Desde que tenía quince años la poesía ha sido mi pasión dominante y nunca he emprendido intencionalmente tarea alguna ni establecido ninguna relación que pareciera incompatible con los principios poéticos, lo que me ha valido a veces la reputación de excéntrico. La prosa ha sido para mí la forma de ganarme la vida, pero la he utilizado como un medio para aguzar mi apreciación de que la poesía es algo completamente diferente, y los temas que elijo están siempre vinculados en mi mente con importantes problemas poéticos. A los sesenta y cinco años de edad me sigue divirtiendo la paradoja de la obstinada persistencia de la poesía en la actual fase de la civilización. Aunque se la reconoce como una profesión culta, es la única para cuyo estudio no existen academias y en la que no hay un patrón, por tosco que sea, con el que se pueda medir la pericia técnica. «Los poetas nacen, no se hacen.» La deducción que se espera que uno saque de esto es que la naturaleza de la poesía es demasiado misteriosa para que soporte el examen; es, ciertamente, un misterio todavía mayor que el de la realeza, pues los reyes pueden ser hechos o pueden nacer como tales y las declaraciones que se citan de un rey difunto ejercen poca influencia en el púlpito o en la opinión pública.
La paradoja puede ser explicada por el gran prestigio oficial que todavía va unido de algún modo al nombre de poeta, como sucede con el nombre de rey, y por la sensación de que la poesía, puesto que desafía al análisis científico, tiene que estar arraigada en alguna clase de magia, y de que la magia es deshonrosa. Es cierto que la ciencia poética europea se basaba esencialmente en principios mágicos, los rudimentos de los cuales constituyeron un restringido secreto religioso durante siglos, pero que finalmente fueron desechados, desacreditados y olvidados. Ahora sólo por rara casualidad de regresión espiritual los poetas hacen sus versos mágicamente potentes en el sentido antiguo. De otro modo, la manera contemporánea de escribir un poema recuerda los experimentos fantásticos y predestinados al fracaso de los alquimistas medievales para convertir un metal vil en oro, con la diferencia de que el alquimista al menos reconocía el oro puro cuando lo veía y lo manejaba. La verdad es que sólo el mineral de oro puede ser convertido en oro; y sólo la poesía en poemas. Este libro se refiere al redescubrimiento de los rudimentos perdidos y a los principios activos de la magia poética que los rige.
Mi exposición se basará en un examen minucioso de dos extraordinarios poemas de bardos galeses del siglo XIII, en los que se ocultan ingeniosamente las claves de ese antiguo secreto.
A manera de introducción histórica hay que hacer primeramente una clara distinción entre los bardos de corte y los cantores ambulantes de la antigua Gales. Los bardos galeses, o poetas maestros, como los irlandeses, tenían una tradición profesional, incluida en un cuerpo de poemas que, aprendidos literalmente de memoria y meditados cuidadosamente, transmitían a los discípulos que iban a estudiar con ellos. Los poetas ingleses actuales, cuyo lenguaje comenzó como un despreciado idioma vernáculo de fines de la Edad Media cuando la poesía galesa era ya una institución venerable, pueden envidiarlos retrospectivamente: al poeta joven se le evitaba la molestia de tener que crear dudosamente su ciencia poética por sí mismo, leyendo al azar, consultando con amigos igualmente dudosos y mediante la escritura experimental. Posteriormente, sin embargo, solamente en Irlanda se esperaba, o se permitía, que un maestro en poesía escribiese en un estilo original. Cuando los poetas galeses se convirtieron al cristianismo ortodoxo y se sometieron a la disciplina eclesiástica —proceso que terminó en el siglo X como demuestran las leyes galesas contemporáneas— su tradición se fue anquilosando poco a poco. Aunque todavía se exigía a los maestros en poesía un alto grado de habilidad técnica y la Cátedra de Poesía era vehementemente disputada en las diversas cortes, se les comprometía a evitar lo que la Iglesia llamaba «falsedad», o sea el peligroso ejercicio de la imaginación poética en el mito o la alegoría. Sólo se autorizaban ciertos epítetos y metáforas, se limitaban igualmente los temas, se fijaban los metros, y la Cynghanedd, —empleo reiterado de series de consonantes con variación de las vocales[2]— se convirtió en una obsesión molesta. Los poetas maestros se habían convertido en cortesanos y su primera obligación era elogiar a Dios, y la segunda elogiar al rey o al príncipe que les había dado una cátedra, o sea un asiento en su regia mesa. Inclusive después de la decadencia de los príncipes galeses a fines del siglo XIII este código poético estéril era mantenido por los bardos de la familia en las casas nobles.
