Capítulo 5

LAS palabras de James resultaron ser ciertas. El monasterio era tan maravilloso como les había asegurado. Situado en un collado, las ruinas ocupaban una gran extensión. Si bien las vistas no eran tan buenas como las que se disfrutaban desde el mirador, merecía la pena contemplarlas.

El almuerzo se sirvió en un extenso prado descuidado, desde donde se podía disfrutar de una magnífica vista del valle y de los campos de cultivo hasta donde se confundían con el horizonte. Aunque la temperatura era agradable, el sol estaba oculto por unas algodonosas nubes. Una ligera brisa agitaba las hojas de los árboles y mecía las flores silvestres.

Una vez que hubieron dado buena cuenta del vino y de la comida, los invitados de más edad se dispusieron a pasar la tarde sentados e intercambiando cotilleos sobre la alta sociedad y el mundo en general. El resto se dispersó para explorar las ruinas.

Eran la fantasía romántica de toda jovencita. Las piedras caídas estaban bien asentadas en el suelo y no representaban ningún peligro, y en algunos lugares estaban cubiertas por las enredaderas. Se conservaba algún que otro arco y algunos de los muros seguían en pie. Una parte del claustro ofrecía un encantador y soleado rinconcito donde descansar.

Desde que la vio pasear por los jardines esa mañana, Simon no había dejado de pensar en ella ni un instante. Incluso fuera de su campo visual, era consciente de su presencia, tan suave como la caricia de la seda sobre la piel desnuda. Sí, esa era la reacción que Portia le provocaba. La contempló, incapaz de resistirse, aun cuando sabía que ella se había dado cuenta. Quería saber… Necesitaba saber. No podía sacarse de la cabeza las posibilidades que el inesperado beso de la terraza había abierto.

No había sido su intención; y bien sabía que la de ella tampoco. Pero había sucedido. Por qué semejante interacción, tan insignificante a simple vista, lo mantenía en vilo era un enigma que no estaba seguro de querer resolver.

No obstante, no podía olvidarlo, no podía zafarse de la desquiciada idea que se había adueñado de su mente con la fuerza de un torrente y que había echado raíces sin más. De hecho, esa idea lo había mantenido en vela la mitad de la noche.

Por más que su instinto lo instara a actuar de otra manera, sabía que no debía perseguirla ni airear ante los demás lo que estaban sintiendo. Cuando Portia se levantó junto con los otros para explorar los alrededores, los siguió a cierta distancia. Charlie y James eran los encargados de vigilar al grupo.

Las Hammond no tardaron en adelantarse a todos los demás e intentaron apresurarlos entre risillas. Oswald y Swanston, con un fingido aire de superioridad, las siguieron, aunque sin muchas prisas. Desmond paseaba junto a Winifred. La pareja se separó del resto y tomó una ruta distinta. Drusilla, Lucy y Portia continuaron su exploración; esta última llevaba el sombrero en las manos y lo mecía por las cintas.

Henry y Kitty se habían quedado con las personas mayores. La señora Archer, lady Glossup y lady O habían creído necesario entablar una conversación con Kitty. James, por tanto, estaba relajado y sonreía de oreja a oreja mientras traspasaba el arco de entrada a la que fuera la nave de la iglesia.

Él también sonreía.

A Simon le llevó quince minutos desembarazarse de James y dejarlo con Drusilla. Cuando esta se detuvo a descansar junto a una de las piedras caídas e instó a Lucy y a Portia a que prosiguieran sin ella, él también se detuvo con el ceño fruncido y miró a su amigo, que entendió a la perfección sin necesidad de palabras. James se sintió obligado a quedarse con Drusilla y a entretenerla como buenamente pudiera.

Charlie era un obstáculo más difícil, sobre todo porque también se había fijado en Portia. Aunque estaba seguro de que su amigo no tenía muy claro ni el motivo ni el objetivo. Sopesó sus opciones mientras aceleraban el paso para alcanzar a las muchachas.

Portia y Lucy los recibieron con una sonrisa.

Se dirigió primero a Lucy.

—¿Son las ruinas tal y como se las esperaba?

—¡Y mucho más! —Lucy extendió los brazos a ambos lados del cuerpo, con el rostro animado y los ojos brillantes—. Es un lugar maravilloso. ¡Caray! No cuesta trabajo imaginarse a algún que otro fantasma merodeando por aquí. Incluso a toda una fila de monjes espectrales que se dirigen muy despacio hacia el altar, incensarios en mano. Tal vez un coro cuyos cánticos se elevan de entre una espesa niebla donde no se puede ver a nadie.

Portia se echó a reír y él la miró a los ojos; distraída, olvidó lo que había estado a punto de decir.

De modo que fue Charlie quien replicó.

—Pero hay muchísimas más posibilidades. —Regaló a Lucy su sonrisa más arrebatadora—. ¿Qué me dice de la cripta? Ese sí que es un lugar para imaginar visiones fantasmagóricas. Las tumbas siguen allí, así que tiene garantizado un par de escalofríos como poco.

