ÁLVARO ANUNCIABA el espectáculo con los labios susurrantes junto a una oreja de Carvalho: A mi padre le encanta conceder entrevistas en público. Se crece. Las dos muchachas superaban su nerviosismo gorgojeando sobre lo imprevisible de la tecnología y poniendo a prueba una y mil veces un magnetofón portátil recién comprado. Lázaro Conesal no hacía el menor esfuerzo por ayudarlas y se limitaba a ajustarse la corbata, comprobar la presencia exacta de sus gemelos heráldicos, mirar ora el magnetofón ora a la rubia, facción por facción, como un antiguo vopo en la frontera de Alemania Democrática, detalle por detalle de una perfecta anatomía adolescente, resumida cual emblema en la poderosa trenza rubia contenida sobre la espalda como una reserva de virtud dorada de diosa aria criada en La Moraleja. La rubia era consciente de su atractivo, la morena de su carencia y lo compensaba iniciando la entrevista y llevando la voz cantante en su transcurso.

—Señor Conesal, el Gobierno dice que la economía va bien. ¿A usted qué le parece?

—No recuerdo para qué revista trabajan ustedes.

—No es una revista, es como una monografía sobre las actitudes del poder financiero en España, a editar en cuadernos F y S.

—¿F y S? ¿Fenergán y Sindicato? ¿Farináceos y Solsticio?

—Fe y Secularidad, dentro de la editorial Sal Terrae.

Conesal estudió a la rubia como si la examinara y a la vez la juzgara.

—Sal Terrae. La sal de la Tierra. ¿Son ustedes monjas? ¿Es usted monja?

La rubia le plantó cara entonces.

—Tanto como usted fraile.

Pero no era su papel y resolvió sustituir a la morena en la función de sagaz e implacable entrevistadora.

—Puede aparecer como una contradicción el que ustedes digan que la economía va bien y cada vez irá mejor y que en cambio cada vez haya más parados estables y más sufrimiento social en consecuencia.

—Si la economía va bien, ¿a quién le importa que las personas vayan mal?

Las muchachas no estaban preparadas para tamaña agresión ética y Lázaro Conesal tuvo piedad de ellas.

—No hay mal que cien años dure. Piensen ustedes que la burocracia soviética llegó a situar también la economía por encima de la persona. Había que cumplir los planes quinquenales independientemente de que aportaran bienestar económico a las personas. Obedecían a una lógica burocrática y si se había decidido fabricar treinta billones de corchetes, pues se fabricaban. Y más o menos la cosa funcionó hasta que la burguesía creada por el sistema y los profetas de los derechos humanos empezaron a sembrar cizaña y a decir que las personas estaban por encima de la economía. La finalidad capitalista es muy parecida, pero no está orientada a que a los burócratas les salgan las cuentas, sino a que nos salgan a los que controlamos el sistema. A los ciudadanos emergentes.

—Pero Europa se encrespa. El paro puede llevar a la protesta social y a nuevas rebeliones primitivas —objetó la rubia tornasol mientras cruzaba las piernas enfundadas en medias negras.

—Europa se encrespa, dice usted. ¿De qué Europa me habla como supuesto sujeto colectivo encrespado? De momento todo eso es carnaza informativa, materiales de deshecho mediático. Con el tiempo el mal sueño depredatorio capitalista termina. Los obreros europeos se rendirán y volverá a ser más rentable producir en Europa que en Corea. Los inversores iremos viajando como los apátridas o los jugadores de ruleta, poniendo nuestro dinero en los números más propicios.

La morena izó la bandera generacional.

—¿Vamos a vivir instalados en la perpetua incertidumbre? A nosotros nos llaman la generación X, al parecer estamos condenados a sufrir esa incertidumbre, a ser una perpetua incógnita por despejar, ¿qué podemos esperar?

—Con ustedes no termina el alfabeto. Peor lo tendrán las generaciones Y y Z. En cuanto a la incertidumbre, creo lo mismo que Galbraith, cada ideología se ha mezclado tanto con la otra que al final asistimos a la era de la incertidumbre, en contraste con las grandes certidumbres del pensamiento económico del siglo diecinueve. En el fondo participo de la calificación pesimista y melancólica de la economía como la viera Carlyle: los economistas son respetuosos profesores de la ciencia lúgubre. Lo importante es salvarse individualmente, ser el menos cadáver de un mercado de presuntos cadáveres.

Las dos suscribieron la misma duda atacante.

—Y eso es inalterable, ¿no se pueden cambiar las tendencias de la realidad?

—Los instrumentos para transformar la realidad son los terremotos, la iniciativa privada, las instituciones internacionales, el Estado, el Cine y la Literatura. La iniciativa privada española en el terreno de la economía, la política y la sociedad civil constituye tres vías miserables, inoperantes y memas. Tal vez por eso me dedico cada vez más a la literatura, porque no es que transforme la realidad, la sustituye por otra, según la real gana del escritor y de ahí la financiación del premio Lázaro Conesal. Recuerden el himno a la Libertad de Schiller, musicado por Beethoven. Si no consigues la felicidad en la tierra, búscala en las estrellas. La literatura es el único instrumento solvente de reordenar la realidad sin empeorarla. Una vez estaba yo hablando con un gobernador del Banco de España, de cuyo nombre no quiero acordarme, y él me exponía la virtud del programa económico socialista. Le dije que podía ser idéntico a un programa económico de la nueva derecha y lo aceptó. Entonces, le pregunté: ¿en qué se diferencia un programa de derechas de uno de izquierdas? Me contestó que en que las izquierdas defienden el aborto y los conciertos de rock duro y las derechas no. Pero eso se ha terminado. Las derechas inteligentes, aunque digan lo contrario, son partidarias del aborto y de los conciertos de rock. Es cierto que la revolución conservadora es una involución redistributiva, pero aquel que no se sume, será devorado por ella. Siempre hay que subirse al carro de las revoluciones para sobrevivirlas. Quién sabe si esta revolución, que es una contrarrevolución, no será la última contrarrevolución y después llegue el momento de cambiar las cosas. Espero no vivir para verlo y si vivo prefiero estar entonces en situación de cambiarlas yo y no de que me las cambien.

—Pero eso consagra la legitimidad constante de la desigualdad.

—Puesto que hay un contrato social implícito o explícito, la desigualdad carece de legitimidad social, es una cuestión moral y por lo tanto estúpidamente condenable, como el estupro, pero existe y lo que hay que procurar es que afecte a los demás. El estupro existe, lo que tienen ustedes que procurar es no ser sus víctimas. Suena a chiste y probablemente lo sea. La desigualdad bien entendida empieza por uno mismo. Yo prefiero ser vencedor, sobre todo en una sociedad mansa en la que el pobre cada vez más piensa que lo es porque se lo merece y en cualquier caso que el Estado es quien debe resolverle la papeleta.

—¿No teme una explosión social contra la corrupción, contra los escándalos económicos y morales derivados del terrorismo de Estado? ¿Ya era así cuando era niño? ¿Qué quería ser cuando fuera mayor?

—Yo no he traicionado nada ni a nadie. Soy un abogado del Estado y doctor en Derecho Administrativo con muy buenas notas que jamás se metió en líos rojeras mientras fui a la universidad. Los rojos me caían simpáticos pero me parecían condenados a dejar de ser rojos y simpáticos. El sistema se los acabaría tragando como si fueran donuts. Primero fueron comunistas de distinta marca y diseño que tenían soluciones totales y finales felices para todo. Los que no han cambiado de camisa, ahora se han convertido en moralistas y denuncian la maldad intrínseca del capitalismo sin ofrecer ninguna alternativa. Quieren un capitalismo con rostro humano después de haber fracasado en pos de un socialismo con rostro humano. El socialismo fracasó cuando trató de humanizarse. ¿Por qué ha de ser humano el capitalismo? ¿Qué es lo humano, señoritas? Navidad y los villancicos. Pero el capitalismo no tiene por qué ser humano, ni tener otra ética que la eficacia de la razón orientada hacia la acumulación de un máximo de beneficios en las manos más responsables. Los escándalos y las crisis se corresponden a la naturaleza del capitalismo, son la regla, no la excepción. Galbraith lo ha dicho claramente. La especulación y la cultura del pelotazo, tan cínicamente condenadas por todos los que la promueven y se benefician de ella, corresponden al corazón del sistema. ¿Sabe usted lo que es la tulipomanía? En la Holanda del siglo diecisiete los tulipanes eran escasos y podía cambiarse un tulipán por dos caballos nuevos, pero cuando desapareció la moda de poseerlos, los propietarios de tulipanes se encontraron con una simple flor sin valor de cambio. Sólo tenían valor de uso. Menos mal, porque gracias a aquel origen especulativo hoy día el tulipán forma parte de la cultura y de la economía holandesa.

—Y este egoísmo personal y de clase emergente, como la califica usted, convertido en una regla de conducta internacional, ¿no puede generar una tensión irreparable entre el Norte y el Sur?

A la rubia la encendía la relación de dominación Norte-Sur. Tenía la cara pecosa arrebolada y le brillaban unos ojos que iluminaban aquella barricada contra el ogro del capitalismo salvaje instalado en el piso veintiséis de la Torre Conesal. Alvarito se mesaba las manos y la sonrisa, mientras Carvalho sentía una progresiva ternura por aquella rubia que vivía en la clandestinidad, sin atreverse a asumir, gozar su rubiez. Lázaro Conesal dirigió la respuesta hacia ella, definitivamente desentendido del magnetofón.

