ATRAVESARON EL COMEDOR sin detenerse, porque había clima de motín y en torno de Leguina y la ministra se concentraba el grupo más numeroso exigiendo una explicación.

—¡Como digno remate a las mamarrachadas de la era socialista, sólo nos faltaba este secuestro de intelectuales!

Leguina había perdido la paciencia.

—¿Quién le ha engañado a usted diciéndole que era un intelectual?

Fueron varios los dispuestos a abuchear ante la cara de aburrimiento del presidente de la Comunidad Autónoma en funciones mientras la señora ministra respondía con reconvenciones irónicas, tratándoles como a niños.

—Piensen que viven una situación única en sus vidas.

Carvalho marchaba en pos de Ramiro, pero ante la puerta de la habitación destinada a los interrogatorios, el inspector le cortó el paso.

—Confío en sus dotes de observación, pero yo quiero presionar a los testigos. Vamos a dar por sentado que sus movimientos han sido registrados por el circuito cerrado de televisión. Usted y yo sabemos que no es así, pero casi nadie conoce la imprevisión cometida. Otro dato importante es el Prozac. Sólo alguien valedor de los hábitos de Conesal podía urdir la sustitución de las cápsulas de Prozac por otras llenas de estricnina. Pero tampoco podemos sistematizar la pregunta porque cada interrogado la divulgaría al salir y los siguientes estarían prevenidos.

Carvalho estuvo de acuerdo. El despacho del gerente del hotel se estaba transformando en comisaría de lujo cuando entraron Ramiro y Carvalho y el policía empezó a pegar palmadas para que se aceleraran los trámites de situar en su sitio la máquina de escribir, la grabadora y para que se ajustaran las luces que eran demasiado delimitadoras.

—No se puede interrogar con luz de quirófano. Quiero luz de puticlub.

Por más que se probaron distintas combinaciones no era posible conseguir luz de puticlub y Ramiro iba poniéndose de pésimo humor.

—Vamos a acabar jugando a la petanca. Esa luz cenital, ¿no hay manera de quitar esa bombilla?

Tuvo que venir el especialista en mantenimiento del hotel y tras una serie de extirpaciones consiguió una luz ambiental basada en el claroscuro, salvo una potente lámpara empotrada en el ángulo izquierdo del techo convertida en el ojo de Dios enviando sobre aquella habitación del Venice un rayo de gracia santificante. La bombilla se había enquistado en el techo y no se podía sacar. Ante los gestos de impotencia del electricista, Ramiro se subió a una silla armado de un martillo y le pegó un martillazo al ojo iluminado. Cayó al suelo una galaxia de cristalitos.

—Pasen la factura a la Jefatura Superior. Y ahora venga la lista.

El propio Ramiro llegó hasta la puerta guardada por dos policías donde esperaba Álvaro Conesal.

—Hagan llegar al salón la petición de una declaración voluntaria, de cara a despejar la situación y sin carácter vinculante. Si alguien quiere hacerlo en presencia de su abogado nos han jodido, pero hay que quitarle gravedad al asunto. Cuanto antes se presten, antes se irán. Usted que sabe traducir las metáforas de su detective puede ser el introductor.

Se dirigió severo a sus colegas.

—Y vosotros con amabilidad que estos que van a entrar no son unos piernas. Mejor que os calléis.

Volvió Ramiro al interior donde Carvalho se había sentado en la mesa, con una pierna apoyada en el suelo y la otra cabalgante. Los dos subalternos estaban ante la máquina de escribir y la grabadora con resignación acentuada por el presagio de una noche interminable. A Ramiro le gustaba la luz conseguida.

—Esto es otra cosa.

Un policía entró en la habitación, le entregó una tira de papel de fax y volvió a marcharse. Ramiro la leyó y se la metió en el bolsillo.

—He pedido los antecedentes de la lista de sospechosos y sólo el señor Oriol Sagalés tiene. Una chorrada.

Chasqueó los dedos en dirección a la puerta donde permanecía atento uno de los inspectores y éste transmitió a Álvaro Conesal que ya podían comenzar las citaciones. Tardaba en llegar el primero y Ramiro impaciente recuperó la puerta donde se dio casi de bruces con Lorenzo Altamirano. Hizo como si no le viera y exigió a Álvaro:

—Vaya usted preparando a los siguientes para que no haya tiempos muertos.

Luego invitó a Altamirano a pasar y a sentarse. El crítico sudaba y en cuanto ocupó la silla destinada comprobó que sobre su frente alta, blanca, perlada caía un molesto chorro de luz. Retrocedió el culo cuanto pudo para escapar al rayo de la muerte y consiguió que quedara más allá de su nariz, sobre su bragueta, pero aun así ofendía la luminosidad a unos ojos maltratados por veinte mil libros leídos. Miró al policía en demanda de auxilio, pero Ramiro sólo parecía solidario de palabra.

—Va a ser todo muy fácil, señor Altamirano.

El gordo que hablaba en verso, leyó Carvalho en sus notas mientras reproducía mentalmente pedazos de la conversación entre Altamirano y su compañera, que había captado durante los barridos de sonido de sus paseos de peripatético desconocido. Fue Carvalho quien preguntó.

—¿Ha venido a la cena acompañado de Marga Segurola?

Altamirano adoptó una pose más de testigo de cargo que de colaborador de la voluntad de saber de aquel policía peripatético.

—No exactamente. De hecho hemos coincidido en la mesa por expresa voluntad de los organizadores, aunque nuestros oficios se parezcan. Yo soy crítico literario y Marga Segurola es en realidad una experta literaria que ejerce de consultora de editoriales, españolas y extranjeras, revistas literarias, programas culturales de radio y televisión. Es lo más parecido que hay a una posible conseguidora mediática y yo soy un crítico literario in sensu estricto.

Ramiro quiso recuperar el protagonismo.

In sensu estricto. Muy bien. Creo haber leído algunas de sus críticas, con plena satisfacción, por cierto.

—Muy amable por su parte.

—¿Qué le unía a usted con Lázaro Conesal y con esta convocatoria en concreto?

—Yo realizaba algunos servicios para Conesal.

No le había agradado confesarlo, como no le agradaba confesar que no le agradaba confesarlo.

—¿Se ha de saber públicamente?

—¿Por qué?

—No me gustaría. Aunque no tengo nada que esconder, en el medio no estaría bien visto que yo apareciera como una especie de mentor literario del señor Conesal. De hecho yo fui quien le recomendó a una serie de escritores para este premio, para que juzgara sobre seguro y le ayudé a montar la compleja mecánica de esta representación. También le organicé un jurado a la medida de lo que quería.

—¿Qué quería?

—Ser el único juez del premio.

—¿Usted ha leído las novelas presentadas?

—No. Ni siquiera sé quiénes son los finalistas, ni me consta que me hiciera caso en la selección de escritores que le aconsejé.

—¿Conserva usted esa selección?

—No. Pero recuerdo algunos nombres.

—Por favor, ¿estaban sus elegidos en el salón esta noche?

—No. Ni uno de los cinco escritores premiables presentes en la sala. Alma Pondal, Ariel Remesal, Andrés Manzaneque, Oriol Sagalés, Sánchez Bolín eran de mis preferidos. En cuanto los he visto he comprendido que eran los escogidos por Lázaro. Mis otros recomendados habían saltado de la lista.

—¿Cuántos había recomendado usted?

—Once. Siempre recomiendo once escritores, sea la selección que fuere.

—¿Por qué?

La palidez de Altamirano se vio sustituida por una súbita coloración y tardó en poner en marcha las palabras.

—Por motivos complementarios y a veces sorprendentemente complementarios. Once son los jugadores de un equipo de fútbol, ¿no es cierto?

Ramiro se creyó en situación de pedir una asesoría irónica a Carvalho.

—Creo que es así, ¿no?

Carvalho asintió inapelablemente.

—Bien. Pero no es el único motivo. El once es un número cargado de significación simbólica. Según la simbología el diez es el número de la plenitud y el once implica exceso, desmesura, el desbordamiento de cualquier orden, también representa conflicto y la apertura a una nueva década. ¿Comprenden? Por eso san Agustín afirma que el número once es el escudo de armas del pecado. Según una concepción teosófica el once es un número inquietante, porque sumados los dos números que lo hacen posible, el uno y el uno… hacen dos. El dos.

—¿Qué le pasa al dos?

—Es el número nefasto de la lucha y la oposición. El once es el símbolo de la lucha interior, de la disonancia, de la rebelión, del extravío, de la transgresión de la ley, del pecado humano, de la rebelión de los ángeles.

Altamirano había ido elevando el tono de su voz y ahora parecía vaciado y satisfecho de sí mismo. Ramiro no sabía por dónde continuar. Carvalho pensaba en los esfuerzos intelectualistas que tienen que hacer algunos para disimular que les gusta el fútbol, pero acudió en ayuda del policía.

—¿Le explicó su teoría del once al señor Conesal?

—Sí y estaba entusiasmado. Me dijo: Lorenzo, ésa ha de ser la tensión interna de la literatura. Y añadió: ¿Tú sabes que en las sociedades secretas de la masonería se clavan once banderas? Me explicó que se clavaban en dos grupos de cinco más una, en representación simbólica de las dos hornadas de fundadores: cinco y cinco.

—¿Y el uno?

—Está clarísimo. El uno es la fusión de los dos grupos de cinco. Refleja la unidad, la síntesis masónica.

Carvalho parecía muy satisfecho por lo escuchado y reparó en si Ramiro había salido de su desconcierto. No había salido.

—Tenían ustedes conversaciones muy profundas.

—Lázaro era un hombre de plurales intereses culturales.

—Usted esta noche trató de hablar con él.

Era la pregunta que Altamirano temía y la que esperaba Ramiro para volver a meterse en situación.

—¿Era tan urgente hablar con él?

Altamirano trató de cruzar las piernas, pero apenas si pudo montar una sobre la otra con la ayuda de las manos y la presión de un apéndice sobre otro se transmitió al bajo vientre y al estómago. No respiraba a sus anchas y devolvió las piernas a su sitio original. Sudaba más que al comienzo y se pasó una mano por la cara.

—Hay circuito cerrado de televisión, ¿no?

—Sí —se adelantó Carvalho.

—Bien. Entonces habrán comprobado que no pude hablar con Conesal.

—No pudo hablar, ¿de qué?

—Quise encarecerle que no hiciera ninguna tontería. No me gustaban los candidatos que había en la sala. Cualquiera de ellos como ganador era decepcionante, ni siquiera darle el premio al más consagrado, Sánchez Bolín, hubiera satisfecho los deseos del mecenas. Digamos que tenía una idea platónica de ganador, imposible de cumplir.

—¿Quién era su candidato?

—Un escritor latinoamericano. No puedo decirle más.

—¿Había concursado?

—No había conseguido acabar la novela a tiempo, pero eso no es un problema porque entre el fallo y la publicación median dos meses, quizá tres, tiempo más que suficiente para acabarla. De hecho Conesal me debía este consejo y mi observación. Yo le había ayudado hasta esta noche y en cierto sentido el premio era un desafío que me había obligado a tragarme muchos sapos. Cien millones de pesetas es una desvergüenza. No creo que ninguna novela del mundo valga esa cantidad. Ni cinco mil. Ni una peseta. El valor en literatura es emblemático, nunca monetario y puestos a buscar un valor emblemático a la altura de los deseos poéticos de Conesal, la novela ganadora debiera reunir unas características que yo tengo en el imaginario y que yo aconsejé a mi candidato. Me hizo una novela a la medida sobre la historia de un fracaso en la búsqueda de un yacimiento de oro en el Perú a fines del siglo dieciocho. Pero por lo visto, Conesal no me hizo caso.

—No le hizo caso y esta noche no pudo hablar con él. Resulta sorprendente que usted estuviera en contra de parte de los escritores que usted mismo había seleccionado.

—Un crítico con voluntad de universalidad, que se convierte en un referente de toda la sociedad literaria española, ha de seleccionar teniendo en cuenta hasta cierto punto a quién se lee. Siempre se filtra si has escogido a éste y rechazado a aquélla. Pero yo tengo mis gustos. Insobornablemente. Y es lo que trataba de decirle a Lázaro.

—No pudo verle. ¿Pudo hablar con el jurado?

Altamirano se echó a reír.

—El jurado era una simple representación. Era un jurado potemkiniano. Una fotografía de jurado. No decidía nada.

