A la mañana siguiente, Kitty, o para ser más precisos, Catherine Glossup, Archer de soltera, fue enterrada en el panteón que los Glossup poseían junto a la pequeña iglesia de Ashmore.
Asistieron todos los residentes de Glossup Hall, salvo un puñado de criados que se quedó al cargo de los preparativos para la recepción posterior. En cuanto a los habitantes del condado, la nobleza local estuvo representada por los cabezas de familia. Ninguna de sus esposas asistió.
La ausencia llevaba implícito un mensaje que Portia, Simon y Charlie interpretaron con facilidad. Los tres se mantuvieron apartados, dispuestos para prestar ayuda a lady O o a lord Netherfield en caso de que alguno de ellos la necesitara. Observaron con atención cómo los otrora alegres vecinos, a la mayoría de los cuales conocieron durante el almuerzo de Kitty, se iban acercando con expresiones sombrías a la familia para murmurarles las condolencias antes de alejarse, a todas luces incómodos.
—Esto no pinta nada bien —musitó Charlie.
—Se reservan la opinión hasta saber por dónde van los tiros —replicó Portia.
—Lo que significa que creen que existe una posibilidad bastante factible de que haya sido uno de los Glossup quien… —Simon dejó la frase en el aire. Ninguno de ellos necesitaba escuchar la verdad.
El servicio había sido sobrio, como todos los funerales, aunque abreviado dadas las circunstancias y con un tono un tanto más lóbrego. Como si se cerniera sobre todos ellos un oscuro nubarrón; o, al menos, sobre Glossup Hall. Un nubarrón que sólo se desvanecería si se desenmascaraba al asesino de Kitty.
Cuando todo estuvo dicho, tanto las condolencias como los agradecimientos por la asistencia, la concurrencia comenzó a dispersarse. Una vez que ayudaron a lady O y a lord Netherfield a subir al carruaje que compartían, Simon ayudó a Portia a acomodarse en su tílburi y se sentó a su lado. Tomó las riendas mientras Charlie se encaramaba en el lugar que normalmente ocupaba el lacayo y, con un giro de muñeca, ordenó a los bayos que se pusieran en movimiento y enfilaran el camino.
Pasaron unos cuantos minutos en silencio y, después, escucharon que Charlie soltaba un juramento.
Portia se giró para mirarlo.
—Lo siento —dijo él con una mueca arrepentida—. Acabo de acordarme de la cara de James. Y de la de Henry.
—Por no mencionar a lord y lady Glossup —añadió Simon con voz tensa—. Todos intentan afrontar los hechos con valentía, pero saben lo que se les viene encima y no pueden hacer nada para evitarlo.
Portia frunció el ceño.
—No es justo. Ellos no son los únicos sospechosos de haber matado a Kitty.
—A tenor del comportamiento de Kitty durante el almuerzo, que sin duda ha sido adornado y exagerado a lo largo y ancho del condado, la supuestamente sociedad más civilizada no ve necesario buscar culpables más allá de la propia familia.
Charlie soltó otro juramento, en esa ocasión mucho más colorido.
—A eso me refería. Les da igual que fueran las víctimas de la desfachatez de Kitty, y que me aspen si no se han convertido también en las víctimas del asesinato.
Portia se sintió obligada a matizar algo:
—Podría haber sido uno de ellos.
—Cuando las ranas críen pelo… —refunfuñó Charlie.
Portia miró a Simon. Tenía los ojos clavados en el camino, pero a juzgar por el rictus de sus labios, supuso que estaba de acuerdo con su amigo. Comprensible, se dijo. Eran amigos íntimos de James. Y de la familia.
Se enderezó en el asiento y analizó sus sentimientos. No con la cabeza, sino con el corazón. Cuando la verja de Glossup Hall apareció frente a ellos, dijo:
—A decir verdad, todos los invitados, salvo nosotros tres, las muchachas más jóvenes, lady O, lady Hammond y la señora Archer están en la cuerda floja, aunque todavía no se hayan percatado de ello.
—Si tenemos en cuenta el silencio que cayó sobre la mesa del desayuno esta mañana, yo diría que la mayoría ya se ha dado cuenta… aunque intente pasarlo por alto —replicó Charlie, tras lo cual, añadió—: No todos los días va uno a una fiesta campestre y acaba enredado en un asesinato.
Simon refrenó a los caballos cuando llegaron al patio principal. Le entregó las riendas al lacayo que llegó corriendo hasta el tílburi, bajó y la ayudó a hacer lo mismo. El primero de los carruajes del grupo apareció por el camino, a un paso mucho más lento. Intercambiaron una mirada y los tres se alejaron por el sendero que llevaba al pinar.
Siguieron la ruta inversa a la que tomaron Simon y ella el día que descubrió el cuerpo de la pobre Kitty. Sus pensamientos la sobresaltaron. ¿La «pobre» Kitty?
Entrelazó el brazo con el de Simon. Él la miró de reojo, pero no dijo nada. Siguieron paseando bajo los árboles. Charlie los seguía, igualmente ensimismado en sus pensamientos.
En su indignación por las injustificadas sospechas que mancillaban el honor de sus amigos, habían olvidado, no sólo ellos sino también el resto de los invitados, que Kitty había sido, después de todo, la «pobre» Kitty. Kitty estaba muerta. Ya no podría pasear bajo los árboles tomada del brazo de un hombre, ni despertaría entre sus brazos presa de un dulce anhelo que no tardaría en convertirse en deleite.
Ella lo tenía todo, mientras que Kitty no tenía nada.
Pobre Kitty, sí.
