Capítulo 8

EL quid de la cuestión, por supuesto, era la naturaleza de esa creciente emoción que había nacido entre Simon y ella. ¿Era lujuria, deseo o algo más profundo?

Fuera lo que fuese, la sentía crecer como la marea a medida que atravesaba la distancia que los separaba para acabar rodeada por sus brazos.

Unos brazos que la estrecharon con fuerza mientras alzaba el rostro para que sus labios se encontraran.

El beso puso de manifiesto la intensidad de esa emoción, aunque ambos la mantuvieron a raya.

Se apartó para mirarlo a la cara.

—¿Cómo sabías que vendría aquí?

—No lo sabía. —Esbozó una sonrisa, tal vez un poco irónica; en las sombras no podía estar segura—. James y Charlie se han escabullido a la taberna de Ashmore. Yo no estaba de humor para beber cerveza y jugar a los dardos; les dije que no y vine aquí.

La acercó un poco más, hasta que sus muslos se rozaron. Ella no se resistió, pero se mantuvo un tanto distante, observando, analizando…

Inclinó la cabeza y se apoderó de sus labios. Jugueteó con ellos hasta que la sintió abandonar el distanciamiento y responder al beso, provocadora. De todos modos, no tardó en rendirse cuando él decidió entregarse de lleno y le arrojó los brazos al cuello mientras la devoraba.

Y de nuevo se encontraron en el ojo del huracán. El deseo y la pasión más abrasadora amenazaron con consumirlos. Sus llamas les lamían la piel y avivaban ese anhelo que nacía de lo más recóndito de sus almas.

Interrumpieron el beso lo justo para calibrar las intenciones del otro. Sus miradas se encontraron brevemente, aunque ambos tenían los párpados entornados. Si bien ninguno podía ver bien en la oscuridad, esa mirada les bastó. A Simon le bastó para reafirmarse, para estrecharla aún más, para encerrarla entre sus brazos antes de inclinar la cabeza y buscar sus labios de nuevo.

Se lanzaron juntos a la hoguera. De buena gana. No necesitó convencerla de que lo siguiera. Tomados de la mano, cruzaron el umbral. Y recibieron el asalto de las llamas con los brazos abiertos; unas llamas que se avivaban por momentos.

Hasta que la pasión los abrasó y el deseo los consumió.

Comenzó a retroceder muy despacio, arrastrando a Portia consigo. Cuando rozó el borde del sofá con las piernas, se sentó y tiró de ella para sentarla en su regazo. Sus labios se separaron apenas un instante antes de volver a encontrarse.

Sintió la mano de Portia en la mejilla, acariciándolo con delicadeza mientras se entregaba sin paliativos. Donde otras se mostrarían reticentes, ella se mostraba audaz y directa. Decidida.

Segura. Dejó escapar un suspiro satisfecho cuando le quitó el vestido de los hombros y desnudó sus pechos. Incluso lo instó a continuar cuando inclinó la cabeza y acercó las manos y la boca a esos turgentes montículos para darse un festín.

Su piel era increíblemente sedosa, tan blanca que casi relucía, tan delicada que le provocaba un hormigueo en las puntas de los dedos mientras la rozaba. Sus enhiestos pezones eran toda una tentación. Se llevó uno a la boca y succionó con fuerza hasta que le arrancó un grito y sintió cómo le clavaba los dedos en la nuca.

Cuando apartó la cabeza, Portia respiraba de forma entrecortada. La besó en los labios, acariciándolos con delicadeza. Sus miradas se encontraron un instante mientras sus alientos se mezclaban y la pasión los envolvía.

—Más. —El susurro fue como el roce de una llama en sus labios, en su mente.

El deseo había hecho mella en su cuerpo, que ya estaba duro y tenso por el esfuerzo que le suponía luchar contra la abrumadora necesidad de tomarla. De reclamarla.

Pero aún no.

Ni siquiera se molestó en preguntarle si estaba segura. Capturó sus labios y la estrechó contra su cuerpo al tiempo que se reclinaba en el sofá y la arrastraba con él. Portia quedó sentada de lado en su regazo, con las rodillas sobre uno de sus muslos. Él se tendió en el sofá sin interrumpir el beso mientras le acariciaba la espalda con una mano, que fue descendiendo hasta trazar la curva de una cadera y sus largas piernas.

La sumergió paso a paso en los misterios de la pasión. La sumergió paso a paso en ese reino donde sólo existían el deseo y los anhelos más básicos. Un reino donde la necesidad de ser acariciado crecía libremente hasta convertirse en una compulsión, y donde la compulsión de entregarse a la unión más íntima crecía hasta llegar a ser una necesidad imperiosa.

Cuando le alzó las faldas e introdujo una mano bajo ellas, Portia no protestó; al contrario, murmuró algo en señal de aprobación. Tuvo que luchar contra el impulso de nublarle el sentido, de aturdirla hasta haberla hechizado por completo; con ella, el libreto era otro. Era un libreto diseñado para conquistar algo más que su cuerpo. También quería su mente y su alma.