A Ramiro no se le ocurría nada más, el policía mecanógrafo tenía cara de tedio. Carvalho pensó que, efectivamente, Altamirano hablaba en verso y era posible que hubiera matado en verso. De momento el inspector dio el asunto por concluido y el crítico había alcanzado un extraño estado de paz que le permitió sacar una conclusión moral.

—Los ricos son diferentes.

—Sí. Tienen más dinero —opuso Carvalho desde la zona de sombra.

—Esa respuesta es de Hemingway —reconoció Altamirano, asombrado de aquella cita literaria que le llegaba desde la penumbra. Carvalho sin salir de las sombras contempló cómo Ramiro despedía al crítico y le encarecía que se animara.

—Hay que levantar ese ánimo, señor Altamirano. Tómese unas pastillitas de Prozac.

El crítico puso cara de asco.

—Yo me levanto el ánimo consiguiendo primeras ediciones en las librerías de viejo y tomándome un buen Rioja de vez en cuando.

Reentró Ramiro siguiendo a la novelista de las varices, mientras leía en el papel el nombre traducido por Álvaro Conesal de la metáfora de Carvalho.

—Señora Alma Pondal. He de confesarle que he leído una de sus novelas, A veces, mañana

A veces, por la mañana.

—Eso quería decir. Me ha gustado mucho. Mi esposa es una gran admiradora de su obra.

La dama blanca y ancha, de piel transparente surcada por venillas azules, especialmente reticuladas en las sienes, se había sentado con toda la majestad de sus faldas largas y no parecía afectada por la luz que le daba en pleno rostro. Ni siquiera parpadeaba.

—No necesitamos demasiadas respuestas porque no tenemos excesivas preguntas. Usted se ha entrevistado con el señor Conesal a lo largo de la noche. Nos consta. Y quisiéramos saber por qué.

La escritora contempló primero a los mecanógrafos, luego a Ramiro, finalmente a Carvalho como una madre joven consciente del apuro que pasan sus hijos y les dedicó una sonrisa propicia, confiad en mí que soy vuestra colaboradora, ¿quién os puede tratar mejor que una madre con las piernas llenas de varices secas y por secar, las cicatrices de su maternidad?

—Lázaro Conesal me reclamó. Un camarero me pidió que subiera a las dependencias de nuestro anfitrión y así lo hice. Pensé que me iba a anticipar el fallo, bien para felicitarme, bien para consolarme. Yo he participado en este premio.

—¿Dónde está el original de su novela?

No asumió la pregunta con tranquilidad y respondió con otra pregunta.

—¿No obra en su poder?

—No.

Carvalho fue más allá.

—La novela se ha esfumado. Usted podrá facilitarnos una copia.

La madre había aumentado de edad y de jerarquía biológica. Habló como una madre habla a sus hijos.

—He de ser sincera con ustedes. Mi novela no existe. Altamirano me pidió que me presentara al premio y pocos días después, hace de eso cinco meses, Lázaro Conesal me ofreció diez millones de pesetas por no escribir la novela, pero por fingir que me presentaba. Así lo hice. Me presenté con el lema «Cantores de Viena» y con un título no tan supuesto, puesto que será el de mi próxima novela: Triste es la noche.

Ramiro daba vueltas en torno a su madre adoptiva.

—Usted cobra, supongo, por no escribir una novela. Pero la noche del premio, Lázaro Conesal la llama. ¿Por qué? ¿Para qué?

Seguía subiendo la madre por la escala biológica, envejecía por momentos y desde la dignidad de una vieja madre con derecho a conservar su entidad respondió:

—Eso es cosa mía.

—Lamento decirle que está muy equivocada, aunque también le asiste el derecho de negarse a contestar y convertir esta conversación en un interrogatorio convencional en presencia de un abogado. De hecho queremos darles toda clase de facilidades para salir cuanto antes de aquí.

Ella tenía ya preparada la actitud y las palabras. Cruzó las manos sobre el halda, miró fijamente al inspector y dijo:

—Me propuso que me acostara con él.

Las miradas de los allí reunidos, sin excepción establecieron complejas asociaciones de ideas entre los diez millones que Conesal le había dado por no escribir una novela, su aspecto físico de dama guapa pero demasiado maltratada por la maternidad y la propuesta de fornicación a cargo de un hombre que podía pagar diez millones de pesetas a condición de que no escribiera una novela.

—Naturalmente le dije que no.

—¿Dónde se produjo ese ruego y esa negativa?

—No fue un ruego. Fue una zafia orden, como si lo diera por hecho. Pasó casi sin transición de pedirme ver una foto de mis hijos que yo siempre llevo en el bolso a pedirme que me acostara con él. Él estaba en una suite del piso veintipico, muy excitado, aunque su agresividad era meramente verbal y cuando yo me opuse taxativamente se calmó y me dijo algo a la vez enigmático e intolerable.

—¿Qué le dijo?

Menos mal. Se limitó a decirme eso y a desentenderse de mí.

—¿Llevaba puesto el pijama? —Por descontado que no. Si lo hubiera visto en pijama ni siquiera habría entrado en la suite.

—¿Cabe atribuir la excitación de Lázaro a un exceso de estimulantes? Creo que tomaba Prozac. —El Prozac no produce esos efectos. Yo lo tomo porque tengo tendencia a las depresiones.

Ramiro se colocó frente a ella, mirándole a la cara cuando le preguntó:

—¿Sabía usted que su marido también se entrevistó con Conesal a lo largo de la noche?

No. No lo sabía. Y no era evidente que lo supiera o todo lo contrario. Con la misma estudiada perplejidad aceptó que el diálogo había terminado y no tuvo tiempo de cruzar ni una palabra con su marido que la sustituía en el interrogatorio y trataba de leer algo en su cara tensa. Ramiro captó la imposible comunicación de aquel cruce de miradas y nada más sentarse el ingeniero Roberto Murga, el marido varicoso, varón de azulado rasurado, preñador profundo, encorbatado con aguja de oro y mesador vigoroso de puños de camisa blanca con gemelos con iniciales, le espetó:

—¿Qué quería usted de Lázaro Conesal esta noche?

Tomó aire el ingeniero, arqueó las cejas y plantó cara al detective.

—Salir de dudas.

—¿Vio usted a don Lázaro antes que su mujer o después?

No sabía que su mujer se hubiera entrevistado con Conesal pero trató de disimularlo.

—Sin duda antes. Ella estaba muy nerviosa por lo excepcional de la situación. No sabía a qué carta quedarse. ¿Ganaba el premio? ¿No lo ganaba? Altamirano le había dicho que era el candidato mejor situado.

—¿Le consta a usted que su mujer se presentaba al premio?

—¿Cómo no iba a constarme? Mi mujer me lo consulta todo.

—¿Qué le respondió Conesal cuando usted le preguntó por sus intenciones sobre la novela de su esposa?

—Adoptó una actitud muy extraña. Se echó a reír y me preguntó por mis trabajos. Para qué compañía trabajaba. Cuánto ganaba. Si percibía tantos por ciento sobre presupuestos de obras. Que qué opinaba de la penetración de multinacionales extranjeras en la industria del cemento. Yo le dije que era un ingeniero de puentes y caminos al servicio del Estado y que por lo tanto cobraba un elevado sueldo pero dentro de los límites del alto funcionariado, habida cuenta de que estoy considerado, modestia aparte, uno de los mejores.

—¿No le aclaró Conesal sus intenciones sobre la novela de su mujer?

—La verdad es que no y salí un poco desanimado del encuentro. Por eso no le dije nada a Mercedes, perdón, Alma. Mercedes no soporta que la llamen Mercedes.

—Usted ha dicho que vio antes que su esposa a Conesal. Luego ella le contó que le había visto. ¿Qué le transmitió su esposa de esa conversación?

Probablemente diseñaba puentes y caminos velozmente pero mentía con lentitud.

—No recuerdo demasiado bien.

—En eso estoy de acuerdo, porque su mujer parece ser que se vio con Conesal antes que usted y no después.

Salió del sótano de su escasa aunque torturada imaginación.

—He de serles sincero. Yo no sabía que Alma y Lázaro Conesal se habían visto.

—¿Ha leído usted la novela de su esposa concursante al premio?

—Desde luego.

—¿Cómo es posible que la haya leído si esa novela no está escrita?

—¿Qué dice usted, señor mío? ¿Si no está escrita cómo es que…?

—¿Cómo es que su mujer ya ha recibido un anticipo de diez millones?

Mientras el ingeniero ponía en orden alfabético su sistema interior de verdades y señales de alarma, Ramiro cambió de tercio y Carvalho le aplaudió mentalmente. Aquel poli no era tan previsible como se había imaginado.

—¿Dónde le recibió Lázaro Conesal?

—En una suite.

—¿Iba en pijama?

—No. Pero me sorprendió su laxitud e iba vestido de una manera que no indicaba que estuviera a punto de fallar un premio tan importante. La verdad es que quedé muy aturdido, volví al salón y no me atreví a decirle nada a mi mujer sobre el encuentro.

—Ni ella a usted sobre el suyo. Secretos de familia.

La mano de Ramiro señalaba el camino de la puerta al tan alto como cabizbajo ingeniero y de allí brotó como una superestrella del marketing, el fabricante de sanitarios Puig, alegre como unas castañuelas nocturnas, con una ancha sonrisa de dentadura postiza y ademanes de fumador de puros capaz de repartir habanos a todo el mundo. Pero no llevaba puros en las manos venosas que ofreció a sus cuatro contertulios y como un contertulio más se sentó con la sonrisa puesta y la calva canosa al desnudo bajo la luz.

—¿De qué hablaron usted y Lázaro Conesal esta noche?

—Somos amiguitos. Muy amiguitos y quise pegar la hebra como se dice en castellano o petar la xarrada como se dice en catalán. Miren ustedes, mi maestro en managerismo fue un gran publicista catalán que se llamaba Estrada Saladich, que nos tenía dicho: Un negociante, contra lo que pueda parecer, es un ser humano y si llegas al ser humano, puedes hacer buenos negocios. ¿Me explico? Yo fui a ver a Lázaro y le dije: Lázaro, cómo estás, maco, porque teníamos tanta confianza que yo mezclaba palabras en catalán y él las entendía y se reía mucho. Le había tenido infinidad de veces invitado en mi finca de Llavaneras y era yo quien le había puesto en relación con el círculo más sólido del dinero catalán, no se crean, en Cataluña hay dinero, dinero repartido y sólido, pero en pequeñas cantidades, eso sí, entre gentes muy solventes. Y a Lázaro, aunque se le atribuía una cierta frivolidad financiera, le encantaban los empresarios pequeños, tenaces, sólidos, como yo. A cambio él nos daba información. Mira, Quimet, me dijo en cierta ocasión, la información se distribuye por círculos y esos círculos se van estrechando entre el más amplio que abarca a los que saben pocas cosas y el círculo más pequeño, que abarca a los cuatro o cinco que lo sabemos todo. Pues bien, Quimet, yo lo sé casi todo. Y a eso iba. Hablar con Lázaro era una delicia y estuvimos en plena cháchara mientras la gente aquí abajo venga sufrir y venga especular, si ganará zutano, si ganará mengano. A mí, de verdad, estas reuniones me aburren, a pesar de que yo he leído mucho, mucho en mi juventud. Yo me he leído la trilogía de Gironella sobre la guerra civil, más de cuatro mil páginas, cuatro mil ¿eh?, que pronto está dicho. Pero a mi mujer le encantan estos actos culturales porque ella sí es muy lectora y va a todas las conferencias y conoce a un montón de intelectuales que de vez en cuando me trae a casa y no es que me sepa mal, pero no tengo demasiada conversación con ellos. En general los intelectuales saben pocas cosas interesantes que afecten a la vida normal.

Casi no había respirado mientras hablaba a pesar de su edad, entre los sesenta y cinco y los setenta años, y tras tomar aire se predisponía a continuar cuando Carvalho intervino desde su penumbra.

—¿Qué información especial iba usted a buscar?

—Especial, especial, nada. Hablar por hablar.

Carvalho ganó la zona de la luz y puso cara de pocos amigos.

—¿Qué era tan urgente? ¿Qué era imprescindible que hablaran usted y Conesal esta noche?

