me parece él.

—Es él, mamá, es él.

—Ha muerto tan horriblemente como ha vivido. Tan horriblemente como era. Sin saberlo. Nunca me pidió todo lo que yo podía darle.

Álvaro se había situado más allá de la barra y estaba sirviéndose, prescindiendo del falso camarero negro en pleno decoloramiento. Carvalho no quiso despertar a Carmela y se acodó en el mostrador para compartir lo que bebiera el muchacho. Ron, tónica, mucho hielo, lima. Estaba bueno y era refrescante. Carvalho distrajo la mirada sobre el camarero y éste le correspondió abriendo desmesuradamente los ojos para exagerar el contraste del blanco de sus ojos.

—¿A qué hora le subió las pastillas de Prozac a don Lázaro?

Los ojos del falso camarero negro se abrieron hasta la desmesura, pero luego se cerraron, como tratando de consultar un reloj mental interior. No se apartaban de los de Carvalho como preguntándole: ¿Por qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué te he hecho yo para que me preguntes esto? ¿No te he dado conversación y buen whisky?

—¿No era usted el jefe de intendencia? ¿No era usted el encargado de que no faltara el whisky ni el Prozac?

—A las once y media aproximadamente. Fue a causa de una llamada interior desde el teléfono directo que el señor Conesal tenía en su suite. Había observado que no estaba allí la caja de Prozac.

—Usted es su proveedor habitual.

—Sí.

Carvalho hizo un gesto como entregándole a Álvaro al culpable, pero al muchacho sólo le quedaba cansancio. Fue Carvalho quien le preguntó al barman:

—¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Ha sido por lo de su hermana?

—Por lo de mi hermana, ¿qué?

—Las pastillas contenían veneno.

Los buenos barman deben acoger con frialdad la acusación indirecta de que pueden ser el asesino, pensó Carvalho, pero en el aplomo del falso negro había otro componente que se hizo sonrisa negra. Ahora Simplemente José le hablaba inplacablemente a su señorito:

—La caja de pastillas me la dio su madre, don Álvaro. Me dijo que había notado que su padre no las tenía en la mesilla de noche y me las dio para cuando él las reclamara. Si usted recuerda me acerqué a la mesa durante la cena abandonando mi habitual puesto de trabajo. Su madre me había hecho llamar.

Esta vez Carvalho se separó de la barra y pensó qué debía decir. El cansancio le caía encima como una catarata de relente y madrugada. No debía decir nada. Simplemente despedirse. Le tendió una mano a Álvaro que él le estrechó sin entender por qué se la tendía, ni por qué se la estrechaba.

—Asunto terminado. Me vuelvo a Barcelona. ¿Quién me acompaña al aeropuerto?

Simplemente José se estaba quitando la negritud con un delantal.

—Yo lo haré. El aire fresco me desvelará.

Carvalho removió el cuerpo de Carmela hasta despertarla. De reojo veía todas las heridas de la noche grabadas en el rostro hierático y arrugado de la madre de Álvaro y al muchacho con la cabeza entre las manos y los codos sobre la barra.

—Me llevan al aeropuerto. Vente conmigo, Carmela.

Había cara de susto en el rostro de Carmela, resucitado de entre los sueños.

—¿A qué aeropuerto? ¿Qué pasa?

—¿No recuerdas que nos despedimos en un aeropuerto hace quince años?

Carmela lo recordaba y se dejaba conducir por Carvalho hacia la salida donde se mezclaron con el último reguero de invitados a la desbandada. Se hablaba de un muerto, de dos muertos y vieron partir una ambulancia que Carvalho supuso llevaba los restos de Conesal. Al pie de la escalinata del Venice un coche de la policía esperaba a un huésped, el personaje de la noche y del día, Sagalés, el novelista desairado que asesinó a Conesal por despecho literario y sexual. El inspector Ramiro estaba junto a la portezuela con los brazos cruzados sobre el pecho y al ver que Carvalho y una acompañante femenina se situaban a unos metros, como a la espera de un taxi, hizo una señal amistosa hacia el detective y luego lo pensó mejor y fue a su encuentro.

—Sigo sin entender cómo Sagalés sustituyó el frasco de cápsulas normales por el de las cápsulas adulteradas. A no ser que mienta su mujer cuando dice que el frasco no estaba en la mesilla de la habitación cuando la compartió con Conesal.