T. Gwyrnn Jones dice en The Transactions of Honourable Society of Cymmrodorion (1913-1914):
«Los pocos indicios que se pueden colegir de las obras de los bardos hasta la decadencia de los príncipes galeses indican que el sistema detallado en las Leyes se conservó, pero probablemente con una modificación progresiva. El Código métrico Llyfr Coch Hergest muestra una evolución todavía mayor, la que en el siglo XV dio por resultado el Carmarthen Eisteddfod… La tradición protocolizada en ese Código, que prácticamente limitaba a los bardos a la composición de panegíricos y elegías y excluía la narración, está probado que era observada por los Gogynfeirdd (bardos cortesanos). Su adhesión a lo que en su opinión era la verdad histórica se debía probablemente a que los clérigos se apoderaron tempranamente de su organización. Apenas recurrían al material tradicional contenido en los romances populares, y su conocimiento de los nombres de personajes míticos y casi históricos provenía principalmente de las Tríadas… La poesía de la naturaleza y la poesía amorosa son sólo incidentales en sus obras, y prácticamente no muestran evolución alguna durante el período… Las referencias a la naturaleza en los poemas de los bardos de corte son breves y casuales y en su mayoría se limitan a sus aspectos más desagradables: la lucha del mar con la costa, la violencia de las tormentas invernales, el incendio de la vegetación primaveral en las montañas. El carácter de sus protagonistas sólo es indicado con epítetos; ningún incidente es descrito por completo; a las batallas sólo se dedican uno o dos versos a lo sumo. Su teoría de la poesía, particularmente en el panegírico, parece haber sido que debía consistir en epítetos y alusiones, resumiendo los hechos públicos de la historia, presumiblemente conocidos por los oyentes. Nunca relatan una anécdota, raras veces hacen algo que se aproxime a una descripción coherente de un episodio particular. Tal ha sido, en verdad, el carácter de la mayor parte de la poesía galesa, aparte de las baladas populares, prácticamente hasta el día de hoy.
»Los cuentos y novelas, por otra parte, están llenos de colorido y de episodios; ni siquiera les falta la caracterización. En ellos la fantasía, no afectada por restricciones aplicadas al tema y a la forma, se transforma en imaginación.»
Estos cuentos eran relatados por un gremio de trovadores galeses cuya condición no se regía por leyes y que no contaba con obispos ni ministros de Estado entre sus miembros, los cuales podían utilizar libremente la dicción, los temas y los metros que desearán. Muy poco se sabe acerca de su organización o de su historia, pero puesto que se les atribuía popularmente dones adivinatorios y proféticos y la facultad de emplear la sátira injuriosa, es probable que descendieran de los maestros galeses originales que rechazaron el patronazgo de la Corte, o les fue negado, después que los cimbros conquistaran Gales. Los cimbros, a quienes consideramos los verdaderos galeses y entre los cuales eran reclutados los orgullosos bardos cortesanos, eran una aristocracia tribal de origen britano que oprimía a una clase servil formada por una mezcla de goideles, britones, pueblos de la Edad del Bronce y de la nueva Edad de Piedra y aborígenes; habían invadido Gales desde el norte de Inglaterra en el siglo V d. de C. Los cantores ambulantes no cimbros iban de aldea en aldea, o de granja en granja, y actuaban a la sombra de los árboles o junto a la chimenea de acuerdo con la estación. Eran ellos quienes mantenían viva una tradición literaria asombrosamente antigua, principalmente en forma de cuentos populares que conservaban fragmentos no sólo de los mitos precímbricos, sino también de los pregoidélicos, algunos de los cuales se remontan hasta la Edad de Piedra. Sus principios poéticos se resumen en una Tríada en el Llyfr Coch Hergest («El Libro Rojo de Hergest»):
Tres cosas que enriquecen al poeta:
los mitos, la facultad poética, una provisión de poesía antigua.