—Urgente, urgente, es mucho decir. Lo cierto es que yo a veces he servido de puente entre el empresariado catalán y Conesal u otros hombres del dinero serio de la capital y todo el mundo sabe que la situación política del país es delicada. Sin ir más lejos, la suerte del gobierno socialista depende de los votos de los diputados catalanes de Convergencia i Unió y esos votos son muy sensibles a lo que pensamos los empresarios catalanes de la situación política y de la política de alianzas.

—Es decir, que usted esta noche hizo de correo político.

—Yo soy apolítico ¿eh?, pero en cierto sentido sí. Habíamos hablado esta tarde, por teléfono, a última hora. Pero hoy no puedes confiar en los teléfonos, están pinchados o intervenidos vete a saber por qué grupo de espías públicos o privados.

—¿Estaba muy afectado Lázaro Conesal por su conversación con el gobernador del Banco de España?

Tanto Puig como Ramiro contemplaron a Carvalho con respeto.

—Veo que están bien informados. Sí. Fue una entrevista tormentosa, así me lo dijo más o menos en clave cuando le llamé desde el hotel, a punto de salir para este premio y quedamos en hablar de tú a tú, en un aparte. Como así hice.

—Lázaro Conesal estaba con la espada contra la pared.

—Peor.

El señor Puig se había vuelto conciso, sus ojos se habían achicado, su sonrisa ya era escasa y su esqueleto se había revertebrado.

—Y usted le dijo que los empresarios catalanes habían decidido retirar su apoyo al Gobierno, le dio la fecha concreta y él se lo agradeció mucho porque esa información le permitía jugar sus bazas.

—Tal vez sí. A partir de este momento no seré tan generoso con lo que diga. Aunque hayan grabado mediante circuito televisivo mi entrevista con Conesal, recuerdo muy bien lo que dije y lo que no dije, porque me temía una encerrona típica de Lázaro. Lo grababa todo. Puedo comprometer a otra gente y al Honorable señor presidente del Gobierno de la Generalitat de Cataluña.

—Comprendo su discreción.

—Mi maestro, Estrada Saladich, solía decir: El hombre es esclavo de sus palabras y amo de sus silencios. ¿Me necesitan para algo más?

Carvalho pasó a Ramiro el expediente de la respuesta y éste volvió a encarecer el ritual de costumbre que Puig escuchaba con su sonrisa totalmente recuperada.

—Han sido ustedes muy gentiles. Tengan. Tengan.

Repartió sendas tarjetas de visita a los cuatro restantes pobladores de la habitación y se retiró tras una suave inclinación de chambelán de una corte improbable. Le siguió enérgicamente Ramiro y parlamentó con los guardianes exteriores y con el propio Álvaro. La señora Puig esperaba su turno, pero Ramiro parecía pedir un salto en el programa. Volvió con su verdad secreta y no la comunicó a Carvalho. ¿A quién habría elegido Ramiro como continuador de la lista? Si de él dependiera hubiera reclamado dos nombres, quizá tres, Hormazábal, Sagazarraz, Álvaro Conesal. No le defraudó el policía público. No estaba tan mal la policía pública. El «calvo de oro», el «asesino de la Telefónica», Hormazábal, calculador pero relajado a aquellas horas ya de la madrugada. Las dos exactamente. Sí, era socio de Conesal en algunos negocios, pero también tenía sus propias expectativas financieras y estaba en curso una separación de intereses motivada por dificultades previsibles en la situación estratégica de Conesal.

—¿Me lo puede usted traducir al castellano?

—Creo hablar en castellano, aunque quizá no en castellano policial.

—Eso será.

—En cambio suele entenderme el jefe superior de policía, con el que comparto campo de golf y conversación.

—Los jefes, sobre todo los jefes políticos, suelen ser más listos que los subordinados y juegan mucho mejor al golf.

Admirable, pensó Carvalho y le envió un aplauso mental a Ramiro.

—Bien. Lázaro tenía un grave problema de relación con el Banco de España. Era un estratega formidable, pero tal vez para tiempos más estables. En plena liquidación de la filosofía triunfalista de un Gobierno amedrentado por los escándalos de corrupción, el Banco de España no podía tolerarle un agujero de más de quinientos mil millones de pesetas en la entidad bancaria que regentaba.

—Usted es corresponsable de ese agujero.

—Ya no. Esta mañana, mientras jugábamos a squash, le he comunicado que me he ido desprendiendo de los lazos que me unían con su entidad financiera.

—Usted veía venir la catástrofe.

—Digamos que tenía menos motivos para autoengañarme que Lázaro. En cualquier caso él disponía de una capacidad de reacción personal, es un hombre riquísimo, pero habría de pasar por malos ratos porque el Gobierno no estaba dispuesto a hacer la vista gorda una vez más. No puede hacerlo.

—En la entrevista que tuvieron, Lázaro Conesal le reprochó el que le hubiera abandonado.

—Más o menos.

—Pero eso ya le constaba. ¿Qué más le reprochó después del encuentro con el gobernador del Banco de España?

—Estaba convencido de que parte de la información en poder del gobernador se debía a mis filtraciones. Craso error. El Gobierno tiene su propio sistema de escuchas y Lázaro debía saberlo porque él dispone de topos dentro de los servicios secretos oficiales. Incluso es posible que usted esté rodeado de topos dentro del cuerpo superior de policía.

Ramiro estudiaba a Hormazábal. El policía había aprendido a sostenerle la mirada, a fingirse tan entero como aquel ricacho de mierda y alcanzó un tono de voz tranquilo cuando preguntó:

—¿Qué tipo de amenaza le formuló Lázaro Conesal? ¿Qué sabía de usted?

—Nada que yo no tuviera bajo control.

El «calvo de oro» había salido del círculo del acoso y ponía un pie ante los del paseante Ramiro, obligándole a dar un paso atrás y ponerse a la defensiva.

—Usted comprenderá que cuando yo muevo un alfil pongo a cubierto al rey y a la reina.

—Pero él le amenazó.

—Digamos que me advirtió.

—¿Cómo acabó el encuentro?

—Civilizadamente. Me dio un plazo de una semana para liquidar todos nuestros vínculos. Yo le comuniqué que ya todo estaba en curso y apenas necesitaba tres días.

—No envidio sus vidas, no señor. Han de estar agotados, constantemente entre la excitación y la depresión. ¿Toma usted algún reconstituyente? ¿Alguna medicación?

—Una aspirina infantil todos los días y deporte. La aspirina infantil es un vasodilatador formidable. Eso es todo.

—¿Era Conesal tan austero como usted?

—No. Conesal no era austero en nada. Era un ansioso. Tuvo una etapa de cocainómano, aunque últimamente lo había dejado.

—¿Tomaba algún sustitutivo?

—Lo desconozco. No éramos íntimos.

Esperó Ramiro a que el «calvo de oro» se fuera para buscar compañía y consejo junto a Carvalho.

—Es imposible. Es imposible que un hombre tan astuto, receloso, informado como el Lázaro Conesal que nos describen no estuviera al tanto de las maniobras de su principal socio. No entiendo demasiado de estas marañas, Carvalho, pero ¿cómo es posible que en tres días se deshaga toda una trama de negocios comunes?

Carvalho asintió corresponsable de aquel razonamiento, pero ya entraba la señora Puig que no se correspondía a lo que Ramiro había imaginado tras la metáfora «la mujer del fabricante de retretes». La madurez de la señora Puig se deshacía en anuncio de vejez a pesar del evidente esfuerzo por conservarse bien y por vestirse como una vamp de película de Hollywood revival de los años cincuenta, la última década que produjo modelos de vamp.

—He de agradecerles el poder vivir una experiencia tan interesante. Esto es un interrogatorio, ¿no? A mi hijo Josep Maria le hicieron uno a comienzos de los años setenta, cuando estaba en la universidad y militaba con los marxistas leninistas. Fue terrible, pero muy emocionante. No habla mucho de aquella experiencia pero más de una vez me ha confesado que le sirvió de mucho. «A la verdad por el error», es su lema y ahora es el brazo derecho de su padre en los negocios y además un hombre interesado por todo, que quizá algún día pueda meterse en política, presidir la patronal. ¡Qué sé yo! Me encanta la gente joven y eso que mi hijo ya está por encima de los cuarenta, aunque me ven a mí y, ¿verdad que no se lo creen? Sean amables, por favor.

—Desde luego, señora.

—Asombroso, señora.

—Desde luego.

Se sumaron los dos subalternos a la iniciativa de Ramiro y sólo Carvalho permaneció en silencio aunque adoptó una expresión amable por si la dama le miraba. Le miró.

—Usted esta noche se vio con Lázaro Conesal.

—¡Dios mío! ¡Me han descubierto!

Rió cantarinamente y miró maliciosamente a todos los presentes.

—Adivina, adivinanza, ¿qué buscaba la señora Puig en la suite privada del señor Conesal? Caballeros, porque ustedes son unos caballeros, ¿y mi reputación?

Ramiro no contestó, pero mantuvo la seriedad en su rostro como un referente para que la señora Puig lo tomara en cuenta.

—Bien, comprendo que a estas horas de la noche no estén para bromas. Fui a ver a Lázaro para pedirle una recomendación, así de sencillo. Yo creo que sería de justicia que ganara el premio un eminente escritor catalán, Sagalés, un joven escritor genial, minoritario, que tal vez sólo podemos leer muy pocos, pero muy selectos lectores. Miren, y está mal que lo diga yo que pertenezco a una familia de industriales y comerciantes desde el siglo pasado, pero en Literatura y Arte lo bueno es lo minoritario. Hace muchos años, cuando García Márquez publicó Cien años de soledad lo leí y me maravilló. ¡Qué prodigio! Pero unos meses después me enteré de que había vendido trescientos mil ejemplares. Tate. Si le leen trescientas mil personas ya no puede ser tan bueno. Y eso que conozco a Gabo y le he guisado más de una vez un arròs amb fesols i naps, un plato valenciano que le encanta.

—¿Qué le contestó Conesal?

—Debía de estar de mal humor o de demasiado buen humor, porque a veces los extremos se tocan. Me dijo, ¿Sagalés? ¡Ah, ese chico cuyos protagonistas tardan veinte páginas en subir una escalera! Me pareció una poca soltada, qué quieren que les diga.

—¿Una poca soltada? ¿Qué quiere decir eso?

—Una chorrada —tradujo Carvalho desde su penumbra.

—¿Es usted catalán?

—Vivo y trabajo en Cataluña.

—Entonces es usted catalán y se lo digo yo que me llamo Borrell de primer apellido y Riudetons de segundo y mi marido Puig Llagostera y todo así hasta el siglo yo qué sé.

—¿No le dijo nada más Conesal?

—La verdad es que lo encontré algo desatento, él que siempre era un amor de persona, con prisas para no sé qué y sorprendentemente desastrado. Otra poca soltada. ¿Cómo se puede fallar un premio con el aspecto aquel tan horrible que tenía?

Y ya desde la puerta quiso contestar su propia pregunta, pero no se le ocurrió nada y se llevó la pregunta sin respuesta. A Carvalho empezaban a sonarle demasiados ruidos a lo largo del interrogatorio.

—Me gustaría debatir su interés por saber si estaba o no en pijama Lázaro Conesal. Comprendo que hay un antes y un después del pijama, aunque también se puede suponer un numerito de Conesal. Algunos le solicitaron audiencia, pero otros fueron requeridos por él. Bastaría fijar un horario y hasta ahora no lo hemos hecho.

—Hasta que no lo fije el forense no es posible utilizar ese antes y después del pijama. Algo llevaba en la cabeza Conesal con respecto al premio.

—Un premio del que no consta ningún original y en el que sí nos consta que financió una no presentación.

—Respete mi método, Carvalho. Yo voy interrogando y me suministran las piezas de un puzzle. Algunas piezas sobran y poco a poco voy haciendo la selección. Hoy quiero coger a los testigos en fresco. Mañana, Dios dirá.

Respetó Carvalho que fuera convocado Andrés Manzaneque, pálida flor anocturnada, marchita la rosa fulard en su garganta y ojeras moradas por el martirio de una ansiedad evidente en sus manos sudorosas y en perpetuo vuelo. En efecto. Se había presentado al premio respetando una cláusula privada que le exigió la escritora Marga Segurola: garantizar ante notario que sólo existía una prueba impresa de la obra y un disquete que se entregaba al mismo tiempo.

