LÁZARO CONESAL salió del ascensor y se encaminó hacia su suite. Le pesaba la cartera. Le dolía el hombro. El pecho, donde una sustancia gaseosa pero que sin duda sabría a sal pugnaba por salir. La palabra intervención le ocupaba el cerebro, pero todo su cuerpo se orientaba hacia la finalidad de la noche: tomar una decisión sobre el premio de novela Venice. El gobernador del Banco de España le había tendido el documento en el que debía estampar su firma, enterado y recibí por el que quedaba sustituida provisionalmente la dirección del Consejo de Administración del banco y se designaban nuevos administradores. Si hasta entonces había desbordado al gobernador a base de argumentos y sentido del humor, el papel a firmar le situaba en el territorio del silencio, de lo inapelable. Se había preparado durante dos años para este momento y sabía cómo responder en las semanas sucesivas, pero de momento debía prepararse para cambiar de imagen y aparecer como el vencedor acorralado y desautorizado. El sistema le había dicho, negro eras y negro volverás a ser y en cuanto ganó coche sus oídos se cerraron para la argumentación esperanzada de los abogados y sus manos exigieron el teléfono móvil. El presidente del Gobierno no estaba. El Rey no estaba. Para desconcierto de sus abogados, llamó al Papa y Su Santidad no podía ponerse. Tampoco Jacques Delors el que había sido presidente de la Comunidad Europea. ¿A quién más no podría comunicarle que acababa de suspender uno de los exámenes más determinantes de su vida? A la ONU.

—Remedios, déme el teléfono privado de Butros Gali, el Secretario General de la ONU.

—¿A quién se refiere usted, don Lázaro?

Fue el momento escogido por el abogado para ponerle la mano sobre el brazo que sostenía el teléfono y decirle:

—Vuelve a España, Lázaro. A Madrid. A este coche. Enfríate.

—¿Más todavía?

Pero le pidió a su secretaría que no llamara a Butros Gali, desconectó el teléfono y se refugió en el muelle respaldo del Bentley como si fuera un colchón, una patria, para cerrar los ojos y vivir entregado y confiado entre coordenadas propicias.

—Me están acorralando. Y tratan de hacerme creer que soy yo mismo el que me acorralo, la serpiente que ha acabado mordiéndose la cola estúpidamente. Ouroboros. Probablemente le dé el premio a una novela que se ha presentado bajo seudónimo y titulada Ouroboros, me gustó mucho cuando la comencé porque hacía una clarísima transposición de un premio literario que el autor suponía se parecería al mío. Ya estaba interesado por la trama cuando decidí dejarla para el final e ir eliminando las que no me gustaban. Esta noche, cuando llegue al Venice me dedicaré a terminar de leer Ouroboros. ¿Sabes qué quiere decir?

—No.

—Es el símbolo del círculo cerrado, que puede entenderse como continuidad fatal o como fluido que pasa por todo lo que vive intercomunicándolo.

Me lo explicó una de mis asesoras, Mona d'Ormesson que es muy letrada, muy pedante, muy simbolista. Quizá yo sea un círculo definitivamente cerrado, pero no vacío. Este círculo está lleno y dispongo en él de informaciones como para dejar a toda la clase dominante, política y económica en la más puta miseria. Voy a poner un ventilador ante toda la mierda que conozco y aquí no se salva ni Dios, ni siquiera ese estúpido gobernador del Banco de España que obra al diktat de todas las mafias del poder y los señores del dinero. Estos socialistas de pacotilla se cagan ante los señores del dinero. He conseguido ser lo que quería ser para que ahora venga esa colección completa de derrotados a llevarme con ellos a su tumba política. Cuando pierdan el poder no serán nada y en cambio yo me reharé de esta puñalada por la espalda y bailaré sobre sus esqueletos de cabrones. Dentro de unos meses, cuando ganen las derechas, toda esa gentecilla aupada sobre los tacones postizos del poder político serán cesantes, miserables cesantes que deberán volver a su mediocre existencia anterior y muchos de ellos ni eso. Entonces los iré recogiendo con una pala mecánica y los tiraré al vertedero más asqueroso de Madrid o les iré metiendo billetes de cinco mil pesetas en la boca hasta que revienten y los saquen por el culo. ¿Con quién se creen que tratan? ¿Con un chivo expiatorio que quieren exhibir para demostrar que han abandonado las prácticas de corrupción? ¡Fijaos si somos honestos que hemos inmolado al financiero símbolo del capitalismo especulativo, Lázaro Conesal! Quieren llevarme a rastras con una cuerda atada a mi cuello para escarnio de las masas. Quieren dar carnaza a la chusma para salvarse ellos del linchamiento. No saben lo que les espera. Los tengo más fichados que al Lute y sé incluso si follan con preservativo o si se las menea un chimpancé.

El abogado fingía mirar el paisaje madrileño atardecido y sólo cuando las palabras eran demasiado crudas apretaba los ojos como si quisiera preservarlos de las imágenes que le entraban por las orejas. Conesal pasó entonces a la fase de dar instrucciones y el abogado aliviado fue tomando apuntes. Las citas a los socios afectados, los recursos previsibles quedaban en sus manos, pero Lázaro Conesal iba a poner en marcha aquella misma noche «El Radioyente».

—¿No es prematuro que empieces con «El Radioyente»?

—Tus recursos leguleyos sólo nos permitirán ganar tiempo. En cuanto veamos que realmente vienen a por mí y no se contentan con las medidas expropiadoras se van a dar cuenta de lo que vale un peine. «El Radioyente» debe tenerlo todo preparado. Por otra parte quiero hacer trizas a Hormazábal y a Regueiro Souza. Sobre todo a Regueiro que me está extorsionando de cintura para abajo.

—¿Qué quiere decir de cintura para abajo?

Cortó la curiosidad del abogado y le encareció que asumiera las consecuencias de una inmediata cita con «El Radioyente».

—En su calidad de jefe de seguridad y de personal puede hacer lo que le venga en gana. Quiero verle en mi habitación dentro de una hora.

—¿A quién? —preguntó Álvaro, que se había incorporado al grupo.

—«El Radioyente».

—¿Un invitado?

—Eso es.

—Estuvimos repasando uno por uno los invitados.

—Pues no lo repasamos bien, Álvaro. Es un problema menor. Acostúmbrate a no malgastar ni palabras ni inteligencia con problemas menores.

—¿Cómo ha ido lo del gobernador?

—Fatal.

—¿No puedes explicármelo?

—Primero necesito explicármelo a mí mismo.

Y se metió en el ascensor dejando a Álvaro tenso pero con aquel rostro de hielo del que siempre hablaba su madre.

—Alvarito cuando peor se lo está pasando se mete en el iglú y se vuelve de hielo.

A medida que el ascensor le subía, más a solas se quedaba Lázaro con su angustia y ya en la suite, no sabía por dónde empezar. El Premio. Todo premio tiene un jurado y el jurado lógicamente ya debía estar reunido, cerrado a cal y canto, deliberante sin ninguna presión exterior, ni siquiera la de Lázaro Conesal, según habían pregonado los medios de comunicación y según repetirían mañana cuando fuera primera página el nombre del ganador y el título de la novela. A quince metros de su suite estaba la de los jurados y a ella se dirigió Conesal empuñando la llave maestra. Al abrir, los jurados fueron constatados en una fotofija que les describía expertos en llevarse canapés de caviar y salmón marinado a la boca, con una precisión de animales omnívoros de cóctel que les permitía capturar la presa a medio camino entre el sutil vuelo del brazo y el adelantamiento depredador del hocico, sin descomponer el gesto de personajes inteligentes, conscientes de que hemos venido a este mundo a hacer cosas más serias que comer canapés y beber champán Cristal Roederer.

—Hombre, Lázaro, dichosos los ojos. Nos has de informar sobre si fallamos el Nadal o el premio Loewe de poesía.

Zumbón estaba Bastenier el presidente del jurado, pero había cierta acritud, el reproche de Fioreal Requesens, el prestigiado redactor de un Atlas de cuya sustancia Conesal no se acordaba.

—A medida que pasan las horas percibo en mayor mesura la incongruencia de formar parte de un jurado que ni siquiera sabe quién se presenta al premio.

—¿Les han pasado los resúmenes de las obras finalistas y la valoración crítica?

—Eso sí.

