ERA INEVITABLE, e inevitado por buena parte de los asistentes, pasar el filtro de periodistas más o menos especializados en premios literarios, merodeantes en torno a críticos y subcríticos establecidos que habían acudido al reclamo para gozar la sensación de que no eran como los demás y podían asistir a la concesión del Premio Venice-Fundación Lázaro Conesal, cien millones de pesetas, el más rico de la literatura europea, a pesar del desdén que siempre les había merecido la relación entre el mucho dinero y la literatura, obviando a un sesenta por ciento de los mejores escritores de la Historia, pertenecientes a familias potentadas, cuando no oligárquicas. Las cámaras de todas las televisiones habían seguido la entrada de los personajes más conocidos, bien porque las caras les fueran familiares, bien bajo las órdenes del jefe de expedición experto en el quién era quién. Pero luego se habían aplicado a describir el marco, ávidas de reflejar la exhibición de «… un diseño lúdico que expresa la imposible relación metafísica entre el objeto y su función», según explicaban los folletos propagandísticos del hotel. El comedor de gala del hotel Venice reunía todo el muestrario del diseño de vanguardia que había conseguido dar a las mesas un aspecto de huevo frito con poco aceite y a los asientos el de sillas eléctricas accionadas por energía solar como una concesión a la irreversible sensibilidad ecologista. La luminosidad emergía de la yema del supuesto huevo frito, acompañado de la guarnición de alcachofas, zanahorias, puerros, cebollas, vegetales silueteados que colgaban de techos y paredes según el diseño de un niño poco amante de las hortalizas. Lázaro Conesal, propietario del hotel y de buena parte de los allí congregados, había encargado el diseño del Venice al ala dura de los discípulos de Mariscal, capaces de superponer a la poética de los sueños peterpanescos de Mariscal el desafío sistemático a la grosería funcional del objeto. Bastante libertad de iniciativa se había dado a la naturaleza antes de que naciera el diseño, y así eran como eran las manzanas y los escarabajos, subdiseños creados por una nefasta evolución de las especies en la que no había podido intervenir ningún diseñador. A Lázaro Conesal le habían hecho mucha gracia estas teorías, desde la creencia firme de que la teoría no suele hacer daño a casi nadie, otra cosa son los teóricos, pero los teóricos de los objetos no suelen ser peligrosos.

—Me apunto a la subversión de los imaginarios —le había declarado a Marga Segurola cuando le hizo una entrevista para El Europeo.

—¿Y a las otras subversiones?

—Ah. Pero ¿hay otras?

Marga Segurola multiplicaba ahora sus piernas cortas de ciempiés de sólo dos patas para acercar su sonrisa cínica y su lengua bífida a los escritores que llegaban bajo sospecha de haberse presentado al premio con seudónimo.

—¿Cuánta pasta gansa te han largado sólo para figurar entre los sospechosos de haberse presentado? ¿Cuánta pasta por ganar el premio? ¿Necesitas los cien millones de pesetas a cambio de vender tu alma a ese parvenu?

Había escritor que trataba de justificarse, otros se le escapaban de las garras llevando la conversación hacia la sorprendente escenografía.

—Tú que eres tan enciclopédica, Marga. ¿De qué estilo es esto?

—Posmariscalismo. Me lo contó el propio Lázaro Conesal. Posmariscalismo heavy.

—¿Catalán?

—Catalano-valenciano-micénico-balear.

—Lo catalán nos invade.

—Pues el dueño del hotel es de Brihuega.

—Lázaro Conesal. Creo que los vinos que se sirven también son suyos y seguramente cenaremos algo relacionado con el salmón. Tiene piscifactorías en las islas Feroe. Espero que sirva cocaína propia después de los postres.

—¿Un traficante mecenas?

—Al menos, consumidor. Hay que diversificar los riesgos morales.

Editores y agentes literarios profesionales acompañaban a sus escritores preferidos, siempre recelosos de que se les fueran con la competencia, angustiados los editores por el mucho dinero que Conesal podía poner sobre el tapete verde del mercado literario y alertados los agentes literarios ante la posibilidad de que la fortuna de Conesal entrara en el juego de la subasta de las novedades de sus pupilos.

—No están todos los que son.

—¿Por ejemplo, Marga?

—Pues no se ve al superagente literario 009 con licencia para matar, Carmen Balcells. Eso quiere decir que no tiene bien colocado ningún caballo para el premio.

—O que ya lo tiene en el bolsillo.

Comenzaban a aparecer managers de editorial de la serie Terminator, especialistas en rejuvenecer editoriales por el procedimiento de despedir a todos los mayores de treinta y cinco años, fueran recaderos o escritores en su tercera fase, con la astucia de excluir del despido a los propietarios, aunque se lo merecieran. Tampoco se conocía caso alguno de ejecutivo bioagresivo de esta naturaleza que se hubiera cesado a sí mismo una vez cumplidos los treinta y cinco años. Se decía de alguno o alguna de estos nuevos profesionales que llevaba pistola sobaquera, spray paralizante o navaja en la liga, ante los odios concitados, estrictamente literarios, pero habida cuenta de que los Terminators de editorial no leían casi nunca, confundían la violencia de las miradas letraheridas con la violencia terrorista desestabilizadora de las reglas de la perpetua y fallada dialéctica entre lo viejo y lo nuevo. Mesas de libreros y libreras con sus cónyuges, vestidos de fiesta del dinero y de las letras, vendedores privilegiados de obras enciclopédicas con ganancias de veinte a treinta millones al año, escritores habitualmente asistentes a premios, fuerzas vivas o supervivientes de la cultura, políticos deseosos de connotaciones culturales, escritores secretos dedicados a la abogacía, la medicina o al tráfico de influencias, aquella noche cohabitaban con representantes de la nueva clase social del Régimen democrático, los nuevos ricos que habían prestado al nuevo poder socialista el colchón de una oligarquía joven que les debía el despegue de su riqueza y algunos tiburones de la oligarquía de siempre que debían algún favor o esperaban debérselo al anfitrión, Lázaro Conesal, conocido como «El Gran Gatsby» en los cenáculos literarios cincuentones donde conservaban todavía la memoria del personaje de Scott Fitzgerald. Todos atendían con una especial tensión el perfume de una nueva transición, irreversible, les parecía la derrota progresiva y final de los socialistas y el retorno al poder de una derecha nacida para gobernar en España desde la época de la horda prehistórica. Incluso se apreciaba una incorporación de efectivos culturales de la nueva derecha, del Partido Popular, ávidos de ir ocupando posiciones en territorios culturales casi copados por las izquierdas durante la Primera Transición. Una de las actividades más excitantes de la noche sería la de descubrir cuántos invasores del PP se habían infiltrado en las mesas más culturalizadas. No faltaban mesas corporativas como la formada por los principales tertulianos radiofónicos, periodistas o escritores dedicados al arte de revisar toda la realidad nacional y humana, todas las mañanas, por orden temático casi alfabético que iniciaban la sesión privada y nocturna intercambiándose información sobre las dificultades de Lázaro Conesal con el Banco de España y el mismísimo Gobierno.

—¿Y a un crítico de tu prestigio qué se le ha perdido en esta subasta de plumas vendidas?

Altamirano se pasó una mano por su inmensa frente para abortar las perlas de sudor que solían adornarla y dulcificó la segunda mirada que dedicó a Marga Segurola. Ella no se había impresionado por la primera, pero pactó con la segunda y dedicó una sonrisa a la oración compuesta que salió algo seseante de los labios del crítico literario más temido y criticado del Estado.

—¿Y qué le trae por aquí a la Elsa Maxwell de la literatura al sur de Río Grande?

—Cómo se nota que eres un carroza, hijo.

¿Cómo se te ocurre utilizar el referente de Elsa Maxwell? ¿Quién sabe hoy día quién era Elsa Maxwell?

—No eludas la cuestión, Marga. Con la cantidad de dinero que tiene tu familia, ¿por qué te dedicas a hacer ver que te interesa la pureza de la literatura?

—Familias como la mía son las que han propiciado la mejor literatura que se haya escrito. La peor siempre ha sido a costa de los obreros y los pobres. ¿Quién lee a Gorki? ¿A O'Casey?

—Que tu familia sea literaria no quiere decir que tú lo seas.

—Tengo una novela inédita en la que describo con todo lujo de detalles lo que siente una mujer cuando se da cuenta de que ha tenido la primera regla.

—¿Cuatrocientas páginas?

—No. Voy de light. Escribir cuatrocientas páginas es una horterada. Ciento cincuenta a triple espacio de ordenador, pero con una gran complejidad técnica y lingüística y cito de vez en cuando a Steiner.

—¿Al estilo de tu admirado Narciso Arroyos, como si el lenguaje fuese a hacerse una prueba al sastre? Es bonita la definición de Arroyos, ¿no? Se la debo a Álvaro Pombo que a veces maneja el bisturí de precisión.

—Fuiste tú quien puso por las nubes a Narciso Arroyos.

—¿Yo?

—Cínico. Fue uno de esos escritores a los que tú señalaste con el índice y clamaste: es el escritor mejor situado ante el año dos mil. Aunque eso se lo prometes a todos.

—Es que siempre me paso. Con el tiempo que faltaba todavía… A veces hago balance de todos los escritores a los que les he prometido estar en primera posición en el año dos mil. Me salen cincuenta y tres. Tú misma. Quizá tú estés muy bien situada en el año dos mil. Pero apresúrate, porque ya estamos en 1995 y sólo te quedan cinco años para colocarte entre los cinco mil mejores novelistas españoles. Así que tu novela es compleja, compleja. Debe leerse morosamente. Como la buena literatura. O no leerla. A veces no leer una obra magistral es el mejor servicio que el lector puede hacerle a un autor magistral. Saber que es buena y ya basta. Ciento cincuenta folios a tres espacios. Un viaje en taxi.

—A la velocidad que tú lees, seguro.

