CAMINARON codo con codo por los jardines, de regreso al sendero que se internaba entre los árboles. No tomó el brazo de Simon ni este se lo ofreció, y a pesar de la falta de contacto, era más que consciente de que él estaba a su lado. Junto a ella, pero sin avasallarla. Dado el torbellino de emociones que estaba sintiendo, agradeció sobremanera ese hecho.
En cuanto a Simon, él era, cómo no, la última persona con la que habría querido encontrarse, sobre todo por el tema acerca del que había querido reflexionar, acerca del que necesitaba reflexionar. Diseccionar, examinar y, en última instancia, comprender. Dada la naturaleza de ese tema, dada la íntima implicación de Simon, tanto literal como figuradamente, había esperado sentir cierta… Bueno, si no timidez, desde luego que cierta incertidumbre al estar a solas con él. Al estar tan cerca de él.
Sin embargo, se había sentido segura, tanto en ese momento como a lo largo de todo el día. No totalmente cómoda, pero sin el menor rastro de nerviosismo. Estaba convencida de que Simon siempre se comportaría de manera predecible; de que él, su manera de ser, jamás cambiaría; de que jamás sería, jamás podría ser, una amenaza para ella.
No físicamente. En el aspecto emocional era otro cantar.
Se reprendió para sus adentros y mantuvo la vista en el suelo mientras continuaba el paseo. Consciente en todo momento de la presencia de Simon.
Consciente de que le reconfortaba tenerlo allí.
Había sido Kitty, y su comportamiento, quien la había perturbado, y en esa ocasión mucho más que antes. Por tanto, era comprensible que se hubiera acercado a aquellos a quienes comprendía y en quienes confiaba. Como lady O.
Como Simon.
El camino los llevó hasta la cima de la loma, una estrecha extensión de tierra donde se alzaba la linde del bosque y que sufría el azote del viento procedente del distante mar. Les llegó una bocanada de ese frescor, aunque la tormenta aún estaba lejos. El viento le levantó los mechones de la nuca y le alborotó el cabello frente al rostro.
Se detuvo y se apartó los rebeldes mechones mientras levantaba la cabeza.
Simon se detuvo junto a Portia, levantó la cabeza y clavó la vista más allá de los campos, en los nubarrones que se veían en el horizonte. Después, la miró a la cara.
No le había sorprendido encontrarla en los jardines. Cualquier otra mujer habría estado descansando para recuperarse de los rigores del día. Portia no.
Esbozó una fugaz sonrisa al imaginársela apática y somnolienta en su cama. Era la mujer más activa que conocía, más inquieta, como si fuera inagotable, y esa faceta siempre le había atraído de un modo innegablemente físico.
Nunca la había visto fingir una debilidad. Su infatigable entusiasmo siempre la había mantenido a la par que él… Probablemente en cualquier campo.
Recorrió con la mirada su esbelta y ágil figura, empezando por la cabeza y acabando por sus interminables piernas. En esos momentos, vibraba de vitalidad, rebosaba de vida.
Todo un punto a su favor.
Sin embargo, nunca la había visto tan distraída.
—¿Qué sucede?
Portia lo miró y estudió su rostro para confirmar que había escuchado un matiz extraño… que dejaba bien claro que sólo se conformaría con la verdad.
Sus labios esbozaron una media sonrisa mientras devolvía la vista al paisaje.
—Kitty está embarazada. Esta mañana escuché cómo se lo contaba a Winifred… Cómo intentaba que creyera que el bebé es de Desmond.
Simon no intentó ocultar su desprecio.
—Qué desagradable.
—El bebé no es de Henry.
—Ya lo había supuesto.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué?
Enfrentó su mirada y torció el gesto.
—Tengo entendido que Henry y Kitty llevan cierto tiempo distanciados. —Titubeó antes de continuar—: Sospecho que la conversación que escuchamos la otra noche entre Henry y James trataba de un posible divorcio.
—¿Divorcio? —Portia lo miró sin dar crédito.
No era necesario que le explicara lo que eso implicaba. Un divorcio sería un escándalo y, en el caso que los ocupaba, supondría el ostracismo más absoluto para Kitty.
Portia apartó la mirada.
—Me pregunto si Kitty lo sabe. —Guardó silencio un instante antes de proseguir—: Acabo de escuchar cómo la señora Archer y Kitty discutían el asunto. Acabo de escuchar lo que Kitty quiere hacer.