Las dos escuelas poéticas no estaban en contacto al principio, pues a los «panzudos» y bien vestidos bardos de la Corte se les prohibía componer en el estilo de los ministriles y se les castigaba si visitaban casas que no fueran de príncipes o nobles; y los flacos y harapientos cantores ambulantes no tenían el privilegio de actuar en Corte alguna ni estaban preparados para emplear las complicadas formas poéticas que se exigían a los bardos cortesanos. Sin embargo, en el siglo XIII los cantores ambulantes fueron aceptados por los invasores normandos franceses, al parecer por influencia de los caballeros bretones que comprendían el galés y que reconocían que algunos de los cuentos eran mejores versiones de los que habían oído en su patria. Los trovères, o descubridores, los tradujeron al francés contemporáneo y los adaptaron al código de caballería provenzal; con esta nueva vestimenta conquistaron Europa.
Las familias galesas y normandas contraían ahora matrimonios entre ellas y ya no era fácil mantener al cantor fuera de las cortes. En un poema de comienzos del siglo XIII un tal Phylip Brydydd recoge una contienda entre él y cierto «rimador vulgar» acerca de quién sería el primero en presentar una canción sobre el Día de Navidad a su protector, el príncipe Rhys Ieuanc, en Llanbadarn Fawr, en el sur de Gales. El príncipe Rhys era un estrecho aliado de los normandos. Los dos poemas del siglo XIII que serán examinados aquí son obra de un «rimador vulgar», vulgar por lo menos de acuerdo con el canon aristocrático de Phylip acerca de lo que debía ser un poeta. Se titulan la Câd Goddeu y el Hanes Taliesin.
En el siglo XIV la influencia literaria de los cantores ambulantes comenzó a ponerse de manifiesto incluso en la poesía cortesana, y según versiones correspondientes al siglo XIV del estatuto bárdico, Trioedd Kerdd, el Prydydd, o bardo cortesano, podía escribir poemas de amor, aunque no debían contener sátiras, libelos, hechizos, adivinación o leyes de magia. Hasta el siglo XV no consiguió el poeta Davydd ap Gwilym que fuese aprobada una forma nueva, la Kywydd, en la que se unen la poesía cortesana y la del cantor ambulante. La mayoría de los poetas cortesanos no querían modificar su práctica anticuada y seguían mostrándose despectivos y envidiosos del favor que se dispensaba a los «relatores de mentiras». Su posición decayó con la de sus protectores y su autoridad se derrumbó finalmente como consecuencia de las guerras civiles, en las que Gales favorecía al bando perdedor, poco antes de que la conquista dé Irlanda por Cromwell destruyera también allí el poder de los ollaves, o maestros en poesía. Su restauración en el Gorsedd bárdico de la Eisteddfod nacional tiene algo de antigualla falsa, adornada con los conceptos erróneos de comienzos del siglo XIX acerca de la práctica druídica; sin embargó, la Eisteddfod ha servido para mantener vivo el sentimiento público del honor que se debe a los poetas, y las contiendas por la cátedra poética son tan vehementes como siempre.
La poesía inglesa sólo ha tenido una breve experiencia de una disciplina poética análoga: el clasicismo del siglo XVIII, cuando los admiradores e imitadores de Alexander Pope insistían en una dicción y un metro muy estilizados y en el «decoro» del tema. Siguió una reacción violenta: la «Restauración Romántica»; luego otra vuelta parcial a la disciplina: el clasicismo victoriano; y después otra reacción todavía más violenta: la anarquía «modernista» de las décadas de 1920 y 1930. Los poetas ingleses parecen considerar ahora una vuelta voluntaria a la disciplina: no a la camisa de fuerza del siglo XVIII, ni a la levita victoriana, sino a esa lógica del pensamiento poético que da vigor y gracia a un poema. ¿Pero dónde pueden estudiar el metro, la dicción y el tema? ¿Dónde pueden encontrar una autoridad poética a la que puedan prestar una lealtad voluntaria? Todos ellos convendrán probablemente en que el metro es la norma con la que un poeta relaciona su ritmo personal, el cuaderno de escritura original grabado en cobre con el que va desarrollando gradualmente una escritura personal singular; a menos que asuma tal norma, sus idiosincrasias rítmicas carecen de sentido. Convendrán también probablemente en que el lenguaje no debe ser demasiado estilizado ni vulgar. Pero ¿qué hay con respecto al tema? ¿Quién ha podido nunca explicar qué tema es poético y cuál no lo es, como no sea por el efecto que causa en el lector?
