ALTAMIRANO ADOPTÓ maneras de molesto automovilista en situación de atasco, depositó la servilleta sobre la mesa para ponerse en pie y enterarse fehacientemente de lo que había ocurrido para aquel revuelo y aquellas palabras pistoletazo que saltaban de mesa en mesa y conseguían sacar a los comensales de su aburrida expectación. Pero Marga fue más rápida que él y movilizó sus cortas extremidades a tal velocidad que más parecía un reptil que una mujer cúbica avanzando hacia la verdad.

—Que hay un muerto.

—¿Un qué?

—Un muerto.

—Me lo temía. No hay semana sin necrológica. Seguro que se ha muerto alguien para que yo le haga la necrológica.

Mas por encima de la tentación de cinismo, Oriol Sagalés experimentaba la de enterarse de la causa última de cuanto acontecía, en coincidencia de deseos y movimientos con la señora Puig que con una mano sobre los labios y los pasitos cortos se alejaba de la mesa en dirección a los comensales ya descaradamente arremolinados, sin hacer caso de la permanencia varada de su marido, consciente de que en las situaciones críticas los capitanes de barco y de industria, aunque fuera de sanitarios, curtidos en mil riesgos, no deben nunca abandonar el metro cuadrado sobre el que afirman su identidad. Laura Sagalés se quedó junto a él, con las manos ceñidas al vaso de whisky, como si temiera la acción de algún descuidero y puso sorna en el reojo que acompañó la marcha de su marido formando pareja con el mejor vendedor de libros del hemisferio occidental de España.

—He oído palabras que no me gustan —comentó el vendedor con los labios apretados y la mirada fija en el horizonte.

—No pierda la calma, Watson. Lo más probable es que algo grave le haya pasado al anfitrión.

El vendedor se detuvo asombrado e interrogó con la mirada a Sagalés que le hizo el honor de tomarse un descanso de brillantez y sarcasmo para darle una lección de inducción lógica.

—Elemental, querido Watson. El más pálido de todos los que están protagonizando el barullo de la puerta de comunicación con el resto del Venice es nada menos que Alvarito Conesal, Conesal hijo, el conocido mecenas de la posmovida madrileña y aquella mujer que avanza trágicamente en dirección a su hijo, sacudida por los sollozos y con presuntos problemas respiratorios causados por una congoja interior y no por la faja que a todas luces trata de encauzarla en pro del bien común de la relación de su cuerpo con el espacio externo, es la señora Conesal.

El vendedor cabeceaba convencido y admirado, asistente al espectáculo de los guardaespaldas súbitamente imbuidos de su condición que estaba construyendo círculos protectores en torno del presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid y de la señora ministra de Cultura con la sonrisa a media asta. El círculo de policías ya escasamente secretos aunque no diferenciadamente públicos o privados, dejaba actuar a las cámaras de televisión que con sus reflectores convertían la secuencia en una batalla épica entre las autoridades cercadas y una luz lechosa que les amedrentaba como a alimañas, pero en cambio rechazaba a un piquete de invitados asaltantes que preferían ser informados por el poder político y cultural antes que por el familiar representado por el hijo y la mujer del presunto malogrado. Los tertulianos radiofónicos se habían agrupado por las emisoras en las que prestaban sus servicios y comenzaban el precalentamiento de la emisión de mañana por la mañana. Entre el levantisco grupo sitiador de las autoridades, Ariel Remesal y Fernández Tutor expresaban su indignación por la desconsideración que empleaban los guardaespaldas.

—¡Leguina! ¡Leguina! —gritaba Fernández Tutor dando saltitos.

—¡Carmen! ¡Carmen!

Era el reclamo escogido por Ariel Remesal para hacer visible su cara entre dos hombrones de policías, sin que Leguina ni la señora ministra supieran ni quisieran ver, entretenidos como estaban en darse explicaciones y consignas.

—¿Ha sido ETA?

—No me han dicho si han encontrado balas de nueve milímetros Parabellum —objetó Leguina y al escucharse a sí mismo comprendió que a pesar de su desgana como simple presidente en funciones y con deseos de marcharse a casa para escribir una novela sobre lo que estaba ocurriendo, era completamente improcedente no enterarse de lo que pasaba. Que no lo supiera una ministra de Cultura pase, que no lo supiera el presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid era noticia en la primera página del diario Mundo al día siguiente y un triunfo más de su director, el odiado Pedro J. Ramírez. Así es que Leguina tiró la servilleta, se puso en pie y ordenó—: ¡Dejen paso!

Era una voz rotunda pero los policías esperaban tal vez voces más familiares de sus jefes naturales y no obedecieron el imperativo del señor presidente en funciones de la Comunidad Autónoma de Madrid, por lo que Joaquín Leguina tuvo que optar por una solución enérgica exteriorizada en el hecho de poner una mano en el hombro de uno de los policías que lo cercaban, apretar fuertemente los dedos sobre aquella esquina musculadísima de un cuerpo humano y acuchillarle la oreja con un:

—¡Abran paso!

La señora ministra había comprendido las intenciones de su asociado en el poder, por lo que se puso a su estela y secundó su demanda con una voz grave y licorosa de presunta cantante de boleros.

—Abran un pasillo de protección. Hemos de llegar al lugar de los hechos.

Lo del pasillo de protección agradó en justos términos a los centuriones, porque como movidos por un resorte y demostrando su tendencia a constituirse en sujeto colectivo, cambiaron la figura del círculo por la de un pasillo de carne y hueso abierto a la posibilidad del avance de Leguina difícilmente cejijunto sobre sus separados ojos claros y con los dedos tirándose de los puños de la camisa, mientras a su lado la señora ministra había conseguido asumir el continente de una representante del Gobierno, la única representante del Gobierno presente en la sala, por muchas reticencias que siempre haya despertado la posibilidad de que la cultura sea responsabilidad o forme parte de Gobierno alguno. No avanzaban solas las autoridades por el espacio abierto gracias al pasillo móvil de sus guardianes, sino que se habían convertido en protagonistas del travelling cangrejo de los cámaras de TVE sabios en filmar mientras se retiraban de espaldas y en el séquito se habían metido Ariel Remesal y Fernández Tutor, siendo el editor el que tenía que cambiar el paso constantemente, no para no quedar rezagado, sino para poder asomarse a la oreja ora de Leguina ora de la señora Alborch para encarecerles:

—¡Sabéis que podéis contar conmigo!

No sólo ni el presidente ni la ministra parecían contar con Fernández Tutor, sino que evidentemente le consideraban un intruso en su camino hacia la responsabilidad situacional y, ¿por qué no?, histórica. Así que Leguina se detuvo en seco, se encaró con el notable ganador de cincuenta premios periféricos y el editor de libros raros, también conocido por «El bibliófilo de la Transición» y les espetó:

—No es el momento. Cada cual debe estar en su sitio.

Consideraba que estaba en su sitio Alma Pondal, la mejor novelista ama de casa y no sólo ella sino también su marido, por lo que contuvo con una mirada el espontáneo impulso del hombre de marchar hacia donde iban los demás, al tiempo que ponía voz melosa de ama de casa dispuesta a recibir aquella noche el baño semental que contribuyera aún más a cimentar su fama de prolífica escritora y madre, capaz de haber escrito seis novelas en los últimos diez años, período coincidente con el de cuatro hijos aparentemente del mismo sexo.

—¿Qué nos va a ti o a mí? Empezaba a necesitar un momento de intimidad. Cuánto bocazas, Dios mío, hay en el reino literario.

—Con cuánta razón declaraste, Mercedes…

—Te he repetido mil veces que no me llames Mercedes en público.

—Perdona, Alma. Insisto en que tenías mucha razón cuando declaraste al Adelantado de Segovia que las reuniones de escritores debían estar prohibidas por la Constitución.

—¿Recuerdas el artículo de réplica de Riquelme, el cuñado de la farmacéutica? Se sintió escritor y ofendido.

—¿Escritor ése?

—Como ha escrito Glosa del cerdo ibérico en el Camino de Santiago.

—Pero que tengamos intimidad no quita que debamos saber qué está sucediendo.

—Alguna copa de más. Alguna bofetada de más.

—Es que he creído oír la palabra muerto.

Mona d'Ormesson pasaba en aquel momento ante la mesa donde resistía el asolado y fecundo matrimonio y en cuanto oyó la palabra muerto exclamó:

Stat sua caique dies.

Y como comprobara la sorpresa que se extendía por las anchas faces del matrimonio íntimo, tradujo:

—Hay un día marcado para cada uno.

—Pero ¿hoy?, ¿precisamente hoy?

—A mí me da en la nariz que todo esto lo ha preparado Lázaro Conesal para montar un anti-premio.

Altamirano consideró posible la sospecha de Marga.

—No creo que Lázaro pertenezca a la cultura del happening. En los tiempos en que estaba de moda el happening, Lázaro Conesal no perdía el tiempo y conseguía los primeros permisos de importación de productos soviéticos. ¡En tiempos de Franco!

Marga Segurola y Altamirano habían optado por pasear el comedor lleno de mesas despobladas con la misma parsimonia como si recorrieran la calle Mayor de un pueblo donde nunca pasa nada y el premio Nobel de Literatura agradeció aquella capacidad de contrapunto de la obsesiva pareja, que tanto despreciaba porque eran dos cuervos que no valoraban su condición de Nobel. Recorrió con una parsimoniosa mano su orografía bajoventral y elevó los ojos a la condición de sanción negativa por lo mucho que se movía y gesticulaba la gente.

—Se nota que este premio es una horterada, porque fíjense ustedes la que se ha armado y seguro que no hay otro motivo que el descubrimiento de una relación sexual de lavabo entre un concanónigo de cualquier catedral y una sinóloga, extremos que suelen producirse en este tipo de encuentros, donde las pasiones se literaturizan primero, se avinan después y terminan en el excusado con un lío de apéndices que requeriría la técnica de los mejores contorsionistas.

Reía el manager editorial Terminator Balmazán, la gracia del reconsagrado, sabedor de que a pesar de que el sujeto tenía más de treinta y cinco años, incluso más de setenta, los premios Nobel no tienen edad y están por encima de cualquier sospecha de arteriosclerosis.

—Habla usted como escribe, qué maravilla.

—Balmazán, me han dicho que se dedica usted a meter escritores en los hospicios y me alegro. Así nos libraremos de tanta mentecatez amariconada.

Gesticuló la académica consorte como si se ruborizara, aunque a su edad es imposible que el rostro lo exteriorice y algo gallo se puso Mudarra ante lo que consideraba una grosería en presencia de mujeres.

—Modérate, Nobel, modérate.

—¿Llamas inmoderación a lo que sólo es capacidad de observación y relacionar lo erotizantes que son estos actos de cintura para abajo? Mudarra, abandona tu búsqueda de diminutivos femeninos del XVII o del siglo que sea y contempla esta llanura de figuras humanas sentadas y con las partes pudibundas ocultas, sumergidas bajo la mar calma de los manteles de lino con las iniciales L. C. que supongo corresponden a Lázaro Conesal, un bergante que de un momento a otro va a dar el premio a otro bergante, cuando se solucione el lío armado por el concanónigo y la sinóloga.

