Capítulo 6

PORTIA se sentó a la mesa del almuerzo y dejó que las conversaciones fluyeran sin participar en ellas. Tenía suficiente práctica como para asentir con la cabeza a un lado o murmurar algo al otro.

Ardía en deseos de hablar sobre lo que había descubierto, pero ninguno de los presentes cumplía los requisitos para ser su confidente. Si estuviera Penélope… Claro que teniendo en cuenta la opinión de su hermana pequeña acerca de los hombres y del matrimonio, quizá fuera preferible que no estuviera.

Fue descartando a las restantes damas a medida que las evaluaba. Winifred no serviría, no quería escandalizarla, y Lucy o las Hammond, muchísimo menos. En cuanto a Drusilla… Kitty, que se empeñaba en perseguir sin compasión a James y a Ambrose, parecía la única posibilidad; una idea de lo más desalentadora…

Miró de soslayo a lady O, antes de clavar la vista en su plato. Albergaba la sospecha de que, lejos de escandalizarse, la anciana le diría que apenas había arañado la superficie y que aún le quedaban muchísimas cosas por descubrir.

No necesitaba más incentivos. Estaba muerta de curiosidad y no se atrevía a mirar a Simon por si este lo descubría. Habían omitido la frecuencia con la que tendrían lugar sus «lecciones»; no quería parecer demasiado… «atrevida». Esa fue la única palabra que se le ocurrió. Tenía la profunda convicción de que no sería inteligente hacerle saber hasta qué punto estaba fascinada. Ya era bastante orgulloso de por sí; no necesitaba alentar su arrogancia.

Así pues, abandonó la mesa con el resto de las damas y las acompañó al prado, donde se sentaron al sol para intercambiar cotilleos. Simon se percató de que se marchaba, pero no hizo señales de detenerla ni ella le dio pie a que lo hiciera.

Una hora después, lady O le envió el recado de que la ayudara a subir a su habitación.

—Bien, a ver… ¿Cómo van tus meditaciones? —Lady O se dejó caer en el colchón y Portia se apresuró a ordenarle las faldas.

—Por buen camino, pero aún no he llegado a una conclusión definitiva.

—¿Y eso? —Los ojos negros de la anciana siguieron clavados en su rostro mientras refunfuñaba—: Simon y tú debéis de haber paseado varios kilómetros.

Le restó importancia al comentario encogiéndose de hombros.

—Fuimos hasta el lago.

Lady O frunció el ceño antes de cerrar los ojos.

—Bueno, si eso es todo lo que tienes que contarme, lo único que puedo sugerirte es que espabiles. Después de todo, sólo estaremos aquí unos cuantos días más.

Portia aguardó. Al ver que la anciana no decía nada más, se despidió con un murmullo y salió de la habitación.

Siguió haciéndose preguntas mientras deambulaba por la enorme mansión… ¿Cuántos días le harían falta para aprenderlo todo? O, al menos, para aprender lo suficiente. Cuando llegó a la larguísima galería, se detuvo junto a una de las ventanas y tomó asiento en el alféizar acolchado. Con la mirada perdida en las figuras que la luz del sol proyectaba sobre los paneles de madera, dejó que los recuerdos afluyeran a su memoria y dio rienda suelta a sus sentidos… Revivió las sensaciones y trazó con cuidado los límites de su aprendizaje, la frontera tras la cual residía todo aquello que le quedaba por sentir. Por descubrir.

No supo cuánto tiempo pasó sumida en sus pensamientos ni tampoco cuánto tiempo estuvo observándola Simon. Cuando volvió a la realidad, percibió su presencia, desvió la vista y se lo encontró allí, apoyado en la esquina. Sus miradas se encontraron.

Pasó un instante, tras el cual él enarcó una ceja.

—¿Estás lista para la siguiente lección?

¿Tanto se le notaba? Alzó la barbilla.

—Si no estás ocupado…

Llevaba desocupado una hora. Pero se mordió la lengua. En cambio, inclinó la cabeza con un gesto comedido y se enderezó.

Portia se puso en pie y la delicada tela de sus faldas cayó a su alrededor, delineando el contorno de sus largas piernas. Extendió un brazo, la tomó de la mano y luchó contra el impulso de aferrarla con fuerza. Tuvo que echar mano de toda su experiencia, pero al final logró contenerse y entrelazó sus brazos mientras enfilaban el pasillo.

Sintió que ella observaba su rostro, tenso por el esfuerzo. Al instante, le preguntó:

—¿Adónde vamos?

—A algún lugar donde no nos molesten. —Fue consciente de la brusquedad de su voz y supo que ella también la había notado. De todas formas, no pudo resistirse y añadió—: Por cierto, deja que te diga que si quieres ir superando las distintas fases para llegar a una conclusión razonable, tienes que estar disponible para ello.

Ella parpadeó y miró al frente.

—Suelo ir a la sala de música por las tardes… para practicar. Tenía intención de ir dentro de un rato.

—Ya tocas el piano con soltura. No pasa nada porque no practiques un día. O dos. No estaremos mucho tiempo aquí.

Se detuvo para abrir una puerta. La sostuvo mientras le indicaba a Portia que lo precediera y entraron en un pequeño gabinete conectado con un dormitorio, ambos desocupados. Había elegido la estancia a propósito, a sabiendas del mobiliario que contenía.

Portia se detuvo en el centro de la habitación y echó un vistazo a los muebles, cubiertos por sábanas. Entretanto, él cerró la puerta con llave y se acercó a ella. La tomó de la mano y la condujo hasta una de las ventanas, cuyas cortinas estaban corridas. La habitación estaba orientada al oeste y ofrecía una vista magnífica del pinar. Descorrió las cortinas y el sol entró a raudales.

Se dio la vuelta y agarró la sábana que cubría el mueble más grande, situado justo enfrente de la ventana. Dio un tirón y descubrió una amplia y cómoda otomana que quedó bañada por la dorada luz del sol.

Ella parpadeó. Sin darle tiempo a pensar, soltó la sábana y la cogió en brazos; acto seguido, se dejó caer sobre la espléndida otomana, arrastrándola con él. El súbito movimiento los hizo rebotar y le arrancó a ella una carcajada que se desvaneció en cuanto lo miró a los ojos. Sin soltarla, se movió hasta quedar recostado contra el brazo acolchado, de modo que Portia quedó prácticamente tendida sobre él.