Si algún ingenuo mirón de la sociedad literaria asistía al diálogo entre la Segurola y Altamirano veía que llevaban las manos y las muecas enlazadas, mientras las sonrisas rígidas procuraban estar a la altura de las palabras homicidas. Estaban frente a frente el poder mediático y el poder crítico, pero los ojos inocentes no habrían tardado en saltar a otras parejas, otros tríos, grupos de letraheridos que se iban formando entre amabilidades de reencuentro, para solaz de los profesionales, financieros y ricos sin ubicación expresa que habían acudido al premio Venice para ver y dejarse ver. El ambiente se iba cargando de ironía e inocencia, a partes iguales.

—Yo me gano la vida con los sanitarios.

—¿Ironía o inocencia?

Oriol Sagalés, una de las eternas promesas de la literatura, capaz de haber llegado a los cincuenta años con un número limitadísimo de lectores selectos de los que conocía sus números telefónicos, incluso de las segundas residencias, había contestado suficientemente al presidente de la razón social Puig Sanitarios, S. A., luchador por una ley del mecenazgo que le permitiera tirar adelante una fundación llena de pinturas falsas carísimas y de auténticas baratísimas.

—En mi casa no había libros. Mitifiqué los libros desde niño.

—A mí me ocurrió lo mismo con los sanitarios.

—¿No había sanitarios en su casa?

—Vivía en una mansión modernista, sin la cual los Sagalés, del textil, se hubieran sentido desnudos frente a la otredad, con espléndidos, viejísimos e inmensos retretes pompeyanos «noucentistes», me parece que en Madrid a eso se le llama novecentismo, creo que diseñados por Rubio. El «noucentisme» había llegado demasiado tarde a mi casa, a tiempo sólo de ocupar los retretes, de la mano de una tertulia que mi abuelo sostenía con Eugenio d'Ors y otros cantamañanas por el estilo. D'Ors sólo consiguió que cambiáramos los sanitarios por la nueva estética, porque a él, decía, le gustaba mear sabiendo dónde meaba y un mingitorio modernista se merecía una casa de putas. Don Eugenio decía putas en catalán y así aliviaba la palabra de morbosidad y sexo. ¿A ustedes les parece que «meuca» puede querer decir puta? No llegué a conocer los mingitorios modernistas, pero me hubieran gustado más, seguro. Los «novecentistas» eran unos sanitarios falsamente prerracionalistas, en los que casi te señalaban el lugar donde debías apuntar el pipí pero faltaba el casi. Los novecentistas eran algo calvinistas, como el presidente catalán Pujol, y predicaban la obra «ben feta», bien hecha, incluso como oscuro objetivo del pipí. A los «noucentistas» les perdía el detalle doricojónico catalán. Yo prefiero la desfachatez barroca del modernismo o bien la real modernidad racionalista. Por eso añoraba los nuevos sanitarios que ustedes fabricaban. Recuerdo que cuando iba a la editorial Anagrama siempre tenía ganas de mear y sólo era para poder hacerlo en sanitarios de su marca.

—Son diseños alemanes.

—De alemanes del norte. No pueden ser bávaros. Con lo que mea esa gente sólo necesita letrinas de boca ancha.

—Del norte, desde luego.

—Tenían algo de diseño nórdico… Danés.

—En efecto. Los diseños vienen de una fábrica de Hollstein… al lado de la península de Jutlandia.

—Tengo una especial sensibilidad para lo nórdico. El norte es la razón y el sur la escupidera. Me encantaría un norte poblado de sureños racionalizados o simplemente civilizados.

—¿Y si repoblamos el norte de sureños, qué hacemos con los norteños?

—Los subiremos hasta la punta del Polo Norte y después los precipitaremos en el abismo que hay en la otra cara del planeta.

La señora Puig inclinó su cabezón peinadísimo y su escote erosionado por la edad y las consecuencias de la apertura del agujero en la capa de ozono, para hacerle una confidencia a aquella eterna promesa que desde hacía diez años recibía siempre la misma crítica, del mismo crítico, en el mismo periódico: «Uno de los fenómenos más tipificables de la Nueva Narrativa Hispánica es el de Sagalés, escritor ensimismado que sólo permite proximidades a los espíritus más dispuestos a sorprenderse todavía con una literatura opuesta a las leyes del mercado, capaces de entender la lucha casi en solitario de un escritor dotado del don de la ironía secreta como instrumento de conocimiento de un universo que él sólo sabe ver…». Sagalés vio de cerca los labios pintados y cuarteados de la dama, sus dientes limpios pero bicolores por un exceso infantil de penicilina de estraperlo años cuarenta, ojos arácnidos por un rímel contracultural años sesenta con el blanco ensuciado por venillas relavadas por colirios insuficientes años noventa.

—Usted sí que es un gran escritor.

—Muchas gracias, señora.

—No me explico qué hacemos tantos catalanes en una misma mesa.

—A los madrileños les encanta tenernos bajo control para que no les robemos el casticismo. En Madrid saben montar los carnavales y siempre necesitan algún catalán soso y aburrido que se los elogie. A cambio nos dicen que somos europeos.

—Usted no necesita prestarse a estas carnavaladas.

Sagalés trató de escapar a la confidencia sin perder la sonrisa y se encontró con la mirada sarcástica que su mujer le enviaba desde el otro lado de la mesa redonda. Dos Martini secos y ya estaba borracha. Los ojos del escritor quisieron sellar los labios de su mujer, pero ya era tarde.

—Mi marido es el escritor joven más viejo del Mercado Común.

—¿Es su esposa?

—Se llama Laura. En efecto, es mi esposa. ¿Qué mujer podría hablar a un hombre de esta manera si no estuviera casada con él?

Todos los compañeros de mesa estaban interesados por la descubierta relación entre el joven viejo escritor y aquella mujer algo fondona pero llena de redondeces cálidas que invitaban a ser miradas.

—Si a mí me habían dicho que usted…

Un codazo del primer vendedor de diccionarios enciclopédicos del hemisferio occidental español impidió que su mujer dijera lo que pensaba. Pero ya tenía encima a la señora Sagalés.

—¿Que era maricón? ¿Homosexual quizá?

—No. Soltero.

—Sí. Eso sí. Mi marido siempre ha sido soltero.

—Mi esposa es de lo más literario que tengo.

Todos, menos su mujer, rieron el sarcasmo del escritor, pero la situación pedía un descanso y el vendedor creyó llegado el momento de poner sobre la mesa las toneladas de libros que vendía al año.

—Detesto que se vendan libros.

Le cortó Sagalés, para añadir:

—Y sobre todo detesto que se vendan los míos. Salvo excepciones, entre las que incluyo a todos los miembros de esta mesa, me irrita que todo lo que yo he ensoñado y escrito vaya a parar a imbéciles. Bastante hago con escribirlos. ¿Qué he hecho yo para que una pandilla de guarros iletrados se lancen sobre esa sangre de mi sangre, carne de mi carne para abusar de ella, practicar tocamientos deshonestos y finalmente comérsela al servicio de un metabolismo incalificable que convierte mi talento en una sucia turba de vitaminas y proteínas que alimentan a un lector generalmente imbécil, tan imbécil que se ha gastado dos, tres mil pesetas en comprar lo que él no ha sabido escribir?

Al vendedor se le había paralizado la sonrisa, la palabra, la gesticulación y por fin acertó a balbucir:

—Pero hombre… Muchos de mis clientes son personas de cultura. Médicos. Dentistas. Abogados.

Laura le guiñó un ojo.

—No trate de convencerle. Mi marido escribe para sí mismo.

—Pues es el primer escritor que conozco que no quiere vender libros.

—Tal vez toleraría que se vendieran siempre y cuando no se leyeran, mediante un compromiso formalizado ante notario ágrafo.

—¡Qué cosas! Nos está tomando el pelo, ¿verdad usted? Con algo hay que ganarse la vida.

—Yo me la gano honesta y esforzadamente. Me la gano a veces escribiendo necrológicas sobre escritores que están a punto de morirse o que se han muerto hace unas horas. Tengo un gran talento para las necrológicas. Muchos parientes de escritores y gentes por el estilo, recién fallecidos, se dirigen inmediatamente al periódico pidiendo que la necrológica sea mía. Tener una necrológica Sagalés es como tener un Picasso. Incluso podría improvisar ahora mismo una sobre cada uno de ustedes. Por ejemplo de usted mismo. ¿Su gracia?

—¿De qué gracia habla?

—Su nombre, si es tan amable.

—Julián Sánchez Blesa.

—¿Cuál es su territorio de apostolado literario?

—¿Se refiere usted a por dónde vendo libros? Bueno. Supongamos a España dividida en dos hemisferios.

—Es mucho suponer porque España no da para tanto, pero supongamos.

—Pues a mí me toca el hemisferio occidental.

—Ha fallecido Julián Sánchez Blesa y ha quedado seriamente mutilada la memoria literaria del hemisferio occidental español. Gracias a su empecinado forcejeo por elevar el nivel cultural de los ágrafos reproductores se llenaron los hogares españoles de Diccionarios Enciclopédicos y de las obras completas de casi todos los escritores que se llaman Torcuato. Su viuda pide una plegaria por su alma, tan sobria como su vida. Los vendedores de libros en invierno recitan a Shakespeare y en verano viajan a Benidorm.

Come, come, you froward an unable wormes.

My mind bath bin as bigge as one of yours

My heart as great, my reason haplie more

To bandie word for word, and frowne for frowne.

But now I see our launces are but strawes.

—¿Puede traducírmelo por si debo cabrearme?

—¡Vamos, vamos gusanos, impotentes e indóciles! / Yo también he tenido un carácter tan difícil como el de vosotros / con corazón tan altanero y quizá mayores motivos / para oponer una palabra a otra palabra y malhumor por malhumor. / Pero ahora advierto que vuestras lanzas no son sino débiles cañas…

—Usted que le conoce bien, ¿debo cabrearme?

—Yo le partiría la cara —opinó Laura y el vendedor se echó a reír.