El redescubrimiento de los perdidos rudimentos de la poesía puede contribuir a resolver la cuestión del tema: si siguen teniendo validez confirman la intuición del poeta galés Alun Lewis, quien poco antes de morir en Birmania en marzo de 1944 escribió acerca del «único tema poético de la Vida y la Muerte… la cuestión de qué sobrevive de las personas amadas». Concediendo que hay muchos temas para el periodista de la poesía, el poeta, tal como Alun Lewis entendía la palabra, no puede elegir. Los elementos del único tema infinitamente variable se encuentran en ciertos mitos poéticos antiguos que, aunque se los manipule para acomodarlos a cada época de cambio religioso —empleo la palabra «mito» en su estricto sentido de «iconografía verbal», sin el sentido derogatorio de «ficción absurda» que ha adquirido—, sin embargo permanecen constantes en su contorno general. La completa fidelidad al Tema afecta al lector de un poema con un sentimiento extraño que oscila entre el placer y el horror, y su efecto puramente físico es que pone los pelos de punta. La prueba de un verdadero poema, según A. E. Housman, es sencilla y práctica: ¿se le erizan a uno los pelos de la barba si lo repite silenciosamente mientras se afeita? Pero no explica porqué deben erizarse los pelos.
Los antiguos celtas distinguían cuidadosamente al poeta, que era originalmente sacerdote y juez y cuya persona era sacrosanta, del mero cantor ambulante. En irlandés se le llamaba fili, vidente; en galés derwydd, o vidente del roble, que es la probable derivación de «druida». Hasta los reyes quedaban bajo su tutela moral. Cuando dos ejércitos libraban batalla, los poetas de ambos bandos se retiraban juntos a una colina y allí discutían la lucha cavilosamente. En un poema galés del siglo VI, el Gododin, se observa que «los poetas del mundo juzgan a los hombres valientes»; y los combatientes —a los que con frecuencia separaban mediante una intervención súbita— debían aceptar luego su versión de la lucha, si merecía ser conmemorada en un poema, con reverencia y con placer. El cantor ambulante, por otra parte, era un joculator, que divierte o entretiene, no un sacerdote, sino un simple cliente de los oligarcas militares y sin la ardua preparación profesional del poeta. Con frecuencia tenía que dar variedad a su actuación por medio de la pantomima y de los volatines. En Gales lo llamaban eirchiad, o suplicante, uno que no pertenece a una profesión dotada, sino que depende para vivir de la generosidad ocasional de los caudillos. En una época tan temprana como el siglo I a. de C. sabemos por el estoico Posidonio que en una ocasión arrojaron en las Galias una bolsa de oro a un cantor ambulante celta, y eso en un tiempo en que el sistema druídico se hallaba allí en su plenitud. Si la adulación del cantor ambulante a sus patronos era lo bastante generosa y su canción estaba lo suficientemente a tono con sus mentes ebrias de hidromiel, lo cargaban con torques de oro y tortas de miel; si no, le arrojaban huesos de vaca Pero si un hombre cometía la menor indignidad con un poeta irlandés, inclusive siglos después de haber perdido éste sus funciones sacerdotales de clérigo cristiano, componía una sátira contra su agresor que le sacaba ronchas negras en el rostro y convertía sus entrañas en agua, o le arrojaba a la cara «el mechón de un loco» y lo enloquecía; y los ejemplos sobrevivientes de los poemas de maldición de los trovadores galeses demuestran que también a ellos había que tenerlos en cuenta. A los poetas cortesanos de Gales, por otra parte, se les prohibía el empleo de maldiciones y sátiras y tenían que depender de la reparación legal en caso de insulto a su dignidad. Según un digesto de leyes del siglo X relacionado con el «bardo familiar» galés, podían demandar un eric de «nueve vacas y nueve veintenas de peniques además». La cifra nueve recuerda la nueve veces Musa, su antigua patrona.