Así que siguió besándola con delicadeza, lo justo para que estuviera muy pendiente no sólo de lo que hacían sus labios, sino también de cada caricia, de cada roce, de cada libertad que se tomaban sus manos. Y para que fuera consciente de que él también estaba pendiente de ellos.

Llevaba medias de seda. Trazó el contorno de una pantorrilla con la yema de los dedos y fue ascendiendo hasta detenerse en la parte posterior de la rodilla. Desde allí, fue subiendo poco a poco hasta que encontró el borde de una liga, el cual se dispuso a rodear.

Sintió el repentino estremecimiento que la recorrió cuando siguió ascendiendo y le tocó la piel desnuda. Al igual que la de sus pechos, era sedosa, delicada y estaba enfebrecida por el deseo. La acarició con ternura y supo que Portia estaba siguiendo cada uno de los movimientos de sus dedos. Supo que toda su atención estaba puesta allí donde sus dedos le rozaban la piel.

Se topó con el bajo de la camisola. Introdujo los dedos bajo la seda y de allí se movió hasta tocar una cadera desnuda y trazar la ardiente curva de su trasero.

Portia volvió a estremecerse y, aunque siguió besándolo, supo que estaba un tanto asustada. De modo que se dispuso a tranquilizarla con los labios, con la lengua y con las lentas y posesivas caricias de su mano, y no reanudó su atrevida exploración hasta notar que ella se relajaba. A pesar de todo y aunque no hizo ademán de apartarse, sintió que un escalofrío le erizaba la piel mientras lo dejaba explorar a placer, mientras la excitación se apoderaba de ellos a medida que daban el siguiente paso.

Cuando estuvieron saciados de caricias, su mano se trasladó al frente moviéndose por encima de la cadera; extendió los dedos sobre su vientre desnudo. Un nuevo estremecimiento la sacudió al tiempo que se tensaba.

Así que se vio obligado a murmurar sobre esos labios hinchados:

—¿Estás segura?

Ella tomó una bocanada de aire y el movimiento hizo que sus pechos le rozaran el torso.

—Tócame… tócame ahí.

No necesitó más indicaciones, ni tampoco instrucciones más precisas. Se apoderó de sus labios y de su boca, y esperó hasta que la sintió entregarse de nuevo al beso antes de bajar la mano por la suave curva de su vientre y alcanzar los delicados rizos de su entrepierna.

Comenzó a acariciarla con deliberada lentitud, enterrando los dedos en los rizos hasta tocar la parte más suave de su cuerpo, que procedió a explorar. Y Portia siguió con él, compartiendo la sensualidad del momento y cada una de sus indagadoras caricias. Jamás había sido tan consciente de las reacciones de una mujer.

Saber que así se comportaría cuando estuviera desnuda bajo él, piel contra piel, le tensó aún más la entrepierna. La deseaba hasta un punto rayano al dolor, y llevaba en ese estado desde que llegó hasta él y se dejó abrazar sin el menor asomo de duda. Era una tortura casi imposible de soportar.

No obstante, el momento era tan intenso que su poder lo controlaba y, por primera vez desde que comenzaran sus lecciones, ese poder jugó a su favor a la hora de mantener el imperioso deseo a raya. Aquello era demasiado importante. Portia era demasiado importante. Su conquista, por encima de todas las demás, era cuestión de vida o muerte para él.

El deseo palpitaba en las yemas de sus dedos, cuya sensibilidad se había agudizado de forma notable. Le separó un poco más los muslos e hizo lo mismo con su sexo. Y procedió a torturarla y a excitarla hasta que ella comenzó a moverse con abandono contra su mano, exigiendo más con su habitual determinación. Hasta que le enterró los dedos en el pelo, como si esa fuera su tabla de salvación.

Sus caricias fueron descendiendo, separándola con delicadeza hasta que introdujo un dedo en su ardiente humedad. Una humedad que lo abrasó y lo consumió, tentándolo más allá de todo límite. Apenas podía respirar; ni siquiera podía pensar en otra cosa que no fuera el súbito asalto de la pasión, la acuciante necesidad de enterrarse en esa suave feminidad que torturaba con sus hábiles caricias.

Sin embargo, se contuvo y refrenó ese atávico deseo sin miramientos. Aunque no menguó; al contrario, se avivó y se solidificó, convirtiéndose en una dolorosa realidad que se asentó en lo más hondo de su alma.

Y eso bastó para que continuara, para que siguiera por el camino que había trazado de antemano, ajeno al precio que tendría que pagar.

Atrapada en las garras de la pasión, entregada hasta un punto que jamás habría imaginado posible, Portia fue apenas consciente de ese breve hiato, de esa minúscula pausa en la que la atención de Simon se desvió justo antes de regresar a la carga. Antes de que su atención regresara a ese lugar que acariciaba y torturaba con una insistencia que no atinaba a comprender.

