CARVALHO RELEYÓ: «Era natural que el tango naciera en el prostíbulo y es cierto lo que Lugones apuntaba con desprecio: que lo engendra la prostitución». «Hacia fines de siglo», escribe Sábato, «Buenos Aires era una gigantesca multitud de hombres solos, un campamento de talleres improvisados y conventillos», y ese conglomerado «hace vida social en los boliches y prostíbulos». Cerró el libro, reojeó el título y el nombre del autor: «Las ciudades — Buenos Aires — Horacio Vázquez Rial» y ya se disponía a arrojarlo al fuego de la chimenea en uno de sus actos más maquinales cuando le asaltó la duda de si no le sería necesario documentarse algo más sobre Buenos Aires antes de irse allí de viaje profesional. ¿Qué sabes tú de Buenos Aires? Tango, desaparecidos, Maradona… Perón, Eva Duarte de Perón, Nacha Guevara, No llores por mí Argentina, la carne congelada de la posguerra, Zully Moreno, Mirta Legrand, Luis Sandrini, El Zorro… zorro… zorrito… para mayores y pequeñitos… También le cercaban nombres de escritores que posiblemente había leído, incluso recordó una frase de uno de ellos que tenía nombre de aceite de oliva de prestigio. Borges, o algo por el estilo. La luna del Bósforo es la misma que la de… No recordaba la frase completa, ni siquiera tal vez empezara así, pero iba a parar a la metáfora de la luna indiferente a la concreción de lo terrestre. Borges. Sin duda se llamaba Borges el creador de la frase que no recordaba y por lo tanto era mejor incluso olvidarse de un autor del que había quemado Historia Universal de la Infamia. Un trabajo en Argentina, buscar a un primo hermano que había desaparecido voluntariamente diez años después de la caída de la Junta Militar que había tratado de hacerle desaparecer sin conseguirlo. Tal vez el síndrome de Estocolmo en versión argentina, la pulsión de ser un desaparecido cuando ya no hay desaparecidos. Recordaba el mandato de su tío, sentado el anciano en un sillón Emmanuelle, en una azotea de la Villa Olímpica, disminuido por los años, más de ochenta, como si cada año se hubiera llevado una parte de su volumen, definitivamente achicado, casi vaciado por el cincel del tiempo, viejo, agrio, con miradas acuchilladoras hacia las ventanas desde donde les miraban a hurtadillas sobrinas viejas e interesadas. «Estoy en manos de sobrinas… no quiero que esos cuervos se lleven lo que pertenece a mi hijo… Quién sabe dónde andará. Yo creía que había superado la muerte de su mujer, Berta, la desaparición de su hija… Fue en los años duros de la guerrilla. Quedó trastornado. También estuvo detenido. Escribí al rey, yo, un republicano de toda la vida… me lo traje a España… el tiempo… el tiempo lo cura todo, dicen… El tiempo no cura nada. Tú, tú puedes encontrarlo. Sabes cómo hacerlo, ¿no eres policía?». «Detective privado», contestó Carvalho e incluso se oyó a sí mismo tratando de explicarle al viejo la diferencia entre un policía y un detective privado, entre lo público y lo privado. ¿Acaso no estamos en tiempos de retorno a lo privado? «Piense usted, tío, que hasta los policías que guardan el Ministerio del Interior, el de los policías, pueden ser privados. El Estado no se fía de sí mismo». Pero el último hermano de su padre que quedaba en vida, el tío de América como siempre se le había llamado con respeto hasta que Carvalho creció y estuvo en condiciones de dudar de la existencia de los tíos de América, no estaba ya para asumir nuevos conocimientos. Apenas si disponía de espacio en su cerebro para los viejos.

Amnistió el libro sobre Buenos Aires y trató de imaginar el viaje, la llegada, la recuperación de una ciudad en la que apenas estuvo unas horas velando por la seguridad de Foster Dulles ¿o era de Dean Rusk?, en uno de sus encuentros con el presidente Frondizi, siempre con la frustración de no haber podido ir a Corrientes… «Corrientes, tres, cuatro, ocho, segundo piso ascensor, no hay portero ni vecinos…». Un tango. Un tango sobre nidos de sexo en los que habitan perros de porcelana para que «… no ladren al amor». Cada vez que la palabra amor aparecía en el techo de aquél su destartalado y descuidado living, se le venía encima como una lámpara de goznes oxidados y cansada ya de no dar luz. La ausencia de Charo le permitía contemplar la progresiva destrucción de su entorno sin remordimientos. «Pepe, las casas hay que cuidarlas, de lo contrario se nos caen encima». Tanteó a su izquierda en busca de la botella de vino tinto, Rioja Alta, 904, se llenó un vaso asaltado por las claridades de la fogata y bebió con sed, como si hiciera semanas que no bebía vino tinto Rioja Alta, 904. La noche complica la soledad. Musitó y se quedó a la espera de una asociación de ideas o recuerdos, pero sólo sonó el teléfono y sólo era Biscuter. Sólo Biscuter.

—Jefe, le han llamado de Madrid. Le espera un avión privado en el aeropuerto de El Prat y fije usted las condiciones.

—Pero ¿qué me estás diciendo, Biscuter?

—Al pie de la letra, jefe. Le ponen un avión en El Prat y de momento le pagan doscientas mil por la molestia de ir y venir a Madrid. Aquí tengo el nombre del cliente: Álvaro Conesal y el del avión.

Silabeó con cuidado porque era un nombre extranjero:

—Pe-re-la-chés.

—Pero ¿no aprendiste el francés cuando robabas coches en Andorra y cuando fuiste a París a aquel curso sobre sopas?

—Cierto, jefe, pero si lo deletreo es por usted.

—Alvarito Conesal. ¿Qué le pasa a ése?

—Es el hijo de su padre.

—Suele suceder.

—¿No lee los diarios?

—Ni siquiera los quemo.

—Hosti, jefe, pues sí que está en la luna. Este Conesal es el hijo de aquel otro Conesal, «el millonario de acero inoxidable».

—Hay metales más peligrosos.

—Es ese tío que tiene más pasta gansa que todos los demás millonarios juntos y la ha ganado en diez años. Doscientas mil pesetas por ir y venir a Madrid. Allí asistirá a una cena donde se concede un premio literario. Si una vez allí acepta el trabajo habrá pasta gansa.

—¿Pagada la cena?

—Hosti, jefe. Claro.

—Menú.

Pero no, no valía la pena pedir el menú de una cena donde se concede un premio literario. En ésas circunstancias la gastronomía es lo de menos y sería una grosería que la cena fuera más buena que la obra premiada.

—Que sean trescientas mil y no bajes de doscientas cincuenta mil. Ni siquiera si te prometen que la cena es en Horcher o en Zalacaín o en Jockey.

—Es en un hotel, jefe.

—Me lo temía. Además quiero la garantía de que no es obligatorio leer la obra ganadora.

Dos horas después estaba en el aeropuerto de El Prat y era conducido en una furgoneta hasta las pistas de los aviones privados donde le esperaba un aparato que en efecto se llamaba Père Lachaise. Nada parecido a las avionetas particulares que alguna vez había utilizado en América Latina para breves recorridos. Recordaba un viaje entre Santo Domingo y Sosúa en los tiempos en que estaba tratando de derrocar a Bosch en beneficio de Balaguer, a pesar de que había tratado fugazmente a Bosch en un congreso de rojos en el que le había infiltrado la CIA. Bosch presumía de ser casi catalán: «Tengo una "tieta" que se llama María, por allá, por Vilanova i la Geltrú». El hombre tenía razón en esto y en planteamientos políticos, pero lo derrocaron los americanos con la ayuda de Carvalho, aunque él se negara a presenciar el momento estricto del derrocamiento: ojos que no ven corazón que no siente y al fin y al cabo la inteligencia de todo progresista latinoamericano se demuestra asumiendo que está condenado a perder. Las derechas siempre son más inteligentes. Pero el avión que le esperaba era un transoceánico pequeño y se llamaba Père Lachaise, sorprendente nombre de cementerio, aunque fuera un cementerio literario, para un aparato colgado del cielo.

Tampoco el piloto del avión se parecía a aquel oficial dominicano golpista disfrazado de civil, ni la avioneta era aquel miserable artefacto que había atravesado la isla de sur a norte como si la moviera un aeromodelista asmático. Carvalho penetró en un Douglas transoceánico amueblado, al que sólo le faltaba una piscina cubierta y el piloto parecía graduado en Ciencias Aéreas Exactas aunque hablaba como un piloto de Iberia venido a más.

—Ahí, donde usted se sienta, lo han hecho antes jefes de Estado.

—¿El jefe los pasea?

—El jefe los lleva por donde él quiere.