—Hágame caso. No se encariñe con el detenido. Le va a durar poco. Déjele vivir por una noche el sueño de ser un falso culpable, el falso culpable más notorio de la Historia de la Literatura Española. Todos estos escritores son iguales. Gente normal que tiene más miedo que los demás a que nadie sepa lo que piensan y lo que sienten. Son exhibicionistas frustrados. Si tuvieran cojones se irían por los parques con la desnudez cubierta por una gabardina y enseñarían sus encantos a las muchachas o a los muchachos en flor. Pero como no se atreven, escriben para seducir. Seguro que dentro de unos años a Sagalés le saldrá una novela sobre lo que hoy le ha ocurrido. Pero mañana por la mañana usted lo verá todo más claro.

—¿Me está usted diciendo que un detenido convicto y confeso no es el culpable?

—Le estoy diciendo que ya es de día.

El Jaguar frenó ante Carmela y Carvalho. Al volante iba el hombre para todo, fresco como una rosa marchita regenerada por una ducha rápida, impecable dentro de su uniforme de chófer almirante suizo y con la piel más blanca que nunca. Cuando Carmela se sintió dentro del coche exclamó:

—¡Guai! ¡Qué cosa más guapa! Debuten. ¿Y adónde me llevas si se puede saber?

—A un avión particular que nos llevará hasta Barcelona. Te invito unos días en mi casa. Esta noche no hemos podido hablar y tenemos una conversación pendiente desde 1980.

—Pero bueno, ¿usted ha oído esto?

El chófer lo había oído pero como si nada.

—O sea que te vas hace quince años. Nos decimos cuatro cosas tristes al pie de un avión de Iberia y vuelves en un avión privado, ¿tuyo?

—No.

—Que ni siquiera es tuyo y me propones que me vaya a Barcelona, como si nuestra despedida hubiera ocurrido hace una hora y yo estuviera en condiciones de cambiar de ciudad, de vida porque te lo pide el cuerpo.

—Se cambia de vida así o no se cambia.

—¿Y aquella novia que tenías? ¿Y tu socio, o lo que fuera?

—Charo me abandonó hace unos tres años. Quizá cuatro. Vive en Andorra. Ha dejado la prostitución y trabaja de recepcionista de hotel. Biscuter trata de emanciparse, de encontrar sus razones para vivir al margen de ser mi ayudante para todo. Sólo mi vecino Fuster sigue siendo Fuster, pero está muy asustado porque todos sus amigos van teniendo infartos de miocardio. Es imposible emborracharse con él. Ni siquiera mi ciudad es mi ciudad. Los Juegos Olímpicos la han convertido en una desconocida para mí. Es como si sobre ella hubieran pasado aviones fumigadores que han matado todas las bacterias que rae permitían sobrevivir.

—¿Y por qué no te quedas tú en Madrid?

—Madrid fue la capital de un imperio por casualidad. Ahora es la capital de un inmenso cansancio. En Barcelona en el fondo nunca nos pasa nada. Todo lo que nos pasa es por culpa de Madrid. Esta ciudad vuestra siempre está llena de un millón de personas raras. En 1945 de un millón de cadáveres. En 1980 de un millón de chalecos. Ahora de un millón de nuevos ricos.

—Pues qué quieres que te diga, a mí Barcelona me parece una ciudad sosa y en Madrid se ven mucho más claras las contradicciones del capitalismo salvaje. Además mañana tengo mucho que hacer. Trabajo en la sección de refugiados de la ONU por las mañanas. Por la tarde tengo reunión en SOS Racismo y luego debo coordinar un grupo sobre la ayuda a Chiapas. Yo, como ayer. Mientras haya hijodeputas en el mundo, yo, como ayer.

—El avión es casi tan bonito como este coche y lo viviremos para ti y para mí solos.

—Qué quieres que te diga, este coche me da corte. ¿De qué raza es?

—Un Jaguar.

—Pues será un Jaguar o lo que tú quieras, pero a mí me da corte.

Apoyada sobre el respaldo del asiento, Carmela estudiaba a aquel antiguo desconocido y Carvalho leyó en sus ojos un sorprendido diagnóstico comparativo con el que sin duda ella había establecido quince años antes.

—Estás cansado.

—La noche ha sido larga.

—No rae refiero a la noche. Estás cansado. Sea de noche o sea de día. Mañana por la mañana seguirás estando cansado.

—Es probable.

—Quédate.

—También estoy cansado para quedarme. Siento haberte presionado. Si quieres el chófer te lleva a casa antes de acercarme al aeropuerto.