—Nobel, ¿te consta a ti que se trata de eso? Y si tanto te molesta este acto, ¿por qué acudes a él? ¿No me dirás que te habías presentado al premio?

—¿Y tú?

Tal desconcierto se produjo en Mudarra que tuvo que disfrazarlo de ofendida retirada ante tanta impertinencia, mientras su mujer trataba de contener con una manita desmayada las que temía iras incontenibles de aquel hombre tan propicio a los prontos y encaramientos. Pero no estaba desconcertado el premio Nobel, porque parapetado tras unos anteojos, de exacto tamaño para concentrar el furor de su mirada, proclamó:

—He venido porque Conesal me ha pagado el cachet que pido por asistir a premios literarios importantes, como tengo cachet para inaugurar estaciones de autobuses en la alta meseta o asistir al bautizo de cualquier hijo de capón adinerado y supuestamente letrado. Yo soy como un futbolista de postín, Mudarra, puesto que cobro por dar patadas a los sememas y a los lexemas y además por el derecho de imagen.

Asistía desganado Sánchez Bolín a la justa entre los dos académicos y no se dejó convocar por la mirada desahijada de Mudarra, precisado de un testigo de la afrenta o de un cómplice en delicadezas del espíritu. Tampoco era santo de su devoción Terminator Balmazán con el que estaba en litigios por un contrato escrupuloso en el que el manager quería incluir el número de páginas a escribir y el peso del libro resultante. Y para no asumir ninguna de las situaciones posibles, se puso en marcha por encima de las dificultades que le ofrecía la rotación del hueso de su cadera derecha, cripta para una artrosis irreversible donde los huesos pugnaban por autodestruirse con sus protuberancias hiperbólicas y dentadas. Pero al iniciar la común ruta de los fugitivos de la incertidumbre observó que Alba se había quedado solo en la mesa, reflexivo, ambiguamente reflexivo, porque tanto parecía pensar sobre el eclipse de la razón en versión de Max Horkheimer, como sobre la insoportable levedad de las duquesas de la actual generación, pero al comprobar que Sánchez Bolín se le acercaba, eligió el contenido de la escuela de Frankfurt para extremar la manifestación de su desasimiento por cuanto ocurría.

—Sánchez Bolín, tú que eres marxista.

—Posmarxista, cura Aguirre, posmarxista.

—¿Tu quoque, Sánchez Bolín? ¿También tú abandonas la nave de los locos más trágicos de este siglo?

—Me limito a ser riguroso con el lenguaje. Posmarxistas lo somos todos.

—Estaba pensando yo en qué pulsión llevó al preclaro Horkheimer, padre espiritual de tantos revolucionarios, a asumir al final de su tiempo que era preferible vivir en la Alemania capitalista que en la comunista. Le conocí no recuerdo cuándo, en un vago rincón de la década de los sesenta y me sorprendió, a mí, sorprenderme a mí, que entonces aún era jesuita, diciéndome: El Espíritu sólo puede salvarse entre las grietas de la democracia, como sólo ahí podrá refugiarse la fantasía y la religión. Fíjate, posmarxista, fíjate, el gran teórico crítico asumía como únicos consuelos el espíritu, la fantasía, la religión, horrorizado ante lo que él llamaba la tendencia irreversible del progreso técnico a crear un mundo cuya estructura racional sólo podría ser obtenida al precio de la desaparición de la libertad del individuo y de lo espiritual.

—Perdona que no tenga una noche para escuelas de Frankfurt, Aguirre.

—Alba, por favor, querido.

—Pero si yo te he conocido cuando eras un jesuitazo rojo y yo vivo en el territorio de mi memoria, Aguirre. No me saques de él.

—Sea. Por ser tú, sea. Pero has de saber que a más de uno le he retirado la palabra e incluso la mirada, sólo por haberse equivocado, involuntariamente, insisto, involuntariamente, llamándome Aguirre, que es mi pasado y no duque de Alba que es El Pasado.

—Dada tu condición aristocrática, ¿puedes decirme qué ha pasado?

—Voces de muerte me llegan.

—No me jodas, Aguirre, ¿un muerto?

—¿No escribes tú novelas de crímenes?

—Algo parecido.

—Pues te persiguen los crímenes y todos te preguntarán, señor Sánchez Bolín, usted que es un novelista policíaco, ¿quién es el asesino?

—En las novelas policíacas, Aguirre, el asesino siempre es el autor.

Mona d'Ormesson sentía tanta curiosidad por enterarse de qué se cocinaba en el encuentro entre el duque y Sánchez Bolín como en la aglomeración de la puerta de salida. Estaban más próximos los dos hombres y además se sintió enganchada por la afirmación de Sánchez Bolín.

—¿El autor siempre es un asesino?

—No he dicho eso.

—Por extensión —insistió Mona y Sánchez Bolín se encogió de hombros.

—Si usted lo dice…

—¿Qué piensas de este asunto, duque?

—¿Pensar, querida? Nada. Honecker, no confundir con Horkheimer, en Das Denken dice que el pensar es una actividad interna dirigida hacia los objetos y tendente a su aprehensión. Nada dice Honecker sobre los autores de novela policíaca y no me exijas una concepción clásica del pensar desde la neutralidad ontológica. No creo en las neutralidades ontológicas.

—Duque, sólo un monstruo como tú es capaz de estar hablando de Honecker a pocos metros de un enigma, porque supongo que para ustedes dos lo que ha ocurrido seguirá siendo un enigma…

Alba negó rotundamente con la cabeza.

—Algo malo le ha sucedido a nuestro anfitrión. Lo deduzco por el hecho de que su esposa ha salido del recinto empequeñecida bajo el brazo aparentemente protector que su hijo le ha pasado sobre los hombros. Tú que eres escritor, Sánchez, y por lo tanto gozas de la carroña, ¿qué impresión te produce ese gesto protector de pasar un brazo por encima de los hombros de las personas que sufren?

—Lamentable. Yo no me lo dejaría pasar.

—Es un gesto protector y aniquilador, porque te obliga a soportar el peso del que te proteje y te clava el cuerpo y el alma en el suelo.

Sánchez Bolín se situó a espaldas de Mona d'Ormesson y desde allí le hizo gestos al duque sobre lo insoportable que era la dama, pero se recreó en el mudo discurso, porque Mona se revolvió en busca del sorprendentemente desaparecido y le pilló haciendo gestos de agotamiento entre resoplidos silenciosos.

—Pero ¿qué le pasa a usted?

El escritor no tuvo respuesta pronta y optó por seguir la corriente pretextando una urgente necesidad de enterarse de lo que pasaba, en un momento en que el grupo empezaba a descomponerse bajo las indicaciones taxativas de la señora ministra, que había tomado el mando en plaza milagrosamente blanqueada por los reflectores televisivos y subida a una silla de diseño amenazante, montada desde la más desmontable metafísica, dirigía la operación de retorno a la normalidad con una gesticulación morena y carmín que convertía al paralizado Leguina en un político albino con complejo de inferioridad policrómica.

—¡Volved a vuestras mesas! Pronto será satisfecha vuestra curiosidad, pero ¡por favor!, que nadie abandone el salón.

Ni la ministra ni Leguina pudieron impedir que Sagazarraz se subiera a otra silla exactamente igual a la que sostenía a la señora ministra y la secundara dando pruebas de un gran espíritu de colaboración.

—¡Volved a vuestros hogares! ¡Dejad que las barcas sigan las estelas conocidas y regresen a los puertos de origen con la docilidad de una pluma entregada a la fluidez de las aguas!

Ante tan desvirtuador colaborador, la señora ministra saltó de la silla y adelantó los brazos envueltos en chales de gasa hindúes para acentuar la orden de retirada y fue obedecida por todos menos por Sagazarraz que empezaba a cantar el aria del tenor de Marina:

Costas las de Levante,

playas las de Lloret.

Dichosos los ojos

que os vuelven a ver.

Ante las perspectivas canoras ofrecidas por el naviero se aceleró la retirada y Sánchez Bolín se topó con Regueiro Souza y Hormazábal que discutían mientras avanzaban, manteniendo una curiosa distancia disuasoria, como si temieran estar demasiado cerca el uno del otro, demasiado cerca para la violencia contenida. Pasaron al lado del escritor al tiempo que Regueiro Souza gritaba:

—¡Te digo que me des el teléfono!

No contestó Hormazábal y fue Mona d'Ormesson retenida por la retirada de los curiosos la que le tomó por el brazo y al detenerle también consiguió parar a Regueiro.

—¿De qué teléfono se trata?

—Podía llevar encima el suyo.

—Yo no soy uno de esos horteras que van a todas partes con el teléfono móvil en la bragueta. A mí el teléfono móvil me lo lleva el chófer.

—Pues te aguantas. Yo que soy un hortera no te lo presto.

Se creyó en la obligación de dar explicaciones a Mona.

—Nos han prohibido comunicarnos con el exterior y ahora quiere que yo le deje el teléfono móvil para ponerse en contacto con el jefe de Gobierno o con el Rey.

—¡O con el Papa, si fuera preciso! —clamaba ahora con voluntad de público un Regueiro Souza con todas las venas del rostro y el cuello dilatadas—. ¡No soporto que se nos trate como a niños! En la era de la mundovisión y de las autopistas de la información, no se nos dice qué pasa y no se nos deja comunicarnos con el exterior. Quiero llamar al presidente para decirle dos cosas, dos cosas muy claras…

Ahora el coro se había formado en torno de Regueiro.

—… dos cosas muy claras. Si ésta es la modernidad que nos habías prometido, presidente, te la metes en el culo.

No hubo protestas articuladas, pero sí algunos silbidos de maridos todavía ofendidos porque sus mujeres pudieran escuchar expresiones tan groseras, irritados más que ofendidos cuando Regueiro, ganado por la desmesura de las palabras y de su boca, insistió en el concepto y lo elevó a principio metafísico de estado.

—Y si el presidente no me hace caso, será el Rey en persona el que me oirá la propuesta de que se metan la modernidad en el culo, si la modernidad es esto.

Y al abarcar con sus brazos la inmensidad del salón y de la situación se quedó sobre sus piernas como único nexo que le comunicaba con el mundo, por lo que la bofetada que le pegó Sito Pomares & Ferguson le derribó tan imprevistamente que se quedó con las cuatro extremidades en el aire mientras la espalda y el culo iban al encuentro de un suelo de laminado donde se habían dibujado chapas de refrescos de todas las épocas desde el origen mismo de las chapas y los refrescos industriales. Desde allí soportó, perplejo, la arenga de Pomares & Ferguson.

—Tus groserías ofenden a las mujeres, pero sobre todo ofende a Su Majestad el Rey y por extensión a Su Majestad la Reina. No te lo tolero.

Ágil y rabioso se reincorporó el chatarrero e iba a echarse sobre el bodeguero que había adoptado posiciones de matador de toros karateka cuando Hormazábal le cogió por un brazo y le puso el teléfono en una mano.

—Toma y llama al Papa.

—¡Con el nombre del Papa no se juega en mi presencia!

Se plantó fiero Pomares & Ferguson ante los dos financieros y fue su mujer Beba Leclerq quien le hizo desistir de su actitud mediante un reclamo tajante y recordatorio.

—Sito, no te comportes como un gilipollas.