—¿No ha arrojado nunca a ninguno sin paracaídas?

—No se dejan.

—¿Y con paracaídas?

—Tampoco.

Luego el avión despegó como si se despidiera de una pista de satén y voló con amortiguadores celestes o tal vez se lo pareciera a Carvalho porque le sirvieron un excelente malta que le era desconocido, Scapa, tan bueno y ligero que parecía un whisky del Más Allá. Leyó en la etiqueta de la botella que era el whisky preferido de la Royal Navy, establecida en la isla Scapa, de las Hébridas, en una base naval. Los canapés eran de caviar iraní o de jamón de Jabugo y en la botella del Moutton Cadet constaba que era un regalo del alcalde de Burdeos, Chaban Delmas. El vino se le sirvió en copas de cristal con el escudo grabado de la ciudad del Garona y el nombre de Lázaro Conesal a manera de lema urbano sobre el sky line bordelés. ¿Burdeos? ¿Una ciudad? ¿Un vino? ¿Sólo eso? También la novela de una escritora que vagamente recordaba se llamaba Soledad, ¿Soledad qué? Recordaba su rostro, excelente para ser entrevisto tras la ventana de un país con claridades norteñas. Soledad Puértolas se llamaba la interfecta. Había tardado en recuperar el nombre completo, como si la escritora se resistiera a correr la misma suerte del libro que había ardido en la chimenea de Carvalho, mientras su rostro de dama renacentista lo posdibujaban las puntas azuladas de las llamas. Repitió una ración de Scapa y lo paladeó con satisfacción. Todo estaba en su sitio. Por fin había encontrado a un rico que no escondía su riqueza y la repartía con los detectives privados. Las dos azafatas eran oceánicas, más que asiáticas, aunque Carvalho contuvo la grosera tentación de preguntarles si eran filipinas o de cualquier otra Polinesia. Dos preciosidades portátiles que le hablaban mediante ronroneos de gatas constipadas.

Receptor de tantas delicias, el viaje se le hizo corto y sin caer en la ordinariez de exteriorizar su entusiasmo preguntó al piloto que se le cuadraba muellemente, como uno de los mejores mayordomos ingleses interpretado de John Gilgud para arriba:

—¿Para cuándo la vuelta? Me encanta viajar en este zepelín.

Al piloto le habían dado instrucciones de que fuera tolerante con los detectives privados pobres y le respondió con una sonrisa de militar afeminado, la única manera de que le saliera una mueca amable. El avión tenía su espacio sobre la pista de Barajas y al pie de la escalera le esperaba un Jaguar brillante y su chófer vestido de almirante de la marina suiza, que aseguró llamarse simplemente José. Luego, ya sentado en los amplios asientos traseros tapizados de piel beige, le asaltó el mueble bar forrado de cristal y en su centro una botella de Springbank 12 años, el mejor Single Malt de este mundo. Los cubitos de hielo parecían tallados por un diseñador de firma y además recién llegados del Polo más caro, sin duda el Polo Sur. Carvalho bebió la pócima largamente, con los ojos cerrados y un éxtasis interior que casi le hacía llorar. Estar en el cielo debía de ser algo parecido. Un recorrido sin paisajes que sancionar, en un Jaguar, bebiendo un Single Malt como aquél, en un vaso de cristal del que salían destellos de lujo, casi haces de luz.

Reprimió la tentación de quedarse con la botella cuando, detenido el coche, el chófer le abrió la portezuela instándole a salir a una zona de la Castellana que no tenía en la memoria, modificada manhattanianamente por un bosque de rascacielos acristalados que semejaban macroformaciones cristalográficas del Kripton de un superman manchego. No contó los bedeles, azafatas, mayordomos, secretarias que le fueron abriendo puertas en el interior de aquella amadrugada torre de Babel, hasta que se encontró en un despacho donde inmediatamente echó en falta el hoyo de golf, habida cuenta de que el joven que le esperaba más parecía vestido para juguetear en su despacho sobre la moqueta verde que para recibir detectives privados. Tal vez le han robado el hoyo, los palos, la pelota y quiere que se los encuentre. Era un joven alto, voluntariosamente deportivo, aunque algo en su esqueleto denunciaba que no había hecho demasiado deporte o tal vez esa lejanía la insinuaban sus facciones poéticas y un chaleco de cashmire casi ingrávido compensando el exceso del aire acondicionado con programa de junio, sobre unos pantalones tejanos cuidadosamente ensuciados. Sin duda escribía versos hasta entrada la noche y en invierno ayudaba a su padre a arruinar a la competencia. No cometió la banalidad de preguntarle: ¿Se preguntará usted para qué le he hecho venir?, sino que le mostró un sillón para que se sentara y él depositó su pequeño culo en el canto de la mesa de madera carísima. Carvalho ojeó los títulos de algunos libros encastados entre los lógicos diccionarios enciclopédicos de despacho: Butamalón de Eduardo Labarcz, Entre los vándalos de Buford, Del amor y otros demonios de Gabriel García Márquez, Cambio de Bandera de Félix de Azúa, una colección completa de Ajoblanco, otra de El Europeo, libros de autores más enigmáticos para Carvalho que todos los demás y sin duda alguna igualmente quemables: Mañas, Loriga, Gopegui. Belén Gopegui. He de quemar un libro de esta chica, pensó Carvalho, excitado pirómano ante la simple eufonía del nombre y el apellido. Parecían libros leídos, pero el mozo golfista y lector le estaba hablando.

—Necesito un detective privado mañana por la noche. Se falla el Premio Literario Venice-Fundación Lázaro Conesal, instituido por mi padre y hemos recibido amenazas anónimas. Sin duda no tienen importancia. Pero necesitamos a alguien que esté en el local, observe, prevenga, pero sin intervenir directamente porque ya disponemos de un servicio de seguridad para evitar que alguien se acerque a mi padre con malas intenciones. Mi padre es uno de los hombres más odiados de España. Doscientas cincuenta mil pesetas por haberse prestado a escuchar esta oferta y un millón de pesetas si la acepta.

Carvalho cruzó las piernas y miró significativamente una botella de cristal de roca despampanante sobre una bandeja de plata.

—Sírvase usted mismo.

Lo hizo. Generosamente. Tendió el vaso lleno en el aire como ofreciéndole a su anfitrión una invitación.

—Casi no bebo alcohol.

Volvió a sentarse Carvalho. Probó el whisky. No era el del avión, pero tampoco era whisky a granel.

—¿Un JB doce años?

—Lo ignoro todo sobre el arte de beber y comer. José es el que llena todas las botellas de esta casa. Es el responsable de intendencias menores.

Lástima de joven. Tras paladear un sorbo largo, Carvalho estudió la distancia psicológica que se había establecido entre un bebedor y un no bebedor. El abstemio parecía tolerante. Le sonreía generosamente, como si le complaciera su disfrute. Era un buen muchacho.

—Supongo que su padre vive rodeado de guardaespaldas públicos y privados. ¿Qué pinto yo en todo esto? ¿No se fía de la policía?

—La policía tiene un chip que no me interesa en este caso.

—¿Mi chip le interesa?

—Usted quema libros y se dice que es adolescentemente anticapitalista. Además tiene oficio. Es el vigilante más adecuado para controlar una reunión llena de tiburones del capitalismo y de la literatura y así proteger a mi padre, del que debe de tener muy mal concepto.

—No tenía ningún concepto de su padre. Mis buenos o malos conceptos son civiles. Pero después de haber viajado en su avión y de haber probado su vino, tengo el mejor concepto de su padre. Sabe vivir. Me gustan los ricos que lo son hasta sus últimas consecuencias. Incluso hasta la silla eléctrica. Usted ¿escribe o se enriquece?

—Ya soy rico y escribo.

—¿Se presenta al premio?

—El premio es una idea de mi padre. Yo le propuse premiar una obra ya publicada y él me contestó que prefería descubrir algo nuevo. Además, en este país la gente sólo lee lo premiado.

—¿El jurado?

—Secreto. Pero consta en el acta de formación transmitida al Ministerio de Cultura.

—Acepto con una condición.

—Es el momento de fijarlas.

—Que el viaje de vuelta sea exactamente el mismo que el de venida. El mismo coche. El mismo avión. El mismo whisky.

—Eso está hecho.

Y redondeó la buena impresión que había creado poniendo un sobre en la mano de Carvalho que le dejaba libre el vaso de whisky.

—Para sus gastos por Madrid. Dinero de bolsillo. Es dinero extra que no reduce las ganancias globales que le he propuesto. Esta noche tiene habitación reservada en el Palace, a no ser que tenga por costumbre ir a cualquier otro.

—¿Es un hotel muy caro?

—Creo que es de los más caros. ¿Quiere disponer del mismo coche para ir por Madrid?

