Capítulo 7

DE todas formas, no quería saberlo. Ya tenía más que suficiente con sus propios problemas como para preocuparse y tener que cargar con los deslices de Kitty. Que cada palo aguantara su propia vela… O, según decía otro refrán: «Vive y deja vivir».

En cuanto a ella, estaba decidida a vivir la vida… al máximo. Hasta un grado, hasta un punto, del que jamás había sido consciente. Lo sucedido la noche anterior debería haberla escandalizado. No había sido así. Ni muchísimo menos. Se sentía alborozada, ansiosa y más que dispuesta a proseguir con su aprendizaje, a beber de nuevo de la copa de la pasión, a saborear nuevamente el deseo…, pero, en esa ocasión, apuraría hasta el último trago.

Las preguntas que la consumían eran cuándo y dónde.

Ni se le pasó por la cabeza cuestionarse con quién.

Se abrió paso entre la multitud que ocupaba los jardines. El almuerzo al aire libre de Kitty estaba en pleno apogeo. A juzgar por la presteza con la que las familias vecinas habían respondido a la invitación, dedujo que los Glossup no habían dado muchas fiestas en los últimos tiempos.

Se mantuvo apartada a conciencia del resto de los invitados a la fiesta campestre para internarse en la multitud y charlar con los que había conocido en el baile y con otras personas que le fueron presentando poco a poco. Dado que estaba acostumbrada a asumir el papel de anfitriona en esos eventos (su hermano Luc celebraba sus propias fiestas en la propiedad de Rutlandshire), se sentía a sus anchas charlando con aquellos que, de encontrarse en Londres, habrían estado por debajo de ella en el escalafón social. Siempre le había interesado que los demás le contaran su vida; había sido el único modo de aprender a apreciar la comodidad de la suya propia. Cosa que habría dado por sentada de otro modo, como solían hacer la mayoría de las damas de su posición.

Para ser justos, Kitty tampoco se daba aires y, en cambio, se mezclaba con alegría con sus invitados. Mientras buscaba nuevas posibilidades, o algún asomo de posibilidad, para lograr su ya truncado objetivo Portia se percató de que las ansias de vivir que mostraba Kitty, su alegría, parecían de lo más genuinas. Con sus deslumbrantes sonrisas, sus vivaces carcajadas y el entusiasmo que demostraba, bien podría haber sido, no una novia en el día de su boda, pero sí una recién casada en su primer éxito como anfitriona.

Meneó la cabeza mientras la observaba saludar a una oronda dama con evidente buen humor antes de detenerse a conversar brevemente con su hija y su desgarbado hijo.

—Increíble, ¿verdad?

Al darse media vuelta se topó con la cínica mirada de Charlie.

El recién llegado señaló a Kitty con un gesto de cabeza.

—Si puede explicármelo, le estaré eternamente agradecido.

Portia desvió la vista hacia Kitty.

—Demasiado difícil para mí. —Tomó el brazo de Charlie y lo obligó a girarse; con una sonrisa torcida, el hombre aceptó sus órdenes y caminó a su lado.

—Tal vez sea como el juego de las charadas: se comporta como cree que debería comportarse… No, no constate lo evidente… Quiero decir que tiene una imagen mental de cómo cree que debería comportarse y actúa en consecuencia. Dicha imagen tal vez no sea la más adecuada en todas las situaciones, o no sea la que el resto creemos que es la adecuada. No sabemos qué piensa Kitty al respecto.

Mientras tiraba de él, Portia lo miró con el ceño fruncido.

—Simon se preguntaba si no sería una ingenua… Y yo empiezo a creer que tal vez tenga razón.

—Sin duda su madre ya la habría corregido, ¿no? ¿Acaso no es esa la labor de las madres?

Portia pensó en su madre y luego en la señora Archer.

—Sí, pero… ¿Cree que la señora Archer…? —Dejó la pregunta a medias, sin saber muy bien cómo expresar con palabras lo que opinaba de la madre de Kitty.

Charlie resopló.

—Tal vez tenga razón. Estamos acostumbrados a hacer las cosas a nuestra manera…, a interactuar con personas muy parecidas a nosotros y nuestro comportamiento. Esperamos que sepan lo que es adecuado y lo que no. Tal vez vayan por ahí los tiros… —Miró a su alrededor—. Y ahora, señorita, ¿adónde me lleva?

Portia clavó la vista al frente y se puso de puntillas para ver por encima de los invitados.

—Por allí delante hay una dama que conoce a su madre… Estaba impaciente por hablar con usted.

—¿¡Qué!? —Charlie la miró con los ojos como platos—. ¡Por todos los infiernos! No quiero pasar el rato adulando a una vieja arpía…

—Pero sí que quiere… —Una vez localizado su objetivo, le dio un tirón del brazo—. Piense de este modo: si habla con ella ahora, en medio de este tumulto, no le costará nada intercambiar los saludos de rigor y luego alejarse. Eso contentará a la buena mujer. Pero si retrasa el inevitable momento y ella lo acorrala más tarde, cuando ya no haya tanta gente, tal vez lo retenga durante al menos media hora. —Lo miró a la cara con las cejas enarcadas—. ¿Qué prefiere?

Charlie la miró con los ojos entrecerrados.

—Simon tenía razón: es peligrosa.