—Pero yo aún escribo con una Olivetti manual. Hay una relación rítmica entre el pensar y el escribir que puede traicionar el instrumento mecánico. Un procesador de textos es demasiado rápido y luego el ejercicio de corregir deviene perverso, distanciado, como si estuvieras esculpiendo una obra ajena.

—Usted se encontró con Lázaro Conesal en su suite. ¿Acaso le reclamó él?

—No. No pude resistir la impaciencia. Pasaban las horas. No se sabía nada. Salí para cazar alguna noticia y una florista me dijo que el estado mayor del premio estaba en la planta veintiséis. Allí me fui y casi por casualidad di con la suite donde permanecía Conesal.

Se le estranguló la voz y se llevó una mano primero al pecho y luego a los ojos.

—Perdonen que me emocione pero fue un encuentro tan humano…

La palabra humano provocó un cierto desmayo muscular en Ramiro, pero se rehizo inmediatamente.

—El señor Conesal estaba muy triste. Se estaba tomando una bebida que no pude identificar, pero no era la primera. Me dijo que era la noche más triste de su vida y utilizó una metáfora que me llegó al corazón: Manzaneque, puedo escribir los versos más tristes esta noche. ¿Comprenden? Es difícil que ustedes conozcan la procedencia de esta cita.

Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda —sentenció Ramiro y no pudo evitar buscar con los ojos la aquiescencia de Carvalho. La tuvo.

—Fue uno de los primeros libros que quemé en mi chimenea.

Carvalho consiguió concentrar la atención de todos.

—Es mi vicio. Quemo libros.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede quemar un libro?

—Primero lo destrozo y luego lo quemo.

Era algo más que desprecio lo que expresaba la mueca de Manzaneque y los demás trataban de resituarse en el mundo y en la habitación.

—Dejemos de lado las aficiones del detective Carvalho y cuéntenos los términos de su participación en el premio y de su conversación con el señor Conesal.

—Fui invitado a presentarme al premio. Yo ya tenía casi acabada una novela sobre el desencanto de la generación X vivido por un joven poeta de mi edad que decide dejar un lugar seguro en la vida cultural de su ciudad natal e irse a Madrid. Allí cae en la cultura del bacalao y las tribus urbanas, pero no lo vive desde ese desasimiento y contraliteratura de un Loriga o un Mañas o un Grasa. Yo respeto la tradición literaria, la herencia lingüística y aunque mi novela es de corte realista descarnado, reivindico el patrimonio de la lengua también para la generación X.

—Usted entregó esa novela.

—La remití por un mensajero a las señas indicadas y esperé acontecimientos. Hace un par de días supe que se me citaba a este acto e induje que yo era finalista, pero a lo largo de la noche la frialdad de la gente, el hecho de que no circulara ni un rumor me angustió primero, me deprimió después y finalmente provoqué el encuentro con Conesal. Miren. Ya no me importa ganar el premio o no. Todo lo vale ese maravilloso acto de sinceración que me ha salvado del suicidio, porque esta noche yo he estado a punto de tirarme desde el piso más alto de este edificio. Se lo he comunicado a Conesal y me ha dicho una cosa maravillosa, maravillosa. ¿A que te dan el premio Cervantes o el Nobel antes de que cumplas setenta años? ¿No crees que vale la pena cumplirlos? No. No ha sido por el premio, pero ese efecto distanciador de la promesa de futuro, de la esperanza de futuro, del futuro como esperanza, me ha devuelto el ánimo.

—¿Le dijo algo de su novela el señor Conesal?

—Mi novela se titula Reflexiones de Robinson ante un bacalao y Conesal se ha limitado a decirme que le ha parecido una espléndida tensión dialéctica entre dos momias: la de Robinson, el joven que llega a Madrid, Robinson Borgia para ser más exactos y la del bacalao salado, metáfora de la cultura del bacalao de la generación X, esa que vive entre las ruinas de la inteligencia que jamás tuvo, en Costa Polvoranca. Cabal. ¡Qué percepción! De eso se trataba. Los dos a remojo de noche y de lágrimas, Robinson y el bacalao.

—¿Le dio esperanzas?

—Me dio el Cervantes —respondió Manzaneque iluminado, altivo, con los ojos llenos de lágrimas de gozo y generosidad. Ramiro no sabía a dónde mirarle y continuó el interrogatorio de lado.

—¿Le ha sorprendido algo en su diálogo con Conesal?

—Me ha sorprendido el amor.

—Claro. Es lógico. Pero le ha dicho algo el señor Conesal que pudiera traducir un estado de ánimo inusual, temor, angustia, amenaza. ¿Iba en pijama?

—No me di cuenta. Creo que no. Sólo le diré que cuando me he ido le he besado la mano.

—Eso es todo. Puede marcharse.

El amante del whisky penetró con una parsimonia controlada, evaporado el whisky sin dejar otra huella que el enrojecimiento del blanco de los ojos. Explicó en seguida el motivo de su evidente satisfacción.

—Un hijo de puta menos. Si cada día desapareciera un hijo de puta de la envergadura de Lázaro Conesal, este país mejoraría mucho. Los pequeños hijos de puta no cuentan. Los que cuentan son esos que están en condiciones de hundir a los demás, sean quienes fueren.

—¿Con ese estado de ánimo se prestó a venir a la fiesta?

—He venido a poner esto.

Lo que parecía un vientre impropiamente abultado en aquel cuerpo magro se adelgazó en una décima de segundo, el tiempo que tardó Sagazarraz en sacar una salchicha de tela que fue desplegando sobre el suelo de la habitación. Una pancarta lo ocupó totalmente y podía leerse: Lázaro Conesal es el enemigo público número uno. Las letras parecían dibujadas por un profesional. El naviero las contemplaba satisfecho y asumía que los demás también, a pesar de que Carvalho le demostraba una cierta conmiseración que no tardó en comprobar.

—Muy mal ha de estar el capitalismo español para que vayan ustedes poniéndose pancartas.

—Sabía que esta pancarta le haría mucho daño esta noche. Hoy quería enseñar el rostro de mecenas y yo iba a joderlo vivo.

Ramiro indicó con un gesto que enrollara la pancarta y luego se la entregó a uno de sus auxiliares.

—Ya no va a necesitarla.

—No. Ni ese traidor tampoco. Ha hundido el negocio de los Sagazarraz después de todo lo que hicimos por él, sobre todo mi padre. Cuando le conocí no pasaba de ser un abogadillo que trataba de ser abogado técnico del Estado y estudiaba un master en Düsseldorf. Yo también seguía el mismo curso y me deslumbró, hasta el punto de que se lo recomendé a mi padre y allí empezó la carrera del brillante Lázaro Conesal, tramitando pedidos internacionales de nuestros barcos congeladores. Luego montó una serie de empresas de comercialización basadas en nuestros productos y en nuestro crédito, hasta que se sintió seguro de sí mismo y ya con la red montada se dedicó a la importación de mercancía de la competencia. Utilizó sus chalaneos políticos para importaciones ya de por sí en el límite de la legalidad y que luego la superaban plenamente con la complicidad de gentes de la administración perfectamente untadas.

—¿Cuándo sucedió eso?

—A fines de los años setenta.

—Han pasado casi veinte años. ¿Pretendía usted un ajuste de cuentas?

—El hombre es el único animal que tropieza dos y tres y trescientas veces en la misma piedra. Hace unos cinco años volvimos a encontrarnos en una regata. Él concurría con su yate y yo iba en el barco de unos amigos conserveros. Tenía una personalidad envolvente cuando quería y me echó los tejos. Luego comprendí que lo había hecho porque conocía la delicada situación de mi empresa, que no podía abordar el proceso de renovación de flota y de concentración que está exigiendo una competencia salvaje en la explotación de la pesca. Me hizo una oferta de ensueño: respaldaba un plan de renovación de utillaje y de absorción de navieras pequeñas con problemas, mediante créditos concedidos por un banco panameño en el que tenía una participación cualitativa. Es decir, el paquete de acciones que condicionaba un determinado bloque de poder frente a otro. Hicimos la operación y hace seis meses, cuando creíamos estar en la salida del túnel, resulta que el banco panameño ha quebrado, no tenemos dinero para hacer frente a los créditos y Conesal no sólo ya no tenía nada que ver con el banco sino que nos consta que nos metió en esta operación para hundirnos, en cambalache con otros navieros para eliminarnos como competencia. Tuvimos unas palabras hace dos semanas y me contestó cínicamente que si yo era tonto en 1978, ¿por qué habría de dejar de serlo en 1995? Me he pasado todo el día tratando de hablar con él, de encontrar una solución. No ha sido posible. Por fin me he decidido a lo de la pancarta. Quería tenderla en el momento en que Lázaro fuera a comunicar el fallo, pero ese momento no llegaba nunca.

—Y entonces usted fue a por Lázaro Conesal.

—¿Quién le ha dicho a usted eso? Yo no sabía dónde estaba. Además llevaba encima un colocón que me impedía pensar más allá de mi vientre abultado por la pancarta.

—Pero usted salió del comedor, según consta en los detectores pertinentes y trató de ver a Lázaro Conesal.

Fingía la estupefacción o estaba estupefacto.

—Yo sólo quería colgar la pancarta en el piso de arriba, colgando sobre el hall, para que todo el mundo la viera al salir del acto, pero esta mierda de arquitectura moderna no colaboró. No había manera de atar la pancarta a lado alguno y regresé al salón dispuesto a armarme de paciencia. Fue entonces cuando empezó a circular el rumor de que había pasado algo.

—¿No rebasó usted el primer piso cuando salió para poner la pancarta?

—No recuerdo bien. Creo que vagabundeé algo. Tal vez subí algún piso más, pero luego me centré en el primero porque era desde donde la pancarta era legible. La hemos hecho en familia. Mi mujer. Mis hijos y yo.

—Demasiado bien hecha.

—La chica estudia diseño gráfico. —Estalló en sollozos.

—Ha de superar esta depresión. Usted sabe muy bien que Conesal era un depresivo y tomaba medicación. Prozac creo que se llama el medicamento.

A Sagazarraz la observación de Ramiro le pareció surrealista.

—Yo me automedico con las mejores reservas de whisky del mundo.

Y salió de la estancia sin pedir permiso a los policías. Ramiro pensaba en voz alta:

—Estos tiburones disponen de sicarios para todo. Para espiar a sus enemigos. Para dar una paliza a alguien que se cruza en su camino. Para almacenar dossiers y sin embargo se reúnen en familia para hacer una pancarta, como si jugaran al palé o rezaran el Santo Rosario, pero ¿habráse visto?

—Realmente permanecemos muy lejos de los objetivos de modernidad. Han cambiado los estuches de las cosas, pero las cosas siguen siendo prácticamente las mismas.

Estaban tan de acuerdo Ramiro y Carvalho que parecía el final feliz de una película imposible y que además aún no había terminado. Como si fuera un lanzador mecánico de bolas para un entrenamiento de tenis o de béisbol, Álvaro ya les había metido en la habitación la sacristana, por los muchos latinajos que Carvalho le había detectado. Mona d'Ormesson tenía ganas de acabar cuanto antes, desdeñosa de que una conversación con policías pudiera establecer un vínculo de comunicación.

—Sí. Subí a ver a Lázaro. No tenía otro motivo que interesarme por la disposición de algunos asistentes al acto para suscribir una fundación que llevo entre manos.

—¿Benéfica?

—No. Cultural. Creo que hay una laguna muy importante en la cultura española y es el conocimiento de la generación de 1936 que ha quedado sepultada bajo el prestigio y la mitología de la del 27. Escritores tan notables como Barea, Vivancos, Rosales, Sender, Max Aub, de los dos bandos de la contienda civil, no tienen su generación y si en España un escritor no entra en una generación no existe. Lázaro era muy receptivo a estas ideas y admiraba mucho a un escritor prácticamente olvidado, Max Aub. Hablamos sobre Max Aub.

—Precisamente esta noche hablaron sobre un tal Max Aub.

—Sí. También sobre mis estudios sobre la materia órfica. Pero preferentemente sobre Max Aub.

La voz de Carvalho pasó a primer plano:

—¿Recuerda usted algún fragmento concreto de la conversación?

—¿Acaso es usted un especialista en Max Aub?

—No. Pero soy un especialista en conversaciones.

El enojo se convirtió en dos cejas dibujadas y arqueadas sobre los ojos exactamente redondos de la sacristana.