—Me excluyo de esa conjura expiatoria de oponer el Sur lacerado al Norte lacerador. No me interesa el Sur lleno de monos portadores de Sida. Ni siquiera me interesa el plato predilecto de algunas etnias: comer sesos de mono a la brasa, una barbacoa de primates. Me interesa el Este, que ofrece profesores de música como criados y licenciadas en Ciencias Exactas como criadas o entretenedoras de cabaret en Estambul. Han abandonado el zoológico comunista para entrar en la jungla capitalista. Vuelvo a interesarme exclusivamente por el Este y el Oeste. El Sur no existe. Es un imaginario o un cementerio de la buena conciencia de la izquierda. Hemos terminado. Supongo…

La rubia cerró el magnetofón crispada y dejó caer la espalda bruscamente contra el respaldo del sillón. Desde allí dirigió una mirada a la vez furibunda y desnuda contra el tiburón de las finanzas y Conesal en cambio le sonrió desvalidamente al tiempo que le tomaba una mano, gesto que desconcertó a la morena, en pleno ajetreo subalterno de recoger los útiles de la entrevista. El financiero miró y remiró la mano de la muchacha.

—¿Juegas a paddle-tennis?

—¿Cómo lo sabe?

—¿Tienes una pista de paddle-tennis en tu casa?

La rubia estaba desconcertada y a la morena se le escapaban los cables y las risitas de complicidad. Conesal cejó en su acoso y se recostó en su sillón gerencial. Desde allí dijo con un hilo de voz grave:

—Me gustaría volver a hablar de todo lo hoy hablado, pero de tú a tú, sin tener que asumir el tipo de animal de zoológico en que me habéis encasillado. ¡Vamos a ver al tiburón de Conesal! ¿Qué tal he hecho de tiburón?

—Yo diría que lo es —dijo la rubia secante, en pie, iniciando la retirada, pero antes de seguir a su compañera sacó una tarjeta de un bolsito demasiado raído para ser cierto y la dejó ante los ojos del financiero.

—Ahí tiene mis señas. Le haré llegar la primera versión de la entrevista, por si quiere comentárnosla.

—Gracias por la tarjeta, pero sé dónde vives.

Reflexionaba al parecer desentendido Conesal mientras las muchachas se marchaban, pero cambió de opinión y de posición inmediatamente para levantarse y casi abalanzarse sobre las chicas, retener a la rubia e intercambiar con ella unas frases secretas que primero la pusieron a la defensiva y luego la hicieron reír antes de asumir un compromiso. Quedó pensativo el financiero y Álvaro intervino de gesto y palabra, poniéndose en pie para tomar la tarjeta y opinando:

—No paras de ligar.

—Ya me conoces. Es pura imaginación. Además, esta muchacha me recordaba a tu madre cuando la conocí en la Ciudad Universitaria. La Pasionaria de Derecho la llamaban y a mí me divertía escandalizarla con mi sistemático pensamiento de derechas. Mujeres. Siempre quieren redimir a alguien. A un tío de izquierdas. A otro de derechas. Al mundo entero. Me han dicho que ha estado aquí Beba.

—Ha estado y le he dicho lo que me dijiste.

Ahora Conesal fingía descubrir la presencia de Carvalho en el despacho e interrogaba a su hijo sobre la sustancia o accidente del intruso.

—Pepe Carvalho, el detective de Barcelona.

Carvalho tuvo la posibilidad de oponer un tour de force entre la mano posesiva, ancha, dura pero no cálida del financiero y la propia, que salió bastante bien del intento de estrujamiento.

—No puedo perder ni un minuto. Me espera el gobernador del Banco de España, aún he de considerar los últimos detalles del premio y luego vendrá lo que vendrá. Charlaremos mientras almorzamos. ¿Ya está el almuerzo en marcha?

—Lo está. ¿Te interesa saber de qué restaurante?

—Un zumo de pomelo y un filete, vuelta y vuelta. No puedo distraer el paladar. He de morder mucho esta tarde.

—Pues para ese viaje…

No se le había escapado a Conesal el mohín de disgusto que apareciera en la cara de Carvalho y pasó a fingir entonces un imprescindible interés por su invitado, como si se tratara del próximo objetivo de su vida.

—Presiento que mi menú no le ha gustado.

—No lo comparto.

—¿Lo desaprueba?

—Es usted muy suyo, pero yo en su lugar, de tener pendiente una visita con el gobernador del Banco de España procuraría ir desde una sensación de dominio de la situación, dominio imposible de establecer si uno se ha tomado un vaso de zumo de pomelo, probablemente de lata, y un filete a la plancha o a la parrilla, vuelta y vuelta. En último extremo le aconsejo que sea a la parrilla y algo grueso. Un filete de buey de unos trescientos gramos, por ejemplo.

—¿Es usted un especialista en higiene alimentaria?

—Sólo en higiene mental.

—El zumo de pomelo hubiera sido natural, porque el barman, entre otros atributos, es el intendente de mi salud y está al tanto de lo que tomo. Pero, sea, aconséjeme un menú previo a un encuentro con el gobernador del Banco de España.

Carvalho ganó tiempo mientras examinaba la expresión irónica, condescendiente, casi divertida del financiero y finalmente emitió un veredicto, como si fuera la ficha más adecuada encontrada por la memoria de un ordenador.

—Como entrante una combinación de verduras y mariscos serios, por ejemplo, unas ostras. Recuerdo un glorioso minestrone de ostras de Girardet que usted podría reconvertir en un minestrone de cangrejos de río, regado con un Ribera del Duero blanco o un Albariño o un Penedés, porque es importante que ante una comida de tan altos negocios usted registre variedad de gustos, desde la evidencia casi absoluta de que el señor gobernador del Banco de España va a tomarse unas judías tiernas cocidas aliñadas con aceite y una tortilla a la francesa muy hecha. A continuación algo barroco y sabroso, al estilo del brioche de tuétano y foie que yo probé en Jockey hace años, acompañado de un Rioja Alta, por ejemplo un 904 o un Centenario. Es posible que usted acumule la tentación de tener mala conciencia por haber abusado de la cantidad y la calidad y es aconsejable entonces un postre restaurador de la buena conciencia: frutas de bosque, por ejemplo. Sin nada. Ni vinos acompañantes, ni zumos, ni natas. Eso sí, café, un habano de reglamento y una copa de aguardientes viejos, de coñac para arriba. No cometa la tontería de tomarse un orujo o un licor de frambuesa. Los excelentes aguardientes blancos son coloquiales. Después de una comida de matrimonios o entre amigos. Para negociar con el gobernador del Banco de España no hay nada como un Armañac o un Calvados.

Conesal repasaba mentalmente el menú y no tuvo más objeción que decir:

—No fumo.

—Usted se lo pierde y el gobernador del Banco de España se lo gana. Después de un Partagás Grand Connaisseur las victorias están aseguradas y sobre todo sobre un personaje que tiene cara de abstemio.

—¿Conoce usted al gobernador?

—Creo haberlo visto en un No-Do.

—¿En qué No-Do? El No-Do ya no se emite en democracia.

—Bueno, en la televisión. Es lo mismo.

—No se fíe de las apariencias. Los gobernadores del Banco de España, engañan. —Se dirigió entonces a su hijo que contemplaba a Carvalho con un gran respeto—. ¿Qué se puede hacer para cumplir los consejos de tu detective privado?

Álvaro había tomado nota y emitió un veredicto.

—Veremos lo que pueden hacer en Jockey, puesto que el menú se inclina por ahí. Yo no me atrevo a estas horas a violentar las pautas de otros restaurantes.

—Pues ponte de acuerdo con el señor Carvalho y mientras tanto me voy al squash.

Carvalho empezaba a tener apetito y tras la salida del financiero se lo dijo abiertamente a Álvaro.

—Si se va al squash va a volver a las tantas y a mí la acción me despierta el apetito.

—En este edificio hay un Health Club a disposición de los altos cargos. En total unas veinte personas que disponen de llave propia para acceder al gimnasio, piscina, sauna, sala de masaje y vestuarios. Sólo mi padre tiene una hora siempre libre para él y es precisamente ésta, de una a dos. Normalmente la emplea para jugar a squash con algún invitado. Hoy tiene a uno de sus socios, Iñaki Hormazábal, pero no se quedará al almuerzo. Mi padre es un maniático de los niveles de relación: Hormazábal muy bien para jugar a squash, pero no le apetece como compañero de mesa.

—¿Comeremos nosotros tres?

—Mi padre hubiera querido que asistiera la señora de Pomares & Ferguson, Beba Leclerq, pero no es posible. En cambio nos hemos librado de que asista Mona d'Ormesson, una auténtica pelmaza, pero a mi padre le divierten las mujeres pedantes. Bueno, las que no son pedantes también. Mi padre sostiene que una mujer sentada a la mesa relaja mucho más que un buen vino. Sobre todo si es la única mujer de la mesa y no es la propia.

—¿Qué opina su madre de todo eso?

—Mi madre hace mucho tiempo que no opina sobre cuanto se refiere a mi padre.

—¿Y él se lo agradece?

—Mi padre no agradece lo que le regalan.

—Toda esa inmensa sabiduría, ¿procede de cuna o su padre la aprendió en los libros?

—Mi abuelo paterno tenía una fonda en Brihuega.

—¿Su padre no ha escrito algún manual de cómo ser rico a pesar de no serlo?