—Tenemos que descubrir al asesino. —Clavó la vista al frente—. Estoy segura de que podemos ayudar al señor Stokes de algún modo.
—¿Usted cree? —preguntó Charlie—. Me refiero a que no sé si nos lo permitirá. ¿Tú qué opinas? —le preguntó a Simon.
—Estaba en el funeral —le contestó él—. Estaba observando a todo el mundo, pero lo mueven simples suposiciones cuando nosotros nos basamos en hechos concretos. —La miró a los ojos—. ¿Qué te parece si le ofrecemos nuestra ayuda?
Ella asintió, decidida.
—Deberíamos hacerlo.
Ya habían llegado al camino que bordeaba el lago.
—Pero antes —dijo Charlie, poniéndose a su lado—, será mejor que regresemos a la mansión y hagamos acto de presencia.
Eso hicieron. Los asistentes al funeral se habían reunido en el salón, donde las cortinas estaban a medio correr. Tras despedirse de ellos con un breve asentimiento de cabeza, Charlie se alejó para hablar con James, que se encontraba un tanto alejado de los demás con una copa en la mano.
Ellos dos caminaron de grupo en grupo. Los representantes de la nobleza local se habían marchado en su mayor parte tras la misa, de modo que la concurrencia estaba formada, en su mayoría, por los invitados. Portia se detuvo para charlar con las Hammond, que parecían bastante afectadas. Simon la dejó y continuó hasta llegar al lado del señor Stokes.
El «caballero de Bow Street» se mantenía alejado de los demás y estaba apoyado contra la pared mientras daba buena cuenta de un pastelito. Enfrentó su mirada cuando se percató de que se acercaba a él.
—Lord Netherfield sugirió que asistiera —le explicó antes de darle otro bocadito al pastel y apartar la vista—. Un tipo agradable.
—Mucho. Y no, no creo que fuera él.
El señor Stokes sonrió y lo miró de nuevo a los ojos.
—¿Por algún motivo en concreto?
Simon se metió las manos en los bolsillos y echó un vistazo hacia el otro extremo de la estancia.
—Su forma de ser y la generación a la que pertenece lo obligan a considerar de muy mala educación el asesinato de una persona potencialmente indefensa como lo era Kitty, quiero decir, la señora Glossup.
El investigador dio otro bocado al pastelito y añadió en voz baja:
—¿Acaso continúa importando hoy en día «la buena educación»?
—No para todos, pero para los que son como él, sí. —Sostuvo la mirada curiosa del hombre antes de explicarse—: Para él sería una cuestión de honra, y eso es algo, se lo aseguro, vital para él.
El señor Stokes asintió con la cabeza un momento después. Acto seguido, se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió los dedos. Ni siquiera alzó la vista para decir:
—¿Debo suponer que está dispuesto a… ayudarme en mis pesquisas?
Simon titubeó antes de contestar.
—Tal vez en lo referente a la interpretación de cualquier evidencia que pueda encontrar o a darle la importancia adecuada a cualquier cosa que pueda escuchar.
—¡Vaya, ya entiendo! —Los labios del hombre esbozaron una sonrisa—. Tengo entendido que es usted amigo del señor James Glossup.
Simon inclinó la cabeza.
—Ese es el motivo de que la señorita Ashford, el señor Hastings y yo estemos ansiosos porque el asesino, sea quien sea, quede al descubierto. —Miró al investigador a los ojos—. Nos necesita para avanzar en su investigación. Y nosotros lo necesitamos a usted para atrapar al culpable. Creo que es un trato justo.
El señor Stokes meditó un instante la oferta mientras se guardaba de nuevo el pañuelo en el bolsillo.
—Estaré toda la tarde ocupado con los interrogatorios. Aún no he hablado con todas las personas que se encontraban en la mansión. Después iré al campamento de los gitanos. Dudo mucho que pueda regresar antes de la cena, pero ¿podríamos hablar cuando vuelva?
—En el mirador —le dijo—. Está junto al lago. No tiene pérdida. Es un lugar privado y nadie irá tan lejos de noche. Lo esperaremos allí.
—De acuerdo.
Tras despedirse del señor Stokes con una inclinación de cabeza, se alejó.
Los tres salieron de la mansión en dirección al mirador tan pronto el té, servido en cuanto los caballeros entraron en el salón, llegó a su fin. Una vez que se cumplieron las formalidades de rigor, la mayoría de los invitados se retiró a sus aposentos, aunque en la sala de billar aún había luz. Dado que la biblioteca se había convertido en el despacho del investigador, la sala de billar había pasado a ser el santuario masculino.
El señor Stokes había pasado toda la tarde interrogando al resto de los invitados y después había desaparecido. El ambiente se cargó de tensión, como si la fantasiosa posibilidad de que el asesino fuera uno de los gitanos se estuviera desvaneciendo poco a poco. La ausencia del investigador contribuyó a que la tensión se hiciera aún más palpable.
Portia caminaba al lado de Simon mientras enfilaban el camino que bordeaba el lago, preguntándose (tal y como llevaba haciendo desde que saliera de la cama de Simon esa mañana con su energía habitual) qué habría motivado el asesinato de Kitty.
—Debemos admitir que el señor Stokes se ha mostrado muy valiente al interrogar a lady O. —Charlie caminaba tras ellos.
—Parece muy minucioso —replicó Simon.
—Y decidido.
—Eso también.
—¿Tendrá éxito? —preguntó Charlie.
Simon lo miró.
—Espero que sí, por el bien de los Glossup. En realidad, por el bien de todos. —Al parecer, Charlie estaba preocupado por algo—. ¿Por qué lo preguntas?