Aunque no era hijo suyo, Simon sintió un nudo en el estómago.
—¿Qué tiene en mente?
—No quiere al niño. No quiere engordar y… Creo que, sencillamente, no quiere que nada se interponga en lo que ella llama «una vida emocionante»… Algo que cree que se merece.
Simon estaba totalmente perdido. Después de haber crecido con un buen puñado de hermanas, tanto mayores como menores que él, creía poseer unas nociones mínimas sobre la psique femenina; sin embargo, la mente de Kitty se le escapaba por completo. Portia se giró y reanudó la marcha. Él se apresuró a alcanzarla.
Sabía que seguía meditando acerca de ese tema que la tenía preocupada. La dejó con sus pensamientos mientras coronaban la subida y atravesaban la siguiente zona boscosa. Se detuvo cuando salieron a campo abierto, por encima del pueblo de Ashmore. Portia seguía ceñuda. Esperó a que se diera cuenta de que no estaba a su lado y a que se volviera para mirarlo.
—¿Qué pasa? —Lo miró a los ojos un instante, tras lo cual hizo un mohín y apartó la vista.
Simon esperó en silencio y, tras un momento, Portia volvió a mirarlo.
—Tienes que prometerme que no te reirás.
Esas palabras lo sorprendieron.
Ella apartó la mirada y reanudó la marcha. Se detuvo lo justo para que la alcanzara y continuó caminando sin que su expresión variara un ápice.
—He estado pensando si… Bueno, si con el tiempo… me convertiría… podría convertirme en alguien como Kitty.
—¿Como Kitty? —Le llevó un cierto tiempo saber a qué se refería.
Ella lo miró a la cara y su ceño se acentuó.
—Como Kitty, adicta a las emociones.
Cuando se detuvo, Portia hizo lo mismo.
Fue superior a sus fuerzas. Se echó a reír. Ni el rictus airado de sus labios ni las chispas que lanzaban sus ojos consiguieron refrenarlo.
—¡Lo has prometido! —exclamó ella, dándole un guantazo.
Lo que hizo mucho más difícil que dejara de reírse.
—¡Tú…! —Portia hizo ademán de volver a golpearlo.
Le atrapó las manos y se las sujetó.
—No… Estate quieta. —Inspiró hondo sin apartar la vista de su cara. La preocupación y la confusión que vio en sus ojos, dos emociones claras después del estallido de temperamento, le devolvieron la seriedad al punto. ¿No creería de verdad que…? Enfrentó su mirada—. Es totalmente imposible que llegues a ser como Kitty. Que te conviertas en algo remotamente parecido. —No parecía convencida—. Créeme, ni de lejos. No hay la más mínima posibilidad.
Portia estudió su rostro con los párpados entornados.
—¿Cómo lo sabes?
Porque la conocía.
—No eres Kitty. —Escuchó su propio tono de voz, inspiró hondo y recalcó las siguientes palabras para que no le quedara la menor duda al respecto—. Jamás te comportarás como ella. Jamás podrías hacerlo.
Ella enfrentó su mirada con evidente incertidumbre.
De repente, comprendió aquello de lo que estaban hablando. Sintió una opresión en el pecho y se le hizo un nudo en la garganta al percatarse de que Portia (de que ambos, en realidad) estaba al borde de un precipicio. Lo había sabido de antemano y habría sido de lo más sorprende que ella no albergara ninguna duda, que se hubiera entregado a él sin haberlo meditado en profundidad.
Puesto que la conocía como la palma de su mano, conocía su curiosidad y sus ansias de conocimiento, había estado convencido de su decisión final. Jamás se le había pasado por la cabeza que Kitty supusiera un obstáculo en su camino y mucho menos de ese calibre.
Estudió la mirada de Portia mientras ella hacía lo mismo. Sus ojos se habían oscurecido mucho; tanto que sólo era capaz de discernir las emociones más fuertes. En ese momento, eran menos perspicaces, parecían nublados por la incertidumbre; una incertidumbre que estaba dirigida contra ella misma, no contra él como había creído en un principio.
Portia parpadeó. La sintió retroceder y reaccionó instintivamente.
—Confía en mí. —Le apretó las manos con fuerza y volvió a capturar su mirada. Sin apartar la vista de sus ojos, se llevó una mano a los labios, después la otra—. En serio, confía en mí.