Lucy lo miraba con los ojos desorbitados.

—¿Dónde? —Comenzó a mirar a su alrededor—. ¿Está cerca? —Su mirada, a caballo entre la impaciencia y la gratitud, volvió a Charlie, que respondió como era habitual en él.

—Está al otro lado de la iglesia. —Con un elegante gesto, le ofreció el brazo, distraído de su anterior presa por el sincero entusiasmo que mostraban los ojos de Lucy—. Vamos, la acompañaré. Si es una amante de lo gótico, no puede perdérsela.

Lucy se colgó de su brazo de buena gana. Charlie los miró con una ceja enarcada, por encima de la cabeza de la joven.

—¿Venís?

Simon le indicó que se fuera.

—Pasearemos por aquí un poco más. Nos veremos en el claustro.

Charlie parpadeó, sorprendido, y titubeó un instante antes de inclinar la cabeza.

—De acuerdo. —Se giró hacia Lucy y emprendieron la marcha—. Se dice que en las noches sin luna se escucha el lamento de…

Se volvió hacia Portia justo a tiempo de ver su sonrisa, aunque no tardó en desaparecer en cuanto lo miró a los ojos. Con la barbilla en alto, lo estudió con detenimiento. Él hizo lo mismo, pero no pudo adivinar lo que estaba pensando.

Señaló un viejo camino pavimentado que llevaba al huerto de la cocina del monasterio. Portia echó a andar en la dirección indicada.

—Tú ya sabías que hay una cripta, ¿verdad?

La siguió de cerca hasta que el camino se ensanchó lo bastante como para caminar a su lado.

—Charlie y yo hemos visitado la propiedad varias veces a lo largo de los años.

Portia contuvo una sonrisa y lo acompañó de buen grado. Simon tenía la costumbre de no dar respuestas claras a preguntas que prefería no responder; preguntas cuyas respuestas revelarían mucho más de su persona de lo que le gustaría que nadie supiera. Sin embargo, se conformaba con pasar un rato a solas con él; no le interesaban las ruinas, pero sí quería explorar otros asuntos.

Caminaron en un silencio extrañamente cómodo. El sol aparecía de vez en cuando, pero sin demasiada fuerza, de manera que no vio la necesidad de ponerse el sombrero. Aparte de otros inconvenientes, un sombrero hacía que conversar con un hombre alto fuera muy difícil.

Sentía la mirada de Simon clavada en ella, sentía su presencia y algo más, una faceta de su comportamiento que había vislumbrado años antes, pero que sólo había visto con claridad en estos últimos días. El constante flirteo (de Kitty, de James, de Charlie, de Lucy e, incluso, de las hermanas Hammond) lo había puesto aún más de manifiesto, por el contraste que suponía. Simon jamás flirteaba, jamás se involucraba en ese tipo de relación a menos que tuviera algo en mente… A menos que tuviera un objetivo.

Caminaba a su lado con pasos lentos y largos, pero ese poder que mantenía oculto jamás había resultado más evidente. Estaban en un lugar antiguo, a solas. Cualquier cosa que dijeran, cualquier cosa que sucediera entre ellos, no estaría sometida a los requisitos sociales. Sólo a los suyos propios.

Cualquier cosa que desearan, cualquier cosa que quisieran.

Tomó una honda bocanada de aire, consciente de la tensión del corpiño, consciente de que él también se había percatado. La expectación le provocó un escalofrío en la espalda. Habían llegado al huerto de la cocina, que en su tiempo estuvo tapiado, pero cuyos muros estaban derruidos. Las ruinas de la cocina estaban a un lado y el monasterio se extendía más allá. Se detuvo y miró a su alrededor. Nadie podía verlos, estaban a solas. Se giró para enfrentarlo.

Estaban separados apenas por un paso. Simon se había detenido y la observaba, a la espera… A la espera de que ella marcara el rumbo, con la certeza de que no podría resistirse y daría un paso, haría algo.

Alzó la barbilla. Clavó los ojos en su rostro.

Y fue incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

Simon la contempló a su vez con los ojos entrecerrados antes de levantar una mano muy despacio y colocarle un dedo en el mentón, justo debajo de la oreja. Desde allí fue descendiendo hasta llegar a la barbilla y alzarle el rostro. La sencilla caricia le provocó un estremecimiento y le erizó la piel.

Era alta, pero él le sacaba algo más de media cabeza; ese dedo bajo su barbilla hizo que sus rostros quedaran más cerca.

—¿Debo asumir que quieres seguir con tu aprendizaje? —Su voz era ronca, hipnótica.

Portia no apartó la vista de sus ojos.

—Por supuesto.

Le resultó imposible interpretar su expresión; sin embargo, la sensación de saberse observada, como si él fuera un depredador al acecho, se intensificó.

—¿Qué tienes en mente?

