Capítulo 15

—NO —respondió el señor Stokes a la pregunta de lord Netherfield; los seis, el propio lord Netherfield, así como el investigador, Charlie, lady O, Portia y él, estaban reunidos en la biblioteca, sopesando la situación—. A una hora tan temprana, nadie tiene una coartada sólida. Todos se encontraban en sus habitaciones, solos.

—Era muy temprano, ¿no?

—Al parecer, Dennis comenzaba su jornada al clarear el día. Hoy, el jardinero jefe se cruzó con él e intercambiaron unas palabras, no sabemos la hora exacta, pero fue bastante antes de que empezara la actividad en la casa. Sin embargo, hay una cosa que sí está clara. —El señor Stokes se detuvo en mitad de la estancia y los enfrentó a los cinco, que estaban repartidos por los dos sillones y el diván delante de la chimenea—. Quienquiera que matase a Dennis era un hombre joven. El muchacho se defendió con ferocidad…, eso ha quedado demostrado.

Sentado en el reposabrazos del sillón de Portia, Simon la miró a la cara. Aún seguía pálida por la impresión y demasiado callada, a pesar de que ya había pasado más de medio día desde el desagradable descubrimiento. Su segundo descubrimiento. Apretó los labios y desvió la vista hacia el investigador; al recordar las marcas que había en la hierba y la postura doblada del cuerpo, asintió con la cabeza.

—A Kitty pudo matarla cualquiera, pero Dennis es otra historia.

—Sí. Y ya podemos descartar que el asesino fuera una mujer.

Lady O pareció perpleja.

—No sabía que las mujeres fueran sospechosas.

—Todo el mundo lo era. No podemos permitirnos el menor error.

—¡Caray! Supongo que es cierto —refunfuñó mientras se atusaba el chal. La seguridad que la caracterizaba se desvanecía por momentos.

El segundo asesinato había descolocado a todo el mundo a un nivel muy profundo, y no sólo por el hecho de haber sido el segundo crimen. Era incuestionable que el asesino seguía entre ellos; tal vez alguno de los invitados hubiera comenzado a olvidarse del asunto, pero el asesinato de Dennis los había obligado a reconocer que ese horror no se podía ocultar tan fácilmente.

Apoyado contra la repisa de la chimenea, Charlie preguntó:

—¿Qué usó el rufián para estrangular al pobre desgraciado?

—Otro cordón de cortina. Aunque en esta ocasión provenía del saloncito matinal.

Charlie torció el gesto.

—Así que puede haber sido cualquiera…

El señor Stokes asintió con la cabeza.

—No obstante, si asumimos que una misma persona ha cometido los dos crímenes, podemos reducir la lista de sospechosos considerablemente.

—Sólo hombres —dijo lady O.

El investigador reconoció sus palabras con una inclinación de cabeza.

—Y sólo los que sean lo bastante fuertes como para someter a Dennis… Creo que el hecho de que se sintiera confiado es fundamental. Nuestro asesino no podía arriesgarse al fracaso, y tenía que proceder con presteza. Después de todo, debía de saber que había otras personas por los alrededores. —Titubeó un instante antes de continuar—: Creo que los sospechosos más probables son Henry Glossup, James Glossup, Desmond Winfield y Ambrose Calvin. —Se detuvo y, al ver que ninguno protestaba, prosiguió—: Todos tienen motivos para matar a la señora Glossup, todos tienen capacidad física para haberlo hecho, todos tuvieron la oportunidad y ninguno tiene coartada.

Simon escuchó el suspiro de Portia; bajó la vista y la vio estremecerse antes de levantar la cabeza.

—Sus zapatos. La hierba debía de estar húmeda a esas horas de la mañana. Tal vez si comprobamos…

Con expresión sombría, el señor Stokes negó con la cabeza.

—Ya lo hice. Quienquiera que sea nuestro hombre, es inteligente y muy cuidadoso. Todos los zapatos estaban limpios y secos. —Desvió la vista hacia lord Netherfield—. Le estoy muy agradecido, señor. Blenkinsop y el personal me han ayudado enormemente.

Lord Netherfield le restó importancia al agradecimiento.

—Quiero atrapar al asesino. No quiero que mis nietos, que mi familia se vea salpicada por este asunto. Y eso es lo que va a suceder a menos que atrapemos al criminal. —Miró al señor Stokes a los ojos—. He vivido demasiado como para esconderme de la realidad. No desenmascarar al asesino sólo conseguirá que los inocentes se vean arrastrados al fango con él. Tenemos que atrapar a ese rufián ahora, antes de que las cosas empeoren.