Estaban bañados por la luz del sol. Portia le miró los labios. Sacó la punta de la lengua para humedecerse los suyos y, acto seguido, desvió la vista hacia sus ojos.

—Y ahora ¿qué? —le preguntó al tiempo que enarcaba una ceja sin apartar la mirada.

Simon supo sin la menor duda que estaba más que dispuesta. Sonrió, no sin cierto alivio. Le tomó el rostro con una mano y la atrajo hacia él.

—Ahora, jugamos.

Y eso hicieron. No recordaba haber sido partícipe jamás de un interludio semejante. No supo si fue su comentario o si se debió al sol que los calentaba, al silencio de la habitación o a la sensación de estar rodeados por objetos informes, pero ambos se abandonaron al momento con un vertiginoso e imprudente entusiasmo que los transportó a un mundo propio en el que no existía el decoro, sólo el ardiente deseo de su mutua entrega.

Sus labios apenas la habían rozado cuando sintió que ella se entregaba al beso, aunque siguió tensa entre sus brazos, como una cervatilla insegura, presta a huir. Profundizó el beso y ella lo siguió, ofreciéndole su boca y entregándole gustosa todo cuanto le reclamaba. Sin embargo, se mantuvo a raya. Se limitó a esperar y a dejar que fuera aprendiendo por sí misma. Que llegara a sus propias conclusiones.

Hacía mucho tiempo que había aprendido que ese era el mejor método para aliviar los miedos de las amantes más asustadizas: abrazarlas y protegerlas con su cuerpo sin que su peso o su fuerza las agobiaran. Hacerlas pensar que eran ellas las que controlaban la situación. Y, tal y como había ocurrido con el resto, con Portia también funcionó. La tensión la abandonó de forma paulatina, y ese cuerpo cálido, esbelto y maravillosamente vivo se relajó contra él.

Comenzó a acariciarle la espalda con delicadeza y, poco después, fue ella quien se apartó por propia iniciativa y le dio acceso a sus pechos, invitándolo sin pudor alguno a que los acariciara.

Fue ella quien, poco a poco, fue echando más leña al fuego.

Tal y como sucediera la vez anterior, fue ella quien puso fin al beso y apartó la cabeza para respirar de forma entrecortada mientras él seguía acariciándole los pechos. Sin embargo, en esa ocasión no se detuvo, sino que dejó que sus dedos continuaran la diestra tortura.

Portia abrió los ojos y bajó la vista. Tomó otra bocanada de aire mientras observaba cómo sus manos la tocaban. Al punto, abrió los ojos de par en par, enfrentó su mirada y con su habitual franqueza le preguntó:

—Y ahora ¿qué?

Simon sostuvo su mirada, le pellizcó los pezones con más fuerza y observó cómo el placer la invadía de nuevo, rompiendo su concentración y haciendo que cerrara los ojos.

—¿Estás segura de que quieres saberlo?

Abrió los ojos y lo atravesó con una mirada que habría considerado imperiosa de no ser por su sonrisa.

—Mucho. —Intentó componer una expresión seria, pero fue incapaz.

Aunque se lo hubiera propuesto, no podría haberse mostrado pícara ni coqueta… Era superior a sus fuerzas. No obstante, la alegría que bullía en su interior, la emoción, la excitación, eran prácticamente palpables.

Parecía que estuvieran explorando algo, una dimensión desconocida que había surgido entre ellos a modo de desafío. Portia no mostraba el menor asomo de miedo; estaba ansiosa y confiada, entregada al momento aunque no supiera lo que le aguardaba en el camino…

Confiaba en él.

La idea lo sobrecogió. Y no sólo por el hecho en sí mismo, sino por lo importante (una importancia de la que acababa de darse cuenta) que era para él.

Por los sentimientos tan especiales que despertaba en su interior.

Respiró hondo y luchó contra el nudo que le oprimía el pecho. Portia había bajado la vista para observar sus dedos mientras le acariciaba los pezones, ya enhiestos, pero en ese momento lo miró a los ojos y enarcó las cejas. Se vio obligado a aclararse la garganta y a cambiar de postura bajo ella…

—Si estás tan segura…

La expresión que asomó a esos ojos azul cobalto le indicó que continuara. Le fue imposible contener la sonrisa. El corpiño de su vestido se cerraba con una hilera de diminutos botones que se extendía desde el escote hasta la cintura. Apartó las manos de sus pechos y se dispuso a liberar los botones de sus ojales.

Portia parpadeó, pero no hizo ademán de detenerlo. Sin embargo, a medida que sus manos continuaban con la labor y el vestido se iba abriendo, frunció el ceño y un leve rubor cubrió sus mejillas.

En cuanto hubo liberado el último botón, alzó una mano, se la colocó en la nuca y tiró de ella hacia abajo. Atrapó su mirada justo antes de que cerrara los párpados.

—Deja de pensar.

Le dio un largo y apasionado beso, hechizando sus sentidos por primera vez, cosa que hasta ese momento se había cuidado mucho de no hacer. Lo último que necesitaba saber era que podía hacerle perder la razón con un beso, pero si en ese instante no la privaba del uso de su considerable sentido común aunque sólo fuera por unos minutos, era posible que se echara atrás…

Y no estaba de humor para engatusarla y mucho menos para discutir. Su habitual serenidad lo había abandonado, al menos en lo que a ella se refería, y, por tanto, no podría aliviar sus temores con palabras. Y de eso se trataba, de temor, que no de miedo. El temor a lo desconocido.

De forma implacable, pero con las más tiernas caricias, la instó a continuar, a traspasar el umbral de su siguiente descubrimiento. Un descubrimiento mutuo.

La liberó del hechizo sin apartarle las manos de los pechos. Piel contra sedosa piel. Sus labios se separaron, pero ella no se alejó. Con los párpados entornados, lo miró a los ojos. Él siguió acariciándola y sintió que se estremecía. Algo en su interior se estremeció en respuesta.

Tenía una dolorosa erección. La deseaba con un apremio que le robaba el aliento. Alzó la cabeza para acortar la escasa distancia que los separaba y se apoderó otra vez de sus labios. Lo necesitaba para saciar el deseo.

Y ella se lo permitió. No supo cómo lo había percibido, pero lo besó en respuesta, le rodeó la cara con las manos y ladeó la cabeza para incitarlo…, para retarlo a que tomara un poco más. A que la devorara si se atrevía. Se ofreció, se dejó llevar, siguió su ejemplo y, al instante, se hizo con el control.