No obstante, su cuerpo parecía entenderlo, parecía reconocer la cadencia de esas caricias, por más que su mente no pudiera interpretarlas. De modo que se dejó guiar por él y también dejó que su mente lo siguiera, que aprendiera, viera y comprendiera.

Se limitó a sentir. Nunca había imaginado que se pudieran experimentar sensaciones físicas tan poderosas, tan absorbentes. Los labios de Simon no se apartaron de los suyos en ningún momento. Uno de sus brazos la sostenía. El sólido muro de su torso estaba muy cerca y la reconfortaba mientras se enfrentaba a ese torbellino de sensaciones que la atravesaba de pies a cabeza, sacudiendo su mente y hechizando sus sentidos.

El hecho de tener una de sus manos entre los muslos, de que le hubiera separado las piernas y la estuviera acariciando allí, en ese lugar que parecía estar empapado, hinchado y muy caliente, debería abrumarla, pero no lo hacía. Sintió el calor que abrasaba su cuerpo, la intensa pasión que se apoderó de ella cuando su dedo la penetró un poco más.

Contuvo la respiración al sentir algo que amenazó con consumirla. Una tensión desconocida hasta entonces se apoderó de ella y de sus músculos. Le devolvió los besos entre jadeos al tiempo que la sensación que había comenzado en su entrepierna se iba extendiendo por todo el cuerpo.

Sabía que Simon la estaba incitando de forma deliberada. Sabía que a eso exactamente era a lo que había accedido. Y eso era también lo que había necesitado aprender, lo que siempre quiso experimentar.

Se entregó al momento, abandonó todas las inhibiciones y dejó que la marea la arrastrara. Que se la llevara lejos.

Que se la llevara a un lugar conformado por las sensaciones. A un pináculo de placer devastador.

Sus sentidos se expandieron hasta que le inundaron la mente. Su cuerpo estalló en llamas. El dedo de Simon se hundió aún más en su interior y el placer le inundó las venas, se deslizó bajo su piel, aumentando la tensión y confundiendo sus sentidos…

Hasta que se hicieron añicos. Hasta que estallaron.

Un intenso deleite, casi insoportable, se adueñó de ella mientras su cuerpo se estremecía, sacudido por oleadas de placer.

La ola la atravesó y dejó a su paso una profunda satisfacción. La sensación de estar flotando en la gloria, en un mar de contento.

Los estremecimientos remitieron poco a poco. La sensación se desvaneció y sus sentidos recobraron la normalidad. Simon apartó la mano.

Para su sorpresa, se sintió vacía. Incompleta.

Insatisfecha.

Cuando recobró el sentido común, lo comprendió. Comprendió que ese era un acto en el que participaban dos y que Simon se había detenido en los preliminares.

Y que no tenía intención de continuar.

Lo supo sin necesidad de preguntarle. Su determinación quedaba patente en la rigidez de sus músculos, en la tensión que se había apoderado de su cuerpo.

En ese instante y como si fuera el telón que pusiera fin a la obra, le bajó las faldas y colocó la mano en la cadera.

Sabía que su autocontrol era una fuerza a tener en cuenta. Interrumpió el beso y bajó una mano hacia su erección, ese rígido bulto que sentía contra el muslo.

Lo rodeó por encima del pantalón y sintió que Simon daba un respingo. Sintió que siseaba y tomaba aire.

Se acercó a él y le susurró contra los labios:

—Me deseas.

De su garganta brotó un gruñido ronco, una especie de carcajada estrangulada.

—Creo que es evidente…

Y lo era, sin ningún género de dudas, habida cuenta de que la evidencia estaba abrasándole la mano. Aun así, la magnitud de ese deseo, la intensidad de su poder, la sorprendió…, la sobresaltó.

Y la tentó más allá de la razón.

Sin embargo, saberlo (tener en la mano la prueba física que demostraba la conclusión abstracta a la que acababa de llegar su mente) le provocó un estremecimiento y la obligó a mostrarse más cautelosa. La sensación de peligro elemental que irradiaba era innegable.

Simon tomó una entrecortada bocanada de aire. Con los ojos cerrados, colocó una mano sobre la suya y presionó. De modo que sus dedos se cerraron aún más en torno a su miembro.

Al instante y con renuencia, él apartó la mano, llevándose la suya al mismo tiempo. Soltó el aire poco a poco.

No podía verlo en la oscuridad, pero habría jurado que los ángulos de su rostro parecían un poco más afilados.

Sin apartar los labios de los suyos, le preguntó:

—¿Por qué?

No necesitó elucubrar más. Sin duda alguna, él sabía incluso mejor que ella que podría haberla hecho suya de haber querido.

Simon observó su rostro mientras alzaba una mano y recorría el contorno de sus labios con un dedo. En él estaba impregnada la fragancia de su propio cuerpo. La olió y la probó. Al instante, él se inclinó y la besó, lamiendo ese aroma de sus labios.

—¿Estás preparada para eso?

Su mente registró el significado de una pregunta que en realidad no era tal.