El señor Stokes vaciló antes de decir:

—Si me permite la observación, milord, parece usted muy seguro de que ninguno de sus nietos pudiera ser el culpable.

Lord Netherfield asintió con la cabeza mientras aferraba la empuñadura del bastón con ambas manos.

—Lo estoy. Los conozco suficientemente desde que nacieron y ninguno de ellos es un asesino. Pero como es lógico que usted no lo sepa, no voy a malgastar mi aliento intentando convencerlo. Debe investigar a los cuatro, pero recuerde lo que le digo: será uno de los otros dos.

El respeto con el que el señor Stokes inclinó la cabeza era, a todas luces, sincero.

—Gracias. Y ahora… —Recorrió a los presentes dirigiéndoles una mirada intensa—. Debo retirarme. Tengo que comprobar ciertos detalles, aunque mucho me temo que no espero encontrar ninguna pista fiable.

Tras hacer una reverencia, se marchó.

Una vez que la puerta se cerró tras el señor Stokes, Simon se percató de que lady O intentaba llamar su atención para que se fijara en Portia.

Aunque tampoco era necesario. Cuando la miró, extendió el brazo para cogerla de la mano.

—Vamos, salgamos a cabalgar un rato.

Charlie los acompañó. Se cruzaron con James y le preguntaron si quería unirse a ellos, pero rechazó la invitación, cosa extraña en él. Era evidente que se sentía incómodo al saberse sospechoso, lo que se traducía en que ellos también se sentían así. A regañadientes, lo dejaron en la sala de billar, jugando sin demasiado entusiasmo.

Encontraron a las restantes damas sentadas en silencio en el salón de la parte posterior de la mansión. Lucy Buckstead y las hermanas Hammond aceptaron la invitación al punto y sus madres les dieron permiso, aliviadas.

Cuando todos se hubieron cambiado de ropa y fueron a los establos en busca de los caballos, ya estaba bien avanzada la tarde. Una vez sobre la briosa yegua castaña, Portia encabezó el grupo y Simon la siguió de cerca.

Al contemplarla, se dio cuenta de que parecía muy distante. Sin embargo, controlaba la yegua con su habitual soltura. Tanto era así que no tardaron en dejar a los demás atrás. Cuando llegaron a los frondosos caminos de Cranborne Chase, dejaron que sus monturas eligieran el paso… hasta que estuvieron galopando a toda velocidad, cada vez más deprisa, codo con codo.

De repente, tan de repente que la adelantó sin darse cuenta, Portia tiró de las riendas. Sorprendido, Simon refrenó su caballo, dio media vuelta… y la vio desmontar a toda prisa y dejar a la yegua suelta. Acto seguido, echó a correr ladera arriba entre los crujidos de las hojas caídas que iba aplastando. Cuando llegó a la parte superior de la cuestecilla, se detuvo con la espalda muy derecha, la cabeza en alto y la vista clavada en los árboles.

Desconcertado, Simon detuvo su caballo junto a la yegua, desmontó y ató ambos animales a una rama cercana antes de seguirla.

Muy preocupado. El hecho de que se hubiera detenido de ese modo y hubiera soltado las riendas sin más… No era típico de ella.

Aminoró el paso conforme se fue acercando. Se detuvo a unos cuantos pasos de ella.

—¿Qué pasa?

Portia no lo miró, se limitó a menear la cabeza.

—Nada. Sólo que… —Se detuvo, hizo un gesto con la mano; tenía la voz llorosa y el gesto era de impotencia.

Acortó la distancia que los separaba y la apretó contra su pecho; hizo caso omiso de su resistencia y la rodeó con sus brazos.

La sostuvo mientras lloraba.

—¡Es tan espantoso! —dijo entre sollozos—. Están muertos. ¡Se han ido! Y él… era tan joven. Mucho más joven que nosotros.

Él se mantuvo en silencio y le dio un beso en la coronilla antes de apoyar la mejilla sobre su cabeza. Dejó que todo lo que sentía por ella se expandiera y los rodeara.

Y la tranquilizara.

La mano de Portia se cerró sobre su chaqueta y se fue relajando poco a poco.