—Un día u otro lo escribirá. Mientras concierto el almuerzo, ¿le apetece darse una vuelta por el Health Club?

—De momento déjeme bajar otra vez en la parada del bar. Me espera un barman muy acogedor.

Pero el barman no estaba solo. De pie, con la espalda apoyada en la barra, un hombre calvo, de cara mal subrayada por una barba rala y descuidadamente cana. Esa misma barba en el rostro de Lázaro Conesal hubiera parecido de anuncio de cómo prefabricar las mejores barbas canosas de este mundo, pero en la de aquel individuo más parecía barba de segunda cara. En cambio compensaba lo irresoluto de su aspecto con la decisión espasmódica con que tragueaba del vaso lleno de whisky de buen color. Señaló Carvalho el contenido del vaso del nuevo cliente.

—Lo mismo que este señor.

—Glendeveron, cinco años. Una edad de whisky que sólo debe admitirse en el aperitivo. La mejor edad del Glendeveron es la de doce. Un malta ligero, que huele a turba…

A pesar de las consideraciones sabias de Simplemente José, el bebedor calvo y canoso le escuchaba como si se tratara de un molesto telón de fondo verbal.

—Lázaro de Tormes, cállate ya, hijo, que no me puedo beber a gusto este whisky con agua que me has dado. Debe ser agua del Tormes, me figuro.

—Que no tiene agua, señor Sagazarraz.

—Pues lo parece. ¿Me recibe ese tío o no me recibe?

Ni siquiera había advertido la presencia de Álvaro.

—Saga, mi padre no puede recibirte.

El hombre clavó unos ojos rómbicos y aguados en la condescendiente mirada del delfín. Harto de tanto aguante de miradas se despegó de la barra y acercó el rostro de Álvaro al suyo por el procedimiento de cogerle por las solapas y acercarle el busto.

—No ha nacido el tío con los suficientes cojones como para negarle una audiencia a Justo Jorge Sagazarraz.

—Saga. No te pases y vete a dormir la mona.

El llamado Saga ganó espacio con respecto al joven y desde cierta distancia lanzó una bofetada que ya chocó blanda contra el brazo interpuesto. El otro brazo de Álvaro Conesal se había convertido en puño que dio contra la sien del hombre, lo suficiente como para hacerle perder el equilibrio y quedar sentado en el suelo. Permaneció allí sorprendido. Contempló a Álvaro Conesal y Carvalho de abajo arriba, levantó una mano, chasqueó los dedos.

—A ver quién me baja el whisky.

Se lo bajó Carvalho y Justo Jorge Sagazarraz bebió un largo sorbo sentado sobre la moqueta con las piernas abiertas. Álvaro estaba fastidiado e hizo un gesto de complicidad al barman que ya tenía el walkie talkie en la mano y se dirigía a algún centro lejano de poder. Carvalho seguía la precipitada marcha del joven cuando se cruzaron en la puerta con dos guardias de seguridad que iban a recoger lo que quedaba del presunto borracho.

—Le acompaño al Health Club y desde allí arreglo lo del almuerzo.

Dos pisos más arriba. Una terraza cubierta de gravilla, un sendero de piedra granítica y al final un seto de árboles encerraba el espacio deportivo a treinta pisos sobre el nivel de Madrid.

—¿Quién era el bebedor de whisky?

—Justo Jorge Sagazarraz, un naviero casi arruinado, bueno arruinado, en declive. Mi padre metió dinero en su negocio hace algunos años pero lo está retirando porque es previsible una caída en picado de la industria pesquera y si no se pesca, ¿para qué sirven los barcos? No es mal tipo, pero está obsesionado con mi padre y le llora todo el día, siempre que puede le recuerda aquellos tiempos en que cerraban para ellos los bares de Alemania hasta el amanecer.

—¿Por qué Alemania?

—Mi padre hizo un master de gestión industrial en Düsseldorf y a ese curso asistía también Justo Jorge Sagazarraz. Entonces era el heredero de una empresa saneada y ahora es el presidente de una sociedad en bancarrota.

Mientras el delfín iba a encargar el almuerzo, Carvalho entró en la sala de squash y tras el cristal blindado pudo presenciar el partido entre Lázaro Conesal y un hombre fibroso y también calvo, al parecer de la colección completa de calvos que rodeaban a Lázaro Conesal, que respondía con un juego musculado y elegante a los feroces embates de su partenaire. Conesal jugaba como si fuera aquélla la última pelota de su vida y el hombre calvo le respondía con precisión técnica y frialdad cerebral. Ganaba el hombre fibroso y calvo, pero Conesal seguía arremetiendo con todo el cuerpo contra la pelota desafecta.

—Finalmente he conseguido un pacto con Jockey. He hablado personalmente con Alfonso y he conseguido un menú que se acerca a sus cánones: extracto de pescados ahumados con ostras a la hierbabuena, pichones de Talavera rellenos al estilo Jockey y milhojas de mango con helado de jengibre. El postre es algo más enérgico, pero me ha desaconsejado los frutos silvestres en esta época. Como vinos nos aconseja un Sancerre blanco para el primer plato, Viña Real Oro del 85 para el segundo y un Pedro Ximénez Viña 25 para el postre.

Se relamió Carvalho el cerebro y devolvía sus ojos al juego cuando comprobó que el rostro de Álvaro se alteraba ante un recién llegado, un hombre alto, el rostro tenso y diríase que plastificado.

Sin esperar el acercamiento del muchacho, abrió la puerta de cristal que comunicaba con la sala de squash y se apoderó de la pelota que estaba a punto de devolver el hombre calvo. Lázaro Conesal, enardecido por el juego, pasó a increparle mientras su compañero daba la partida por concluida, salía de la pista y recogía su toalla abandonada sobre un banco de listones. Se encaminó hacia la sala de duchas y al pasar junto a Álvaro enarcó las cejas dirigiendo la cabeza hacia la pareja que formaban Lázaro Conesal en chandal y sudado con aquel hombre evidentemente maquillado que se había interpuesto en su camino sin decir nada y que ahora vociferaba con las voces distorsionadas por la reverberación del cubo cerrado. Álvaro contestó al gesto de irreversibilidad del hombre calvo con un encogimiento de hombros que ya empezaba a serle familiar a Carvalho y que lo podía expresar todo, incluso la indiferencia. Se abrió la puerta del recinto de la pista y hasta los oídos de Carvalho llegó sólo una frase que el intruso dirigía a Lázaro Conesal.

—Si os creéis que me vais a putear estáis muy equivocados.

No le hizo caso su interpelado y le dio la espalda para salir y seguir los pasos de su partenaire repitiendo el gesto de inevitabilidad al pasar junto a su hijo al tiempo que mascullaba:

—¿Para qué están los servicios de seguridad?

—Has de ser tú quien se aclare sobre el derecho de admisión.

Siguió Conesal hacia la ducha y los vestuarios, pero le iba a la zaga el hombre irritado que de momento se detuvo a la altura de Álvaro.

—¿Qué le has dicho a tu padre sobre el derecho de admisión?

—¿Admisión? ¿Dimisión? ¿Intromisión? ¿Por qué te parece a ti, Celso, que he hablado de admisión?

El recién llegado no sabía si continuar la clarificación con Álvaro o seguir a los otros hacia el vestuario, por fin se decidió por hacer las dos cosas.

—Conmigo te puedes ahorrar la sorna. Yo me cago en todos los masters que puedas tener, niñato de mierda. A tu edad yo ya había ganado millones de pesetas de los años sesenta y tú ni siquiera te has pagado ese jersey de maricón que llevas.

Hizo mutis tras el rastro de los jugadores y Álvaro no se lo impidió. Carvalho le dirigió una pregunta muda sobre si consideraba debía intervenir.

—Déjele. Todo el mundo está muy nervioso. El que jugaba a squash con mi padre es su socio más importante, Iñaki Hormazábal, el llamado «calvo de oro» o el «asesino de la Telefónica».

—¿Mata a la gente en las cabinas?

—La mata por teléfono. Es especialista en comprar holdings en apuros para desguazarlos y revenderlos por partes. Siempre por teléfono.

—¿Y el cabreado ese que les ha seguido hasta la ducha? ¿Un voyeur?

—¿Lo dice por el maquillaje? No. Es Celso Regueiro Souza, otro del grupo aunque ya está liquidando todas sus acciones. Va maquillado porque sufrió un accidente facial cuando trataban de robarle unos mafiosos en Miami. No sé qué le echaron a la cara pero le quedó en carne viva. Ése era muy amigo del Gobierno y mi padre se asoció con él para que le abriera la puerta con los socialistas. Ahora tienen problemas los socialistas y mi padre, por lo tanto Regueiro ya no sirve para una puñetera mierda.

Regueiro Souza salió de los vestuarios dando un portazo y dirigiéndose otra vez contra Álvaro.

—¿Dónde se ha metido el calvo?

—Se ha marchado.

—La madre que le parió.

Se detuvo ante Álvaro, le sonrió, le pasó un dedo por los labios que el joven retiró instintivamente y partió en pos del fugitivo. Cuando Lázaro Conesal salió del vestuario parecía un recién nacido que olía a colonia total. No reflejaba el menor conflicto ni reciente ni remoto y ni siquiera preguntó por Regueiro. Sí estaba interesado por la comida y se alegró mucho cuando se enteró de que Alfonso el cocinero de Jockey había resuelto el desafío imaginativo planteado por Carvalho. Volvieron a utilizar el ascensor para regresar a la zona del bar y comedor y allí seguía Sagazarraz, lo que provocó un gesto de fastidio en el financiero. Pero tan bebido estaba el visitante que ni advirtió el paso de Lázaro Conesal y sí el de su hijo con el que trató de pegar la hebra inútilmente. Ya a salvo en el comedor, Conesal dejó de parecer un niño oloroso para volver a ser un tiburón airado.