—Aténganse a ello y ya tendrán qué contestar a los periodistas cuando les pregunten si ha sido muy dificultosa la elección. Además, al día siguiente, el único que interesa es el ganador.

Floreal no estaba conforme.

—Si son ciertos los rumores sobre los autores que se han presentado será inevitable hablar de los que no hayan ganado. Este premio será más famoso por los que no hayan ganado.

Conesal se encogió de hombros.

—Todo premio se concede contra alguien o contra algo.

De uno de los bolsillos interiores de su americana sacó tantos sobres como miembros del jurado y los fue entregando uno a uno, sin atender el gesto de extrañeza con el que todos asumían el pago de sus servicios, del que ya tenían constancia pero que tomaban con dedos ágiles y el cerebro distante: ¿Qué hace usted? No sé si debo. ¡Ah! Pero ¿esto se paga? Algunos llevaban la teatralidad hasta el punto de rechazar el sobre levemente pero si Lázaro hacía el gesto de devolverlo a su lugar de origen lanzaban las manos como garras para apoderarse del estipendio, sin que los ojos testimoniaran avaricia. La avaricia iba por dentro, desde la íntima convicción de que el pagano era un ladrón de guante blanco, con la fortuna cimentada sobre un millón de muertos.

—Francamente, Lázaro. Nos aturde cobrar por no actuar de jurados.

—Tomadlo como una situación literaria —contestó Conesal a Bastenier y antes de dejarles con sus canapés y sus copas de champán, les recordó—: Cuando tenga decidido el ganador, seréis los primeros en saberlo. Hemos hablado repetidamente de la especial lógica de este premio. De mi lógica. No creo humillaros. Sabíais a qué jugabais.

—Por descontado, señor Conesal —le tranquilizó otro jurado que ya había metido el ojo por la ranura que sus dedos conseguían establecer en el sobre abierto.

—Todo acto cultural tiene su liturgia —dijo Lázaro al salir y les cerró la puerta desde fuera.

Anduvo los escasos metros que le separaban de sus aposentos, pero antes de meterse en ellos se asomó a la cristalera que perpetuaba el acantilado alzado desde el hall forestal. Empezaban a llegar algunos invitados y a vista de pájaro era imposible distinguirlos, salvo por el bracear o por la carencia de brazos. Los que avanzaban abriéndose camino con los brazos eran sin duda sus compañeros de carnada y los que no sabían dónde poner las manos y generalmente las ocultaban en los bolsillos eran los intelectuales. Desde las alturas todos aquellos seres le parecían de su propiedad, convocados a una finalidad de la que él era el dueño absoluto, hasta un premio Nobel se había prestado a adornar su premio, un premio de Lázaro Conesal, el hijo de un fondista de Brihuega, de la mejor fonda de Brihuega, eso sí, y quizá de sus alrededores. ¡Briocenses! ¡Brihuegos! ¡Briocenses! ¡Todos! ¡Contemplad cómo maneja el mundo desde la cumbre de su pirámide de cristal el hijo del Inocencio y la Fermina! ¡Aquel joven estudiante que durante los veranos trabajaba de contable en las canteras de yeso y acabó dueño de todas las constructoras del lugar y de buena parte de la provincia de Guadalajara! Lo único importante que había pasado en Brihuega eran las batallas de la guerra de Secesión y de la Guerra Civil y el nacimiento de Lázaro Conesal.

Permaneció en su observatorio con la frente y las palmas de las manos adheridas al frío cristal, desoyendo la llamada interior de encerrarse a preparar el desenlace del premio, interesado por los andares de los recién llegados, por el juego de la adivinación de quién era cada andar. Y se dio cuenta que uno de aquellos andares pertenecía a Altamirano que ganaba el ascensor sin duda para remontarse y volver a presionarle. Lázaro Conesal se apartó del cristal y comprobó que el pretendido Altamirano venía a por él, retrocedió hasta la puerta de la suite, se metió dentro y oscureció la habitación. Se tendió en el sofá del living con el brazo doblado sobre los ojos y sonrió satisfecho cuando Altamirano ante la puerta realizó toda clase de llamadas.

—¿Lázaro? ¿Estás ahí?

Sí, estoy aquí tío plasta, pero no para ti. Todo lo que teníamos que decirnos ya está dicho. De pronto sonó una nueva voz más allá de la puerta.

—¿Qué está usted haciendo aquí?

Era la voz de Sánchez Ariño, de «Dillinger», y Conesal reparó en el tono amedrentado de la respuesta de Altamirano.

—Buscaba al señor Conesal.

—Si no le contesta es que no está. Además, yo voy a entrar en la habitación para unas diligencias.

—Lo siento.

—Si ya lo ha sentido del todo, váyase.

—Oiga, no es para ponerse así. ¿Quién es usted?

—El que puede decirle que se vaya.

Pasaron dos o tres minutos y Sánchez Ariño llamó con los nudillos y pronunció su nombre en voz queda.

—Don Lázaro, soy yo.

Conesal abrió la puerta.

—Le he alejado un moscón.

—Bien hecho.

Sánchez Ariño permaneció en el umbral sin atreverse a entrar, porque Conesal no había encendido la luz y había recuperado la posición horizontal sobre el sofá.

—Pase. Pase y cierre la puerta.

Así lo hizo el jefe de seguridad y permaneció en la penumbra hasta que sus ojos se acostumbraron a distinguir los volúmenes y sobre todo el de su yaciente patrón.

—Siéntese si distingue una silla o lo que sea, pero no encienda la luz. Lo que hemos de hablar prefiero hacerlo a oscuras.

—Estoy bien de pie, don Lázaro.

—Sea. De esto no ha de enterarse nadie, ni siquiera mi hijo. Álvaro desconoce las funciones reales que usted ejerce en mi organigrama. Necesito que usted deje de ser Sánchez Ariño y vuelva a ser «Dillinger» en los años en que estuvo adscrito a los Servicios de Información y le llamaban «El Radioyente». Recuerde que almacenamos montones de dossiers de los que ustedes componían a través de las escuchas y de los seguimientos de políticos, financieros, periodistas, escuchas y seguimientos de cintura para arriba y de cintura para abajo.

—Lo tengo todo a buen recaudo, don Lázaro.

—Pues ha llegado el momento de filtrarlo. Monte usted una operación de camuflaje para que los dossiers, tal como yo los seleccione, lleguen a los medios de comunicación según el plan establecido en su día.

—Lo tengo todo en clave, don Lázaro. En veinticuatro horas lo puedo tener todo a punto y los enlaces en cuarenta y ocho.

—Pues eso era todo. Bueno. Todo no. Quiero basura, mucha basura sobre Regueiro Souza. Caiga quien caiga. Quiero que salgan todos sus líos de pederasta y muy fotografiado. Quiero que toda España recuerde esa cara de mona quemada.

—¿Se encuentra usted mal, don Lázaro?

—¿Por qué lo dice?

—Lo veo muy en caliente, don Lázaro, y usted no es así.

—Mal no es la palabra. Gracias por su interés. Váyase.

—¿Quiere que le monte un servicio de seguridad en la puerta?

—No. Son muy pocos los que conocen la función de esta suite y he de bajar en seguida para recibir al presidente de la Comunidad Autónoma y a la señora ministra de Cultura.

Cuando «Dillinger» o «El Radioyente» se hubo marchado, Conesal recuperó la horizontal y la luz, pero la revelación de los objetos y de él mismo entre ellos le acentuó la depresión. Volvió a apagar la luz, a encenderla definitivamente y se fue hacia un sol burlón de hojalata situado a media pared que una vez desplazado dejó a la vista la puerta de una caja fuerte. Pulsó la combinación y la puerta se abrió como un tapón que liberara la presión ejercida por un montón de folios desde el interior, ni siquiera apilados regularmente. Cogió los papeles con las dos manos, leyó la primera hoja donde constaba el seudónimo del autor y el título provisional: Ouroboros y se disponía a sentarse en compañía del original cuando sonó el teléfono: La señora ministra estaba a punto de llegar, acompañada del todavía presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, Joaquín Leguina. Conesal se cambió de traje, recuperó una cierta compostura ante el espejo de un gran cuarto de baño lleno de bombillitas de camerino de superestrella y se fue hacia el ascensor para ganar el hall y la puerta donde apenas se apostaban periodistas y cámaras de televisión para captar la llegada de un presidente de la Comunidad Autónoma que acababa de perder las elecciones y de una ministra que las perdería en la próxima convocatoria de elecciones generales. Acogió a Leguina con inteligencia y respeto, debido a su condición de intelectual y a la ministra con la efusión que ella misma le demostró al besarle las dos mejillas.