—No. Ése es un coche para desplazamientos iniciales o finales. No para ir a tomarme unos chatos y unas mollejas.

—Vaya a descansar. Preséntese aquí a las once. Debería conocer a mi padre, algunos pormenores de lo que va a pasar esta noche, del quién es quién y luego convendría que diera un vistazo al lugar donde se concede el premio y cambiase opiniones con los policías de verdad.

Seguíamos en plena confusión ideológica. Para aquel joven representante de la nueva oligarquía los policías de verdad seguían siendo los públicos, pero recurría a un investigador privado. La eterna ambigüedad española, pensó y suspiró, Carvalho.

—El premio se falla en el hotel Venice. Es de nuestra propiedad.

—¿Y eso dónde está?

—Irán a buscarle a su hotel, el Palace.

—No. Voy a callejear hasta ese encuentro con su padre.

—Cualquier taxista le llevará al Venice o llámenos usted a cualquier hora, desde donde esté e iremos a recogerle.

Observatorio privilegiado del Palacio de las Cortes, el Palace a aquellas horas estaba deshabitado de sí mismo, deshabitado de encuentros trascendentes e intrascendentes. Bajo el lucernario de vitrales policrómicos, el patio central entre el neoclásico y el pompier estaba detenido en el tiempo a la espera de que el piano se reanimara y acompañara las comidas del buffet o las conspiraciones comerciales y políticas. Parecía un hotel abandonado a dos venezolanos con resaca, mientras el tablón de anuncios conservaba la memoria de lo que había sucedido en sus salones: una convención de la Nissan, el reencuentro de vendedores de Margaret Astor, un simposio sobre la juventud liberal de la Comunidad Autónoma de Madrid y una degustación con coloquio sobre el caviar de caracol, en el salón Hemingway, precisamente en el salón Hemingway. Se dio cuenta de que eran las tres de la madrugada cuando se dejó caer en la cama casi cuádruple de una sedante suite a la medida de los príncipes herederos al menos de San Marino, en aquel hotel situado frente al Parlamento español, emplazamiento ideal para saber antes que nadie si se ha dado un golpe de estado. Empezó a fraguar qué podía esperar de Madrid durante las horas que le faltaban para la concesión del premio, aparte de los contactos programados por Álvaro Conesal. Por ejemplo, ¿con quién almorzaría? El último vínculo con Madrid lo había establecido quince años atrás mediante Carmela, la guía que el PCE puso a su disposición cuando investigaba el asesinato en el Comité Central. Carmela quince años después. Carmela con cuarenta años. Más quizá. Aquella muchacha delgadita, de ojos almendrados y piernas bonitas que hablaba como una hija de Madrid con la lengua cheli de los años setenta. Dictadura del proletariado en pasota: Los rojeras gustan pasar por el aro a los tragones hasta arrascar el raje con el fregao de los colores. La curranda ha de antoligar el cotarro. O bien una de las tesis de abril de Lenin: Hay que esparrabar el bandeo gambeante endiñando el cotarro a los rojeras, también llamados rogelios. El pasota-leninismo capaz de traducir ¿Qué hacer? de Lenin, por ¿Cómo montárselo? Carmela. Cuando repitió el nombre varias veces se durmió, pero nada más despertarse con sensación de extranjería de cama, habitación, ciudad, país, de sí mismo, el primer referente de certeza lo aportó el nombre de Carmela y su silueta rescatada de la sección de imaginarios de la memoria. Aquella profesional del partido comunista que ganaba treinta y seis mil pesetas por todo el día «… y algunas noches», y que en las manifestaciones hasta ponía el niño, gratis: «El niño pasa de todo. Como si le llevo a una manifestación en favor del divorcio y del aborto o a una manifestación contra los bocadillos de calamares. Como a él los que le gustan son los de frankfurt…». Carmela llevaba unas medias blanquecinas de moda en aquel año, tal vez para dar mayor entidad a unas piernas en el justo límite de la delgadez o para ocultar las enramadas de venas azules que debían asomar a aquella piel transparente que se pegaba a los pómulos, como forzando las cosas para dejar espacio a unos ojos negros bien pintados, excesivos, comiéndose el sitio de una nariz forzosamente pequeña y de unas mejillas que al sonreír tenían que pedir permiso a la boca y dejar allí una suave arruga tensa como un arco, junto a las esquinas de labios constantemente humedecidos por una lengua pequeña. ¿Por qué le acudía con tanta fuerza aquel rostro de gacela morena? Tal vez porque se había ocultado a sí mismo que había estado deseándola durante su travesía por el Madrid de 1980 en busca del asesino del secretario general del PCE. Como la recordaba en la despedida del aeropuerto: «Vuelve algún día, cuando hayas resuelto la contradicción entre el culo abstracto y el culo concreto de las camaradas». Y Carvalho le había contestado, tragándose el bolo de deseo que tenía en la garganta: «Has de engordar cinco quilos. Mi conciencia me impide acostarme con mujeres que pesen menos de cincuenta quilos». «¡Pero si peso cincuenta y tres!». «Qué lástima. ¿Por qué no me lo dijiste?».

Pero ella había tenido la razón en su diagnóstico. Hasta que no hubiera resuelto la contradicción entre el culo abstracto y el culo concreto de las camaradas. Le había recordado aquella historia de la clandestinidad, en París, en la que el secretario general había reñido a una pareja de jóvenes comunistas sorprendidos en plena fornicación: «Después de los sacrificios que ha costado sacaros de España y ahora estarás más pendiente del culo de la camarada que de lo que estamos hablando». ¿Cómo había derivado la broma? ¿De dónde venía la división de Carmela entre los culos abstractos y concretos?

Había soñado culos más o menos reconocibles. El de Muriel, su mujer en aquella larga adolescencia sensible que terminó cuando se hizo cargo de la inseguridad de Kennedy. El culo de la chilena que jugó con sus deseos. Y a partir de estos dos culos reconocibles, concretos, un carrusel de culos cuyos apellidos había olvidado y así hasta despertar con los ojos convertidos en dos culos prietos y ensimismados. ¿Culos abstractos? ¿Concretos? En el pasado había sido un excelente culólogo, atraído por la cantidad de patria, abrazo, beso y caricia que tiene un culo femenino. Nunca recordaba en cambio el culo de Charo. Ella hacía el amor con Carvalho como una amateur, pasiva y de frente, queriendo hacer olvidar que era puta con otros. ¿Por qué había olvidado el culo de Charo?

Coleccionaba peores enigmas sin respuesta y se dispuso a patear la calle antes del encuentro con los Conesal, pero pasando por el buffet del Palace para desayunar en compañía de hombres de negocios y japoneses inconcretos, todos ellos inmigrantes fugaces haciendo provisión de proteínas y calorías antes de adentrarse en la jungla de Madrid dispuestos a vender o a comprar algo. Bajo la cúpula vidriada del hall donde se cocía y recocía una parte importante de los comistrajos de la vida política escenificada en el cercano Palacio del Congreso, el espacio vacío, casi recién amanecido enmascaraba su vocación de celestinaje. Madrid es una ciudad donde siempre se compra o se vende algo demasiado obviamente, y el Palace es uno de sus mejores zocos. Madrid había sido una ciudad de un millón de cadáveres después de la guerra civil, según opinión de un poeta. A Carvalho le pareció la ciudad de un millón de chalecos en aquella Transición dirigida por jóvenes ejecutivos de transiciones que se ponían chalecos para sentirse más vertebrados. Luego los socialistas se quitaron los chalecos y los que llegaron al poder descubrieron las camisas de marca. Ahora observó el regreso de algunos chalecos. Volverían pronto las derechas al poder. Madrid se había convertido en la ciudad del millón de dossiers, donde todo el mundo trafica con lo que sabe sobre las cloacas ajenas.

Hacía tiempo que no gozaba de las sutilezas del buffet o del brunch y el del Palace estaba a medio camino entre el esplendor goloso de los hoteles de lujo de los países subdesarrollados y la autocontención calórica de los mejores hoteles suizos. Equilibrado. Se sirvió dos copas de cava catalán con zumo de naranja, en homenaje a los despertares mestizos de Winston Churchill adepto al encuentro mañanero con la vitamina C y el anhídrido carbónico vinificado y aunque extremó el acopio de quesos ligeros y pata de jamón cocido, comprendió que se había excedido cuando descubrió en sí mismo unas energías conquistadoras de la ciudad que no había presumido. A las once tenía la cita con los Conesal en la central de su imperio y sus pasos le fueron acercando a la geografía recuperada del barrio de Huertas y aunque no recordaba exactamente el nombre de la calle donde vivía Carmela estaba convencido de que sabría encontrarla. Subió por la calle del Prado donde permanecían cerradas las tiendas de antigüedades y las salas de exposiciones, para desembocar en la melancólica indeterminación de la plaza de Santa Ana, llena de cervecerías, con la nota exótica de un bar polinésico, a la sombra del Art Déco cabezón del hotel Victoria. Retrocedió para meterse por Echegaray por ver si aún estaba abierto el restaurante Bodeguita del Caco, comida cubana y canaria y sospechó que la calle de Carmela se llamaba Espoz y Mina al evocar el itinerario recorrido en aquella noche en que cocinó en su casa. Ni recordaba el apellido de la mujer, por lo que tuvo que urdir una necesidad y un retrato aproximado del personaje buscado que fue exhibiendo por las tiendas que supuso frecuentadas por Carmela.