Se encogió de hombros el más antiguo de los escritores prometedores de España, dio así por terminada la implícita audiencia y las miradas se repartieron por el salón principal del hotel. Los encargados de distribuir a los invitados tenían la consigna de respetar el estatus cultural combinándolo con el estatus económico. Así las primeras fortunas del país compartían mesas con los destinados a recibir algún día el premio Cervantes, aun a pesar de que ya hubieran ganado el Nobel, el Planeta y como un refuerzo exótico, les acompañaba algún ganador del premio de poesía Príncipe de España o Loewe o El Corte Inglés o General Motors o Parmalat o Sopas La Teresita siempre que tuviera ese aspecto senatorial que los ya no tan jóvenes poetas españoles, independientemente de la edad, consiguen por el procedimiento de escribir poemas a base de dos citas de Parménides, una cierta desazón metafísica y alguna puesta de sol en islas improbables. Los escritores todavía no consagrados estaban más alejados de la mesa presidencial, donde las fuerzas vivas aguardaban de pie la llegada del presidente en funciones de la Comunidad Autónoma de Madrid, don Joaquín Leguina, a punto de ser sustituido en el cargo por Ruiz Gallardón —triunfante candidato de la derecha que había declinado la invitación por respeto a la representación que aún ejercía su amigo, aunque antagonista político— y de la señora ministra de Cultura doña Carmen Alborch, ambos en fase política terminal a juzgar por los comentarios dominantes que resaltaban lo torpe que había sido Leguina dejándose hundir con la torpedeada nave socialista y en cambio la habilidad que había distinguido a la ministra capaz de durar poco tiempo, pero el suficiente para ser recordada como el único ministro en tecnicolor de toda la historia de España, caracterizada por ministros color caqui militar o gris marengo. Él empresario Regueiro Souza se miró la cara en el espejo oculto en su pitillera abierta, y repasó con sus ojos la corrección del maquillaje que daba a su rostro una continuidad de piel de melocotón sazonado y sólo excesivamente abultada en las poderosas bolsas bajo sus ojos rasgados y con demasiadas pestañas que trataban de captar antes que nadie la llegada de la ministra, pero sus expectativas se cambiaban por el ducal avanzar entre salutaciones desigualmente correspondidas de Jesús Aguirre, duque de Alba, compañero de mesa a juzgar por lo que proclamaba la tarjeta situada ante su cubierto. Antes de la llegada ducal, una silla fue ocupada por Hormazábal, tan exquisitamente calvo y asténico como siempre y tan frugal en las palabras como para dar acuse de recibo de la presencia de Regueiro Souza mediante un ligero chasqueo de dedos. No fueron necesarias más presentaciones en aquella mesa, sorprendida como todas las demás porque los reflectores de las televisiones y los flashes de los fotógrafos urdieron un pasillo de luminosidades por el que avanzaron las autoridades esperadas a las que abría paso, caminando de lado para no darles la espalda, don Lázaro Conesal. A pesar de la nobleza canosa y pechugada de Leguina o de la policromía festiva de bailarina de sambas de la señora ministra de Cultura, todas las miradas se iban a por Conesal, impecable en su traje oscuro de gala Armani, con los cabellos rubios casi blancos de héroe wagneriano metalizado planchados por una gomina carísima, que respetaba el flou de las patillas canosas, de una blancura de hombre de las nieves bien cuidado, en la tez los soles y los vientos de los mejores veleros, las mejores estelas en los mejores Mediterráneos, filtrados cotidianamente por cosméticos Natura Bissé y dos veces por semana un masaje facial completo reparador desde las manos de una masajista especialmente llegada desde Marrakech, en la avioneta particular del millonario que nadie debía confundir con su avión transoceánico destinado a más arduas empresas.

—Aplomo y dinero —comentó Altamirano ante la aparición.

—Plomo y oro —corrigió Marga Segurola. Lázaro Conesal parecía cubierto por la pintura encerada de las carrocerías de coches de lujo, capaz de expulsar el sentido de las miradas y exigir la aceptación de su mismidad. La tendencia a parecerse a un bello modelo de colonias viriles, la corregía Conesal con la gestualidad de ser además el propietario de la colonia y del modelo. De hecho, Lázaro Conesal tenía el aspecto de ser el propietario de cualquier metáfora de su apariencia. Una vez presentadas las autoridades a la esposa del financiero, una ex funcionaría del Ministerio de Hacienda que conservaba un cierto aspecto de muchacha anoréxica y envejecida por las oposiciones, Conesal disculpó la silla eléctrica que iba a dejar vacía junto a la señora ministra, debido a sus obligaciones como presidente del jurado.

—Aunque te dejo bien acompañada, ministra. Mi hijo Alvaro. Acaba de salir del MIT y necesita una guía espiritual cultural mediterránea como tú. Recuerda, Alvaro, que la silla es prestada y en cuanto se emita el fallo, tú a tu sitio y yo al mío.

Alvaro Conesal, chaqueta de esmoquin Armani y pantalones tejanos comprados de segunda mano, se acercó a los labios la mano de la ministra quien a continuación le besó las dos mejillas y se colgó de su brazo para decirle al oído:

—He ganado con el cambio. Los hijos de los hombres guapos son aún más guapos que sus padres.

—Los hijos de los hombres ricos en cambio tenemos menos dinero que nuestros padres ricos.

No le gustó demasiado el comentario a Lázaro Conesal, pero como la ministra lo acogió con un entusiasmo contagioso, rió la gracia de su hijo e inició la retirada hacia los cuarteles del jurado. Adecuó sus pasos a los del detective privado que su hijo había puesto a su estela, mezclado con los guardaespaldas de siempre. Aquel hombre que ni siquiera le había saludado marchaba paralelamente al grupo compuesto por el financiero y sus escoltas habituales, con la expresión de un veterano de acontecimientos aburridos. A Conesal le gustaba conocer a quienes le protegían y de aquel recién llegado sólo recordaba vagamente la eufonía gallega de su apellido y un cruce de monólogo, por parte de Conesal y silencio sostenido aquella misma mañana, durante el almuerzo. El monólogo lo había puesto él y el desganado silencio el detective. A Lázaro Conesal no le faltaron por el camino interpelaciones de segundones dispuestos a evidenciarle cuán tensa y delicadamente vivían el festejo, pero se limitó a dar la impresión de que todo estaba bajo control y que era lógico pero innecesario dudar de que todo estuviera bajo control.

—Y de lo nuestro, ¿qué?

El hombre cuadrado y retador le estaba estrechando la mano, pero en sus ojos había ultimátum y casi agresividad.

—Hormazábal. ¿Tú crees que es el momento?

Rebasó Conesal a su interlocutor, pero se había contagiado el gesto y eran varios los que le tendían la mano y trataban de pegar la hebra.

—¿Queréis conversación o saber el nombre del ganador? El jurado está reunido y me espera.

Al llegar a la puerta que le abría el camino hacia el escondite del jurado hizo un gesto imperativo para que sus guardaespaldas se detuvieran. Sólo el nuevo detective avanzó hasta situarse en el dintel y quedar de cara a las tertulias del comedor mientras Conesal pasaba a su lado sin conseguir otra vez recordar su apellido y sin ninguna gana de preguntárselo.

—¿Quién va a ganar?

—Sánchez Bolín.

—¿Seguro?

Ariel Remesal, ganador de siete premios periféricos de mediana importancia, señaló un título en la lista de seleccionados para que lo captara su compañero de mesa, Fernández Tutor, un editor para bibliófilos, también llamado El bibliófilo de la Transición por las muchas subvenciones conseguidas para sus ediciones dedicadas a rescatar del olvido los libros más perfectamente olvidables, convertido en Juez Supremo del Juicio Universal de la Historia de la Literatura Olvidada, capaz de decidir una posteridad literaria ennoblecida por el papel de barba y las encuadernaciones en las pieles fetales más caras de los mejores mataderos.

Las tribulaciones de un ruso en China. ¿De Sánchez Bolín?

—Es una paráfrasis típicamente sanchezboliniana. Esa afición, ya algo carroza, que tiene por los mestizajes culturales, así en los materiales como en las finalidades. Julio Verne y caída del Muro de Berlín. ¿Qué tribulaciones puede tener un ruso poscomunista en la China que teóricamente sigue siendo comunista?

—En efecto. Es muy sanchezboliniano. También el seudónimo: Mateo Morral, un anarquista de comienzos de siglo. Más antiguo que el ir a pie. Son las bromas nostálgicas de una izquierda de guardarropía, con despensa y llave en el ropero —terció Andrés Manzaneque, el mejor poeta y novelista gay de su generación en las dos Castillas, apreciación no aceptada por los mejores poetas y novelistas gays de León, que rechazaban mayoritariamente la unidad político-administrativa autonómica formada por Castilla la Vieja y León. Estaba de acuerdo con Alma Pondal, nacida Mercedes hasta un descubrimiento adolescente de Mahler, la mejor novelista ama de casa de su generación que había acudido con su marido, el mejor ingeniero de puentes y caminos de su generación. Fue más lejos del simple acuerdo.

—Habría que practicar una desanchezbolinización de la novela española. ¡Basta ya! De hecho, Sánchez Bolín sólo ha aportado una cosa positiva.

—¡Qué constructivo estás esta noche!

—Ha puesto en evidencia el costumbrismo agotado de Delibes y los delibesianos y de los del posrealismo socialista refugiados en la llamada novela negra.

—Novela cachumbo. Ya huele a mierda. Con perdón.

—Peor que a mierda. Huele a nada.

Al mejor novelista gay de las dos Castillas de su generación no había quien le parara ya.

—Y aprovechando que estamos en España, junto a la desanchezbolinización habría que descatalanizar la literatura española. ¡Qué horror! ¡Ese castellano periférico de los Marsé, los Mendoza, los Azúa y los Goytisolo! Apesta a pan con tomate y al María Moliner.

—Peor aún. Al Diccionario Ideológico de Casares. Por cierto, ¿está Sánchez Bolín? Nunca asiste a estos saraos. Si está es que…

—Está.