Se amansó el rubicundo Pomares y se llevó a Hormazábal a Regueiro Souza que recuperaba por momentos la estatura.

—¡Vete a capar ladillas a Jerez, niñato!

Demasiado vocerío ya para que un amansado Pomares & Ferguson recuperara maneras de desafío y Regueiro depositó sus posaderas en la silla original respirando como un yoguista dispuesto a conseguir el control de sí mismo. Marga Segurola y Altamirano también habían regresado a puerto, la mujer con la mueca de asco profundo puesta en el rostro, sin entender por qué Altamirano se frotaba las manos bajo la mesa presa de un inexplicado entusiasmo con ganas de ser explicado a poco que ella se lo propusiera.

—Pero ¿a qué viene tanto gozo?

—El buen salvaje, Marga, se convierte en el mal salvaje a poco que la situación le oprima y le desidentifique. Contempla el espectáculo aportado por Regueiro, un hombre de mundo, con más dinero que el que yo pueda gastar en mil vidas, convertido en un gañán grotesco y vociferante porque no se le respeta el rango de amigo personal del jefe de Gobierno. Mira. Insiste en telefonear. Patético.

Regueiro estaba haciendo uso del teléfono de Hormazábal, pero quien le secundara al otro lado de la línea no colaboraba demasiado porque le forzaba a congestionarse y tabletear con los dedos sobre el mantel como si quisiera machacar la partitura de su indignación. Regueiro vocalizaba su apellido. Re…gue…i…ro…So…u…za… Una y otra vez, pero no obtenía la respuesta pretendida, por lo que tras colocar los labios en posición de blasfemia, cortó la comunicación y devolvió el teléfono a su propietario al tiempo que se levantaba y avanzaba a toda máquina en dirección a las mesas donde los periodistas comentaban la situación y la jugada.

—Quiero haceros una declaración urgente.

La mayoría de comentaristas literarios eran jóvenes y tímidos y la imagen de Regueiro les sonaba a familiar pero no acababan de determinar lo importante que él creía ser. Regueiro detectó su falsa posición de poderoso financiero desconocido y no quiso perder más tiempo.

—Soy Celso Regueiro Souza, ya sabéis, la beautiful people y todo eso. No es que quiera ponerme medallas, pero los que conozcáis el oficio sabéis que el poder me abre las puertas con un simple chasquear de dedos. Desde esta obviedad que manifiesto sin falsa modestia, puedo comunicaros que esta noche aquí acaba de ocurrir un grave atentado contra la democracia y la modernidad.

Algunos jóvenes informadores interinos, en régimen de contrato laboral precario, sin aguardar consultar con los críticos literarios de más prestigio que sus medios habían enviado al acto, ni con los directores presentes en la sala, tuvieron premonición de Pulitzer y se pusieron mecánicamente a tomar apuntes y con la misma mecanicidad el discurso de Regueiro se fue pareciendo progresivamente a una carta dictada a cualquiera de sus sesenta y cuatro secretarias.

—Paso por alto el que por medidas de seguridad no se nos comunique qué ha ocurrido a ciencia cierta, coma, pero es inaceptable que personas hechas y derechas, coma, altamente cualificadas en la vida española, coma, en todas sus dimensiones, coma, nos veamos condenados a la condición de prisioneros de la falta de iniciativa de nuestras autoridades, coma, que han optado por la más zafia y primitiva de las medidas: dos puntos, la cuarentena. Punto y seguido. La relevancia de los aquí presentes exigiría una inmediata explicación y…

Un curioso se había acercado al grupo donde los periodistas se dividían entre la sorpresa y la obediencia, y el dictador Regueiro, dispuesto a aceptar cuantos más voceros mejor, hizo un ademán para que el recién llegado tomara asiento y se sumara a los copistas.

—Tome asiento y anote.

Pero no fue ése el talante adoptado por el hombre que contemplaba a Regueiro como si fuera un accidente de sobremesa y sobrenoche.

—Si usted no es periodista, haga el favor de retirarse. Estoy haciendo unas declaraciones urgentes.

—Perfecto. Me encanta escuchar declaraciones urgentes y así no esperar al diario de mañana.

No iba trajeado el individuo a la altura de los allí reunidos, pero tampoco ofendía a la vista su conjunto de rebajas de El Corte Inglés. De pronto, Regueiro creyó recordarle, como a través de un fugaz flash back, de una situación anterior relacionada con Lázaro Conesal, o tal vez acababa de verle en el grupo que rodeaba a la ministra y Leguina.

—¿Es usted policía? ¿Viene a impedir la continuidad de este acto?

—No. Soy detective privado. Me llamo Pepe Carvalho y paseo por el salón detectando estados de ánimo o desánimo, según se mire.

—Por favor —cortó Regueiro, dio la espalda al detective e iba a proseguir su perorata cuando reparó en que en muchas mesas habían brotado los teléfonos y las llamadas al exterior. Al advertirlo, no supo superar la situación de desconcierto y los jóvenes periodistas esperaron inútilmente que prosiguiera su declaración urbi et orbe. A pocos metros, Sagalés se hacía el encontradizo con un Carvalho en retirada.

—¿Se ha fijado usted en la cantidad de teléfonos móviles que han aparecido? ¿No deberían ustedes requisarlos?

Carvalho estudió el rostro de bebé envejecido que tenía delante. O hablaba desde la sorna o desde una complicidad colaboracionista impropia de su edad, a no ser que fuera un financiero venido a menos o un escritor que nunca hubiera llegado a nada.

—¿Escribe o roba?

—Escribo.

—Sin demasiado éxito, por lo que veo.

—¿Qué concepto tiene usted del éxito?

—Haber triunfado suficientemente en la vida como para no estar pendiente de lo que cada cual hace con su teléfono móvil. Yo no soy un poli.

—Pero entiende mucho de whiskis por lo que he oído en el lavabo.

—Es el lugar más adecuado para hablar de whisky, incluso para beberlo. El whisky se mea todo y en seguida.

—¡Usted es un detective privado!

—¿En qué lo ha notado?

—En la forma de dialogar. Dialoga como Chandler.

—Ni siquiera Marlowe dialogaba como Chandler. En la vida real los detectives privados dialogamos como vendedores de ganado. Usted ha visto demasiado cine.

El vacío de Carvalho fue ocupado por Andrés Manzaneque, asistente a la última parte de la conversación y en busca de una entrada para reclamar la atención de Sagalés pero los acontecimientos le habían dejado en la más absoluta sequía previa a la desertización y aunque le rondaban unos versos de Oscar Wilde sobre la acción de matar, que estaba seguro dejarían boquiabierto a Sagalés, no acababa de recordarlos con exactitud y temía exponerse a un revolcón que el escritor no deseaba darle, sino más bien distanciarle y con este ánimo recuperó su mesa a donde poco a poco volvían los habituales instados por Puig, S. A. dispuesto a seguir al pie de la letra las consignas de las autoridades.

—Para salir cuanto antes de esta penosa situación es mucho mejor que cada cual ocupe su sitio.

—Yo ni lo he dejado —objetó Laura, situada en un lugar en el mundo delimitado por dos botellas de whisky, la una vacía y la otra por vaciar—. Yo les he guardado el sitio, no fuera a ocuparlo el asesino.

—¿De qué asesino habla usted, señora?

La parte femenina de Puig Sanitarios, S. A. se había llevado una mano al pecho izquierdo en busca del lugar más próximo al corazón.

—Creo que han matado a Lázaro Conesal.

Incluso Sagalés se sorprendió y cometió el desliz de mirar a su esposa y descubrirla interrogativa y expectante.

—¿Fabulas, Laura?

—No me mires así que te pareces a Gregory Peck cuando no sabe qué cara poner. No fabulo, querido. Me lo ha dicho un camarero.

—¿Te lo ha dicho un camarero? ¿Así, por las buenas?

—Hemos adquirido una cierta confianza a lo largo de la noche y he aprovechado que pasaba para preguntarle: Fermín, ¿qué ocurre? Se ha producido una feliz coincidencia o una cariñosa complicidad, porque ha asumido que se llamaba Fermín y me ha contestado como si fuera la cosa más natural del mundo: El señor Lázaro Conesal ha sido asesinado. Me ha servido otro whisky y se ha marchado evidentemente muy atareado.

—Igual se trataba del asesino —apuntó Manzaneque que había seguido a Sagalés y había recuperado la imaginación. La ex joven promesa de la novela española recorrió con la mirada las diferentes mesas y tuvo la impresión de que en todas lo sabían.

Laura había comenzado un duelo de miradas con su marido. Ninguno de los dos estaba dispuesto a bajarla y Laura escupió:

—Eres un imbécil.

Sagalés dio la vuelta a la mesa, se situó ante su mujer y le dio una bofetada seca, violenta, que ella encajó con una sonrisa mientras apostillaba:

—Sigues siendo un imbécil.

—Han asesinado a Lázaro Conesal —les informó en secreto y con la boca ladeada el mejor vendedor de diccionarios del hemisferio occidental español, ajeno al drama matrimonial, recién llegado de fuentes generalmente bien informadas.

Terminator Balmazán explicaba en aquel momento que el mejor auxiliar de un reciclador de empresas literarias era el ordenador en el que se registran las curvas de las ventas de los autores.

—Todo escritor es sus ventas. No sólo estamos en una economía de mercado, sino también en una cultura de mercado y en una biología de mercado. ¿Por qué está ocurriendo lo que ocurre? Porque Conesal, que es un gran hombre de negocios, se ha metido en esto de los libros con demasiada poesía.

Todas las mesas recibían su recién llegado que traía la misma noticia, como una nube cada vez más agrandada sobre las cabezas de todos los pobladores del comedor. Desde su posición, Leguina y Alborch veían cómo la nube se iba extendiendo golosa por el salón.

—¿Qué hacemos, ministra?

—Tú eres quien tiene el mando. Todavía eres el presidente de la Comunidad Autónoma.

—El jefe superior de policía está en camino, pero la situación evoluciona demasiado de prisa. Habría que decir algo por el altavoz.

—¿Sin consultar a la familia?

—¿Dónde está la familia? Este asunto ha dejado de ser privado para ser público. Esta noticia hay que expropiarla.

—Bajo tu responsabilidad.

Leguina asintió trascendentemente y se encaminó hacia la tarima donde los micrófonos esperaban inútilmente el fallo del premio Lázaro Conesal. No pudo andar ni diez metros porque fue interceptado por un reguero de comensales rebeldes que volvieron a despegarse de sus sillas para aproximarse al poder. Ariel Remesal y Fernández Tutor le preguntaban si Lázaro Conesal habia sido envenenado mientras se ponían a su paso flanqueándole, como si la cultura más selecta de España le sirviera de guardia de corps en el instante de la revelación.

—Estamos contigo, Joaquín.

Por fin Leguina, con el hablar amable pero con los gestos cortantes, consiguió subir a la tarima, arrancó el micrófono de la horquilla soporte, se lo aproximó con decisión hasta sus labios y dijo señoras y señores, pero sólo él se oyó a sí mismo. El micrófono evidentemente estaba desconectado y por más que Fernández Tutor repiqueteó sobre la compacta rejilla con un dedito, después con los nudillos, para pasar finalmente a apuñar sin contemplaciones la sorda bellota, el micrófono siguió en su ensimismamiento y Leguina contempló por un momento la posibilidad de dirigirse al público a pulmón libre, no en balde gozaba de una caja torácica privilegiada. Se llenó de aire los pulmones, se acercó al borde de la tarima y gritó: ¡Señoras y señores!