—No puede ser otra que doña Carmen. La madre de Dios nos pille confesados.

La propietaria de una papelería de escaparate salpicado con novedades de Editorial Planeta, ensayos de urgencia de la nueva derecha y libros útiles para adolescentes con acné no parecía mujer de bromas, ni de dimes o diretes, por lo que Dios nos pille confesados algo quería decir.

—¿Qué le pasa al niño de doña Carmen?

—¿Qué niño? Ese tiarrón se va a por dieciocho años y es cantante de rock, en un conjunto que se llama Dios nos pille confesados.

Que Carmela tuviera un hijo de dieciocho años era previsible, pero que le hubiera salido cantante de rock era un exceso. Aun así se encaramó hasta el piso de la mujer por una escalera típica de aquellos barrios madrileños, escalones de anchas maderas gastadas y pulsó el timbre varias veces. Nadie le respondía pero creyó oír ruido de música que venía desde el interior del piso e insistió con los timbrazos hasta calentar la campanilla.

—¡Ya va! ¡Ya va, joder! ¡Que me arranca los sonotones!

Dios nos pille confesados, pensó y en efecto, la puerta se abrió para enseñarle una joven cara de acné malhumorado bajo una cabeza rapada, de aquella cara emergía un narizón del que colgaba una argolla y argolla la había también en la ceja izquierda. Los ojos del muchacho eran claros y no estaban tan indignados como su voz y su mueca. Tenía cara de cantar rock duro.

—He insistido porque he creído oír música.

—No puedo vivir sin música, ni dormir tampoco.

—Busco a una tal señora Carmen.

—Mi madre. Está en el curro desde las ocho. Se abre la tía por el laburo que es un gusto.

—Lo siento. Sólo estaré en Madrid hoy y mañana, pero regreso a Barcelona a primera hora.

—Un polaco.

—No soy polaco.

—Los catalanes son polacos. ¿No ha oído usted lo que hablan?

—Dígale que ha pasado por aquí Pepe Carvalho, aquel gallego de Barcelona que conoció cuando lo del asesinato en el Comité Central.

—En fin, otro rojeras.

—¿Su madre todavía es comunista?

—Ella dice que no, pero sigue a Anguita como si fuera Michael Jackson y Anguita tiene algo de Jackson, es un rojeras blanqueado o un blanco enrojecido. Mi madre está apuntada a todas las sociedades secretas del rojerío: SOS Racismo, Derechos Humanos, Fuera las manos de Chiapas…

Había dejado que la puerta se abriera y allí estaba el larguirucho doloridamente ensortijado, en pantalón de pijama y el torso desnudo lleno de tatuajes entre los que destacaba la enorme leyenda: No me cuentes que tu infancia fue un patio de Sevilla. Un flash de recuerdo le asaltó a Carvalho cuando avanzó dos pasos por el recibidor. El niño de Carmela era rubio, rubio camomila, como todos los niños rubios de Madrid a comienzos de los años ochenta y le preguntaba a su madre por qué las gallinas vuelan poco.

—¿Quién te ha dicho eso, corazón?

—La señorita. Por eso no hace falta tenerlas en jaulas como los periquitos. Mamá, ¿quién es este señor?

Ahora el posrockero de escaso pelo rubio teñido de mechas lilas avanzaba por su propio recibidor con los pies descalzos y manoteaba buscando un papel y un lápiz donde apuntarse las señas de Carvalho. Los encontró en un cajón de la consola y cuando se volvió hacia el intruso para que le recordara sus datos vio que estaba como fascinado contemplando un cartel enganchado en la pared al comienzo del pasillo:

Gran concierto de los triunfadores de Alcobendas:

«Dios nos pille confesados»

«Las gallinas vuelan poco»

«Presentación nuevo disco en el

polideportivo de Getafe:

Actos homenaje a García Madrid».

—Las gallinas vuelan poco —musitó Carvalho.

—Por eso no las tienen en jaulas. ¿Me dice usted cómo se llama y dónde se hospeda, por si mi madre está al loro?

Repitió Carvalho su nombre y se ubicó en el Palace hasta la noche, más tarde en el Venice. Cuando pronunció la palabra Venice, al muchacho se le volvieron infantiles los ojos para asomarse a una mitología propicia.

—¿El Venice? ¿Usted ha estado en el Venice?

—No. Es un hotel. ¿Qué tiene el Venice?

—Es lo más guai que hay en Madrid, el descojone de diseño, oiga, el año tres mil, pero en plan, no sé, o sa, en plan cariñoso, no en plan borde de Robocop y todo eso, de sueño, oiga, o sa, de tortilla de huevo de chinche.

Era demasiado para la capacidad metafórica de Carvalho y salió del piso perseguido por la curiosidad cálida del muchacho.

—Igual voy con mi madre a verle al Venice.

—Tenga cuidado no le arranquen las orejas, hay detector de metales.

—Tengo los sonotones asegurados. Pero me encantaría entrar en ese santuario y me cae de puta madre el dueño, el tío ese, el Conesal. Ése sabe hasta economía, el joputa. ¿Ha visto usted esos anuncios en los que un niño dice: Cuando sea mayor quiero ser Lázaro Conesal? Es un triunfador. A mí me molan los triunfadores y los perdedores me hacen salir legañas en el ojo del culo.

—¿Qué opina su madre de Lázaro Conesal y de que a usted le salgan legañas en el ojo del culo?

—De Conesal dice bla, bla, bla, que si la cultura del pelotazo, el capitalismo salvaje etecé, etecé y lo de las legañas en el culo a ella no se lo digo porque un día se me escapó gritar ¡me voy a sacar el sarro de la polla con la navaja! y se me puso a llorar.

La imagen de una polla llena de sarro enmendado por una navaja le persiguió mientras huía de la comprobación de que los niños crecen en contra de las fotografías del recuerdo, incluso en contra de las fotografías comprobables en los álbumes. Se entretuvo ante las tiendas de ultramarinos convertidas en escaparates de la pitanza de la España interior, chorizos, morcillas, salazones de cerdo y una declaración de principios leguminosos: lentejas francesas y de Salamanca, judías moradas del Barco, moradas tolosanas, carillas, arrocinas, michirones, garrofones, fabes asturianas, alubias de la Virgen, judiones de La Granja y un más allá de garbanzos de Arévalo, también garbanzos pedrosillanos, frijoles negros, pintas de León, pochas, harina de almortas, arquitecturas de latas de caballa, callos, berberechos y dulces lodos deshidratados también llamados polvorones y turrones y mazapanes y latas de comida para perros y gatos del barrio, exclusivamente del barrio y tan desagradecidos que se meaban en todas las junturas de aquel colmado de un tal señor Cabello. El espectáculo era un desafío al conservacionismo alimentario de los viandantes amedrentados por los enemigos interiores engordados por las comidas peligrosas. No se podía comer nada de todo lo que veía, salvo las legumbres y en cantidades prudenciales, como si se pudieran comer legumbres prudentemente. No se puede comer prudentemente. No se debe comer prudentemente. Si no se puede comer no se come y ya está. Llevó Carvalho su secreta indignación calle del Pardo abajo y su reojo quedó anclado en un mueble asomado al escaparate de un anticuario que se apellidaba Moore, como los medios volantes del Manchester United y un escultor de agujeros. El mueble que reclamaba la atención de Carvalho era una vetusta mesa redonda con dos niveles, en el centro ocupada por finas jarras de cristal de La Granja decantadoras de vino y en el nivel inferior todo el redondel recorrido por círculos de los que colgaban las copas. Supo inmediatamente que era el mueble de su vida y conservó esta creencia hasta que una dama diseñada para vender antigüedades en plena juventud le dijo que aquella table-wine inglesa del siglo XVIII valía un millón seiscientas mil pesetas.