—Pero ¿quieres decirme cuánto pagamos al mes en seguridad para tener que soportar que se metan en mi vida este par de descerebrados, antes Regueiro Souza y ahora Sagazarraz?

—No me explico que siga aquí Sagazarraz. He dado órdenes expresas de que lo sacaran los de seguridad, pero con amabilidad. Tú les diste unas normas de paso libre y se las toman al pie de la letra. Éste debe de haber salido por una puerta y entrado por la otra.

—Pues les quito lo de paso libre y ya está. No quiero ni verles a cincuenta kilómetros a la redonda.

—Tú mismo.

—¿Lo desapruebas?

—No lo entiendo. De Celso Regueiro dependes porque todavía tiene derecho a veto en algunas operaciones y necesitas su firma. Si quieres que le eche, lo haré con mucho gusto porque es un personaje insultante y zafio. Lo de Sagazarraz es más fácil de solucionar, aunque me tiene dicho que lleva en la agenda los teléfonos de todos los diarios y revistas que podrían disfrutar con sus informaciones.

—Ése no sabe ni dónde tiene la agenda. Vive todo el día en una nube de whisky o de orujo.

—Pero sus abogados sí saben dónde tiene la agenda.

Conesal respiró más agobiado por su hijo que por sus perseguidores y acogió con fastidio el acercamiento del barman.

—Don Lázaro, ¿dispondría de unos minutitos para mí?

—Unos minutitos, José, unos minutitos.

Se hizo el aparte y algo inconveniente le diría simplemente José porque Conesal le dio la espalda bruscamente desentendiéndose de él.

—Dígale a su hermana que hable con mi mujer o con quien quiera. Pues vaya.

Al llegar a la altura de su hijo y Carvalho se explayó con Álvaro.

—¿Esa chica aún está por aquí?

—Tú me dijiste que no la despidiera pero que no fuera demasiado visible hasta…

—No la despidas pero la quiero invisible del todo. En casa y cobrando. De momento. Y si quiere hablar con tu madre que se tomen un té juntas, pero no aquí.

Luego buscó refugio en una recordada complicidad con aquel hombre recién llegado cuyo apellido no recordaba.

—Usted es el gourment, ¿verdad? ¿Su nombre?

—Carvalho.

—Eso es, Carvalho. ¿Aprueba el menú de Alfonso Dávila?

—Habrá que probarlo.

—De eso se trata.

Como si tuviera telepatía apareció en la puerta la reencarnación de Lázaro de Tormes, pero ahora vestía de perfecto camarero de restaurante cinco tenedores. Se sentaron los dos Conesal y Carvalho a la mesa y Simplemente José les ofreció aperitivos que los anfitriones rechazaron y Carvalho aceptó.

—Un fino. Pero sorpréndame con la marca. No me abrume con los de siempre.

Tenía respuesta el restaurador para aquel desafío e, interesado, Lázaro Conesal se sumó a la fiesta.

—Pues si va a sorprender al señor Cabello, sorpréndame también a mí.

—Carvalho, papá, Carvalho.

—¿Usted, don Álvaro, también se suma al aperitivo?

—No, gracias.

Se frotaba las manos satisfecho el financiero y le guiñaba el ojo a Carvalho como a un compinche que viniera de lejos y le prometiera compañía de por vida. Jugueteó luego con el menú impreso en una cartulina y se lo tendió a Carvalho como una ofrenda.

—Extracto de pescados ahumados con ostras a la hierbabuena, pichones de Talavera rellenos al estilo Jockey y milhojas de mango con helado de jengibre. ¿Qué tiene que decirme?

—Espero probarlo.

Se presentó el camarero con un Moriles frío y tapas de chanquete tan sutiles que parecían espuma de mar frita.

—Pregunta de lego a experto. ¿Un pescado frito antes de un entrante de ahumados y ostras, no desentona?

—Si se tratara de un surtido de pescado frito convencional sí, porque absorbe mucho aceite y se empaparía el paladar. Por más que el aceite en el estómago siente bien, si no es refrito, para cualquier digestión posterior. Pero el chanquete no es casi pescado. Es tan etéreo que el aceite lo perfuma más que lo fríe.

—Cada día se aprende algo. En casa siempre hemos comido bien pero con esa solidez con la que comen las burguesías españolas, sin demasiada información ni cultura gastronómica, es más, con un cierto pudor como si el comer bien fuera pecado. Excelente este Moriles. ¿Recuerdan aquella cuña radiofónica? La elección es bien sencilla, o Moriles o Montilla.

Consultó el reloj y le perseguía el tiempo por lo que agitó el brazo en el aire, evidente reclamo a la aceleración de la comida. No le quitó ojo a Carvalho cuando olía los alimentos a distancia, los probaba, alternaba la bebida de los vinos.

—¿Podría usted adivinar lo que hemos comido? ¿Cómo se ha hecho?

—No del todo, pero en el entrante es fácil adivinar la combinación de gusto entre el ahumado, las ostras, la hierbabuena y una punta de nuez moscada. Es una combinación excelente la de la concreción casi obsesiva del ahumado con la ligereza marina de la ostra e igual combinación se establece entre la nuez moscada, un sabor tan determinado, y la de la hierbabuena, un sabor tan abierto.

Lázaro dirigía a su hijo cabezazos de afirmación que Álvaro no contestaba, ni siquiera parecía estar escuchando a Carvalho.

—Los pichones de Talavera rellenos estilo Jockey dependen no sólo del punto de la carne, porque el pichón se vuelve harinoso si está demasiado cocido, sino del equilibrio del relleno que parece fácil de conseguir, pero no es así. La trufa puede poner malicia exquisita en cualquier relleno, pero también arruinarlo. Hay sabores que bloquean el paladar más que estimularlo. Y en cuanto al milhojas de mango con helado al jengibre que aún no he terminado, he de confesarle que admiro la arquitectura de los postres, pero no me conmueven. Tal vez sea una cuestión de memoria histórica. Pertenezco a la generación del plato único. Aun así, confieso que me parece excelente.

—Pues ahí le he pillado, porque yo soy un experto en postres e incluso los cocino. Dile, Álvaro, a este señor cómo me salen las tartas de manzana.

—Tú crees que te salen excelentes.

—¿Y no es así?

—Casi nunca.

—Pero ¿será posible?

Padre e hijo ponían cara de haber repetido la broma hasta el hartazgo, sobre todo Álvaro parecía saturado y no quiso Carvalho exagerar su regocijo. Se limitó a sonreír tal vez desmesuradamente y prefirió dedicarse a la copa de un excelso Pedro Ximénez Viña 25. A Conesal se le habían ablandado los esfínteres, a su hijo no. El chico estaba constantemente vertebrado, discretamente tenso y Carvalho tuvo curiosidad por saber cómo se comportaba cuando su padre y el entorno de su padre dejaban de ser el referente de su vida. Lázaro Conesal apenas probó el jerez y se dejó caer contra el respaldo de la silla sin descuidar una mirada de reojo a un reloj sin duda carísimo pero de apariencia discreta.

—¡Ah! No hay nada como una buena comida en compañía inteligente. ¿Se dejaría contratar sólo para explicarme el menú que como? Véase la importancia de la cultura, es decir, del patrimonio del saber en la degustación. Desde la cultura gastronómica se paladean mejor los guisos y de la misma manera desde la cultura plástica se paladea mejor una exposición. Hay que conseguir pertenecer a esa raza blanca que conoce todo lo necesario para paladear todo lo que se pone a su disposición. Pero hay que saber que esa sensación es pasajera y que luego los negros vuelven a su color y los blancos también, incluso en mi situación mestiza. ¿Ustedes saben qué es un blanco que tiene el alma negra? Si se tiene el alma negra se es negro hasta las últimas consecuencias, sin paliativos ni coartadas. Hace algún tiempo leí un artículo en El País, un artículo de Manolo Vicent, amigo mío, siempre compro cuadros en la galería de su mujer, Mapi, en el que se preguntaba si el presidente del Gobierno, Felipe González, era blanco o negro. Era una clasificación que le había aportado Mario Conde, aquel financiero tan especulativo que luego fue acusado de especulador. Las palabras que se parecen suelen ser peligrosísimas entre sí. Por ejemplo, no es lo mismo ser un oportunista que tener sentido de la oportunidad. Pues bien, contaba Vicent que Mario Conde le había dicho: «Yo soy un negro que sabe que es negro. Mariano Rubio, entonces gobernador del Banco de España, y Carlos Solchaga, ministro de Hacienda a la sazón, se creen que son blancos, pero son negros. Felipe González es un negro como yo y tampoco se olvida nunca que es negro». Era una reflexión muy brillante, muy inteligente pero mal asumida por el propio formulador, Mario Conde, porque llegó a creer que una mezcla de audacia y dinero podían blanquearle y conseguirle un lugar en esa oligarquía formada en las cumbres por nieves perpetuas, por las sucesivas nieves perpetuas que se apoderan de las cimas del poder. La oligarquía está llena de arqueologías que representan las sucesivas oleadas de nuevos ricos, desde la época de la tribu y la horda y sólo van quedando los que consiguen engancharse a las nieves anteriores. Mario Conde, por ejemplo, no lo consiguió. Era un negro. Como decía el articulista Vicent, sólo eres blanco de veras si tu bisabuelo se duchaba todos los días… ¿Se duchaba todos los días su bisabuelo, señor…?