—¡No se oye! —le gritó desde su asiento la mejor novelista ama de casa, ratificada por su marido, el mejor ingeniero de puentes y caminos de su generación. Sagazarraz se subió a una silla y trató de improvisar un discurso en su zona de influencia.

—Cautivo y desarmado el ejército rojo, se han cumplido los últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.

—¿Qué dice ese imbécil? —espetó el premio Nobel, harto de subir y bajar su abdomen, según las tentaciones de compartir lo que sucedía de pie o sentado.

También el académico Mudarra, a su lado, opinaba que Sagazarraz era un imbécil, mientras su mujer Dulcinea le tiraba de la manga del esmoquin para que no se comprometiera en juicios tan arriesgados y Mona d'Ormesson aplaudía y gritaba agudamente:

—¡Qué mono! ¡Qué mono!

—¿Qué está diciendo? —interrogaba Beba Leclerq a sus compañeros de mesa inútilmente en el caso de su marido hundido en su doble condición de Pomares & Ferguson, pero no así en lo que respecta a Regueiro que tenía la respuesta intoxicadora adecuada.

—Creo que hay una amenaza de bomba etarra, pero no conviene difundirlo. Puede ser una falsa alarma. Que no cunda el pánico.

—Por Dios —rechazó Hormazábal, al tiempo que le tendía su teléfono para que escuchara.

—Te lo juro. Acaba de decirlo Tele 5 en esas noticias breves que da de vez en cuando. Han asesinado a Lázaro Conesal.

Una voz femenina creía estar comunicando la noticia a Hormazábal, pero era Regueiro Souza quien escuchaba porque había seguido un calvario de mesa en mesa arrancando teléfonos de las manos de sus propietarios para escuchar brevemente lo que hablaban y aunque suscitó más de una ofendida reacción había conseguido llegar a su mesa original intocado y a tiempo para quitarle el aparato al asesino de la Telefónica. Prosiguió la conversación por su cuenta y riesgo.

—¿Se tiene alguna pista sobre las circunstancias del asesinato…?

—¿Con quién hablo?

—Conmigo.

—Pero usted no es el señor Hormazábal.

—Soy Celso Regueiro Souza.

—Por favor, ¿quiere decirle al señor Horrnazábal que se ponga?

El asesino de la Telefónica se llevaba el dedo a la sien y comunicaba a la otredad de la mesa que Regueiro Souza había enloquecido, pero la mesa estaba por la noticia de la llegada del jefe superior de policía, confirmada por la irrupción en el comedor de Álvaro Conesal, quien tras cambiar breves frases con las autoridades provocó la brusca salida del salón de Leguina y la ministra a la cabeza en dirección desconocida. No era otra que la sala de encuentros de los guardias de seguridad, adjunta a la del control telemático del hotel y allí el jefe superior de policía escuchó las explicaciones de Álvaro Conesal, del presidente de la Comunidad Autónoma, de la ministra y del jefe de personal, secundados por el silencioso mirón que se había autollamado Carvalho y por un joven inspector, incoloro, inodoro e insípido, Ramiro, apellido, sí, apellido, nombre no, mi nombre es Antonio, Ramiro parece un nombre pero es un apellido, Antonio Ramiro, eso es. Antonio Ramiro, tomaban nota los periodistas que habían conseguido detener al grupo ante las puertas de la sala de encuentro.

—Quizá sería conveniente que la señora ministra permaneciera aquí. Un hombre muerto no es… No tuvo tiempo el jefe superior de policía de situar el predicado negativo en la frase porque la ministra le enseñó la dentadura y aunque parecía una sonrisa, el jefe superior de policía comprendió que no era sonrisa amiga. Así que la comitiva encabezada por Álvaro y el jefe policial y compuesta por la ministra, Leguina, Carvalho, Antonio Ramiro y el jefe de personal que se había presentado como Jaime Fernández volvió a salir al hall selvático y se subió a uno de los ascensores donde el botones les dedicó una gestualidad rutinaria en contrapunto con la gravedad de los viajeros. A medida que ascendía el ascensor la selva se iba convirtiendo en un aquelarre de bonsais, en una chuchería de la imaginación y las luces indirectas dotaban a las escasas personas que atravesaban el hall de un aspecto de figurantes difusos en una película de ciencia ficción elucubrada por un programador. Álvaro abrió la marcha y empujó con decisión la puerta que llevaba a la suite permanente de la que su padre disponía en el hotel. Carvalho enumeró a vista de paso ligero lo caro que era todo lo que amueblaba el vestíbulo, el living comedor y aún cavilaba sobre la imposibilidad de establecer un cálculo posible cuando la comitiva se encontró ante la evidencia del dormitorio. Lázaro Conesal era un garabato humano vestido con un pijama de seda, con la espalda arqueada, como tratando de despegarse de la cama, y la coronilla y los talones luchando en sentido contrario. Tenía las facciones oscuras y los músculos de la boca componían una sonrisa espantosa, hasta tal punto lo era que los ojos desorbitados expresaban el miedo hacia la propia sonrisa. Tenía la mandíbula agarrotada, como si la muerte le hubiera sorprendido en pleno ataque de indignación y como contraste, como si no fuera consciente de la pose horrorosa del muerto, su mujer le acariciaba un pie desnudo, sentada en el borde de la cama.

—Que nadie toque nada. ¿Ha tocado usted algo?

El hombre que tenía la cabeza recosida por injertos de cabello trató de justificarse.

—Como médico del hotel, cuando he sido requerido he tratado de averiguar qué había sucedido y algo he tocado el cadáver, pero casi en seguida me he dado cuenta de lo que había pasado.

—¿Quién ha descubierto el cadáver?

—Podría decirse que yo, bueno, yo no venía solo, porque parece ser que el señor Conesal cuando empezó a sentirse terriblemente mal llamó por teléfono y se puso ese barman negro que se llama José Simple.

—Simplemente José —auxilió Carvalho para irritación del jefe superior de policía.

—¿Cómo va a llamarse alguien Simplemente José? Prosiga su relato, doctor.

—Me llamó el negro y juntos subimos lo antes posible para contemplar el espectáculo. Después avisamos a don Álvaro que estaba en el comedor. Cuando nosotros llegamos, el señor Conesal ya estaba muerto.

—¿Puede determinar la causa? —intervino Ramiro.

El médico esperaba la pregunta con una sonrisa tentacular.

—Puedo adelantarme a lo que diga el forense, con muy poco margen de error. Sobre la mesilla de noche pueden ver un frasco de pastillas de Prozac, pero este hombre ha sido asesinado con estricnina. Es un veneno fulminante que actúa sobre la médula y los nervios motores y que es usado en medicina positivamente, pero a partir de cierta dosis produce lo que hemos visto.

El médico señaló el aspecto horrible de Conesal sin que las restantes miradas le secundaran.

—Y sospecho que dentro de ese frasco de Prozac todas las cápsulas están llenas de estricnina. Alguien que sabía su dependencia con el Prozac es el que ha hecho la faena.

—¿La ha tocado usted?

—¡Claro!

Ramiro se sobrepuso a su desesperación profesional y utilizó un pañuelo para coger el frasco y examinarlo al trasluz.

—¿Cabe en cápsulas tan pequeñas la cantidad de estricnina suficiente para un efecto tan fulminante?

El médico aguardó una señal de acuerdo de Álvaro para emitir un juicio profesional.

—Depende de la cantidad de cápsulas. En teoría no se pueden tomar más de cuatro cápsulas de Prozac, pero cada cual hace de su capa un sayo. Es el estimulante de moda contra las depresiones.

—¿Era su padre un depresivo?

—Era un ciclotímico. Pasaba de la depresión a la euforia.

—¿Había tomado antidepresivos más enérgicos?

—Si se refiere usted a drogas estimulantes, cocaína, sí. Pero se asustó por derivaciones fatales de gente próxima y solía recurrir a estimulantes, vamos a llamarles, sanos.

Ramiro dejó la botella en la mesilla.

—Pues que no se toque más de lo que ya se ha tocado —advirtió el inspector Ramiro, pero la viuda siguió pasando las yemas de los dedos por el píe del difunto y el jefe superior de policía impuso respetuoso silencio a su subordinado. No quedó muy conforme Ramiro con la muda censura y siguió contemplando a la viuda y al médico como a peligrosos intrusos que ya habrían destruido pruebas y a los que nadie iba a meter en cintura. Álvaro vino en su ayuda, metió las manos por las axilas de su madre, la obligó a levantarse y la llevó casi a peso hasta el sillón tumbona en el que probablemente Lázaro Conesal había yacido algún tiempo porque permanecía una copa semivacía en la mesita adjunta, junto a una carpeta, y las zapatillas del financiero estaban perfectamente alineadas bajo la mesilla. Carvalho observó el redondel de humedad que se percibía en la bragueta del pijama y creyó oler a semen, como todos los demás, pero nadie lo dijo en voz alta porque quizá el semen huele igual que la estricnina y sólo los policías tomaron la iniciativa de hablar para anunciar la próxima llegada del forense y de la brigada técnica que tomaría las huellas y haría los cálculos precisos. El casi transparente Ramiro leyó lo que ponía sobre la carpeta situada junto a la copa, sin dar demasiada importancia aparente a su hallazgo. Se sacó un pañuelo del bolsillo y abrió la cubierta para leer lo que ponía la primera hoja. Cuando levantó la cubierta, Carvalho pudo leer el título: Informe confidencial grupo editorial Helios. Leguina tenía otras preocupaciones.

—Tenemos a quinientos invitados abajo, atrapados en el salón, sin poder salir y sin saber a ciencia cierta qué ha pasado, aunque todas las radios ya están dando la noticia y los que tienen teléfono portátil están en condiciones de saber lo que ha pasado.

La ministra compartía tristezas con la reciente viuda y reclamó a Leguina que la dejara en sus tareas consoladoras. Ramiro parecía no querer ni tener tiempo que perder.

—¿Qué hacía su padre en esta habitación, en pijama, la noche en que se iba a conceder un premio de tanta importancia?

Álvaro se encogió de hombros, pero inmediatamente se dio cuenta de que su postura era insostenible y devolvió los hombros al lugar de partida.

—Bien. Lo cierto es que el premio lo daba exclusivamente mi padre. Sólo él sabía quién iba a ganar.

—¿Y el jurado?

—Todo estaba pactado. Mi padre pidió a una serie de profesionales que se prestaran a ser miembros del jurado y así lo comunicó al Ministerio de Cultura cuando solicitó el permiso para concederlo. Casi nadie sabe quién formaba parte del jurado.

—Pero el jurado está reunido en alguna parte.

Álvaro tuvo un instante de perplejidad y musitó ¡es cierto! al tiempo que se levantaba y se daba un golpe con una mano en la cabeza.

—El jurado debe de seguir reunido esperando el veredicto. Están en una habitación secreta.