Portia esbozó una sonrisa mientras le daba unas palmaditas en el brazo, y lo arrastró hacia su destino.

Una vez realizada la buena obra del día, retomó su obsesión: localizar un lugar e identificar el momento en el que pudiera, con una buena excusa o de modo que no llamara demasiado la atención, tener a Simon durante un par de horas para ella sola. Mejor, durante unas tres. No tenía ni idea de cuánto tiempo le llevaría la siguiente parada en su camino.

Tras librarse gracias a una sonrisa distante de un grupo de soldados ataviados con sus resplandecientes uniformes, meditó esa cuestión. A su edad, las normas sociales no consideraban que veinte minutos a solas con un caballero fuera un escándalo, pero más de media hora sería su ruina. Al parecer, esa media hora era más que suficiente. Sin embargo y a juzgar por los rumores, Simon era todo un experto, y a los expertos no les gustaba que los apresuraran.

La opción de las tres horas era sin duda la mejor.

Escudriñó la multitud. Hasta que no se le ocurriera un plan, no tenía sentido que buscara a Simon, no tenía sentido que pasara mucho tiempo a su lado. No estaban, precisamente, inmersos en un cortejo…

Charló con un mayor y después con un matrimonio residente en Blandford Forum. Tras despedirse de ellos, rodeó a los invitados manteniéndose pegada al altísimo seto. Estaba a punto de mezclarse de nuevo con la multitud cuando, de repente, vio a Desmond y a Winifred a su izquierda.

Estaban junto a un recoveco en el seto que albergaba una estatua sobre su pedestal. Sin embargo, ninguno de los dos le prestaba atención a la estatua; ni tampoco a los invitados. Desmond sostenía la mano de Winifred y la miraba a la cara mientras le hablaba apasionadamente en voz baja.

Winifred tenía los párpados entornados y miraba hacia el suelo, con una dulce sonrisa que le curvaba los labios.

De pronto, Kitty apareció junto a ellos. Como un torbellino que hubiera salido de entre la multitud, se colgó del brazo de Desmond. La mirada con la que obsequió a su hermana cuando esta levantó la cara fue triunfal. Acto seguido, desvió los ojos hacia Desmond.

Incluso a varios metros de distancia, percibió cuán deslumbrante era la sonrisa que le dedicó Kitty al hombre. Y cómo comenzó a engatusarlo, con la seguridad de poder apartarlo de su hermana.

No obstante, se había equivocado. Eso quedó patente por la seca y cortante respuesta que Desmond, con expresión pétrea, le espetó.

Tan sorprendida como Kitty, Winifred lo miró con nuevos ojos, o eso sospechaba Portia.

Por un instante, el rostro de Kitty fue la viva imagen de la sorpresa; pero, pasados unos momentos, soltó una carcajada y retomó las zalamerías.

Desmond se interpuso entre las hermanas, obligando a Kitty a retroceder. Tras volver a colocarse la mano de Winifred en el brazo, dijo algo… descortésmente breve. Y, con un seco gesto de cabeza hacia Kitty, se alejó del lugar con una estupefacta Winifred del brazo.

Portia los perdió de vista cuando se internaron en la multitud; después, se concentró de nuevo en Kitty. En la anonadada y algo perdida expresión que le cruzó el rostro. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, la sonrisa regresó a sus labios. Y, con una carcajada, ella también se perdió entre los invitados.

Muerta de curiosidad, Portia se dispuso a seguirla, pero la interceptó un amigo de lord Netherfield. Tardó al menos veinte minutos en atisbar a Kitty.

Ataviada con su brillante vestido amarillo, resaltaba como una margarita en un prado de amapolas: estaba rodeada de casacas rojas con sus borlas doradas. Su vivaracho encanto y su chispeante risa estaban en plena efervescencia; sin embargo, para ella, que se encontraba a unos cuantos metros con un grupo de damas ya mayores, semejante actuación le pareció algo forzada.

Se hacía evidente por momentos que era Kitty quien daba alas a los oficiales. Estos, a su vez y tal como era de esperar en ellos, devolvieron el coqueteo de un modo alegre y bastante ruidoso.

Portia se percató de las miradas de las que Kitty era objeto y de la silenciosa comunicación entre las damas de la localidad.

Lady Glossup y la señora Buckstead, que se encontraban varios metros más allá, también se percataron. Se disculparon con la pareja con la que estaban charlando y, cogidas del brazo, se lanzaron en línea recta hacia Kitty.

A Portia no le hizo falta mirar para conocer el resultado. Pocos instantes después, Kitty se alejaba de los oficiales entre su suegra y la amiga de esta.

Algo más relajada después de ver cómo habían evitado el inminente desastre, Portia se concentró en la menuda y dulce anciana que tenía a su lado.

—Tengo entendido que se aloja en la casa, querida. —Los ojos de la anciana la miraban con cierto brillo—. ¿Es la dama que le ha robado el corazón a James?

Ocultó su sorpresa tras una sonrisa y corrigió la errónea impresión a la anciana. Pasados unos minutos, continuó con su paseo. La multitud estaba ya dando buena cuenta de unos delicados emparedados y pastelitos que un batallón de sirvientes hacía circular. Cogió una copa de licor de la bandeja que sostenía uno de los criados y se alejó dando pequeños sorbos.