—Carvalho. No. Probablemente mi bisabuelo no se duchó nunca. Viviría en una aldea gallega. Creo que era cantero, como mi abuelo paterno. En los años cuarenta aún se lavaban mediante barreños de agua extraída del pozo. No había agua corriente. Negro. Mi bisabuelo era un negro. ¿Y el suyo?

—También. Mi padre fue el primero de la dinastía que cometió el error de considerarse blanco. Yo soy negro. Pero además un negro amenazado por los más blancos del lugar porque hasta ahora no han podido conmigo. Lea esta fotocopia, por favor.

La fotocopia la tenía ya en la mano Álvaro, como si conociera exactamente la secuencia y su ritmo. El titular ya le ahorró a Carvalho cualquier lectura: «Lázaro Conesal, ¿tras los pasos de Mario Conde? Tal vez el rico más influyente de España pase por la cárcel de Alcalá Meco al igual que el ex presidente de Banesto». Conesal calculaba el efecto de la información sobre Carvalho, pero aquel hombre parecía dispuesto a no exteriorizar sus emociones y devolvió la hoja sin ningún comentario.

—Fatalmente tengo que enterarme de lo que pasa mediante un oleoducto de fotocopias. Hace siglos que no he pisado la calle como un ciudadano normal. Ni siquiera puedo irme a tomar un pincho a cualquier tascorro porque llegaría rodeado de guardias de seguridad. Puedo hablarle con franqueza, señor…

—Carvalho —apuntó Álvaro.

—Señor Carvalho, puedo hablarle con franqueza porque no pierdo nada haciéndolo. Yo esta noche temo una provocación. Ya he resistido toda clase de zancadillas subterráneas y dispongo de medidas disuasorias, aunque uno de estos días van a encausarme judicialmente como hicieron con Mario Conde o Javier de la Rosa. Otros dos negros. Ya no convenimos para las reglas del juego y servimos en cambio como carne de catarsis, en aras de la purificación de un sistema triunfal que quiere ir por el mundo con la cabeza muy alta. Resulta sumamente divertido que el capitalismo, sin enemigos, descubra que sus enemigos son los capitalistas. Algo parecido a lo que le ocurrió al comunismo. Bien. Mi imagen es importante. Sigo siendo uno de los referentes sociales más vigentes, pero me he arriesgado a meterme en un terreno proceloso: el premio literario mejor dotado del mundo. Un patinazo en este territorio puede serme fatal. La composición del público de esta noche puede dividirse en tres grandes sectores: gentes de letras, ricos de diversas procedencias y políticos, no muchos, porque huelen mis problemas y no quieren que se les caigan encima. Vayamos por partes. Entre los de letras puede haberse colado algún provocador, aunque mi asesora, Marga Segurola, la conocida informadora literaria, me ha hecho una lista representativa de las diversas tribus del sector, tribus que he ratificado con Altamirano, sin duda el crítico más reputado de España. Yo empleo una palabra catalana, no es la única, aunque yo sea de Brihuega, para denominar a todos los drogodependientes de las letras. Los catalanes les llaman lletraferits, es decir, letraheridos. Yo dispongo de una colección completa de letraheridos que me han asesorado en este caso y con anterioridad. La Segurola y Altamirano como críticos y celestinas de premios, Mona d'Ormesson como puente entre el poder institucional cultural y la beautiful people lectora, Ariel Remesal representa la mesocracia letraherida, los escritores corporativizados etecé, etecé, etecé, Tutor es un bibliófilo que se mueve por las cuevas de las subvenciones como Alí Babá y los cuarenta ladrones. También he invitado a muchos escritores y ni hay que decir que entre esa gente está el ganador del premio: cien millones de pesetas. Tampoco creo que corra ningún riesgo de parte del sector político, poco presente en la sala, en tiempos de transición del poder socialista al de derechas, cuidando mucho las maneras de caer y las maneras de subir. No creo que se haya colado ningún suicida.

—Ciento por ciento controlado —corroboró Álvaro.

—Entonces nos quedan los ricos. Hemos cursado cincuenta invitaciones selectas y sólo hemos recibido veinte aceptaciones significadas dentro del mundo del dinero, dinero dinero, es el criterio que yo tengo cuando hablo de ricos. De cinco mil millones para arriba como dinero de bolsillo. De esos ricos asistentes no puedo confiar en ninguno, pero menos que en ninguno en cuatro que usted deberá controlar a lo largo de la velada.

Álvaro también estaba preparado para la ocasión y le tendió una carpeta dentro de la cual había cuatro fotografías y sendos currículos compactos. Tres de aquellas caras las conocía y la que más la del borrachín que se había presentado como naviero, el naviero Sagazarraz. También estaba allí en la muerte plana de la fotografía el compañero de squash de Lázaro Conesal, su socio, Hormazábal era su nombre. Y la tercera reconocida pertenecía al hombre que había interrumpido la partida de squash tan vehementemente, Regueiro Souza. Repasó mentalmente cuanto había hablado Conesal, apostillado o apuntado su hijo y algo no encajaba en el razonamiento.

—No entiendo cómo reduce tanto el espectro de posibles agresores. ¿Por qué han de ser los escritores, los ricos o los políticos? ¿Qué le parece si la provocación viene de los periodistas o de los camareros?

Conesal se echó a reír sin ganas de avasallar al detective.

—Los camareros son de la plantilla del hotel. Los tengo totalmente controlados y los periodistas que vendrán esta noche son los dedicados a que florezcan las artes y las letras. También habrá algún periodista político, sobre todo tertulianos de radio o algún director de periódico o de emisora, pero saben que en mi mano están muchos dossiers para que ocupen sus primeras páginas, créditos para que puedan pagar sus nóminas, créditos blandos para que puedan hacer algún negociete y hacerse algo ricos o influencias para que reajusten sus cuotas a la seguridad social o sus impuestos atrasados. No. No le dé más vueltas. Esos cuatro. Vigíleme usted a esos cuatro.

A Carvalho le faltaba por saber quién era un pelirrojo guapo pero de facciones algo abotargadas. Se lo señaló a Álvaro.

—Pomares & Ferguson, el bodeguero de Jerez.

—¿El marido de la rubia?

Lázaro Conesal parpadeó incómodo y reclamó airado la mirada de su hijo. No era amiga aquella mirada, irritado a su vez Álvaro por la irritación de su padre.

—Normalmente pido a mis clientes que se sinceren conmigo, dentro de lo que cabe. También me gustaría saber por qué han recurrido a mí teniendo a su disposición, si quiere, hasta a todo el Mosad. Pagando, san Pedro canta.

El financiero con un ademán instó a su hijo a que hablara.

—Ha sido idea mía, señor Carvalho. Tenía noticias de su existencia y de las peculiaridades de su vida, su historia, sus méritos. Es usted un hombre que tiene estudios universitarios bastante solventes y una biblioteca consecuente, pero quema libros. Ha sido comunista, pero también agente de la CÍA. No cree en el sistema pero lo sirve ayudando a eliminar a los que matan o roban.

—Un momento. Yo no ayudo a eliminar a nadie. Yo cumplo un servicio privado y detecto, si puedo, a quien mata o roba, pero a continuación entrego mis conclusiones al cliente, no al Estado, no a ninguna institución represiva.

—Bien, allá cada cual con sus coartadas éticas. Yo creí y creo que usted dispone de matices importantes para situarse ante lo que puede ocurrir hoy con mayores estrategias que la policía convencional o nuestro servicio de seguridad privado. No tememos por la vida de mi padre. No es eso. Para solucionar este problema bastaría vigilarle a él y mantenerlo bajo siete llaves. No. Hay que vigilar discretamente lo que se cuece en ese salón, prever por dónde puede saltar la chispa.

—La chispa —apostilló Lázaro Conesal sin demasiado interés y en cambio consultó sobresaltado el reloj y casi al mismo tiempo sonó el teléfono que Álvaro tomó rutinariamente. Todo estaba a punto para que Conesal marchara al encuentro del gobernador del Banco de España. Antes de partir derivó la mirada por todos los presentes y todos los objetos del salón, como si hiciera un inventario o quizá se asía a las personas y los objetos que controlaba antes de saltar al abismo, de pasar por el Getsemaní del encuentro con el gobernador del Banco de España. El más reciente era aquel extraño detective privado gourmet y quema libros que su hijo le había aportado.

—¿Por qué quema libros, señor Cabello?

—Si quiere una respuesta brillante, porque no me han enseñado a vivir tan bien como a usted.

—¿Y una respuesta sincera?

—Porque no me han enseñado a vivir tan bien como a usted.

Levantó el millonario el dedo índice y musitó un casi inaudible Okay. Carvalho creyó ver una cierta curiosidad maligna en la mirada que Álvaro dirigió a su padre cuando abandonó el comedor, pero cerró los ojos cuando se dio cuenta de que Carvalho había captado aquella expresión y cuando los abrió volvía a ser un anfitrión solícito que ofreció a Carvalho repetir una copa de Armañac. No se hizo rogar el detective, que saboreó el brebaje y luego lo dejó caer dentro de su cuerpo con cuidado, como si quisiera seguir mentalmente el recorrido del alcohol orientándolo por la ruta menos dañina. No se puede beber con miedo, se dijo Carvalho y se añadió, no se debe vivir con miedo. Álvaro Conesal encendía un puro largo y sólido que había sacado de un humidor, al tiempo que se lo ofrecía a Carvalho.