—Es usted el ministro más guapo que conozco.

—Pues no habla demasiado en mi favor.

La ministra reía con franqueza y Leguina ponía cara de circunstancias. Les hizo los honores hasta la mesa, pasó por encima de una mirada dura de su mujer y dejó a las autoridades bajo el cobijo de Álvaro.

—Aunque te dejo bien acompañada, ministra. Mi hijo Álvaro. Acaba de salir del MIT y necesita una guía espiritual cultural mediterránea, como tú, ministra. Recuerda, Álvaro, que la silla es prestada y en cuanto se emita el fallo, tú a tu sitio y yo al mío.

—He ganado con el cambio. Los hijos de los hombres guapos son aún más guapos que sus padres.

—Los hijos de los hombres ricos en cambio tenemos menos dinero.

No le gustaba que Álvaro se hiciera el pobre porque nunca lo había sido, no lo era y nunca lo sería, pero debía desaparecer de la sala y recuperar su mismidad, molestada porque le seguía de cerca el detective privado contratado por Álvaro y de cuyo nombre no conseguía acordarse. Milagros le retuvo por una manga.

—He tratado de localizarte.

—Quien te oiga va a pensar que no dormimos juntos.

—Regueiro me ha hecho llegar una novela horrible. Está en juego el porvenir de nuestro hijo.

—Podía haberlo pensado él antes.

—¿No vas a hacer nada?

—Naufragio por naufragio me preocupa más el mío.

Hormazábal le salió al paso.

—Y de lo nuestro, ¿qué?

—¿Tú crees que es el momento?

Otros se cruzaron en su camino felicitándole o pidiéndole información sobre el ganador.

—¿Queréis conversación o saber el nombre del ganador? El jurado está reunido y me espera.

El detective privado se quedó en la puerta y Conesal se metió por el amplio pasillo de las boutiques dormidas camino de los ascensores del hall. Pero al pie del ascensor le esperaba el falso barman negro, Simplemente José, el hombre para todo.

—Quisiera hablar con usted sobre lo de mi hermana.

—Yo, no. Su hermana es una mujer adulta y ya le he dado toda clase de respaldos.

—Pero ella no quiere abortar.

—Es su problema.

El ascensor asolado era un refugio seguro que le llevaba a la añorada suite donde se esperaba a sí mismo, irritado por la obligatoriedad del teatro que había debido representar. Se quitó la corbata, los zapatos, la chaqueta y se tumbó de nuevo en el tresillo en busca de una postura que le permitiera reconocer a gusto su propio volumen y cuando ya la había encontrado percibió otra llamada en la puerta. Si era Altamirano otra vez le pillaba más entero y con ganas de echarle esta vez con su propia voz y manera. Pero en la puerta no estaba Altamirano sino una escritora con la que se había entrevistado hacía meses forzado por la presión de Marga Segurola: «Es la ganadora que te conviene, porque es el valor más antitético, tu otra cara de la luna. Figúrate, un ama de casa que escribe en sus ratos libres novelas que son casi pornográficas, pero de una gran dignidad de escritura». Allí estaba aquella madre de familia escritora, con una pose de protagonista de novela de Gran Hotel, llena de vidas cruzadas y encuentros imposibles.

—Querido señor Conesal. ¿Soy inoportuna? No. ¿Podría concederme unos minutos?

Le abrió la posibilidad de apoderarse de la estancia y ella la aprovechó para dejarse caer grande y ancha sobre el sofá y taparse la cara con una mano para contener un sollozo. Pero se sobrepuso inmediatamente y ofreció los ojos húmedos pero valientes a la mirada desorientada de Conesal que realmente no sabía dónde mirar, ni dónde mirarla.

—Quisiera que usted me relevara el compromiso contraído.

—Perdone, pero no recuerdo.

—Usted me rogó que no me presentara al premio y me dio un anticipo a cambio. Lo interpreté como una genialidad por su parte, entonces, pero poco a poco me ha ido pareciendo una humillación.

—A los escritores más importantes de la Historia de la Literatura se les hubiera hecho un favor pagándoles para que no escribieran según qué cosas.

—Pero es que yo no le he hecho caso y he escrito mi novela. No. No es un título vacío entre las finalistas. Mi novela existe. Y es tan excelente, estoy tan contenta con ella, que puedo hacerle un favor por el simple hecho de que la considere como ganadora.

Si no interpretara el papel de escritora desparramada bajo el peso de su creatividad probablemente Conesal no se habría exasperado lo suficiente para preguntarle:

—Estoy calibrando qué favores podría usted hacerme a mí, señora. Y no acierto.

—Mi carrera literaria es limpia, sin concesiones. Nadie va a suponer que ha habido un cambalache. Mis novelas son productos auténticos, como mis hijos.

—Preferiría que me enseñara usted la fotografía de sus hijos que sin duda llevará en ese bolsito de mano.

—Tal como lo ha dicho usted suena a grosería.

—No sé por qué, ni siquiera le he propuesto que se acostase conmigo.

Se había puesto en pie movida por energías imprevistas y encendida abanicó la cara de Conesal con una mano abierta.

—Hubiera recibido una respuesta taxativa: No.

—Menos mal.

Entonces fueron sollozos como estampidos húmedos los que salieron de aquel cuerpo de walkiria ajada, previos a una carrerilla que la llevaba al infinito exterior donde se cruzó con un hombrón que parecía estar al acecho tras de la puerta.

—¿Cómo se atreve a hablarle así a mi mujer? Todo su dinero me lo paso por el sobaco. Es usted un grosero.

Era uno de esos varones preñadores y con mucha barba, de acusado mentón y tipo apolíneo.

—Váyase antes de que mi servicio de seguridad le saque a patadas. Mamarracho.

Aunque era más alto que Conesal se aupó sobre las puntillas para alzarse amenazador.

—No está usted hablando con un don Nadie. Yo soy un ingeniero de puentes y caminos.

—¿Cuánto gana al día? ¿A la hora? ¿Al minuto? ¿Sabe usted cuánto gano yo al segundo? Tanto que no puedo perderlo hablando con un novelista consorte. ¡Largo!

La indignación de Conesal se había convertido en furia que le hizo abalanzarse sobre el primer cenicero que encontró y lo lanzó con todo el impulso de su cuerpo contra el ingeniero de puentes y caminos. Se retiró el ingeniero sin cambiar el paso y Conesal se quedó dueño del campo, pero agitado y con ganas de cambiar de actitud y de piel. Se quitó la chaqueta, el corbatín, los zapatos, a manotazos. Recuperó el original de la caja fuerte y se dirigió al dormitorio con el fajo de folios en las manos y abrió un frigorífico excesivo para una suite de hotel. Se sirvió dos botellines de whisky con hielo y bebió la mitad del contenido del vaso de un solo trago. Recuperaba la normalidad cuando sonó el teléfono. Le pedía audiencia el señor Puig.

—Pásele el teléfono, por favor. ¿Quimet? De qué va la cosa. Bueno. Sube.

Contempló el fajo de folios y volvió al living para meterlo en la caja de caudales solar. Silbó una melodía y paseó a lo largo y ancho de las dos estancias, considerándolas un solo espacio, a zancadas cada vez más amplias y enérgicas hasta que le detuvo la llamada a la puerta. Quimet Puig era todo manos y ¿Qué tal? con las vocales abiertas hasta el infinito y su cordialidad de vendedor.

—¡Qué fiesta, chico, tú, es demasiado! Todo lo que montas es colosal, colosal.

—¿Una copa?

—No quiero más copas, tú, que luego vienen los sustos de la presión y mi mujer está a la que salta. No le gusta ser viuda, tú, qué quieres que te diga, con lo que me gustaría a mí ser viuda y rica.

Ya estaban sentados y la pierna de Conesal montada sobre la otra se movía incontrolada como dando patadas a la distancia que le separaba de Puig que divagaba sobre los invitados y sobre una entrevista que había tenido por la mañana con los Valls Taberner.

—Los dos a la vez, ¿eh? He podido con los dos a la vez.