A la postre, sus sollozos cesaron y la tensión abandonó totalmente su cuerpo.

—Te he mojado la chaqueta.

—No te preocupes por eso.

Portia sorbió por la nariz.

—¿Tienes un pañuelo?

La soltó lo justo para sacarse un pañuelo del bolsillo y dárselo.

Ella le secó la chaqueta con el pañuelo antes de enjugarse los ojos y sonarse la nariz. Después, se guardó el arrugado trozo de tela en el bolsillo y lo miró a los ojos.

Sus pestañas seguían húmedas y sus enormes ojos azules brillaban. La expresión que vio en ellos…

Inclinó la cabeza y la besó. Al principio con gentileza, pero poco a poco la fue acercando a él; poco a poco fue profundizando la caricia hasta que la tuvo hechizada.

Hasta que dejó de pensar.

De pensar en el hecho de que llorar entre sus brazos era muy revelador; posiblemente más revelador y mucho más íntimo que yacer desnudos. Desde una perspectiva emocional, para ella lo era, pero no quería que pensara en eso.

Ni que pensara en lo que él sentía, en la inmensa alegría que lo embargaba porque le hubiera permitido verla expuesta y sin defensas. Verla como realmente era, sin máscaras; una mujer con un corazón tierno y dulce.

Un corazón que, por lo general, lo guardaba celosamente.

Un corazón que él deseaba.

Más que nada en la vida.

La noche cayó, y con ella una tensión expectante e incómoda. Tal y como había previsto, el señor Stokes no descubrió nada relevante. Ese hecho hizo que un manto pesimista se cerniera sobre la casa.

Ya no quedaban sonrisas con las que aligerar el ambiente. Nadie sugirió entretenerse con un poco de música. Las damas charlaban entre sus susurros apesadumbrados sobre naderías… Sobre cosas insustanciales que no importaban en lo más mínimo.

Cuando se reunió con las mujeres, acompañado de lord Netherfield y lord Glossup, Simon buscó a Portia y la llevó a la terraza. En el exterior, lejos del ambiente opresivo del salón, les costaba menos respirar y podían hablar sin tapujos.

Aunque en el exterior la temperatura no era más fresca, ya que el ambiente resultaba bochornoso y pesado por culpa de la tormenta que se acercaba.

Tras soltarse de su brazo, Portia se acercó a la balaustrada y colocó las dos manos sobre ella antes de clavar la vista en el jardín.

—¿Por qué matar a Dennis?

Simon se había detenido en mitad de la terraza y allí se quedó para darle algo de espacio.

—Posiblemente por el mismo motivo que lo intentó contigo. Sólo que Dennis no tuvo tanta suerte.

—Pero si Dennis sabía algo, ¿por qué no lo dijo? El señor Stokes lo interrogó, ¿no es así?

—Sí. Y tal vez dijera algo, pero a la persona equivocada.

Portia se giró con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir?

La pregunta hizo que torciera el gesto.

—Cuando el señor Stokes le llevó las noticias a los gitanos, una de las mujeres le dijo que Dennis había estado dándole vueltas a algo. No dijo de qué se trataba… Según ella, podía ser algo que hubiera visto de vuelta al campamento después de enterarse de la muerte de Kitty.

Portia se giró de nuevo para contemplar la creciente oscuridad del jardín.

—No paro de darle vueltas al asunto, pero sigo sin recordar…

Él esperó. Al ver que no decía nada, retrocedió unos pasos, se metió las manos en los bolsillos y se apoyó contra la pared. Después, contempló cómo la noche se cernía sobre los árboles y los jardines, reclamándolos mientras los últimos rayos de sol se desvanecían.

Contempló a Portia y contuvo el impulso de acorralarla, de reclamarla, de encerrarla en una torre lejos del mundo y de cualquier mal. La sensación era conocida, pero mucho más poderosa que antes. Antes de que comprendiera qué era en realidad.

El viento se levantó y con él llegó el olor a tierra mojada. Al igual que él, Portia parecía contenta de estar allí fuera, dejándose empapar por la tranquilidad de la noche.

Esa misma mañana la había seguido a la distancia indicada por ella, preguntándose sobre qué quería pensar. Él mismo había estado pensando, y había deseado poseer la capacidad de impedirle que reflexionara sobre su relación.

Porque cuando lo hacía… En fin, era molesto e inquietante. La idea de que Portia le diera demasiadas vueltas a su relación y se convenciera de que era demasiado peligrosa lo aterrorizaba.