El dedo de la mejor novelista ama de casa, especialmente restaurado por la manicura para el evento literario, señalaba hacia una mesa relativamente bien situada en relación con la presidencia, no ya por la presencia en ella de un Sánchez Bolín insospechadamente adelgazado, sino también por la del único premio Nobel español realmente existente, con toda la literatura almacenada en la triple papada que le comunicaba los labios desdeñosos con el triple abdomen. Otro académico amueblado como tal por la edad, la biología en general y la erudición, así como Justo Jorge Sagazarraz, el avejentado por una calva oval y una descuidada barba canosa heredero de una empresa naviera de capital mixto y Mona d'Ormesson, traficante de influencias intelectuales, traductora en sus horas libres del Sir Orfeo, la versión medieval anglosajona del mito de Orfeo y Eurídice. Sagazarraz permanecía más de pie que sentado, se iba más que estaba, balbuciendo excusas para merodear por la sala, saludar y ser saludado y a cada vuelta parecía haber acabado con una petaca entera de whisky que le ponía las mejillas progresivamente recorridas por capilaridades lilas. La dama recitaba al borde de la huidiza y rolliza oreja de Sánchez Bolín que se aposentaba las caedizas gafas con un dedo corto y gordezuelo, para luego llevárselo a la inacabable frente para pescar y aplastar perlas de sudor.

Pues ahora he perdido a mi reina

la más hermosa dama que nació jamás.

Nunca volveré a ver mujer.

Al bosque salvaje me retiraré,

y viviré allá para siempre,

con fieras agrestes en la selva gris.

—Precioso, ¿no?

—Precioso.

—Dispone de una dignidad poética que no tiene nada que envidiar a lo mejor de la literatura órfica.

—Desde luego.

—Estoy muy contenta con mi trabajo. Además, cuento con el beneplácito de García Gual. ¡Es un genio este hombre! Su libro Mitos, viajes, héroes, publicado por Taurus ha sido mi libro de cabecera durante años.

—Admirable. Admirable —concedió Sánchez Bolín.

—Admirable, admirable —ratificó el naviero Sagazarraz.

—¿Le interesa a usted la mitología?

Sagazarraz tardó en comprender que la dama órfica se dirigía a él.

—Me interesan los viajes. Soy naviero.

—¡Naviero! Una profesión mítica. ¿Sus barcos dan la vuelta al mundo? ¿Recorren cargados de petróleo las venas del mundo industrial?

—En mi casa siempre hemos fabricado pesqueros, especialmente dedicados a la pesca del calamar.

La traductora empezó a perder el brillo de sus ojos.

—Calamar fresco, eso sí.

Desgravó la situación el naviero, pero no ganaba posiciones ante la dama selectiva.

—En mi casa jamás se han pescado calamares fritos a la romana.

La traductora había perdido todo interés por Sagazarraz, pero recuperó su mejor mirada brillante ora a Sánchez Bolín, ora al premio Nobel. Gastado Sánchez Bolín como receptor de sus prodigios se lanzó sobre el premio Nobel, que no estaba para gaitas órficas porque exclamó en latín:

Nemo secare loquitur, nisi qui libenter tacet.

Y la frase hubiera quedado encerrada en su propia escasez, de no haberla culminado el escritor con un regüeldo. Pero la dama órfica estaba dispuesta a cualquier cosa para continuar siéndolo y puso más chispas de entusiasmo en los ojos para decir:

Verecundari neminem apud mensam decet.

Molesto el premio Nobel por no haber escandalizado a nadie, puso voz de bajo cantante ruso y llevó la conversación hacia el sur del cuerpo.

—Cuando cambia el tiempo lo noto porque me pican los cojones.

La traductora pensó que al premio Nobel le agradaría mantener un pulso y no hizo caso de la risotada que se escapó de los labios ya perennemente húmedos del achispado Sagazarraz. Renovó brillo malicioso en sus ojos, los dirigió con toda la luminosidad posible a los del Nobel al tiempo que contestaba:

—Debe tenerlos del tamaño correspondiente a lo mucho que habla de ellos.

—Se equivoca. Los tengo pequeñitos y pegados al ojo del culo. Como los tigres.

—Eso se opera.

—Los he tenido ahí toda la vida. Forman parte de mi personalidad. Con ellos he conseguido follarme hasta a mis traductoras al samoyedo.

Todos los ojos sentados a la mesa se dirigieron hacia la voluminosa bragueta del escritor, excesiva para la alta delgadez del resto de su anatomía, incluso Sánchez Bolín contemplaba la orografía abdominal del premio Nobel como si fuera a entrar en erupción. Pero los ojos de Sánchez Bolín se sorprendieron al distinguir entre los merodeadores de las mesas a un personaje familiar e impropio de la situación.

«¡Coño!», pensó y casi dijo, al tiempo de que sus ojos se encontraran con los del extraño invitado e intercambiaron guiños de complicidad. No los suficientes como para que Sánchez Bolín no se levantara y fuera hacia su silencioso intercomunicador.

—¿Qué hace usted aquí?

—Veleidades literarias.

No daba para más la conversación y los camareros aparecieron en formación de ejército de ocupación de opereta vienesa y tras desfilar con las bandejas voladoras sobre sus cabezas, divididos en piquetes de gala se cernieron sobre las mesas, para dejar unos los platos de entremeses sutiles «nouvelle cuisine» marcada por el art déco, y llenar los otros las copas con el cava catalán que acompañaba según el menú, el entrante.

—¿Catalán? —preguntó Mudarra Daoiz, un académico especializado en el uso del diminutivo en la prosa femenina española del siglo XVII, al tiempo que sus ojos enrojecidos y duros detenían el movimiento escanciador del camarero, tanto como sus venosas manos cruzadas sobre la boca de la copa flauta, mientras sus labios se endurecían como piedras para preguntar acusadoramente al camarero:

—¿Catalán?

—No, señor, soy de Alcázar de San Juan.

—Me refiero al champán.

—Es cava, bueno, champán catalán, sí, señor.

—Me niego a tomar nada catalán mientras persista en Cataluña el genocidio contra la lengua española.

La mirada recolectora de solidaridades del académico recibió apatía y deseos de tomar champán, viniera de donde viniese, con excepción de la traductora de Sir Orfeo, que se puso un antebrazo sobre los ojos al tiempo que echaba el cuerpo bruscamente hacia atrás poniendo en peligro la estabilidad de la sólida silla eléctrica.

—¡No!

Había evidente curiosidad común por el destino del no. ¿No al cava catalán? ¿No al genocidio contra el español en Cataluña? ¿No a la actitud numantina y patriótica del académico?

—¡No! ¡No puedo creerlo!

¿Qué no podía creer o en qué no podía creer? La traductora había retirado su antebrazo de los ojos y miraba al viejo académico como si fuera una golosina a la vez sexual y mental, hasta el punto de que la anciana esposa del académico trató de salir al paso de la impertinente mirada y su marido enrojeció al tiempo que se le esturrufaban las marchitas plumas del pavo real que fue en aquellos tiempos en que le tocara una teta en Exeter a una profesora islandesa especialista en el paisaje literario en la obra del Arcipreste de Hita. La profesora tenía fama de poseer unos pechos que ganaban todas las batallas a la ley de la gravedad, no precisaban sostenes y emergían como flotadores de una rubia ceniza ahogada en el océano de las miradas más eruditas y lascivas de las literaturas románicas. Cuando el profesor consiguió tocarle una teta, en las idas y venidas de una larga conversación sobre el Góngora costumbrista, recordó unos versos de Garcilaso: Dó la coluna que el dorado pecho / con presunción graciosa sostenía. Pero poco le preocupó la metáfora garcilasista del cuello cuello. La teta. La teta. No la toquéis más, así es la teta. Por fin los labios de la traductora abandonaron la forma corazón subrayada por el color sanguina más grasiento de Margaret Astor y se abrieron para adjetivar al académico.

—¡Qué mono!

La esposa del académico fue sin duda el poblador más desconcertado de la mesa y el académico el más apabullado, porque aunque elogioso el epíteto, lo analizó semánticamente con toda la rapidez que le permitieron sus neuronas y llegó a la conclusión de que en su circunstancia era un epíteto poco de agradecer, que le reducía a la condición de osito de peluche en manos de aquella descarada y por eso estiró el pescuezo maltratado por el cuello almidonado de la camisa estrenada el día del discurso de investidura académica del duque de Alba.

—Por cierto, ¿habéis visto a Alba?

—Está en aquella mesa, Mudarra.

—¿Están aquí los Albó, los conserveros de bonito? —se interesó Sagazarraz, pero Mudarra pareció no entenderle y seguir dedicando la atención a su esposa.

—¿A qué mesa te refieres, Dulcinea?

La esposa del académico señaló con un dedo sarmiento ensortijado con una baratija búlgara, fruto del Simposium sobre lecturas ochocentistas del Lazarillo de Tormes, celebrado en Sofía en 1958, la mesa en la que el duque de Alba centraba la atención de los comensales con un discurso que los dividía en apocalípticos e integrados, los primeros irritados por la exhibición de pedantería controlada del señor duque y los segundos seducidos por el collage mental del ex jesuíta, capaz de mezclar a las genealogías más necias de la aristocracia española superviviente, con las genealogías de la escuela de Frankfurt o del mismísimo György Lukács. Entre los apocalípticos dos socios de Conesal, el financiero Iñaki Hormazábal, «el calvo de oro» para las damas del todo Madrid o «el asesino de la Telefónica», denominación merecida por su manía de comprar, matar, desguazar, vender empresas por teléfono y Regueiro Souza, chatarrero y propietario de avionetas de alquiler, íntimo del jefe del Gobierno, fuera el que fuese, al que se dirigía incluso dándole la espalda. Entre los integrados, Beba Leclercq, de los Leclercq de Tejados y Demoliciones, una rubia elástica y dorada casada con un Sito Pomares, de Pomares & Ferguson, bodegueros de Jerez, un rubicundo cuadrado y pecoso, más Ferguson que Pomares. Beba Leclercq se había confesado con el duque de Alba cuando aún era eclesiástico y le encantaba cómo hablaba el alemán, incluso le había pedido alguna vez la absolución y la penitencia en alemán. En cuanto a su marido, le gustaba todo lo que le gustara a su mujer, pero no que su mujer les gustara tanto a los hombres.