Se dieron la vuelta para enfrentarlo.
—Estuve hablando con James después del funeral y esta tarde también. Está… raro —les explicó, haciendo una mueca.
Portia alzó las cejas.
—Yo también lo estaría si supiera que soy una de las principales sospechosas de un asesinato.
—Sí, bueno, pero no es sólo eso. —Charlie miró a Simon—. Ya sabes lo unidos que están James y Henry. Todo esto los ha unido más si cabe… —Se pasó una mano por el pelo—. Quiero decir que James se siente culpable por todo lo relacionado con Kitty. No porque le haya hecho daño, sino por la preferencia que ella mostraba hacia él. Aunque nunca le diera pie, claro. En fin, ya sabéis lo que sucedía. Una situación muy embarazosa cuando estaba viva…, así que ahora que está muerta, es un infierno.
Simon guardó silencio y ella percibió el cambio que se había obrado en él.
—¿A qué te refieres exactamente?
Charlie suspiró.
—Me preocupa la posibilidad de que cometa una estupidez. Sobre todo si las cosas se ponen feas para Henry. Bien sabe Dios que ya pintan muy mal. Creo que tal vez confiese que es el asesino para librar a su hermano.
—¡Maldita sea! —exclamó Simon.
Los ojos de Portia volaban del uno al otro.
—¿Sería capaz de hacerlo?
Simon asintió con la cabeza.
—Desde luego que sí. Si conocieras su pasado, lo entenderías. James hará cualquier cosa para proteger a Henry, porque su hermano se ha pasado media vida haciendo exactamente lo mismo por él.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Charlie—. Eso es lo que quiero saber.
—Lo único que podemos hacer… —le contestó Simon— es ayudar a desenmascarar al asesino lo antes posible.
Era bastante tarde cuando el señor Stokes llegó, visiblemente cansado.
—Tratar con los gitanos nunca es fácil —les comentó mientras se dejaba caer en uno de los sillones—. Siempre creen que estamos a punto de detenerlos. —Frunció los labios—. Algo comprensible, sobre todo por cómo solían ser las cosas hasta no hace mucho.
—Puesto que no ha arrestado a ninguno —le dijo Simon—, supongo que no cree que Arturo sea culpable, ¿verdad?
—No tiene sentido —respondió el hombre, enfrentando su mirada—. ¿Se lo ve usted?
—La verdad es que no —contestó—. Pero todos lo incriminarán, estoy seguro.
—Sí, ya lo han hecho, pero las sospechas son prácticamente infundadas. No tengo razón alguna que me lleve a pensar que él, o el otro más joven…, el tal Dennis, sea el asesino.
Portia se inclinó hacia delante.
—¿Tiene alguna teoría sobre el verdadero asesino?
—No es tanto una teoría como ciertas líneas de investigación que me gustaría seguir —respondió al tiempo que se reclinaba en el sillón.
Intercambiaron información. Ellos le contaron todo lo que sabían, desde las escaramuzas verbales de Kitty hasta sus comentarios mordaces más recientes. Mientras esperaban la llegada del señor Stokes habían decidido que no le ocultarían nada, porque confiaban en que la verdad en las manos del investigador no causaría daño alguno a los inocentes. Había demasiado en juego como para seguir ateniéndose a las estrictas normas sociales que dictaban guardar discreción al respecto.
Así que le contaron todo lo que ella había escuchado. Todas las conclusiones que habían sacado, tanto a título personal como en grupo, acerca de la tendencia de Kitty a interferir en las vidas de los demás.
El señor Stokes se quedó sorprendido. Y sobrecogido. Les hizo una serie de preguntas y los escuchó con atención, intentando comprender sus explicaciones.
Al final, llegaron a un punto en el que el investigador se quedó sin preguntas, aunque ni siquiera vislumbraban el asomo de una conclusión. Se pusieron en pie y regresaron a la mansión mientras meditaban sumidos en el silencio todo lo que habían dicho, como si se tratara de las piezas de un rompecabezas que hubiera que catalogar antes de comenzar a unirlas.
Portia aún seguía sumida en sus pensamientos cuando entró sigilosamente en la habitación de Simon una hora después.
De pie junto a la cama, él alzó la vista y continuó encendiendo las seis velas del candelabro que había tomado prestado de uno de los gabinetes sin ocupar. Escuchó el clic de la cerradura y después los pasos de Portia mientras cruzaba la habitación.
Supo el momento exacto en el que se dio cuenta.
Se detuvo para observar los candelabros con todas las velas encendidas. Echó un vistazo a su alrededor y cayó en la cuenta de que las cortinas estaban corridas, cosa inusual durante los meses más cálidos. Después miró hacia la cama, bañada por el resplandor dorado de las velas de los dos candelabros de seis brazos dispuestos en las mesitas de noche, de otro de siete brazos emplazado sobre la cómoda que había junto a una de las paredes y de otro más, uno de cinco brazos, colocado sobre el baúl en la pared opuesta.
—¿Qué…? —Lo miró desde el otro lado de la cama, envuelta en la cálida luz.
Simon apagó el cabo que había utilizado para encender las velas antes de ajustar el candelabro situado sobre la mesita de noche que tenía al lado de modo que iluminara los almohadones. Después alzó la cabeza. Y enfrentó su mirada.
—Quiero verte… esta vez.
Ella se ruborizó. No de forma intensa, pero la luz le permitió ver el tono rosado que adquirió su piel de alabastro. Contuvo una sonrisa depredadora. Con los ojos clavados en ella y evaluando su reacción, rodeó la cama para ponerse a su lado. Estaba contemplando la colcha, de un brillante carmesí a la luz de las velas.