¿Se le presentaría la oportunidad de escabullirse con Simon?

Decidida a comprobar hasta qué punto se habían dispersado los invitados, se encaminó al extremo más alejado de los jardines. Si algunos habían decidido pasear hasta el templete…

Cuando llegó al borde del gentío, miró hacia el sendero. Alguien lo bloqueaba. James.

Kitty estaba delante de él.

Se detuvo, renuente a dejar la multitud.

Le bastó una mirada al rostro de James para percatarse de su estado. Tenía la mandíbula apretada, al igual que los puños, pero no cesaba de mirar con disimulo al resto de los invitados. Estaba furioso con Kitty, pero se estaba mordiendo la lengua, ya que era demasiado educado como para provocar un escándalo, al menos delante de medio condado.

De pronto, se preguntó si Kitty no sería consciente de que esa era la única razón por la que James no rechazaba abiertamente sus avances; de que su renuencia a mandarla a paseo no era un indicio de su predisposición hacia ella.

Fuera como fuese, James necesitaba que lo rescatasen. De modo que se irguió y…

Lucy apareció desde el otro lado. Con una dulce sonrisa, se acercó hasta la pareja y saludó primero a Kitty y luego a James.

La respuesta de Kitty fue educada pero a todas luces cortante. Y un tanto desdeñosa. Tras ella, se concentró de nuevo en James.

Un ligero rubor cubrió las mejillas de Lucy, pero la muchacha levantó la barbilla, irguió los hombros y aprovechó la primera pausa en la conversación para preguntarle algo a James.

Con una impaciencia que ninguna anfitriona que se preciara demostraría, Kitty se giró para decir algo y…

James inspiró hondo, le sonrió a Lucy y accedió a enseñarle lo que fuese. Le ofreció su brazo.

Portia sonrió.

Lucy aceptó con una sonrisa deslumbrante.

Y Kitty compuso una expresión de total… estupefacción. De total incredulidad.

De una decepción casi infantil.

La alegría de Portia se esfumó. Cambió de rumbo entre la multitud, ya que no deseaba que la incluyeran en ninguna conversación. El punto de vista de Kitty parecía erróneo, dadas sus percepciones, sus expectativas y sus aspiraciones.

Creía que se estaba alejando de ella, pero Kitty debía de haber dado media vuelta para alejarse a toda prisa. Y seguía caminando con presteza cuando estuvo a punto de darse de bruces con ella; por suerte, la vio justo a tiempo y cambió la dirección de sus pasos.

Un rubor excesivo cubría su rostro; sus ojos azules echaban chispas. Un rictus desabrido desfiguraba sus carnosos labios y caminaba con un ímpetu poco apropiado para una dama.

Portia apartó la vista de ella y observó que Henry se alejaba de un grupo de caballeros para interceptarla. Con la misma sensación de alguien que estuviera a punto de presenciar un accidente pero que fuese incapaz de evitarlo, dio unos pasos hacia ellos.

A unos metros de distancia, Kitty se dio prácticamente de bruces con su marido. Había varias personas cerca, pero estaban enzarzados en sus conversaciones. Henry la cogió del brazo con firmeza, pero sin el menor asomo de ira, como si quisiera tranquilizarla y, a la vez, instarla a recordar dónde se encontraban.

Con el rostro crispado, Kitty levantó la vista hacia él. Sus ojos echaban chispas mientras le hablaba. Aunque no podía oír las palabras, Portia supo que eran crueles, cortantes e hirientes a propósito. Henry se tensó y, muy despacio, soltó a su esposa. Acto seguido, le hizo una reverencia y le dijo algo en voz baja mientras se enderezaba. Kitty guardó silencio un instante. Henry inclinó la cabeza y se alejó con la espalda muy rígida.

El rostro de Kitty quedó demudado por la furia, igual que una niña que no se hubiera salido con la suya; después, como si se colocara una máscara, cambió de expresión. Inspiró hondo y se giró para enfrentarse a sus invitados antes de esbozar una sonrisa e internarse en la multitud.

—Un espectáculo nada edificante.

El comentario provino de su espalda.

Miró por encima de su hombro.

—Vaya, aquí estás.

Simon contempló su rostro, en especial la expresión de sus ojos.

—Así es. ¿Adónde ibas?

Debía de haberla visto antes mientras iba de un lado a otro; era una de las desventajas de ser más alta que la media. De modo que sonrió, se dio la vuelta y se colgó de su brazo.

—No iba a ninguna parte, pero ahora que estás aquí, me gustaría dar un paseo por los jardines. Llevo más de dos horas hablando.

Otros invitados habían tenido la misma idea y ya enfilaban los innumerables senderos. Sin embargo, en lugar de dirigirse hacia el lago como la mayoría, ellos se encaminaron hacia los tejos y los jardines que había detrás.

Habían llegado al prado que se extendía tras la primera hilera de árboles cuando Simon volvió a hablar.

—Una guinea por tus pensamientos.

La había estado observando, había estado estudiando su rostro. Lo miró de reojo.

—¿Crees que son tan valiosos?

Se detuvieron; la mirada de Simon siguió clavada en sus ojos, pero el mechón que se le había soltado del recogido y le caía junto a la oreja lo distrajo. Alzó la mano para colocárselo tras la oreja y sus dedos le rozaron la mejilla.

Sus miradas volvieron a encontrarse.