—Quimet. Perdona, pero todavía he de ultimar lo del premio y me gustaría saber…

—Perdona, chico, es tanta la alegría que me da hablar contigo que se me había ido el santo. Bien. Tú sabes mejor que yo que la situación política está mal y que el Gobierno se aguanta por los votos de Pujol, por los catalanes, como vosotros decís. Yo estoy en condiciones de decirte casi la fecha en que se va a producir la ruptura y los socialistas no tendrán más remedio que convocar elecciones anticipadas. —No era todo el discurso preparado, pero Conesal siguió expectante, sin incitarle a que continuara—. Tú tampoco estás en un buen momento.

Conesal asintió con la cabeza.

—Pero yo soy de los que confían en tu capacidad de recuperación. Mira, chico, para serte sincero. Esta mañana los Valls Taberner no daban ni veinte duros por tu suerte y yo les he dicho: los que creáis que Conesal está muerto y enterrado os vais a quedar con un palmo de narices cuando comprobéis la buena salud que tiene ese cadáver. Así mismo se lo he dicho. Tal como te lo estoy diciendo, tú. —Conesal se lo agradeció mediante una sonrisa y un lento, melancólico cierre de ojos—. Me gustaría saber cómo quedan nuestras cositas, maco. Todo eso que teníamos entre manos.

Conesal le enseñó las manos.

—Eso queda fuera del capítulo de la intervención del Banco de España.

Puig parpadeó lo suficiente como para que Conesal supiera que desconocía la intervención.

—¿Habrá intervención?

—La habrá. Pero yo ya había puesto a salvo todo lo de la inversión hotelera de Cabo Sur y allí te están esperando miles y miles de agujeritos para que tú instales tus retretes.

—No es que desconfiara de ello, Lázaro, maco, pero vivimos tiempos difíciles y las apariencias engañan más que nunca. Para acelerar los trámites yo te he traído este compromiso escrito avalado por un acta notarial, porque hasta ahora todo eran palabras y nuestra amistad, seguro, quedará, pero las palabras son palabras.

Se sacó varios folios de una inusitada faldriquera que llevaba en el interior de su esmoquin lila.

—Lo firmaré con tu pluma, si me la dejas.

—Me cuesta más dejarte la pluma que la mujer.

A pesar de la aparente distensión, Puig no quitó ojo a la rúbrica de Conesal. Le entregó una copia del documento y se metió las restantes en el bolsillo de gala.

—Mira, me gusta Madrid porque siempre que vengo hago un buen negocio.

—¿Decías algo sobre la fecha exacta de ruptura?

—El 17 de julio, si Dios quiere.

—Creo que Dios querrá.

Conesal se sumió en cálculos mentales ante la mirada beatífica y casi cariñosa de Puig, S. A.

—No paras de pensar, Lázaro, es que no paras.

—Lo sabes de buena fuente.

—La fuente.

—¿Del propio Pujol?

Puig asintió. Se incorporó y posó su mano en la rodilla de la pierna levantisca del otro.

—Te dejo, chico, y cálmate. Ésta es tu noche. Esta noche serás como el Rey de Suecia. En cuanto a lo de las elecciones anticipadas, tú ya sabes que yo formo parte del círculo de empresarios de confianza de Pujol y hace tiempo que se lo decíamos: manda a hacer puñetas a los socialistas, Jordi, que ya ni te sirven ni nos sirven para nada. Ésos son unos muertos y unos gafes. No saben ni hacer trampas.

Ya a solas, Conesal recupera el original y consigue sumergirse en una lectura sesgada, cada página leída en diagonal, deteniéndose cuando le sorprenden alguna situación o frase. Pero no están dispuestos a dejarle a solas y esta vez es la voz de Hormazábal la que le impone la necesidad de verle inmediatamente.

—¿Por qué?

—Por razones obvias. Creo que todavía somos socios.

—Si tú lo dices… Sube.

Y Hormazábal se apodera del living y no le quita ojo al montón de folios que yace sobre una mesita de centro.

—¿Todavía leyendo?

—Leer una novela es lo más previsible que hay. Lees página sí y página no hasta la cincuenta. Luego te lees el final y vas avanzando la lectura, dos páginas sí, dos páginas no, para retomar el final. Ya está.

—Toda una teoría. Pero no es de novelas de lo que quiero hablarte. Corren ya informaciones, más que rumores, sobre el batacazo que te va a dar el Banco de España. Creo que es una información que deberías compartir con tu socio.

—Sospecho que esa información la dominas mejor tú que yo. El gobernador se ha demostrado tan conocedor de mis actividades que sólo gente muy próxima a mí podría haberle informado.

—¿He de ser yo, precisamente?

—¿Por qué no? Regueiro Souza, por ejemplo, se cae conmigo y con los socialistas. Pero tú te has salvado a tiempo. ¿Qué te han dado? Tengo una gran curiosidad por conocer el precio de mi cabeza, ¿qué te han dado a cambio?

—Los trueques nunca son tan nítidos. Tu cabeza ya no le importa nada a nadie y tu capacidad de maniobra tú mismo la has autoanulado pasándote de listo. Creo que te has creído un hombre de negocios de película o de novela.

—¿Te crees a salvo? En veinticuatro horas te puedo dejar para el arrastre.

Hormazábal ríe con discreta contención y prosigue el duelo de mordeduras visuales con Conesal.

—Si te refieres a tus famosos dossiers, los que pudieran afectarme, los tengo neutralizados.

Ahora es Conesal quien sonríe abiertamente, pero los ojos de Hormazábal no vacilan, presienten un farol.

—¿Seguro?

—¿Qué?

—¿Que tienes mis dossiers neutralizados?

—Seguro.

—¿También el asunto de la ruina de tu cuñado, del hermano de tu mujer? ¿Cómo le sentaría a Alicia la evidencia de que su propio marido envió a la mierda y al suicidio a su hermano?

Hormazábal ha puesto la cara impenetrable y piensa. De momento no necesita responder con rapidez, pero Conesal es consciente de que tiene un buen bocado entre los dientes.

—Y si no te importa la que pueda armarte Alicia, ¿qué pensarán tus hijos que idolatraban a su tío?

Es un suspiro a presión lo que Hormazábal deja en la habitación al iniciar la marcha, dar la espalda a su socio y de cara a la puerta preguntar:

—Mis hijos tienen la inteligencia fría. Todos los jóvenes inteligentes de hoy tienen la inteligencia fría. Es una hornada. Pero, en cualquier caso. ¿Es negociable?

—Hoy no. Mañana será otro día. En cualquier caso arréglate como puedas, pero en una semana quiero ver tu nombre borrado de todos los documentos que todavía nos unen.

—Lo de mi nombre es fácil. Tú lo tienes más difícil. ¿De cuántos documentos te gustaría borrar el nombre?

¿De cuántos documentos le gustaría borrar el nombre? De ninguno. Le gustaba asumir su condición de vencedor acorralado y finalmente triunfador cuando todo el mundo quedara salpicado y la venganza de Lázaro Conesal pasara a la historia de las catástrofes morales del país. Una firma en un documento le separaba de un proceso lógico que empezaba a parecerle anticuado, necesariamente sustituible por la agresividad sin retorno. Le habían forzado pero se sentía a gusto en el nuevo papel. La novela que tenía entre las manos se convertía en una entidad abstracta irreal y empezó a tomar notas sobre cosas por hacer, junto a otros referentes a pasajes de la lectura. Escribió Ouroboros y rodeó la palabra con un círculo, pero a la puerta llamaba cualquiera y ahora se presentaba escotada, arrugada, policrómica, encantadora, la señora Puig.

—Dos minutitos, Lázaro, dos minutitos.

Pero fue un cuarto de hora de explicación de las virtudes de la novela de su protegido, un tal Sagalés, una novela que no se podía leer en diagonal porque siempre te parecía estar en la misma secuencia.

—Es una novela en la que los personajes tardan veinte páginas en subir una escalera y cuando orinan parece como si tuvieran próstata literaria.

No le había gustado el comentario a la Sociedad Anónima de Puig y tal como vino se fue entre caracoleos, supuestas complicidades, afinidades compartidas. Decididamente no seguía leyendo la novela y la depositó otra vez en la caja fuerte antes de contestar al teléfono. ¿Andrés Manzaneque? ¿Y ése quién es? Pero la situación empezaba a divertirle y animó alegremente al recepcionista.

—Que suba y a partir de este momento, hasta las doce en punto de la noche, que suba quien lo pida.