Se separó un poco de él para mirarlo a los ojos. Su expresión era sombría, misteriosa, insondable. Todavía sentía su deseo, la poderosa necesidad que lo embargaba. Le contestó con sinceridad.

—No. Pero…

Su beso la acalló. Titubeó un instante al comprender que no deseaba escuchar lo que había estado a punto de decir. Y no lo deseaba porque él ya sabía de antemano lo que era. Así que le devolvió el beso. Profundamente agradecida.

En ese momento percibió que la pasión comenzaba a desvanecerse. Dejó que lo hiciera. Que menguara hasta…

Que sus labios se apartaron, si bien no se alejaron demasiado. Sus miradas se entrelazaron. Alzó una mano y le acarició un pómulo. Eligió ese momento para expresar sus pensamientos en voz alta.

—La próxima vez.

Simon tomó aliento y su torso se expandió. La aferró por la cintura para apartarla.

—Como desees.

«Como desees».

La frase que más trabajo le había costado decir en toda su vida, pero no le había quedado otro remedio.

Regresaron a la mansión cogidos de la mano. Una breve discusión acerca de si era necesario o no que la acompañara a su habitación (que, por cierto, ganó él) los había ayudado a retomar, más o menos, sus respectivas posiciones.

Aunque no eran las mismas que las que ocupaban una semana atrás. Ese cambio era, en definitiva, un avance; pero el deseo que lo embargaba desde entonces era demasiado poderoso. Nunca había experimentado ese anhelo por una mujer, y mucho menos por una en concreto. Jamás se había visto consumido por el deseo de ese modo. Nunca había tenido que disimular, que ocultar su instinto hasta ese punto.

Verse obligado a separarse de ella esa noche, permitirle que escapara de él, no era un libreto que aprobara su instinto de guerrero, sus inclinaciones naturales. Verse obligado a luchar contra ese instinto, verse obligado a mantener la cabeza fría cuando todo su cuerpo ardía de deseo, no agradaba a su temperamento en lo más mínimo.

Y ella lo sabía. Llevaba mirándolo de reojo desde que salieron del mirador. Su semblante, crispado y adusto, era un fiel reflejo de sus sentimientos. Y Portia lo conocía tanto que no le habría costado trabajo percatarse de ellos.

De todos modos, dudaba mucho de que los entendiera por más que se percatara de su presencia. Dudaba mucho de que, a pesar de toda esa charla acerca de aprender sobre el sexo, la confianza y el matrimonio, se hubiera percatado de la posición en la que se encontraban. Dudaba mucho de que entendiera las consecuencias derivadas del siguiente paso; el destino al que acabaría abocada si seguía jugando.

Un destino que se cumpliría. Razón por la cual debía prepararse para jugar una partida larga. Si quería conseguir su objetivo, asegurarse de que todos sus deseos se realizaran, necesitaba la confianza ciega e implícita de Portia.

Y el único modo de conseguirla era ganándosela.

Nada de atajos ni de trucos de ilusionista.

Nada de presiones. De ningún tipo.

Sentía deseos de gruñir.

«Como desees».

Si Portia se detenía a analizar el trasfondo de sus palabras, estaría metido en un buen problema. El pasado que compartían no iba a ayudarla a enfrentarse al futuro con una sonrisa, sino que la llevaría a sopesarlo todo seria y detenidamente. Sus fuertes temperamentos no le serían de ayuda a la hora de tomar la decisión final y de dar el último paso. Su inteligencia, su terquedad y, lo que era mucho peor, su independencia se alzaban en contra de la panoplia que conformaba su personalidad (una personalidad que Portia conocía muy bien) y harían que convencerla para que se entregase a él se convirtiera en una ardua batalla.

Necesitaba toda la ventaja que pudiera conseguir.

Siguió reflexionando mientras caminaba rodeado por la templada oscuridad de la noche. Portia seguía su ritmo sin dificultad.

Al menos, podía consolarse con un detalle en concreto: jamás había sido dada a la cháchara. Hablaba cuando lo deseaba. Y con él jamás parecía sentir esa necesidad que embargaba a otras mujeres de rellenar los silencios. Entre ellos se sucedían largos y cómodos silencios, como si fueran un par de zapatos usados.

Esa familiaridad, sumada a su forma de pensar, podría jugar a su favor si se mostraba astuto. Portia era una mujer dada al razonamiento lógico en mayor medida que cualquier otra mujer que hubiera conocido. Por tanto, tenía la oportunidad de adelantarse a sus reacciones, de predecir sus movimientos y de llevarla en la dirección que él deseara, siempre y cuando utilizara la lógica para acicatearla.

Siempre y cuando ella no adivinara cuál era su verdadera intención.

Si lo hacía…

¿Qué malévolo hado había decretado que eligiera como esposa a la única mujer que jamás sería capaz de manipular?

Contuvo un suspiro y miró al frente. Justo cuando Portia se tensaba.