—Duque —dijo Beba, con una entonación que más parecía haber querido decir «padre».

—Dime, hija mía. ¿Cuántas veces?

—No si yo… Yo quería recordarte que la última vez que nos vimos fue en casa de Tato Hermosilla, el marqués de San Simón y ya nos hablaste de ese ruso, Lucas. Me pareció ¡tan interesante!

—Lo peor de los marqueses de San Simón es que ni siquiera saben dónde está San Simón o en el mejor de los casos lo asocian con un queso, y un queso gallego, para más INRI, y lo peor de Lukács, quien, por cierto querida no fue ruso sino húngaro, fueron los discípulos que le salieron al pobre, incluida esa Agnes Heller que es una fugitiva del terror rojo y todo para irse a Australia a hacer el canguro posmarxista. ¡Mudarra!

El duque había percibido cómo se acercaba el viejo académico fugitivo del cava catalán y de la traductora de Sir Orfeo, malcaminando sobre sus pies hinchados, con la olvidada servilleta colgándole del cinto y la sotabarba sublevada sobre el cuello de la camisa historiada demasiado estrecha. La mano que tendía el duque predisponía al besamanos por su blandura, pero el académico contuvo el deseo de acercarle los labios y la estrechó con un entusiasmo que provocó el arqueo displicente de la ceja izquierda del señor duque.

—¡Alba! ¡Querido Alba! ¿No ha venido Cayetana?

—Ha tenido un disgusto de muerte con uno de nuestros perros y le he dicho: Cayetana, tú disgustada eres una bomba de relojería dinástica. Un enfado tuyo puede cargarse al Gobierno y, por supuesto, el premio. No vengas. ¡Se lo he prohibido!

Reía el duque solazado por su capacidad de prohibirle algo a la duquesa y reía el académico por la mucha gracia que le hacía todo lo que dijera Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate, duque de Alba consorte.

—¿No cenas, Mudarrito?

—Calla… calla…, estoy muerto de hambre pero me ha tocado una mesa de infarto y sólo faltaba que me sirvieran champán fenicio catalán. ¡Qué compañeros! El premio Nobel realmente existente, el posmarxista de Sánchez Bolín, un pescador de calamares completamente borracho y una tía siniestra, traductora de Sir Orfeo.

—¡Mona!

—¿Tú también trivolizando a base de epítetos?

—Mona d'Ormesson de los Fresnos de Ruiseñada. ¿No caes? Es la prima de la condesa de los Cantos, la amante de Paco Umbral y de Unión de Explosivos de Riotinto.

—¿Esa excéntrica es una D'Ormesson?

—Hija del mismísimo Pocholo d'Ormesson.

—¿Y por qué le ha dado por la materia órfica?

—Porque se separó del marido y ahora va por los infiernos detrás de ese escritor del que se dice que es el mejor escritor inglés en lengua española.

—¿Javierito Marías?

—Frío, frío, querido. Además, se dice el pecado pero no el pecador. En cuanto al ex joven Sagazarraz, el pescador de calamares como tú le llamas, no lo descuides. Su padre tiene una de las fundaciones culturales más interesantes de España.

—¿El padre de ese piripi?

—La Fundación Saudade.

—¿La Saudade de ese borracho?

—La saudade, querido, invita a beber.

Rió el duque su propia gracia, pero sus ojos móviles no perdían los saludos que le llegaban desde otras mesas a los que correspondía con un alzamiento de copa, ceja o nariz de mayor a menor aceptación del homenaje recibido. Le había dedicado una ceja a un ex joven que reconocía pero no lo suficiente como para asociar su cara con su apellido.

—Oye, Mudarrito, ¿aquél no es Sagalés?

—¿Catalán?

El mohín de asco del sillón W bis de la Real Academia de la Lengua constituía su declaración de principios étnicos.

—Pero qué te pregunto a ti, si te has quedado en el Arcipreste.

—En el Arcipreste y en Valle Inclán. De ellos abajo, ninguno.

El duque borró de un manotazo lo dicho por el académico y fue suficiente el ademán para cerrar la audiencia.

—Nos vemos en la Academia, Mudarrito.

Se volvió Alba hacia sus compañeros de mesa.

—¿De qué hablaba?

—De los marqueses de San Simón.

—No. De un tal Lucas —insistió Beba Leclerq.

—Continuaré por Lucas, como tú dices, y luego seguiré con el majadero de Hermosilla, el marqués de San Simón. Venía a cuento Lukács a propósito del problema del conocimiento y la distinción entre el conocimiento filosófico y el literario. ¿Cierto? Yo estoy con Lukács, no siempre, pero esta noche sí, en que el espíritu confisca aquello que no se le asemeja, asemejándolo para poseerlo.

Sagalés se había sentido insuficientemente reconocido por Alba. Siempre se sentía insuficientemente reconocido, mucho peor que serlo poco o nada. Los camareros preparaban el desfile ocupacional previo al segundo plato.

—Ni una votación todavía —se quejó la esposa del fabricante de sanitarios Puig.

—Supongo que respetarán un cierto ritual antes de dar el fallo.

—Seguro. Pero me han dicho que en ésta, como en todas las demás actividades, Lázaro Conesal es una apisonadora. Ganará el premio quien él elija.

—¿Tiene buen gusto literario?

Sagalés tenía sed de vino tinto, y lo reclamó a un camarero pasando por encima de la mirada irónica de su mujer. Apuró la copa en cuanto se la llenaron y le arrancó una vibración con un golpe de dedo para que el camarero volviera a llenarla.

—En España los premios siempre se fallan contra alguien. Siempre hay que preguntarse no a quién se lo han dado, sino a quién han conseguido quitárselo. En cuanto al gusto de Conesal, sí, tiene buen gusto literario, sí. Redacta los mejores balances de gestión de todas las sociedades anónimas de España.

—¿Su padre tiene buen gusto literario?

Alvarito Conesal se inclinó hacia la señora ministra y compuso una sonrisa enigmática.

—Tiene las colecciones completas de La Pleiade, Bompiani, Aguilar.

La ministra se reía.

—Pues ya tiene mérito, porque yo he querido tener las de Aguilar y no las he conseguido.

—Mi padre se las enviará al ministerio.

Alvarito se apuntó el pedido en el puño de la camisa con un rotulador Ferrari.

—No sé si aceptarlo. Los del diario Mundo lo considerarían prevaricación o una muestra más de mi escaso continente y contenido ministerial. Por cierto. He observado que este hotel se llama Venice y dudo que sea un error del rotulador. ¿De dónde viene el nombre?

—De Jim Morrison. Es un homenaje a Jim Morrison.

—El hotel es de su padre. ¿A su padre le gusta Jim Morrison?

—Mi padre tiene unas reservas culturales imprevistas. Conseguí aficionarle a Jim Morrison y en los últimos viajes a París siempre va a ver su tumba en el cementerio del Père Lachaise. El avión particular de mi padre se llama Père Lachaise. Otro homenaje a Morrison. Tenemos toda la discografía de Morrison.

—Me encanta Morrison. E incluso recuerdo ahora la canción en la que se menciona Venice.

La señora ministra canturreó acercando sus labios absolutos a la oreja de Alvaro Conesal.

Blood in the streets runs a river of sadness.

Blood in the streets, it's up to my thigh.

The river runs down the legs of the city.

The women are crying red rivers of weeping.

She came in town anthen she drove away.

Sunlight in the hair.

Indians scattered on dawn's highway bleeding.

Ghosts crowd the young child's fragüe eggshell mind.

Blood in the streets of the city of New Heaven.

Blood sains the roofs and the palm trees of Venice.

Blood in my love in the terrible sommer.

Blood red sun of Phantastic Los Angeles.[1]

Con una oreja colapsada por la ministra de Cultura, la otra atendía la conversación que sostenía Joaquín Leguina con su madre. Reservón pero tierno, con aquella dama de un moreno violeta, alta y alargada incluso en las ojeras ojivales, el presidente en funciones del Gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid pasaba por alto la voluntad de la dama de cantársela a los luceros del alba desde el supuesto de que no tenía pelos en la lengua.

—Yo no tengo pelos en la lengua.

—Pues hace usted muy bien.

—Y aunque mi marido me esconda para que no diga lo que pienso, yo digo lo que pienso.

—Siempre hay que decir lo que se piensa.

—Yo a ustedes no les voto. Yo, si votara a las izquierdas, votaría a las de verdad. A los comunistas. Y eso que me parecen también unos reformistas y Anguita un santurrón. Yo pienso…

—Señora, tengo una gran amistad con los comunistas y en mis años mozos les rebasaba por la izquierda. Cuando ellos eran unos revisionistas esclavizados por la coexistencia pacífica y la guerra fría, yo quería irme a las montañas a hacer la revolución.

—Pues no haberse privado. Todo para acabar de socialdemócrata descafeinado y además para perder. Un socialista del peso gallo nutrido por las sobras intelectuales del reaccionarismo neoliberal inglés, con el imbécil de Popper a la cabeza. Yo a usted no le he votado para las elecciones autonómicas, pero tampoco a ese chico de la derecha, Ruiz Gallardón, ese que tiene pinta de jugador de polo miope. Yo voy así de clara por la vida. No tengo pelos en la lengua.

—Mamá.

Alvarito parecía asaltado por una necesidad urgente de comunicarse con su madre y dejó una sonrisa como un soplo para disculparse por la intromisión.

—Mamá.

—No me gastes la filiación, Alvarito, que ya te he oído.

—He pensado que podrías explicarle al señor Leguina ese proyecto que tienes de un concurso de mantones de Manila a beneficio de los niños de Ruanda.

—Ahora sí que le atraco, Leguina. Mi hijo tiene razón. ¿Qué sabe usted de los mantones de Manila? Ante todo voy a identificarme porque no me gusta que se me conozca como la señora Conesal. Mi nombre es Milagros Jiménez Fresno.