Era una flagrante invitación…, justo lo que ella quería. Arqueó las cejas con un gesto arrogante, consciente de que Simon captaría el desafío implícito… y lo aceptaría.

—Ya he imaginado el siguiente paso.

Sus labios esbozaron una sonrisa torcida; a sabiendas de las sensaciones que provocaban, los encontraba fascinantes… Clavó los ojos en ellos y la expectación creció en su interior

—¿Y qué has imaginado?

Observó cómo sus labios formaban las palabras; le llevó un momento entender su significado. Después, desvió la vista hacia sus ojos y parpadeó.

—Había imaginado… otro beso.

Un brillo cauteloso asomó a sus ojos y le indicó que debería haber respondido otra cosa, que había más cosas que habría podido aprender en ese instante… Si hubiera sabido hacer la petición adecuada.

—¿Otro beso? Que así sea… —replicó él al tiempo que bajaba la cabeza y sus párpados hacían lo propio—. Si eso es lo que realmente quieres.

Esas palabras se abrieron paso en su mente como una tentación al mismo tiempo que los labios de Simon rozaban los suyos con delicadeza, pero también con mucha más firmeza que la vez anterior, con un cariz más exigente. Ya sabía cómo responder, y eso hizo al separar los labios en clara invitación. La mano que le alzaba el rostro se movió y esos largos dedos se posaron sobre su nuca, si bien el pulgar quedó bajo su barbilla para mantenerla alzada mientras él ladeaba la cabeza para profundizar el beso… tal y como ella le exigía.

Para trasladarse a un plano mucho más ardiente y excitante. Mucho más íntimo.

Lo sintió en los huesos, sintió cómo sus sentidos se abrían como una flor bajo un sol sensual. Y se dejó llevar, ansiosa y encantada.

Alzó un brazo y le recorrió la mejilla con la yema de los dedos. Bebió de su aliento y le devolvió el beso; al principio, con timidez probando e imitando sus movimientos hasta que fue cogiendo confianza a medida que se percataba no sólo de su beneplácito, sino también del anhelo esquivo y seductor oculto bajo su fuerza y su experiencia.

Atrapada en la creciente intimidad del beso, en los sutiles pero firmes avances de esa lengua que se hundía en su boca, era muy consciente del brazo que la rodeaba, de esa mano que la sujetaba por la espalda y la apretaba contra él, incitándola a que se acercara todavía más.

La fuerza de Simon era un ente palpable a su alrededor. Ella era alta y delgada, pero él era mucho más alto y más fuerte, e infinitamente más poderoso. Se sentía como un junco al lado de un roble. Aunque él no la tronchara, sí podría doblegarla a su voluntad si así lo deseaba…

Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, un eco de lo que debió de haber sentido otra mujer, siglos atrás, cuando se vio atrapada entre los brazos de uno de los primeros Cynster. El paso del tiempo no había cambiado nada; Simon era como uno de esos antiguos conquistadores, sólo que ocultaba su verdadera naturaleza bajo un manto de elegancia. Si se provocaba su malhumor, el rugido sería el mismo.

Aunque lo sabía, era incapaz de detenerse. De hecho, el desafío implícito sólo la instaba a ser más atrevida. Lo bastante como para acortar la distancia entre ellos hasta que su corpiño le rozó la chaqueta, hasta que sus faldas se arremolinaron en torno a sus piernas y ocultaron sus botas; lo bastante como para colocar el brazo sobre su hombro y deslizar los dedos, muy despacio, por su sedoso cabello.

Simon sintió que su autocontrol se desintegraba; tensó los músculos para luchar contra la acuciante necesidad de amoldarla a su cuerpo. De calmar sus exigentes sentidos con ese minúsculo alivio; de sentir su grácil cuerpo contra él. De reclamarla para sí, como haría a su debido tiempo…

Pero todavía no.

Sintió cómo crecía la compulsión en su interior y luchó por contenerla; hasta que sólo fue evidente en el ardor con el que devoraba su boca.

Cálida y dulce, Portia se entregaba y él lo aceptaba sin tapujos, mientras profundizaba el beso hasta que sus labios, su lengua y el dulce interior de su boca fueron completamente suyos para saborearlos a su antojo.

Quería mucho más. Quería la promesa que ofrecía el cuerpo que apresaba entre los brazos… Quería reclamarla, obligarla a rendirse. Quería ese cuerpo rendido para hundirse en él y saciar el deseo que lo embargaba.

Otro beso. Eso era lo que Portia había pedido. A pesar de que su alma de conquistador le decía que ella no se quejaría si iba más lejos, la conocía muy bien. Demasiado bien como para aprovecharse de su arrogante petición. Era una tonta por confiar en él, o en cualquier otro hombre, hasta ese punto; no obstante, la conocía demasiado bien como para intentar aprovecharse de su confianza.

Al contrario, su intención era la de fomentarla, porque de ese modo ganaría muchísimo más.