Un miedo elocuente, una vulnerabilidad reveladora.

Él también lo sabía.

Tal vez, y de una vez por todas, empezara a comprenderlo.

Portia siempre había sido «ella», la única que sin pretenderlo le había dejado una huella en el corazón y en los sentidos por el mero hecho de existir. Siempre había sabido que era especial para él; pero dada su conocida actitud hacia los hombres (y en especial hacia los hombres como él), había ocultado la verdad y se había negado a reconocerla. Se había negado a reconocer en lo que podía llegar a convertirse si crecía; tal y como había sucedido.

Ya no podía seguir negándolo. Los últimos días lo habían despojado de todas sus máscaras, de todas sus defensas. Hasta dejar bien a la vista, al menos a sus propios ojos, lo que sentía por ella.

Portia aún no lo había visto, pero ya llegaría el momento.

Y lo que hiciera entonces, lo que decidiera entonces…

Se concentró en ella, en su delgada figura junto a la balaustrada. Sintió el acuciante impulso de reclamarla y mandar al infierno las consecuencias; de renunciar a la farsa de permitir que tomara la decisión de entregarse a él por propia voluntad. Un impulso que se adueñaba de él poco a poco y que se había intensificado a causa del peligro de los últimos días… No obstante, sabía que cualquier movimiento que hiciera en esa dirección equivaldría a una bofetada para ella.

Portia dejaría de confiar en él y se retraería.

Y la perdería.

El viento agitó su cabello azabache. La temperatura había bajado, ya que la lluvia se acercaba.

Se apartó de la pared y dio un paso hacia ella…

En ese momento, escuchó una especie de chirrido por encima de sus cabezas y levantó la vista.

Vio cómo una sombra se separaba del tejado.

Se abalanzó sobre Portia y la tiró al suelo, amortiguando el golpe con su propio cuerpo, pero interponiéndose entre ella y el objeto que caía.

Uno de los enormes maceteros que adornaban el antepecho del tejado se estrelló contra la terraza en el mismo lugar donde Portia había estado. Se hizo añicos con un ruido semejante a un cañonazo.

Uno de los fragmentos se le clavó en el brazo que había levantado para protegerla; sintió un dolor agudo y, luego, nada.

El silencio que siguió fue tan absoluto que el contraste resultó abrumador.

Alzó la vista, se percató del peligro y se apresuró a levantar a Portia.

En el interior, alguien gritó y se desató el caos. Lord Glossup y lord Netherfield aparecieron en las puertas de la terraza.

Les bastó un vistazo para comprender lo que había pasado.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó lord Glossup al tiempo que se acercaba a ellos—. ¿Se encuentra bien, querida?

Portia asintió sin soltarle la chaqueta. Lord Glossup le dio unas desmañadas palmaditas en el hombro antes de bajar los escalones de la terraza. Una vez en el jardín, levantó la vista hacia el tejado.

—No veo a nadie desde aquí, pero mis ojos ya no son lo que eran.

Desde la puerta que daba al salón, lord Netherfield les hizo señas.

—¡Entrad!

Simon miró a Portia y sintió cómo se enderezaba justo antes de soltarse de sus brazos para cruzar la puerta.

En el salón, lady O golpeaba la alfombra con el bastón de manera insistente; su arrebolado rostro lucía una expresión alarmada.

—¿Adónde vamos a llegar? Eso me gustaría saber.

Blenkinsop asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué desea, milord?

Lord Netherfield le hizo un gesto con la mano.

—Busca al señor Stokes. Han atacado a la señorita Ashford.

—¡Válgame Dios! —Lady Calvin se quedó lívida.

La señora Buckstead se sentó a su lado y le cogió las manos.

—Vamos, vamos. La señorita Ashford está perfectamente.

Sentadas en el diván junto a su madre, las hermanas Hammond estallaron en lágrimas. Lady Hammond y Lucy Buckstead no se encontraban mucho mejor, pero hicieron cuanto pudieron para calmarlas. La señora Archer y lady Glossup estaban totalmente anonadadas.

Lord Netherfield miró a Blenkinsop cuando lord Glossup regresó al salón.

—No, dile al señor Stokes que vaya a la biblioteca. Lo esperaremos allí.

Y eso hicieron. Aunque no pudieron sacar nada en claro del incidente, por más que lo intentaron.