Ella lo miraba con los ojos desorbitados. Pasado un momento, le preguntó:
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque… —Perdido como estaba en sus ojos y aun siendo consciente de que debía decir la verdad, le resultó imposible encontrar las palabras necesarias para describir el tema que los ocupaba—. Porque esto…, lo que tenemos entre nosotros, lo que podría llegar a ser, jamás será lo bastante fuerte como para cambiarte. Para convertirte en alguien que no eres.
Portia frunció el ceño, pero con actitud pensativa, no de rechazo. La dejó zafarse de sus manos y darle la espalda para clavar la vista en los campos, aunque en realidad su mirada estaría perdida en el horizonte sin ver nada.
Tras un momento, se giró y se encaminó al mirador. La siguió a corta distancia. Cuando entraron, Portia clavó la vista en el Solent. Simon aguardó a cierta distancia, con las manos en los bolsillos.
No se atrevía a tocarla, a presionarla de ninguna manera.
Portia lo miró a la cara antes de recorrerlo con la mirada, como si presintiera la tensión que se había apoderado de sus músculos. Cuando levantó la vista de nuevo, enarcó una ceja.
—Creía… Esperaba que fueras más persuasivo.
Con la mandíbula apretada, negó con la cabeza.
—La decisión es tuya. Tú tienes que tomarla.
Iba a preguntarle por qué, lo vio en sus ojos, pero algo la hizo titubear y apartar la vista.
Poco después, le dio la espalda al paisaje. La siguió al exterior para emprender el camino de vuelta a la mansión.
Caminaron en silencio; ese silencio cómodo y que parecía unirlos de un modo extraño. Eran muy conscientes de la presencia del otro, pero prefirieron sumirse en sus pensamientos con la certeza de que ninguno esperaría que el otro entablara conversación.
Sus pensamientos estaban dedicados por completo a Portia. Y también a su relación. Lo que tenían entre ellos, ese creciente vínculo. Se estaba desarrollando de un modo que no había previsto; sin embargo y una vez consciente de ello, en lugar de echarse para atrás (cosa que su alma de libertino le estaba pidiendo a gritos que hiciera) se veía arrastrado por una serie de sentimientos e instintos muy profundos a presionarla, a hacerla suya, a reclamarla para sí mismo. Esos instintos le decían que debía estar encantado con la fuerza de ese vínculo emocional, con los hilos que se estaban entretejiendo entre ellos, que nada tenían que ver con su relación física pero que, aun así, los unían de un modo que ninguno de los dos había anticipado.
Había sabido desde el principio que conseguir que Portia confiara en él para aceptarlo como marido sería una tarea bastante difícil. Sin embargo, hacerlo bajo la sombra de un posible divorcio entre Henry y Kitty creaba escenarios que no había previsto y lo obligaba a considerar cuestiones, a sopesar elementos, sentimientos y expectativas que en otras circunstancias habría dado por sentado.
Como el hecho de que confiaba plenamente en ella… y el porqué. El porqué de la idea de que se convirtiera en otra Kitty era tan ridícula, el porqué de que se hubiera reído.
Era imposible que se convirtiera en alguien como Kitty y siguiera siendo Portia.
Su carácter, esa férrea voluntad que también poseían sus hermanas y que en Portia era mucho más intensa, no lo permitiría. En ese aspecto, la conocía mucho mejor de lo que ella misma se conocía.
Tenía una fe ciega en su carácter.
Jamás había considerado ese rasgo como una característica indispensable en una esposa.
En esos momentos, sin embargo, se percataba de lo valioso que era.
Reconocía en él una garantía que aplacaba esa parte tan profunda de sí mismo que, incluso en ese instante y a pesar de la decisión que había tomado, evitaba la mera idea de aceptar el talón de Aquiles de los Cynster; evitaba el compromiso emocional que, para los hombres de su familia, era una parte esencial del matrimonio.
Llegaron a los jardines y al camino cubierto por el emparrado de glicinias. La casa se alzaba frente a ellos.
Le puso una mano en el brazo para detenerla. Cuando lo hizo, se giró hacia él. Sin apartar la mirada de sus ojos, Simon bajó la mano hasta que sus dedos se entrelazaron.
—Te puedo prometer una cosa. —Se llevó la mano a la boca y le besó la palma sin dejar de mirarla—. Jamás te haré daño. De ninguna manera.
Portia no parpadeó, ni siquiera se movió. Sus miradas se quedaron entrelazadas largo rato. Después, inspiró hondo y respondió con una inclinación de cabeza.