Manzaneque iba disfrazado de un escritor que le sonaba, le sonaba como escritor y como maricón inglés paridor de frases oportunas: Lo más profundo del hombre es la piel, por ejemplo. Manzaneque era más cursi que un guante. Cursi garabateó sobre la hoja llena de anotaciones y bebió su segundo whisky doble al tiempo que le ofrecía algo al joven.

—Esta noche sólo podría beber ambrosía.

—Puedo escribir los versos más tristes esta noche —respondió Conesal dispuesto a enfangarse en lo cursi y ya le esperaba el adolescente sensible con los ojos cerrados bajo el flequillo y los labios rosados que musitaron con voz de locutora de radio:

—Sucede que me canso de ser hombre.

—¿Y cómo es eso?

—También es un verso precioso de Neruda. Usted está triste. Yo también. Esta noche puede ser una gran noche. Me muero de impaciencia por saber si los reflectores proclamarán mi nombre: Andrés Manzaneque y el título de mi novela Reflexiones de Robinson ante un bacalao, ése es el título real, aunque usted la habrá leído con el título de presentación al premio: La indefensión.

—En efecto, así que usted es el autor de La indefensión. Está usted indefenso. Yo, también. Todos estamos indefensos.

—Nacemos indefensos —dijo Manzaneque con los ojos llenos de lágrimas.

—Morimos indefensos —cerró el círculo Conesal y respiró a fondo para sacarse del pecho la sensación de insoportabilidad de la situación, pero Manzaneque recibió el aire de aquel suspiro como la sustancia misma de la angustia.

—No puedo decirle nada, Andrés, querido. La deliberación del jurado es lenta, ardua. Sí puedo decirle una cosa. De poder decidir yo el ganador, me gustaría que fuera como usted.

Y Manzaneque se ha levantado y consigue asir la punta de los dedos de una de las manos de Conesal y se la besa, sin humedad, un beso seco y breve que no implica posesión, sino el roce de una caricia delicada.

—Ganar es lo de menos. Lo importante es haberle conocido. Esta noche pensaba suicidarme. Saltar desde lo más alto de este hotel sobre las calaveras de los invitados.

—¡Suicidarse pudiendo ganar el Cervantes en el próximo milenio!

Manzaneque le cogió una mano otra vez, se la besó sonoramente esta vez, la retuvo entre las suyas y nada dijo como despedida. Gilipollas, pensó Conesal en cuanto le perdió de vista, pero no se rió de él como se había prometido mentalmente, tal vez porque ya tenía en la puerta a Mona d'Ormesson que hablaba, hablaba sobre la necesidad de que él le recomendase sobre seguro quiénes podían cotizar en una Fundación sobre la generación de 1936, un proyecto perseguidor que la D'Ormesson exhibía cada vez que se veían.

—A propósito, Lázaro. ¿Qué te parece financiar un revival Max Aub? Se vuelve a hablar de Max Aub y creo que sería una excelente ocasión esta noche para anunciarlo. Además, fíjate que coincidencia, en la sala está el duque de Alba, ex jesuíta y recuerda aquel fragmento tan precioso de La gallina ciega, cuando van a ver a Max Aub distintos intelectuales y uno de ellos, un jesuita, se presenta como una avanzadilla de la Teología de la Liberación. Genial la escena y me recuerda aquella máxima de Ovidio: Quod nunc ratio est, Ímpetus ante fuit. Lo que ahora es razón, antes fue impulso. Te tengo que hablar mucho, mucho, mucho de mis trabajos sobre la materia órfica en los poemas primitivos ingleses. Me tienes muy abandonada, Lázaro. A ver, ¿qué has apuntado en ese papelito?

Mona recogió la hoja llena de apuntes y sus ojos se fueron hacia la palabra Ouroboros rodeada de un círculo.

Ouroboros. Fantástico. ¿Te inclinas por esta novela? Ya te dije que el título tiene una significación simbólica suprema. ¿Por qué no abres la plica con vapor de agua? El seudónimo del autor también es prometedor: El barón d'Orcy.

—No me interesa saber quién la ha escrito.

—Pero tendrás que revelar el nombre. Un premio literario de verdad se concede con seguridad. Siempre se conocen los nombres importantes que esconden las plicas.

—Ya llegará su momento.

En cuanto Mona se marchó con sus andares de modelo algo fondona, Conesal llamó por teléfono y pidió la presencia de Julián Sánchez Blesa. El hombre llegó con la afilada nariz oliendo a derecha e izquierda, como si temiera una encerrona y dejó una carpeta sobre la mesa del living.

—No me parecía el lugar más adecuado.

—¿Eres el único representante de tu editorial?

—Entre los directivos sí.

—¿Un vendedor de libros es un directivo?

—Controlo toda la zona occidental de ventas.

—¿Qué te parece el momento para hacer una oferta de compra?

—La producción para librerías flojea porque hay mucha competencia, pero las ventas domiciliarias de libros gordos y caros, eso es un fortín. Te puedes beneficiar de las luchas internas por el poder y de lo que tú hayas podido enterarte por tu cuenta.

—Lo suficiente como para poder mover una pieza hacia el jaque. ¿Cómo se llama ese falso jaque que lo parece y que no es el mate?

—El ajedrez no es lo mío. Lázaro, por lo que más quieras, sé discreto. Temo que se sepa que tu informe lo he hecho yo.

—¿Te gustaría ser el jefe de ventas de un Gran Grupo Multimedia Lázaro Conesal?

—Coño, Lázaro. Qué cosas preguntas.

—Pero un grupo multimedia multinacional, capaz de proyectarse sobre varios países al mismo tiempo, de plantearse Europa y América como un mercado inmediato. —Lo de América olvídalo de momento.

—En cada país latinoamericano, por más pobre que sea, empieza a haber un millón de ricos.

—Esos ricos no compran libros.

—Ya tengo el pie metido en diarios, cadenas de radio, televisión. Todo el poder se va a quedar sin cara si yo quiero quitársela. ¿Qué es el poder hoy día sin imagen?

—Tú sabrás, Lázaro. Pero no me comprometas. Me puedo ir a la calle.

—¿Qué ganas al año?

—Oscila. Treinta, treinta y cinco millones.

—Dinero de bolsillo. Si te despiden, yo te contrato y ese dinero que ganas al año lo das para obras de caridad.

—Lo sé, paisano, pero tú eres un jugador. Recuerdo las timbas de dominó en el figón de tu abuelo.

Conesal tomó el teléfono y pidió a su interlocutor que subiera Marga Segurola, luego se volvió hacia Julián falsamente interesado por la conversación.

—Tenías mala suerte. Siempre te tocaba el seis doble.

Siempre le tocaba el seis doble y al jovencillo Julián se le afilaba la cara y la ficha se convertía en negro objeto de manoseo que Lázaro controlaba para irle impidiendo el paso. Le vio marchar encorvado, no por el peso de la culpa, sino porque todos los Sánchez Blesa habían ido siempre encorvados, genéticamente condicionados por generaciones de cobijadores de cepas, los mejores de la comarca, requeridos incluso desde Valladolid y otros cultivos de la Ribera del Duero.

Marga Segurola no llegó encorvada, pero parecía una chapa sobre la moqueta, anhelante y extrañamente tímida.

—Te he llamado, Marga, porque creía que tenía un compromiso adquirido contigo.

—Que me dirías personalmente, antes de anunciar el fallo, si me dabas o no el premio.

—No te lo doy. Pero voy a compensarte. Tú y Altamirano me habéis ayudado mucho a este montaje y quiero que me asesores de ahora en adelante para abrirme camino en el mundo intelectual. Quiero montar un salón, a la manera francesa de comienzos del siglo diecinueve. Quiero que los intelectuales vengan a comer caviar, a beberse las mejores cosechas de champán y un día a la semana abriré mis salones para que los estudiantes de pintura puedan admirar mi colección de Arte. He leído en un libro que en la Rusia zarista había dos grandes coleccionistas que así lo hacían y cuando ganó la revolución cedieron sus obras a los museos públicos. Al Ermitage, por ejemplo.

—Uno lo hizo de buen grado porque era un rico de izquierdas. Se llamaba Mozorov.

—Un rico de izquierdas. ¡Qué horterada!

—Lázaro, ¿a quién le vas a dar el premio? Piensa que este premio puede nacer muerto si el ganador no lo llena. Llenar un premio de cien millones de pesetas no es tan fácil.

—Sea quien fuere el ganador no será el mismo después de haber ganado cien millones de pesetas y se paseará por el mundo envuelto por la mejor aura, la que emite el oro.