Retirarse a terreno más seguro conllevó un esfuerzo sobrehumano y tuvo que hacerlo poco a poco, a regañadientes. Cuando sus labios se separaron, dejaron que sus alientos se mezclaran un instante. Después, alzó la cabeza y ella lo imitó mientras parpadeaba para enfocar la vista. En cuanto sus miradas se cruzaron comprendieron que el paisaje que se abría ante ellos había cambiado. Se habían creado nuevas vistas; unas cuya existencia jamás habrían imaginado.

Portia estaba fascinada…, igual que lo estaba él.

En ese instante, ella se percató de que sus manos aún le rodeaban la cintura. Inspiró hondo y retrocedió un paso. Se lo permitió y sus dedos la soltaron muy a su pesar.

Seguía mirándolo a los ojos, pero sabía que su mente trabajaba a toda velocidad. No había recobrado el aliento y parecía insegura. Perdida.

Esbozó una sonrisa deslumbrante al tiempo que extendía un brazo para colocarle un mechón azabache tras la oreja.

—¿Satisfecha? —le preguntó, arqueando una ceja con sorna.

Portia no se dejó engañar, y reconoció su intención; su oferta de regresar con placidez al mundo que habían dejado atrás. Se lo decían sus ojos…, aunque a ellos también asomaba cierta inseguridad.

Sin embargo, no tardó en recobrarse, enderezarse e inclinar la cabeza con más arrogancia que nunca.

—Por supuesto. —Una fugaz sonrisa asomó a sus labios. De repente, dio media vuelta, hacia el camino que los llevaría con los demás—. Ha sido de lo más… satisfactorio.

Contuvo una sonrisa mientras la seguía. Un poco más adelante, la cogió de la mano para ayudarla a sortear unas piedras y no la soltó. Cuando se acercaron al claustro, se colocó esa mano en el brazo. Siguieron paseando con aparente normalidad, aunque en su fuero interno eran muy conscientes de su mutua presencia.

De tácito acuerdo, ocultarían al mundo ese hecho, si bien proseguirían su exploración en privado.

Al llegar al claustro escucharon las voces de los demás. La llevó hasta allí sin dejar de observarla, pero con un objetivo totalmente distinto en mente. Tenía que asegurarse de que se sintiera cómoda con él, de que no tuviera reparos en acudir a su lado, en estar con él y, a la postre, en pedirle más.

Estaba más que preparado para enseñarle cuanto quisiera…, cuanto necesitara aprender. Quería que recurriera a él para la siguiente lección. Y para todas las que le siguieran.

Estrecharla entre sus brazos y sentir la arrolladora compulsión que le provocaba, así como su respuesta, había sido suficiente para hallar la contestación a la pregunta que lo torturaba.

La que había tomado por una idea desquiciada e inconcebible, ya no lo era en absoluto.

Quería hacerla su esposa… La quería en su cama. La quería como madre de sus hijos. Por fin había caído la venda de sus ojos y se había hecho la luz. La quería a su lado. La quería y punto. No terminaba de comprender el porqué, por qué ella; aun así, jamás había estado tan seguro de algo en toda su vida.

A la mañana siguiente, apoyado contra el marco de las puertas francesas de la biblioteca, Simon vigilaba las puertas del comedor matinal, de los gabinetes de la planta baja y del vestíbulo del jardín; puertas por las que Portia podría salir de camino a los jardines.

La conocía desde hacía años, conocía su forma de ser, su carácter, su temperamento. Sabía cómo tratar con ella. Si la presionaba, guiándola en una dirección concreta, se plantaría en el sitio o iría en dirección contraria sin importar que lo hiciera por su bien.

Dado lo que quería de ella, dada la posición que quería que ocupase, la manera más rápida de conseguir su objetivo pasaba por hacerla creer que había sido idea suya. Que era ella quien mandaba y que él era quien obedecía, no al revés.

Un beneficio añadido de esa estrategia era que no requeriría de una declaración por su parte. No tendría que admitir su deseo compulsivo ni, muchísimo menos, los sentimientos que este despertaba.

Una cuidada y solapada estrategia era su camino más rápido hacia el éxito.

Las puertas del comedor matinal se abrieron. Portia, ataviada con un vestido de muselina azul estampado en un azul más oscuro, apareció y cerró las puertas tras ella. Echó a andar hacia el extremo de la terraza, donde se detuvo unos instantes para contemplar el templete antes de bajar los escalones y encaminarse rumbo al lago.

Simon se apartó del marco de la puerta, sacó las manos de los bolsillos y salió tras ella.

Cuando llegó a los jardines situados sobre el lago, Portia aminoró el paso y, al presentir su presencia, echó un vistazo por encima del hombro y se detuvo a esperarlo.

La estudió a medida que se acercaba; los únicos indicios de que recordaba su anterior encuentro a solas eran la expresión de sus ojos, el leve rubor de sus mejillas y, por supuesto, el gesto altivo de su barbilla.

—Buenos días. —Lo saludó con una inclinación de cabeza, un gesto tan arrogante como de costumbre; pero sus ojos, que no se apartaban de él, tenían una expresión interrogante—. ¿Has salido a dar un paseo?