A la postre fue ella quien se apartó y el súbito asalto de la pasión se desvaneció. Le abrió el vestido un poco más para poder acariciarla con las dos manos a placer y ella no puso objeción alguna. El calor que desprendía su piel le abrasó las manos.

Portia deliraba… de placer. La certeza de estar haciendo algo ilícito era tan emocionante que apenas la dejaba respirar. Las caricias de Simon eran divinas, mucho más placenteras que el sol que los bañaba; mucho más cálidas; mucho más reales.

Infinitamente más íntimas.

Debería estar escandalizada. Sí. La idea se le ocurrió de repente. Y la descartó al punto.

Había muchas cosas que sentir, que absorber, que aprender. Ni el decoro ni el temor eran lo bastante poderosos como para distraerla del sensual deleite que le proporcionaban esos dedos, de la fuerza de esas manos y del placer que conjuraban.

La palabra «fascinación» ni siquiera se acercaba a describir lo que sentía.

Lo miró con los párpados entornados y sintió que algo cambiaba en su interior. Que la invadía el deseo de proporcionarle tanto placer como él le estaba ofreciendo. ¿Así era como ocurría? ¿Ese era el motivo de que las mujeres sensatas decidieran aceptar las necesidades de un hombre y acudir en busca de más?

Su mente fue incapaz de ofrecerle una respuesta. Así que dejó que la pregunta se desvaneciera.

Simon le estaba mirando los pechos. Estaba mirando sus manos sobre ellos. En ese momento, alzó la vista y sus miradas se encontraron.

La pasión estalló a su alrededor y una oleada de emoción la recorrió. Esbozó una sonrisa deliberada y, también deliberadamente, se inclinó haciendo caso omiso de las manos que le rodeaban los pechos y lo besó.

Sintió que él inspiraba hondo… antes de apartarla y moverse hasta quedar de costado sobre la otomana, con una mano aún sobre un pecho y la otra en una de sus mejillas. La besó. O más bien la devoró. Volvió a hechizar sus sentidos una vez más, antes de devolverla a la realidad muy lentamente.

Cuando él apartó la cabeza, ambos jadeaban. Sus miradas se encontraron. El deseo palpitaba en sus labios. Lo tenía aferrado por los hombros con fuerza. Se mantuvieron inmóviles un momento, atrapados en ese instante. Conscientes de la pasión, del latido de sus corazones, del abrumador deseo.

Hasta que pasó.

Despacio, muy despacio, Simon inclinó la cabeza y sus labios volvieron a encontrarse en un beso tierno, lento y reconfortante. Apartó las manos de ella, le cerró el corpiño y la rodeó con los brazos. Y así se quedaron un rato, abrazados.

Más tarde, mientras salían del gabinete, Portia miró por encima del hombro. La sábana cubría nuevamente la otomana. No había rastro de que la habitación hubiera sido el marco de su apasionante interludio.

Sin embargo, había sucedido. Algo había cambiado.

O, tal vez, algo les había sido revelado.

Simon la invitó a salir y cerró la puerta tras él. Su semblante era impasible, pero estaba segura de que sentía lo mismo que ella. Sus miradas se encontraron y se entrelazaron un corto instante mientras él la tomaba del brazo. Después, clavaron la vista al frente y regresaron a la galería.

Portia necesitaba pensar, pero la mesa de la cena y la compañía no se prestaban a ello. Lanzó una mirada irritada a Kitty. Y no era la única que lo hizo. Era una estúpida redomada, impredecible en sus cambios de humor. Esa era la conclusión más benévola que pudo alcanzar.

—He oído que mañana se celebrará un almuerzo de gala —le dijo Charlie con las cejas enarcadas antes de mirar de reojo a Kitty, sentada al otro extremo de la mesa—. Al parecer, ha sido ella la organizadora.

Su voz tenía un deje de desconfianza, de recelo.

—Tal vez no deberíamos preocuparnos —sugirió—. Hoy ha estado muy comedida durante el almuerzo. ¿Quién sabe? Quizá sean las noches las que…

—¿La transforman en una femme fatale, especialmente indiscreta además?

Portia estuvo a punto de atragantarse. Se llevó la servilleta a los labios y le lanzó una mirada ceñuda a Charlie. Este sonrió, en absoluto arrepentido, si bien el gesto no denotaba humor alguno.

—Me apena decepcionarla, querida, pero Kitty es capaz de comportarse de modo atroz a cualquier hora del día. —Volvió a mirar hacia el otro extremo de la mesa—. Su actitud es totalmente impredecible.

El ceño de Portia se acentuó.

—James dice que va a peor.

Charlie meditó un instante antes de asentir con la cabeza.

—Sí, es cierto.

Kitty había comenzado la noche de mala manera, coqueteando (o más bien intentando coquetear) sin disimulo con James en el salón. Charlie había intentado intervenir, pero sólo había logrado que la ira de la joven recayera sobre él. En aquel instante, Henry intentó aplacar los ánimos y, como resultado, su esposa acabó alejándose enfurruñada.

Se habían sentado a la mesa con la señora Archer visiblemente agitada, como si estuviera al borde de un ataque de nervios. Otros invitados mostraban también signos de estar molestos, de ser conscientes de lo que sucedía; signos que, en circunstancias normales, habrían ocultado con consumada naturalidad.

Parecía, concluyó mientras las damas se levantaban de la mesa para reunirse en el salón, que el ambiente cordial de la fiesta se estuviera resquebrajando. Aún no se había roto del todo, no se había desmoronado, pero pasar por alto el comportamiento de Kitty estaba resultando arduo para algunos.

Como para las Hammond. Las muchachas, confusas por los acontecimientos (algo lógico, porque nadie entendía lo que estaba sucediendo) se pegaron a ella, ansiosas por charlar y olvidar las torvas miradas de la concurrencia. Hasta Lucy Buckstead, que por regla general se comportaba con sensatez y seguridad en sí misma, parecía un tanto subyugada. Se compadeció de ellas y las animó a explayarse sobre el almuerzo: que si asistirían los oficiales con los que habían bailado la otra noche, que si el apuesto y callado vecino, George Quiggin, aparecería o no…

Aunque sus esfuerzos consiguieron distraer a las tres jóvenes, ella misma fue incapaz de olvidar la irritación que Kitty le provocaba. Echó un vistazo al otro extremo del salón y vio que Kitty hablaba animadamente con la señora Buckstead y con lady Hammond. A pesar de ello, sus ojos estaban clavados en la puerta.