—¿Tan decisiva es la reunión con el gobernador?

—No será la última. De hecho estamos iniciando un tour de force que puede acabar mal o catastróficamente.

No parecía afectarle la opción.

—¿No le importa el resultado?

—No. Son resultados que afectarán a la vida y a la historia de mi padre, no a la mía. Mi vida empieza al día siguiente de la catástrofe. Mi vida empieza al día siguiente de cualquier cosa que le pase a mi padre.

No apretaba los dientes, pero sí los ojos contra los de Carvalho, para no dejarle el menor beneficio de duda. Le estaba diciendo: Soy un hijo con problemas. Mi padre ha de morir para que yo viva o simplemente, mi padre ha de arruinarse para que yo viva o a mi padre le ha de pegar dos hostias el gobernador del Banco de España para que yo respire. Carvalho le enseñó las cuatro fotografías de los altamente peligrosos.

—Cuénteme la teoría de los niveles. Su padre puede jugar con este hombre a squash y ser su socio, pero le teme. ¿Por qué?

—Iñaki Hormazábal nunca es incondicional de nada ni de nadie y tenemos pruebas de que ha pasado información confidencial a gentes próximas al Gobierno y a políticos de la oposición que pueden ser Gobierno dentro de pocos meses. Mi padre hasta ahora ha ganado la batalla de la imagen y esta noche hay una escaramuza decisiva.

—Los conflictos con Sagazarraz ya me los ha contado. ¿Y éste?

—Éste se hunde. Regueiro Souza. Aportó al grupo sus buenas relaciones con el Gobierno que nos permitieron pujar por empresas reprivatizadas a precios de ganga, pero ha salido implicado en demasiados líos de corrupción y se hunde con el Gobierno. Mi padre juega con él al gato y al ratón. De momento mi padre es el gato.

—¿Sólo de momento?

—Digamos que Regueiro tiene claves secretas que podría hacer jugar.

—¿Y éste?

Álvaro no estaba cómodo ante la foto de aquel hombre joven robusto, pecoso.

—Es una historia personal. Éste es el marido de la mujer que usted vio.

—Un marido que sospecha.

—Más que sospechar, le consta.

—¿Y cómo lo digiere?

—El problema no es tanto él como ella. Beba se ha enamorado de mi padre y de su histeria depende la de su marido. Últimamente Beba está muy histérica. A mi padre todas las mujeres se le ponen histéricas. Él provoca esa histeria. ¿No le ha hablado el barman de la historia de su hermana? Él se autollama Simplemente José y ahora vive de la historia de su hermana, Simplemente María, una azafata de la empresa que según parece ha quedado en estado por culpa de mi padre.

—¿Se llama la chica realmente María?

—Tal como suena. Y él se llama José, simplemente José.

O le cansaba la conversación o era realmente la hora de partir hacia el Venice para conocer el lugar de lo que podía ocurrir, informó Álvaro sin paliativos y esta vez viajaron a bordo de un Lotus Ford pilotado por el chico Conesal. Antes de llegar al Venice, Álvaro se metió por una de las urbanizaciones colaterales a la Castellana y se detuvo ante un chalet con vocación no ultimada de estilo francés alpino residente en Madrid.

—Recogeremos a mi madre.

Aquel muchacho era tan educado que ni siquiera tocó el claxon. Salió del coche y se valió del contestador automático conectado al circuito televisivo para reclamar a su madre. La salida de la mujer fue casi inmediata. Pero venía cargada de agravios y entre la madre y el hijo hubo un intercambio de frases duras que Álvaro trataba de cortar indicando la presencia de un extraño en el interior del coche. Carvalho reconoció en ella a la mujer angulosa que había visto dialogando con la azafata rubia y llorosa a las puertas del despacho de Lázaro Conesal. Era una cincuentona delgada sin maquillar que vestía ropa deportiva y subrayaba sus canas con un plateado excesivo. No parecía la mujer de Lázaro Conesal, ni siquiera la madre de Álvaro. Estaba echa una furia y Carvalho pulsó el resorte para que descendiera el cristal automático y captar lo que quedara de disputa.

—Tu padre es como Atila. La hierba no vuelve a crecer por donde él pasa.

—No es el momento, mamá.

—¿Cuándo será el momento? ¿Por qué eludes la cuestión? Yo ya no cuento. Pero ¿cuándo irá a por ti?

Álvaro le señaló el coche para que ella viera por fin que eran observados. La obligó a acercarse y Carvalho salió del vehículo para saludarla.

—Mi madre, Milagros Jiménez Fresno. Pepe Carvalho.

Cedía Carvalho el asiento delantero a la dama, pero ella eligió sentarse detrás.

—Me fastidian los cinturones de seguridad.

Suspiró aliviada en cuanto se instaló en el asiento trasero y su hijo puso en marcha el coche.

—No sé cómo las aguanto. Sólo hay una cosa peor que una mujer rica y tonta. Treinta mujeres ricas y tontas.

—¿Erais treinta?

—Treinta y una, hijo, exclúyeme a mí.

—Perdona. No eres tonta pero eres rica.

—En casa el único rico es tu padre. ¿Le veré esta noche?

—¿Cómo no vas a verle si asistís los dos a la concesión del premio?

—Pues mira que yo no sé si ir. Tu padre siempre está rodeado de fascistas, explotadores y putas.

Álvaro dejó de mirar el recorrido para echar sobre su madre una sonriente mirada de reproche.

—Iré si me haces un favor.

—Hecho.

—La reunión de hoy era por lo del Rastrillo y cada año vienen escritores a firmar sus libros para que no se diga que sólo vendemos objetos para beneficencia. Quiero que me ayudes a hacer una lista de escritores equilibrada. Estas necias no salen del repertorio de escritores vinculados a ABC. Vosotros, tu padre y tú, que ahora traficáis en Literatura, a ver si me ayudáis a compensarlas. Tenéis de todo, ¿no?

—Tenemos de todo. Un repertorio completo. Derechas, izquierdas, centros, altos, bajos, gordos, catalanes, leoneses, leídos, no leídos.

—Ahora bien, yo estaré atenta. No me vais a dar el pego, ¿usted escribe, señor…?

—Carvalho. No. Yo quemo libros.

Se estableció el silencio en el asiento trasero.

Álvaro estaba al borde de la risa pero mantenía el volante con una elegancia de chófer de nacimiento. Detuvo el coche ante la que parecía ser mansión de los Conesal oculta por una espesa y alta tapia de ladrillos morados y su madre se metió en ella apresurada, pretextando tiempos imposibles, arreglos imprecisos y sin atreverse a decirle nada a aquel extraño tan cortante, quemador de libros. Uno de los muchos fascistas que rodeaban a su marido. Fascistas, explotadores y putas. Bastaron tres manzanas para llegar ante el Venice y el Lotus Ford apenas si tuvo tiempo de ponerse en marcha. En cuando Alvarito apretó el pedal ya estaban ante aquel templo griego de color rosa rodeado por cuatro torres cilindricas para sendos ascensores que subían y bajaban estuvieran vacíos o llenos, como émbolos simbólicos de la rutina y la tenacidad de un edificio de servicios, alertó Álvaro al que se le notaba satisfecho con el edificio y su conceptualidad, palabra que repitió varias veces.

—Los posconceptualistas se han empeñado en buscar un arte fugaz, la instalación, impracticable y condenado a desaparecer y la arquitectura hotelera es la única salida porque implica lo rutinario de la escenificación del vivir lejos de casa. Más coincidencias para la magia de la coincidencia entre la rutina del servicio y la angustia del cliente desidentificado, imposible. ¿Ha observado usted la inquietud con la que el cliente de un hotel aguarda que se compruebe su reserva previa? Si no figura en esa lista puede llegar a dudar de su propia identidad. ¿Ha figurado usted alguna vez en las listas de espera de un aeropuerto? ¿No se ha angustiado?

—Hace ya muchos años tuve un excelente profesor de Literatura francesa que se llamó Joan Petit. Un día me explicó la diferencia entre la angustia metafísica de unos tíos que se llamaban existencialistas y la angustia concreta de los ciudadanos de a pie. La angustia concreta es que la sientes cuando llama a tu puerta la policía o el cobrador de la luz y no tienes la Historia clara ni dinero para pagar.