Extendió los brazos, deslizó las manos por su esbelta figura y tiró de ella para abrazarla. Ella se dejó hacer; pero, cuando lo miró a los ojos, Simon descubrió que estaba frunciendo el ceño.
—No estoy muy segura de que esta sea una de tus mejores ideas.
Inclinó la cabeza para besarla con ternura y una buena dosis de persuasión.
—Tú también podrás verme —le susurró sobre los labios antes de volver a apoderarse de ellos y demorarse con otro beso.
Portia se amoldó a él y se entregó sin reservas. Sin embargo, interrumpió el beso un instante. A sus ojos asomaba una clara indecisión. Él volvió a acercarla a su cuerpo, pegando sus caderas a las suyas.
—Confía en mí —le dijo—. Te va a encantar.
Y se frotó de forma sugerente contra ella.
Portia resopló para sus adentros y decidió no explicarle el motivo de sus temores: que sabía que le encantaría la desvergonzada aventura y que disfrutaría muchísimo adentrándose cada vez más en su red sensual. Una red que él había tejido con total deliberación.
De todas formas, ya había aceptado el desafío, había decidido cuál era el camino a seguir.
Sostuvo su mirada y le arrojó los brazos al cuello, que hasta entonces descansaban contra su pecho. Se estiró con abandono contra él y le dijo:
—De acuerdo.
Justo antes de que sus labios se encontraran, la indecisión volvió a apoderarse de ella. Ese instante le bastó para percatarse de la tensión que Simon se esforzaba por ocultar, por más que esta creciera a pasos agigantados.
Con la vista clavada en su boca, murmuró con voz deliberadamente sensual:
—Enséñame más. —Y le ofreció los labios.
Simon aceptó la entrega con voracidad. Hechizó sus sentidos, se dio un festín con su boca y le robó la razón.
Su ardor los arrojó directos a la hoguera de la pasión, a las rugientes llamas del deseo.
Un deseo que los dos avivaron. Sentía las manos de Simon acariciándola por doquier con afán posesivo, excitándola con cada sugerente roce. Le enterró los dedos en el pelo y lo instó a proseguir… hasta que él decidió controlar las llamas que amenazaban con devorarlos. Se movió un poco y la inmovilizó contra la cama, apresándola con sus piernas.
Simon puso fin al beso y esperó con la cabeza inclinada hasta que ella se decidió a abrir los ojos y mirarlo.
—Esta noche vamos a tomarnos las cosas con calma —le advirtió. Su voz era ronca, muy seria… y un tanto dictatorial.
Portia sostuvo su mirada sin flaquear y enarcó una ceja.
—Creí que eso era lo que habíamos hecho hasta ahora.
Un brillo respetuoso iluminó los ojos de Simon.
—Tengo una propuesta: veamos hasta qué punto somos capaces de tomarnos las cosas con calma.
No sabía exactamente adónde quería llevarla, pero se encogió de hombros con fingida despreocupación.
—Como desees.
Él inclinó la cabeza.
—Eso es lo que deseo.
Simon volvió a tomar posesión de su boca con un beso largo, lento, sublime y de lo más excitante. Ya no pensaba ofrecer resistencia alguna, ni siquiera fingida, puesto que hacía un buen rato que había abandonado cualquier intento de seguir los dictados de la razón o de la voluntad. Habían quedado abandonados a un lado del camino, mientras él tejía su hipnótico hechizo.
Ni siquiera pensó en la reveladora luz de las velas cuando le desabrochó el vestido y se lo bajó por los hombros. Ni cuando le apartó los brazos del cuello y dejó que las mangas se deslizaran hasta que el corpiño cayó en torno a su cintura.
Con esos labios devorando los suyos y esa lengua que la acariciaba sin tregua prometiéndole un sinfín de deleites, ni siquiera se percató de los tirones que sufrían las cintas de su camisola.
Sin embargo, en ese instante, Simon se apartó, interrumpió el beso y bajó la vista mientras apartaba la liviana prenda de seda para dejar sus pechos al descubierto…, a merced de la ardiente mirada de sus ojos azules.
La expresión que adoptó su rostro la dejó sin respiración. Simon levantó una mano, le pasó el dorso de los dedos por el hombro y descendió hasta la curva de un pecho. Una vez allí, giró la mano y lo capturó con la palma, como si fuera un conquistador evaluando un obsequio que acabaran de ofrecerle. Al primer apretón, la razón la abandonó.
Incapaz de respirar, se limitó a mirar, atrapada sin remisión en el hechizo sensual mientras él se daba un festín con los ojos y la examinaba, acariciaba y torturaba sin prisa alguna, lánguidamente.
Cuando estuvo satisfecho, buscó su mirada, se movió un poco e inclinó la cabeza muy despacio. Llevó los labios hasta un enhiesto pezón y succionó con suavidad. Al escuchar su jadeo, se detuvo y comenzó a besarlo y lamerlo. No tardó en trasladar sus atenciones al otro pecho mientras que sus dedos se demoraban en el excitado pezón para continuar la tortura que sus labios habían comenzado.
Hasta que regresó, se lo metió en la boca y lo chupó con fuerza. Portia gritó y se aferró a su pelo mientras arqueaba el cuerpo y echaba la cabeza hacia atrás, instándolo a acercarse más. Intentó concentrarse en la cenefa bordada del dosel, pero fue incapaz.
Cerró los ojos cuando succionó de nuevo y se preguntó hasta cuándo la sostendrían las piernas. Como si le hubiera leído el pensamiento, él bajó las manos por sus costados y la aferró por el trasero en un gesto de lo más posesivo.