Inició ahora una marcha más precipitada que la anterior que sólo dejó en la cámara fúnebre al médico, el cadáver y su viuda ensimismada, con la cara convertida en un pastiche de maquillaje y rímel. El paso del joven obligaba a taconear a la ministra y a imitar la marcha atlética a todos los demás. Leguina le hizo una pregunta que sólo Carvalho percibió, así como la respuesta:

—Estaba deshecha esa mujer, ¿no?

—Deshecha sí, pero cuando me he acercado a consolarla me ha dicho que su marido era un hijo de puta.

Álvaro se sacó una llave del bolsillo de la chaqueta y la introdujo con decisión en la cerradura de una puerta tan anodina que no presagiaba nada.

—Ha podido ocurrir una desgracia —anunció el jefe superior antes de que la puerta se abriera y ante los visitantes apareciera el cuadro de seis hombres hechos y derechos contemplando una película española de los años cincuenta en la que el vecino del quinto se hace pasar por maricón para conseguir trabajo. Se entrecruzaron las sorpresas de los allí sentados, la mayor parte sin zapatos y con muchas copas alrededor y la de los recién llegados. Sobre la mesa no había ni un libro, ni algo parecido a un original de lo que pudiera llegar a ser un libro. El que prometía llevar la voz cantante del jurado preguntó a Álvaro:

—¿Quién ha ganado?

—¿No os habéis enterado de nada?

—¿De qué? Tu padre dijo que se nos encerrara por fuera. ¿Dónde está tu padre?

Iba a contestar Álvaro, pero se interpuso el inspector Ramiro tras cruzar una mirada de inteligencia con el jefe superior de policía.

—¿En ningún momento el señor Lázaro Conesal ha penetrado aquí para intercambiar alguna información con ustedes? Usted es el profesor Bastenier, si no me equivoco.

Los que aún no habían descubierto que aquel hombre en calcetines, con el cinto desabrochado, la corbata colgante y las mejillas coloradas por la parte alícuota de botellas de Bollinger que sobresalían de los cubos repartidos por la mesa y el suelo de la habitación era nada menos que Ricardo Bastenier, el más notable especialista en Literatura Comparada, cerebro recobrado tras haber sido llevado al borde de la fatiga en varias universidades norteamericanas, musitaron su nombre quedamente y adoptaron la normal disposición reverencial ante un cerebro español repatriado. Halagado Bastenier por haber sido reconocido por tan anónimo personaje recuperó parte de su vertebración.

—Don Lázaro vino a vernos, insistió en la necesidad de nuestra clausura y quedamos inútilmente a la espera de su reaparición. Por cierto, no les he presentado a mis eminentes colegas.

Y señaló a sus compañeros de habitación como si les invitara a saludar ante los aplausos del público.

—El profesor Yves Tyras, de la Universidad de Maguncia, especialista en la Generación de 1902; Cayetano Sirvent Mira, director del Centro de Estudios de Lingüística Estructural; Leonardo Inchausti, rector de la Universidad a distancia; Floreal Requesens, responsable del Atlas literario comparado de la Real Academia de la Lengua; Juan Sánchez Martialay, responsable de los estudios literarios de la Universidad Menéndez y Pelayo. Yo completo el sexteto del jurado base y Lázaro Conesal se reservaba el derecho al desempate.

Había tanta cultura y tantas universidades reunidas en aquel sanedrín de descalzados animados por una de las mejores marcas de champán, que los intrusos, a pesar de sus jerarquías, parecían cohibidos y en retirada hasta que la ministra de Cultura tomó la iniciativa de saludar a todos los sabios besándoles las mejillas, lo que acabó de encenderlas, mientras la dama revoloteaba entre ellos como una mariposa de desbordante policromía.

—Ya nos conocíamos, ministra —observó regocijado el que había sido presentado como responsables de los cursos literarios de verano de la Universidad Menéndez y Pelayo.

—Estuvimos hablando de Blasco Ibáñez y del arroz con costra de Elche o de Elx, como le llama usted.

El que acentuaba su rigidez y daba una total impresión de disgusto era el presidente del jurado que trataba de ponerse los zapatos y de recuperar el aspecto digno exigible al presidente del jurado del premio literario mejor dotado del mundo. Compartía estos gestos con miradas de aviso al joven Conesal, como si tratara de transmitirle un mensaje que por fin pudo hacer efectivo en un aparte.

—Vaya ridículo. Ya sabía que no funcionaría. En qué posición queda el jurado de un premio cuando ni siquiera yo, el presidente, sabe quién lo ha ganado. ¿Dónde se ha metido su padre?

Álvaro no le contestó. Se fue a por el jefe superior y le pidió permiso para dar la noticia al jurado. Consultado el inspector Ramiro opuso un vaivén de cabeza y serios reparos porque se perdía el factor sorpresa. ¿De qué factor sorpresa está usted hablando?, le respondió su superior, ofreciéndole el cuadro del jurado vencido por el Bollinger y una digestión de serpiente boa. Obtuvo el permiso Álvaro y se dirigió a los presentes:

—Señores, debo comunicarles una mala noticia.

—Desierto —espetó Requesens, el responsable del Atlas lingüístico—. Me lo temía.

—¿De qué desierto habla usted? —inquirió suspicaz el inspector Ramiro.

—Del premio. Se ha declarado desierto. Todo ha sido una añagaza publicitaria, me lo temía. Las bases se redactaron de una manera tan sibilina que el premio puede declararse desierto y ahora quedamos todos los del jurado a la altura del betún. Y tú tienes la culpa, Bastenier, porque nos vendiste la moto.

—No utilices vulgarismos, Requesens.

—¡Los utilizo porque me sale de los cojones! Que me tienes muy harto con tus maneras de cerebro recuperado y no hay tribunal de oposiciones en que no machaques a mis ayudantes o a la gente que ha hecho la tesis conmigo o bajo mi especial percepción de la literatura. Ahora me metes en esta degradante aventura, por cuatro piastras de mierda…

—No digas tonterías, Requesens —le riñó severamente Ricardo Bastenier sin darle opción a replicar y a continuación invitó a Álvaro Conesal a que prosiguiera su información.

—Mi padre ha sido asesinado.

Los seis jurados adquirieron un súbito aspecto de viudez desamparada y de voluntad indagatoria retórica.

—¿Cómo ha sido?

—¿Están ustedes seguros?

—¿No será un corte de digestión?

—¡Increíble!

Ramiro metió baza decididamente.

—Les invito a que no abandonen esta habitación a la espera del inevitable interrogatorio. Les ruego disculpen las molestias.

Volvieron a salir agrupados, pero Leguina les detuvo a medio corredor.

—Me parece que estamos haciendo el ridículo. No vayamos más en grupo porque esto se parece a las visitas médicas en los hospitales clínicos, el cátedro por delante y los alumnos tomando apuntes.

—También me recuerda las inauguraciones de cualquier cosa, pero falta la Reina o el Rey —apoyó la ministra.

—Me permito proponer un plan operativo —se permitió Ramiro y todos quedaron a la escucha—. Centralizamos el mando en la sala de personal y telemática y así las autoridades pueden pasar al comedor para tranquilizar a los asistentes, mientras tanto estableceremos un plan de interrogatorios con aquellas personas seleccionadas entre los invitados al acto.

—Interrogatorio es una palabra muy fuerte.

—Conversaciones indagatorias —corrigió Leguina y añadió—: Así pienso comunicarlo a la sala. Manténganos en todo momento informados, tanto a la señora ministra como a mí.

Marcharon las supremas autoridades seguidas de los escoltas y quedó Carvalho a la espera de instrucciones de Álvaro. Como no llegaban se plantó ante el grupo que aglutinaba el jefe superior, el inspector Ramiro, el jefe de personal y Álvaro Conesal.

—¿A qué grupo me sumo?

Menos Conesal y el jefe de personal, los demás repararon de pronto en la presencia de Carvalho.

—¿Y éste quién es?

—El detective privado, Pepe Carvalho. Había sido contratado especialmente por mi padre para un trabajo concreto en el transcurso de esta cena. Es indispensable que forme parte del equipo de investigación porque está en posesión de informaciones que tal vez puedan ser interesantes.

—¿Conocía su padre las limitaciones indagatorias que deben respetar los detectives privados?

Álvaro se encogió de hombros y respondió a Ramiro:

—Vayan ustedes a preguntárselo.

—No tenemos ningún inconveniente en colaborar con un detective privado —sentenció el jefe de policía—. Pero deberíamos situarle en una función estricta.

—De eso nada. Yo tengo licencia para circular por donde crea conveniente y de momento me voy al comedor a ver lo que pasa allí.

—Yo me apunto. Luego nos encontramos en la sala de personal y telemática.

—Ramiro, sala de personal y telemática, ese nombre es más largo que un día sin tele. Dejémoslo en sala de personal, que para largo ya la noche se presenta de campeonato.

—Sí, señor.

Carvalho y Ramiro compartieron ascensor descendente y se estudiaron de soslayo. Carvalho pensaba que Ramiro era un producto de academia, tal vez algún master de criminología en alguna universidad extranjera pero no demasiado lejana y Ramiro sospechaba que Carvalho era un huelebraguetas cantamañanas, pero algún mérito le asistía porque lo había contratado Lázaro Conesal, que compraba lo mejor de lo mejor. El ascensor que bajaba al presidente de la Comunidad Autónoma, la ministra y su séquito les llevaba diez pisos de ventaja, pero luego fue fácil ponerse a la estela de los otros cuando entraban en el salón cerrado donde los vapores del tabaco, las indignaciones y los rumores alcoholizados componían una atmósfera enervante que Leguina respiró con gusto, como si el político novelista se metiera en un ámbito de ficción. No le faltaron preguntas a su paso, incluso intentos de retenerle tirándole de la manga de la chaqueta, pero siguió impertérrito hasta la tarima donde esta vez sí funcionó el micrófono para dar un comunicado suficiente.

—Señoras y señores, debo comunicarles que la situación está bajo control y esperamos que las molestias sean mínimas para todos ustedes. Lázaro Conesal, nuestro anfitrión, ha sido, al parecer, asesinado y es imprescindible que todos permanezcamos en nuestro sitio, tanto desde el punto de vista anímico y ético de estar donde debemos estar, como en el físico. Es decir, por favor, no se muevan de sus mesas ni traten de abandonar el salón hasta que la policía mantenga las imprescindibles conversaciones indagatorias. Para completar las informaciones derivadas de las listas de invitados, les rogamos que escriban su nombre, dirección, número de carnet de identidad, números de teléfono y lugares donde puedan ser hallados con facilidad en los próximos días y semanas.

—La vida imita a la literatura, querida Marga. Y fíjate cómo después de todo lo que hemos dicho sobre la novela policíaca, resulta que estamos viviendo una novela policíaca.

—Sinceramente, prefiero vivirla que leerla. Y especular a partir de esta propuesta sin precedentes. Por ejemplo. Lázaro Conesal ha sido asesinado porque había amenazado con un dossier que implicaba a las más altas instancias de la nación. Ya sabemos cómo utilizaba Conesal los dossiers. Le han matado. ¿Quién le ha matado?

—Las más altas instancias de la nación.