—Yo además soy una mujer. Un valor añadido que daría que hablar.

—Tú eres rica, Marga.

—¿Ahora vas a discriminar por la riqueza? ¿Le vas a dar el premio a un novelista de Cáritas?

—Ya tienes el poder literario, ¿además quieres la Literatura?

—Yo sé cómo se escribe, Lázaro, y la mayor parte de escritores, no.

—Tú entras en mis planes, pero tu novela, no.

La noche prometía y la puerta a la otredad del Venice se había convertido en un horizonte lejano por el que se acercarían muchos forasteros en demanda de la gloria literaria o de la limpieza de honor como la que le exigía el señorito de Jerez, Pomares & Ferguson, con los brazos separados del cuerpo, las piernas abiertas, para aumentar su envergadura de supermán blando.

—Lázaro, vengo a salvar mi honor y tu alma.

Conesal no temía los ataques de cuernos. No era el primero que afrontaba en la vida y se limitó a esperar acontecimientos más allá del monólogo de Sito Pomares.

—Te ofrezco, Lázaro, mi dignidad de marido a cambio de que reconsideres tu actitud, salves tu alma y nosotros nuestro matrimonio.

Le pareció tan cómico que se echó a reír. Pomares apretó los dientes, hinchó las venas del cuello, cerró los puños hasta blanquear sus nudillos y gritó histéricamente:

—¡Basta! ¡Me cago en tus muertos, joputa!

Pero estaba roto por su propia histeria. Conesal le dejó en el living, se encerró en el dormitorio y se tumbó en una chaise longue situada junto a una mesilla y una lámpara de pie para hojear el informe sobre el grupo Editorial Helios. Estaba alerta a la reacción de Pomares y oyó sus pasos alejándose pero no el de la puerta al cerrarse. La habría dejado abierta como en un acto de estúpida venganza. Para Lázaro bien abierta estaba, de par en par a lo que quisiera concederle la noche petitoria, la larga cola de los monstruos letraheridos. Y no le dio tiempo a solazarse con la situación porque el editor Fernández Tutor preguntaba ¿con permiso?, ¿estás ahí, Lázaro?, ¿puedes recibirme? Pero no esperó respuesta y apareció de pronto en el dormitorio como un huésped que se hubiera equivocado de habitación, de hotel, de día y allí se le cayó la audacia del cuerpo porque casi le temblaba la mirada cuando pedía disculpas.

—Lo siento, Lázaro. No sé si debía. Estaba la puerta abierta.

—No debías, pero ya que estás aquí, habla. ¿También tú quieres saber el nombre del ganador? ¿También tú te has presentado al premio?

—No, Lázaro, ya conoces cuán distante estoy de la vanidad de escribir. Mi propósito es salvar la cultura literaria en peligro por el canibalismo del mercado. Ya me conoces. Y de eso se trata. Tal vez te pille en un mal momento, Lázaro, pero quería decirte que podías contar conmigo, en estos momentos, precisamente en estos momentos.

—¿De qué momentos se trata?

—No quiero meterme donde no me llaman, pero se habla de tus dificultades económicas, de ese acoso innoble, innoble, Lázaro, lo digo aquí y donde sea necesario, al que te someten estos bastardos para salvar su propio culo.

—Gracias. Lo tendré en cuenta.

—Te hablo con el corazón en la mano. Nuestros proyectos editoriales, ¿recuerdas? Ahora son lo de menos. Supongo.

—Supones bien.

—Me partes por la mitad. Había puesto en este proyecto todo mi patrimonio, pero lo primero es lo primero.

—Yo de ti me pegaría al nuevo poder. Tal vez tengan ambiciones culturalistas, sin duda, las tienen. El poder necesita la cultura como las sepulturas las siemprevivas. Seguro que un proyecto como el tuyo…

—Como el nuestro, Lázaro, como el nuestro.

—Bien. Como el nuestro. Seguro que les interesa. Yo no me cierro de banda pero tienes toda la razón. No es el momento.

—No es el momento. Lo comprendo.

Pero no se iba. Y hacía pucheros. Y lloraba. Y los sollozos no le dejaban hablar con la respiración controlada.

—Para ti es calderilla. Para mí es la ruina.

—¿Y la belleza del intento? Tú mismo me has dicho muchas veces que la realización de cualquier sueño envilece el sueño. Tómatelo como un sueño incumplido y precisamente por ello maravilloso.

Se llevó consigo el sueño roto. Conesal estaba eufórico. La rotura de convenciones que le habían parecido fundamentales le producía una sensación de liberación. Podía hacer lo que quisiera. Pasar de Mr. Hyde al Dr. Jeckyll y viceversa sin pócimas ni motivos aparentes, ya no debía disimular ante nadie el profundo desprecio que sentía contra todos los que se consideraban alguien a base de ningunarle. Ni siquiera tenía por qué disimular que Regueiro Souza le repugnaba, le producía malestar físico que se hubiera introducido en su habitáculo con una mirada socarrona.

—¿Has leído ya la novela Telémaco?

—Lo suficiente para no considerarla.

—Haces mal, es de Arielito Remesal, un novelista seguro, de los que ya tienen su público. Además cuenta una historia verdadera de alta corrupción del dinero y el sexo.

—Me ha parecido una estupidez desde la página once.

—¿Y la doce?

—Ya no he continuado.

—Te la tendrás que tragar, Lázaro, como yo he tenido que tragarme la campaña de desprestigio con la que me has mantenido a raya o a tus pies durante estos últimos diez años. Eres un carroñero y acabarás comiendo tu propia carroña.

—Te voy a hundir, Celso, te voy a hundir.

—¿En qué sustancia? ¿En la miseria? Cuando se publique la novela de Remesal tú te hundirás en una sustancia peor. En tu propia mierda. —Y ya se iba cuando consideró que todavía no lo había dicho todo—. Le he dejado leer la novela a tu mujer. Tal vez ella pueda hacerte entrar en razón. Convencerte de que pases de la página doce.

—A todos los efectos, caiga quien caiga, nunca pasaré de la página doce y ándate con cuidado.

Lejos, lejos ya y ojalá que para siempre, la silueta perversa, amariconada y maligna de Regueiro Souza, Conesal decidió centrarse en la preparación de la ceremonia del Premio: «Señoras y señores, conceder un premio literario es mucho más que lanzar el nombre de un autor o proponer la lectura de un libro privilegiado. Significa escoger una acción creativa y ponerla en movimiento hacia sus receptores. En cierto sentido es participar en la misma creación. Si he dotado este premio con una cantidad inusitada no es porque considere que la creatividad tiene precio, sino porque sólo aquella creatividad que tiene precio se instala en el cerebro y en el corazón de la humanidad consumista. Muchas veces se ha dicho que el dinero no tiene corazón ni patria. Yo quiero que el dinero tenga corazón, cerebro y patria. El corazón que le lleva a procurar felicidad, el cerebro que le conduce a fomentar su propia necesidad y la patria de los inteligentes… ¡La Inteligencia!». Pero antes debía atar los cabos sueltos y pidió que subiera Sánchez Bolín, el escritor inasequible al desaliento que al decir de Altamirano se había pasado toda la vida persiguiendo la Literatura, sin que Altamirano se comprometiera sobre si la había alcanzado. Sánchez Bolín llegó con la corbata descentrada, los pantalones demasiado cortos porque había engordado y debía cambiar de altura del cinturón o de pantalones. Se subía las gafas con un dedo en busca de un lugar óptimo que no había encontrado desde que se puso gafas por primera vez. ¿Cuándo? Probablemente antes de la guerra. Antes de la guerra de Corea.

—La admiración que siento por usted me fuerza a comunicarle personalmente que aunque su novela me parece de las más estimables, no va a ser la ganadora. Por descontado que en ningún caso voy a revelar el secreto de su plica.

—Haga lo que quiera. Todo el mundo sabe que me he presentado. De hecho, ¿quién no se ha presentado? Todas las tribus se han presentado: los realistas, los ensimismados, los policíacos, los minimalistas, los umbilicales, los de la ruta del bacalao. Incluso se han presentado los que nunca se presentan.

—¿Necesitaba usted el dinero?

—Usted es la única persona que puede preguntarle a alguien si necesita cien millones de pesetas.

—Puede ganarlos de otra manera. ¿Qué le parece una novela titulada Autobiografía de Lázaro Conesal?