—¿Con las copas incluidas? —preguntó Carvalho sin poder contenerse a tiempo y mereciendo una sonrisa irónica de la dama, convencida de repente de que aquella mesa aún no tenía comprador. Carvalho se sintió ridículo en cuanto ya en la calle perdió la sonrisa de suficiencia astuta con que había acogido el precio de la mesa de su vida. Se te ha subido el vuelo en jet privado a la cabeza, se dijo, al tiempo que se volvía hacia la table-wine del escaparate y le advertía: Algún día volveré a por ti y escanciaré en tus jarras dos botellas de Rioja que conservo, que coinciden con mi añada. Me las tomaré a mi salud el mismo día en que me vaya a morir. Recuperó la calle descendente hacia la plaza de las Cortes y el hotel, pero aún le quedaban tres cuartos de hora para ir al encuentro de Conesal y atravesó una varada manifestación de estudiantes de Medicina protestando por el desempleo futuro en presencia de unos guardias amenazantes y de grupos residuales de señores diputados que aún no habían entrado en el Palacio de las Cortes, bien porque querían considerar cuán desagradecida era la juventud con sus medidas legislativas, bien porque añoraran aquellos tiempos en que se manifestaban contra la dictadura, pero también ahora desde la comunión de los santos parlamentarios demócratas que no se merecían tanta incomprensión por parte de una juventud que no había sudado la camiseta democrática. La industria del comer y del beber al servicio de los señores parlamentarios se extendía por las callejas que rodeaban el Congreso y estaba abastecida a aquellas horas de tortillas demasiado correosas y de montados de lomo que demostraban lo insípido que se había vuelto el cerdo desde la llegada de la democracia. Tal vez el paladar de los señores diputados no era demasiado exigente y los industriales del comer lo sabían, conscientes de que la política es un placer tan autosuficiente que raramente necesita de otros.

—¿Carvalho?

La boca le sabía a mala tortilla de patatas cosificada, sin el alma jugosa del huevo enternecido y a Rioja viajero en oleoducto y en estas condiciones asociaba mal las voces y las caras con la obligación de recordar. Le costó tres minutos y algunas pistas adivinar que detrás de este cuerpo desarmado cubierto por una calva canosa estaba Leveder, el penene del PCE que no perdía su sentido del humor en medio de la tragedia del asesinato de su secretario general… Leveder, aquel «… intelectual orgánico de una dirección entreguista…» tal como le calificaban los comunistas extramuros del PCE, los comunistas más radicales.

—¿Se acuerda usted de lo de intelectual orgánico de una dirección entreguista? Ya es recordar. Pero quizá no sepa que quien así me acusaba se enchufó en el aparato del partido socialista y ahora no se vende lo que tiene por mil kilos.

—¿Usted sigue en el PCE?

—No. También rae fui al PSOE, a la llamada Casa Común, pero no he tenido tanta suerte como los anticomunistas de extrema izquierda. A nosotros se nos ha atado más corto. En el fondo del fondo toda la izquierda española era anticomunista menos el PCE. Aunque también el PCE estaba lleno de anticomunistas, como yo mismo. ¿Se ha preguntado usted alguna vez por qué militaban tantos anticomunistas en el PCE? ¿No le parece un misterio metafísico que incluso en los antiguos países socialistas al parecer ya no quedaban comunistas cuando tiraron el muro de Berlín? Pandilla de aventureros. Y luego, en el llamado mundo libre, Carvalho, todo lo llenaban aquellos choricillos también aventureros de extrema izquierda. Incluso los que aparentemente eran más comunistas que el PCE también eran anticomunistas. Oiga. ¿No le parece incluso obsoleto hablar de comunismo y anticomunismo? ¿Usted cree que alguien daría veinte duros por esta conversación?

—¿Puedo hacerle una pregunta política?

—¿Tu quoque, Carvalho?

—¿Qué opina usted sobre Lázaro Conesal?

—Yo, lo que opine el partido.

—¿Qué opina el partido?

—Huele a muerto.

—¿El partido o Lázaro Conesal?

—Los dos. Y probablemente uno mate al otro o viceversa. No pueden convivir en un mismo sistema de poder, sobre todo desde que el partido ha empezado a purificarse de los pecados de corrupción. Me sorprende usted. ¿Qué tiene que ver con Conesal? ¿Investiga su asesinato o trata de impedirlo? Mata usted lo que toca. A mí lo que me da asco es lo del GAL, eso de ser cómplice de un Gobierno que ha tolerado checas socialdemócratas. Pero he de votar disciplinadamente. ¿El fin justifica los medios, Carvalho? Mi fin es seguir teniendo algo que ver con la política. ¿Hay manera de verle? Llego tarde a la reunión de la Comisión de Justicia. Soy diputado.

—Difícil que nos volvamos a ver. Regreso mañana a Barcelona.

Leveder se convirtió en una cruz humana en aspa para expresar la más anonadada impotencia y ya se iba cuando le retuvo la pregunta de Carvalho.

—¿Por cuánto se vendería usted lo que tiene?

—No me haga llorar. ¿Y usted?

—Le haría llorar.

Él perseguía los fantasmas de 1980 y los fantasmas de 1980 le perseguían a él. Recordaba a Leveder irritado hasta casi la violencia después de que el purísimo Cerdán hubiera aprovechado la presentación de un libro para minimizar al secretario general del PCE recientemente asesinado: «He de decirte que tu homilía de esta tarde me ha parecido una mierda, una guarrada. Ha sido una homilía buitresca, cebándote en la carroña humana de Garrido y en la carroña política en general. Chin, Chin». Leveder, el llamado líder de la «fracción frívola», el anarco-marxista metido a comunista por razones de eficacia histórica. Salió al paseo del Prado por la orilla del Palacio de Villahermosa ocupado por el legado Von Thyssen y siguió acera arriba tratando de ganar a pie el remoto horizonte de la Castellana convertida en Manhattan. Madrid le equivocaba las distancias. Su sentido de la orientación se había quedado atrapado en Barcelona por lo que a medida que los minutos se acortaban y la lejanía manhattiana seguía donde estaba le asaltó la duda de si reclamar un taxi o telefonear al joven Conesal para que viniera a buscarle el Jaguar de papá. Se metió en un café para telefonear y no se dio cuenta de que se trataba del Gijón hasta que estuvo dentro de la ratonera.

—¿El señor Álvaro Conesal?

—¿Quién le llama?

—Pepe Carvalho, el detective privado.

—¿Puede informarme del motivo de su llamada?

—Debo encontrarme con el señor Conesal a las once y no veo la manera de llegar a tiempo. ¿Podrían enviarme un coche?

—¿No encuentra taxi?

—Don Álvaro Conesal me ha ofrecido el Jaguar para mis desplazamientos por Madrid.

—El señor Conesal dispone de tres Jaguar. ¿Cuál de los tres?

—Póngame el más bonito. Creo que era verde.

—¿A qué altura está usted?

—Estoy telefoneando desde el Café Gijón.

—¿Para venir del Gijón aquí pretende usted que enviemos el Jaguar Daimler…?

—Señora. No se extralimite. Consulte con don Álvaro y dígale simplemente que Carvalho espera el jaguar en el Café Gijón.

A aquellas horas de la mañana el café sólo albergaba consumidores de cortados más alguna porra fláccida que había perdido su consistencia inicial, pero en homenaje al imaginario de la porra pidió una Carvalho y la masticó por si se convertía en un sucedáneo de la magdalena de Marcel Proust y le recordaba tiempos y porras mejores. Se había sentado en una mesa asolada casi unida a otra en la que departían dos hombres acuarentados, el uno llevaba una camisa blanca sucia, como el pelo cano despeinado sobre la pálida tez que le dejaban libre dos ojeras que parecían buscar la otra cara de la tierra. Pronunciaba a borbotones frases que eran versos obstruidos por una boca llena de piedras que le hacían daño. El otro disponía de una pulcritud bien diseñada de violinista italiano soltero y algo latin lover, aunque alguna tensión ocultaban sus manos demasiado móviles mientras escuchaba el memorial de agravios de su desarrapado compañero.

—Yo creía que la literatura me permitiría tocar la tristeza viscosa del mundo, el desencantado borde de una ciénaga absurda, en mis manos un animal inmundo, salvaje como el negro agujero de ese cuerpo que me hace soñar.

No estaba borracho pero tampoco estaba en la lógica del Gijón ni en la incomodidad de su compañero que le respondía frases inconcertables.

—Yo me meto en un armario y me lo consulto todo, mientras afuera me esperan las abuelas más tenaces. El otro día le dije a un taxista patriota: Colón no era español. Colón era de Génova.

—Todos los académicos tienen el alma llena de hormigas rojas, menos Pedro Gimferrer que ni siquiera tiene hormigas en el alma.

—Desde el armario veía cómo se depilaba aquella mujer. Sólo una pierna. Sabe que me molesta todo lo asimétrico.

—Hay que conquistar la desesperación más intransigente. Pedro Gimferrer lleva una peluca de paje del poder cultural. Yo quisiera ser piel roja.