Se obligó a abrir los ojos y jadeó al tiempo que bajaba la vista y lo contemplaba en mitad de su festín. Sus miradas se entrelazaron y, con total deliberación, él le pasó la lengua por el pezón antes de mordisquearlo.
Portia se estremeció y volvió a cerrar los ojos.
Lo sintió enderezarse al tiempo que le quitaba las manos del trasero. Ella le soltó la cabeza y dejó las manos sobre su pecho.
Una vez más, se obligó a abrir los ojos a pesar del considerable esfuerzo que le supuso. Tenía que ver lo que iba a suceder a continuación. Tenía que verle el rostro mientras le bajaba el vestido y la camisola hasta las caderas, desde donde cayeron al suelo con un suave frufrú. En ese instante, se alejó un poco de ella, pero sus ojos no habían seguido el recorrido de la ropa. Estaban clavados en los oscuros rizos de su entrepierna.
Intentó adivinar sus pensamientos, pero no lo logró. La crispada expresión de su rostro quizás indicara que ni siquiera estaba pensando.
En ese instante, le apartó las manos de la cintura y fue bajándolas sobre la ligera curva de su vientre hasta llegar a las ingles. Alzó la cabeza y se acercó un poco más. El brillo que apareció en esos ojos azules hizo que contuviera el aliento.
Portia le colocó las manos en el pecho y lo apartó.
—No… Tu ropa. —Sus miradas se entrelazaron mientras ella se lamía los labios—. Yo también quiero verte.
—Y me verás. —Le rodeó la cintura con las manos e inclinó la cabeza para besarla—. Pero todavía no. Esta noche no vamos a apresurarnos. Tenemos tiempo para saborearlo todo. Cada paso. Cada experiencia.
La última palabra resultó una promesa imposible de resistir. De modo que volvió a hechizarla y se vio incapaz de impedirle que conquistara sus labios, su voluntad y su sentido común.
La estrechó entre sus brazos y la respiración le falló de nuevo. Todavía estaba vestido y su piel pareció cobrar vida con el roce de la chaqueta y de los pantalones. Con total deliberación, sus suaves curvas quedaron aplastadas contra los duros contornos de ese cuerpo masculino, de tal modo que fue muy consciente de su erección y del contraste entre su cuerpo desnudo y el suyo, aún vestido. Asimismo supo sin lugar a dudas que estaba a su merced. Que era suya para hacer lo que se le antojara.
Al menos, hasta donde ella se lo permitiera.
Esa afirmación era tan obvia que no albergaba la menor duda al respecto. Ni siquiera protestó cuando él la alzó del suelo y la colocó de rodillas en la cama, mirándolo de frente. Se aferró a sus hombros para guardar el equilibrio mientras él seguía devorando sus labios y la mantenía atrapada en el beso. Sus manos exploraban sin descanso: los pechos, los costados, la espalda… Desde allí descendieron hasta el trasero, al que dieron un seductor apretón antes de proseguir con su descenso y acariciar la cara posterior de sus muslos para después seguir con el recorrido hacia delante, hasta tocar con los dedos la cara interna de los muslos.
Desde allí, fue ascendiendo hasta que alcanzó ese lugar hinchado y palpitante de deseo.
Comenzó a jadear mientras él la exploraba con los dedos en busca de ese diminuto botón que le daba tanto placer. Acto seguido, se introdujo entre sus húmedos pliegues. Descubrió la entrada de su cuerpo y se demoró, rozándola con las yemas de los dedos, hasta que la sintió contener el aliento, hasta que le clavó los dedos en los hombros. En ese instante, la penetró con un dedo y comenzó a acariciarla con languidez. Después, lo siguió otro más, provocándole un estremecimiento. Echó la cabeza hacia atrás, interrumpiendo el beso.
Simon se lo permitió y entretanto la mantuvo erguida, aferrándole la cadera con una mano mientras que con la otra la acariciaba con movimientos deliberadamente lentos y controlados. Era maravilloso sentir la húmeda presión de su cuerpo en torno a los dedos.
La observó detenidamente mientras la llevaba al borde del clímax.
Observó el rubor del deseo extendiéndose sobre esa delicada piel, cuyo tono iba cambiando del alabastro al rosa más pálido. La pasión había borrado la habitual determinación de su rostro. Estaba entregada a sus caricias, a él, a sus deseos. A lo que deseaba hacerle. A lo que deseaba que hicieran juntos. Notó que se le aceleraba la respiración y separaba los labios por el esfuerzo de tomárselo con calma y no precipitarse. Cuando abrió los ojos, comprobó que el azul cobalto de sus iris se había oscurecido hasta el punto de parecer negro. Lo miró mientras él la observaba. Mientras disfrutaba al máximo del momento y la llevaba hasta el orgasmo lenta pero inexorablemente.
Su mirada se posó sobre sus pezones, enhiestos y rosados, y no pudo resistirse a tan suculento manjar.
Mientras la pasión se adueñaba de ella paso a paso y su cuerpo se movía al ritmo que él marcaba, el rubor del deseo fue intensificándose y llegó un punto en el que volvió a cerrar los ojos. Aprovechó el momento para inclinar la cabeza y rodear un pezón con los labios.
La torturó con las caricias de su lengua mientras sentía cómo el deseo crecía en ella y la marea de placer amenazaba con arrastrarla.
En ese instante, succionó con fuerza. La escuchó gritar al tiempo que sus manos lo aferraban por la cabeza cuando alcanzó el clímax. Siguió chupándole el pezón y dejó que los espasmos se desvanecieran hasta que se relajó por completo contra él. En ese momento, apartó la mano de su sexo y la alzó en brazos. Se arrodilló en el colchón y la dejó tendida.