Le dio un apretón en la mano cuando atisbó al jardinero vigilando de nuevo el ala privada de la mansión. Portia le dio un tirón. Él asintió con la cabeza y siguieron caminando hasta internarse en las sombras del vestíbulo del jardín.

La oscuridad reinaba en la mansión. No había nadie levantado. Dejaron atrás la vela que siempre se quedaba encendida al pie de la escalinata y, en ese momento, se percató de su expresión ceñuda.

—¿Qué pasa?

Ella parpadeó antes de contestar:

—Dennis, el jardinero, ya estaba ahí cuando salí.

Simon torció el gesto y le indicó que subiera la escalinata. Cuando llegaron a la galería superior, murmuró:

—Esa fijación parece insana. Se lo comentaré a James.

Portia asintió con la cabeza y tuvo que morderse la lengua para no decirle que también había visto a Ambrose, aunque no estuviera allí a su regreso. No había motivos para que Simon se lo comentara también a James.

Cuando llegaron a la puerta de su habitación, tiró de su mano para que se detuviera. Señaló la puerta con la cabeza.

Simon la miró antes de entrelazar los dedos con los suyos y alzarlos para depositar un beso en sus nudillos.

—Que duermas bien.

Lo miró a los ojos, que la observaban con los párpados entornados, y se acercó a él. Se puso de puntillas y lo besó en los labios.

—Tú también.

Le soltó la mano antes de abrir la puerta y entrar, tras lo cual cerró con mucha suavidad.

Pasó un buen rato antes de que lo escuchara alejarse.

La faceta física y más que real del deseo que Simon sentía por ella la había dejado totalmente impresionada. Una impresión muchísimo más reveladora que cualquier otra cosa que hubiera descubierto hasta entonces.

Y también había supuesto una tentación. Una tentación muchísimo más irresistible que cualquier otra cosa, que la instaba a continuar, a descubrir lo que la aguardaba si seguía. A descubrir qué era en realidad esa emoción que los empujaba a consumar su relación en el plano físico. Una emoción que con cada mirada, con cada momento compartido, parecía hacerse más fuerte, más nítida.

Más real.

Y eso también era sorprendente.

Portia se detuvo al llegar a la terraza y miró a su alrededor. Después de desayunar con lady O, había dejado a la anciana para que se arreglara y había aprovechado el momento para disfrutarlo en soledad. Para pasear y meditar.

Después de todo lo acaecido la noche anterior en el mirador, meditar era una necesidad prioritaria en su lista personal de cosas pendientes.

El rocío aún mojaba la hierba, aunque no tardaría mucho en evaporarse. El sol ya comenzaba a calentar. Prometía ser otro día caluroso. Según lo previsto, esa mañana irían en carruaje a Cranborne Chase, tras lo cual almorzarían en una posada antes de regresar. Todos albergaban la esperanza de que un día lejos de la mansión disipara el ambiente opresivo y ayudara a enterrar los sucesos del día anterior.

Todavía no había explorado el jardín de los setos, así que bajó la escalera que partía de la terraza y se encaminó hacia el arco de entrada. Al igual que los restantes jardines de Glossup Hall, ese era muy extenso; si bien apenas se había adentrado cuando escuchó voces.

Aminoró el paso.

—¿No te intriga ni un poquito la cuestión de la paternidad de este hijo?

«¿¡Paternidad!?», pensó Portia. Una palabra que la detuvo en seco. Era Kitty quien había hablado.

—En realidad, no creo que me incumba especular a ese respecto. No me cabe duda de que lo revelarás cuando llegue el momento.

Winifred. Las dos hermanas estaban al otro lado del seto junto al que ella se encontraba. El sendero de césped por el que paseaba giraba un poco más adelante, presumiblemente para dar acceso a algún patio con una fuente o un estanque.

—¡Vaya! Creí que estarías interesada. Te incumbe muchísimo, no sé si me entiendes…

El tono de Kitty le recordó al de una niña rencorosa que guardara un secreto horrible y que estuviera tomándose todo el tiempo necesario para provocar el mayor sufrimiento posible. No cabía duda del hombre que quería que Winifred identificara como el padre de su hijo.

Se escuchó el frufrú de la seda antes de que Winifred volviera a hablar.

—Querida, hay ocasiones en las que te miro y me pregunto si mamá engañaría a papá con otro hombre. —El desprecio que destilaban esas palabras resultó mucho más poderoso por la serenidad de la voz que las pronunciaba. Lo que era peor, había algo más en ellas, más profundo que el desprecio, que las hacía mucho más desagradables—. Y, ahora, si me disculpas —prosiguió—, debo prepararme para el paseo en carruaje. Desmond quiere que lo acompañe en su tílburi.

Portia dio media vuelta y salió a toda prisa del jardín. Se internó en la rosaleda y fingió oler las flores más grandes mientras miraba de soslayo hacia el prado hasta que vio que Winifred lo atravesaba y entraba en la casa. Al ver que su hermana no la seguía, ella también echó a andar hacia la mansión.