—La otra pierna no se la depilará hasta que yo me suicide.

—Leí mucho y no recuerdo nada.

—Pero me preocupa el hecho de que de tanto estar en el armario me he convertido en dos personas y una de ellas no soporta a la otra. Lo terrible es que no sé si yo no soporto a la otra o la otra no me soporta a mí.

—¡Qué error ser yo debajo de la luna!

—¿Su amigo no va a tomar nada?

El hombre del armario levantó la vista hacia el intransigente camarero que parecía guardar antiguos rencores contra el hombre sucio y despeinado. Trató de ser convincente por el procedimiento de lanzar una mano al vuelo, bien porque quisiera que el camarero volara o bien porque expresara que su compañero de mesa estaba volando. Pero el hombre que se consideraba un error bajo la luna había perdido ambigüedad en la mirada y la tenía concentrada ora en el camarero ora en su compañero aficionado a los armarios. Parecía satisfecho por la tensión creada y exigió con dureza extrema:

—¡Tres litros de Coca-Cola!

—¿A quién le espera un Jaguar?

Todos los rostros se volvieron hacia el limpiabotas que ofrecía Jaguar desde la puerta y Carvalho dejó las monedas de su consumición sobre el plato para inclinarse luego hacia el hombre del armario.

—¿Vamos? Nos han venido a buscar.

Una alarma salvaje se había apoderado de los ojos y la actitud del hombre de las ojeras vencidas.

—¿No te irás sin darme algo de pasta?

Porque el otro se había levantado precipitadamente contagiado por la urgencia de Carvalho.

—Claro que no.

Sobre la mesa quedó un recortado billete de dos mil pesetas enrojecidas y la mano dentada del hombre angustiado bajo la luna se apoderó de él exhibiendo unas uñas largas, enlutadas y rotas. Ahora sus ojos exigían a Carvalho.

—¿Y tú?

—Yo ya acabo de hacer la buena obra del día.

Carvalho avanzó hacia la puerta y sentía tras él la precipitada huida del hombre liado con una mujer asimétricamente velluda. Nada más traspasar el dintel del Gijón, se puso al lado del detective.

—No le conozco de nada, ¿verdad?

—De nada. He pensado que debía salvarle de aquel tormento.

—Es un gran poeta pero está entre las ruinas de su inteligencia convencional. La otra inteligencia la tiene intacta, pero no es comunicable. Mi inteligencia es convencional y aunque hago lo que puedo, no comunicamos. Su sistema lógico me colapsa y no tengo otra salida que oponerle otro igualmente absurdo. Es como un diálogo entre instrumentos de jazz.

—Si quiere huir más lejos, suba. Puedo dejarle en cualquier parte.

El chófer vestido de almirante de la marina suiza les estaba ofreciendo la puerta abierta del Jaguar y así como Carvalho se metió en él con una recién adquirida naturalidad, el otro lo hizo poco a poco, como si se tratara de una Cenicienta inseguramente dispuesta a meterse en la calesa del príncipe. Y una vez dentro su mirada iba de los acabados del coche a la evidencia de que Carvalho no era el príncipe, aunque se estaba sirviendo un copioso whisky del mueble bar rutilante y le instaba a que aceptara uno. No se hizo rogar el invitado de Carvalho y se le ocurrió un espontáneo brindis cuando chocaron sus vasos semillenos en la religiosa penumbra del Jaguar Daimler.

—Por nuestra juventud en que llenos de inquietud, tuvimos fe y deseos de vencer.

Carvalho secundó el brindis, bebió un breve pero intenso trago de aquel malta reserva.

—Usted acaba de recitar un fragmento de una canción tabernaria inglesa que cantaba Mary Hopkins.

—¡Qué sensibilidad la de los propietarios de Jaguar!

—El Jaguar no es mío. Usted y yo somos invitados de un pillastre riquísimo que se llama Lázaro Conesal. Un rico como hay pocos, de los que enseñan los aviones privados y los Jaguar. ¿Quién era su compañero de juerga literaria?

—El nombre no le diría nada. Tiene el cerebro hecho papilla y sólo se le convierte en un músculo poderoso cuando escribe poemas, cada vez más licuados. Se pasa media vida en sanatorios mentales y la otra exhibiendo su condición de sensibilidad maldita, de acusación para todos los que estamos integrados porque hemos de pagar alquileres y comprarles discos compactos a nuestros hijos.

—Usted también es escritor.

—Leo hasta entrada la noche y en invierno trabajo en Iberia.

Carvalho se había puesto soñador y de pronto recitó bruscamente algo que parecía un verso.

—Siempre se espera un verano mejor y propicio para hacer lo que nunca se hizo.

Contuvo su compañero una espontánea señal de alarma y recuperó su estructura literaria defensiva.

—Sólo salgo del armario para preguntar cuántas cosas todavía se desconocen.

Carvalho aprobó con un cierre de ojos fulminante.

—Tiene usted los reflejos bien preparados. No tema. Superará todos los encuentros con el poeta ese licuado. Me temo un día ferozmente literario. Madrid es una ciudad muy literaria, por lo que veo. Esta noche he de asistir a la concesión del premio Venice-Fundación Lázaro Conesal, de Literatura naturalmente. Debe de ser un premio muy bueno porque lo dotan con cien millones de pesetas.

—No falla, si es el más caro es el más bueno. Conesal es el emblema de los nuevos ricos del nuevo régimen democrático. El self made man que trafica con las mejores influencias y sorprende a los tiburones fingiendo el lenguaje del delfín y a los delfines mordiéndoles como un tiburón.

—¿Quién podría matarle?

—Todos los cadáveres que él ha matado insuficientemente. Y además ha amenazado con contar todos sus lazos con el poder si el Banco de España y el fisco se meten en sus negocios financieros y en sus impuestos.

—¿Cómo se ha enterado de todo esto?

—Escucho las tertulias radiofónicas, ¿usted no?

—Me doy cuenta de que ni siquiera tengo una radio.

El coche se había detenido al pie de la torre Conesal. El prisma más emergente de todas las construcciones cristalográficas del Kripton manchego, con cristales oscurecidos, como respetando la cultura ibérica de la ocultación de lo ya de por sí oscuro. El edificio tenía algo de tétrico de lujo y Carvalho saltó a la acera seguido por su compañero de viaje, dedicado a despedir con la mirada al lujoso Jaguar. Luego se dirigió al chófer.

—¿Me deja tocar el animalito?

Su dedo señalaba al jaguar dorado que permanecía al acecho en la punta del morro.

—Es que es de oro de verdad.

—Sé tocar el oro sin mancharlo.

—Toque, toque —le instó Carvalho sin respetar la prevención del chófer y así hizo el escritor armariofílico hasta conseguir la mueca del deleite y la suficiente liberación de espíritu como para darle la mano a Carvalho en señal de despedida.

—Vuelvo a mi armario y si alguna vez necesita un favor en cualquier atasco aéreo, pregunte por Juan José Millas y le facilitaré el asiento del copiloto.

Todo el contento del escritor era descontento en el chófer bajo su gorra de almirante, dedicado a sacar brillo al jaguar de oro con el revés de la manga o tal vez le quitara las manchas dejadas por el tacto del intruso mientras refunfuñaba un convencional después todas las broncas serán para mí y Carvalho se metía en el edificio en busca de los ascensores más vertiginosos. La primera observación que ratificó la impresión de madrugada es que en los ascensores no había mueble bar y tal vez carecían de la voluntad de ostentación de todo cuanto rodeaba a los Conesal, como si el ascensor no fuera un lugar apropiado para la teatralización de la abundancia. Tal vez porque era demasiado veloz y no daba tiempo de tomarse un whisky ni de fijarse en los detalles por muy rutilantes que fueran, aunque viajaras, como Carvalho, hasta el piso veintipico. Otra cosa era en cambio la recepción inacabable tan llena de azafatas mareantes recién salidas de una Universidad de Azafatas financiada por la Mac Donalds, a juzgar por las virtudes proteínicas de las muchachas, de la más compacta carne picada, pura contención muscular, volúmenes elásticos que arrancaban al espacio su mismidad con una delicadeza persuasoria. Sus ojos, no obstante, fueron requeridos por un ruido visual: una de las azafatas más doradas lloraba quedamente junto a la puerta de un ascensor mientras soportaba la contenida bronca de una mujer angulosa que no encajaba entre tanto esplendor en la hierba artificial. Pero no pudo interesarse demasiado por la peripecia. Carvalho fue introducido en un salón donde la moqueta incluso tapizaba las grandes ventanas abiertas, porque el Madrid Manhattan parecía un tapiz posmoderno, veladas sus audaces aristas por un filtro azulado, casi el mismo azul de la moqueta, que lo suponía realidad urbana inmersa en una pecera. Allí sí había bar más que mueble bar y tras la barra un barman profesional cuya fisonomía le era familiar, tal vez porque iba disfrazado de barman de película años cuarenta, era un calvo con tupé de guitarrista mexicano en películas norteamericanas de bajo presupuesto, tenía orejas caedizas, ojos glaucos, pero inspiraba confianza como esa raza de barmans que consienten que les cuentes tu vida a cambio de que te tomes cuatro cócteles que le permitan lucirse: el Dry Martini, el Singapur Sling, el Gimlet y el Manhattan, los cócteles más literarios. A las once de la mañana tomarse un Dry Martini es como pegarse un martillazo en el cerebro, lo que puede recetarse a las ocho de la tarde, pero no a una hora en la que el cerebro permanece en fase adolescente y aún no ha comprobado que todo sigue igual. Pactó con el camarero un Singapur Sling y complicidad sobre los orígenes míticos del brebaje, pero aunque el hombre no había leído a Somerset Maugham, ni había estado nunca en Singapur ni por lo tanto en el Raffles, el hotel original del cóctel, ni siquiera leído o visto en el cine Saint Jacks, estaba muy bien predispuesto a enriquecer su nivel cultural.