Carvalho obvió que Álvaro le miraba con curiosidad porque las escaleras del supuesto Partenón rosa les habían llevado hasta un hall que parecía una selva birmana y de entre las lianas, las palmeras liofilizadas, los árboles sombríos y asombrados, emergían los rótulos de Armani, Gucci, Bulgari, Ferré e incluso el de una sucursal de Tiffany's que Lázaro Conesal había financiado sólo por el prestigio de coleccionista de los mejores horizontes de este mundo. Los cuatro ascensores subían y bajaban con la cara hacia la Castellana, como con ganas de marcharse hacia Burgos y las espaldas interiorizadas dentro de aquel hall selvático, tan alto como los treinta pisos del hotel, enseñaban los secuestrados en el interior vigilados por un ascensorista disfrazado de ascensorista de entreguerras, de entre qué guerras no importa, se dijo Carvalho, pero nada hay tan característico como los vestuarios y los gestos en los períodos de entreguerras. Todavía inquieto por la escenografía siguió a su guía hasta una habitación tan normal que le aburrió nada más verla. En el diseño de aquella estancia no había intervenido la mirada lúdica de ningún diseñador de prestigio. Tal vez la había diseñado algún ciego dotado de cierta memoria visual. La habitación tenía vocación de seria y uniformada, hasta el punto de que parecía amueblada por unos grandes almacenes, prueba evidente de subalternidad, avalada por el hecho de que allí estaba el reposo de la seguridad del hotel, junto a otra estancia en la que las terminales de televisión y telefonía introducían el decorativismo sideral e irreal de la telemática. Pero en el ámbito uniformado de nada y de nadie, se tejían y destejían conversaciones entre una docena de hombres de parecida edad y cara, tan parecidos entre ellos que no valía la pena mirarles de uno en uno. Las pantallas de los monitores transmitían información de lo que ocurría en todos los puntos generales del hotel y se podía seleccionar cualquier sector si desde allí llegaba la señal de alarma.

—El programa permite desconectar sectores según convenga. Mi padre, por ejemplo, cuando se hospeda en este hotel no tolera que el circuito controle la zona de su suite, porque a veces no quiere dejar constancia de quién le visita. Hoy, por ejemplo, se meterá en su suite y quedará desconectada la zona del entorno.

El rostro de uno de los empleados se coló en la memoria de Carvalho y empezó a revolverla. Es el jefe de seguridad y de personal del hotel, le informó Álvaro. La búsqueda dio resultado. Entre las fichas destruidas de su mente salió la vivencia en penumbra que compartía con aquel individuo. El jefe de seguridad había sido uno de los más duros policías políticos de la dictadura en su fase terminal, con la edad suficiente para que se le recordaran torturas sin que fueran demasiadas, y con un cierto prestigio de policía ecléctico, posmoderno, de los primeros en comprender que la justicia y la injusticia, la legalidad y la ilegalidad, la guerra y la paz estaban pasando de la iniciativa pública a la privada. Era hielo lo que emitían sus ojos cada vez que el joven Conesal les refería el cometido de Carvalho, un comodín, con libertad de instalación por todo el ámbito de la concesión del premio, sin autoridad sobre nadie, a no ser que por intermedio de él, Álvaro Conesal, las observaciones de Carvalho se convirtieran en medidas. Álvaro emitía estas explicaciones pacientemente, ante el evidente disgusto del jefe de personal, una cara y una actitud que Carvalho quería reconocer y no podía hasta que Álvaro pronunció el nombre. Era obligación, recalcó Álvaro, del jefe de personal y seguridad, Sánchez Ariño, mantener a la policía informada sobre la libertad de movimientos del detective privado. Sánchez Ariño, alias «Dillinger», aquel joven policía fascista de la etapa inicial de la Transición, capaz todavía entonces de infiltrarse en grupos de extrema izquierda y luego patearles el hígado. Carvalho recordó de pronto aquellos ojos saltones vigilantes al lado del comisario Fonseca, en el transcurso de su investigación en el caso de Asesinato en el Comité Central, «Dillinger», un jovenzuelo turbio especialista en los movimientos de infiltración de la KGB en el Universo, ahora provocaba un aparte con Álvaro Conesal para decirle algo privado. Una esquina de una oreja de Carvalho captó una pregunta de «Dillinger» dirigida a Conesal Jr.

—Así éste, ¿de qué viene? ¿De mirón?

—Exactamente, de voyeur.

Cualquier policía que haya pertenecido a la Brigada Político Social conserva una mirada detectora de comunistas y Carvalho se sintió examinado como si lo fuera y devuelto por lo tanto a treinta años atrás cuando lo era y tenía que soportar miradas como aquélla. Muchas veces había pensado en la angustia, la frustración, la mala leche de los anticomunistas en un mundo en el que apenas quedaban comunistas y cómo debían por lo tanto aprovechar a los supervivientes para conservar la propia identidad. Álvaro percibió la inquina de fondo del jefe de personal.

—El señor Carvalho tiene libertad de movimientos por expreso deseo de mi padre.

—No faltaba más.

Si Carvalho hubiera tenido diez años menos le habría pegado una patada en la bragueta pero consideró cuánto duraría el altercado violento con «Dillinger» y no se sentía seguro de sí mismo. Pidió permiso para dar una vuelta por su cuenta según un plano de distribución de las dependencias del Venice y lo primero que comprobó fue que el gran salón comedor donde iba a celebrarse la cena y el anuncio del fallo del jurado disponía de una gran entrada y de una salida de menor dimensión, pero también considerable. La salida iniciaba un circuito por la sección de tiendas menores y llevaba hacia dos de los ascensores que comunicaban con las plantas. La entrada comunicaba con el espectacular hall selvático y sus selectas tiendas que aportaban al huésped la impresión de comprar en Tiffany's en plena selva tropical. En cualquier caso la decoración predisponía a vivir una aventura de niños entre objetos y señales dibujados puerilmente, como si el diseño hubiera sido encargado por una manada de niños melancólicos perdidos en la selva. ¿Cómo se llamará este estilo?, se planteó Carvalho cuando todo le recordaba el diseño del perro mascota de la Olimpiada de Barcelona, pero el melancólico Cobi tenía una estructura aplastada, fugitiva de sí misma. Aquí, cuanto le rodeaba era una burla de su función. Por ejemplo, las mesas eran como huevos fritos. ¿De quién había sido la idea de aquella decoración? En principio, Carvalho se la atribuía a Álvaro, pero después de escuchar a su padre tal vez fuera un capricho del financiero, dispuesto a recuperar el diseño del mundo de su infancia. Aquel hombre interpretaba continuamente un papel que le había resultado rentable en los últimos quince años, durante el aventurerismo modernizador, cuando bastaba el referente modernidad y el verbo modernizar para abrir toda clase de puertas. Pero Carvalho sabía detectar el desgaste de las poses, tal vez porque cada vez era más consciente de su propio desgaste, de la progresiva flaccidez de una musculatura que le había hecho sentirse irónicamente poderoso durante dos décadas y desde esa capacidad de autocomprensión detectaba el deterioro muscular de Lázaro Conesal, por más que estuviera en una fase inicial y aún no hubieran aparecido los nuevos modelos de conducta sustitutorios. Se quedó al pie de los ascensores por si le venía la pulsión de subirse a ellos, como cuando ascendió en el ascensor exterior del Fenimore en San Francisco, hacía más de treinta años, en busca del buffet sueco del restaurante del último piso. Hacía treinta años de todo y pronto haría cuarenta años de casi todo. Cuando regresaba hacia la central de seguridad del hotel percibió la silueta de «Dillinger» en el umbral de la puerta, realzada por las luces interiores. Fumaba y le observaba, con las narinas posiblemente excitadas ante el olor de un antagonista. Se apartó sin demasiadas ganas cuando Carvalho se introdujo en la habitación por si estaba Álvaro. No estaba y ya volvía a sus andaduras libres para evitar la encerrona con el jefe de personal cuando sintió que le silbaba a su espalda. No estaba para responder silbidos y continuó su marcha hasta que la llamada tuvo voz humana.

—¡Eh! ¡Usted! No recuerdo su nombre.

Nadie recordaba su nombre en aquella empresa.

—Carvalho. Pepe Carvalho.

—Su nombre me suena y no sé por qué, ¿nunca nos hemos encontrado?

—Yo casi no me muevo de Barcelona.

—Pues yo a usted le tengo visto.

—¿Ha pertenecido a la Brigada Político Social?

Cerró los ojos y los abrió con los interrogantes y el recelo puestos.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Tal vez me tuvo como cliente. ¿No era usted la mano derecha de aquel tipo, el comisario Fonseca?

Miró «Dillinger» a su alrededor comprobando que estaban lejos de la posibilidad de audición de los demás y aun así bajó la voz.

—¿Y si fuera así, qué pasa? Yo era muy joven y colaboré con el comisario Fonseca, él y yo éramos fíeles servidores del Estado, con dos cojones, nosotros y el Estado.

—En efecto, sus cojones eran muy conocidos.

—¿Qué tiene usted que decir de mis cojones?

—Me refiero a los del Estado.

—Ahora le recuerdo, por el tono zumbón. Usted se paseó por Madrid allá por los años ochenta, cuando mataron al secretario general del PCE. Usted era el huelebraguetas rojo que contrató el PCE. Han cambiado los tiempos, amigo. ¿Qué tal le sentó el hundimiento del comunismo?

—Muy bien ¿y a usted?

—Pues yo añoro a los comunistas y puedo decirle que me he metido en la iniciativa privada porque no vale la pena ser policía si no quedan comunistas.

—Se gana más en lo privado.

—Dónde va usted a parar. Y no hablo por mí, porque don Lázaro es muy generoso y siempre tiene detalles extras: que si vete a hacer un par de trajes, «Dillinger», o vete quince días de masajistas a Tailandia, que te veo muy reprimido, «Dillinger».