La había tocado de forma mucho más íntima, pero esa caricia tan inocente transmitía algo muy profundo.

—Es el precio de mi deseo por conocerlos —respondió, sin apartar los ojos de ella.

Mientras intentaba interpretar su mirada, Portia sintió que algo se tambaleaba en su interior. Era una especie de admisión, una que jamás habría esperado. Una que no estaba segura de saber interpretar. Aun así… Dejó que sus labios esbozaran una sonrisa y ladeó la cabeza.

Tomados del brazo, reanudaron su lento paseo.

—Tenía la intención de perder de vista a Kitty y sus ardides… Pero no he hecho más que tropezarme con ella a cada paso. —Suspiró y clavó la vista al frente—. Ha traicionado a Henry, ¿verdad?

Percibió que Simon estaba a punto de encogerse de hombros, pero que recapacitaba en el último momento. Asintió con un gesto brusco de cabeza.

—Parece que sí.

Habría apostado su mejor bonete a que ambos estaban pensando en Arturo y en sus visitas nocturnas a la mansión.

Siguieron caminando y la mirada de Simon regresó a su rostro.

—No estabas pensando en eso.

El comentario le arrancó una sonrisa.

—No. —Había estado meditando acerca de los conceptos básicos del matrimonio…, la diferencia que debía de existir entre la teoría y la práctica en una relación. Hizo un gesto con la mano—. No concibo cómo… —Había estado a punto de decir que no concebía cómo Kitty y Henry eran capaces de continuar con su matrimonio, pero semejante confesión habría sido muy ingenua. Muchos matrimonios se mantenían juntos sin nada más que respeto entre los cónyuges. Inspiró hondo e intentó expresar lo que quería decir de verdad—. Kitty ha traicionado la confianza de Henry… Parece creer que la confianza no significa nada. Lo que no concibo es un matrimonio sin confianza. No entiendo cómo podría funcionar sin ella.

Era consciente de la ironía mientras pronunciaba las palabras; ninguno de los dos estaba casado. Además, ambos habían eludido el tema durante años.

Miró a Simon. Este tenía la vista clavada en el suelo, pero su expresión era seria. Estaba reflexionando sobre lo que había dicho.

Pasado un momento, se percató de que lo miraba y levantó la vista; primero la miró a ella, pero después desvió los ojos al frente, hacia el prado.

—Creo que tienes razón. Sin confianza… No puede funcionar. No para nosotros. Quiero decir, para gente como nosotros. No con la clase de matrimonio que tú, o que yo, querríamos.

Si le hubieran dicho una semana antes que mantendría semejante conversación sobre el matrimonio con Simon Cynster, se habría desternillado de la risa. No obstante, en ese momento se le antojaba lo más natural del mundo. Había deseado aprender lo que sucedía entre hombres y mujeres, en especial en el ámbito del matrimonio; el alcance de su estudio se había ampliado más allá de sus expectativas.

Confianza. Gran parte del matrimonio consistía en ella.

También se encontraba en el centro de lo que estaba naciendo entre Simon y ella. Sin embargo, fuera lo que fuese había crecido (era el efecto, al parecer, lógico) porque previamente existía un enorme grado de confianza entre ellos, una confianza que hasta entonces no se había puesto a prueba.

—Ella… Kitty, me refiero, jamás encontrará lo que busca. —Lo supo de repente y sin el menor asomo de duda—. Está buscando algo, pero quiere obtenerlo primero y después decidir si vale la pena o no…, si está dispuesta a pagar el precio. Pero, dada la naturaleza de lo que busca, su estrategia no funcionará porque está empezando la casa por el tejado.

Simon meditó el asunto; no sólo las palabras, sino las ideas que subyacían tras estas. Percibió la mirada de Portia y asintió con la cabeza. Comprendía a la perfección lo que intentaba explicarle; no tanto el comportamiento de Kitty como lo que estaba diciendo. Porque era ella quien dominaba sus pensamientos, quien moraba en sus sueños.

Su opinión acerca del matrimonio era de vital importancia para él. Y estaba en lo cierto al afirmar que la confianza estaba por encima de todo. Lo demás, lo que quería de ella, lo que quería que ella quisiera de él, todas esas cosas que descubría poco a poco, eran como un árbol que crecería, robusto y fuerte, si estaba firmemente arraigado en la confianza.

La observó mientras caminaba, pensativa, a su lado. Tenía una confianza ciega en ella; confiaba más en ella que en cualquier otro ser humano. No se trataba sólo de la familiaridad, ni del hecho de saber que podía contar con ella, ni de la certeza con la que podía anticipar sus opiniones, sus reacciones y su comportamiento. Incluso sus sentimientos.

Era el hecho de saber que Portia jamás le haría daño premeditadamente.

Le había machacado el ego sin compasión, lo había desafiado e irritado, habían discutido, pero jamás había querido causarle mal alguno… Eso se lo había demostrado con creces.

Respiró hondo y clavó la vista al frente, consciente por primera vez de cuán valiosa era esa confianza.

¿Confiaba Portia en él? Debía de hacerlo en cierta medida, pero aún no estaba seguro de hasta dónde.

Una suposición discutible. Si la convencía… No, se corrigió. Cuando la convenciera de que confiara ciegamente en él, porque iba a convencerla, ¿soportaría esa confianza el descubrimiento de que no había sido del todo sincero con ella?