—Le he recordado que en la sala estaba el duque de Alba, ex jesuíta, Aguirre de nombre cuando vestía de paisano, y como ya teníamos lo del 36 y a Max Aub entre manos, nos hemos solazado rememorando un fragmento de La gallina ciega de Max Aub, ese libro documento sobre su regreso a España, todavía la España de Franco y sus encuentros con la sociedad civil y cultural antifranquista o afranquista. Especialmente una conversación que sostiene con un joven jesuíta progresista, partidario del padre Arrupe, que le dice: No se puede ser sacerdote si no se es hombre.

Sacristana tenía que ser.

—Es más. Ese sacerdote le cita a un cura guerrillero, a Camilo Torres, y hace una descripción de lo que debe ser un sacerdote que a Max Aub, deliciosamente y con esa mala leche que le caracteriza, le parece la descripción de un comisario político. De risa. Y Lázaro se reía con ganas. Mona, me dijo, yo quiero ser el comisario político de la Teología de la Explotación. Lázaro tenía mucho esprit.

—¿Iba en pijama Lázaro Conesal?

—¿Cómo iba a ir en pijama si estaba a punto de fallar el premio literario?

—¿Qué le hace pensar que tuviera el premio decidido?

—Me enseñó unas notas cabalísticas y un círculo que encerraba una palabra.

—¿Qué palabra?

—Ouroboros.

Era consciente del efecto desestabilizador de su palabra. Estaba radiante ante el desconcierto que presumía y les daba tiempo para que se recuperaran y acudieran en peregrinación reconociendo su ignorancia de funcionarios lerdos, necesitados de que ella les desvaneciese el enigma. Pero Ramiro se sacó del bolsillo de la chaqueta un papel doblado y se lo tendió.

—¿Era éste?

—Sí, éste era el papel. Aquí puede leer que pone lo que le he dicho: Ouroboros.

—¿Una charada?

Ramiro había rebuscado una palabra a su juicio importante, tan importante como ouroboros. ¡Charada!

—De eso nada. Una charada es un acertijo consistente en adivinar una palabra descomponiéndola en partes que forman por sí solas otras palabras.

Ouroboros es una palabra preciosa que traduce el mito de la serpiente que se muerde la cola y que encerrada sobre sí misma simboliza un ciclo de la evolución. Da la idea de movimiento, continuidad, autofecundación, perpetuo retorno. O también el encuentro fatal de los contrarios, el Bien y el Mal, para constituir el círculo de la vida. El día y la noche. El yin y el yang. El cielo y la tierra, relacionable con Urano el dios del cielo a partir del cual pudo engendrarse la tierra.

—Ouroboros. ¿Es una palabra gallega?

Chasqueó Mona la lengua contra los dientes y el paladar superior en prueba de desestimación y con voluntad de humillar a Ramiro.

—De gallega nada. Es una palabra de raíces griegas, ouro, que quiere decir, «cola» en griego, recogida en el Codex Marcianus del siglo segundo después de Cristo y algunos especialistas en simbología la presentan como la variante emblemática de Mercurio o de Hermes, los dioses dúplex, de la doble conducta.

—Ouroboros. Ya tenemos ganador. O quizá Conesal había escrito la palabreja en un momento de euforia. ¿Le notó usted exultante? ¿Se había tomado su dosis diaria de Prozac?

—Él no sé. Yo sí.

Se explayó sarcásticamente Ramiro cuando Mona abandonó el lugar.

—La única serpiente que se muerde la cola es esta tía. Imaginaos casados con una mujer así.

—O que te salga así la suegra.

Rieron los policías tratando de relajarse, pero Carvalho no les aplaudió la gracia, sino que permanecía concentrado, tratando de penetrar en aquel círculo que unía los contrarios, como el Bien y el Mal y los continuaba, los concatenaba. Algo había querido decir Conesal con aquella elección de la palabra y el símbolo Ouroboros y se mantuvo en esta reflexión cuando la silla la ocupó el vendedor de diccionarios que confesó llamarse Julián Sánchez Blesa, ser el mejor vendedor del hemisferio occidental español, no sólo de Editorial Helios, su empresa, y ser natural de una pedanía cercana a Brihuega, por lo que tenía muy buena entrada con don Lázaro.

—¿Tan buena entrada como para facilitarle esto?

Ramiro le tendía el informe sobre Helios, S. A. y luego lo hojeó ante la reserva del vendedor, mostrándole los índices de ventas y tendencias del mercado del libro, para terminar señalándole la conseja que figuraba en la portada: Informe Confidencial. Al mejor vendedor de libros del hemisferio occidental español le temblaban las manos cuando tomó el informe, lo examinó y lo devolvió con el temblor aún más evidente.

—Yo no le di ningún informe a don Lázaro. Fue un encuentro de paisanos y de hombres de negocios porque he recibido un pedido de quinientas colecciones de libros de la editorial para la que trabajo, a un precio razonable, porque don Lázaro quiere enriquecer las bibliotecas de sus oficinas, tanto de las bancarias como de otros negocios que tiene.

—Había que hablar de eso hoy.

—Se amontonaban las horas. Me aburría. Me ha tocado una mesa de esnobs, sentía claustrofobia y me he dicho, ¿por qué no vas a ver al paisano?

—¿Por qué le invitó precisamente a usted?

Julián reconoció terreno seguro y se le paralizaron las manos y los codos que le ayudaban a mesarse la cara, el pelo, la nariz, el cogote.

—En mi editorial recibimos diferentes invitaciones, una por sección y la que llega a la de vendedores del hemisferio occidental suelo aprovecharla yo. Siempre. Hoy y cualquier otro día porque me van bien para relacionarme con escritores, editores, otros vendedores. Esta salsa a mí me favorece, me da ideas, me inspira campañas y argumentos de venta. Además, el presidente de mi editorial no contempla con buenos ojos los movimientos de Conesal hacia el mundo cultural, no quería aparecer esta noche ni tampoco que lo hiciera ningún representante de los sectores literarios y administrativos. De hecho yo soy el representante de Editorial Helios a todos los efectos.

Ramiro volvió a poner en las manos de Julián el informe y el temblor volvió a salir de su escondite.

—Abra la carpeta, por favor, y lea lo que pone en la primera página.

El vendedor se sacó las gafas que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta y leyó.

—«Para la estrategia de opa agresiva contra el grupo Helios». Eso dice.

—Usted trabaja para el grupo Helios.

—Cierto.

—¿Qué resultado daría un análisis comparativo de estas notas manuscritas y su letra, señor Sánchez?

—Probablemente mi letra se parezca a ésta, aunque la mía es más descuidada. En cualquier caso no tengo por qué aceptar que yo le di ese informe a Lázaro Conesal.

—Usted visita a Lázaro Conesal. Alguien le mata y a continuación descubrimos en el lugar del crimen una carpeta que afecta a su editorial, con una nota manuscrita en una letra que se asemeja a la suya como una gota de agua a otra gota de agua. ¿Le parece absurda esta relación causa y efecto?

Ponía ojos astutos el vendedor y se había encerrado en su concha de galápago curtido en miles de visitas domiciliarias: «Tengo la solución para el problema del atraso escolar de su hijo. ¿Y cómo sabe usted que mi hijo tiene atraso escolar? Lo que importa es que yo tengo la solución, señora, ¿conoce usted la existencia de la Gran Enciclopedia Temática Helios?».

—No estoy aquí para responder a esa pregunta. No sé de qué causas ni de qué efectos me habla. Mucha gente puede demostrar que me unían lazos de paisanaje y podríamos decir que de amistad con Lázaro Conesal. El señor Conesal quería introducirse en el mundo editorial, más allá del dinero que ya había metido en publicaciones y cadenas de radio y televisión. Lo lógico es que se asesore por un experto. Yo soy el mejor vendedor de libros del hemisferio occidental español. Ahí sí hay una relación causa y efecto.

—¿Estaba Editorial Helios amenazada por una opa agresiva ejercida por el señor Conesal o algo por el estilo?

—No me consta. Opa agresiva imposible porque Ja editorial no cotiza en Bolsa. Pero es conocido que la editorial ha asumido demasiados riesgos de crecimiento y se habla de que está negociando un balón de oxígeno de inversionistas extranjeros. Sería lamentable que un importante grupo editorial español se viera penetrado por capital extranjero. No digo nada que no pueda leerse hoy mismo en el diario de información económica Cinco Días.

—Y si se metía Conesal todo quedaba en casa, ¿es ése su criterio?

—El de Conesal, sin duda, el mío me lo reservo.

Carvalho no quería alterar los avances de recomposición del puzzle tal como la tramaba Ramiro, pero todo le parecía excesivamente rutinario, se dejaba a los interrogados demasiado territorio personal donde poder mover sus recelos a la defensiva. Incluso una persona tan evidentemente segura de sí misma como Marga Segurola dejaba la cara ante ellos y se parapetaba tras una línea de seguridad desde la que contestaba vaguedades. En efecto, había acudido a una llamada de Conesal porque en cierto sentido ella era la responsable del montaje de la noche.

—Lázaro me había pedido consejo sobre la composición de los invitados. Se temía, como así ocurrió, un boicot de los editores y que este boicot arrastrara a los escritores de cada cuadra. No hay demasiados escritores nativos que repartirse. Apenas una docena son realmente comerciales y apenas cinco o seis, noticia. Lázaro lo tenía muy claro: quiero un escritor que sea noticia y que sea comercial, porque el público desea que cien millones de pesetas vayan a parar a un consagrado. Yo no era de la misma opinión.

—Supongo que de todo esto hablaron antes de esta noche. ¿Por qué entonces la solicitud de la entrevista?

—No veía claro ganador.

No parecía decir la verdad pero la percepción de Carvalho no parecía ser la de Ramiro que dio por buena la respuesta.

—¿Usted veía claro ganador?

—Ustedes sabrán quién ha ganado. Habrán hablado con el jurado.

—Tenemos una ligera idea.

La mujer salió de su línea defensiva. Las dos tetas anchas parecían dos pulmones situados por encima de la pechera de encaje de su vestido azul. Carvalho recordó de pronto un fragmento de la conversación entre Marga y Altamirano captado al comienzo de la noche.

—Usted podría ser la ganadora.

Toda la atención y la ansiedad respiratoria de Marga se revolvió hacia Carvalho.

—¿Podría serlo? ¿Eso es todo? ¿Acaso Lázaro cambió de opinión?

No le importaba ir demasiado lejos, porque creía que ese viaje la llevaba a ser la ganadora del primer premio Venice y casi todo le estaba permitido.

—¿No pensaba concedérselo cuando se vieron?

Ramiro había tomado el relevo de Carvalho. Su rostro incoloro, inodoro e insípido empezaba a inquietar a Marga pero ya estaba dando un salto mortal en el aire y no podía volver atrás.

—No. Me llamó para decirme que no me lo daba. Que encontraba la novela inmotivada. Que estaba muy bien escrita, cargada de buena literatura, pero que le parecía ya leída, una buena novela sobre el adiós a la infancia. ¿Cuántas buenas novelas se han escrito sobre el adiós a la infancia? Yo no estaba de acuerdo, pero él tenía la sartén por el mango. Me irritaba un poco el papel de juez supremo desde la seguridad que le daba que la novela fuera mía pero los cien millones suyos.

Carvalho reveló en el laboratorio de su memoria otro fragmento de la conversación entre Marga y el crítico.

—¿Necesitaba usted vender su obra por cien millones de pesetas? ¿No es una contradicción con respecto a lo que piensa sobre la relación entre dinero y buena literatura?

—Esa relación es comprobable en los demás. No tiene por qué serlo en mi caso. Yo le ofrecía mi carrera. Si ganaba perdería mi papel de Sibila literaria, esa reconfortante sensación de sentirme la Gertrudis Stein de varias generaciones.

—¿Llegó a ser violenta la conversación que sostuvieron?

—Conesal no se ponía nunca violento con los intelectuales. No lo necesitaba. Trató de comprarme. Me dijo que si no me daban el premio sabría cómo recompensarme. Y así quedó la cosa. Salí de la suite pensando que el premio no sería mío, pero ahora…

—No se haga ilusiones. Nada indica que usted pueda ganar, ni todo lo contrario.

—¡El muy hijo de puta ha sido muy capaz de dársela a ese académico insoportable!

—¿Se refiere usted al premio Nobel?