—Elemental. Eso es lo que pide el lector pasivo y adocenado que espera repetir la fórmula conocida, la receta del género. Pero ahí funciona la única válvula de escape de la servidumbre retórica de la literatura de género. Su única coartada si quiere acercarse, sólo acercarse, a lo literario.

—Lo li-te-ra-rio. ¿Por qué lo silabeas?

—Para resaltar la importancia de ese concepto. Si el lector espera el código preestablecido, hay que burlarlo y entonces la novela policíaca de género, por ejemplo, debe dejar de ser novela policíaca. Y un instrumento para conseguirlo es que el asesino no sea ni el esperado ni el no esperado, porque también es manido que el asesino sea el menos esperado.

—Entonces, ¿quién debe ser el asesino?

—Nadie. La novela policíaca perfecta es aquella en la que no hay crimen y por lo tanto no hay asesino.

—Ponme un ejemplo.

—No se me ocurre. Es una hipótesis de laboratorio. Pero al formularla, me tienta, siento algo que me dice: ahí está el camino y no en la instrumentalización del género para convertir la novela en instrumento de conocimiento social o psicológico, a la manera de Sánchez Bolín o de Patricia Highsmith por ejemplo. Yo detesto a Patricia. Me sabe mal que se haya muerto y todo eso, pero hemos de reconocer que se limitó a escribir aproximaciones balbucientes, y a veces babosas, a la literatura psiquiátrica.

—Siguiendo tu esquema, Lázaro Conesal no ha sido asesinado porque no se ha cometido ningún crimen.

—Probablemente.

—Entonces, ¿vamos a saber quién ha ganado el premio?

—No. Eso no. Eso sería vulgarizar la situación. Adelgazarla hasta la nada, más allá incluso de la transparencia.

Sagalés y su mujer se habían quedado solos en la mesa. Los demás habían pretextado los más diversos motivos para alejarse. No se miraban y bebían silenciosa y silenciadamente hasta que el escritor escupió más que dijo…

—No controlas lo que dices. Para ti se ha convertido en un deporte decir lo primero que se te ocurre en público, en presencia de cualquiera, tu número apesta: la distanciada mujer del distanciado escritor. Todo tiene un límite.

—No te perteneces ni a ti mismo.

—¿Y qué?

—Pero bien me enviaste a que hablara con Lázaro. Bien sabías lo que querías y no te importaba lo que hubiera pasado o pudiera pasar entre nosotros.

Sagalés miraba preocupadamente alrededor por si alguien seguía la conversación. Allí estaba Manzaneque, de pie, a cinco metros, aparentemente desentendido, con una oreja en la conversación del matrimonio y la otra en la cháchara de la señora Puig que le enumeraba las bellezas de Cuenca y su maravillosa gastronomía entre la que destacaba el mortaduelo.

—El morteruelo, sí señora. Mi abuela hacía unos morteruelos memorables.

—Mortaduelo o morteruelo, es lo mismo. Está buenísimo.

El señor Puig había conseguido un aparte con Hormazábal y hablaban tenebrosamente sobre el futuro de aquella noche ya tan vencida y sobre el futuro económico de España. Urgía retirar cuanto antes la confianza al Gobierno socialista que dependía de los votos parlamentarios de los nacionalistas catalanes. El señor Puig insistía una y otra vez al presidente Pujol: No vale la pena respaldar a un Gobierno que está moribundo, president. Pero el presidente Pujol es muy suyo y desconfía de esos chicos del PP que pertenecen a una derecha que jamás, jamás ha reconocido la pluralidad de España y la razón del hecho diferencial de Cataluña. El mejor vendedor de libros del hemisferio occidental de España buscaba a un camarero que le facilitara agua del Carmen y un terrón de azúcar.

—Mi señora está algo mareada en el lavabo.

Sagalés le dijo que un pescador de calamares, de la mesa cuatro, llevaba un cordial en el bolsillo y a por él se fue el vendedor, aunque al encontrarse ante Sagazarraz no le pareció Un pescador de calamares y optó por asegurarse.

—¿Se dedica usted a algo relacionado con el calamar?

—¿Se me nota?

—Me han dicho que usted tiene un cordial. Mi mujer se ha mareado del disgusto por todo lo que está pasando.

—El cordial es suyo.

Ofreció generosamente la petaca de whisky que en primera instancia fue rechazada.

—La botella es de plata.

—Lo de dentro, no.

Y para demostrárselo bebió un largo trago hasta agotar el contenido, pero no se turbó por el precipitado final y rellenó la petaca valiéndose de una botella de Cutty Sark que el camarero le había dejado sobre la mesa previa propina.

—Su señora se merece un cordial mejor, pero el Cutty Sark puede sacarla del apuro.

—Pero sí esto es whisky.

—No es tan reparador como el de los monjes, pero el Cutty Sark está recomendado en los mejores monasterios de Escocia. Dígale a su señora que brinde por la muerte de Conesal. A todo puerco le llega su San Martín.

Partió el vendedor con su cordial y Sagazarraz pegó su cara a la de Beba Leclerq llorosa y con las ojeras como bolsillos liberados de un peso excesivo mientras su marido parecía querer embestirla.

—¿Ni siquiera esta noche puedes sentir un poco de vergüenza y un poco de respeto hacia mí?

Pomares & Ferguson le hablaba a su mujer desde una distancia de dos metros y mantenía la actitud de un torero en pleno desplante al toro. El duque de Alba estudiaba desde lejos la pose del señorito jerezano y reflexionaba sobre la gestualidad humana embargado por una melancolía de ciclotímico que cada noche le asaltaba a las dos en punto de la madrugada. Se encharcó en ella a la espera de que le sirviera de aislante de intrusos dispuestos a exigirle una frase brillante con la que resumir la situación.

—Si ustedes han visto El ángel exterminador de Buñuel, no tienen un referente mejor,

o bien

—Más allá de la literatura sólo cabe vivificar los argumentos,

o bien

—No seas pelmazo y déjame a solas con mi perplejidad.

La primera se la había dicho a un matrimonio catalán cuyo apellido le sonaba a lata de conservas, la segunda a Mona d'Ormesson cuya pesadez aumentaba con el relente y la tercera a Mudarra Daoiz que atribuía lo sucedido a un extraño montaje político.

—No olvides, duque, que Conesal era el financiero más opuesto al pacto entre los catalanes y los socialistas. Representaba un dinero español y moderno, frente al dinero periférico y extranjerizante de los catalanes.

Alba dirigía su mirada ahora hacia la mesa donde languidecía la airada conversación entre Sagalés y su mujer. Ahora era Laura la que hablaba con vehemencia mientras la más vieja de las jóvenes promesas de la literatura española distraía su mirada por el cansado salón en el que los diseños voluntariamente pueriles se avejentaban por minutos hasta constituir un correlato objetivo dibujado por niños locos y suicidas. La imagen de los niños locos y suicidas ocupó las neuronas de Sagalés mientras su mujer hablaba:

«… y los niños locos y suicidas empezaron a pintar por las paredes las siluetas de los cadáveres de sus madres y roscones de brioche o de mierda de los que salía aroma de anís o peste de heces fecales sangrientas en forma de melena, mientras el coreógrafo les señalaba la ruta hacia el abismo aconsejándoles que avanzaran hacia él de puntillas, para no despertar a los dioses de la compasión…».

—Toda la vida he vivido a tu sombra, ¿recuerdas cuando me chupabas el coño y me decías irónicamente: Te voy a comer las fincas? No has hecho otra cosa. Detrás de tu carrera de premio Nobel sin lectores se han ido todas mis fincas y mi juventud, hijo de puta, joven promesa de nada, yo no soy ni joven, ni promesa, ni nada, sino la borracha que le va riendo las gracias a un genio insuficiente.

«… pero los niños tenían instinto de supervivencia y trataban de agarrarse a los dibujos de los árboles para retardar la caída en el abismo, con la excusa de la extrañeza de los colores, árboles verdes, azules, amarillos, rosas, fucsias y serpientes de boata con ojos de vidrios opacos…».

—Toda la vida martirizándome como un sádico por mi historia con Lázaro y has seguido martirizándome como un sádico hasta que fui a pedirle…

—¿Te quieres callar? ¿Te quieres morir? ¿Quieres reventar?

De un empujón llevó la mesa huevo frito contra el vientre de su mujer y utilizó la distancia ganada para ponerse en pie e ir al encuentro de Manzaneque del que se apoderó por el procedimiento de pasarle un brazo sobre los hombros.

—Aunque no lo parezca, querido poeta, príncipe de Cuenca, yo leo a los jóvenes, por más que me guste juguetear con su inmaculada inocencia. ¿Qué te parece lo que nos está ocurriendo? Será una excelente materia literaria para dentro de treinta años. Tú vivirás para escribirlo.

—A mí no me va lo rememorativo.

—Porque aún tienes deseos. Luego vivirás años de tensión dialéctica entre la memoria y el deseo y finalmente sólo te quedará la memoria. Será el momento de escribir una novela sobre lo que está ocurriendo, aquí y ahora.

—Puede ser. Pero más que el argumento, a mí lo que me interesa son las estrategias.

—A ver. A ver.

—Las estrategias narrativas, mejor dicho la originalidad de la estrategia narrativa, porque todo está dicho y en cambio hay mucho que hacer en el terreno de la estrategia narrativa. ¿Me sigues?

—Te sigo, maestro.

—No te burles.

Sagalés no supo reaccionar a tiempo. Manzaneque había depositado su cabeza sobre su pecho y refregaba su sien izquierda contra la corbata de seda natural que se movía como aguja de brújula a tenor de las intenciones del mejor novelista gay de Cuenca.

—Es intolerable que te dejes hablar así por tu mujer.

—Forma parte del equilibrio matrimonial. Hoy me insulta ella a mí, mañana la insulto yo a ella. La inevitable guerra de sexos que lleva, como todas las guerras, al borde del abismo y es entonces cuando se precisa la negociación.

Retiró el brazo sobre Manzaneque y con el hombro le forzó a que despegara la cabeza de su pecho. Melancólico pero emocionado, el joven musitó para que sólo Sagalés pudiera oírle.

—Todas las tías son unas pedorras y unas marujas.

Tenían al duque de Alba ante ellos, le costó a Manzaneque recomponerse, pero no a Sagalés que arqueó su mejor ceja para exclamar:

—El duque de Alba, supongo…

El duque enarcó la primera ceja que se prestó a ello y fingió no conocerle:

—¿Tengo el gusto?

Andrés Manzaneque irrumpió en el diálogo:

—Claro que le conoce, es Sagalés, el autor de Lucernario en Lucerna, una de las novelas más prometedoras de la década.

—¿De la presente década? Creo recordar incluso haberla leído. La novela naturalmente no transcurre en Lucerna.

—¿Cómo lo ha deducido?

Era Sagalés quien estaba amargamente interesado.

—Porque cuando se busca un juego de palabras entre Lucerna y lucernario generalmente en la novela no pasa nada en ningún sitio. Creo recordar que es una novela que arranca de la contemplación de un pie a la luz que baja de un lucernario de una ciudad probablemente turca. Burma, según creo.

—Exacto.

—Y ese pie a la luz del lucernario fuerza al protagonista a jugar con el sentido de las palabras imaginando que podría estar en Lucerna.

—Va bien.