Hormazábal, «el calvo de oro», consiguió dejar la cara en la mesa como si escuchara los alegatos de Alba en favor de una recuperación urgente, necesaria, sine qua non de Walter Benjamín y enviar el espíritu de excursión por el salón. Junto a su oreja sonaban los suspiros de ansiedad o de tedio de Regueiro Souza, a la espera de que le dieran entrada en el monólogo de Alba, de vez en cuando estimulado por Beba Leclerq, mientras el marido, Pomares & Ferguson bostezaba como un Pomares y ponía cara de bienestar biológico social como un Ferguson. Regueiro Souza no sabía si poner cara de chatarrero rico o de rico propietario de avionetas de alquiler y optó por ponerla de rico por encima de las veleidades intelectuales de un duque consorte y de una mal casada. Hormazábal se sacó un teléfono del bolsillo y hasta el duque de Alba enmudeció, cerniéndose un cerco de silencio en torno del financiero. No quería llamar a nadie, simplemente tocar algo que le comunicara con la realidad y de todas las miradas expectantes o irónicas que le rodeaban escogió la de Alba como interlocutor.

—No pienso arruinar a nadie esta noche.

—Es que tu teléfono tiene una fama…

—Quería simplemente hacer algo con las manos. Tú has escogido la palabra escrita o gaseosa para hacerte el dueño del mundo. Yo necesito una herramienta.

—Eres el trabajador manual del capitalismo especulativo.

—Compro y vendo por teléfono. Transformo el mundo gracias al teléfono. ¿Puedes decir tú lo mismo de la literatura?

—Pero ¿quién piensa en la literatura, Hormazábal? ¿Qué tiene que ver esta reunión con la literatura?

Hormazábal se encogió de hombros y volvió a desenfundar su teléfono de bolsillo, pulsó el número deseado y los restantes miembros de la mesa disimularon su interés por la conversación que siguió en la que el financiero hablaba en perfectos monosílabos naturales y cuando acabó volvió a su circunstancia a tiempo de comprobar que el duque no le había quitado la mirada de encima, pero que ahora se veía obligado a retirarla porque el camarero depositaba un plato ante su pecho. Lo olisqueó el de Alba y aplicó una pragmática sanción especialmente dirigida a Hormazábal.

—Esta noche no tiene nada que ver ni con la literatura ni con la gastronomía. Salmón. ¡Qué horror! ¡Qué horterada!

El mejor novelista gay de las dos Castillas acogió con escepticismo el segundo plato. Acercó peligrosamente la punta de su afilada nariz al guiso, dibujó el asco en el rostro y contempló desafiante a los comensales que le interesaban, el pluriganador de premios periféricos, Ariel Remesal, y el editor para bibliófilos, Fernández Tutor. O no repararon en el imperativo de su mirada o ni siquiera repararon en él, porque por más que insistió en imantar silenciosamente su atención no lo consiguió y se vio obligado a exclamar:

—Intolerable.

—Es lo que yo decía.

—En cambio yo no acabo de estar de acuerdo.

—Lo que es intolerable es intolerable y más en este marco y con este anfitrión.

—No veo qué tiene que ver la política editorial de Alfaguara con este marco y con este anfitrión.

—Me parece que no hablamos de lo mismo.

Fernández Tutor puso cara de bibliófilo encuadernado en piel de feto de cabra vieja, mientras Ariel Remesal lanzaba una mirada mandoble al mejor poeta gay de Cuenca, quien trataba de utilizar sus ojos y su nariz para concitar atención hacia el plato de salmón y como no lo consiguiera quiso ayudar a sus desganados interlocutores con alguna pista.

—Odio los animales de granja que conservan el aura de lo que ya no son.

Remesal y Fernández Tutor empezaban a estar gravemente desconcertados.

—¿Tal vez alguna metáfora postorwelliana?

—¿Acaso el Gran Hermano dirige el paladar universal del universal supermercado?

Mas como considerara corto el interés de sus desconcertados oyentes o corta su capacidad descodificadora, se levantó y arrojó ostensiblemente la servilleta sobre el plato de salmón sin respetar su almidonada condición inmaculada.

—Me voy a saludar a Sagalés.

—¿Le conoce usted?

Ni siquiera miró al pactista Fernández Tutor, dispuesto a superar la grave desconexión que habían padecido.

—Me interesa, es uno de los pocos escritores que me interesan.

Y sorteó las mesas como un piloto de rallies peatonales para detenerse ante Sagalés y sin presentarse ni darle tiempo de asumir su nueva situación señalarle el contenido del plato.

—Salmón. El pollo de la posmodernidad. Y pronto la langosta será el pollo del siglo XXI, para vergüenza del inventor de la Langosta al Thermidor. O ¿acaso no estamos asistiendo a un Thermidor alimentario? Desde que han llegado los socialistas al poder sólo sirven salmón en estas verbenas. Con el pastón que tiene el Conesal y nos ofrece un menú de congreso de editores llorones o de reunión de editores supuestamente exquisitos que no van más allá del pollo de granja y de la Coca-Cola descafeinada.

—¡Salmón! —exclamó Sagalés soñadoramente y añadió—: ¡Salmón Rushdie, el gran escritor perseguido!

Carraspeó la señora Puig.

—¿Se refiere usted a Salman. Salman Rushdie?

—Salman es Salmón en español. Lo sé bien porque es un escritor que admiro.

—¿Le gusta a usted como escritor?

—Nada. Me da vómitos y sobre todo detesto su novela Versos satánicos que parece un premio Planeta.

—Cierto, muy cierto.

—¿No me pregunta usted por qué le admiro si lo detesto como escritor?

—¿Como luchador?

—Como luchador es un idiota. A quién se le ocurre meterse con el Corán, un librito pseudosagrado de una religión herética.

—Pues no sé.

—Le admiro porque es un atracador de lectores con el cuento de que le persiguen los integristas islámicos y le ha sacado dinero hasta a Margaret Thatcher, a la que jamás se le había conocido una obra de beneficencia, ni personal ni de estado. La señora Thatcher odia la literatura y a los escritores, con la excepción de Kipling en su dimensión imperial. Si la hubieran dejado habría sido capaz de torturar con sus propias manos a la mayoría de pésimos escritores ingleses contemporáneos, mas no por pésimos, sino por escritores. Pero se ha visto obligada a soltar pasta gansa para proteger a un súbdito del imperio que es casi negro, ¡qué horror!

—Realmente cualquier salmón es asqueroso pero éste parece el más asqueroso de los salmones.

El vendedor de libros más importante del hemisferio occidental español se sintió aludido porque Manzaneque señalaba precisamente el salmón contenido en su plato ya pellizcado por la punta del tenedor.

—Hombre, no es caviar pero se puede comer. Excesivamente hervido, ése sería el defecto que yo le encontraría y a mí me ha tocado la parte de la ventresca, que si bien es más gustosa, peca de algo grasa y es mucho mejor comerla asada porque así se diluyen las vetas blancas de grasa. ¿Las ve usted?

La punta del tenedor señalaba bien dibujadas vetas blancas contrastantes con el empalidecido color salmón dominante.

—Usted es un posibilista. Sagalés, ¿opina lo mismo?

Ante su insistencia, Sagalés reparó no sólo en que aún seguía allí el joven interpelador, sino que insistía en la interpelación y le concedió una mirada de curiosidad.

—¿Puede justificar su odio a los salmones?

—Todos los salmones de granja son asquerosos.

Se envalentonó el joven novelista hasta la exageración y se atrevió a apuntar con un dedo a Sagalés.

—Yo soy un gran admirador suyo.

—Tutéame, chico, ni siquiera podría ser tu padre.

—Es que soy de provincias.

—¿Tu gracia?

—¿Qué gracia?

—Tu nombre.

—Andrés Manzaneque, de Cuenca y a mucha honra.

—El poeta y novelista, I suppose?

El conquense desmesuró todo lo que tenía en la cara y desde la desencajada desmesura explotó:

—¿Ha leído mi novela? ¿Cómo sabe que soy poeta y novelista?

—A tu edad y, según sospecho, siendo hijo de la vastedad profunda de las provincias más serias de España, se es poeta y novelista, por este orden.

Porque donde se ponga la poesía que se quite la novela. Te he leído. Yo leo a los enemigos, no soy como ese Nobel concupiscente que desprecia todo lo nuevo. Tu novela es muy buena en las tres cuartas partes primeras, pero luego te acobardas…

La voz de la señora Sagalés se impuso sobre la de su marido para terminar la frase.

—… y no rematas la gran promesa cosmogónica que debe aportar toda novela.

—Me lo has quitado de la boca.

—Siempre se lo quito de la boca para que no se canse, porque les dice lo mismo a todos los escritores noveles, al menos a los de Cuenca.

—Sigue escribiendo, sigue en Cuenca, pero sobre todo sigue soltero —recomendó Sagalés al progresivamente irritado Manzaneque y le dejó plantado a su lado, mientras devolvía la atención a las mesas llenas de poder económico, cultural, político. Un calvo excelentemente diseñado estaba llamando por teléfono en la mesa del duque de Alba. Luego contempló compasivamente al humillado poeta novelista.

—Cuando seamos mayores nos sentarán en mesas donde no habrá derecho a la mala leche, donde nadie estará dispuesto a matar a su padre por una frase brillante y donde nos servirán los mejores pedazos de salmón, de Salmón Rushdie.

—¿De qué vas por la literatura, tío? Cualquiera diría que tú eres García Márquez.

El mejor novelista gay de las dos Castillas parecía a punto de llorar y Sagalés de reír.

—¡Qué horror! ¡García Márquez! ¡Ese fabricante de bestsellers! Lo lee todo el mundo.

Manzaneque sobrevoló su mano pálida, delgada, alada sobre la copa de vino, la pinzó con los dedos, la despegó de su aeropuerto blanco, la empuñó como si su apasionada mano fuera a romperla y lanzó el contenido tan blandamente a Sagalés que el líquido se quedó a medio camino sobre el escote cuarteado de la señora Puig.