Se detuvo delante de ella y la miró a los ojos.

—He salido para estar contigo.

Portia abrió los ojos de par en par, pero jamás había sido una timorata. Para tratar con ella, lo mejor era hablar sin tapujos, con franqueza y sin atenerse a las sutilezas que exigían las buenas costumbres.

Señaló el lago con una mano.

—¿Vamos?

Ella siguió el movimiento con los ojos y titubeó un instante antes de asentir con la cabeza. Caminaron el uno junto al otro, en silencio, y descendieron la pendiente hacia el camino que bordeaba el lago. Por tácito acuerdo, prosiguieron hacia el mirador.

Portia se concentró en el paseo, admirando los árboles, los arbustos y el lago en un esfuerzo por parecer tranquila, aunque no estaba muy segura de poder conseguirlo. Eso era lo que quería, la oportunidad de aprender; sin embargo, no tenía experiencia alguna en ese ámbito y no quería dar un traspiés, no quería caerse de bruces y acabar perdida.

Además, entre ellos habían cambiado las cosas.

Ya sabía lo que era tener sus manos en la cintura, lo que era sentir su fuerza alrededor. Lo que era saberse a su merced… Su reacción aún la sorprendía. Jamás habría creído que le gustaría, mucho menos que ansiaría más.

A lo largo de los años, a pesar de su relación, jamás habían sentido una atracción física. No obstante, en esos momentos la sentía, y era increíblemente tentadora, incitante… Su mera existencia había llevado su interacción a un plano distinto.

Uno en el que jamás había estado, con nadie; un plano en el que todavía andaba a ciegas.

Llegaron al mirador y Simon hizo un gesto para que dejaran el sendero, cruzaran la breve extensión de césped y subieran los escalones. El tejado era a dos aguas, pero el interior se dividía en tres zonas, separadas por dos hileras de columnas que dejaban una parte central muy amplia; en ella se habían dispuesto dos enormes sillones y un sofá a juego alrededor de una mesita auxiliar. El sofá estaba orientado hacia la entrada y el lago, con un sillón a cada lado, y los tres muebles estaban cubiertos con cojines de cretona. Había periódicos en un mueblecito ideado a tal efecto. Un banco pegado a la pared recorría todo el perímetro que conformaban los arcos.

El suelo estaba limpio y los cojines, mullidos. Todo estaba dispuesto para agradar a cualquiera que deseara pasar un rato allí.

Se giró nada más traspasar la entrada y contempló la superficie ovalada del lago. El comentario que hiciera Simon acerca de la intimidad que ofrecía el mirador resonó en su mente. Desde allí no parecía que hubiera casa alguna en las cercanías, ni siquiera se veía un parterre de flores ni un prado de césped cuidadosamente atendido. Resultaba fácil olvidar, resultaba fácil creer, que no había nadie más a su alrededor. Que sólo estaban ellos.

Cuando miró a Simon, descubrió que la estaba observando. En ese instante supo que estaba esperando alguna señal, algún indicio por su parte que le comunicara su deseo de seguir aprendiendo; o, por el contrario, su conclusión de que ya había aprendido lo suficiente. Se limitaba a observarla con su habitual serenidad.

Desvió la vista hacia el lago e intentó desentenderse del súbito despertar de sus sentidos, de la extraña certeza de que se le había desbocado el corazón.

Las restantes damas se habían reunido en el saloncito matinal para charlar a placer; los caballeros se habían dividido en grupos para hablar de política y de negocios o habían salido a cabalgar.

Estaban solos, tan solos como el lugar prometía.

La oportunidad estaba allí. La llamaba. Aun así…

Frunció el ceño. Se acercó a uno de los arcos, colocó las manos en el alféizar y clavó la vista en el exterior. Pero sin ver nada.

Pasado un momento, Simon se acercó a ella. Aunque no miró, era consciente de la elegancia con la que se movía. Cuando llegó a su lado, se apoyó contra el arco. Su mirada no la abandonó en ningún momento.

Pasó otro instante antes de que él murmurara:

—Te toca.

Portia hizo un mohín y comenzó a tamborilear con los dedos sobre el alféizar; cuando se dio cuenta de lo que hacía, se detuvo.

—Lo sé. —Aunque el hecho de saberlo no facilitaba las cosas en absoluto.

—Pues dime…

Tendría que hacerlo. Estaba apenas a un paso de distancia, pero al menos no tenía que mirarlo a los ojos ni alzar la voz. Inspiró hondo e irguió los hombros. Se aferró al alféizar.

—Quiero aprender más, pero no quiero que te hagas una idea equivocada de mí. Que malinterpretes mis intenciones.

Ese era el dilema con el que se había despertado esa mañana y que la había hecho salir a los jardines en busca de paz.

Simon guardó silencio un instante y supo que intentaba averiguar lo que estaba pensando.