Tras colocarse la mano en el brazo, Simon se encaminó hacia la casa.
Desde luego que era decisión suya. Era todo un alivio que Simon se diera cuenta y lo aceptara.
Claro que tampoco tenía muy claro cómo interpretar tanta magnanimidad por su parte. Algo de lo más inusual. Simon la deseaba y eso era evidente… Conociendo al tirano que se ocultaba tras esa máscara de elegancia, se veía obligada a buscar un motivo que explicara su contención, su paciencia.
Estaba meditando al respecto delante de su ventana y sopesaba los acontecimientos de la tarde. Se preguntaba a qué se debía esa actitud y en qué medida debía afectar a su propia decisión.
Durante la media hora que había pasado en el salón, Simon encontró el momento para susurrarle al oído el emplazamiento de su dormitorio, por si acaso necesitaba la información. De haber creído que la estaba presionando, lo habría fulminado con la mirada; pero le bastó un vistazo a sus ojos azules para darse cuenta de que, en realidad, estaba luchando contra su instinto y de que, de momento, lo mantenía a raya.
Había respondido con una inclinación de cabeza justo antes de que se les unieran más personas y el momento de intimidad se esfumara. Con todo, había pasado el resto de la velada siendo consciente de que Simon esperaba algún indicio de su decisión.
Durante la cena y sentada en la otra punta de la mesa, lo había observado con mucho disimulo. Aun así, si los demás invitados no hubieran estado tan empecinados en controlar la conversación y mantenerla dentro de los límites aceptados, alguien habría acabado por darse cuenta.
Por primera vez, Kitty había demostrado ser de utilidad; aunque de forma totalmente inconsciente. Había retomado su anterior papel, aunque con mucho más dramatismo. Esa noche era una dama a la que habían juzgado mal y que mantenía su orgullo intacto a pesar de las pullas que le lanzaban las personas que deberían conocerla y apoyarla.
Tras la cena, las damas se retiraron al salón y los caballeros se demoraron en el comedor. Nadie había tenido deseos de alargar la velada. El ambiente que se respiraba era tenso y las emociones giraban en torno a Kitty y varios invitados. La bandeja del té llegó pronto. Tras una taza, todas las damas se retiraron a sus habitaciones.
De ahí que se encontrara en esos momentos con la vista clavada en la oscuridad de la noche mientras meditaba su decisión; una decisión que ella y sólo ella podría tomar.
Aunque, en el fondo, su decisión dependía de Simon.
A pesar de su pasado común, o a decir verdad más bien a causa de ese pasado, no le había resultado sorprendente que Simon se ofreciera voluntario para guiarla en su exploración de las relaciones físicas entre hombres y mujeres. No había aprobado su deseo, al menos en un principio, pero no había tardado en capitular al ver que estaba decidida a continuar con su investigación. Había sido consciente de que si él se negaba, habría buscado la ayuda de otro hombre. Desde ese punto de vista tan protector que lo caracterizaba, el hecho de que fuera él quien la acompañara en su proyecto, a pesar de las implicaciones, era muchísimo mejor que verla acompañada de otro.
Aunque nada de eso mitigaba el hecho de que fuera un Cynster y ella, una Ashford. Ambos pertenecían a la alta sociedad. De haber sido algo más joven, más inocente y también más delicada, o de haberse tratado de una joven a la que Simon no conocía tan bien, apostaría su collar de perlas a que cualquier intimidad habría acabado con un decreto del tipo «te he seducido y ahora tenemos que casarnos».
Por suerte, no era el caso. Porque Simon la conocía… muy bien. No la habría ayudado en su búsqueda de conocimientos de creer que, al hacerlo, cometía un acto deshonroso. Por absurdo que pareciera, le complacía mucho que hubiera aceptado que ella tenía tanto derecho a la exploración sexual como él.
Y dicho derecho, o eso creía, bastaba para absolverlo de cualquier responsabilidad moral; para evitar que se comportara con arrogancia y desaprobación paternalista. Simon siempre había acatado sus deseos y había esperado que ella le diera su consentimiento.
No la estaba seduciendo en el sentido estricto; en realidad, se había prestado voluntario, se había puesto a su disposición, en caso de que quisiera ser seducida.
Debía entender que su sempiterna reticencia, que su determinación a no presionarla, era reflejo de ese hecho; que algún enrevesado código masculino dictaba lo que era honorable en semejantes circunstancias. Tal vez así era como se llevaba a cabo una seducción consentida.