En la antigua Irlanda el ollave, o maestro en poesía, se sentaba al lado del rey a la mesa y tenía el privilegio, que nadie más que la reina poseía, de llevar seis colores diferentes en sus ropas. La palabra «bardo», que en la Gales medieval equivalía a maestro en poesía, tenía un significado diferente en Irlanda, donde significaba un poeta inferior que no había pasado por los «siete grados de la sabiduría» que lo convertían en un ollave tras un curso muy difícil de doce años. La posición del bardo irlandés es definida en la Sequel to the Crith Gabhlach Law del siglo VII: «Un bardo es quien no posee más instrucción legal que la de su propia inteligencia»; pero en el posterior Book of Ollaves (incluido en el Book of Ballymote del siglo XIV) se dice claramente que el hecho de haber llegado al séptimo año de su educación poética daba derecho a un estudiante a la dignidad de bardo. Había aprendido de memoria sólo la mitad de los cuentos y poemas prescritos, no había estudiado la prosodia avanzada ni la composición métrica y era deficiente en el conocimiento del goidélico antiguo. Sin embargo, el curso de siete años que había seguido era mucho más severo que el que se imponía en las escuelas poéticas de Gales, donde los bardos ocupaban una, posición proporcionadamente inferior. Según las leyes galesas, el Penkerdd, o bardo principal, era sólo el décimo dignatario de la Corte, se sentaba a la izquierda del heredero forzoso y se le reconocía la misma dignidad que al Herrero Mayor.
El interés principal del ollave irlandés consistía en depurar la compleja verdad poética para poder exponerla con exactitud. Conocía la historia y el valor mítico de cada palabra que utilizaba y tal vez no le preocupaba en absoluto la opinión que tenía de su obra el hombre ordinario; sólo valoraba el juicio de sus colegas, con quienes rara vez se encontraba sin que se produjese entre ellos un vivaz intercambio de ingeniosidades poéticas en versos improvisados. Pero no se puede pretender que fuera siempre fiel al Tema. Su educación, que era muy general, incluía la historia, la música, el derecho, la ciencia y la adivinación, lo que le estimulaba a versificar en todas esas ramas del conocimiento; de modo que con frecuencia Ogma, el Dios de la Elocuencia, parecía más importante que Brigit, la Musa Triple. Y es una paradoja que en la Gales medieval el admirado poeta cortesano se había convertido en cliente del príncipe al que dedicaba ceremoniosas odas mendicantes olvidando el Tema casi por completo, en tanto que el despreciado y no dotado ministril que parecía ser un mero cantor ambulante, mostraba la mayor integridad poética, aunque su poesía no estaba tan refinada.