Tenía los ojos abiertos y lo estaba observando. Siguió cada uno de sus movimientos, totalmente expuesta como un delicioso manjar sobre la colcha carmesí, mientras él se desvestía lentamente.
No había motivos para apresurarse, tal y como ya le había asegurado. Había planeado la noche como una sucesión de actos. Portia necesitaría unos minutos para recuperarse. Cuantos más, mejor. Mejor para el siguiente acto. Mejor para él.
Tenía sobrada experiencia a la hora de concentrarse en otras cosas y así olvidar el apremio que le corría por las venas. Y fue esa experiencia, junto con la certeza de que podría conseguir su propósito si se ceñía al libreto y a su férrea voluntad, lo que lo ayudó a no echarse sobre ella y hacerle el amor con desenfreno.
Tenía una piel muy delicada. Aunque el rubor del deseo se desvanecía, era tan pálida y translúcida que absorbía el tono de la luz de las velas hasta brillar como si estuviera cubierta por una pátina dorada. Las ondas de su abundante melena negra se esparcían sobre los almohadones, enmarcándole el rostro.
El rostro de una madonna inglesa, suavizado aún más por la pasión satisfecha e iluminado por un resplandor sensual.
Un rostro que poco a poco dejaba ver la intriga y la fascinación por lo que sucedería a continuación.
Rodeó la cama mientras se quitaba la chaqueta, el chaleco y la camisa. Como lo haría cualquier caballero que estuviera a punto de meterse en la cama para dormir, no para hundirse en el acogedor cuerpo de una hurí que ya había sucumbido a sus deseos.
Esos ojos azul cobalto siguieron todos sus movimientos.
Ninguno de los dos habló, pero la tensión que cayó sobre ellos y que fue incrementándose a medida que rodeaba la cama resultaba prácticamente palpable. E hizo que se le desbocara el corazón. Cuando se quitó por fin los pantalones, lo invadió un alivio inmenso.
Los dejó pulcramente doblados sobre una silla antes de enderezarse y regresar junto a la cama.
Ella lo observaba con los párpados entornados, inmóvil sobre el colchón. Su mirada descendió por su rostro, su pecho y su rígido abdomen hasta clavarse con evidente placer sobre su erección.
Con afán posesivo.
Casi podía escuchar los pensamientos que pasaban por su cabeza mientras lo miraba y se aferraba a las sábanas con fuerza.
Se arrodilló en el colchón y se sentó sobre los talones, fuera del alcance de Portia. Alzó una mano y le ordenó:
—Ven aquí.
Ella lo miró a los ojos al escuchar la imperiosa y adusta orden. Se incorporó sobre un codo sin dejar de mirarlo. Estaba a punto de inclinarse para ayudarla a ponerse de rodillas cuando Portia se decidió.
Inclinó la cabeza hacia él y, antes de que se diera cuenta de sus intenciones, sintió el roce de su pelo en la entrepierna. Sintió el roce de su aliento sobre su miembro. Al instante, lo lamió. Muy despacio y con abandono.
Y comprendió que estaba perdido.
Olvidó el libreto por completo cuando ella cambió de postura para tener mejor acceso. Se apoyó sobre sus muslos y comenzó a acariciar su miembro con una mano, arriba y abajo, al mismo tiempo que su lengua recorría la punta, humedeciéndolo y excitándolo aún más. En un momento dado, se apartó un poco para observar su obra y, cuando se dio por satisfecha, se inclinó de nuevo para metérselo en la boca.
Simon le enterró los dedos en el pelo y se los clavó cuando ella succionó con fuerza. Se contuvo a duras penas mientras lo atormentaba y tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para apartarla cuando ella hizo una pausa para respirar. La agarró por los hombros y la alzó.
—Todavía no he acabado —protestó, mirándolo implorante a los ojos.
—Ya es suficiente —replicó él entre dientes—. Luego.
—Eso me dijiste la última vez.
—Por una buena razón.
—Me lo prometiste.
—Te prometí que podrías mirar. No dije nada de lamer.
Lo miró con los ojos entrecerrados mientras se plegaba a sus deseos y se colocaba sobre su regazo, irguiéndose sobre las rodillas. Se acercó a él hasta que sus rostros estuvieron a punto de rozarse y le dijo con el ceño fruncido:
—Creo que protestas demasiado. Te gusta. Mucho.
La aferró por las caderas.
—Me gusta demasiado, maldita sea.
Ella separó los labios y él detuvo sus palabras de la manera más eficiente que conocía: tiró de sus caderas hacia abajo y comenzó a penetrarla con lentitud, centímetro a centímetro, mientras la sentía cerrarse en torno a él. A la postre y ya olvidado lo que iba a decir, Portia soltó un jadeo, le rodeó la cara con las manos y tiró de él para besarlo.
Con más sensualidad que una hurí.
No necesitó más estímulos. Comenzó a embestir con las caderas al mismo tiempo que la movía a ella. Portia no tardó en hacerse con el ritmo. Se cerraba a su alrededor cuando se hundía en ella y se relajaba cuando salía. Aunque no salía del todo. A ella le gustaba sentirlo bien adentro, según parecía, y estaba encantado de complacerla, al menos en ese aspecto.
En su opinión, no había nada más satisfactorio desde el punto de vista sensual que sentir un cuerpo ardiente, húmedo y voluptuoso rodeando su miembro.
Sobre todo si se trataba de Portia.