Todo lo que había sucedido entre ellos hasta el momento había sido con su expreso consentimiento y según su expreso deseo. La decisión que debía tomar era si quería más, si de verdad quería dar el paso final, desvelar el último secreto y aprenderlo todo.
La erudita que llevaba dentro quería lanzarse de cabeza; su lado más pragmático insistía en que sopesara los pros y los contras.
En su fuero interno, tanto su edad como su estado de solterona confirmada la liberaban de cualquier noción timorata sobre la virginidad y eso mismo debían de pensar los demás. Si no se lanzaba al agua para aprender lo que creía necesario, tal vez nunca llegaría a casarse; en ese caso, ¿qué importaba? Para ella, la virginidad era un concepto atrasado.
El riesgo de embarazo existía, pero era aceptable; era un riesgo al que no le importaba enfrentarse. A diferencia de Kitty, quería tener hijos. Dado que contaba con una familia cariñosa y comprensiva, y que las reglas sociales le importaban un comino, podría manejar la situación llegado el caso. Siempre que no dijera quién era el padre. Su instinto de supervivencia estaba demasiado desarrollado como para cometer semejante error.
Por si fuera poco, la certeza de Simon había borrado el temor de que podría acabar enganchada a las emociones físicas, tal y como le sucedía a Kitty, si se demostraba que la emoción predominante entre ellos era lujuria. Había sido honesto y contundente al respecto, y su actitud había despejado todas sus dudas; además, su reputación aseguraba que tenía experiencia de sobra como para fiarse de su opinión.
Una vez considerado todo, llegó a la conclusión de que no había contras insuperables, al menos no desde una perspectiva personal.
En cuanto a los pros, sabía lo que quería, lo que deseaba. Quería aprender todo lo que pudiera del matrimonio antes de dar semejante paso; necesitaba comprender los aspectos físicos inherentes al estado matrimonial antes de aceptarlo. El desastroso estado del matrimonio de Kitty había puesto de manifiesto su necesidad de comprender a la perfección en qué consistía antes de llegar al altar. Si después de todo lo que había visto esa semana tomaba decisiones precipitadas, no se lo perdonaría jamás.
Comprender todos los aspectos del matrimonio había sido el objetivo inicial… Sin embargo, en esos momentos quería más. También quería averiguar qué era ese vínculo emocional que se había desarrollado entre ellos… Una emoción que no sólo la ayudaba a enfrentarse a la idea de meterse en su cama, sino que la impulsaba a hacerlo.
A tenor del comportamiento de Kitty, aprender eso también se le antojaba sensato.
Tal y como estaban las cosas, meterse en la cama de Simon sólo le suponía un riesgo emocional. Y era hipotético, algo que no terminaba de ver por la sencilla razón de que aún desconocía cuál era la emoción que la instaba a entregarse a él.
Dicha emoción y sus efectos eran muy reales. De igual forma, el riesgo también lo era. Y sabiendo lo que sabía de él no podía cerrar los ojos ni pretender que no existía.
¿Qué ocurriría si la emoción que había entre ellos era amor?
No lo sabía con certeza. Además de los hombres y del matrimonio, el amor era otro tema que jamás había figurado en su lista de estudio.
No lo había buscado; el amor no había sido la razón por la que se había aprovechado de la oferta de Simon para enseñarle lo que quería saber. Aun así, no era tan estúpida ni tan arrogante como para no preguntarse, para no darse cuenta de que, por extraño que pareciera, podría tener la posibilidad delante de las narices.
Una vez que se dieran el gusto (una vez, dos, las que hicieran falta para aprender todo lo que quería y para poner un nombre a esa emoción), si no era amor, se irían cada uno por su lado y su experimento habría concluido, habría descubierto lo que quería. Eso estaba muy claro. No era ahí donde residía el peligro.
El peligro estaba en la otra cara de la moneda. ¿Qué ocurriría si lo que había entre ellos era amor?
Conocía la respuesta. Si era amor, tanto por su parte o por la de él, o por ambas partes, y Simon se daba cuenta… insistiría en que se casaran. Y ella no se zafaría tan fácilmente de la situación.
Después de todo, era un Cynster. Sin embargo, en el caso de que Simon se saliera con la suya, ¿dónde la dejaría eso a ella?