—Pensó en darle el premio al Nobel realmente existente, pero cuando le hizo la oferta le contestó que él sólo se presentaba a premios literarios dotados con doscientos millones de pesetas. Que ésa era su tarifa para premios de millonarios y medio millón para inaugurar mesas de billar. A Lázaro le hizo mucha gracia pero lo descartó. Consideró la posibilidad de prestigiar el premio y dárselo a otro académico. Conocía bastante bien a Mudarra Daoiz, uno de los académicos que había tocado para hacerse con un sillón de la Real Academia, más adelante. Lázaro tenía una gran ambición en el terreno intelectual institucional y estaba a un paso de que le nombraran miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Ramiro se sacó del bolsillo un frasco de Prozac que Carvalho no tenía inventariado. Se lo mostró a Marga.

—¿Gusta?

—¿Me invita a Prozac, como quien invita a un porro?

—Creo que es un estimulante de moda.

Ramiro sacó una cápsula, la sopesó en la palma de una mano y la lanzó bruscamente al interior de su boca abierta. Carvalho pestañeó pero Marga Segurola no.

—Con que académico de Ciencias Morales y Políticas.

La pregunta que se imponía no la podía contestar Marga Segurola. Ella esperaba la prolongación del interrogatorio, pero Ramiro pidió que pasara el académico Mudarra Daoiz y la mujer tuvo que dejar su puesto. Lívido y de habla lenta el académico informó que estaba al borde de la lipotimia porque muchas habían sido las emociones de la noche y no eran horas de acumularlas.

—Me pueden dar las tantas de la noche en mi laboratorio de palabras y ensueños, pero no en situaciones tan tensas, más allá de la vida, instalados en la muerte evidente de Lázaro Conesal. ¡Tanto infortunio!

Otro que hablaba en verso. Carvalho se sentía empantanado en tantas palabras.

—Hay serios indicios, señor Mudarra, de que usted podía haber ganado el premio esta noche.

—Podía, es cierto. Pero yo no envié mis naves a luchar contra estos elementos. Me he pasado toda mi vida escribiendo sobre la obra de los demás, detalladamente, detallistamente y al mismo tiempo escribía mi novela, la novela, desde la inocencia creadora del primer novelista y desde la sabiduría del último novelista. Era mi primera novela después de haber, desguazado cientos, seleccionadas entre las más perfectas. ¿Quién como yo para conseguir ese ensamblaje entre lo primero y lo último?

—¿Ouroboros?

Pero la intuición de Ramiro no se corroboró.

—¿Qué dice usted?

—Ouroboros. Un símbolo. El de la continuidad.

—Quizá no me he expresado bien. Traté de exponerle al señor Conesal mi punto de vista sobre la conveniencia de que concediera el premio a alguien que representaba el sentido de la inmortalidad, un académico, un académico en el sentido real, de los pies a la cabeza. Pero probablemente el señor Conesal tenía puesta la intención en un ganador que conviniera a sus estrategias múltiples.

—¿Sospecha que diera el premio a alguien por conveniencia estratégica? ¿Estrategia política? ¿Económica?

—Se lo diré sin ambages. Creo que se lo quería dar a un catalán y no pienso decirle nada más. No puede obligarme a revelar lo que es una intuición, no una sospecha.

—Una intuición basada en algo.

—Claro.

—En algo que le dijo Conesal o que usted vio. ¿Llevaba pijama el señor Conesal?

—En efecto. Una curiosa manera de predisponerse a comunicar el fallo del premio mejor dotado de la literatura universal.

—Tal vez nos ahorraría usted muchas molestias a los demás y a usted mismo si clarifícase lo que vio u oyó durante su encuentro con el señor Conesal.

—Se dice el pecado pero no el pecador. Por lo que vi puedo asegurarle que el señor Conesal estaba siendo la víctima, propicia, por cierto, de algo parecido al tráfico de influencias.

—Señor Daoiz, está usted a media frase de decirnos todo lo que sabe.

Suspiró el académico especialista en diminutivos en la prosa barroca y alejó de sí el aire, la ansiedad, la discreción.

—Una mujer estaba con él y Lázaro iba en pijama. No vi quién era pero vi la silueta de una mujer desnuda en la alcoba, a contraluz probablemente de la luz de la mesilla de noche.

—¿No vio quién era?

Dijo que no con los ojos, la boca firmemente cerrada, los brazos bruscamente cruzados sobre su pecho y se retiró tan débilmente como había llegado. Ramiro miraba y remiraba la lista de metáforas de Carvalho, como si dudara con la carta a quedarse. Beba Leclerq. Rubia y ojerosa, un poco ensanchada por la madrugada, en un dulce punto de maceración que hizo pestañear a Carvalho e impuso un elevado respeto masculino en la sala. Con la voz algo quebrada, Ramiro le expresó su pesar por la pregunta que se veía obligado a hacer, pero cuando la hizo la voz se había vuelto de acero.

—¿Son ciertas las insinuaciones de las revistas del corazón sobre los lazos sentimentales que la unían con Lázaro Conesal?

Beba cruzó las piernas y los ojos masculinos se volvieron cazadores por si se repetían secuencias cinematográficas o de desplegable de revista carnosa. Pero a Beba Leclerq le habían enseñado a cruzar las piernas desde que alcanzó la pubertad y las encabalgó provocando un sonido de tacto de precisión entre los dos muslos enfundados por las medias.

—Forma parte de mi vida privada y debo proteger mi intimidad. Soy una mujer casada. Tengo dos hijas adolescentes que este año participarán en el Baile de las Debutantes de Sevilla. ¿Usted cree que yo voy a entregarle, por las buenas, mi reputación?

—Usted se entrevistó esta noche con Conesal en su suite privada. ¿Acaso era usted una novelista candidata al premio?

—No. Ni siquiera escribo un diario.

—¿Qué motivo tan urgente le llevó a verse con Conesal en una circunstancia tan poco adecuada como el fallo de un premio literario?

—Éste.

Entre dos de sus dedos carnosos pero largos, culminados por dos uñas tan perfectas que parecían postizas, Beba tendía un papel de aspecto doblado y redoblado, como si encerrara un mensaje imposible de descifrar. Ramiro lo leyó y sin inmutarse lo dejó a media distancia entre Carvalho y el mecanógrafo, para que lo leyera el detective y tomara nota el policía subalterno: «Tus relaciones con Lázaro Conesal serán probadas ante tu marido. Recuerda. Hotel Tres Reyes. Basilea. Continuará».

—¿Es un falso testimonio?

—Ni siquiera es un testimonio. Es una insidia. Una insidia que sólo ha podido salir del grupo que rodea a Lázaro. Es lo que he intentado meterle en la cabeza. Si hubiera sido una cosa de periodistas o lo hubieran publicado o el dueño de la revista nos hubiera vendido el favor de su silencio al precio que puede pagar Lázaro. Si esta insidia fuera fruto de una conspiración política con los servicios secretos por medio, la persona por acosar es Lázaro. Esta nota es una agresión personal a mí. Si se divulga soy yo la víctima. A Lázaro le aplaudirán y le pondrán una muesca más en su pistola de financiero que lo conquista todo, incluso a la mujer de Pomares & Ferguson, destacado miembro numerario del Opus Dei y posible candidato a la alcaldía de Jerez por el Partido Popular.

Carvalho asomó la voz:

—Ha dicho usted que había intentado meter en la cabeza del difunto señor Conesal la verdadera finalidad de esta nota. Que lo había intentado, ¿sin conseguirlo?

—La verdad es que no me hizo mucho caso.

—Por ejemplo, esta mañana él no quiso recibirla.

Beba no se dejó impresionar por el inesperado conocimiento de Carvalho y se replanteó el cruce de piernas con la misma precisión anterior.

—Ni ayer tampoco. Ni antes de ayer. Ni… Por eso he querido pillarle hoy.

—¿Cómo se desarrolló la entrevista?

—Difícil porque yo me puse histérica ante su cerrazón. No le importaba el asunto. Estaba muy preocupado por otras cosas y dijo algo que me impresionó: Están a punto de meterme en la cárcel, tratan de hundir todo lo que he levantado y tú me vienes con un problema de cuernos de película española de los años cincuenta que está moviendo la resentida de mi mujer. ¿No te das cuenta de que el anónimo te lo ha enviado ella?

Reapareció Ramiro:

—¿Qué le contestó usted?

—Que aunque fuera cosa de su mujer se trataba de una película española de los años noventa, de fin de milenio casi y que él y yo éramos los protagonistas. El odio de su mujer era temible. Tal vez compensaba lo mucho que le había querido y lo mucho que le había dado a Lázaro, desde que él empezó especulando con la poca o mucha fortuna de la familia de su mujer y con los Sagazarraz. Tanto a la familia de Milagros, los Jiménez Fresno, como a los Sagazarraz los ha dejado para el arrastre.

—Usted y su marido frecuentaban al matrimonio Conesal, es cosa sabida a causa de la prensa del corazón. Por lo tanto ustedes se conocían bien.

—Dentro de lo que cabe. Se trata de un conocimiento convencional basado en un vocabulario de doscientas o trescientas palabras.

—Puede saberse si usted y Conesal estuvieron alguna vez al mismo tiempo en el hotel Los Tres Reyes de Basilea. Ha pasado algo, señora. Han matado a un hombre y lo han hecho basándose en un conocimiento de sus costumbres, de lo que bebía, de lo que comía, de lo que tomaba para hacer frente a la presión que soportaba. ¿También usted toma Prozac?

—Mi marido, sí. Yo no soy depresiva.

—¿Tomaba Lázaro Conesal Prozac?

—Yo qué sé.

—¿Llevaba puesto el pijama Lázaro Conesal cuando se vieron esta noche?

El desconcierto había caído sobre Beba de repente, como si se le hubiera roto una línea interior de resistencia. Ramiro señaló una esquina del techo donde Beba pudo apreciar una minicámara de TV que podía estar captando lo que hablaban. Confusa e indignada aún recibió otra agresión moral de Ramiro:

—Todo el hotel está lleno de cámaras de televisión.

Beba suspiró rabiosa pero resignada.

—Bien. Sí. Llevaba pijama, pero puedo asegurarle que no se lo quitó, si es eso lo que le interesa.

—Tal vez no se lo quitó ante su presencia, pero hay evidencias de que tuvo relaciones sexuales poco antes de morir. ¿Sospechó usted la estancia de otra mujer durante su discusión en la habitación?

—Ni vi a esa mujer ni sospeché que pudiera estar allí mujer alguna.

Sito Pomares Ferguson caminaba como un torero irlandés rubicundo y con unos quilos de más. En cambio se sentó como un fardo, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar. Respetó Ramiro sus sollozos e incluso el silencio que siguió, sin que el bodeguero retirara entonces las manos de la cara. Decía algo para sí, como una salmodia obsesiva y finalmente se sacó las manos de la cara y todos pudieron oír:

—Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Contempló a los cuatro pobladores de su calvario con una mirada comprensiva. Cristiana, pensó Carvalho.

—No pretendo que me comprendan. La incomprensión es providencial para que nuestro sacrificio sea más profundo. Oculto.

Ramiro no estuvo a la altura de la grandeza de Pomares Ferguson.

—Comprendo, y siento utilizar esta palabra, que usted quiera reservarse parte de su sacrificio para enriquecer su alma. Pero necesito que no lo oculte del todo. ¿Qué sacrificio ofreció a Lázaro Conesal esta noche?

—Fui a sacarle el diablo de dentro, pero no se rían, no se trata de exorcismos, sino de oponerle el testimonio de mi tranquilidad de espíritu. Me habían llegado rumores de unas supuestas relaciones de mi mujer con él y quise decirle tres cosas bien dichas. Que me daba pena que un hijo de Dios se pervirtiera, pero mucho más que lo hiciera desde la tibieza y la irresponsabilidad mundana. Te ofrezco, Lázaro, le dije, mi dignidad de marido a cambio de que reconsideres tu actitud, salves tu alma y nosotros nuestro matrimonio.

—¿Qué le contestó Conesal?

—Se echó a reír.

—¿Y cómo reaccionó usted?

De nuevo se compungía Pomares aunque Ferguson trataba de recomponerlo, pero no pudo y estalló en sollozos mientras proclamaba entrecortadamente:

—¡Me cagué en todos sus muertos!

Evidentemente, juzgó Carvalho, aquel hombre proyecta el desequilibrio de su apellido compuesto a la inestable relación entre la forma y el fondo de su espiritualidad.