Collons[2]! —dijo el señor Puig lanzando la servilleta sobre la mesa, disponiéndose a levantarse, pero a la espera de que su mujer le contuviera el gesto.

Pepitu, no t'emboliquis. Son escriptors. Ja se sap.

Escriptors… escriptors… uns poca soltes, és el que son[3].

Un haz de reflector de televisión les enmudeció y recompuso sus gestos preferidos, conscientes de que posaban para la galaxia. El haz se detuvo en Sagalés y la señora Puig le comentó en voz baja:

—¡Me parece que le han reconocido!

Pero el haz de luz se fue hacia otra mesa y el grupo se quedó desnudo y cansado, conscientes de la necesidad de recomponer la cohabitación. La esposa de Puig, S. A. observó honestamente alborozada que un camarero negro estaba hablando con la esposa de Conesal.

—¡Qué original, tú! Un camarero negro. Recuérdame, Quimet, que contrate camareros negros para la caldereta de este año en Llavaneras.

La señora Sagalés sondeaba a un camarero blanco sobre la posibilidad de conseguir una botella de whisky.

—Yo sin whisky es que no puedo con el salmón.

Sagalés y la señora Puig partieron hacia los lavabos para curarse las manchas, dividieron sus caminos previa sonrisa de complicidad heterosexual y el escritor hizo caso a la propuesta semiológica de un ángel prerrafaelista sexuado con una verga de caballo reinterpretación posmariscalista y no se equivocó. En el lavabo masculino se encontró a un recién nombrado manager de grupo editorial, de la raza Terminator, orinando con el pene en posición horizontal para que salpicara el pipí convertido en una imaginaria fuente luminosa. Junto a él miccionaba con dificultades un coloreado bebedor de una petaca de plata. No contuvo el gesto el achispado, pero quiso justificarse.

—Justo Jorge Sagazarraz. Naviero especializado en la fabricación de pesqueros dedicados a la pesca del calamar. Es mucho mejor este whisky que el que te ofrecen aquí. Mucho postín y mucha beautiful people, pero no pasan del JB y eso ya es estándar. Eso ya lo bebía hasta Ceaucescu y lo beben los parados. Todos los obreros que yo despido beben JB, porque cuando les despido les regalo una caja. Pagando de mi bolsillo. Soy empresario, una vieja joven promesa de empresario y me jode despedir trabajadores.

Terminator Belmazán no se limpió las manos en el lavabo, pero sí sacó una tarjeta del bolsillo de su chaqueta y se la tendió a Sagazarraz.

—Observo que tiene problemas de orina y de racionalización de empresas. Me llamo Ginés Belmazán y soy especialista en colocar las empresas y sus hombres y mujeres de acorde con el próximo milenio.

La puerta de la toilette se había abierto y Terminator al salir se cruzó con un hombre de aspecto entre la severidad congénita y el desencanto histórico. El hombre desencantado se limpió las manos mientras escuchaba de reoído la continuada disquisición de Sagazarraz sobre él whisky y los empresarios.

—A mí no me reconvierte ni Dios. ¿Qué se habrá creído el tío ese? Acabo de descubrir un Single Malt de las islas Oreadas, Scapa, se llama y de él me lleno las petacas. ¿Quiere probarlo? Llevo encima tres petacas llenas.

Sagalés aceptó la botellita de plata y paladeó el trago y cuando iba a emitir su comentario el recién llegado le solicitó la botella.

—¿Permite?

Sagalés arqueó la ceja para solicitar permiso al propietario de la bebida, quien cedió de mil amores la posibilidad de que otro secundara su vicio. Tragueó el hombre, comprobando a cada sorbo la bondad del líquido.

—Tiene aroma y un sabor duradero. Pero no se haga ilusiones sobre la distinción de este Single Malt, amigo.

El comentario lo dedicaba a un borracho pero perplejo Sagazarraz que además había descubierto que llevaba la bragueta desabrochada y no se atrevía a corregir el desliz para no hacerlo más ostensible.

—El Scapa es el whisky predilecto de la Royal Navy, porque tiene una base acantonada en la isla de Scapa.

—¿Y cómo sabe usted esto?

—Porque soy James Bond.

—Yo a usted le he visto en alguna parte.

—En la barra de un bar, sí señor.

Abandonó el extraño el cuarto de baño y tras él Sagalés porque le interesaba continuar la conversación con aquel evidente personaje de novela negra. La puerta batiente le dejó rodeado de fiesta y de murmullos, pero no había ni rastro del experto en whisky, por más que Sagalés otease los cuatro puntos cardinales del salón. Y como por simpatía de la mesa presidencial se levantó Alvarito Conesal también para otear los cuatro puntos cardinales de la sala. Miró el reloj. Se internó entre las mesas y su paso fue retenido por la mano de Marga Segurola que cazó al paso uno de sus brazos.

—Alvarito, ¿no hay premio?

—Eso iba a investigar. Me sorprende que no hayan emitido ninguna votación.

Marga Segurola sacó el máximo partido a su cuello casi inexistente para señalarle a Altamirano con la cabeza la marcha de Alvarito.

—Les faltan tablas. Un premio no se improvisa y sobre todo sin una industria editorial detrás.

—Conesal tiene metido dinero en todas las industrias editoriales.

—No es lo mismo. ¿Dónde ves tú a los clásicos managers de editorial moviéndose entre bastidores? ¿Qué tiburones reales del mundo editorial han venido hoy aquí? Ni siquiera está Carmen Balcells, la superagente literaria con licencia para matar. Ésos consideran a Conesal un advenedizo y además se rumorea que empieza a caer en desgracia política. Parece como si el premio lo concediera Conesal sin nadie y sin manos, como los niños cuando van en bicicleta y quieren presumir de virtuosos.

—Un premio más, ¿qué importa?

—Es el mejor dotado. Cien millones, el doble que el Planeta.

—Dinero de bolsillo, si tenemos en cuenta la fortuna de Conesal. Insisto: ¿un premio más qué importa?

—Yo puedo ser tan purista como tú y paso de un noventa y nueve por ciento de lo que se escribe y lo que se publica, pero a ti te va el numerito de purista y a mí el de cínica.

—Es que yo soy un purista. Sólo creo en la literatura.

—Que te aproveche.

Altamirano alzó las cejas más de lo acostumbrado, en parte para contener la caída del sudor, pero también para realzar la altura de sus afirmaciones.

—No caigas en la ironía fácil, Marga. La crítica debe ironizar, pero sobre la tendencia al exceso de ironía en la miserable literatura que nos envuelve, mi maestro Northrop Frye…

—Y el mío. No te jode.

—… mi maestro Northrop Frye ha dejado esta cuestión vista para sentencia. Una prueba de que nos encontramos en una fase irónica de la literatura explica la extensión de la novela policíaca, por ejemplo. Dice Frye textualmente que las trivialidades más monótonas y descuidadas de la vida cotidiana se convierten en elementos de un significado misterioso y fatal. Todo conduce a un ritual de sospechosos interrogados en torno a un cadáver. Eso es el no va más de la literatura como revelación a partir de un misterio. Es la degradación de la lógica literaria.

—Y nos la venden como el súmmum de la poética de la modernidad neocapitalista.

—Ésa es la coartada ideologista de los Sánchez Bolín y compañía.

—Padeciendo una aguda contradicción porque, si bien recuerdas y parece que recuerdas casi textualmente, Frye acusa a la novela policíaca de ser la propaganda de vanguardia del estado policial, en la medida en que ayuda a aceptar la violencia.

—Este diagnóstico de Frye habría que complementarlo con el de otro purista inevitable.

—¿Steiner?

—Marga, tenemos telepatía. Me lo has quitado de la boca.

—Por todo lo que dicen deduzco que la novela policíaca es intrínsecamente perversa.

Terció un recién llegado a la mesa. Un rubicundo con yate propio, indujo Marta Segurola por su atezado rostro.

—Usted, ¿es de esta guerra?

—¿A qué se refiere?

—Usted es nuevo en esta mesa.

—He venido a saludar a mis amigos.

Y señaló a las dos parejas relativamente jóvenes que habían asistido abatidas a la ininterrumpida conversación entre Altamirano y la Segurola. Ferguson, Pomares & Ferguson, se presentó el intruso. Jerez…, apuntó Altamirano a la oreja de Marga.

—Me niego a aceptar que algo sea intrínsecamente perverso, eso me suena a Opus Dei.

Altamirano le pegó una patada bajo la mesa y así Marga pudo entender que estaba hablando con un ajerezado miembro del Opus Dei.

—Aunque no tengo nada contra el Opus Dei. No. No, la novela policíaca no es intrínsecamente perversa, pero tampoco necesariamente excelsa, como sostiene Mandel, que es trotsquista y considera que la única novela éticamente válida es la policíaca. Niego la mayor y eso que a mí el trostquismo me chifla.

Las otras parejas no tenían nada en común entre sí, pero Segurola las sopesaba en oro, como fundaciones futuras en cuanto se aprobara la Ley. La Segurola esperaba asesorías divertidas, que le permitieran elecciones despóticas pero ilustradas: esto sí, aquello no, éste no, aquél tampoco. A su vez los otros sabían o intuían que estaban no sólo bajo la tutoría de lectores privilegiados, sino también en la mesa del poder literario, de la mujer que llevaba a la televisión y a los suplementos a los escritores que ella escogiera y la del crítico que separaba el Bien del Mal en literatura y que cada año, al llegar la Fiesta del Libro, promulgaba las selecciones nacionales de escritores seniors y también de los sub 21. Pero si aquel bodeguero o cosechero o lo que fuera, jerezano, tenía fortuna y una especializada cultura menor de meapilas, podía ser un mecenas prodigioso. Marga se creyó en la obligación de tender un puente.

—No es intrínsecamente perversa si la novela policíaca se llama Crimen y castigo.

—O Santuario —ratificó Altamirano.