—Singapur Sling: 4/5 de ginebra, 1/5 de brandy, 1/2 de limón. Me encanta que los clientes me ilustren. No basta con ser un buen técnico en coctelería, que lo soy, aunque me esté mal el decirlo. Pero saber el origen de los placeres aumenta la posibilidad de gozarlos.

El barman no era poeta, pero sí licenciado en Hispánicas especialista en los misterios de El Lazarillo de Tormes todavía por desvelar, a pesar de los empeños que habían puesto en este cometido cinco mil especialistas como los que citó a un Carvalho desarmado y desalmado, de los que sólo consiguió recordar apellidos de fácil memorización como Rico o Gullón.

—¿Cómo se llama usted?

—Simplemente José.

—Me suena, ¿usted no era el chófer que me ha acompañado desde el aeropuerto? ¿Y el que me acaba de traer desde el Café Gijón?

—El mismo. A don Lázaro le encanta verme cambiar de cometidos. Soy paisano de don Lázaro y me distingue con su confianza. Yo iba para hispanista o para actor de teatro. Aquí donde me ve, yo compro todo lo que don Lázaro necesita de inmediato dentro de este edificio o del Venice, desde la pasta de dientes hasta las cosas más habituales de farmacia o las bebidas que aquí se sirven. De hecho me contrató la señora Conesal, doña Milagros Jiménez Fresno, que es la madrina de mi hermana chica, María, que también trabaja aquí como azafata. Mi madre había servido en la quinta veraniega de los Jiménez Fresno y conocía a doña Milagros desde la adolescencia.

—¿Y qué hace un hispanista como usted detrás de la barra de esta pecera?

—Mi hermana es licenciada en Biológicas y trabaja aquí de azafata.

—¿Es rubia?

—Como todas. Aquí sólo hay azafatas rubias. Mi hermana es rubia. Ya le he dicho que se llama María y trabaja aquí de azafata.

—¿Teñidas? Las mujeres teñidas son como cócteles. Una manera de crear otra naturaleza. ¿Qué cócteles le parecen a usted esenciales?

—Sin ánimo de sustituir su propia jerarquía de valores, para mí los cócteles básicos y clásicos son Alexander, Alaska, Bloody Mary, Americano, Bronx, Claridge, Daiquiri, Manhattan, Dry Martini y Old Fashioned. ¿Se ha fijado usted en la poética de los títulos?

—Para mí no hay otra poética que la del paladar. Los cócteles ni siquiera merecen olerse. Muy pocos, como el Dry Martini, tienen un olor misterioso, mestizo, a ginebra aterciopelada por el fantasma frío del vermut desaparecido. Yo tengo una barwoman blanca en Barcelona que se llama Dolors y me hace un Dry Martini con Nouilly Prat, no con Martini. Es otra cosa.

—Más bronca, me imagino.

—Más bronca y más enmascarada. Los cócteles son máscaras. ¿Tiene usted alguno preferido?

—Soy abstemio. A la fuerza. Los médicos.

Una de las puertas de comunicación con la otredad se abrió bruscamente y en el marco se situó la silueta de una mujer de excelente dorso, con las curvas en su sitio, las pantorrillas palpables y una espalda avispada y recta, pero de voz estridente sobre todo por lo que decía y cómo lo decía hacia la habitación que estaba abandonando.

—Álvaro, ¡eres un hijo de la gran puta!

Simplemente José desapareció en el interior de la cocinilla adjunta al bar y Carvalho no tuvo más remedio que contemplar el dorso de la mujer y esperar acontecimientos que no tardaron en llegar. Álvaro Conesal salió del despacho, se precipitó sobre la dama, la cogió por un brazo y la volvió a introducir de un brusco tirón, para cerrar a continuación la puerta con la misma agresividad con que sellara su derecho a la intimidad frente a la mirada alertada y algo irónica de Carvalho que el hombre desafió durante un segundo. A solas con su Singapur Sling, Carvalho recuperó al barman Simplemente José recién llegado de su corta huida, silencioso y mañoso en borrar las huellas de lo que había preparado y servido.

—¿Es habitual?

—¿A qué se refiere usted?

—Creo haber observado que el príncipe heredero de este imperio ha sido gravemente insultado en nuestra presencia.

—No he percibido exactamente las palabras.

—Ha sido calificado como hijo de puta.

El barman suspiró para liberarse de la tensión y señaló un rincón de la habitación con una mano mientras utilizaba un dedo de la otra para invitar a Carvalho a la prudencia o al silencio. Luego escribió en uno de los redondeles de papel destinados a soportar las copas: Hay micrófonos por todas partes. Carvalho trató de leer en los ojos amarillos del barman abstemio el porqué de tanta confianza. Vio en ellos la nostalgia cómplice de un bebedor capado por los médicos. Le quitó el rotulador de la mano y escribió en el redondel bajo el mensaje del barman: ¿Cómo se llama la dama insultante? El barman estaba dispuesto a proseguir la correspondencia: Beba Leclerq, señora de Pomares & Ferguson. Carvalho aprovechó su turno: ¿Negocios? ¿Sexo? El Simplemente José no cejó: Negocios y sexo. Era el punto adecuado para preguntar: ¿Es la amante de Álvaro Conesal? Y de responder: Del padre.

—¿Y cómo ha conseguido pasar del hispanismo a la coctelería?

—Formación profesional acelerada. No encontraba trabajo como profesor, ni siquiera como profesor de párvulos, de párvulos, yo que había tenido un premio de Doctorado sobresaliente cum laude con un tribunal presidido por el académico don Francisco Rico. Era una tesis exhaustiva sobre la reordenación de los estudios sobre el Lazarillo, muy celebrada por los lazarillistas más eminentes, desde Víctor García de la Concha hasta don Claudio Guillén, mi maestro en Literatura Comparada. Nada del Lazarillo me era ajeno, considerado como la pieza clave en la invención de la novela, tal como lo leyeran y divulgaran Francisco Rico y Miguel Requena. Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga cosa buena, mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come. Otro se pierde por ello y así vemos cosas tenidas en poco por algunos que de otros no lo son.

No sabía Carvalho por dónde volaba la pájara del barman pero alguna locura literaria le había comido el seso.

—¿Qué le parece? Puedo pasar sin transición del habla común a la sintaxis del Lazarillo. Suplico a Vuestra Merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico; si su poder y deseo se conformaran…

—¿Y me sabría usted hacer una caipirinha?

—Cachaza, lima, azúcar, hielo. La cachaza es de la familia de los aguardientes combinadas con el limón.

—La cachaza es algo más que un aguardiente. Es el alma de un pueblo mestizo. Usted que es un mestizo profesional, ¿también lo es genéticamente?

—Mi nascimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre y fue desta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña…

Mientras recitaba fragmentos de El Lazarillo construía la caipirinha y en éstas le sorprendió la puerta abierta de par en par y la emergencia de Álvaro Conesal. Llevaba pantalones de piel y un chaleco de cashmire sobre una camisa a cuadros de campeón de rodeos. Señaló con el dedo la caipirinha exigiendo otra para él y esperó a paladearla antes de entrar en contacto verbal con un Carvalho con los codos apoyados en la barra de madera de teca, entre las manos la copa como si la consagrara y la mirada recorriendo las etiquetas de las botellas que respaldaban al hispanista. Álvaro bebía y meditaba, para finalmente invitar a Carvalho que le siguiera con un gesto irrechazable, de auténtico master en gestualidad, mientras emprendía la vuelta a su despacho con el vaso de caipirinha entre las manos. El despacho y el detective eran viejos conocidos, pero a estas horas del mediodía le sorprende menos todo lo sorprendente, salvo la entrada en conversación de Álvaro.