—¿Por qué quieres aprender más?

Su tono era tan sereno que no le indicó nada. Si quería saber lo que pensaba, tendría que mirarlo a los ojos; sin embargo, si quería darle una respuesta a su pregunta, no podía hacerlo.

Mantuvo la mirada clavada en el lago.

—Quiero comprender, quiero experimentar lo bastante como para entender qué es lo que sucede entre un hombre y una mujer para que despierte en ella el deseo de casarse. Quiero saberlo, no quiero conformarme con imaginármelo. Sin embargo… —prosiguió, enfatizando la palabra—. Sin embargo, es un interés puramente académico. Ni más ni menos. No quiero que tú… que te lleves una impresión errónea.

Desde luego que se le había desbocado el corazón, pero al menos lo había dicho, había pronunciado las palabras. Le ardían las mejillas. Jamás se había sentido más insegura en toda la vida. Insegura e indecisa. Ignorante. Odiaba la sensación. Sabía lo que quería sin el menor asomo de duda; sabía lo que querría de él si su conciencia no hubiera hecho acto de presencia. No obstante, era incapaz de pedírselo si había la más mínima posibilidad de que malinterpretara su interés.

No creía ni por un instante que Simon fuera vulnerable; conocía de sobra su reputación, pero las cosas entre ellos habían cambiado y no estaba segura de cómo ni de por qué. Dado que iba a ciegas, no podía estar segura (con la certeza que su corazón y su honor exigían) de que Simon no desarrollase algún tipo de concepción extraña y esperase algo más de lo que ella estaba preparada para darle a cambio de sus lecciones.

De lo que sí estaba segura era de que no podría soportarlo llegado el caso.

Simon estudió su perfil. Su confesión, sus intenciones y su meta eran tan poco convencionales y tan impulsivas…, tan típicas de ella que no le provocaron la menor sorpresa. Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a su carácter. De haberse tratado de otra muchacha soltera, se habría quedado de piedra; pero siendo Portia… tenía sentido.

Había sido su coraje y su candor a la hora de asegurarse que él comprendía… que no quedaba expuesto a que le hiciera daño, lo que instigó sus emociones. Una mezcla extraña. Consideración, aprobación… e incluso admiración.

Y un ramalazo de algo mucho más profundo. Se preocupaba por él hasta ese punto…

Si elegía seguir adelante y afrontar el peligro, por pequeño que este fuera, de no ser capaz de hacerla cambiar de opinión y de convencerla para que se casara con él, no podría decir que no iba advertido de antemano.

De la misma manera, ni se le pasaba por la cabeza decirle que había decidido que ella fuera su esposa. Al menos, de momento. Portia no pensaba en esos términos… Y precisamente ese era el desafío al que debía enfrentarse: vencer su férrea voluntad y su oposición al matrimonio. Dada la relación que habían mantenido hasta entonces, dado todo lo que sabía de él, si le decía en ese momento crucial que pretendía convertirla en su esposa, bien podría salir corriendo.

—Creo que tenemos que hablarlo, que tenemos que aclarar la situación. —Sus palabras sonaron demasiado tranquilas, casi distantes incluso a sus oídos.

Portia lo miró un instante, pero no a los ojos.

—¿Qué es lo que quieres aprender? Específicamente —preguntó antes de que ella pudiera replicar.

Una vez más, Portia clavó la mirada en el lago.

—Quiero saber… —dijo al tiempo que un intenso rubor le teñía las mejillas—. Quiero conocer los aspectos físicos. ¿Qué hacen las criadas con sus pretendientes en su tiempo libre para que luego se lo cuenten entre risillas a escondidas? ¿Qué obtienen las mujeres (las damas, específicamente) de esos encuentros que las hace repetir y, sobre todo, que las impulsa al matrimonio?

Todas preguntas muy lógicas y racionales, al menos desde su limitado punto de vista. A todas luces estaba ansiosa por averiguar las respuestas o jamás habría sacado el tema a colación. Se percató de la tensión que la embargaba.

Se devanó los sesos intentando discernir el camino más seguro.

—¿Hasta qué… punto quieres ampliar tus conocimientos? —Su voz no denotó censura alguna; bien podría estar debatiendo una estrategia de ajedrez.

Pasado un momento, ella giró la cabeza y enfrentó su mirada… echando chispas por los ojos.

—No lo sé.

La respuesta lo dejó atónito, pero de pronto vio el camino… y se lanzó por él.

—Muy bien. Como no sabes (algo de lo más comprensible) las paradas de ese camino, ya que nunca lo has recorrido… Si de verdad quieres saber… —Se encogió de hombros con toda la tranquilidad de la que fue capaz—. Bueno, si ese es tu deseo, podemos recorrer dicho camino paso a paso. —Sostuvo su mirada—. Y puedes decirme que me detenga en cualquier momento.

Portia lo contempló con detenimiento. Su expresión era más indecisa que recelosa.

—¿Paso a paso?

Asintió con la cabeza.