¿Comprendería el motivo? ¿Lo comprendería lo bastante como para ser magnánima?

Portia era como un libro abierto; siempre había sido, y siempre sería, demasiado directa, demasiado segura de sí misma, de su posición, de su capacidad y de su indomable voluntad como para andarse con subterfugios. No estaba en su naturaleza.

Sabía a la perfección lo que ella buscaba, lo que pretendía conseguir con su relación. Lo que no sabía era cómo reaccionaría cuando comprendiera que, además de proporcionarle todo lo que había estado buscando, estaba decidido a darle muchísimo más.

¿Creería que intentaba atraparla, cargarla con responsabilidades, someterla y coartar su libertad? ¿Reaccionaría en consecuencia?

A pesar de todo lo que sabía de ella… No, volvió a corregirse, precisamente por lo que sabía de ella, su reacción era impredecible.

Llegaron a un largo sendero, al abrigo de unas glicinias, que llevaba de vuelta a la casa. Dieron media vuelta al llegar bajo el emparrado y continuaron el paseo en un agradable silencio. Hasta que Portia aminoró el paso.

—Ay, Dios mío.

Siguió su mirada hasta el prado adyacente. Kitty estaba plantada en el centro de un grupo de oficiales y caballeretes, con una copa en la mano y una sonrisa en los labios. Hablaba y gesticulaba con excesiva hilaridad. No alcanzaban a escuchar sus palabras, pero su tono era estridente, al igual que su risa.

Uno de los oficiales hizo un comentario y todos se rieron. Kitty comenzó a gesticular como una loca mientras replicaba. Dos caballeros evitaron que se cayera y las carcajadas se redoblaron.

Simon se detuvo. Portia también.

Por el rabillo del ojo captaron un destello lavanda y desviaron la vista en esa dirección. La señora Archer se acercaba a toda prisa.

Observaron la escena y vieron cómo, con bastante dificultad y un buen número de apocadas sonrisas, consiguió rescatar a su hija. Tomadas del brazo, devolvió a Kitty hacia el prado principal, donde se encontraba el grueso de los invitados.

Los oficiales y los restantes caballeros se dividieron en grupos y reanudaron su charla. Simon tiró de Portia.

Se cruzaron con varias parejas que paseaban en dirección contraria y se detuvieron a charlar con ellas. A la postre, cuando regresaron al prado principal y se internaron en la considerable multitud de invitados, escucharon la voz de Kitty de inmediato.

—¡Ay, muchísimas gracias! ¡Es justo lo que necesitaba! —Hipó—. ¡Estoy muerta de sed!

A su derecha se encontraba el joven jardinero, ataviado con el uniforme de los camareros y con una bandeja de copas de champán en las manos. Con su uniforme prestado, que lo hacía parecer muy alto y desgarbado, su pelo negro y sus ojos oscuros, poseía un encanto de lo más llamativo.

Desde luego, Kitty era de esa opinión. Estaba delante de él, comiéndoselo con los ojos por encima del borde de la copa que no tardó en apurar.

Portia decidió que ya había visto y escuchado suficiente; tiró del brazo de Simon y este la complació al continuar su paseo y mezclarse con los invitados.

Pasaron los siguientes veinte minutos en una agradable conversación, ya que primero se toparon con Charlie y después con las Hammond, que mostraron un desbordante entusiasmo por los jóvenes a los que habían conocido. Todos se relajaron con la charla y las bromas ya que el buen humor pareció contagiarlos, cuando un tumulto que tuvo lugar cerca de los escalones de la terraza los hizo mirar en esa dirección.

Como al resto de los presentes.

Y lo que vieron los dejó perplejos.

Al pie de las escaleras se encontraba Ambrose Calvin con Kitty colgada de su cuello mientras lo miraba con una expresión risueña y abiertamente sensual.

Nadie acertó a entender lo que decía. Estaba intentando susurrar, pero en realidad pronunciaba las palabras en voz alta y se le trababa la lengua.

Estaba totalmente apoyada contra Ambrose mientras este forcejeaba por alejarla de él con ademanes rígidos y el rostro lívido.

Las conversaciones cesaron. Todos se limitaron a mirar.

Se hizo el silencio más absoluto. No se movía ni una mosca.

En ese momento, una risotada, contenida al punto, rompió el hechizo. Drusilla Calvin salió de entre los invitados y se colocó detrás de Kitty, mucho más baja que ella, para cogerla por los brazos y ayudar a su hermano a soltarse.

En cuanto Ambrose quedó libre, lady Hammond y la señora Buckstead se sumaron al trío. Kitty desapareció de la vista en el consecuente forcejeo. Alguien pidió agua fría y se impartieron órdenes a los criados; pronto quedó claro que estaban diciendo que Kitty se encontraba mal y que se había desmayado.

Portia miró a Simon a los ojos antes de darle la espalda al lamentable espectáculo y retomar la conversación con las Hammond justo donde la habían dejado. Las muchachas, aunque distraídas en un primer momento, eran demasiado educadas como para no seguir su ejemplo. Simon y Charlie hicieron lo propio.