—Mis propósitos de apostolado interesado se vinieron abajo. No sé vencerme. El Fundador me habría contestado: ¿Acaso pusiste los medios? Estaba en juego mi honor, es cierto, pero ¿y el honor de Dios?

Cabeceó Ramiro demostrando una total convergencia con la pregunta que se hacía el bodeguero.

—En cualquier caso usted es un hombre que ha dado una prueba de entereza admirable. No sé qué hubiera hecho yo en su lugar. Lo confieso. Usted es una persona, por lo que sé, depresiva, que tiene que recurrir a los antidepresivos, como Conesal. Esto les unía.

—Sí. Lo habíamos comentado en alguna ocasión.

—Es decir, habían tenido un alto nivel de confianza.

—Así es. Hasta que descubrí lo que descubrí.

—La supuesta infidelidad…

—No. Nada de eso. Lo que incitó a cortar mis relaciones con Conesal fue su intento de penetración en mi empresa mediante la compra de las acciones de mi hermana Tota. Llegué a tiempo de impedirlo y me disgustó mucho que lo hubiera intentado sin comunicármelo, como si se hubiera aprovechado de nuestra relación para enterarse de dónde teníamos el talón de Aquiles. Mi hermana es una desgraciada que entra y sale de procesos de desprogramación de sectarismo religioso. Ni eso respetó Lázaro Conesal.

—No podemos pedir a todas las personas la misma estatura moral.

Ya se iba, recuperado el andar de lidia, cuando se volvió quiso dejar alguna luz en el ambiente.

—¿Otra caída?… ¡Qué caída! ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, a tu Madre, el Amor Misericordioso de Jesús. Un miserere y ¡arriba ese corazón!

Costó desvanecer los vapores ligeros del miserere pero Álvaro Conesal había solicitado entrar para comunicarles que uno de los retenidos, el editor Fernández Tutor, había tenido un ataque de nervios y podía repetirse de no darle prioridad en el interrogatorio.

—Prepárense para el espectáculo.

Fernández Tutor había perdido el sitio de la corbata, de la raya del peinado, incluso había perdido la mirada y la medida de la voz, aunque trataba de contenerse y dominar la situación por el procedimiento de no tirarse al suelo que era lo que le pedía el cuerpo.

—¿Hasta cuándo, señores? ¿Hasta cuándo? ¡Tengo claustrofobia! No soporto ni un minuto más esta situación.

—Lamentamos mucho lo ocurrido, señor Fernández.

—Si me llama Fernández no sabré que soy yo. Me he llamado toda la vida Fernández Tutor.

—Disculpe, señor Fernández Tutor y tratemos de ser lo más breves posible. Váyase. Pero no al salón. Váyase a su casa. A usted no le necesitamos para una puñetera mierda.

Fernández Tutor estaba desconcertado y fue sustituyendo el ataque de nervios por el de indignación.

—Así que me paso aquí las horas más mortíferas de mi vida y todo para nada. ¡Ah, no! ¡Eso sería demasiado fácil!

No era amable el tono de voz de Ramiro.

—¿Prefiere entonces declarar?

—Claro. Inmediatamente. Breve pero inmediatamente.

—Bien. ¿A causa de qué se entrevistaron usted y Conesal esta noche?

—Soy editor de libros singulares, raros, mimados en todo el proceso de elaboración y estaba preparando colecciones selectas para el señor Conesal, que tenía un gusto exquisito y quería obsequiar a clientes o enriquecer el acervo de las bibliotecas de sus centros financieros y comerciales. Todo estaba un poco en el aire. Circulaban rumores sobre dificultades económicas terribles y me angustié.

—Después de la entrevista, ¿continuó angustiado?

—El señor Conesal me dijo: «Fernando, ponte a bien con los que van a ganar las próximas elecciones generales porque necesitarás subvenciones. Yo continúo en mi empeño, pero he de empezar a tomar posiciones. Descuida, lo nuestro sería lo último que dejaría caer». Eso me dijo.

—Es decir, sí pero no, no pero sí.

—Exactamente.

—¿Qué representaría para usted una pérdida de este proyecto?

—La ruina.

Tenía la gestualidad en desbandada pero había reunido la suficiente entereza para confesar la raíz de su angustia y algo parecido a una nube de agua asomó a sus ojos mientras la nuez de Adán subía y bajaba como un émbolo. Ramiro le invitó a marcharse con una excesiva amabilidad y así hizo el editor mediante unos pasos de punta a talón que trataban de transmitir la imagen de un aplomo excesivo para la situación. Suspiró Ramiro.

—No soporto los hombres descompuestos. —Comprobó de reojo el efecto de sus palabras. Añadió—: Tampoco soporto a las mujeres descompuestas.

A salvo de cualquier acusación de sexismo trató a relajarse mediante movimientos gimnásticos de anciano chino. Los dos policías se miraron socarrones pero nada exteriorizaron. Carvalho era implacable contra la gimnasia pero tolerante con los gimnastas.

—Hace un calor insufrible, pero no creo que sea por culpa de la calefacción. Las palabras calientan el aire.

Se llevó las manos a la boca a manera de amplificador y gritó:

—¡Marchando otro buitre! ¡Regueiro Souza!

Pero cuando Regueiro Souza se instaló en la silla el ambiente recuperó parte del hielo perdido desde la marcha de Hormazábal. El recién llegado les obsequiaba con la frialdad del que se dejaba interrogar por subalternos para ayudarles a cumplir con los deberes de subalternidad.

—Digamos que fui a ver a Lázaro porque apenas me había querido recibir durante el día, en una fase de despegue personal y de negocios que yo no tenía por qué tolerar. Además me interesaba por la suerte de una novela presentada, de un amigo mío, de hecho es una novela que yo le he inspirado, porque me gusta fabular a partir de las vidas que vivo y que viven los demás, incluso las que los demás viven en mí. ¿Quieren que les cuente el argumento?

Ramiro no expresó ningún entusiasmo pero se solidarizó con la tajante afirmación de Carvalho.

—Sí.

—Pues adelante.

—Es una novela sobre el mundo de los negocios. Entre banqueros y negociantes de rapiña, según el título que nos dedicó el señor Ekaizer. Una de esas aves de rapiña quiere desprenderse de su socio porque ya no le interesa en la etapa de crecimiento que vive en este momento. El rapiñero suele utilizar los dossiers sobre la vida privada de sus enemigos para chantajearles y dejarlos vampirizados en las cunetas de las autopistas de la modernidad. Consigue un dossier en el que se demuestra que su socio vive una doble vida sexual, esposo amantísimo y sin escándalos durante el día y homosexual de noche o durante los viajes al extranjero. Cuando más dura es la extorsión, el carroñero descubre que su propio hijo es uno de los amores del bisexual hombre de negocios y tiene que actuar en consecuencia. El chantaje se vuelve contra él y se suicida. Mi argumento entusiasmó a mi amigo novelista, escribió la novela, la presentó y yo quería saber si tenía alguna posibilidad de ganar.

Carvalho se trasladó a la zona de luz y Ramiro le dejó tiempo y espacio.

—El arte imita a la realidad.

Regueiro Souza asintió.

—¿Sus relaciones amorosas se parecen a las de la novela que usted ha inspirado?

—¿Se refiere usted a mis relaciones amorosas?

—Sí. A las reales. No a las noveladas.

—No sé si se da cuenta de lo que acaba de decir.

—Me doy cuenta.

—Si pone usted nombres posibles a los personajes de nuestra novela, ¿se da cuenta del resultado?

—Me doy cuenta.

—¿Pretende usted ir tan lejos como su ayudante?

Ramiro estaba en plena operación de poner nombres reales a los personajes de la novela imaginada, pero Regueiro le frustró poniéndose en pie.

—A partir de este momento considero que debo negarme a declarar nada, a no ser que se explicite mi condición de retenido y yo pueda reclamar la presencia de mi abogado.

Le dejó ir Ramiro con un ademán pero la voz de Carvalho le detuvo:

—Sólo quisiéramos que facilitara mínimamente la investigación con un dato.

—Soy todo oídos.

—¿Podría indicarnos el nombre del novelista concursante al que usted encargó la novela?

Regueiro sonreía de oreja a oreja cuando dejó el nombre en el aire.

—Ariel Remesal.

—Es de suponer que la novela la conozcan usted, Ariel Remesal y don Álvaro. ¿Alguien más?

Regueiro seguía dándoles la espalda y avanzaba parsimoniosamente para ganar la puerta.

—Se la di a leer a Milagros, la señora Conesal.

Ramiro le persiguió aceleradamente, le puso una mano en el hombro y le obligó a darle la cara con brusquedad.

—Prefiero que las personas me hablen con la cara no con el culo. ¿Por qué se la dio a leer a la señora Conesal?

—Quería que interesara en su lectura a su marido.

El rostro no sólo estaba maquillado, sino que era de una materia impenetrable. El policía le soltó el hombro y compuso un gesto de asco que tampoco inmutó al financiero. Fue sustituido por Ariel Remesal quien no se sorprendió cuando Ramiro le preguntó por su novela. Parecía alertado por Regueiro Souza y reveló que se presentaba con el seudónimo Ayax y el título Telémaco, aunque trató de minimizar el papel de Regueiro en el tratamiento de su novela.

—Es y no es un encargo. El argumento muy embrionario, apenas quince líneas, lo redactó él, pero mi trabajo ha consistido en convertir quince líneas de resumen argumental en una arquitectura narrativa de casi cuatrocientas páginas. Y no se trata esta vez de una escritura morosa, basada en la liberación de la masa verbal, para utilizar una paráfrasis de la liberación de la masa pictórica tal como proponía Kandinski. No. Es una escritura proteínica, proteína pura porque implica dar información sobre el poder del dinero que ha ocupado muy poco espacio en la literatura española. Somos tan primitivos que nos ha interesado literariamente el poder religioso o el político o el militar, pero el dinero, ¿qué lugar ocupa en la literatura española?

Carvalho tenía respuesta:

—Hay una excelente zarzuela dedicada al dinero.

—¿Puede saberse cuál?

Los gavilanes. La historia de un indiano que vuelve a su pueblo y trata de conquistar el amor de una zagala gracias a su dinero. El indiano es el barítono. Afortunadamente el tenor es un idealista y desprecia su oro y se lleva a la chica al grito de guerra de: Soy joven y enamorado / nadie hay más rico que yo / no se compra con dinero / la juventud y el amor.

No soportaba bien la ingerencia Ariel Remesal y pidió con la mirada mudas explicaciones sobre la intervención del que consideraba un subordinado del inspector. Como Ramiro no le contestara e incluso parecía cavilar sobre el sentido profundo de la romanza del tenor de Los gavilanes, el escritor se enfrentó a Carvalho.

—Las zarzuelas son estúpidas. El reflejo sentimental y canoro de una España agraria. En esos versos que usted ha recitado hay más mentiras que palabras.

—No se lo discuto.

—Yo he escrito una novela sobre la encarnación del poder financiero, encarnación, es decir, lo he plasmado en criaturas de carne y hueso, con todas sus contradicciones.

—¿Ouroboros?

La intervención de Ramiro tampoco fue del agrado del escritor. No le gustaba que le interrumpieran.

—¿Qué dice usted?

—Es el símbolo de la continuidad, del pez que se muerde la cola o la serpiente que se muerde la cola.

—Si usted lo dice…

—Bien. Agradecemos todos, a estas horas de la madrugada, las disgresiones relajantes como esa zarzuela, pero estamos saturados de tiempo y ya quedan pocas personas en nuestra lista. ¿Sabe usted a qué lista me refiero?

—Tratándose de un diálogo con la policía no puede ser otra que la lista de sospechosos.

—No. Nada de eso. La lista de las personas que tuvieron contacto personal esta noche con Lázaro Conesal. No se trata de inculpar a nadie, sino de ir creando un banco de información que pueda darnos una componente aproximada sobre lo ocurrido. Por ejemplo, ¿usted fue quien tuvo la iniciativa de ver a Conesal o fue al revés?

—Fui yo, por consejo del señor Regueiro Souza. Acababa de hablar con Lázaro y me dijo: Sube a verle que la cosa camina por el filo. No me dijo de qué filo, pero supuse que era el de la navaja. Normalmente estas frases hechas siempre son las mismas. Si me hubiera dicho: la cosa camina por el borde, lo hubiera interpretado como el borde del precipicio. Lógicamente.