—Me gusta despedirte en los aeropuertos.

Carmela tenía cuarenta años y de pronto a Carvalho le pareció casi una muchacha, una muchacha que le regalaba su compañía hasta el momento de una despedida que la liberaría de una querencia enquistada. Ella seguía estudiándole y él no fue capaz de devolverle la investigación, recorriendo uno por uno los detalles de su anatomía sazonada. Había conseguido reunir los quilos de más que Carvalho le había exigido, pero cada despedida tiene su melodía secreta y así como había sonado para él quince años antes, esta vez la despedida sólo convocaba el silencio de los deseos y finalmente el de la memoria. Hace quince años ella habría secundado la locura de subirse a un avión para dos, de madrugada, casi de amanecida, porque las claridades se colaban por los cielos altos de Madrid.

—¿De quién es el coche? ¿Y el avión?

—De Lázaro Conesal.

—¿Del muerto? ¡Qué grima! ¿Trabajabas para él?

—Hoy. Sólo hoy.

—Pues vaya día para empezar a trabajar para Lázaro Conesal. A esto se llama trabajo precario.

—Estoy cansado, tienes razón. De mí mismo en parte. Además este país cansa. Esta gente cansa. No sé por qué, pero supongo que ser suizo u holandés o francés debe de ser mucho más relajado. Tengo ganas de irme una temporada y he aceptado un encargo en Buenos Aires. Te gustaría la historia. Encontrar a un desaparecido.

—¿Todavía quedan desaparecidos?

—Un desaparecido residual, voluntario. Alguien que ha querido desaparecer, pero cuya historia se relaciona con la de los desaparecidos bajo la Junta Militar.

Carmela le observaba atentamente.

—Es curioso. Me estás hablando como si nunca se hubiera interrumpido nuestra conversación y a mí me parece lo más natural de este mundo.

—¿No te gustaría ir a Buenos Aires conmigo?

—Pero bueno, ¡tú eres una agencia de viajes!

El chófer enseñó sus credenciales y los guardianes del aeropuerto le permitieron seguir hasta el pie del Père Lachaise. Para Carvalho era un pájaro familiar que le esperaba para el último viaje. El chófer le entregó una carpeta y un sobre en el momento de despedirse.

—Me lo ha dado el señorito Álvaro para usted.

Se cuadró el chófer barman hispanista falsamente negro.

—Aquí tiene a su disposición a Simplemente José.

Carmela le siguió maquinalmente hasta la escalerilla, pero tanto Carvalho como ella tenían ganas de concluir la escena. Se besaron las dos mejillas y en el viaje de las caras los labios se rozaron, pero ni el hombre ni la mujer hicieron ningún esfuerzo para ultimar el encuentro de las bocas.

—Que no pasen quince años.

—No. No pasarán quince años.

A punto de meterse en el avión se volvió para despedirse de ella, pero Carmela le daba la espalda avanzando hacia el Jaguar que la devolvería a casa, a Dios nos pille confesados, a sus militancias altruistas, a todas las militancias altruistas necesarias en el final del segundo milenio y Carvalho no esperó a que se volviera antes de subir al coche, se metió en el avión y recibió un saludo relajado del mismo piloto de la madrugada anterior. Las azafatas avanzaban majestuosas por el pasillo central, irreales, como si fueran hologramas de sí mismas, pero no le tentaron esta vez los canapés ni la carta de vinos excelentes, ni siquiera el whisky. Se sentía saturado de alcohol, palabras y sensaciones y cuando el avión empezó a remontarse abrió el sobre que le había hecho llegar Álvaro a través de Simplemente José, el hombre para todo. Era un cheque. El resto del dinero acordado. Una azafata le dejó a mano la edición de un diario recién cocido.

Lázaro Conesal asesinado antes de poder fallar

el premio Venice.

La policía ha detenido al escritor Oriol Sagalés

como sospechoso del crimen.

Fallece de la impresión uno de los invitados:

el naviero Justo Jorge Sagazarraz.

El tercer titular le llenó el alma de compasión hacia sí mismo y pidió a una de las azafatas que le sirviera un whisky doble.

In memoriam —añadió enigmáticamente. Pero le atraía sobre todo abrir la carpeta adjunta y al hacerlo se encontró con el original de una novela. Empezó a leerla. Apenas tres páginas. Hasta que se dio cuenta de que ya la había vivido:

Ouroboros. Novela. Barón d'Orcy.