—Y si digo que paremos… —Frunció el ceño—. ¿Qué pasa si no puedo hablar?

Llegados a ese punto, titubeó, muy consciente de lo que estaba diciendo. Aun así, se sintió obligado a ofrecerle una salida.

—Te pediré permiso antes de comenzar cada lección y me aseguraré de que lo comprendes antes de que decidas la respuesta.

Portia enarcó las cejas.

—¿Esperarás a que te dé una respuesta?

—Esperaré a que me des una respuesta racional, meditada y definitiva.

A pesar de eso, vaciló.

—¿Me prometes…?

—Palabra de Cynster.

Portia sabía que no debía poner en duda semejante promesa. A pesar de que su rostro mantuvo la expresión altiva, sus labios se relajaron y su mirada se suavizó… Estaba considerando su oferta.

Contuvo el aliento, ya que la conocía demasiado bien como para presionarla de ninguna de las maneras… Entabló una batalla contra la compulsión de hacerlo.

Portia asintió con la cabeza, decidida.

—De acuerdo.

Se giró hasta quedar de frente a él y le tendió la mano.

La miró unos instantes antes de desviar la vista hacia su rostro. Después, le cogió la mano y se giró, tirando de ella hacia el interior del mirador.

—¿Qué…?

Se detuvo a unos pasos de una columna. La miró por encima del hombro y enarcó una ceja.

—He supuesto que querías proseguir con tu instrucción…

Portia parpadeó.

—Sí, pero…

—No podemos hacerlo junto al arco, a la vista de cualquiera que pasee por el lago.

Se quedó boquiabierta por la sorpresa mientras tiraba de ella para dejarla frente a él. Le soltó la mano y tomó su rostro con ternura al tiempo que se acercaba a ella e inclinaba la cabeza.

La besó y esperó hasta que relajó la espalda y le entregó sus labios. En ese momento la hizo retroceder, paso a paso, muy despacio, hasta que la tuvo acorralada contra una de las columnas. La sorpresa la tensó, pero al ver que no la arrinconaba, se fue relajando y se abandonó al beso.

Durante largo rato, no hizo nada más. Se limitó a besarla y a dejar que ella le devolviera el beso. Se hundió en la calidez de su boca y la acarició con la lengua, incitándola a que jugara. Incitando a sus sentidos a que se acostumbraran a la mutua entrega, a un ritmo más lento y menos exigente.

Al sencillo placer que ya conocía.

Era más alta que la media, algo de agradecer. No tenía que echarle la cabeza hacia atrás, sino que podía abrazarla cómodamente. La columna que tenía detrás no era más que un punto de referencia; más tarde, le serviría para mantener el equilibrio… asumiendo que quisiera dar el siguiente paso.

La mera idea le calentó la sangre. Ladeó la cabeza y profundizó el beso, obligándola a que se aferrara a él. Le soltó la cara y deslizó las manos hasta su cintura, donde las cerró sobre la delicada muselina de modo que sintió el roce de la seda de su camisola situada entre el vestido y su piel.

Portia dejó escapar un jadeo ahogado y se pegó más a él; sin dejar de besarla, de juguetear con su lengua, la fue echando hacia atrás, muy despacio, hasta que quedó recostada contra la columna. Ella se dejó hacer y se relajó. Sus manos, que antes habían estado inertes en sus hombros, comenzaron a ascender hasta que le enterró los dedos en el pelo.

Acto seguido, lo soltó para arrojarle los brazos al cuello y se puso de puntillas para buscar sus labios con renovado ardor, arqueándose hacia él.

Simon sonrió para sus adentros y dejó que sus manos vagaran por su esbelta espalda, arriba y abajo. La besó con frenesí mientras sentía el calor que irradiaba su piel, mientras sentía las voluptuosas curvas de sus pechos contra el torso.

Su aroma lo envolvió y le nubló la razón, le atormentó los sentidos. El cariz del beso se tornó más íntimo mientras sus manos se limitaban a acariciarle la espalda.

Mientras esperaba.

Más. Portia sabía que quería más. Los besos estaban bien, eran increíblemente placenteros y embriagadores, la excitaban mucho y hacían que su cuerpo cobrara vida. Por no mencionar el tacto fresco y firme de sus manos, la promesa implícita en sus hábiles caricias, que le provocaba un sinfín de deliciosos escalofríos de emoción en la espalda. Sin embargo, esa misma emoción le estaba crispando los nervios. Sus sentidos aguardaban con avidez. Esperaban algo más. Estaban listos para algo más.

Para dar el siguiente paso.

Simon le había dicho que le enseñaría. Y ella quería saber, quería aprender. En ese mismo instante.

Se apartó de sus labios, aunque le costó un esfuerzo sobrehumano. Cuando sus bocas por fin se separaron, no se alejó de él, sino que abrió los ojos lo justo para mirarlo con los párpados entornados.

—¿Cuál es el siguiente paso?

Sus miradas se encontraron. Los ojos de Simon parecían más oscuros, de un azul más intenso.