Echó un vistazo por encima del hombro en dirección a los setos y atisbó a Dennis, que desbrozaba un parterre que había al pie de uno de los arbustos. Uno de los que rodeaba el patio donde había escuchado a las hermanas. El muchacho la miró. Su rostro denotaba unas profundas ojeras.

Cosa que no era de extrañar.

Subió los escalones y entró en la casa.

Le había prometido a lady O que iría a ayudarla. Cuando llegó a su habitación, la anciana ya estaba lista y la esperaba sentada en el sillón que había delante de la chimenea. Una mirada a su rostro le bastó para despedir a la doncella con un gesto. En cuanto la puerta se hubo cerrado, le dijo con voz imperiosa:

—¡Bien! Háblame de tus progresos.

Portia parpadeó.

—¿De mis progresos?

—Precisamente. Cuéntame qué es lo que has aprendido. —Hizo un gesto con su bastón—. Y, por el amor de Dios, ¡siéntate! Eres casi tan horrenda como los Cynster, que se empeñan en mirarme desde arriba.

Con el asomo de una sonrisa en los labios, se sentó y se devanó los sesos para decidir qué le contaba.

—¡Vamos! —exclamó lady O al tiempo que se inclinaba sobre su bastón y sus ojos negros la taladraban—. Cuéntamelo todo.

Portia enfrentó su mirada. No encontraba las palabras que explicaran la mitad de lo que había sucedido.

—He aprendido cosas que no son tan… obvias como había supuesto.

La anciana enarcó las cejas.

—Ajá. ¿Qué cosas?

—Todo tipo de cosas. —Hacía mucho tiempo que había aprendido a no dejarse amedrentar por la vieja bruja—. Pero eso no es lo importante. Hay algo más… Algo que acabo de descubrir y que creo que usted debería saber.

—¡Caray! —Lady O era lo bastante ladina como para identificar una táctica disuasoria al instante, pero tal y como había supuesto, pecaba de un exceso de curiosidad—. ¿Qué es?

—Estaba paseando por el jardín de los setos…

Hizo un relato tan preciso como pudo de la conversación que había escuchado. Cuando acabó la explicación, observó el semblante de lady O. Si bien no supo cómo se las ingenió, la anciana mostró su profundo desagrado aun cuando sus facciones permanecieron inmutables.

—¿Cree que Kitty está embarazada de verdad? ¿O que es un bulo para herir a Winifred?

Lady O resopló.

—¿Es tan estúpida y tan inmadura, como para llegar a hacerlo?

Portia no contestó. Se limitó a observar con detenimiento la expresión de la anciana, las posibilidades que sopesaban las profundidades de esos ojos negros.

—He estado repasando los sucesos de los últimos días… Desde que la fiesta comenzó, no ha bajado a desayunar ni una sola vez. Hasta ahora lo había pasado por alto, pero dado lo mucho que le gusta la compañía masculina y el hecho de que los caballeros se reúnen todas las mañanas en el comedor matinal, tal vez sea un indicio revelador, ¿no cree?

—¿Cómo era la voz de Kitty? —refunfuñó lady O.

—¿De Kitty? —Portia rememoró la conversación—. La segunda vez que habló parecía una niña malcriada. Pero ahora que me lo pregunta, la primera vez daba la impresión de estar al borde de la desesperación.

Lady O compuso una mueca.

—Eso no parece alentador. —Golpeó el suelo con el bastón y se puso en pie.

Portia la imitó y se acercó para tomarla del brazo.

—¿Qué opina de todo esto?

—Si tuviera que arriesgarme, diría que la muy tonta está encinta. De todas maneras y dejando a un lado el tema de la paternidad del bebé, tiene tan poco seso que es capaz de utilizarlo en sus tejemanejes. —Se detuvo mientras ella abría la puerta. Cuando volvió a tomarla del brazo, la miró a los ojos—. Recuerda lo que te digo, esa muchacha va a acabar muy mal.

Era imposible no estar de acuerdo con ella. Asintió brevemente con la cabeza y echó a andar hacia la escalinata con ella tomada de su brazo.

Cranborne Chase, con sus imponentes robles y hayas, supuso un respiro para los invitados, tanto para el calor como para la tensión que se había instaurado entre ellos.

—En otras circunstancias, estoy segura de que lady Calvin se marcharía de buena gana —dijo Portia, que caminaba del brazo de Simon por una alameda.

—No puede. Ambrose está aquí… podría decirse que por negocios. Está muy ocupado buscando el apoyo de lord Glossup y del señor Buckstead. Y también el del señor Archer.

—Y lady Calvin siempre hará aquello que beneficie a su hijo. A eso me refería.

Estaban bastante alejados del resto del grupo, que deambulaba bajo las frondosas copas de los árboles, disfrutando del fresco ambiente, de modo que podían hablar sin tapujos. Repartidos en unos cuantos carruajes, los invitados habían pasado la mañana recorriendo los serpenteantes caminos que atravesaban el antiguo bosque y después habían hecho un alto en una diminuta aldea que se jactaba de contar con una posada en la que servían una excelente comida. El establecimiento estaba situado en el otro extremo del sendero por el que paseaban, según el posadero, en dirección a una hondonada desde la que partían numerosos caminos. Un lugar ideal por el que pasear para bajar la comida.