Los anglosajones no tenían maestros en poesía tan sacrosantos, sino solamente cantores ambulantes; la ciencia poética inglesa es de tercera mano, pues está tomada, por medio de los romances franco-normandos, de antiguas fuentes británicas, galas e irlandesas. Esto explica por qué no se muestra la misma reverencia instintiva por el nombre de poeta en el campo inglés que en las partes más remotas de Gales, Irlanda y las regiones montañosas. Los poetas ingleses se sienten obligados a excusarse por su profesión salvo cuando actúan en círculos literarios; se describen a sí mismos en el registro, o cuando declaran ante un tribunal, como funcionarios, periodistas, maestros de escuela, novelistas o como cualquier otra cosa que sean además de poetas. La dignidad de poeta laureado no fue instituida en Inglaterra hasta el reinado de Carlos 1. (La corona de laurel concedida a John Skelton era una recompensa universitaria por elocuencia latina que nada tenía que ver con el patronazgo de él como poeta por Enrique VIII.) No lleva consigo autoridad alguna sobre la práctica poética nacional, ni obligación alguna de mantener los decoros de la poesía, y la otorga, sin competencia, el Primer Lord del Tesoro, y no una sociedad docta. Sin embargo, muchos poetas ingleses han escrito con una exquisita habilidad técnica, y desde el siglo XII ninguna generación ha sido completamente infiel al Tema. La realidad es que aunque los anglosajones destruyeron el poder de los antiguos caudillos y poetas británicos, no exterminaron a los campesinos, por lo que no resultó afectada la continuidad del antiguo sistema festivo británico ni siquiera cuando los anglosajones profesaron el cristianismo. La vida social inglesa se basaba en la agricultura, la ganadería y la caza, y no en la industria, y el Tema seguía estando implícito en todas partes en la celebración popular de los festivales, que ahora recibían los nombres de Candelaria, Día de la Anunciación, Primero de Mayo, Día de San Juan, Primero de Agosto, Sanmiguelada, Día de Todos los Santos y Navidad; también se conservaba en secreto como doctrina religiosa en las reuniones del culto anticristiano de los hechiceros. Por consiguiente, los ingleses, aunque no sienten un respeto tradicional por el poeta, poseen un conocimiento tradicional del Tema. El Tema, en resumen, es la fábula antigua, que se divide en trece capítulos y un epílogo, del nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección del Dios del Año Creciente; los capítulos centrales se refieren a la batalla perdida por el Dios contra el Dios del Año Menguante; por el amor de la caprichosa y omnipotente Diosa Triple, su madre, novia y gobernanta. El poeta se identifica con el Dios del Año Creciente y a su Musa con la Diosa; el rival es su hermano consanguíneo, su otro yo, su fantasma. Toda verdadera poesía —verdadera de acuerdo con la prueba práctica de Housman— celebra algún episodio o escena de esta fábula muy antigua, y los tres personajes principales son hasta tal punto una parte de nuestra herencia racial que no sólo hacen valer sus derechos en la poesía, sino que además reaparecen en ocasiones de tensión emocional en forma de sueños, visiones paranoicas e ilusiones. El fantasma o rival aparece con frecuencia en las pesadillas junto al lecho como el espectro alto, delgado y de aspecto siniestro, o Príncipe del Aire, que trata de arrojar al durmiente por la ventana, de modo que mira hacia atrás y ve que su cuerpo yace todavía rígido en la cama; pero él adopta otras innumerables formas malévolas, diabólicas o de serpiente.
La Diosa es una mujer bella y esbelta con nariz ganchuda, rostro cadavérico, labios rojos como bayas de fresno, ojos pasmosamente azules y larga cabellera rubia; se transforma súbitamente en cerda, yegua, perra, zorra, burra, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sirena o bruja repugnante. Sus nombres y títulos son innumerables. En los relatos de fantasmas aparece con frecuencia con el nombre de «La Dama Blanca», y en las antiguas religiones, desde las Islas Británicas hasta el Cáucaso, como la «Diosa Blanca». No recuerdo poeta auténtico alguno, desde Homero en adelante, que no haya registrado independientemente su experiencia de ella. Se podría decir que la prueba de la visión de un poeta es la exactitud de su descripción de la Diosa Blanca y de la isla en la que gobierna. El motivo de que los pelos se ericen, los ojos se humedezcan, la garganta se contraiga, la piel hormiguee y la espina dorsal se estremezca cuando se escribe o se lee un verdadero poema, es que un verdadero poema es necesariamente una invocación de la Diosa Blanca, o Musa, la Madre de Toda Vida, el antiguo poder del terror y la lujuria, la araña o la abeja reina cuyo abrazo significa la muerte. Housman ofreció una prueba secundaria de la verdadera poesía: que sea digna de esta frase de Keats: «Todo lo que me recuerda a ella me atraviesa como una lanza». Esto se puede aplicar igualmente al Tema. Keats escribía a la sombra de la muerte acerca de su musa, Fanny Brawne; y la «lanza que anhela sangre» es el arma tradicional del siniestro verdugo y su sustituto.