—Pero estar en Lucerna o no estar, es lo de menos. Va por ahí la cosa. Muy bellamente escrita. Definitivamente sí, la he leído.

La amargura de Sagalés se había trocado en alivio y agradecimiento.

—No estoy en deuda porque yo he leído todo lo que usted ha publicado y me divierten mucho sus cada vez más distanciadas colaboraciones en El País.

—Debe de ser el único que se divierte leyéndolas. Seguiremos hablando Sagalés y…

—Yo soy Andrés Manzaneque, un escritor de Cuenca.

—Afortunada circunstancia.

Prosiguió Jesús Aguirre su ducal marcha, pero esquivó a tiempo la mesa donde Ariel Remesal y Fernández Tutor parecían hablar de cocina editorial y literaria.

—¿Has visto al muchachito de Cuenca? Ya se ha pegado a un escritor instalado y al duque. En el origen de todo escritor hay una fase larvaria, parasitaria a la sombra de los ya instalados frente a los que se siente fascinación y prepotencia biológica, que luego se convierten en odio genético. La literatura. La literatura. Lo que ha ocurrido esta noche puede ser una catástrofe. La muerte de Conesal me deja con el culo al aire.

Ariel Remesal propició con el aletear de sus párpados la confidencia que necesitaba emitir el bibliófilo.

—Habíamos empezado un ambicioso proyecto de reunir mil primeras ediciones de obras significadas que Lázaro quería exhibir en la inauguración de su fundación en Salamanca. Me he pasado dos años trabajando en ello y estaba a la mitad de mi tarea.

—La familia continuará la tarea.

—No tengo ni un contrato y no me fío de Alvarito. Detrás de esta aparente sumisión ante su padre hay un Edipo que siente una gran afinidad por la madre, a la que considera una víctima del despotismo de su padre. Y además, Lázaro era muy generoso. Le producía un placer extraordinario presumir de gustos refinados ante la pandilla de advenedizos del nuevo dinero. Con estas garantías, yo podía contratar lo mejor de lo mejor. Cada encuadernación vale un potosí y ya no queda gente tan loca por estas cosas. Estoy a punto de tirar la toalla. Nada vale la pena. Puta suerte.

Estalló en sollozos el bibliófilo. Ariel Remesal sintió vergüenza por la situación.

—Tranquilízate, hombre, no todo está perdido.

—Decididamente éste es un país lleno de enterradores. Fíjate tú en cómo llora desconsoladamente aquel tipo, el bibliófilo, y estoy convencida de que en vida despotricaba del difunto. En España la gente muerta se vuelve buena.

—Es el tema de aquella novela tuya tan bonita, A veces, por la mañana. Es tu novela que más me ha gustado.

La mejor novelista ama de casa no acogió con total agrado el cumplido de su marido.

—No comprendo el porqué de esa preferencia.

—Sé que no te gusta elegir una de tus propias obras.

—Es como si yo te dijera con respecto a nuestros hijos, Dolly me parece que es la que ha salido mejor, lo cual significaría que Alberto y Chon nos han salido mal o no tan bien.

—Una cosa son los niños y otra las novelas.

—Pues a mí me duele que me distingas una novela de otras. Yo las he escrito con el mismo rigor, con el mismo cariño, con toda mi alma.

—Lo sé, Alma, corazón, lo sé. Tú todo lo escribes con toda el alma. Pero yo puedo tener alguna preferencia.

—¿Alma? ¿Corazón? ¿Qué es esto? ¿Un bolero? ¡No hagas juegos de palabras con mi nombre! Eso es machismo, sexismo y no me vuelvas a decir que alguna de mis obras es mejor que las demás. O es como si yo me fuera a ver uno por uno todos los puentes que has hecho y te dijera, mira este puente bien, pero los demás, pues hay de todo.

—Pero vida, un puente es una obra material, cuya bondad o maldad es objetivable, son cosas. En cambio las obras de arte, y tus novelas lo son, admiten la valoración subjetiva. Qué quieres que te diga, a mí A veces, por la mañana me chifla y en cambio Cal y Canto pues me cuesta, me cuesta porque me parece una situación inverosímil.

—¿Qué tiene de inverosímil la situación de Cal y Canto?

—Yo nunca he visto a tres viudas en un velatorio del marido de una de ellas contar sus tres vidas y resultar que están condicionadas por el hombre al que están velando.

—Pero es que tú tienes menos imaginación que un borrico y además nunca has sido viuda.

—No te enfades.

—Ha llegado el momento en que un premio Nobel de Literatura se abra paso —exclamó de pronto el premio Nobel de Literatura, la barbilla y las papadas en ristre, puso en pie su delgada y elevada estatura lastrada por el excesivo vientre y se dirigió al lugar ocupado por las autoridades. A su estela se situó Mudarra Daoiz que le iba encimando.

—¡Hemos sido invitados como académicos y se nos trata como presuntos asesinos!

El avance del premio Nobel hacia la ministra y el presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid creó cierta expectación y también Hormazábal se movilizó hacia el epicentro del encuentro donde ya empezaba la breve pero tajante perorata del Nobel.

—Señora ministra, señor Leguina. Yo me voy.

—Comprendo su crispación. Si pudiera yo también me iría. Los premios literarios son estúpidos y si resultan fallidos consiguen ser tan estúpidos como la política.

—No le pido que comprenda mi crispación, ni nada de nada. Dilecto Leguina, me limito a informarle que me voy.

Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Mudarra Daoiz corrió hacia la mesa donde le aguardaba su mujer y la instó a que cogiera el bolso y le siguiera.

—Nos vamos. Si un académico se va, los demás no debemos quedarnos.

Sánchez Bolín negociaba con un camarero un resopón para entretener las horas y el cuerpo y no atendió el requerimiento solidario de Mudarra.

—¿Nos sigue?

—Es que yo no soy académico.

—Pero es un hombre de bien y los hombres de bien no merecemos ser tratados como asesinos.

—Acabo de pedir unos fiambres, pan, tomate, sal y aceite y no voy a desairar al camarero.

—Lo de los fiambres lo entiendo, pero lo del pan, el tomate, el aceite, la sal… ¿Va a ponerse a cocinar?

—Le he preguntado al camarero si sabía hacerme un pan con tomate y no sabe, por lo que le he pedido los ingredientes y me lo haré yo.

—Ahora lo entiendo todo. Se trata del famoso pan con tomate a la catalana y le quiero recordar que cuando el genial Borges, durante su última estancia en Barcelona, fue informado de que ése era el plato nacional catalán, comentó: ¡Qué miseria!

—Si me dan a escoger entre Borges y el pan con tomate elijo a Borges, desde luego. Cada cosa a su hora, Mudarra.

—Ustedes viajan con la aldea a cuestas. Incluso usted que, me consta, no es catalán de lengua ni de raíces. Pero nada hay peor que el mestizo agradecido. Vamos, Dulcinea.

—¿Te han dicho que nos van a dejar salir?

—Si el Nobel sale, yo salgo.

—Tú sentadito y a esperar a ver qué pasa.

El Nobel había llegado a la puerta y al ver cómo le salían al paso policías de paisano les enseñó la solapa donde lucía una insignia y le abrieron paso aunque finalmente pudo más la duda de lo que habían visto que la impresión de poder que inspiraba el fugitivo y le dieron el alto.

—Un momento, señor, por favor. Nadie puede salir de la sala sin permiso de la autoridad.

—A esa autoridad me refiero. Yo soy una autoridad. Yo soy académico de la Lengua y premio Nobel de Literatura.

—Ya me lo parecía a mí, pero tenemos órdenes estrictas.

—¿Estrictas?

—Rigurosamente estrictas.

—Entonces, ante el sentido de lo estricto me rindo y no quiero ser un factor de indisciplina.

Volvió sobre sus pasos dignamente y fue a por su mesa donde, pura curiosidad, le esperaban Mudarra, Dulcinea y Mona d'Ormesson.

—Me han rogado que me quede. Así mañana nadie podrá decir que el premio Nobel de Literatura huyó del escenario del crimen y me dice la imaginación que buen provecho puedo sacar de esta circunstancia que reúne a tal colección de pusilánimes en el velatorio obligado de un cadáver invisible.

Mona d'Ormesson traía noticias frescas. Carmen, es decir, la ministra, le había confesado de mujer a mujer que la situación era insostenible y que pronto se haría una selección del personal que debiera quedarse para ser interrogado y del que podría regresar a sus casas.

—Pues ahora aunque me echen, no me voy —afirmó el premio Nobel.

—Pero qué Narciso es este hombre, por Dios. Yo me quedo porque soy muy curiosa y me encanta chismorrear. Yo me iré la última.

Le había traído el camarero el tentempié a Sánchez Bolín y los compañeros de mesa cernieron su atención sobre el ritual de la elaboración del pan con tomate. Partió el escritor las hortalizas por la mitad, frotó cada medio tomate sobre las rebanadas de pan hasta que lo empaparon de pulpa, jugo y pepitas. Obedecía a una técnica especial consistente en romper la pulpa del tomate con los cantos de costra de la rebanada y así era más fácil repartirla sobre la superficie y cuando consiguió uniformar la plataforma de un color rosado la sazonó con sal y añadió un chorro de aceite a lo largo y ancho del territorio propicio, para finalmente oprimir con dos dedos los cantos de la rebanada para que el aceite empapara bien la totalidad.

—¿Y está bueno eso? —preguntó la señora del académico.

—Es curioso, simplemente, Dulcinea. Curioso y patriótico para los catalanes. Pero usted que es mestizo, querido Sánchez Bolín y autor al que las más veces aprecio, ¿cómo es posible que se solace con este emblema de patriotería?

—Mudarra, tiene usted ante sí un prodigio de koyné cultural que materializa el encuentro entre la cultura del trigo europea, la del tomate americana, el aceite de oliva mediterráneo y la sal, esa sal de la tierra que consagró la cultura cristiana. Y resulta que este prodigio alimentario se les ocurrió a los catalanes hace poco más de dos siglos, pero con tanta conciencia de hallazgo que lo han convertido en una seña de identidad equivalente a la lengua o a la leche materna.

—¡Qué banalidad!

—Hasta tal punto asistimos a un prodigio cultural que nosotros los mestizos, los charnegos, los inmigrantes catalanizados, adoptamos el pan con tomate como una ambrosía que nos permite la integración.

—¡A mí me chifla el pan con tomate! —proclamó Mona d'Ormesson con tanta convicción que fueron varios los que se acercaron a la mesa donde Sánchez Bolín seguía frotando rebanadas y se estableció una progresiva demanda de degustación, tan insistente que tuvo que ponerse Mona como pinche de Sánchez Bolín y los camareros debieron ir y venir renovando existencias en aquella milagrosa multiplicación de los panes y los tomates que suscitaba la formación primero de un círculo de invitados famélicos y después de un turno de recepción del maná que Mona regulaba a voz en grito. Tal fue el tumulto establecido en torno a los improvisados cocineros que desde las alturas de las autoridades se sospechó empeño distinto y fue enviado Carvalho a valorar lo que sucedía. Volvió el detective dando golosos bocados a una rebanada de pan con tomate que le había ofrecido Sánchez Bolín.

—Están haciendo pan con tomate.