Con la ayuda del mayordomo, los criados contaron lo que sabían y ayudaron a establecer dónde se encontraban sus cuatro sospechosos en el momento del ataque. James y Desmond se habían marchado del salón, supuestamente a sus habitaciones; Henry estaba en la oficina del administrador; Ambrose se encontraba en el despacho, redactando unas cartas. Todos habían estado solos; por tanto, cualquiera podía haber sido el responsable del ataque.

El señor Stokes y lord Glossup subieron hasta el tejado. Cuando regresaron, el investigador confirmó que era un juego de niños llegar hasta allí arriba y que cualquier hombre en plenas facultades físicas podría haber empujado el macetero de piedra de su peana.

—Pesan bastante, pero no están fijados al suelo. —Miró a Simon y su ceño se acentuó—. Está sangrando.

Simon se miró el brazo. El fragmento de piedra le había desgarrado la chaqueta y la tela estaba manchada de sangre.

—Sólo es un arañazo. Ya no sangra.

Portia, que estaba sentada a su lado, se inclinó hacia él, lo cogió del brazo y tiró hasta ver la herida. Simon contuvo un suspiro y la dejó hacer, consciente de que si no se lo permitía, se pondría en pie para echarle un vistazo. Y estaba tan pálida que no quería que se levantara.

Al ver la herida, que a él le parecía insignificante, su palidez se intensificó y desvió la vista hacia el señor Stokes.

—Si no nos necesita para nada más, me gustaría retirarme —le dijo.

—Por supuesto. —El investigador le hizo una reverencia—. Si surge algo, ya hablaré con ustedes mañana.

El hombre lo miró a los ojos cuando se pusieron en pie.

Al adivinar que estaba a punto de decir lo evidente, que Portia no debería quedarse sola en ningún momento, Simon negó con la cabeza. No, Portia no iba a quedarse sola. Y tampoco necesitaba que le recordaran el motivo.

La tomó del brazo y la sacó de la biblioteca. Atravesaron el vestíbulo hasta llegar a la escalinata. Una vez allí, Portia inspiró hondo, se recogió las faldas y subió sin su ayuda.

Al llegar arriba, se soltó las faldas.

—Tenemos que limpiar esa herida. —Se dio la vuelta y se encaminó hacia su habitación.

Simon frunció el ceño, pero la siguió.

—No es nada. Ni siquiera siento el corte.

—Los cortes que no se sienten suelen acabar en gangrena. —Al llegar a su habitación, se giró para mirarlo—. Seguro que no te molestará que te la limpie y te aplique un bálsamo. Si no lo sientes, no te dolerá.

Se detuvo frente a ella para observar su rostro. En él se leían claramente su determinación, su terquedad… y su extrema palidez. Iba a dolerle, pero no como ella creía. Apretó los dientes y extendió la mano para abrir la puerta.

—Si insistes…

Portia insistió, como era de esperar, y él se vio obligado a someterse. Tuvo que sentarse desnudo de cintura para arriba en el filo de la cama mientras ella revoloteaba sin parar a su alrededor.

Desde su más tierna infancia había detestado que las mujeres revolotearan a su alrededor… Había detestado con toda su alma que le curaran las heridas. Tenía más de una cicatriz por esa causa, pero las cicatrices no le preocupaban en absoluto… En cambio, una mujer en esas circunstancias, sobre todo una concentrada en atenderlo con devoción, siempre lo había hecho.

Y seguía haciéndolo. Apretó los dientes, se tragó el orgullo y la dejó hacer.

A esas alturas seguía sintiéndose como un conquistador reducido a un impotente niño de seis años… Impotente cuando se enfrentaba a la necesidad femenina de cuidarlo. Y, en cierta forma, atrapado por dicha necesidad.

Se concentró en el rostro de Portia y contempló con estoicismo cómo limpiaba la herida, aplicaba un poco de bálsamo y le vendaba el corte; un corte que, por cierto, debía de ser más profundo de lo que él había creído. Cuando terminó de colocarle la gasa alrededor del brazo, clavó la vista en sus dedos: delgados, elegantes y ágiles, como ella.

Sintió que las emociones que hasta ese momento había estado conteniendo se apoderaban de él. Lo arrastraban.

Levantó la cabeza mientras revivía en su mente lo sucedido en la terraza y sus músculos se tensaron de forma involuntaria.