A veces, al leer un poema, los pelos se erizarán ante una escena aparentemente despoblada y sin acontecimientos descrita en él, si los elementos indican con bastante claridad su presencia invisible: por ejemplo, cuando los búhos ululan, la luna corre como un barco a través de una nube que se desliza rápidamente, los árboles se inclinan lentamente todos juntos sobre una cascada torrencial y se oyen a lo lejos ladridos de perros; o cuando un repique de campanas en tiempo frío anuncia de pronto el nacimiento del Año Nuevo.
A pesar de la profunda satisfacción sensorial que causa la poesía clásica, nunca hace que se ericen los cabellos ni que palpite el corazón, excepto cuando deja de mantener una compostura decorosa; y esto se debe a la diferencia entre las actitudes del poeta clásico y del verdadero poeta respecto a la Diosa Blanca. Esto no es identificar al verdadero poeta con el poeta romántico. La palabra «romántico», útil mientras abarcaba la reintroducción en la Europa occidental, por parte de los autores de romances en verso, de una veneración mística por la mujer, ha sido corrompida por el uso indiscriminado. El poeta romántico típico del siglo XIX era físicamente degenerado, o enfermizo, aficionado a las drogas y a la melancolía, peligrosamente desequilibrado y verdadero poeta solamente en su respeto fatalista por la Diosa como la señora que regía su destino. El poeta clásico, por mucho talento o ingenio que tenga, no pasa la prueba porque pretende ser el amo de la Diosa; ella es su ama solamente en el sentido despectivo de quien vive en ociosidad coquetona bajo su protección. A veces, ciertamente, él es su alcahuete: trata de realzar la atracción de sus versos adornándolos con «bellezas» tomadas de poemas auténticos. En la poesía arábiga clásica hay un recurso llamado «encendimiento» en el que el poeta provoca la atmósfera poética con un prólogo empalagoso acerca de boscajes, arroyo y ruiseñores, y luego, rápidamente, antes de que se disperse, se refiere al tema dé que trata realmente, un relato halagador, digamos, del valor, la piedad y la magnanimidad de su protector, o a sabias reflexiones sobre la brevedad y la incertidumbre de la vida humana. En la poesía inglesa clásica el proceso de encendimiento artificial se prolonga con frecuencia a lo largo de todo el poema.
Los siguientes capítulos volverán a descubrir una serie de encantamientos sagrados de diversa antigüedad en los que se resumen sucesivas versiones del Tema. Se puede contar con que a los críticos literarios cuya función consiste en juzgar toda la literatura de acuerdo con las normas del cantor ambulante —su valor de entretenimiento para las masas— les divertirá lo que sólo pueden considerar como un absurdo montón de «nidos de yegua» o cosas sin fundamento. Y se puede contar con que los doctos eludirán hacer comentario alguno. Pero, después de todo, ¿qué es un docto? Una persona que bajo pena de expulsión no puede romper sus vínculos con la academia a la que pertenece.
¿Y qué es un nido de yegua?[3] Shakespeare insinúa la respuesta, aunque sustituye por St. Swithold a Odin, el protagonista original de la balada:
Swithold footed thrice the wold. |
He met Night-Mace and her nine fold, |
Bid her alight and troth plight, |
And aroynt thee, witch, aroynt thee! |
Un relato más extenso de la hazaña de Odin aparece en el nórdico Charm against the Night Mare («Talismán contra la Pesadilla», literalmente «yegua nocturna»), el cual data probablemente del siglo XIV:
Tha mon o’micht, he ralle o’nicht |
Wi’neider stverd ne ferd ne licht. |
He socht tha Mare, he fond tha Mare, |
He bond tha Mare wi’her ain hare, |
Ond gaved her swar by midder-micht |
She wolde nae mair rid o’nicht |
Whar aince he rade, thot mon o’micht. |
La «Yegua nocturna» o Pesadilla es uno de los aspectos más crueles de la Diosa Blanca. Sus nidos, cuando se les encuentra en los sueños, alojados en las grietas de las rocas o en las ramas de enormes tejos huecos, están hechos con ramitas cuidadosamente elegidas, forrados con pelos de caballo blanco y plumas de aves proféticas y sembrados de mandíbulas y entrañas de poetas. El profeta Job dijo de ella: «Habitaba y permanecía en la roca. Sus crías también chupaban sangre».