Lord Netherfield y lady O habían declinado las delicias del bosque y se habían quedado en la posada. El resto estaba estirando las piernas antes de volver a subir a los carruajes y emprender el regreso.

Portia se detuvo, dio media vuelta y echó un vistazo a la cuesta que acababan de subir. Habían elegido el camino más abrupto. Uno que nadie más había tomado. Todos estaban a la vista, desperdigados por la hondonada que se extendía a sus pies.

Hizo un mohín cuando localizó a Kitty, que paseaba flanqueada por su madre y su suegra.

—No creo que sirva de nada.

Simon siguió su mirada hasta las tres mujeres.

—¿Secuestrarla?

—Aquí no puede hacer nada, pero estoy seguro que la cosa empeorará cuando regresemos a la mansión.

Simon refunfuñó algo, guardó silencio un instante y después le preguntó:

—¿Cuál es el problema?

Alzó la vista y lo descubrió mirándola a la cara. Había estado analizando su expresión mientras ella observaba a Kitty y estudiaba su semblante malhumorado, su evidente resentimiento. Había intentado imaginar cómo afrontaría ella misma la situación de encontrarse en su piel. Esbozó una escueta sonrisa, meneó la cabeza y apartó a Kitty de su mente.

—Nada, sólo se me había ido el santo al cielo.

Los ojos de Simon siguieron clavados en su rostro. Antes de que pudiera insistir, lo tomó del brazo.

—Vamos, sigamos hasta allí arriba.

Él la complació y siguieron ascendiendo. Una vez en la parte más alta, descubrieron que el camino continuaba hacia otra hondonada más pequeña y menos accesible, donde pastaba un grupo de ciervos.

Alguien gritó para avisarlos de que debían regresar. Cuando llegaron a la posada, se produjo un leve altercado hasta que se decidió quién ocupaba qué lugar para el trayecto de vuelta. Todo el mundo hizo oídos sordos a las exigencias de Kitty de ir en el tílburi de James. Lucy y Annabelle se apretujaron en el asiento a su lado, tras lo cual él azuzó a los caballos. Desmond partió tras ellos, acompañado por Winifred. Simon fue el siguiente, con ella al lado y con Charlie en el lugar del lacayo, y tras ellos partieron todos los demás en los carruajes más lentos y pesados.

Los tílburis llegaron a Glossup Hall mucho antes que los demás vehículos. Fueron directos a los establos. Los caballeros ayudaron a bajar a las damas. Winifred, bastante pálida, se disculpó y se marchó hacia la casa a toda prisa. Los caballeros se enzarzaron en una discusión sobre la carne de caballo. Portia se habría unido con gusto, pero Lucy y Annabelle la aguardaban para que tomara la iniciativa de lo que hacer a continuación.

Suspiró para sus adentros y se resignó a pasar el resto de la tarde en el interior de la casa. De modo que abrió la marcha hacia la mansión.

Estaban aguardando en el saloncito matinal cuando por fin llegaron los demás carruajes. Lucy y Annabelle, que estaban bordando con mucha diligencia, alzaron las cabezas y miraron en dirección al vestíbulo principal.

Portia distinguió las desabridas voces incluso antes de que entraran en la mansión. Reprimió la mueca de fastidio que estaba a punto de hacer y se puso en pie.

Las dos muchachas la miraron de reojo. En ese momento, escucharon la voz de Kitty, estridente y airada. Abrieron los ojos como platos.

—Quedaos aquí —les dijo—. No hace falta que vayáis. Les diré a vuestras madres dónde estáis.

Ambas se lo agradecieron con la mirada y, tras esbozar una sonrisa reconfortante, Portia echó a andar hacia la puerta. Una vez en el vestíbulo, se acercó directamente a la señora Buckstead y a lady Hammond para informarles del paradero de sus hijas y, sin prestar atención a nadie más, fue en busca de lady O. Esta le dio las gracias con un brusco movimiento de cabeza y la tomó del brazo. La fuerza de esa mano que se agarraba a ella fue suficiente indicativo del humor de la anciana, de lo molesta que se sentía. Lord Netherfield, que hasta ese momento estaba acompañando a lady O, hizo un gesto para expresar su aprobación, lanzó una mirada reprobatoria a su nieta política y se marchó a la biblioteca.

Portia ayudó a la anciana a subir a su habitación. En cuanto la puerta estuvo cerrada, se preparó para la diatriba que estaba a punto de escuchar. Lady O era cualquier cosa menos timorata a la hora de hablar.

Sin embargo, la anciana parecía demasiado cansada en esa ocasión. Preocupada, Portia la ayudó a recostarse en la cama sin pérdida de tiempo.

Mientras se enderezaba, lady O la miró a los ojos. Y contestó la pregunta que le rondaba la mente.