—Excelente título.

—Cien millones de pesetas y le doy una información, se lo aseguro, que nadie más puede darle.

—¿Debería dejarle bien a usted?

—Me basta con que me deje interesante y algo misterioso.

—Eso es fácil. Pero no podría aceptarlo si debiera dejarle como un personaje positivo. Usted no es un héroe positivo.

—Siempre queda el recurso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.

—En eso soy un experto.

—¿Acepta?

—Cien millones de pesetas es una cantidad muy estimable, pero si usted le resta el diez por ciento de derechos de mi agente literario y el cincuenta y seis por ciento que me quita Hacienda, se me queda en muchísimo menos que la mitad. Por esa cantidad yo puedo escribir una novela de éxito con los personajes que quiera, no con usted.

—Serán cien millones limpios. Aparte el tanto por ciento de su agente y los impuestos.

—Lo consultaré con mi agente. Señor Conesal, no me tome por un escritor pesetero, pero es que estoy en esa edad tonta en la que se me supone un escritor instalado, casi rico, del que incluso la crítica habla bien, pero por cansancio, sin demasiado entusiasmo, como se habla bien de algo demasiado obvio. Puedo pasar por una época dura en la que se me retire el favor del público, que sin duda me será devuelto cuando me muera, pero no inmediatamente. Los escritores tenaces solemos pasar unas postrimerías en el purgatorio y luego nos resucitan los redactores de tesis doctorales o los hispanistas o los especialistas en ediciones críticas. Lo que nos va muy bien es que se cree una pequeña industria a nuestra costa a base de doctorandos, simposios, subvenciones para una revisión. No creo que a mi costa se consiga una industria vindicatoria póstuma a lo García Lorca, Joyce o Proust, para no hablar de esos chicos tan comentados como Shakespeare o Cervantes que tuvieron la inmensa suerte de vivir una Edad de Oro y eso es casi la garantía de eternidad. En cambio ya veremos quién lee, lo que se dice leer, al plasta de Joyce dentro de cincuenta años, cuando los lectores del futuro se muestren más descreídos que los de hoy. Nunca más se leerá con veneración y por lo tanto nunca más se escribirá con veneración. Por otra parte me ha salido un nuevo manager editorial, un Terminator, Terminator Belmazán, completamente convencido de que no hay escritor que treinta años dure y yo ya voy para cuarenta años de escrituras.

—Le contrato para nuestra novela y le hago la vida imposible a ese advenedizo, «Terminator». Si usted quiere compro la editorial y le echo a la calle.

Terminator Belmazán es el nombre de guerra y huida con el que se le conoce en las editoriales.

Se iba rumiando la tentadora oferta después de haber imaginado ya algunas aproximaciones.

—¿Qué le parece si empiezo así la novela: «Me llamáis Lázaro Conesal desde hace demasiado tiempo…»?

Pero le había quedado alguna duda enquistada y la expresó ya con medio cuerpo en el pasillo.

—¿Qué piensa hacerle a «Terminator»? ¿No irá usted a matarlo?

—Hay muchas maneras de matar.

—Es que si le despide de mi editorial le contratarán en otra.

—Tendré en cuenta el detalle.

Parecía marcharse satisfecho y Conesal se tumbó en la chaise longue del dormitorio hojeando el informe sobre el grupo Helios y jugueteando con la hoja donde había garabateado Ouroboros, a la espera de la próxima visita sorpresa. Del sombrero de copa del Venice salían fantasmas variopintos, convocados o voluntarios como Oriol Sagalés que entró en la habitación sin mirarle, como si no valiera la pena mirarle y farfulló palabras en un tono ofensivo que él le obligó a repetir.

—No he entendido lo que me ha dicho.

—Que ya que se folla a mi mujer podría darme el premio.

Conesal consideró que debía cambiar de actitud. Se levantó, se acercó a Sagalés y le lanzó un puñetazo que al ladear el otro la cabeza le dio en la oreja. El escritor dio un salto atrás y al ganar distancia compuso la defensa según el boxeo más ortodoxo, pero Conesal se lo tomó como una payasada y salió del dormitorio desentendiéndose de él. Dedujo que se había marchado por el silencio que le llegaba, pero cuando se asomó desde el dormitorio, Sagalés seguía allí, cabizbajo, con las piernas abiertas, las espaldas cargadas, los puños cerrados, el flequillo de envejecido joven colgándole sobre los ojos. Pasó a su lado rumbo a la puerta. Sabía dónde iba pero no se lo quería decir a nadie. Lázaro Conesal había empuñado el teléfono y Sagalés le dijo con la boca torcida:

—No llames a tus policías. No te voy a tocar. El médico me ha prohibido tocar mierda.

Pero Conesal empleaba el teléfono para pedir que rogaran a la señora Sagalés que subiera a verle. Laura llegó urgente, dramática, propicia. Se le abrazó y se besaron resucitando la gestualidad de una antigua pasión.

—Tu marido acaba de salir.

Laura se apartó de su cuerpo. Lo examinó a distancia como detectando las huellas del encuentro.

—¿Qué te ha hecho? Borracho es muy violento.

—Me he permitido pegarle un puñetazo.

Conesal apresó con sus labios la boca de la mujer sin permitirle opinar sobre lo que había ocurrido y ella se entregó a la caricia y después dejó que las manos del hombre le apresaran todo lo que sobresalía de su cuerpo, como si tratara de amasarla y recomponerla a su medida.

—Espera. Espera.

Pero él la empujaba hacia el dormitorio y le retiró el abrazo para dejarla caer sobre la cama mientras empezaba a desnudarse. Laura había reptado sobre el cubrecama para sentarse contra el respaldo y abrazar sus piernas dobladas con los brazos. Desde allí gritó:

—¡Espera! ¡Lázaro! ¡Espera!

Conesal estaba desnudo, pero la voz de la mujer le detuvo y le hizo sentirse ridículo. Se acostó a su lado mirando al techo, con un brazo como almohada y el otro alargando la mano que le permitiera cubrirse el sexo. No se atrevía a mirarla, pero sabía que ella le estaba contemplando con la antigua ternura y no tardaría en acariciarle el cabello como siempre y en decirle que siempre había sido un ansioso.

—Todo lo quieres en seguida.

—¿En seguida? Han pasado veinte años de lo nuestro. ¿Cómo puedes soportar a ese imbécil?

—He invertido demasiado en él. Tiempo. Dinero. Cariño. Compasión. Pero estoy harta. ¿Recuerdas lo que me pediste hace dos años, cuando me citaste en Bruselas?

—¿Fue en Bruselas?

Ella le pegó un bofetón suave.

—No seas grosero. Sabes perfectamente que fue en Bruselas. Entonces me llamabas de vez en cuando y me decías: Señora, tiene usted un billete en la terminal aérea con la clave… La espero el lunes doce en… Bruselas, Dakar, Colombo… ¡Llegué a ir a Colombo! Pero fue en Bruselas donde me pediste que me quedara contigo.

—Y tú me dijiste que él no podría soportarlo, que era como un niño, que se mataría.

—Entonces me importaba mucho.

—¿Ahora?

Ella no se dio tiempo a contestar y se desnudó diestramente para luego pasar sobre el cuerpo del hombre y besarle pequeñamente desde los ojos hasta los pies, dejando en el pene un roce que lo puso en erección y a ella alegre.

—¡Eres el de siempre!

—Soy Ouroboros, el mito de la serpiente que se muerde la cola, de la continuidad. Hoy me han dicho que la cultura del pelotazo y la economía especulativa se había acabado y que aquel huevo había generado serpientes como yo, pero que yo era una serpiente que acabaría mordiéndose la cola. El que así me hablaba era un mandado del gobernador del Banco de España, que desconoce el mito de Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, el símbolo de la continuidad. Aparentemente me estaba diciendo que en mi fin está mi principio, pero en realidad me devolvía a mis orígenes. Tanto morder a los demás para finalmente morder mi propia cola.

—¿Lo de la serpiente es una insinuación fálica?

Cabalgó su pubis sobre el pene erecto hasta decidirse a ser penetrada y se movió la mujer hasta el agotamiento, para caer rendidas sus humedades sobre las del hombre que la acogió como si se le desplomara encima una patria. Lázaro le acariciaba los cabellos, sobre la aprehensión de descubrir que tenía las raíces canosas, mal teñidas. Habló a la oreja de la mujer, quedamente:

—He tenido un día horrible. Vienen a por mí.