Pero incluso los compañeros que se han pasado a la iniciativa privada normal ganan el doble que los que siguen dependiendo del Estado. El Estado es un patrón seguro pero tacaño. Y todavía los que trabajan contra el terrorismo han tocado hasta ahora pela de los fondos reservados y siempre pueden hacer un apaño. Pero ahora eso de los fondos reservados se ha puesto muy mal, muy mal, porque estos socialistas son unos chorizos y unos piernas se han llenado los bolsillos con fondos reservados. ¿No queríais democracia? Pues os la vamos a meter hasta por el culo. En mis tiempos lo de los fondos reservados era sagrado y secreto y además el propio sistema represivo los hacía menos necesarios porque todo estaba bajo control. Pero luego, con tantas libertades y tantas mandangas pues hay que tirar del botín para tapar y abrir bocas y que si pinchar un teléfono aquí y otro allá. No es que yo esté en contra de la modernidad y sea partidario de aquella época en que a base de cuatro hostias y dos patadas en los huevos bien dadas, el Estado inspiraba respeto. Pero también hay un límite para tanto legalismo y tanto leguleyo.

—Cada época tiene su moral.

Presintió «Dillinger» que acababa de ganar un amigo. Los abultados ojos glaucos del policía se abrieron y una sonrisa total aligeró los amontonamientos de las facciones torturadas.

—Me lo ha quitado usted de la boca.

Y se echó a reír con una risa atiplada que trasladó a Carvalho por el túnel del tiempo, aquella risa que había indignado a Fonseca en el despacho de la Dirección General de Seguridad, año 1980. ¿De qué te ríes tú, eh? Pero luego Fonseca también se había echado a reír. ¿Por qué? Era por algo que había dicho Fonseca, algo irónico. «La democracia que no se escoñe. Desde luego». Eso les había oído reír. Probó suerte.

—Sobre todo que no se escoñe la democracia.

—¡Me cago en la leche!

Pero a pesar de que trataba de aferrarse a su exclamación para contener la risa no pudo contenerse y estalló en carcajadas convulsas de vez en cuando interrumpidas por el lema:

—¡Me cago en la leche!

Álvaro recién llegado no conocía el origen de tamaña confraternización. Su vestuario había cambiado. Llevaba una chaqueta oscura, casi de esmoquin, ajados pantalones tejanos y una pajarita violeta le permitía tener la poderosa nuez de Adán en posición descanso.

—Mi padre está al llegar. Quiere encerrarse con los ejemplares seleccionados y apenas tendrá tiempo para que le consultemos nada. La seguridad queda en sus manos, señor Sánchez Ariño, aunque calcule que vendrán los escoltas de las personalidades oficiales. Le insisto en que el señor Carvalho tiene libertad de movimientos. Para evitar problemas de potestades, usted lleva el mando del operativo, pero le repito que cualquier decisión de Carvalho ha de pasar por mí y a mi vez se la transmitiré a usted.

—A mandar, don Álvaro.

«Dillinger» tenía alma de torturador público y esclavo privado. A Carvalho le suscitaba una vieja y renovada irritación por lo que se apartó de él y Álvaro le siguió.

—¿No le gusta Sánchez Ariño?

—Ya lo conocía. Cuando le conocí le llamaban «Dillinger» y era una joven promesa de los policías torturadores del franquismo. En su caso tenía mérito porque se había apuntado a aquel oficio en los últimos años de la dictadura, sin nada en el pasado ni en el futuro que le justificara. Ahora veo que ha prosperado.

—Conoce su oficio.

—¿Sigue torturando?

—No. Mantiene el orden en torno de mi padre, un hombre bajo toda clase de presiones y amenazas. Es uno de los amenazados por ETA. ¿Se imagina el botín que representaría, un secuestro de mi padre?

—Normalmente bebo para recordar y como para olvidar. Necesito una copa.

Álvaro dirigió mecánicamente una mirada a la posición teórica del hígado de Carvalho, una mirada que a Carvalho se le clavó como un cilicio en su punto más vulnerable, pero ya sólo le quedaba la capacidad de decidir cuándo tomaba o no una copa y ningún master en esto o aquello le iba a tocar los cojones del hígado que son los cojones más sensibles del cuerpo humano. Se encaminó decididamente al bar del hotel que escenificaba la sala de máquinas del submarino amarillo de los Beatles, en el supuesto caso de que los submarinos amarillos tengan sala de máquinas. Había bebido tanto al mediodía y tan buenas cosas que quiso seleccionar el gusto que dominaba en su boca. Whisky. Pero estaba cansado imaginativamente de tomar whisky y se autoengañó pensando que un trago largo con hierbas, las que fueran, no sería una agresión contra su hígado. Todas las hierbas son medicinales. Le pidió al barman un mojito y sólo cuando se lo sirvió captó que el barman era negro y cubano por la forma como se sentaba en las palabras, pero falsamente negro y falsamente cubano. Era Simplemente José que se reía contenidamente para que no se le resquebrajara el maquillaje.

—Don Lázaro se descojona cuando me ve hacer de barman negro en esta barra y un sobresueldo no viene mal en estos tiempos.

El vaso helado sobre la frente le sacó del estupor, pero le dejó instalado en una sensación de farsa excesiva para sus ganas de farsa. De pronto tuvo ganas de volver a casa. Allí estaba Biscuter preguntándole cómo le iba por Madrid y se prometió explicárselo detalladamente en cuanto regresara a Barcelona. Le asaltaba la sensación de extranjería de animal de hotel y el miedo a no saber autocontenerse, beber demasiado y luego vivir esa situación últimamente tan habitual de no recordar escenas enteras de la vida inmediata, como si el alcohol se las hubiera llevado secuestradas a un lugar situado en la cloaca de su conciencia. Se lo consultaría a un médico. ¿Por qué últimamente me olvido de lo que hago cuando he bebido con una cierta, necesaria ansiedad? Pero estaba protagonizando una secuencia profesional muy bien pagada y convenía conservar todas las luces, no seguir bebiendo.

—Otro mojito, por favor.

—Sí, señol.

Le respondió con perfecto acento cubano, pero más allá del supuesto color negro de las facciones, allí estaba Simplemente José.

—Sí, señol. ¿Le gusta mi acento, señol? A don Lázaro le encanta que me disfrace y le gusta mucho mi número de barman hispanista negro.

A través del vaso que se llevó a los ojos vio cómo entraba en el bar Celso Regueiro, con el rostro maquillado apenumbrado y una tensión parecida a la de la mañana. Buscaba a alguien y Carvalho sintió curiosidad por saber a quién. Salió del bar y Carvalho tras él sin abandonar el segundo mojito que le enfriaba la mano placenteramente a lo largo del seguimiento de un Celso Regueiro obsesivo. Se adentró por el pasillo que comunicaba los salones de convenciones ahora vacíos y definitivamente anochecidos y empujó una puerta que al abrirse le devolvió una bocanada de luz eléctrica que parecía esperar la liberación. Se metió en la habitación y dejó la puerta entreabierta, lo suficiente para que Carvalho se acercara y pudiera ver a través qué sucedía dentro. Era un pequeño despacho del que sólo podía apreciar un fragmento de mesa, un sofá circulante capitoné tras ella y en el sofá Álvaro Conesal con la punta del culo apoyada en el canto del sillón y las piernas unidas depositadas en el sobre de la mesa. Regueiro no decía nada. Álvaro se levantó con lentitud y sonreía. Regueiro dio la vuelta a la mesa y quedó frente a frente del muchacho, entonces le pasó un brazo por la cintura y le besó en la boca con gula, mientras el cuerpo de Álvaro se dejaba sostener, abandonado, por el brazo que el hombre pasaba por su cintura. Carvalho se retiró de su observatorio y desanduvo lo andado mientras consumía el resto del vaso. Al desembocar en el hall botánico coincidió con la llegada del amo de todo. Lázaro Conesal entraba encuadrado entre sus guardaespaldas hablando quedamente con un individuo portador de cartera que avanzaba a su lado y le escuchaba con gravedad. Pero Conesal repartía su vehemente explicación con el viaje de su mirada por todos los puntos cardinales en busca de algo o de alguien. Mientras escuchaba la réplica de su partenaire, pulsó una clave en un teléfono de bolsillo y prosiguió su disposición esquizofrénica a retener la atención de su interlocutor sin perder la ansiedad por lo que esperaba. Por fin Álvaro emergió de detrás de Carvalho y se metió en el espacio marcado por los guardaespaldas y escuchó el final de la conversación de su padre con el otro hombre que se despedía y abandonaba el hotel con pasos cortos y ligeros, impropios de la pesadez del maletín. El financiero informaba ahora a su hijo y Álvaro parecía concentrado en lo que oía pero nada exteriorizaba si le impresionaba o no, en cambio su padre hacía esfuerzos para autocontrolarse pero movía la mandíbula como si fuera una quijada, como si masticara las palabras. Después desoyó la propuesta de su hijo de pasar por la sala de personal y le hizo gestos de que iba a tomar un ascensor para trasladarse a los pisos superiores. Álvaro se encogió de hombros y Lázaro Conesal fue hacia el elevador acompañado por dos de los guardaespaldas. Pero no les dejó acompañarle y subió como único pasajero en una ascesis a los cielos de ejecutivo acerado, tieso, con las piernas suavemente abiertas como para resistir el peso del hotel colosalista, progresivamente empequeñecido a medida que subía a los cielos, pero al final el viaje no le pareció a Carvalho una culminación, sino como una amenazadora pérdida de tamaño bajo el peso de la estatura del hotel y cuando el ascensor se convirtió en una cajita improbable colocada en la cima del hotel, Lázaro Conesal ya no era nadie, nada.

—¿Va sin escolta?

—Hay servicio de seguridad en cada planta. Pero está muy cansado y muy saturado. Le conozco. Cuando está así no se soporta ni a sí mismo.