—¡Me encanta el pan con tomate! —no pudo reprimirse la señora ministra y alguien se ofreció para ir a buscarle su parte.

—¡Un pedacito de nada! ¿Quieres, Joaquín? Fíjate si son salvajes los valencianistas anticatalanes que en algunos restaurantes y bares de Valencia lo llaman «Pan con tomate a la valenciana». ¿Un pedacito, Joaquín?

No estaba Leguina por la labor y en su ayuda vino el jefe superior de policía como comisionado del parecer de los que montaban guardia en la sala de personal. Le acompañaba el médico del hotel con una cara de satisfacción impropia de una situación como aquélla.

—Las primeras observaciones indican que ha muerto víctima de la estricnina, tal como adelantó el doctor, y no hay otra muestra de violencia que la postura del cadáver, condicionada por la acción del veneno. No hay señal de lucha.

—¿Tampoco de lucha amorosa?

La intervención de Carvalho turbó el ya de por sí turbado semblante del jefe superior de policía y aumentó el entusiasmo del médico.

—¿A santo de qué este comentario?

—En el pijama del cadáver, a simple vista, se apreciaba una notable mancha de semen, exactamente en la zona de la bragueta.

No le había gustado al jefe superior que la revelación se hiciera en presencia de la ministra, pero a su lado el médico se puso a aplaudir tan sonoramente que fueron varias las cabezas que se volvieron hacia ellos.

—Bravo. Es usted un buen observador. Llevaba en la bragueta del pijama un chorrete inmenso mezcla de semen y flujo vaginal. El señor Conesal esta noche había mojado.

Carvalho observó la reacción de Álvaro. Mientras en el rostro de los demás había aparecido una mueca de rechazo o repugnancia, el suyo parecía un cubito de hielo. En cambio el jefe de policía era pura desazón.

—Es un dato que conocemos pero que no debe propagarse. El problema consiste en hacer una lista de los que deben ser interrogados, sin que podamos ya dejar que se vayan los otros porque puede haber interconexiones y entramar a estas quinientas personas a partir de mañana no va a ser fácil.

Álvaro se había situado tras el jefe superior y le envió a Carvalho con la mirada un silencioso ruego para que interviniera. El detective se sacó dos folios doblados del bolsillo, los extendió y examinó valorativamente la lista escrita con una letra obediente a una formación escolar en la caligrafía de perfiles y gruesos.

—Una lógica elemental, por lo que respecta a los que están aquí dentro, es que sólo pueden ser implicados en el asesinato los que salieron de la sala un tiempo suficiente para realizarlo.

—¿No han podido matarlo desde fuera?

—Evidente. Pero el problema de ustedes consiste en hacer una selección de la gente que estaba aquí. Para eso la retienen. Implicados en el encuentro, fuera estaban los miembros del jurado inútil en una habitación cerrada desde fuera por el propio Conesal y todo el género humano que hoy pudiera encontrarse en Madrid.

—¿Quién ha contabilizado los que salieron de este salón?

Carvalho levantó el dedo y luego lo dirigió a la lista de nombres que figuraba en los dos folios desplegados. El jefe superior de policía se echó a reír.

—Parece desconocer que estamos en tiempos modernos y que hay un circuito de televisión que debe haber grabado a todos los que se han movido por el hotel. Bastará seguir las filmaciones para descubrir quiénes entraron en la suite de Conesal.

Álvaro intervino sin poner emoción en sus palabras.

—Cuando mi padre estaba en la suite ordenaba que se cortase ese circuito. No quería que se fiscalizaran las entradas y salidas.

Veía una montaña ante sí el jefe superior porque fingió sudores y manos para restañarlos.

—¿Partimos de cero entonces?

—Partimos de esta lista.

Casi sin pedirle permiso, el jefe de policía tomó los folios de la mano de Carvalho y leyó en voz alta lo allí escrito:

La gorda y el gordo que hablan en verso,

el amante de retretes, el fabricante de retretes,

la mujer del fabricante de retretes,

la borracha melancólica,

el vendedor de diccionarios,

el hijo de su padre,

Fernández y Fernández,

el adolescente sensible,

la novelista con las varices,

el marido varicoso,

el amante del whisky,

la sacristana,

Sánchez Bolín,

Daoíz y Velarde,

el ejecutivo de acero inoxidable,

el chulo armado,

la dama duende,

el marido es el último en enterarse.

Sólo Álvaro Conesal miraba a Carvalho con respeto. Los demás temían ser víctimas de una broma.

—¿A santo de qué este jeroglífico? Yo sólo reconozco al señor Sánchez Bolín, todo lo demás es metáfora y a estas horas de la noche me joden las metáforas.

—No olviden que yo desconozco el nombre de la mayor parte de la gente que está aquí, salvo el del señor Sánchez Bolín, el del académico y las autoridades. Pero me atrevo a señalarles uno por uno a los personajes que responden a estos nombres.

—No hace falta. —Era Álvaro quien había intervenido y ante la sorpresa general, apostilló—: Para mí esas metáforas no tienen secretos. Para empezar, «El hijo de su padre» soy yo.

—¿Alguien de aquí se llama Carvalho?

Dos guardias de seguridad del hotel contemplaron al detective con desconfianza en cuanto se identificó.

—Hemos detenido a un tipo con aspecto de quinqui o de skin head que dice conocerle a usted.

—Precise. Un quinqui es un quinqui y un skin head es un skin head.

—Va vestido como un golfo y no sé qué dice de Dios nos pille confesados. Va con una señora que asegura ser su madre, pero les tenemos retenidos porque el tipo no nos gusta nada.

Dios nos pille confesados.

A Álvaro no le gustaba la derivación del asunto y Carvalho siguió a los dos guardias hasta un almacén de bebidas situado en el trasero del bar. Allí estaba el hijo de Carmela esposado y Carmela entre llorosa y vociferante contra el guardia de seguridad que les vigilaba.

—Pero ¿es que hay un disfraz legalizado? ¿Por qué mi hijo parece un sospechoso y a usted no le detienen con la cara de mafioso que tiene?

—Calla madre, que ahí llega tu tronco.

La madre reparó en la aproximación de Carvalho y hombre y mujer se estudiaron a través de un parapeto de quince años. Carvalho recordó la consigna de los comunistas que le recibieron en Barajas: Entre usted en aquella cafetería y verá a una chica sentada leyendo Diario 16. Se presenta y ella le acompañará. Ella estaba combinando bocaditos de porra con traguito de cortado. Tenía las piernas bonitas aunque un poco delgadas y el flequillo le permitía empezar la cara en dos ojos espléndidos, ojerados, patéticos como su delgadez a lo Audrey Hepburn subrayada por el atuendo negro y lila. Las piernas ahora seguían siendo bonitas pero más carnosas dentro de unas medias negras transparentes, la frente despejada, demasiado alta, ya no imponía la presencia de unos ojos que seguían siendo bonitos aunque algo cargados por unas ojeras moradas que se habían abultado, pero que tal vez por origen o por la circunstancia seguían pareciéndole patéticas.

—Son amigos míos —les identificó Carvalho.

El vigilante permanente abrió las esposas del muchacho y escapó de la esperable bronca de Carmela, como escaparon los otros dos guardias para dejarles a solas. Carvalho y Carmela trataban de retroceder por el túnel del tiempo, pero cada cual tenía el suyo y no se encontraban. Carvalho esperaba la mano de ella, pero la mujer se alzó sobre sus zapatos de tacón medio y le besó las dos mejillas. El chico no les dejó tiempo de saludarse convencionalmente.

—He convencido a mi madre para venir al Venice, a ver si le encontrábamos. Nos metemos en la selva y salen los zulúes y nos cogen. Pero esto, ¿qué es? ¿Es cierto que le han dado un corte al forrao ese, al tragón de Conesal? Pues me querían hacer comer el marrón y menos mal que iba con mi mengui que tiene pinta sanera, de lo contrario me dan un homenaje y a comerme el consumao.

Salieron al hall y Dios nos pille confesados silbó:

—Me cago en el copón ¡qué guai! Guapo el garito, tío. Cuando les cuente a mis troncos que casi he visto cómo rajaban al gominolo ese, con el pelo lleno de lefa y que me han cogido los maderos como si yo fuera el cuchillero, se les va a caer la pesa en los pantalones.

Carvalho miró a Carmela en demanda de auxilio.

—Dice que cuando le cuente a sus compinches que casi ha visto cómo mataban a Lázaro Conesal y que la policía ha pensado que podía ser el asesino, se van a cagar en los pantalones.

—Más o menos, tía. Invítame a un güisqui, anda, porque aquí no se puede encender un nevadito en presencia de tanto madero, ni echarse al jaco o al chocolate, o rular un mai, además tengo un clavo de no te menees. Pero el sitio es de película, de puta madre y un día traigo a mi guarra para que desfile.

Carmela cerró los ojos resignada y prosiguió con la traducción simultánea.

—Tía soy yo.

—A eso llego. Lo del whisky también lo entiendo.

—Tener un clavo es tener resaca. Un nevadito es un cigarrillo de cocaína y costo, jaco o chocolate pues imagínatelo, la mierda de la droga, igual que rular un mai, es decir lías un porro, un cigarrillo de hachís. Su guaira es su chica, una monada y un día la traerá para que se pasee entre tanta maravilla. Oye, el signo de mi vida es traducirte las cosas del argot. ¿Recuerdas aquellos tíos tan majos que traducían Las tesis de abril de Lenin al cheli?

—Eran otros tiempos. Quizá también el mes de abril era diferente.

El rockero seguía su discurso:

—Algo emporrado sí que estoy. Y este espacio me inspira. Es sideral, tío, esas palmeras vampirizadas, me inspira todo un montón. Yo soy músico, aunque no tengo ni guaira idea de solfeo. Pero tengo imaginación musical. Tres acordes, un ritmo, le meto la batera y el bajo y chin-ta-chín, la cosa funciona, colega, y uno se convierte en brucespinguer.

El barman negro del cóctel bar era más negro, ennegrecido por el sueño, del que gozaba con la cabeza entre los brazos acodados sobre la barra. Se resignó a servirle un cubata de vino con cerveza a aquel punki, probablemente un racista de mierda, un antinegro.

—Es guai que un charol te sirva una pochola. A mí los charoles me caen de puta madre. Ojo. Yo de racista nada. Yo me parto la jeta por defender a los charoles, incluso a los moracos.

Aunque las miradas de Carmela y Carvalho se buscaban, el chico no les dejaba espacio ni tiempo y Álvaro llegó con el deseo irrechazable de que Carvalho estuviera presente en los interrogatorios de Ramiro.

—He llegado a un pacto con el jefe superior. Le deja asistir a los interrogatorios. Le he dado la lista de equivalencias entre sus metáforas y los nombres reales. Le pido sólo una cosa. Que haga lo posible para que yo pueda declarar el último.

Partió Álvaro y Carvalho no sabía cómo decirle a Carmela que aún quedaba noche para recuperar el tiempo perdido. Pero una vez más Dios nos pille confesados estaba al quite:

—Tranquilo, tío. Yo me bebo dos pocholas más. Me doy un garbeo por este garito y me voy a sobar. Mi madre te esperará. Tiene noche de tango, tío.

Carmela cerró los ojos afirmativamente. Tenía noche de tango.