Todo el mundo intentaba mantenerse al margen del grupo de la terraza, al que se habían sumado lord y lady Glossup, Henry, lady Osbaldestone y lord Netherfield. Lady Calvin también había acudido sin más dilación. Las cabezas se volvieron de nuevo hacia la terraza cuando reapareció Kitty, empapada de la cabeza a los pies, mientras lady Glossup y la señora Buckstead la obligaban a entrar en la mansión. La señora Archer las seguía, gesticulando inútilmente.

Al pie de las escaleras, los invitados que no habían entrado en la mansión intercambiaron una mirada antes de girarse sonrientes hacia la multitud y retomar las conversaciones con los distintos grupos.

Por supuesto, la incomodidad era palpable en el aire y también era innegable que todos se preguntaban el porqué del indecoroso comportamiento o más bien del escándalo en toda regla. Sin embargo…

Lady O apareció en escena con el rostro relajado y sin el menor asomo en su mirada ni en su comportamiento de que hubiera presenciado algo escandaloso.

Cecily Hammond, en un arranque de temeridad, preguntó:

—¿Está bien Kitty?

—Esa muchacha tonta se ha puesto enferma… Sin duda, a causa del esfuerzo para que todo saliera hoy bien. Y por la emoción, claro. Se ha mareado un poco… Y el calor no ha ayudado en nada. Seguro que se pondrá bien, sólo necesita echarse un ratito. Después de todo, es una joven casada. Debería tener más sentido común.

Lady O miró a Portia con una sonrisa deslumbrante antes de desviar la vista hacia Simon y Charlie.

Todos comprendieron al punto: esa era la historia que tenían que difundir.

Tampoco hizo falta explicárselo a las Hammond. Cuando Portia sugirió que se separaran para mezclarse con el resto de los invitados, tanto Cecily como Annabelle estaban más que dispuestas a correr la voz. Charlie se fue por un lado y Simon y ella por otro. Tras intercambiar una mirada, se dispusieron a hacer cuanto pudieran para controlar los daños.

Los otros invitados de la familia estaban haciendo lo mismo. Lady Glossup asumió el papel de anfitriona y dispuso que los criados se mezclaran con los invitados llevando helados, sorbetes y pastas.

Gracias a los esfuerzos conjuntos, fue todo un éxito. El resto de la tarde, más o menos una hora, pasó con bastante tranquilidad. Por supuesto, todo era pura apariencia, una máscara que todos llevaban para enfrentarse a los demás. Por debajo de esa máscara… los amigos intercambiaban miradas cómplices, aunque nadie se atrevía a poner en palabras sus pensamientos.

En cuanto lo permitieron las buenas maneras, los vecinos comenzaron a marcharse. Estaba bien entrada la tarde cuando los últimos invitados se perdían por el camino.

Lady O se acercó a ellos. Le dio unos golpecitos a Simon con el bastón.

—Tú, ayúdame a subir a mi habitación. —Clavó sus ojos negros en ella—. Tú también puedes venir.

Simon obedeció y, juntos, se encaminaron a la casa. Ella tomó a la anciana del brazo libre cuando llegaron a la escalinata. Lady O ya no era joven y, a pesar de sus modales ariscos, ambos le tenían un gran cariño.

Llegó a la habitación casi sin resuello. Señaló la cama y la ayudaron a acostarse. Acababan de dejarla en el colchón, bien sentada con la espalda apoyada contra los almohadones tal y como les había ordenado, cuando alguien llamó a la puerta.

—¡Adelante! —exclamó lady O.

La puerta se abrió y apareció el rostro de lord Netherfield, que se apresuró a entrar.

—Estupendo… Una confabulación. Justo lo que necesitamos.

Portia contuvo una sonrisa. Simon buscó su mirada antes de colocar un sillón para el recién llegado junto a la cama. Lord Netherfield aceptó la ayuda de Simon para sentarse; al igual que lady O, caminaba con la ayuda de un bastón.

Eran primos, o eso le habían dicho, aunque bastante alejados; también eran de la misma edad y viejos amigos.

—¡En fin! —exclamó lady O en cuanto el anciano estuvo sentado—. ¿Cómo vamos a solucionar esta estupidez? Es un lío espantoso, pero no tiene sentido que todos los invitados lo suframos.

—¿Cómo se lo ha tomado Ambrose? —preguntó lord Netherfield—. ¿Crees que creará problemas?

Lady O resopló.

—Yo diría que estaría encantado de que no se removiera este asunto. Está espantado… Se quedó blanco como un fantasma. Fue incapaz de articular palabra. Jamás he visto que un futuro político se quede sin palabras.

—A mi parecer —intervino Simon, que estaba apoyado contra uno de los postes de la cama—, en este asunto deberíamos seguir el dicho. En boca cerrada no entran moscas.

Portia se sentó al borde del colchón mientras lord Netherfield asentía con la cabeza.

—Sí, sin duda tienes razón. Pobre Calvin, no es de extrañar que esté en semejante estado. Lo único que le hacía falta en este momento es provocar un escándalo con una mujer como Kitty… Está aquí para intentar conseguir el apoyo de su padre para su campaña y ella se le lanza al cuello.

La mirada de lady O los recorrió antes de asentir con la cabeza.

—En ese caso, todos estamos de acuerdo. No ha sucedido nada de relevancia y por tanto no hay nada que decir… Todo va bien. Sin duda alguna, si nosotros adoptamos esa postura, el resto nos imitará. No hay motivos para que la fiesta de Catherine acabe siendo un desastre por el hecho de que su nuera haya perdido la cabeza. Ahí está su madre para enderezarla.