Con ella, la satisfacción era mucho más intensa que la que proporcionaba el sexo por el sexo. Mucho más intensa que la gratificación sensual. Era una satisfacción que le calaba hasta el fondo del alma. Que lo aliviaba, lo alimentaba, lo incitaba y le creaba una poderosa adicción, como si fuera un elixir paradisíaco.
Cambió el tempo y dejó que el apremio los embargara. Ella lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza. El beso se intensificó.
El anhelo que corría por sus venas se avivó y creció hasta inundarlos por completo. Era mucho más básico que la mera lujuria. Mucho más poderoso que la pasión.
Se adueñó de ellos como si fuera una riada y ambos lo aceptaron mientras sus movimientos se hacían más rápidos, más urgentes, más bruscos.
Hasta que Portia estalló. Su cuerpo se cerró en torno a él sin piedad cuando alcanzó el orgasmo. Gritó, aunque el sonido quedó sofocado por el beso. La inmovilizó sosteniéndola por las caderas mientras los espasmos la sacudían y se desvanecían.
Cuando se relajó, se desplomó extenuada sobre él.
Fue entonces cuando Simon se atrevió a poner fin al beso. Respiró hondo y pensó. Sobre el siguiente acto.
Portia por fin pudo tomar una entrecortada bocanada de aire. Se dio cuenta de que él se había detenido, pero aún lo sentía duro y rígido en su interior. Sus manos la acariciaban con ternura, pero estaba tenso… a la espera.
Alzó la cabeza para mirarlo a los ojos. Y vio la bestia que merodeaba tras esos iris azules.
—Y ahora ¿qué?
Tardó un momento en contestarle. Cuando lo hizo, su voz apenas fue un gruñido gutural.
—El siguiente acto.
La apartó de él y la empujó con suavidad hacia los almohadones que había amontonados junto al cabecero de la cama.
Ella gateó hasta llegar allí y se dejó caer. Aguardó tendida sobre el vientre y esperó a que él le diera la vuelta. Al ver que no lo hacía, se incorporó sobre un codo y lo miró.
Seguía sentado sobre los talones, con una flagrante erección y los ojos clavados en su trasero. Al darse cuenta de que lo estaba observando, la miró a la cara.
—¿Qué? —le preguntó, mientras intentaba atisbar qué le llamaba tanto la atención.
Él titubeó, pero acabó meneando la cabeza.
—Nada. —Extendió los brazos para agarrarla por las piernas—. Date la vuelta.
Cuando lo hizo, le separó los muslos, se colocó sobre ella y, sin muchos más preámbulos, la penetró. Con una poderosa embestida que le hizo arquear el cuerpo con abandono y estuvo a punto de hacerla olvidar.
Pero no lo consiguió del todo.
Simon se apartó para embestir de nuevo y hundirse hasta el fondo. Tiró de él para instarlo a apoyar todo su peso en ella, pero tardó un poco en obedecerla.
Una vez que lo hizo, lo miró a los ojos.
—¿Qué me estás ocultando?
—Nada que necesites saber. —Introdujo una mano bajo ella y le alzó las caderas justo cuando volvía a embestir.
—No prestaré atención hasta que me lo digas.
Él soltó una carcajada.
—No me tientes…
Portia intentó fulminarlo con la mirada, pero su siguiente movimiento, mucho más brusco y devastador, se llevó por delante todo pensamiento. Se movió un poco sobre ella y la posición le permitió penetrarla más hondo que nunca.
—Si lo aprendieras todo de una sola vez, ya no me quedaría nada para enseñarte. No me gustaría que acabaras aburriéndote.
—No creo que…
«Que exista la más remota posibilidad de que eso ocurra, al menos en esta vida», pensó mientras cerraba los ojos. Intentó contener la apremiante marea de deseo que iba creciendo en su interior con cada profundo envite, con cada roce de su miembro en lo más hondo de su cuerpo.
No pudo.
Dejó que la inundara, que la traspasara, que la arrastrara.
Que la transportara hasta ese mar en el que ya se habían bañado lo suficiente como para apreciar el valor de esos momentos, para atesorarlos, para saborearlos al máximo.
Esos valiosos momentos de intimidad eran eso y mucho más. Porque trascendían el plano físico.
Lo sentía en la médula de los huesos y se preguntó, en lo más recóndito de su mente, si él también lo sentiría.
Si sentiría el poder de ese sentimiento que crecía entre ellos. Si sentiría cómo los iba uniendo mientras sus cuerpos se fundían. Cada vez más rápido y con más fuerza, en su camino hacia el pináculo donde encontrarían ese supremo y glorioso deleite. Porque no les cabía duda de que lo alcanzarían.
Y lo hicieron, como era inevitable. Hasta allí llegaron subidos en la cresta de la sublime ola antes de dejarse caer tomados de la mano a ese mar de dichosa satisfacción.
Había sido fácil. Tanto que no estaba segura de poder fiarse de su intuición. Algo tan importante no podía ser tan sencillo.
¿Era amor verdadero? ¿Cómo podía asegurarse?
Ciertamente, el vínculo que había entre ellos era algo mucho más poderoso que la lujuria. Aunque no tuviera experiencia alguna al respecto, de eso, al menos, estaba segura.
Abandonó la mesa del desayuno a la mañana siguiente con la esperanza de que nadie hubiera notado su portentoso apetito y se dirigió al saloncito matinal para salir a la terraza. Necesitaba pensar, reconsiderar y volver a analizar la situación en la que se encontraban y a la que podrían llegar. Los paseos al aire libre siempre la habían ayudado a reflexionar.
Pero no podía hacerlo con él a su lado.
Se detuvo al llegar a la terraza y se giró para enfrentarlo.