No la había perdido de vista ni un instante y aun así había estado a punto de perderla.

No bien Portia hubo terminado, se puso en pie y se acercó a la ventana. Lejos de ella. Lejos de la tentación de acabar con ese juego y reclamarla, de hacerla suya, de llevársela de allí a un lugar donde no corriera peligro.

Intentó recordar que había más de un modo de perderla.

Portia lo observó alejarse y se percató de la tensión que lo embargaba, del modo en que apretaba los puños. Entretanto, apartó la palangana y los lienzos que había usado para limpiar la herida. Una vez hecho, se detuvo junto a la cama para observarlo con detenimiento.

Simon estaba junto a la ventana con la vista clavada en el exterior, listo para entrar en acción pero contenido. Su fuerza de voluntad era un ente vivo que lo retenía, que lo constreñía. Esa tensión reprimida… ¿sería miedo o la reacción posterior al miedo? ¿O tal vez la reacción al peligro, al hecho de haberla visto a ella en peligro? Fuera lo que fuese, era palpable, vibraba a su alrededor y los afectaba a ambos.

Todo era culpa del asesino. El macetero había sido la gota que colmara el vaso. Antes había tenido miedo, había estado molesta, más de lo que creía, pero estaba empezando a enfadarse.

Ya era bastante horroroso que el rufián hubiera matado, no una, sino dos veces, pero lo que le estaba haciendo a ella… Mucho peor, lo que esa situación le estaba haciendo a Simon y a la relación que existía entre ellos… Jamás había permitido que se inmiscuyeran en su vida.

La irritación dio paso al fastidio y este acabó creciendo hasta convertirse en ira. Su mal humor siempre había vencido al miedo. Se acercó a la ventana y se apoyó contra el marco. Lo miró.

—¿Qué pasa?

Simon la miró de reojo y meditó la respuesta; pero, por una vez, no intentó sortear la pregunta.

—Quiero que estés a salvo.

Analizó lo que leyó en su rostro, en sus ojos. Lo que escuchó en el timbre ronco de su voz.

—¿Por qué es tan importante mi seguridad? ¿Por qué siempre quieres protegerme?

—Porque sí. —Simon devolvió la vista hacia los jardines—. Siempre ha sido así.

—Lo sé. Pero ¿por qué?

Simon tenía los dientes apretados y, por un instante, creyó que no iba a responderle. Sin embargo, dijo en voz baja:

—Porque eres importante para mí. Porque… al protegerte, me protejo a mí mismo. A una parte de mí. —Las palabras, una confesión de un descubrimiento reciente, no le habían resultado fáciles de pronunciar.

Él giró la cabeza, la miró a los ojos y reflexionó claramente sobre lo que había dicho, aunque no modificó su declaración ni un ápice.

Sin apartar la vista de sus ojos, Portia cruzó los brazos a la altura del pecho.

—Pero ¿qué es lo que de verdad te preocupa? Sabes que te dejaré vigilarme, que te dejaré protegerme, que no voy a cometer una temeridad, así que no puede ser eso.

La renuencia de Simon era palpable, como un muro de luz parpadeante que poco a poco se fue desvaneciendo.

—Quiero que seas mía. —Su mandíbula se tensó aún más—. No quiero que esto se interponga entre nosotros. —Inspiró hondo y volvió a clavar la mirada en el exterior—. Quiero que me prometas que no esgrimirás en mi contra lo que pase aquí, lo que pase entre nosotros por culpa de esta situación. —Y volvió a mirarla a los ojos—. Que no lo añadirás a la balanza. Que no dejarás que influya en tu decisión.

Observó sus ojos y en ellos leyó el torbellino de emociones y el depredador al acecho. El poder, la poderosa fuerza, la atávica necesidad que refrenaba. La necesidad masculina de dominar, de imponer su férrea voluntad. Hacía falta mucho valor para ver todo eso, reconocerlo, saberse su presa y no salir huyendo.

Al mismo tiempo, toda esa fuerza contenida corroboraba su compromiso a adaptarse en la medida de lo posible, a defenderla incluso de sus propios instintos.

Sostuvo su mirada.

—No puedo prometértelo. Jamás podré cerrar los ojos y no verte como eres, ni verme a mí como no soy.

Tras una prolongada y tensa pausa, Simon replicó en un murmullo ronco:

—Confía en mí. Es lo único que te pido. Confía en mí.