La puerta por la que los caballeros entrarían en breve.

Contuvo un resoplido asqueado. Kitty parecía irradiar una especie de mal presagio desde el punto de vista social. En lo que a ella se refería, ya había tenido más que suficiente. Necesitaba encontrar el tiempo y el lugar apropiados para pensar.

—Si me disculpáis… —les dijo a las muchachas antes de echar a andar hacia las puertas francesas que daban a la terraza.

Con la vista clavada al frente, las atravesó y se internó en la agradable frescura de la noche.

Una vez que dejó atrás el resplandor del salón, se detuvo y tomó una profunda bocanada de aire. Le resultó delicioso, como si fuera el primer soplo de aire fresco del que disfrutara en horas. La frustración la abandonó, como una capa que acabara de resbalarle por los hombros. Esbozó una sonrisa y cruzó la terraza en dirección a la escalera que bajaba al prado, y de allí, al lago.

No debería ir a aquel lugar; al menos, no sola. No obstante, la luna llena brillaba con fuerza en el cielo, bañando el prado con su luz plateada. Le pareció bastante seguro pasear por allí. Además, no era muy tarde.

Necesitaba pensar en todo lo que había aprendido. Sacar una conclusión de los acontecimientos que se habían sucedido hasta ese punto. Las horas que había pasado a solas con Simon le habían abierto los ojos sin el menor asomo de duda. Y lo que estaba viendo era mucho más sorprendente de lo que había imaginado, por no decir que totalmente distinto. Había supuesto que la atracción, el vínculo físico, aquello que ocurría entre un hombre y una mujer, sería algo parecido al chocolate: lo bastante agradable como para desear darse el gusto cuando se presentara la oportunidad, pero sin llegar a ser un anhelo compulsivo.

Pero lo que había compartido con Simon hasta ese momento…

Sintió un escalofrío a pesar de la calidez de la noche. Siguió caminando con los ojos clavados en el césped mientras intentaba encontrar las palabras que explicaran lo que sentía. ¿Sería deseo ese apremio por repetir los encuentros? No, no de repetirlos. De ir más allá. Mucho más allá.

Era posible, pero se conocía lo bastante como para reconocer que, mezclada con esa compulsión puramente sensual, había una enorme dosis de curiosidad, de su habitual ansia de saber.

Que se había avivado, al igual que el deseo.

Sabía lo que quería aprender. Sabía que, una vez descubierta su existencia, no sería capaz de darle la espalda hasta haberlo examinado a fondo, hasta comprenderlo todo.

Había algo, algo muy sorprendente, entre Simon y ella.

Sopesó la conclusión mientras atravesaba despacio el prado y no pudo refutarla. Aún con su total inexperiencia en ese ámbito, confiaba en sus habilidades innatas. Si su instinto le decía que había algo que perseguir, estaba en lo cierto.

La naturaleza de ese «algo», sin embargo…

No atinaba a identificarla. Ni siquiera era capaz de formular una suposición. Y gracias a la vida protegida que había llevado, ni siquiera sabía si era normal.

Para ella, no lo era en absoluto.

Pero ¿lo sería para él? ¿Le ocurría con todas las mujeres?

No lo creía. Lo conocía lo bastante como para percibir sus cambios de humor. Esa tarde, cuando su encuentro en la otomana llegaba a su fin y percibió ese curioso cambio entre ellos, tuvo la impresión de que Simon estaba tan perplejo como ella.

Por más que se devanó los sesos, no encontró una razón específica que precipitara ese momento concreto. Tal parecía que hubieran abierto los ojos a la par y se hubieran descubierto en un lugar donde jamás habían esperado encontrarse. Ambos estaban disfrutando del momento, por decirlo someramente; ninguno estaba prestando atención, ni dirigiendo el interludio…

Era algo especial porque él no había esperado que sucediera.

Sin duda, tenía que averiguar mucho más. Descubrir y ahondar sobre el tema, a toda costa. El lugar más apropiado donde empezar era el mismo donde había comenzado todo. Esa dimensión en la que sólo existían las sensaciones.

Por suerte, tenía una ligera idea de cómo regresar a ese lugar. Habían estado inmersos en el deleite físico, absortos como sólo dos personas que se conocen a fondo podrían llegar a estar. Ninguno de los dos había estado pendiente del otro con el fin de evaluar su honestidad o su carácter. Si Simon hubiera querido hacer algo, decir algo, sabía a ciencia cierta que lo habría hecho. Y él la conocía en la misma medida, no le cabía duda.

Esa era la clave. No habían estado pensando en nada. No tenían por qué hacerlo cuando estaban juntos. Podían concentrarse en lo que hacían.

En lo que estaban compartiendo.

Llegó hasta el extremo del prado que se alzaba sobre el lago. A sus pies se extendían sus aguas, negras e insondables.

Sin importar lo mucho que expandiera los límites de su imaginación, resultaba imposible (totalmente imposible) imaginarse que compartía con otro hombre lo mismo que había compartido con Simon.

Sintió su presencia como si de una caricia se tratara. Su mirada. Se dio la vuelta y atisbó su silueta de hombros anchos a lo lejos, mientras atravesaba el prado con las manos en los bolsillos y la vista clavada en ella.

Se detuvo a su lado y contempló el lago un instante antes de volver a mirarla.

—No deberías estar aquí sola.

Lo miró a los ojos.

—No lo estoy.

Simon apartó la mirada pero no antes de que ella se percatara de la media sonrisa que le curvó los labios.

—¿Qué tal ha ido? —Señaló hacia la mansión.

—Ha sido espantoso. Kitty está en la cuerda floja. Parece empecinada en ganarse los favores de Winfield aunque este corra despavorido en cuanto la ve. Después del fracaso del salón, Henry decidió desaparecer de la escena y fingir que no se enteraba de nada más. La señora Archer está horrorizada, pero no es capaz de hacer nada. Lord y lady Glossup están cada vez más molestos. El único alivio de la noche ha venido de manos de lord Netherfield. Le ha dicho a Kitty que madure.

Portia dejó escapar un resoplido muy poco femenino. Pasaba demasiado tiempo con lady O…

Simon la miró pasados unos instantes.

—Será mejor que regresemos.

La idea no le resultó atractiva en lo más mínimo.