—He leído cosas.

—Voy a morir matando.

—¿Qué hablas de morir?

El rostro de ella estaba sobre el suyo, emergiendo de los cabellos desordenados, con el rímel corrido y los labios maltratados por los besos y los mordiscos.

—¿Mantienes lo que me pediste en Bruselas?

Tardó demasiado tiempo en contestar, el suficiente para que ella desmontara y se dejara caer a su lado.

—Retiro la pregunta.

—Claro que lo mantengo.

Pero tampoco el tono de voz era el que hubiera deseado y cuando se predisponía a ser más convincente le llegó una voz insidiosa desde la entrada.

—¿Don Lázaro? —Tras la voz unos pasos y otra pregunta—. ¿Molesto?

Conesal cogió precipitadamente un pijama de debajo de la almohada y se lo puso a la patacoja mientras clamaba:

—¡Un momento!

Lo tuvo justo para calzarse los zapatos y llegar a la puerta separadora del dormitorio del living justo para detener el avance de Mudarra Daoiz. El académico estiró el cuello para tratar de distinguir mejor la silueta de la mujer a contraluz que trataba de protegerse con el cubrecama.

—Teníamos una conversación pendiente, don Lázaro.

—Pero hombre, precisamente ahora…

—He tenido una idea que creo brillante y que puede solucionar el problema que sin duda le aturde. Todo premio tiene un imaginario. Decimos Goncourt, Planeta, Nadal y nos imaginamos una serie de componentes que connotan el premio. De la primera concesión del premio Venice depende el imaginario futuro. ¿Qué espera la gente?

—Lo ignoro.

—Un show. Un triunfador show. Un escritor consagrado al que usted habrá comprado por cien millones de pesetas. Yo creo que mi candidatura es justamente lo contrario. ¿Qué soy yo? La Academia. El representante del templo de la literatura. Un científico de las palabras, de la historia de las palabras. Premiarme significa ligar para siempre el imaginario del premio a La Literatura, con mayúsculas.

—La suerte está echada, señor Daoiz.

—¿Ya hay ganador?

—No es usted aunque reconozco los méritos de su novela.

Respiró profundamente el académico y se llevó una mano al corazón.

—¿Es usted cardiópata?

—No puedo asegurarlo, pero últimamente esta vieja máquina no marcha acorde con mis deseos.

—Hoy día el corazón es sólo un problema de fontanería. Yo tomo una aspirina infantil todos los días porque es un excelente vasodilatador que no causa molestias estomacales.

—Todo el mundo toma aspirinas últimamente. ¿Ha de ser infantil, precisamente?

—Son las más inocentes.

—Tendré en cuenta su consejo.

Despidió al académico hasta la puerta, pero no consiguió que se fuera inmediatamente.

—A propósito, está muy adelantado, don Lázaro, el proyecto de nombrarle Doctor Honoris Causa en la universidad en la que ejerzo. El rector contempla con entusiasmo tal posibilidad.

—Dígale que sabré corresponderle y atenderé con suma urgencia su petición de un Laboratorio Mediático.

—Don Lázaro. Los medios de comunicación se han convertido en la única realidad posible y todos vivimos dependientes de sus sombras, como los personajes del Mito de la caverna de Platón.

—Un referente muy oportuno.

Al asomarse al pasillo para verificar la marcha de Daoiz, creyó ver una falda acampanada de mujer que se retiraba buscando la ocultación. Quedó en el umbral esperando que se confirmara su visión y en cuanto el académico fue carne de ascensor, Beba Leclerq brotó de entre las sombras iluminada por sus joyas y su espléndida rubiez. Correteó sobre sus altos tacones para impedir que el hombre le cerrara la puerta, pero Conesal la dejó abierta y se contentó con meterse en el living para comprobar que estaba cerrada la comunicación con el dormitorio donde presumía la progresiva irritación acosada de Laura.

—Te he perseguido días y días. Eres un inconsciente. Mira.

Le tendía un papel redoblado que Conesal rechazó, pero que ella leyó en voz alta:

—Alguien lo sabe todo. Conoce incluso nuestro encuentro en el hotel Tres Reyes de Basilea.

—Podías habérmelo comunicado por teléfono.

—Me has dicho mil veces que tienes los teléfonos pinchados. Has de hacer algo.

Conesal aceptó el papel, lo desdobló y tras leer el contenido se lo devolvió a Beba.

—Es prematuro. Debe enseñar mejor las cartas. Además, intuyo quién puede ser.

—¿Quién?

—Mi mujer. Está menopáusica y me reprocha todo lo que le pasa, incluso la menopausia. Y si no es ella, cualquiera de la competencia profesional o política. Madrid es una ciudad infestada de informadores y yo tengo una instalación detectora de posibles escuchas que me hayan instalado. Aquí ni siquiera tolero que me observen desde mi propio circuito cerrado de televisión. No hagas caso del anónimo. Parece de película española de los años cincuenta.

—Si es de tu mujer más bien sería una película de los noventa. Pero imagina que Sito se entera.

—Sito está enterado. Ha venido a pedirme que me arrepienta.

Beba tenía que caerse en alguna parte y depositó todas sus esperanzas en el sofá del tresillo, pero Conesal le cerró el paso.

—Beba. He de vestirme y bajar a comunicar el nombre del ganador. Aplacemos esta conversación hasta mañana o hasta nunca. Tu Sito ya lo sabe, ¿qué puedes temer?

—¿Y mis hijas? ¿Cómo voy a mirar a la cara de mis hijas?

Mientras tanto ocultó su propia cara entre las manos y así salió seguida del silencio de Conesal que parecía impulsar su huida. Regresó el hombre al dormitorio donde Laura ya estaba vestida.

—¿Te vas?

Ella lloraba y siguió llorando mientras ganaba la salida.

—¿Qué te pasa?

—El hotel Tres Reyes de Basilea. Por lo visto te encanta el hotel. A mí también me citaste allí.

—Laura.

Conesal la retuvo y ella se dejó abrazar.

—Nos hemos acercado y alejado a lo largo de más de treinta años. ¿Vas a tener celos? ¿Tengo yo derecho a tenerlos?

Ella asintió en silencio y se marchaba a pesar de que Conesal le retenía una mano.

—¿No querías pedirme algo para tu marido?

Ofendida y humillada, la mirada y la boca de Laura.

—¿Por quién me tomas y por quién le tomas? Realmente eres la serpiente que se muerde la cola.

¿Hubiera querido retenerla? ¿Quién no teme perder lo que ya no ama? ¿Dónde lo había leído y convertido en su vacuna sentimental? Ya a solas consultó el reloj y se lanzó urgencias a sí mismo.

—Pero ¿a qué estás esperando?

Dudaba sobre el paso inmediato a dar, se sentía sucio dentro del pijama humedecido en la bragueta y maquinalmente cogió el informe sobre el grupo Helios como si fuera a premiarlo y al darse cuenta de su acto equívoco, regresó al living en pos de la caja fuerte. Alguien llamaba a la puerta y al abrirse allí estaba Ariel Remesal lleno de ojos.

—¿Vas a dejar el premio desierto? ¿Es ése el ganador?

Le señalaba el informe que aún llevaba en la mano mientras se colaba en la habitación.

—¿Dónde están los originales? ¿Y el jurado? ¿Has leído mi novela?

—Lo suficiente.

—Preferible que la publicaras tú, ¿no? Así la gente no podría especular sobre los personajes. Nadie iba a tirar piedras sobre su propio tejado y mucho menos tú.

—Desde luego.

—¿Y lo dices así? No te afecta la historia.

—Ariel, por favor, vete.

—Regueiro me ha dicho que me esperabas.

—Te ha mentido.

—Tú y él os acordaréis de ésta.

Y se marchó como un gángster de las literaturas periféricas. Al fin solo. Conesal se sentía fatigado y volvió al dormitorio en busca del estimulante para sus cansancios. Las cuatro pastillas de Prozac eran como un fetiche. Se las tomara a la hora que se las tomase del día. Siempre antes de las derrotas y las victorias presentidas. Pero no estaba en la mesilla de noche el frasco habitual. Ni tampoco en el botiquín del cuarto de baño. Ni sobre la repisa que respaldaba los lavabos. Cogió el teléfono y marcó el número del bar.

—¿Lazarillo? Te has olvidado de reponerme el frasco de Prozac. Sube en seguida.