—Este —le respondió.

Deslizó las manos hasta que sus pulgares le rozaron la cara externa de los pechos.

Las caricias le provocaron una sensación increíble y sus sentidos siguieron con avidez el movimiento de esos dedos cuando volvieron a tocarla. Le temblaron las piernas y, de pronto, entendió la utilidad de la columna que tenía a la espalda. Se recostó contra ella. Simon resiguió el contorno de sus labios con la lengua, apenas era un roce, mientras sus pícaros pulgares trazaban lentos e incitantes círculos sobre su piel…, lo justo para que comprendiera…

Levantó la cabeza para mirarla a los ojos.

—¿Sí o no?

Sus pulgares trazaron otro círculo, una caricia demasiado liviana… De haber tenido fuerzas, le habría dicho que era una pregunta de lo más estúpida.

—Sí —contestó con un hilo de voz.

Antes de que pudiera preguntarle si estaba segura, lo obligó a besarla de nuevo, convencida de que necesitaría el contacto para seguir anclada al mundo.

Sintió que él esbozaba una sonrisa, pero en ese momento sus manos volvieron a moverse y dejó de pensar en otra cosa que no fuera el placer que le proporcionaban sus lánguidas caricias, unas caricias que iban de la firme presión al roce más sutil. Cada vez más explícitas, más sensuales, más posesivas.

Hasta que abarcó, muy despacio, sus pechos con las manos; hasta que encerró los endurecidos pezones entre los dedos y los pellizcó.

Una bocanada de fuego la abrasó.

Interrumpió el beso entre jadeos. La presión sobre sus pezones disminuyó.

—¡No! ¡No pares!

Su propia voz la sorprendió por la sensualidad de la orden. Entreabrió los ojos para observarlo y sus miradas se entrelazaron. Había algo en él, en su expresión, que no había visto antes. Su semblante estaba crispado. Sus labios, aunque apretados, tenían una mueca algo torcida.

Él la obedeció con presteza y volvió a pellizcar los pezones. Y una vez más, la sensación se apoderó de ella y el fuego le recorrió la piel hasta apoderarse de sus venas y llevarse todas las inhibiciones.

Cerró los ojos con un suspiro de placer.

—¿Te gusta? —le preguntó Simon.

Lo estrechó con fuerza y lo obligó a acercarse de nuevo a ella.

—Sabes que sí.

Por supuesto que lo sabía, pero no quería perderse esa admisión de sus labios. Le encantaba. Era un premio de consolación dadas las limitaciones de su encuentro.

Unas limitaciones muy restrictivas… La ardorosa respuesta de Portia lo había excitado sobremanera, aunque no podía responder en consecuencia.

Aún.

Sentía su piel enfebrecida bajo las palmas de las manos. Sus turgentes pechos, con los pezones enhiestos, le llenaban las manos. El deleite que le provocaban sus caricias estaba implícito en el beso, en la avidez que demostraba su cuerpo.

Cerró las manos con más fuerza y comenzó a acariciarla con más ímpetu. Portia gimió y le devolvió el beso en un exigente gesto que decía a las claras…

De repente, le costó la misma vida quedarse como estaba y no aplastarla contra la columna, amoldarla a él y calmar el palpitante deseo que lo atenazaba. Inspiró hondo, sintió cómo su torso se expandía y se aferró a su autocontrol…

El inesperado sonido del gong fue una distracción para ambos. Se separaron al instante.

Tomó una honda bocanada de aire mientras le quitaba las manos de los pechos y la tomaba por la cintura.

El gong resonó de nuevo.

—El almuerzo —le explicó mientras ella parpadeaba y lo miraba con los ojos un tanto vidriosos—. El gong suena en la terraza. Así que tiene que haber más invitados paseando por los jardines. —O eso esperaba. Esperaba que no los estuvieran llamando concretamente a ellos. Retrocedió un paso y buscó su mano—. Será mejor que volvamos.

Portia lo miró a los ojos un instante antes de asentir con la cabeza. Después, dejó que la cogiera de la mano y la precediera por los escalones.

Mientras se apresuraban a regresar a la mansión, se recordó que debía refrenar sus demonios durante la siguiente lección. Debía prepararse para combatir la tentación, para no caer en ella.

La observó disimuladamente. Caminaba a su lado con pasos rápidos y mucho más largos que la mayoría de las mujeres. Estaba ensimismada, pensando… Y él sabía en qué. Si cometía un error, si dejaba que su verdadero objetivo saliera a la luz, no podía contar con que su inocencia la cegara. Tal vez no comprendiera la verdad de inmediato, pero, a la postre, lo haría. Analizaría y estudiaría todo lo sucedido entre ellos. En aras del saber, por supuesto.

Clavó la mirada al frente, molesto consigo mismo. Iba a tener que asegurarse de que no aprendiera más de la cuenta.

Como, por ejemplo, el verdadero motivo por el que había accedido a instruirla.