Una vez tomada la decisión y emitido el veredicto, lady O se recostó en los almohadones. Despachó a los hombres con las manos.

—Vosotros dos podéis marcharos. Tú te quedas —le dijo a ella—. Quiero hablar contigo.

Simon y lord Netherfield se fueron. Cuando la puerta volvió a cerrarse, Portia se giró hacia la anciana, pero descubrió que tenía los ojos cerrados.

—¿De qué quería hablarme?

Lady O abrió un solo ojo que la miró echando chispas.

—Creo que ya te he advertido que no se debe pasar todo el tiempo colgada del brazo del mismo caballero, ¿no es así?

Portia se ruborizó.

La anciana resopló y cerró el ojo.

—La sala de música debería ser lo bastante segura. Ve a practicar las escalas.

Un imperioso gesto de la mano acompañó la orden. Portia meditó un instante antes de obedecer.

El plan de hacer que la fiesta campestre siguiera su curso normal como si tal cosa debería haber funcionado. De hecho, habría funcionado si Kitty se hubiera comportado como todos esperaban. Sin embargo, en lugar de estar mortificada y de comportarse con el mayor de los decoros, temerosa por la posibilidad de hacer una nueva transgresión, apareció en el salón y les ofreció una magistral actuación en el papel de «la ofendida».

No pronunció palabra alguna sobre el desastre acontecido por la tarde en el jardín; fue la expresión de su rostro, la altivez con la que sostenía la cabeza y la arrogancia con la que los miraba a todos lo que transmitió sus sentimientos. Su reacción.

Se acercó a Lucy y a la señora Buckstead y le colocó la mano en el brazo a la primera para preguntarle, solícita:

—¿Has conocido a algún caballero agradable esta tarde, querida?

Lucy compuso una expresión sorprendida y balbuceó una vaga respuesta. La señora Buckstead, mucho más acostumbrada a esas lides, le preguntó por su salud.

Kitty hizo un gesto con la mano, restándole importancia al asunto.

—Por supuesto que me sentí un poco mal. Sin embargo, creo que nadie debería dejar que semejante comportamiento por parte de los demás lo humille, ¿no le parece?

Ni siquiera la señora Buckstead supo cómo responder a eso. Con una sonrisa y una mirada deslumbrante, Kitty se alejó de ellas.

Su comportamiento arrogante y altanero molestó a todos los presentes, los descolocó y los dejó sin saber qué estaba pasando. ¿Qué habían presenciado? Desde el punto de vista social, no tenía ningún sentido.

La cena estuvo lejos de ser un evento agradable que apaciguara las aguas como todos habían esperado, se convirtió en un momento de suprema incomodidad, sin risas y sin conversación: nadie sabía qué decir.

Cuando las damas se trasladaron al salón, Cecily, Annabelle y Lucy, a instancias de sus respectivas madres, se retiraron, aduciendo que estaban cansadas tras la larga jornada. A Portia también le habría gustado hacerlo, pero se sentía obligada a quedarse junto a lady O.

La conversación fue bastante tensa. Kitty siguió haciéndose la mártir; lady Glossup no sabía cómo tratarla y la señora Archer, a quien sólo le faltaba retorcerse las manos sobre el regazo, no servía de ninguna ayuda y se sobresaltaba cada vez que alguien se dirigía a ella.

No tardó en quedar patente que, lejos de acudir en su ayuda, los caballeros habían decidido dejarlas a merced de la suerte. Y a la de Kitty.

Aunque no se les podía culpar; si las damas, incluida lady O, que miraba a Kitty con el ceño fruncido, no eran capaces de dilucidar qué estaba pasando, los hombres debían de estar completamente confundidos.

Una vez que aceptó lo inevitable con elegancia, lady Glossup ordenó que llevaran la bandeja del té. Se quedaron el tiempo justo para tomarse una taza, tras lo cual se pusieron en pie y se retiraron todos a sus respectivas habitaciones.

Tras ayudar a lady O a meterse en la cama, Portia fue a su propio dormitorio, que estaba situado en el extremo más alejado del ala este. Comenzó a pasearse frente a la ventana, que daba a los jardines, con la mirada clavada en el suelo y sin prestarle atención al paisaje bañado por la plateada luz de la luna.

Le había comentado a Simon que creía que Kitty no comprendía ni valoraba la confianza; había hablado de confianza entre dos personas, pero la escena que acababan de presenciar servía para confirmar su opinión, aunque trasladada a otros ámbitos.

Todos sentían que Kitty había roto la confianza social, como si los hubiera traicionado al negarse a seguir los patrones de conducta que todos conocían. Los patrones de comportamiento social, de educación…, la estructura subyacente que daba cuerpo a sus relaciones.

Su reacción había sido bastante extrema; y la negativa de los caballeros a regresar al salón había sido toda una declaración de principios.

Una declaración emocional. Desde luego, todos habían reaccionado de una manera emocional, instintiva; muy profundamente perturbados por la forma en la que Kitty había transgredido el código social por el que se regían.

Se detuvo y clavó la mirada en la penumbra del jardín sin ver nada.