Casada con un Cynster. Vinculada, posiblemente, por amor… y casada con un Cynster. Y eso era peliagudo. Si el amor los motivaba a ambos, la situación tal vez sería más o menos llevadera, tampoco estaba segura del todo. Sin embargo, si el amor sólo motivaba a uno de ellos, el resultado sería un completo desastre.
Y ahí residía el peligro.
La pregunta a la que se enfrentaba era si se atrevería a arriesgarse. En definitiva, si apostaba o no.
Dejó escapar el aire muy despacio y clavó la vista en las siluetas de los árboles.
Si no buscaba la respuesta en ese momento, si no aceptaba la oportunidad de ser seducida, cada uno seguiría su camino en unos días. Ella regresaría a Rutlandshire, muerta de curiosidad. ¿Quién podría satisfacer su necesidad de conocimientos? ¿En qué otra persona podría confiar?
Las posibilidades de que volvieran a encontrarse ese verano, en las condiciones apropiadas, eran nimias. Además, no tenía la certeza de que Simon quisiera seguir enseñándole todo lo que ella quería aprender dentro de un mes, mucho menos de tres.
¿Sería capaz de darle la espalda a esa posibilidad y quedarse siempre con la duda de lo que pudo ser? ¿Podría vivir sin descubrir lo que la intimidad física habría representado para ellos? ¿Sin averiguar qué los había llevado a esa intimidad? ¿A no saber si era amor, si ambos lo sentían, y a no saber qué habría resultado de todo?
Torció el gesto en una mueca de autodesprecio. A decir verdad, no había nada que cuestionarse. Dada su naturaleza imprudente, a menudo incauta en su arrogancia, y voluntariosa a más no poder, era incapaz de darle la espalda. A pesar del riesgo.
Tal y como estaban las cosas, tal vez lo más sensato y lo más lógico fuera acudir al dormitorio de Simon esa noche. Sin duda, algunas personas la tacharían de imprudente y alocada, pero su razonamiento tenía sentido para ella.
No tenía sentido perder el tiempo.
Para llegar a la habitación de Simon, tenía que rodear la galería que pasaba por encima de la escalinata. Por suerte y dado que el resto de las damas se había retirado ya, no se cruzó con nadie mientras se escabullía entre las sombras y enfilaba el pasillo que llevaba al ala oeste.
En la confluencia del ala central con el ala oeste, se vio obligada a cruzar el distribuidor. Acababa de salir al descubierto cuando escuchó unas pisadas que subían las escaleras.
Retrocedió a toda prisa hacia las sombras del pasillo que acababa de dejar. Las pisadas, pertenecientes a dos personas, fueron aumentando de volumen hasta que distinguió también la voz de Ambrose; Desmond le contestó. Dio gracias en silencio porque sus habitaciones estuvieran en el ala oeste y no en la central, donde ella se encontraba.
Aguzó el oído. Los hombres llegaron a la parte superior de las escaleras, charlando sobre perros, nada menos. Sin perder tiempo, continuaron su camino.
Por el ala oeste.
Aliviada inmensamente, pero indecisa, aguardó un instante, pero a la postre decidió que saber en qué habitaciones estaban le resultaría útil. De manera que, sin abandonar el amparo de las sombras, pegó la espalda a la pared y asomó la cabeza para echar una miradita.
Los dos hombres habían recorrido casi todo el pasillo. Se despidieron casi al llegar al final del mismo. Uno entró en una habitación situada a la izquierda y el otro, en una situada a la derecha.
Dejó escapar el aire que había estado reteniendo y se enderezó. Simon le había dicho que su puerta era la tercera a partir de las escaleras, de modo que no tendría que pasar por delante de las habitaciones de Ambrose y de Desmond.
Cruzó el distribuidor. Cuando pasó por las escaleras, le llegó el ruido de las bolas de billar. Se detuvo, echó un vistazo a su alrededor y se acercó al hueco de las escaleras. Agudizó el oído y alcanzó a escuchar un murmullo de voces procedentes de la sala de billar.
La voz más aguda de Charlie, la carcajada de James… y la voz ronca de Simon.
Se quedó allí parada un instante, con los ojos entrecerrados y los labios apretados, antes de dar media vuelta y continuar hacia su habitación.
Abrió la puerta y entró, y se contuvo justo a tiempo para cerrarla suavemente. Dado el número de habitaciones libres, no parecía probable que hubiera alguien en los dormitorios contiguos, pero no tenía sentido correr un riesgo innecesario.