Regueiro Souza había seguido las disquisiciones del duque con cara de experto en aristocracia y en la Escuela de Frankfurt, pero de vez en cuando guiñaba los ojos en dirección a los comensales laicos en busca de complicidad, aunque sólo Pomares Ferguson, hasta que se fue, le devolvía guiños que Regueiro no consideró de apoyo, sino producto de la poquedad de un comensal silencioso, silenciado e iletrado. En cambio Hormazábal no le secundaba.

—Es la primera vez que te veo en un premio literario.

—Lógico. Es la primera vez que acudo a uno.

—No te va la literatura.

—Es un placer secreto, como el voto.

—Pero ¿es que tú votas?

—Insisto. Es un placer secreto.

Regueiro aprovechó una décima de segundo de silencio del duque mientras se mojaba los labios con el cava, para colarse en el espacio verbal de Beba Leclerq. Regueiro puso más malicia en su mirada que en su pregunta.

—Beba. ¿Dónde está tu marido?

—¿Acaso yo soy responsable de mi amo?

—Qué evangélica estás, chica. Cómo se nota que leéis Camino todas las noches. Pero si espera poder hablar con Lázaro se equivoca. Yo lo he intentado y se ha esquinado.

—¿Por qué tendría que hablar con Lázaro?

—¿De verdad me lo preguntas?

—De verdad te lo pregunto.

Beba exageró la sensación de incomodidad y se puso de pie al tiempo que recogía su bolsito en una clara indicación de que debía atender a su retocado. Al duque no se le escapó el desafío de las miradas sonrientes.

—Tal vez, simplemente, el marido y la mujer hayan ido al baño, queridos.

Y los tres miraron hacia la salida que llevaba a los poderosos mingitorios del hotel Venice, pero por el camino los ojos dióptricos del duque se detuvieron perspicaces en el aparte que sostenían Beba Leclerq y Alvarito Conesal, luego juguetearon con la figura de Sagalés empeñado en buscar algo o a alguien. El escritor trataba todavía de localizar al amante del whisky y finalmente lo vio en la puerta de comunicación del salón con la totalidad del hotel. Estaba apoyado en el quicio de la puerta y les contemplaba con un fastidio controlado. Iba a por él, cuando se topó con la señora Puig emergente del lavabo de señoras.

—¡Qué casualidad! Usted debe de tener poder magnético.

—Todos los días me tomo mi vasito de agua imantada.

—Algo de imán tiene usted.

Y se acercó la dama al escritor.

—No acepto proposiciones deshonestas en público.

Se acercó más la dama.

—¿Y en privado?

Los dedos ensortijados se movieron para enseñar un papelito doblado que dejó en la mano de Sagalés. Se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y siguió la estela de la mujer en dirección a la mesa que compartían. Tenía un culo bastante bien conservado. Pero del culo de la señora Puig pasó al rostro patético de Manzaneque, todavía de pie junto a su mesa, como un hereje peregrino a la espera de la amnistía papal, pendiente de la resolución de su desafortunado encuentro, con los ojos lagrimeantes, la respiración fatigada, toda la tristeza de una vida corta pero llena de fracasos, vida pendiente de una palabra luminosa del dios castigador.

—Sigues traumatizado por el salmón.

—No lo puedo aguantar —confesó el conquense a Sagalés, con el que trató de reconciliarse señalando hacia una mesa concreta.

—Pero tampoco yo puedo aguantar a ése, ni a su compañera.

Altamirano y Segurola, localizó Sagalés.

—No son nada del otro mundo, pero en España, tal como está la crítica y el celestinaje cultural, ¿quién como ellos?

—Hablas así porque Altamirano te puso bien Lucernario en Lucerna, pero a mí el hijo de puta ni siquiera me seleccionó entre los novelistas jóvenes más prometedores.

—¿Y eso es importante? —alternó la señora Puig.

—Te la juegas. Es como esas evaluaciones del colegio que te persiguen toda la vida. Te marcan. Y en cambio cuando me ve me dice: Te sigo, Manzaneque, te sigo. Estarás muy bien situado de cara al año dos mil.

—Eso me lo prometió a mí en 1984.

—Porque te tocaba entonces. Pero en esta sociedad literaria de mierda o ganas un premio gordo y te puedes meter en el mercado o te dedicas a anacoreta literario a la espera de que Altamirano y compañía te regalen tres líneas.

La señora Sagalés había empapado su alma y su cuerpo con tres vasos de whisky y dirigió una mirada maternal al mejor novelista gay de Cuenca.

—Siéntate, hijo. No sigas de pie que Sagalés no te lo agradecerá. Dentro de unos años cuando mi marido sea un escritor sexagenario, cansado de perseguir la gloria, el dinero y la literatura y tú una promesa de cincuenta años, las reglas del juego habrán cambiado. Pídele que tome asiento, Oriol. Invierte en futuro. Piensa que este chico vivirá más que tú, te puede poner verde en sus memorias, negarse incluso a que te den el premio Cervantes o una plaza en el asilo de escritores. Los escritores jóvenes de provincias suelen llegar a donde se lo proponen, siempre encuentran una quiebra en la mala conciencia de los escritores de Barcelona o Madrid y se cuelan por ella. Todo en la vida es cuestión de tiempo y escalafón. Todo cuesta esperar. Que te pongan el teléfono, por ejemplo. ¿Recuerdas lo que nos costó que nos pusieran el teléfono?

Sagalés asintió, pero toda su mirada la reclamaba la mesa de Alba. Percibía un cierto fastidio en el calvo bronceado y muy bien amueblado, mientras Alba seguía hablando blanda, irónicamente, como un personaje de novela de Huxley, Contrapunto por ejemplo. Por un momento creyó que Alba le distinguía entre todos los demás y levantó un brazo para dar acuse de recibo del interés del duque, pero había sido una falsa impresión porque él no le devolvió el gesto. Sagalés se puso una sonrisa irónica y reojeó a sus compañeros de mesa por si habían captado su acto fallido. Ella. Ella sí lo había percibido y le estaba insultando con su mirada mensaje: eres un piernas, detrás de toda tu prepotencia eres un piernas que perderías el culo por un comentario favorable de cualquier mandarín. Altamirano expresaba en aquel momento todo su acuerdo con George Steiner, sin conseguir otra cosa que una mueca dubitativa de Marga Segurola.

—Creo que la muerte de la palabra es inevitable. Recuerda el ejemplo que pone Steiner en Langage et Silence: El sonido musical y la reproducción de arte ocupa en la sociedad culta el lugar que antes ocupaba la palabra.

—Steiner. Steiner. Siempre tan taxativo. Yo invertiría ese pesimismo. La inmensa minoría culturalizada ha hecho mucho daño a la cultura en serio y cuanto antes se vayan las ratas tras el flautista de Hamelín de la música y las reproducciones, antes quedará la cultura sólo para nosotros.

—Tienes instintos aristocráticos y criminales.

—Nadie ha matado como la aristocracia. Pero sólo faltaría que me convirtiera en protagonista de una novela policíaca. En lo referente a lo policíaco sí estoy casi de acuerdo con que se trata de una transposición de la mitología del laberinto, modernizada en relación con el laberinto urbano. ¿Recuerdas el laberintismo romántico de Walpole en El castillo de Otranto?

—Por Dios, no me corrompas mi imaginería de lo laberíntico. Ni siquiera en la contemporaneidad pacto con los laberintos de cartón piedra de la novela policíaca. Yo me quedo con lo laberíntico en Kafka, Beckett, Perec si me apuras.

—¿Por qué si te apuro? No te gusta Perec.

—Lo adoro y es cierto que el laberinto parisién de Un homme qui dort es una delicia.

—Una delicia llena de ratas, por cierto.

—Patricia Highsmith nos enseñó que las ratas son mejores que las personas.

—Se limitó a demostrar que eran mejores que los niños. Pero ¿los niños son personas? Mira, mira qué tierno, mira qué tierno encuentro.

Altamirano siguió la indicación visual de Marga y reparó en el diálogo apasionado que sostenían Beba Leclerq y Alvarito Conesal, cazado en el momento justo de salir del salón. Ella le increpaba emocionadamente y él trataba de zafarse de la contención y cuando lo consiguió y llegó hasta la salida, le salió al paso un negro que le retuvo a su pesar. Pero de pronto su actitud cambió y se pasó una mano por la cara, mientras todo el cuerpo se había convertido en una tensa interrogante dirigida al informador. Algo habían dicho en voz alta porque se creó un pequeño revuelo de personal en la puerta.

—Quizá empezarán a dar las votaciones —dedujo Altamirano, aunque algo le extrañaba de la desmesura de las actitudes, impropias de un premio literario por muy bien remunerado que estuviera. Alvarito Conesal, que permanecía rígido, paralizado, perplejo, junto a un negro cariacontecido, bajo el dintel, atraía cada vez más atención, acentuada cuando los equipos de todas las televisiones comenzaron a avanzar paquidérmicamente, con el reflector en la frente de cada sujeto televisivo colectivo, en dirección a las personas arremolinadas, mientras fueron brotando como setas las interrogaciones:

—¿Qué ha pasado?

—¿Ha pasado algo?

Las preguntas en el aire fueron de mesa en mesa hasta rebotar contra la de la presidencia donde la esposa de Lázaro Conesal se fue incorporando poco a poco mientras escrutaba a su hijo en la lejanía ya atrapado por el lucerío televisivo.

—¿Qué ha pasado? ¿Se va a dar el premio?

Álvaro se alzó sobre las puntillas para distinguir a su madre por encima del cerco de personas y luces y finalmente habló a la oreja del evidente policía secreto que permanecía a su lado. Le estaba diciendo que fuera a informar a su madre, pero la mujer ya se había incorporado y avanzaba casi corriendo hacia la puerta donde estaba su hijo rodeado de los guardaespaldas enardecidos y personajes cuya catadura no conseguía delimitar. No le gustó la mirada de inquietud y desaliento que le envió aquel hombre que les había acompañado en el coche, cuyo nombre no le venía de inmediato a la cabeza. Pero le vino cuando al llegar a su altura escuchó la pregunta que le dirigía el escritor Sánchez Bolín.

—Coño, Carvalho. ¿Me puede usted explicar qué ha pasado y qué hace usted aquí?