—¿Por qué? —Lo miró de soslayo—. Aún es demasiado temprano para irse a la cama. ¿De verdad que quieres regresar a la casa y tener que aguantar con una sonrisa el bochornoso comportamiento de Kitty?

La arrogante repulsión que asomó a sus ojos fue suficiente respuesta.

—Vamos, bajemos a la orilla. —Tenía la intención de pasarse por el mirador, pero no se sintió obligada a mencionarlo.

Simon titubeó, con la vista clavada precisamente en el mirador que se vislumbraba apenas en la otra orilla del lago. La conocía muy bien, no cabía duda…

Alzó la barbilla y lo tomó del brazo.

—El paseo te aclarará las ideas.

Tuvo que darle un tirón del brazo para que se pusiera en marcha, ya que parecía renuente a obedecerla, pero al final accedió y echó a andar con ella hacia el camino que bordeaba el lago. Sin embargo, la guio hasta el pinar, en la dirección contraria al mirador. Con la cabeza bien alta, lo siguió sin rechistar.

El camino rodeaba todo el perímetro del lago. Para regresar a la casa sin retroceder sobre sus propios pasos, tendrían que pasar por el mirador.

Como siempre, lady O había estado en lo cierto. Todavía quedaba muchísimo por aprender, por explorar, y no contaba con muchos días para hacerlo. En otras circunstancias, tres lecciones el mismo día podía considerarse algo imprudente; pero, tal y como estaban las cosas, no veía razón alguna para desaprovechar la oportunidad de ahondar en su objetivo.

Y de saciar su curiosidad.

Simon sabía lo que estaba pensando Portia. Su alegre comportamiento no lo engañaba en absoluto. Estaba fantaseando acerca de su siguiente paso.

Igual que él.

La única diferencia radicaba en que él era mucho más versado y estaba experimentando sentimientos contradictorios al respecto. No le extrañaba en absoluto que ella quisiera apresurar los acontecimientos. De hecho, contaba con su impulsivo entusiasmo para hacerla ir más allá. Sin embargo…

Le habría ido de perillas contar con un poco más de tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido esa tarde.

Contar con un poco más de tiempo para redirigir sus pasos.

Y para descubrir el modo de mantener el control a pesar de la tentación que ella representaba. Una tentación mucho más irresistible porque sabía que Portia no era en absoluto consciente de ella.

Y no era tan tonto como para comentárselo. Lo único que le hacía falta era que ella decidiera utilizarla a su favor…

—No entiendo a qué está jugando Kitty. Da la impresión de que no piensa en los demás, de que no tiene en cuenta sus sentimientos —le dijo.

Pensó en Henry y en lo que estaría sintiendo con todo aquello.

—¿Tan ingenua es?

Portia tardó un poco en responder.

—Me parece que no es tanto cuestión de ingenuidad como de egoísmo…, como si fuera totalmente incapaz de considerar los sentimientos de los demás. Actúa como si fuera la única persona real, como si los demás fuéramos… —Hizo un gesto con la mano—. Figuras de un carrusel que giramos a su alrededor.

—Ni siquiera parece estar muy unida a Winifred —refunfuñó él.

Portia meneó la cabeza.

—No lo están. De hecho, creo que Winifred preferiría estar aún más distanciada de ella. Sobre todo por lo de Desmond.

—¿Crees que hay algo definitivo entre ellos?

—Lo habría si Kitty los dejara.

Caminaron un rato en silencio.

—Debe de sentirse muy sola en el centro de su carrusel —murmuró él a la postre.

Pasaron unos instantes antes de que Portia le diera un apretón en el brazo y reconociera sus palabras con un gesto de cabeza.

Habían recorrido casi todo el perímetro del lago. El mirador se alzaba a poca distancia en la oscuridad. Dejó que ella lo condujera hasta los escalones de entrada. No puso objeción alguna cuando le soltó el brazo, se recogió las faldas y empezó a subir. Tras echar un vistazo al camino, la siguió.

Lo aguardaba en la penumbra. Su rostro ovalado parecía muy pálido entre las sombras. No podía leer la expresión de sus ojos. Ni ella la suya.

Se detuvo frente a ella. Portia alzó una mano, le acarició la mejilla y alzó el rostro para besarlo. Un beso que resultó una invitación flagrante. Aceptó tras rodearle la cintura con las manos, encantado de sentir ese cuerpo esbelto entre ellas, y a cambio le exigió que se rindiera. No le dio cuartel.

Cuando por fin alzó la cabeza, ella suspiró y le preguntó con serenidad:

—Y ahora ¿qué?

Había utilizado la última media hora para encontrar la respuesta. Sonrió, aunque en la oscuridad ella no pudiera verlo.

—Algo un poco distinto. —Siguió internándose en el mirador muy despacio, haciéndola retroceder de modo deliberado.

Percibió el ramalazo de excitación y nerviosismo que se apoderó de ella. Portia ardía en deseos de echar un vistazo a su alrededor para ver adónde la llevaba, pero el instinto de protección fue más poderoso…, así que no le quitó los ojos de encima.

Siguió avanzando hasta que ella se topó con uno de los sillones y se detuvo. En ese momento la soltó, la tomó de la mano y pasó a su lado para sentarse en el sillón. Después, tiró de ella para que se sentara en sus rodillas, casi de frente a él.

Su sorpresa le resultó evidente. En ese punto del mirador reinaban las sombras, ya que la luz de la luna no lo alcanzaba. Sin embargo, Portia superó su sorpresa al punto, puesto que no tuvo que incitarla para que se pegara a él. Se inclinó hacia delante de forma inesperada y lo besó.

Seductoramente. Antes de darse cuenta, estaba atrapado, cautivado y hechizado por el beso. Aunque no se mostrara pícara ni coqueta, al parecer era capaz de mostrarse seductora de un modo muy distinto.

Uno que le resultaba muchísimo más irresistible.

Sintió que el deseo se avivaba y rezó para que ella jamás se diera cuenta de la facilidad con la que lo conjuraba. El deseo que provocaba en él le bastaría para hacerlo comer de su mano.

Como una bestia a punto de darse un festín.

Apartó las manos de su espalda, cubierta por la delicada seda de su vestido de noche, y las colocó a ambos lados de su cintura. Ella se enderezó un poco y creyó que le estaba facilitando el acceso a sus pechos. No obstante, Portia interrumpió el beso y alzó la cabeza.

—Tengo una sugerencia.