Recorrió la habitación con la mirada, medio oculta entre las sombras y muy irritada porque Simon no la estuviera esperando para darle la bienvenida. Para ayudarla a no pensar en lo que estaba haciendo. De todos modos, ¿cuánto podía durar una partida de billar? Pensó un instante y acabó por resoplar. Era de esperar que, al menos, tuviera el tino de subir para averiguar si había utilizado la información que con tanto secretismo le había ofrecido.
Se internó en la estancia, aplastando sin compasión las mariposas que revoloteaban en su estómago. Había tomado una decisión, y ni loca cambiaría de opinión. Se había armado de valor para enfrentarse al desafío.
Las habitaciones del ala oeste eran algo más pequeñas que las del ala este. Esa zona de la mansión parecía más antigua. Los techos eran igual de altos, pero las habitaciones eran más estrechas. No había ningún sillón junto a la chimenea, ni alféizar acolchado bajo la ventana, ni tampoco un tocador con su correspondiente taburete. Sólo una cómoda alta, flanqueada por dos sillas en absoluto cómodas.
Desvió la mirada hacia la cama. Era el único lugar apropiado para sentarse a esperar. Avanzó hacia ella y se sentó. Acto seguido, comprobó el grosor y la comodidad del colchón con unos botecitos. Perfecto.
Subió por la cama hasta recostarse sobre los almohadones apilados en el cabecero, cruzó los brazos a la altura del pecho y clavó la vista en la puerta. Por supuesto, había otra explicación plausible al hecho de que Simon no se encontrase allí. Era evidente que no la esperaba, que no tenía muy claro que acabara por aceptar su proposición.
A tenor de su arrogancia, por otro lado tan característica de los Cynster, y de su reputación, semejante posibilidad era digna de mención.
La ventana estaba abierta y por ella entraba una fresca brisa. La tormenta se había alejado sin arreciar, dejando a su paso un ambiente mucho más fresco.
Sintió un escalofrío y cambió de postura. No tenía frío, pero…
Miró la colcha, después levantó la vista y la clavó en la puerta nuevamente.
Tras despedirse de Charlie delante de su puerta, Simon entró en el dormitorio. Cerró la puerta y, acto seguido, desvió la vista hacia la ventana. Al ver la luz de la luna que se filtraba por ella, no se molestó en encender una vela.
Contuvo un suspiro mientras se quitaba la chaqueta. Después, pasó a desabrocharse el chaleco y dejó ambas prendas en una de las sillas que había junto a la cómoda. Se quitó el alfiler de corbata y lo dejó sobre el mueble justo antes de tirar del intrincado nudo para soltarlo… En un intento muy consciente por mantener ocupada su mente con esas insignificancias en lugar de pensar en las horas que pasaría dando vueltas en la cama esa noche.
En lugar de pensar en el tiempo que le llevaría a su obsesión tomar una decisión.
En lugar de pensar en cuánto más podría interpretar el papel de seductor indiferente. Jamás en su vida había intentado asumir un papel tan diferente a su verdadera naturaleza. Claro que jamás había intentado seducir a Portia…
Tras soltar los extremos de la corbata, se la quitó del cuello y fue a dejarla sobre la otra silla…
Un vestido de seda de color claro estaba pulcramente colocado sobre ella. Seda verde manzana… Su mente rememoró el tono exacto del vestido que Portia había llevado esa noche. El color había resaltado su piel de alabastro en contraste con su pelo negro; y había hecho que sus ojos azul cobalto brillaran aún más.
Bajó la mano y acarició la tela con los dedos… En realidad, lo hizo para cerciorarse de que no eran imaginaciones suyas. Sus dedos se toparon con un par de diáfanas medias de seda, dispuestas sobre unas ligas de seda fruncida y ribeteadas de encaje.
Su mente conjuró la imagen de Portia… ataviada únicamente con su camisola de seda.
Muy despacio, sin atreverse a creer lo que le decía su mente, se giró.
Portia estaba dormida en su cama, con el cabello negro extendido sobre los almohadones.
Se acercó a la cama con sigilo. Estaba tendida de costado, de cara a él, con una mano bajo la mejilla. Tenía los labios entreabiertos. La sombra de sus largas pestañas oscurecía la piel de alabastro de sus mejillas.
Su perfume flotaba en el aire. Un sutil aroma floral que le nublaba la mente y lo envolvía en un hechizo sensual.