—Cosas como las que usted ha visto son las que debemos prevenir esta noche. Una mujer despechada. Un tipo de la competencia que afrente a mi padre en público. La imagen de mi padre está pasando por un mal momento. Se especula sobre la posibilidad de que el Gobierno intervenga en sus negocios, especialmente en los directamente financieros o en las carteras industriales relacionadas con los negocios financieros. Estamos en un final de época tumultuosa y el poder morirá matando. Cualquier escándalo lanzaría encima a la jauría de los medios de comunicación contrarios a mi padre y los que tiene comprados o intervenidos ya no se atreven a dar la cara por él. Ni siquiera podemos fiarnos de la policía. Este Gobierno no tiene escrúpulos.

—La mujer que he visto, ¿es de temer?

—Ella quizá no. Su marido sí. Es un pedazo de carne bautizada y confirmada en las iglesias del Opus Dei, un señorito bodeguero jerezano del Opus Dei, del sector más rico pero también más tonto del Opus Dei. Puede ser fácilmente manipulable. Mi padre no lo tiene demasiado bien con los del Opus y vuelven a ser peligrosos. Mi padre dice que tras veinte años de descanso histórico tras la muerte de Franco, su gran celestina, vuelven a la carga.

—Tal vez sería conveniente que usted me hiciera un inventario de peligros potenciales. Deben controlar a los invitados.

—Sabemos a quién hemos invitado y por qué, pero hay una veintena de personajes que a priori pueden crear problemas. Lea esto.

Le tendió una revista de economía abierta. El título era prometedor y campeaba sobre una enorme fotografía del busto de Lázaro Conesal ladeado, con la mirada inquisitiva puesta en algún lugar del mundo que quedaba más allá de la revista: «Alí Babá y los cuarenta ladrones». «Lázaro Conesal se defiende desde dentro de su cueva». «En la historia de la Banca Conesal se han reflejado las principales debilidades del sistema capitalista español, aspecto más importante que los 800.000 millones de pesetas necesarios, según los expertos, para sanear las heridas financieras creadas por Conesal y sus principales cómplices Regueiro Souza e Iñaki Hormazábal, cada vez más distantes de su capitán, pero implicados como él en el desaguisado. Hormazábal ya ha tomado posiciones de despegue con respecto a su socio en una maniobra de desenganche de intereses comunes en distintas sociedades. Parece ser que el Banco de España va a salir del pasotismo asumido en relación con los negocios de Conesal, un hombre demasiado temido por el gobierno socialista habida cuenta de lo mucho que sabe sobre las finanzas internas del PSOE. A estas alturas, Conesal persigue un pacto con el Banco de España a cambio de perder la memoria y de no poner en curso un libro blanco sobre sus relaciones con el poder. A pesar de la prepotencia asumida por el financiero, hace tiempo que se especula sobre los agujeros negros de su gestión económica maquillados con la habilidad que siempre ha tenido Conesal para convertir los agujeros en montañas y las derrotas en victorias. El Banco de España estima que el déficit de provisiones para la cartera de créditos de la Banca Conesal se elevaba a 300.000 millones de pesetas…». A Carvalho le irritaban aquellas cifras excesivas y devolvió la revista al especiante heredero.

—Ya veo que la cosa está muy mal.

—¿Se ha fijado en quién firma esta información?

—No. Pero tampoco me hubiera dicho nada su nombre. No soy habitual a revistas tan llenas de dinero.

—Es Barcenas, la garganta profunda de los Valls Taberner y si me apuran de todos los grandes bancos, encabezados y teledirigidos por el gobernador del Banco de España.

Decía cosas indignantes pero no parecía indignado, ni siquiera manifestó entusiasmo cuando caracterizó a su padre.

—No aceptan lo nuevo. Mi padre es lo nuevo. Ellos son la oligarquía de siempre.

—Le aseguro que mi listón a la hora de concebir cualquier cantidad de dinero son las cien mil pesetas, de cien mil pesetas en cien mil pesetas.

—El dinero no existe —masculló Álvaro y se ensimismó para volver al poco rato a Carvalho como apreciando una vez más si no se había equivocado de persona.

—Mi padre quiere hablar con usted, pero antes concederá una entrevista a dos estudiantes de Economía que vienen a por él. Deben de tener un profesor socialista o poscomunista y les ha dicho: A por Conesal, que es el responsable de la cultura del pelotazo, del capitalismo especulativo. ¿De qué restaurante quiere el menú? —ofreció, mientras corría las hojas de una guía para gourmets encuadernada en una piel tan cara como la madera del sobre de la mesa, la moqueta, los cristales insonorizadores, la limpieza de dientes que demostraba la sonrisa del heredero—. Podemos hacernos traer la comida del mejor restaurante de Madrid.

—¿No podríamos ir allí? Me encanta conocer maîtres nuevos.

—Mi padre sólo va a un restaurante a pactar con ministros extranjeros. De ministros extranjeros abajo, ninguno. Dice que no saben comer o lo han olvidado porque se sienten amenazados por el colesterol y pueden sentirse impresionados por el ritual de la restauración de Madrid.

—París tampoco está mal.

Algo escéptico el joven masculló «Robuchón y todo eso», pero lo suyo era hojear la guía gastronómica y leer propuestas:

—Jockey, langostinos al caviar, por ejemplo, y un brioche con tuétano y foie que quita el hipo. Zalacaín, ¿qué tal unos muslos de pato guisados con verduritas? Club 31, le aconsejo una ensalada tibia de patatas con hígado de pato. El Amparo, rabo de buey guisado al vino tinto. El Bodegón, un plato de caracoles sin trabajo con salsa de berros. Príncipe de Viana, muslo de pato con lentejas. Arce, salmonetes con ajos tiernos y vinagreta de tomate. Cabo Mayor, ensalada de pasta y carabineros. El cenador del Prado, muslo de pato confitado…

—Demasiado pato. Al que ha hecho esa guía le entusiasma el pato.

—¿No le gusta a usted el pato?

—Me entusiasma y aquí donde me ve yo he probado un canneton a la Tour d'Argent, en el restaurante que le da nombre.

—Si prefiere usted pedimos un ragout de venado en Horcher.

—Será de venado con corbata, porque en Horcher no dejan entrar ni salir a ningún ser vivo ni muerto sin corbata. Dejo el menú a su libre elección.

—No tan libre. Ha de pasar por la aprobación de mi padre.

Una llamada del interfono anunció la llegada de alguien que Álvaro Conesal identificó como las dos entrevistadoras. Álvaro se había echado a reír.

—Estas dos chicas no saben dónde se han metido. Mi padre siempre pide dossiers de todos los que le vienen a hacer entrevistas, aunque sean novatas como éstas, dos estudiantes de Económicas que quieren denunciar los manejos del Gran Tiburón.

—¿Qué dicen los dossiers?

—Dos chicas de desiguales familias, pero tirando a buenas familias. Las dos militan en todas las ONG que existen, es decir, en las Organizaciones No Gubernamentales. Son los rojeras del presente que no tienen futuro. ¿Me permite?

Álvaro dejó sólo a Carvalho en el despacho y salió a la recepción azul en la que el detective había intimado con el barman. Carvalho se acercó al resquicio que dejaba la puerta entreabierta y allí estaban la morena y la rubia, tiernas como gacelas, pero rígidas como panteras dispuestas a saltar al cuello del financiero más mitificado de España. Tenían cara de niñas demasiado sexuadas para su edad o tal vez simplemente tenían demasiado cara de niñas para las vibraciones sexuales que emitían, sobre todo la rubia. Fingían una relajada alegría a la espera de que el fingimiento se convirtiera en la pose necesaria para hacer frente al entrevistado. Pero cuando se abrió una puerta hasta entonces casi inadvertida por la que penetró el cincuentón atezado, de cabellos rubios en el límite de la plata culminando una arquitectura de bronce, la piel, y oro, el Rolex, las dos muchachas aproximaron sus cuerpos para protegerse y emitieron voces estranguladas cuando Lázaro se apoderó sucesivamente de una de sus manos y las besó como si no las viera bien. Precipitaron las chicas la situación sacando blocs, magnetofones, bolígrafos, dossiers, prisas y creyó Carvalho llegada la hora de dejar solos al Tiburón y a aquellas dos pescadillas que ya estaban mordiéndose la cola nerviosamente. Pero Álvaro le detuvo con un gesto imperioso, de los mejores gestos del mejor master de gestos, al tiempo que le encarecía:

—Nada de retiradas. Mi padre quiere dedicarnos el espectáculo.