La confianza y la emoción estaban relacionadas íntimamente. La primera conducía a la segunda. Si una resultaba perturbada, la otra actuaba en consecuencia.

Con el ceño fruncido, se sentó en el alféizar acolchado de la ventana, apoyó los codos en los muslos y descansó la barbilla en las manos.

Kitty quería amor. En su fuero interno, sabía que así era. Buscaba lo que tantas otras mujeres buscaban; sin embargo, dadas sus utópicas expectativas, debía de pensar que el amor era una emoción poderosa y muy pasional que aparecía de la nada para arrastrarla bien lejos.

A menos que estuviera equivocada, Kitty albergaba la idea de que lo primero era la pasión; de que una intensa relación física era el medio para conseguir una relación emocional más profunda y estable. Debía de suponer que si la pasión no era lo bastante intensa, el amor que derivaría de dicha pasión tampoco sería lo bastante poderoso… Lo bastante poderoso como para mantener su interés y satisfacer sus anhelos.

Eso explicaría por qué no valoraba la tierna adoración de Henry, por qué estaba tan decidida a provocar semejante lujuria, totalmente ilícita, en otros hombres.

Portia hizo un mohín.

Kitty estaba equivocada.

Ojalá pudiera explicárselo…

Pero era imposible, por supuesto. Kitty jamás aceptaría un consejo de una marisabidilla solterona y virgen acerca del amor y de cómo retenerlo.

Una suave brisa entró por la ventana y refrescó el caldeado interior. El silencio reinaba más allá de las ventanas y la oscuridad no era impenetrable. Los jardines serían mucho más frescos que el interior de la casa.

Se levantó, se sacudió las faldas y echó a andar hacia la puerta. Aún no podía dormir; el ambiente de la casa era opresivo, intranquilo, desasosegado. Un paseo por los jardines la calmaría, le serviría para ordenar las ideas.

Las puertas del saloncito matinal que daban a la terraza seguían abiertas. Salió por allí al agradable frescor de la noche. El perfume de las plantas estivales la envolvió cuando puso rumbo al lago; las damas de noche, los jazmines y otras flores de aroma más intenso le obnubilaron los sentidos.

Mientras se movía entre las sombras, vislumbró la silueta de un hombre en el prado, de uno de los caballeros. Estaba cerca de la mansión. Tenía la vista clavada en la oscuridad, al parecer ensimismado. El camino del lago la acercó más a él; reconoció a Ambrose, pero este no pareció percatarse de su presencia.

Como no estaba de humor para mantener una conversación civilizada y estaba convencida de que Ambrose tampoco, se mantuvo entre las sombras y lo dejó con sus pensamientos.

Un poco más adelante, cuando cruzaba una de las intersecciones, miró a la derecha y vio al jardinero gitano. Dennis, así lo había llamado lady Glossup. Estaba totalmente inmóvil al amparo de las sombras, en uno de los senderos secundarios.

Prosiguió su camino sin detenerse, segura de que Dennis no se había dado cuenta de que ella estaba allí. Al igual que en la anterior ocasión, estaba muy pendiente del ala privada de la casa. Era probable que la presencia de Ambrose lo hubiera llevado a retroceder hasta ese punto de los jardines.

Se negó a meditar al respecto y se desentendió del asunto, ya que le dejaría un desagradable sabor de boca. No quería reflexionar sobre el significado de la vigilia nocturna de Dennis.

La idea le recordó de nuevo a Kitty… La expulsó de sus pensamientos. ¿En qué había estado pensando antes de eso?

En la confianza, en las emociones y en la pasión.

Y en el amor.

En el objetivo de Kitty y en los escalones que estaba convencida de que había debido ascender. Sin embargo, y a su parecer, había tomado la dirección contraria.

Pero ¿cuál era la adecuada?

Dejó que sus pies atravesaran el prado que se extendía hasta la orilla del lago mientras meditaba el asunto. La confianza y la emoción estaban vinculadas, cierto, pero dada la naturaleza de las personas, la confianza era lo primero que se forjaba.

Una vez que la confianza estaba afianzada, la emoción crecía… siempre que uno se sintiera lo bastante seguro como para dejar que dichos lazos emocionales se establecieran, con la consecuente vulnerabilidad que estos creaban.

En cuanto a la pasión, a la intimidad física, era sin lugar a dudas una expresión de esa emoción; la expresión física del vínculo emocional. ¿Cómo podía ser de otro modo?

Ensimismada, enfiló el camino que llevaba al mirador.

Su mente la condujo inexorablemente un poco más allá, siempre según los dictados de la lógica. Y ella siguió caminando entre las sombras con la vista clavada en el suelo y el ceño fruncido. Según su razonamiento, al que no le encontraba fallo alguno, la compulsión que conducía a la intimidad física nacía de un vínculo emocional que, según el razonamiento lógico, debía de existir previamente.

Había llegado a los escalones del mirador. Alzó la vista… y en la penumbra del interior vio cómo una alta figura descruzaba sus largas piernas y se ponía de pie muy despacio.

«Para sentir la compulsión que conduce a la intimidad física, el vínculo emocional ya debe existir», pensó.

Se quedó largo rato mirando el interior del mirador. Mirando a Simon, que se mantenía a la espera y en silencio al amparo de la oscuridad. Después, se recogió las faldas, subió los escalones y entró en el mirador.