Los estímulos que sus sentidos absorbían lo embriagaron.
Una sensación de triunfo lo inundó…, pero se apresuró a refrenarla. Apretó los dientes y contó hasta diez mientras sentía cómo se le aceleraba el pulso. Había pasado toda la tarde diciéndose que no esperara ese momento, que con Portia nada era sencillo y directo.
Aun así, allí estaba ella.
No terminaba de asimilarlo. Le costaba respirar. Inspiró hondo y dejó escapar el aire muy despacio, recordándose que no debía leer entre líneas, que no debía sacar conclusiones precipitadas de su presencia en la cama. Desde luego, no era el momento apropiado para dejar que sus instintos se hicieran con el control y la reclamaran.
Aun así, requería coraje haber acudido a su cama.
Portia sabía cómo era… Ninguna mujer con la que se había acostado lo conocía tan bien como ella. Sabía qué carácter tenía, conocía su personalidad… y también sabía cómo sería en el papel de marido. O se hacía una idea bastante acertada.
Él había accedido a enseñarle todo cuanto quisiera saber, aunque jamás habían hablado de nada más. De nada más vinculante. A pesar de eso, Portia debía de saber que al acudir a él, al aceptar su proposición para iniciarla en las relaciones íntimas, le estaba confiando (estaba arriesgando) algo bastante más importante que la virginidad.
La independencia era algo esencial para Portia, formaba parte de ella; poner algo tan fundamental en la balanza requería el tipo de arrojo característico en ella. No obstante, no habría tomado esa decisión a la ligera. Portia no.
No le cabía duda de que habría visto el peligro, aunque él se había encargado de ocultarlo en la medida de lo posible.
Todavía no sabía cómo podían lograr que su matrimonio funcionara; sabía que no sería sencillo ni mucho menos. Pero eso era lo que quería.
Lo único que tenía que hacer era conseguir que Portia llegara a la conclusión de que ella también lo quería.
Todo ello, sin desvelar que el matrimonio siempre había sido su objetivo.
Por más que confiara en ella, no necesitaba conocer ese detallito; no tenía por qué averiguar una debilidad que él no estaba dispuesto a revelarle.
Se demoró observándola mientras el tiempo pasaba, mientras tramaba y planeaba su estrategia, ya que la conocía demasiado bien como para acelerar las cosas. Una vez que supo cómo acercarse a ella, se armó de valor y se sentó en el borde del colchón.
Portia no se despertó.
Le enterró los dedos en el pelo y comenzó a acariciar los sedosos mechones, dejando que se deslizaran por su mano. Contempló la expresión inocente que el sueño confería a su rostro antes de inclinarse para despertarla con un beso.
Se despertó muy despacio, de una forma muy dulce y femenina; después, murmuró algo ininteligible mientras se colocaba de espaldas, le enterraba los dedos en el pelo y le devolvía el beso.
De la forma más seductora.
Simon se apartó y la miró a los ojos, más oscuros que la noche, tras las sombras de las largas pestañas. Miró sus labios.
—¿Por qué estás aquí?
Sus labios, carnosos y sensuales, esbozaron una lenta sonrisa. Tiró de él.
—Lo sabes perfectamente. Quiero que me enseñes… que me lo enseñes todo.
Lo besó tras pronunciar esa última palabra; le introdujo la lengua en la boca para buscar la suya y comenzó a acariciarla en franca provocación. La pasión estalló entre ellos y se extendió por su piel como una llamarada.
Su control comenzó a resquebrajarse, pero se recuperó enseguida. Se apartó y la miró a la cara.
—¿Estás segura? ¿Completamente segura? —Al ver que ella enarcaba las cejas en gesto burlón, gruñó—: ¿Estás segura de que no te arrepentirás por la mañana?
Nada más salir de sus labios, se dio cuenta de la estupidez que estaba diciendo. Estaba hablando de Portia, y ella jamás se arrepentía de nada.
Y bien sabía Dios que no quería que lo hiciera.
—No importa. Olvida lo que he dicho. —Le sostuvo la mirada—. Sólo dime una cosa: ¿significa esto que confías en mí?
Portia no respondió de inmediato. De hecho, meditó la respuesta un instante antes de asentir con la cabeza.
—En esto, sí.
Simon soltó el aire que había estado reteniendo.
—Gracias a Dios.
Se apartó de sus brazos para ponerse en pie. Se sacó la camisa de los pantalones y se la pasó por encima de la cabeza.