No respondió, aún era demasiado pronto. Y ese «único» implicaba, precisamente, toda una vida.

A causa de su silencio, los brazos de Simon la buscaron y la amoldaron a su cuerpo. Inclinó la cabeza hacia ella.

—Cuando vayas a tomar tu decisión, recuerda esto.

Portia le echó los brazos al cuello para ofrecerle sus labios, para ofrecerle su boca…, una boca que le pertenecía para que la tomara como quisiera. En ese sentido ya le pertenecía, tan profundamente como su alma de conquistador ansiaba.

Simon aceptó su ofrenda, la rodeó con los brazos y se apoderó de su boca antes de pegar sus cuerpos en una muestra explícita de lo que estaba por llegar.

Ella no se apartó, no le escondió nada… Una vez más, en esa esfera ya no existían barreras entre ellos.

Al menos en lo que a ella se refería.

Él, sin embargo, sí se reservaba algo, sí le ocultaba una parte de sí mismo, su más profundo anhelo. Y lo supo mientras dejaba que la cogiera en brazos y la llevara a la cama; mientras le quitaba el vestido, la camisola, los escarpines y las medias, y la dejaba desnuda entre las sábanas. Mientras lo observaba desvestirse antes de meterse en la cama con ella para acariciarla con las manos y la lengua, embriagándola de placer. Lo supo mientras le separaba las piernas y la penetraba; mientras cabalgaban juntos por el ya conocido paraje de la pasión, por ese sensual valle de deseo que los transportaba a un nivel de intimidad más profundo en el que sus pieles sudorosas y enfebrecidas se rozaban, sus alientos jadeantes se mezclaban y sus cuerpos se movían desesperados para alcanzar el placer más sublime.

Simon le había pedido que confiara en él. Y en esa esfera lo hacía. Pero él aún no confiaba del todo en ella… Al menos, no lo suficiente como para mostrarle ese rinconcito de su ser.

Ya llegaría el día.

Cuando alcanzaron el brillante pináculo de placer a la vez y se lanzaron a la gloriosa vorágine, Portia comprendió que ya había tomado una decisión, que ya se había comprometido a encajar esa pieza del rompecabezas, última y vital, que Simon era para ella.

Para lograrlo, tendría que entregarse a él por completo. Tal y como él deseaba, de todas las formas que quisiera y, seguramente, de todas las formas que necesitara.

Ese era el precio a pagar para acceder al último rincón de su alma.

Cuando se relajó bajo su cuerpo y yacieron exhaustos en la cama, le colocó las manos en la espalda y lo apretó contra ella, encantada de sentir su peso, la fuerte musculatura que la mantenía aplastada contra el colchón, pero que, al mismo tiempo, la protegía, la hacía sentirse segura y resguardada como si de un valioso tesoro se tratara.

Deslizó las manos hacia arriba y enterró los dedos en sus sedosos mechones para acariciárselos. Miró su rostro, medio oculto en la penumbra. Deseó que hubiera vuelto a encender las velas, ya que le encantaba verlo así: saciado y satisfecho, tras haber alcanzado el clímax dentro de ella.

El hecho de saber que le había provocado ese estado encerraba cierto poder, un poder delicioso.

Giró la cabeza y le rozó la sien con los labios.

—Aún no te he dado las gracias por salvarme la vida.

Simon resopló. Pasado un momento, dijo:

—Más tarde.

Sonrió y se quedó recostada, consciente de que mientras yacieran juntos ni el miedo ni el asesino mancillarían su mundo; de que lo único que contaba en esos momentos era lo que tenían entre ellos.

El vínculo emocional, el placer físico…, el efímero deleite.

El amor.

Había estado ahí todo el tiempo, esperando a que lo vieran, lo comprendieran y lo abrazaran.

Lo miró. Se dio cuenta de que la observaba.

Se dio cuenta de que no tenía que contarle nada, porque ya lo sabía.

Se apretó contra él y dejó que sus labios se encontraran en un beso que lo decía todo. Simon le acariciaba una mejilla con la palma de una mano cuando el beso terminó.

Una vez más, se miraron a los ojos mientras esa mano iba descendiendo por su cuerpo hasta dejar atrás el hombro y llegar a una cadera. Allí se detuvo, para apretarla contra su cuerpo. Cerró los ojos. Se dispuso a dormir.

Un gesto muy sencillo que lo decía todo.