El recelo se apoderó de él, en parte porque el tono de su voz había cambiado. Era mucho más ronco, más sugerente y tan sensual como la noche que los envolvía, ocultando su mirada y su expresión. No podía leer ninguna de ellas. No le quedó más remedio que adivinar sus intenciones por otros indicios.

Mucho menos precisos.

—¿Cuál?

Atisbó el asomo de una sonrisa en sus labios. Portia apoyó las manos en su pecho y se inclinó para darle un beso fugaz.

—Un apéndice que añadir a nuestra última lección.

¿Qué demonios estaba tramando?

—Explícate.

Soltó una suave carcajada que le caló hasta lo más profundo.

—Prefiero enseñártelo. —Lo miró a los ojos—. Es de lo más razonable… y justo.

En ese momento, se percató de que le había desabrochado el chaleco. La chaqueta ya estaba desabotonada cuando llegaron al mirador. Antes de que pudiera reaccionar, ella cambió de postura y le pasó los dedos por debajo del nudo de la corbata.

—Portia.

—¿Sí? —murmuró.

Discutir no le serviría de nada. Así que alzó las manos y la ayudó a deshacer el nudo. Con un gesto triunfal, ella se enderezó en su regazo y tiró de la prenda. Su mente conjuró al instante una imagen muy precisa y, sin pérdida de tiempo, le quitó la corbata de las manos y la dejó sobre el brazo del sillón.

Portia ya había perdido todo el interés en ella, concentrada como estaba en esos momentos en los botones que le cerraban la camisa. Se movió un poco para que pudiera sacarle los faldones por la pretina de los pantalones y, en cuanto hubo desabrochado todos los botones, la abrió, dejando su torso al descubierto. Se detuvo para observar lo que había dejado a la vista.

Simon habría vendido su alma al diablo por ver su rostro con claridad. Dadas las circunstancias, se conformó con su inmovilidad, con su ensimismamiento, con la evidente fascinación que se apoderó de ella cuando soltó la camisa muy despacio y extendió los dedos sobre su piel.

Por un instante, se limitó a seguir los contornos de sus músculos, a explorar, a aprender. Después, lo miró a la cara, absorbió su reacción y se percató de que había contenido el aliento. Sus manos se detuvieron al punto, sólo para retomar el asalto de un modo mucho más audaz.

—Te gusta. —Lo acarició con lentitud, trazando el relieve de los músculos del pecho con sensualidad antes de descender un poco y volver a ascender, rozándolo apenas con la yema de los dedos, hasta detenerse sobre la rizada mata de vello castaño que lo cubría.

Simon tomó una bocanada de aire.

—Si a ti te gusta, sí.

Ella soltó una carcajada.

—¡Claro que me gusta! Mucho más porque a ti también.

El asalto del deseo resultó increíblemente doloroso. El timbre de su voz, esa nota ronca, sensual y tan extrañamente madura (que parecía decir que lo conocía a la perfección y que en esa arena estaba la mar de segura) fue el afrodisíaco más potente con el que jamás se había encontrado. El peso de ese cuerpo cálido y excitante sobre sus muslos empeoró su tormento.

Portia acarició y se entregó gustosa al delicioso placer de tocarlo y de saber que, al menos durante esos minutos, lo tenía bajo su hechizo. Le encantaba sentir esa piel cálida, o más bien ardiente, bajo las manos y le fascinaba el tacto acerado de sus músculos. Ella también estaba hechizada; aunque lo más abrumador era la sensación que le provocó el descubrimiento de que sus caricias podían darle placer en la misma medida que él se lo había dado a ella.

Eso era lo justo, tal y como le había dicho. Justo para los dos.

Instantes después, Simon respiró hondo, aunque de forma entrecortada, y extendió los brazos hacia ella. No la apartó, sino que la acercó. Se apoyó sobre su torso y se inclinó hacia delante, más que dispuesta a entregarle sus labios, su boca y su lengua.

El cariz del beso cambió hasta convertirse en algo mucho más íntimo e internarse en un plano que todavía no habían explorado. Le clavó los dedos en los músculos del pecho y presionó las palmas sobre esa piel desnuda. Entretanto, las manos de Simon estaban ocupadas desabrochándole la larga hilera de botones que le llegaba hasta la base de la espalda.

En el calor de la noche, el aire apenas se agitó a su alrededor cuando Simon la instó a incorporarse para poder bajarle el vestido.

La recorrió un estremecimiento, no a causa del pudor, sino por la certeza de lo que iba a ocurrir. Ya le había acariciado los pechos antes sin el impedimento de la ropa, pero el vestido había estado allí, ocultando a sus ojos la piel desnuda que tocaba. Sin embargo, en esos momentos se lo bajó y, tras un breve instante de indecisión, le permitió que le bajara las mangas y se las sacara por los brazos. El vestido cayó en torno a su cintura. Acto seguido, se dispuso a desatarle las cintas de la camisola con una actitud casi indiferente. Lo miró a la cara. Él ni siquiera le devolvió la mirada para pedirle permiso. Desató la lazada como si tuviera todo el derecho a hacerlo.

Portia agradeció que no pudiera verle la expresión. Si seguía sentada, permitiéndole que la desnudara, era gracias a la oscuridad que los envolvía.

El aire era cálido, aunque tenía la piel enfebrecida y los pezones duros y muy sensibles. Sintió que la mirada de Simon la recorría y la evaluaba. Creyó ver que esbozaba el asomo de una sonrisa carente de humor. En ese instante, alzó una mano y la tocó. Ella cerró los ojos, ya que tuvo la repentina sensación de que le pesaban mucho los párpados, y ladeó el cuerpo. Simon aprovechó para cubrirle ambos pechos con las manos, provocándole un estremecimiento.

Se entregó a las sensaciones sin abrir los ojos. Dejó que sus sentidos se centraran en cada caricia, en cada roce, en esa creciente tortura. Parecía tener la piel mucho más sensible que antes. Tenía los pezones tan duros que resultaba doloroso. Aunque era un dolor extraño, porque cada vez que él los pellizcaba, se transformaba en placer, en una oleada de sensaciones que la bañaba de la cabeza a los pies y se concentraba en su entrepierna.

Abrió los ojos lo justo para poder mirarlo a la cara. ¿Sabría él lo que le estaba haciendo? Con una mirada bastó. Por supuesto que lo sabía. ¿Habría planeado lo de la oscuridad para que ella se sintiera más predispuesta? No. Había sido ella quien lo había guiado hasta el mirador, pero estaba claro que estaba sacándole el mejor partido a su plan.