—Lógicamente.

—Así es que me fui arriba. Allí estaba Conesal bebiendo y leyendo. Solo. Ni rastro de jurado. Ni rastro de premio. Además iba muy desastrado. Desconcertante. Le pregunté: ¿Oye? Pero ¿es que vais a dejar desierto el premio? Sonrió desde una cierta astucia y me contestó: Nada de eso. Pero ni siquiera lo que leía era un original, más bien parecía un informe de algo. Yo esperaba que abordara el tema de mi novela pero estuvo hablando de esto y aquello y me fui desmoralizando. Finalmente era yo el que tenía ganas de marcharme y él no se opuso, pero antes de salir me preguntó algo enigmático. Ariel, me dijo, la historia que cuentas en tu novela, ¿sabes a qué personajes reales encubre? Francamente yo no lo sabía. En ese sentido era responsabilidad de Regueiro Souza por ejemplo que la presión moral girara en torno a un chantaje por homosexualidad. Entonces empecé a atar cabos.

—¿Ya los ha acabado de atar?

Si a Ariel Remesal le había caído mal la primera intervención zarzuelera de Carvalho ahora le caía mal todo el personaje.

—¿Y si fuera así?

Carvalho pidió permiso a Ramiro para intervenir. El policía estaba cansado y se frotaba la cara con las manos, como si quisiera borrarse las facciones con un cierto odio. Sorprendentemente, Ramiro tenía facciones. De un manotazo, dio a Carvalho entrada de solista.

—Si fuera así, su novela podría ser leída como un instrumento de extorsión. Sospecho que el señor Conesal le advirtió de esta circunstancia y supongo que tuvieron una reunión movida.

—Si esto se convierte en un interrogatorio me lo tomo con todas sus consecuencias y sólo hablaré en presencia de mi abogado.

Ramiro le dejó marchar y empezó a dar vueltas por la habitación.

—Últimamente nos duran poco los entrevistados. O estoy cansado o me parece absurdo el sistema.

—Sabemos muchas cosas que no sabíamos y sólo nos quedan cuatro. Sánchez Bolín, el amante de los retretes, la borracha melancólica y el hijo de su padre.

Sánchez Bolín tenía los pies cansados de dar tantas vueltas por el salón recogiendo histerias y cábalas ajenas, tragándose las propias, así como se había tragado ingentes cantidades de pan con tomate que había repartido generosamente entre toda la clientela y personal de hotel tan posmoderno. También tenía los ojos y los oídos cansados, la atención fatigada, por lo que se dejó caer en el sillón como si fuera una patria.

—¿Qué le dice a usted la palabra Ouroboros?

—Es una de las infinitas palabras que no me dicen absolutamente nada.

—¿Se había presentado usted al premio Lázaro Conesal?

—Sí. Me he presentado bajo seudónimo con una novela de título provisional, Las tribulaciones de un ruso en China. Mi seudónimo, Mateo Morral.

—Usted es un escritor consagrado y por lo tanto no se habrá presentado a este premio a tontas y a locas.

—Usted lo ha dicho. Por eso me he presentado bajo seudónimo.

—¿Necesitaba usted el premio? ¿Por satisfacción personal?, ¿por dinero?

—Evidentemente, por dinero. Estoy en una edad difícil en la que me supone un escritor rico e indestructible, pero quizá por eso pronto se me retirará el favor del público que hablará mucho de mí pero me leerá cada vez menos, hasta mi muerte. Luego, probablemente en torno al 2015 o el 2020, alguien me redescubrirá y mis herederos recibirán sustanciosos derechos de autor, pero yo ahora debo afrontar la decadencia en las mejores condiciones. Los derechos de autor que he percibido son muy notables pero las cuentas están pronto hechas. Suponga usted que yo vendo cien mil ejemplares de una novela a unas tres mil pesetas, operación de la que yo percibo por término medio el diez por ciento. Con esa excepcional venta yo puedo ganar unos treinta millones de los que el fisco se me queda la mitad y para escribir esa novela y percibir sus beneficios globales yo paso tres, cuatro, cinco años. Repártalo usted por mensualidades.

Como Ramiro no se decidía a repartirlos por mensualidades, Sánchez Bolín se puso a hacer cálculos mentales.

—Seamos generosos con los lectores. Treinta millones que se quedan en quince, a repartir en treinta y seis meses, es decir, en tres años. Sale una media de quinientas mil pesetas al mes, lo que da para vivir con dignidad, pero no para disponer de los ahorros suficientes para que una enfermera terminal te limpie el culo con una sonrisa en los labios y te diga: señor Sánchez Bolín, hace un hermoso día, los pajaritos cantan y las nubes se levantan.

—Pues si supiera usted lo que gano yo al mes…

—Pero usted por su mentalidad, por su supuesta mentalidad, se habrá rodeado de un entorno familiar convencional y no es éste mi caso. Yo soy solterón.

—Sí, pero a veces he pensado. ¿Qué va a ser de ti cuando no puedas trabajar? ¿Cuando no puedas valerte por ti mismo? Y además, debido a mi oficio, presencio la miseria humana y compruebo que los más miserables son los que más se enriquecen.

—Usted lo ha dicho. Igual le pasa a un escritor que contempla cómo puede hacer rico o pobre a un personaje y él se queda, las más de las veces, a dos velas.

—Eso no es justo.

Todo el mundo estaba de acuerdo en que no era justo y hasta los subalternos hacían sus cálculos sobre los quinquenios que constaban en su haber y la jubilación previsible.

—Además, en mi caso, acaba de entrar un nuevo manager editorial que se llama Terminator Belmazán que ha declarado la guerra biológica a todos los relacionados con la editorial que tengan una memoria histórica diferente a la suya. Para él la literatura española empieza el día en que él controla las cifras de ventas y devoluciones de la editorial.

—Pues si conociera usted a los jefes de personal que nos meten los del Ministerio del Interior… No tienen tampoco memoria histórica.

Carvalho, sabedor de lo que le gustaba a Sánchez Bolín era provocar situaciones al borde del absurdo, recordó los motivos de su asistencia.

—¿Le reveló el señor Conesal si usted era el ganador?

—Todo lo contrario. Me llamó y me dijo que no ganaba, pero me ofreció un contrato fenomenal para escribir una autobiografía de él. Es decir, de hacerme pasar por Lázaro Conesal y redactar mi supuesta autobiografía. Nunca he hecho una cosa así, pero la oferta era tentadora.

—Usted que ha fabulado tantas novelas policíacas…

—No es exactamente mi género pero se acerca.

—Bien. De todo lo que se ha especulado, rumoreado, de todo lo que ustedes ya habrán dilucidado en el salón, ¿qué conclusiones se derivan? ¿Quién podría ser el asesino?

—Me cuesta mucho encontrar a los asesinos en la vida real. En las novelas siempre sé quién es el asesino, como sé también que siempre es el mismo.

—¿Quién?

—El autor.

Aunque a Carvalho la respuesta le dejó caviloso, Ramiro la pasó por alto y ya recuperado de su angustia biológica y económica regresó a la investigación.

—Supongo que por tratarse de usted el señor Conesal le dio la negativa muy amablemente.

—Por tratarse de mí y de cualquiera. Conesal, no es que le haya tratado mucho, pero siempre era un hombre amable y razonablemente culto.

—¿Qué quiere decir razonablemente culto?

—Lo suficientemente culto como para conocer el nombre de las cosas inútiles y lo suficientemente práctico para hacerse rico a pesar de la cultura y de saber el nombre de las cosas inútiles.

—¿No observó usted nada que fuera sorprendente en el señor Conesal o en su entorno?

—La tristeza. El señor Conesal estaba hondamente triste y el premio parecía no importarle. Iba desaliñado. Yo tuve incluso una impresión más sorprendente. Como si no supiera quién iba a ganar el premio y como si no le interesara decidirlo. Al menos en aquel momento.

Así como Sánchez Bolín conservaba el sistema nervioso relajado, Oriol Sagalés mantenía el suyo como un árbol erguido pero tenso y una lengua demasiado empapada por el regusto del alcohol. Arqueó su ceja preferida y se predispuso a demostrar lo obvio, que era mucho más inteligente que quienes le interrogaban, aunque le inquietaba la presencia entre la penumbra de fondo de aquel experto en whiskies que había conocido en los servicios.

—Así como los fámulos del sistema, los periodistas, suelen acogerse al secreto profesional, permítame que yo me acoja a lo mismo. Si me he presentado al premio o no es cosa mía.

El policía mecanógrafo tendió el papel del fax a Ramiro y el inspector lo leyó con una cierta desgana.

—Oriol Sagalés. Tiene usted un curioso antecedente delictivo. Usted agredió en la librería Áncora y Delfín de Barcelona a un cliente y pretextó que la agresión se debía al hecho de que estaba comprando un libro titulado Lucernario en Lucerna, del que es autor usted mismo. Según consta en esta nota usted dijo que el autor es el único propietario de la obra y que cualquier aspirante a lector en realidad era un intruso en la propiedad ajena y un imbécil que trataba de vampirizar la inteligencia del autor.

—Exactamente. Yo vi cómo aquel indudable analfabeto compraba mi novela y al acercarse a caja preguntaba: ¿Está bien? ¿Me divertirá? Y aún habría podido aceptar tamaña usura mental, pero es que a continuación informó: Si no tengo un libro en las manos no puedo dormirme. Fui hacia él. Le advertí lealmente: Voy a pegarle dos hostias, señor mío. Y se las pegué.

—¿Y el agredido?

—Tenía una fuerza barriobajera y sin elegancia. Trató de pegarme una patada en los cojones y como no lo consiguiera me la dio en la espinilla. No sé por qué da usted tanta importancia a esa peripecia.

—Es sorprendente que un escritor tan exigente con respecto a lo que escribe y a quien le lee, se presente a un premio literario como éste.

—La plana mayor de la más quintaesenciada literatura española se ha presentado a esa horterada que es el Planeta, desde Juan Benet a Mario Vargas Llosa y ésos son nombres conocidos, pero me consta que se han presentado bajo seudónimo novelistas opuestos por el vértice a la filosofía del premio y de la editorial. Yo, de haberme presentado, lo habría hecho al más hortera de los horteras, es decir, al más caro. Ya me vendo barato cuando escribo necrológicas. ¿Quiere que le componga una necrológica?

—¿A santo de qué?

—¿Cuál es su gracia?

—Antonio Ramiro, inspector del Cuerpo Superior de Policía.

—Ha fallecido Antonio Ramiro, inspector jefe del Cuerpo Superior de Policía que supo conservar el desorden gracias a la ley. Su afligida esposa, hijos, familiares agradecen los testimonios de pésame aportados por toda clase de policías y chorizos de variada condición…

—Pégale una patada en los huevos, Tonio —recomendó uno de los policías comparsas hasta entonces silencioso, pero el propio Ramiro le instó a que siguiera en silencio mientras observaba a Sagalés como si le viera por primera vez.

—¿De qué habló con el señor Conesal esta noche?

—¿He de deducir que me han espiado?

—Este hotel está lleno de circuitos cerrados de televisión.

La palidez de Sagalés tenía tres dimensiones e incluso le pesaba en la cara hundiéndole las mejillas y las arrugas junto a los labios. Carvalho opinó:

—Debería usted leer más novelas policíacas.

—En las de Conan Doyle, que son las que me gustan, no hay circuitos cerrados de televisión. —Se puso la ceja en ristre y pasó al ataque—. Bien. Si lo saben todo podrán comprender que mi conversación con Conesal no fue demasiado agradable. Le dije que puesto que se follaba a mi mujer y yo no, lo menos que podía hacer era darme el premio.

—¿Qué relación tenía su mujer con Lázaro Conesal?

—Pregúntenselo a ella. Yo hablo por mí.

Un temblor en los párpados y los viajes que los ojos trataban de emprender para salirse ora por la derecha, ora por la izquierda fue descendiendo desde la cara a las manos pequeñas, aunque los dedos fueran largos y delgados, blancos, casi transparentes, una mano mal crecida.

—Su mujer también estuvo con Conesal.

—Me lo temía.

—¿No lo sabía?

Sagalés ya tenía las dos cejas en posición de vértices y de pronto se levantó del sillón para proclamar:

—Quiero confesarlo todo. Si necesitan un asesino de Lázaro Conesal, aquí lo tienen. Oriol Sagalés.