Ella cerró los ojos y aceptó la verdad.

—Tenemos un problema. —El señor Stokes estaba en el centro del mirador, frente a Portia, Simon y Charlie. Acababan de dejar el comedor matinal, desierto esa mañana, cuando se cruzaron en el vestíbulo y les pidió un momento de su tiempo—. El señor Archer y el señor Buckstead me han pedido permiso para llevarse a sus familias de aquí. Puedo retrasar su marcha un día, dos a lo sumo, pero no más. Aunque me temo que ese no es el verdadero problema. —Se detuvo un instante, como si estuviera decidiendo el mejor modo de continuar—. La verdad es que carecemos de pruebas y tenemos muy pocas posibilidades de atrapar al asesino. —Levantó la mano cuando Charlie hizo ademán de interrumpirlo—. Sí, sé que eso dificultará mucho las cosas para los Glossup, pero hay más.

El investigador miró a Simon. Portia hizo lo mismo y se dio cuenta de que, fuera lo que fuese a lo que se refería, Simon lo entendía. La miró mientras el señor Stokes continuaba.

—La señorita Ashford parece ser el único cabo suelto del asesino. Después del intento de asesinato de anoche, sabemos que aunque ella no sepa nada que pueda identificarlo, nuestro rufián está convencido de lo contrario. La víbora tal vez fuera un intento de asustarla para que se marchara, pero lo de anoche… fue una tentativa en toda regla. Para silenciarla, de la misma manera que silenció a Dennis.

Simon miró al investigador.

—Lo que quiere decir es que no se detendrá. Se sentirá obligado a perseguir a Portia más allá de los confines de Glossup Hall, durante toda su vida, allá donde vaya, hasta que ya no represente una amenaza para él. ¿Se refiere a eso?

El señor Stokes asintió con un seco gesto de cabeza.

—Quienquiera que sea cree que tiene mucho que perder si la deja marchar. Debe de temer que, en algún momento, recuerde algo; algo que sin duda lo señalará como el asesino.

Portia hizo un mohín.

—Me he devanado los sesos, pero no tengo la menor idea de lo que puede ser ese algo. De verdad que no.

—La creo —dijo el señor Stokes—. Aunque no importa. El asesino cree lo contrario, ahí está el quid de la cuestión.

Charlie, inusualmente serio, intervino en ese momento.

—Es muy difícil proteger a alguien que se mueve en los círculos de la alta sociedad. Hay miles de formas de provocar un accidente.

Los tres hombres la miraron. Portia había esperado sentir miedo; sin embargo y para su alivio, sólo se sintió irritada.

—No voy a dejar que… —dijo y se detuvo para gesticular—. Que me encierren y me vigilen durante lo que me queda de vida.

El investigador torció el gesto.

—Bueno, pues… ese precisamente es el problema.

Simon clavó de nuevo la vista en el hombre.

—No nos ha traído aquí para contarnos esto. Tiene un plan para sacar a la luz a nuestro asesino. ¿De qué se trata?

El señor Stokes asintió con la cabeza.

—Sí, he ideado un plan, pero no les va a gustar —dijo, mientras los observaba— a ninguno de los tres.

Se produjo una breve pausa.

—¿Funcionará? —preguntó Simon.

El hombre no titubeó.

—No me molestaría siquiera en sugerirlo si no creyera que tiene muchas posibilidades de éxito.

Charlie se inclinó hacia delante con los brazos apoyados sobre los muslos.

—¿Cuál es nuestro objetivo? ¿Desenmascarar al asesino?

—Sí.

—De manera que no sólo Portia estará a salvo, sino que también los Glossup, Winfield o Calvin (quienquiera que sea inocente) se verán libres de sospecha, ¿no?

El señor Stokes volvió a asentir.

—Todo saldrá a la luz, atraparemos al asesino y se hará justicia. Mejor aún, todo el mundo sabrá que se ha hecho justicia.

—Y ¿cuál es su plan? —preguntó Portia.

El investigador titubeó un instante antes de explicarse.

—Todo gira en torno al hecho de que usted, señorita Ashford, es nuestra única baza para hacer salir al asesino de su escondrijo.

Con toda deliberación, el hombre miró a Simon.

Él enfrentó su mirada largo rato con el rostro inescrutable; después, se reclinó en el sillón e hizo un gesto con la mano.

—Cuéntenos su plan, señor Stokes.