La idea la complació. Uno hacía un movimiento y el otro lo continuaba. Parecía correcto. Estimulante.

Como sus caricias; como el roce de sus manos sobre la piel. Contuvo el aliento y bajó la vista; observó sus manos, mucho más oscuras sobre la blancura de sus pechos, mientras jugueteaban con afán posesivo.

La pasión se avivó.

—¿Quieres que demos el siguiente paso?

Lo miró a los ojos. No sabía cuál podía ser ese siguiente paso, ni alcanzaba a imaginarlo. Aunque no le importaba.

—Sí.

Simon distinguió la nota resuelta de su voz y detectó el fugaz gesto decidido de su mentón. Suficiente para hacerlo suspirar de alivio.

Se obligó a alejar los dedos de su piel excitada y buscó la corbata. Portia parpadeó y lo observó mientras él plegaba el largo rectángulo de seda hasta convertirlo en una estrecha cinta. Se lo enrolló en torno a las manos y lo estiró al tiempo que enfrentaba su mirada.

—Una sugerencia de mi cosecha.

Había accedido a su sugerencia, así que ella no podía negarse a la suya. No obstante, lo hizo con el ceño fruncido…, si bien le colocó las manos en el pecho, se inclinó hacia delante y le permitió que le pasara la corbata alrededor de la cabeza para vendarle los ojos.

—¿Es necesario?

—No del todo, pero creí que lo preferirías así.

Su silencio le dijo a gritos que no estaba segura de cómo interpretar su respuesta. Aseguró la corbata con un nudo mientras sonreía. Cuando apartó las manos, Portia hizo ademán de incorporarse.

—No. —Se lo impidió poniéndole las manos sobre la espalda desnuda y, en ese momento, sintió que algo en su interior se tensaba en respuesta—. Quédate como estás. —Le llevó una de las manos al rostro y la acercó para besarla—. No tienes que hacer nada, limítate a sentir.

Sus labios se encontraron y volvió a sumergirla en la pasión, en esa intimidad que ya les resultaba familiar. Sus manos siguieron apoyadas en su torso, manteniéndolos separados, cosa que en ese punto no importaba demasiado. Profundizó el beso para atrapar sus sentidos y, entretanto, aprovechó el momento para asimilar que la tenía desnuda de cintura para arriba sobre las rodillas, aguardando. Se dispuso a dar los últimos toques a los preparativos.

La oscuridad inherente al plan de Portia le había supuesto una ventaja inesperada y la venda de los ojos servía para incrementar su efecto. De otro modo, habría tardado mucho más tiempo en encontrar el lugar idóneo para avanzar en el camino y dar el siguiente paso sin correr el riesgo de que ella reaccionara de modo instintivo y saliera a la superficie su reticencia a someterse a la voluntad de un hombre. Un instinto que en Portia estaba muy desarrollado. Gracias a su plan, ella misma se había entregado en bandeja de plata y estaba más que dispuesto a darse un festín.

La apartó un poco hasta que estuvo de nuevo sentada con la espalda recta y él hizo lo mismo mientras deslizaba las manos por esa piel suave, dándose el gusto de volver a cubrirle los pechos. La intensidad del beso se agudizó y la pasión los abrasó. Dejó que siguiera su curso, a sabiendas de lo que estaba por llegar. Cuando los besos de Portia se tornaron más apremiantes, la apartó y le echó la cabeza hacia atrás para besarle la garganta.

Ella le apartó las manos del pecho. Una de ellas le agarró un hombro, por debajo de la camisa, y la otra le acarició la nuca antes de enterrarse en su pelo mientras él se inclinaba para lamer y besar en el punto donde le latía el pulso.

Aún con la cabeza inclinada hacia atrás, Portia jadeó, sorprendida.

Se apartó de su cuello al mismo tiempo que le alzaba un pecho y, tras acariciarle el pezón, inclinó la cabeza y lo besó.

De la garganta de Portia brotó un entrecortado grito de deleite; el sonido lo sacudió por entero y lo instó a continuar. Lamió el endurecido pezón y lo chupó hasta que logró arrancarle otro grito. Se detuvo lo justo para cambiar sus atenciones al otro pecho. Se dio un festín semejante al que disfrutaría un conquistador con una esclava sometida que se le ofrecía. Al igual que hacía Portia en esos momentos. No retrocedió ni una sola vez; al contrario, lo exhortó a continuar sin necesidad de palabras, aunque no por ello fue menos efectivo. Él conocía cada reacción, podía interpretar y entender hasta el menor de sus gemidos, de sus jadeos.

Sintió que le clavaba los dedos en el hombro mientras que con la otra mano se aferraba a su nuca. Lo acercó a ella y le pidió que tomara más. Y se entregó a cambio.

La obedeció, avivando la hoguera sin piedad. La dejó sentir y aprender todo lo que quisiera, pero en un momento dado y sin demostrar piedad alguna, tiró de las riendas con decisión a pesar de que ella se mostraba reticente, y los alejó poco a poco de las abrasadoras llamas del deseo.

Aún no había llegado ese momento.

Cuando se reclinó en el sillón, ambos jadeaban. Portia lo siguió y se desplomó sobre su pecho. Musitó algo antes de removerse y frotarse sensualmente contra el áspero vello de su torso. No la apartó; al contrario, le alzó la cabeza para darle un tierno beso y dejó que regresara a la normalidad a su propio paso.

Cuando por fin aceptó la situación, suspiró y se acomodó contra él. Alzó los brazos y se quitó la venda. Lo atravesó con la mirada y, aun en la oscuridad, habría jurado que esos ojos azul cobalto refulgían. Le clavó la mirada en los labios, se lamió los suyos y devolvió la vista a sus ojos.

—Más.

No era una pregunta. Era una orden.

—No. —Negarse le resultó doloroso. Tomó aire y sintió que el deseo le oprimía el pecho—. Sé paciente.

Craso error haber dicho esas palabras. Lo supo en cuanto las pronunció y vio el destello de decisión en sus ojos. Reaccionó al instante, antes de que ella tuviera opción de hacerlo. La besó. La movió hasta colocarla bien entre sus brazos y le devoró la boca. Mientras tanto y de forma deliberada, sus manos descendieron por esa espalda desnuda hasta deslizarse bajo el vestido y trazar la curva de su trasero. Quería conocer centímetro a centímetro lo que un día sería suyo.