—Sí. Fue horrible. Peor de lo que me había imaginado.

Portia enfrentó esa sabia mirada.

—¿Qué dijo?

La anciana refunfuñó algo antes de contestar:

—Precisamente eso fue lo peor. No fue tanto lo que dijo como lo que se calló. —Clavó la vista en el otro extremo de la habitación un instante, tras el cual cerró los ojos y suspiró—. Déjame, niña. Estoy cansada.

Portia dio media vuelta para obedecerla, pero la anciana la detuvo.

—Se está cociendo algo desagradable.

Decidió utilizar las poco frecuentadas escaleras del ala oeste, ya que no quería toparse con nadie. Necesitaba estar un tiempo a solas.

Se estaba fraguando una tormenta sobre Glossup Hall, tanto de forma figurada como literal. El sol había desaparecido tras unos nubarrones grises y el ambiente se había tornado opresivo.

Aunque el que reinaba en la casa era aún peor. Contrariado, o más bien sombrío. Lo notaba a pesar de no ser una persona muy perceptiva. El efecto que tenía sobre las Hammond, incluso sobre la madre, y sobre la señora Buckstead era obvio.

Dos días más; los invitados se quedarían dos días más, tal y como se había previsto desde un principio. Marcharse antes sería un claro insulto hacia lady Glossup, que no había hecho nada para merecérselo. Sin embargo, ninguno de los invitados demoraría más su partida. Lady O y ella habían planeado regresar a Londres.

Se preguntaba adónde iría Simon.

Cuando llegó a la planta baja, escuchó el sonido de las bolas de billar. Echó un vistazo en dirección al pasillo que conducía al ala oeste. La puerta de la sala de billar estaba abierta y desde ella le llegaba el murmullo de las voces masculinas, entre ellas la de Simon.

Siguió caminando, atravesó el vestíbulo del jardín y de allí salió al prado.

Alzó la vista hacia las nubes. A pesar de ser bajas, no parecía que la tormenta fuera a desatarse de forma inminente. Todavía no había relámpagos ni truenos, ni se percibía el distante olor a tierra mojada. Sólo la opresiva quietud.

Hizo un mohín y echó a andar en dirección al jardín de los setos. Ese sería, sin duda alguna, el mejor lugar para evitar conversaciones reveladoras. Después de todo, los rayos no caían dos veces en el mismo sitio.

Atravesó el arco de entrada y enfiló el camino. Había alcanzado el mismo punto que la vez anterior cuando descubrió que la teoría no siempre quedaba demostrada con la práctica.

—¡Eres una estúpida! ¡Por supuesto que el niño es de Henry! No puedes ser tan tonta como para sugerir otra cosa.

Era la señora Archer, al borde de un ataque de nervios.

—Yo no soy la tonta —contraatacó Kitty—. Y puedes estar segura de que no pienso tenerlo. Pero no hace falta que te preocupes. Sé quién es el padre. Sólo es cuestión de persuadirlo para que vea las cosas como yo y después todo irá bien.

Sus palabras fueron recibidas por un silencio sepulcral. Poco después, la señora Archer (a la que Portia imaginó respirando hondo) prosiguió con la voz quebrada:

—Para que vea las cosas como tú. Las cosas siempre tienen que ser como tú quieres. Pero ¿qué es lo que quieres ahora?

Portia quiso dar media vuelta y marcharse, pero comprendió lo que implicaba la pregunta, lo que la señora Archer temía que sucediera. Era un asunto que a ella le tocaba muy de cerca y necesitaba saber…

—Ya te lo he dicho. —La voz de Kitty parecía más segura—. Quiero emociones. ¡Quiero pasión! No pienso sentarme a esperar y tener un niño… Y ponerme gorda y fea…

—¡Eres una cabeza de chorlito! —exclamó la señora Archer, horrorizada—. Te casaste con Henry. Estuviste encantada de hacerlo…

—Sólo porque tú me dijiste que tendría un título y todo lo que deseara…

—¡Pero no esto! No de este modo. No puedes…

—¡Sí que puedo!

Portia dio media vuelta y se encaminó hacia la salida; por suerte, el césped amortiguaba sus pisadas. Sus emociones se habían convertido en un torbellino. No podía pensar… No quería pensar en lo que Kitty estaba a punto de hacer. Caminó deprisa, con furiosas zancadas que le agitaban las faldas alrededor de las piernas y con la vista clavada en el suelo.

Hasta que se dio de bruces con Simon.

Sus brazos la sostuvieron. La miró a la cara antes de desviar la vista hacia el jardín de los setos.

—¿Qué ha pasado?

Una mirada a su rostro, a ese pétreo semblante, junto con la tensión de los músculos de su antebrazo le bastó para tragar saliva y tranquilizarlo.

—Tengo que salir de aquí. Una hora o dos al menos.

Simon observó su rostro con detenimiento.

—Podemos ir al mirador de Ashmore.

—Sí —replicó antes de tomar otra bocanada de aire—. Vamos.