Portia murmuró algo, no con afán de protesta, sino como incentivo. Hizo caso omiso, pero se negó a apartar las manos de ella todavía. No hasta que hubiera saciado ese innegable anhelo que lo instaba a explorar su cuerpo. Que lo instaba a asimilar que la haría suya… algún día.

Pronto.

Cuando alzó la cabeza, ella abrió los ojos y sus miradas se entrelazaron. No había rastro de temor en sus ojos, de remordimientos ni de engaño.

Descansaba entre sus brazos, desnuda hasta la cintura y con los pechos amoldados a su torso mientras él le acariciaba el trasero.

El deseo crepitaba entre ellos.

Ambos lo sabían.

Le costó un enorme esfuerzo respirar, pero lo hizo.

—Tenemos que regresar.

Ella estudió su rostro y comprendió el trasfondo de sus palabras. A la postre, asintió con la cabeza.

Les llevó su tiempo emprender el camino de regreso. Tuvieron que dejar que sus sentidos recobraran la normalidad; tuvieron que componerse y que volver a vestirse. Simon no se molestó en anudarse la corbata, la dejó que cayera alrededor del cuello y rezó para no encontrarse con nadie en el camino de vuelta a la mansión.

Se pusieron en marcha tomados de la mano y se internaron en la creciente oscuridad de la noche. La luna había descendido en el horizonte y los jardines estaban en completa penumbra.

La mansión se vislumbraba a lo lejos. Portia frunció el ceño.

—No hay luz… Lo normal sería que la mayoría de los invitados estuviera aún en el salón. No puede ser muy tarde.

A decir verdad, no tenía ni idea de la hora que era.

Simon se encogió de hombros.

—Tal vez hayan huido del carrusel de Kitty, igual que nosotros.

Siguieron caminando. Simon la guio en una dirección que no era la habitual y supuso que quería entrar en la casa sin que los vieran. Aún estaban a cierta distancia cuando escucharon unas pisadas que se acercaban a ellos, acompañadas por el susurro de las hojas de los arbustos.

Simon se detuvo al abrigo de un árbol y ella se vio obligada a imitarlo. Aguardaron en silencio e inmóviles.

Una figura apareció a cierta distancia, procedente del camino de acceso a la mansión. No se percató de su presencia, pero a medida que se movía de sombra en sombra, ellos sí lo vieron.

Lo reconocieron al instante. Al igual que en la otra ocasión, el gitano atravesó los jardines como si se los conociera al dedillo.

Cuando se marchó y Simon la instó a continuar, susurró:

—¿Quién demonios es? ¿De verdad es un gitano?

—Al parecer, es el líder del grupo que suele acampar todos los veranos aquí cerca. Se llama Arturo.

Casi habían llegado a la mansión cuando Simon volvió a detenerla. Echó un vistazo al frente y vio lo que él: al joven jardinero apostado al abrigo de un árbol, cerca de una de las esquinas de la mansión. No estaba mirando en su dirección, sino en la opuesta, la que quedaba fuera de su vista. Por la que el otro gitano, Arturo, debía de haber abandonado la casa.

Estaba observando el ala que albergaba las estancias privadas de la familia.

Portia miró a Simon. Él le devolvió la mirada y le hizo un gesto para que continuara. El camino que habían tomado estaba cubierto de césped, al igual que la mayoría de los senderos que se internaban en los jardines, lo que les permitía moverse en silencio.

Tras doblar una esquina, él abrió una puerta y la hizo pasar al pequeño vestíbulo del jardín. En cuanto hubo cerrado, le preguntó:

—¿Por qué crees que está ahí el jardinero?

Simon la miró y torció el gesto.

—No es oriundo del condado. Es uno de los gitanos. Según me han contado, es excelente en su trabajo y suele trabajar aquí todos los veranos, ayudando con los parterres.

Portia frunció el ceño.

—Pero si estaba vigilando la salida de Arturo, ¿por qué sigue ahí?

—Sé tanto como tú. —La tomó del brazo y la guio hacia la puerta—. Vamos, tenemos que llegar a la planta alta.

La puerta daba acceso a uno de los pasillos secundarios. No había nadie por los alrededores. Atravesaron la mansión con actitud despreocupada, pero en silencio. Dado que ambos estaban muy acostumbrados al ritmo de vida de las casas señoriales, reconocían las señales que indicaban la presencia de otras personas, tales como el murmullo distante de las conversaciones. Todo estaba desierto y en silencio.

En uno de los pasillos había una vela encendida, situada sobre una consola. Simon se detuvo.

—Vigila.

Se anudó la corbata con presteza de modo que pasara la prueba si se encontraban con alguien en la penumbra de los pasillos. Reanudaron la marcha, pero no se toparon con nadie. Cuando llegaron al vestíbulo principal, murmuró:

—Parece que todo el mundo se ha retirado.

Lo que era extraño. Según el reloj que acababan de dejar atrás, ni siquiera era medianoche.

Simon se encogió de hombros y le hizo un gesto en dirección a la escalinata. Habían subido la mitad cuando escucharon que alguien hablaba.

—Causará un escándalo, por supuesto.

Se detuvieron e intercambiaron una mirada. Era Henry.

Simon se acercó a la balaustrada y miró hacia abajo. Ella se acercó e hizo lo mismo.

La puerta de la biblioteca estaba entornada. Desde la posición que ocupaban, veían la espalda de un sillón y la coronilla de James. Su mano, que descansaba sobre el brazo del sillón, hacía girar el contenido ambarino de una copa de cristal.

—Por el cariz que están tomando las cosas, el escándalo al que te enfrentas será infinitamente mayor si no lo haces.

Henry refunfuñó. Un momento después, replicó:

—Tienes razón, por supuesto. Aunque me gustaría que no la tuvieras, que hubiera algún otro modo de…

El tono de su voz les dijo cuál, o mejor «quién», era el objeto de su discusión. Dieron media vuelta al unísono y continuaron subiendo en silencio.

Una vez en la galería, Simon le besó la punta de los dedos antes de separarse, sin necesidad de decirse nada.

No se encontró con nadie de camino a su habitación. Se preguntó qué se habrían perdido. Qué habría hecho Kitty para que todos se hubieran ido a la cama tan temprano y hubiera obligado a James y Henry a discutir las posibles ventajas de un escándalo.