—Quiero pensar. Voy a dar un paseo.
Con las manos en los bolsillos, Simon la miró e inclinó la cabeza.
—De acuerdo.
—Sola.
El cambio que se produjo en su expresión no fue producto de su imaginación. Su semblante se endureció, tensó la mandíbula y entrecerró los ojos.
—No puedes deambular por ahí tú sola. Alguien ha tratado de matarte, ¿lo has olvidado?
—Eso fue hace días. Ya deben de haber comprendido que no sé nada sobre el crimen. —Alzó las manos—. Soy inofensiva.
—Eres tonta —replicó él con el ceño fruncido—. Si piensa que puedes recordar ese detalle que conoces, pero que has olvidado, no se detendrá… Ya oíste al señor Stokes. Hasta que no atrapemos al asesino, no irás a ningún lado sin protección.
Portia entrecerró los ojos.
—Si crees que voy a…
—No creo, lo sé.
Lo miró a los ojos y sintió cómo la ira la iba consumiendo hasta que la sangre comenzó a hervirle en las venas y estuvo a punto de entrar en erupción…
Recordó la conclusión a la que había llegado poco antes. ¿Fácil? ¿Había pensado que sería fácil? ¿Con él?
Le lanzó una mirada furibunda. Cualquier otra persona habría dado un respingo y se habría escabullido de inmediato. Simon ni siquiera parpadeó, su determinación no flaqueó en ningún momento. Contuvo un gruñido y refrenó su temperamento, ya que no quería volver al tira y afloja que había caracterizado su relación hasta hacía muy poco. Consciente de que no tenía otra salida, asintió con la cabeza.
—Muy bien. Puedes seguirme. —Se percató de su sorpresa y percibió que él había enarbolado sus defensas, dispuesto para enfrentarse en una batalla en toda regla. Sostuvo su mirada con un gesto desafiante—. Pero a cierta distancia.
Simon parpadeó y la tensión lo abandonó en parte.
—¿Por qué a cierta distancia?
No quería admitirlo, pero no cedería si ella no lo hacía antes.
—No puedo pensar, no soy capaz de llegar a una conclusión fiable, si te llevo pegado a los talones. O si estás cerca. —No esperó a ver su reacción, ya le bastaba con imaginársela. Se dio la vuelta y echó a andar hacia los escalones—. Mantén una distancia de al menos veinte metros.
Creyó escuchar una carcajada rápidamente sofocada, pero no miró atrás. Con la cabeza bien alta, se puso en marcha y atravesó el prado en dirección al lago.
Cuando estuvo a mitad de camino, miró hacia atrás y lo vio bajando los escalones sin ninguna prisa. No se detuvo a comprobar si estaba sonriendo o no. Devolvió la vista al frente y siguió caminando.
Se obligó a pensar en aquello que quería pensar.
En él. Y en ella. En su relación.
En el increíble giro que esta había sufrido. Recordó su objetivo original, aquel que la había arrojado a sus brazos. Había deseado con todas sus fuerzas experimentar la atracción que unía a un hombre y una mujer. Esa atracción culpable de llevar a una mujer al matrimonio.
Y ya tenía la respuesta. Ya sabía muy bien el porqué.
Frunció el ceño y bajó la vista. Unió las manos tras la espalda y caminó sin prestar atención al rumbo que tomaban sus pasos.
¿De verdad estaba considerando la idea de casarse con Simon, un tirano en potencia cuya verdadera naturaleza salía de vez en cuando a la luz?
Sí.
¿Por qué?
No porque disfrutara muchísimo con él en la cama. Si bien ese aspecto era maravilloso, no resultaba convincente por sí solo. Movida por la ignorancia, había supuesto en un principio que el aspecto físico de una relación tenía bastante más peso. En esos momentos, aunque admitía que era una parte muy importante y de lo más adictiva (al menos con alguien como Simon), no podía imaginarse (ni siquiera tratándose de él) que aceptaría jamás un matrimonio basándose sólo en eso.
Era ese sentimiento indefinido que había crecido entre ellos lo que había añadido el peso suficiente para inclinar la balanza a favor del sí.
Ya era hora de que comenzara a llamarlo por su nombre. Porque tenía que ser amor. No tenía caso seguir dudándolo. Estaba allí, entre ellos y era casi tangible, jamás los abandonaba.
¿Sería un sentimiento nuevo para los dos? ¿Estaría Simon ofreciéndole algo que jamás le había ofrecido antes a nadie? ¿O sería la edad, y tal vez las circunstancias, lo que los había llevado a variar sus puntos de vista y a abrirles los ojos para que apreciaran mutuamente ciertos detalles que antes se les habían pasado por alto?
Esa parecía la opción más lógica. Si echaba la vista atrás, debía admitir que entre ellos siempre había existido potencial, pero había estado oculto bajo el choque inevitable de sus personalidades.
Dichas personalidades no habían cambiado, pero tanto ella como aparentemente él… parecían haber llegado con la edad a un punto en el que se aceptaban el uno al otro tal y como eran; en el que estaban dispuestos a amoldarse y a cambiar para así optar al premio más gratificante de todos.
El prado se estrechaba a medida que se convertía en el sendero que llevaba al lago. Alzó la vista justo cuando doblaba en la curva…
Y estuvo a punto de caerse de bruces cuando tropezó con algo. Se alzó las faldas justo a tiempo y consiguió sortear el obstáculo con un salto. Una vez que recuperó el equilibrio, miró hacia atrás.
Y vio…
De repente, fue consciente de la ligera brisa que agitaba los mechones que habían escapado al recogido; del latido de su corazón; de la sangre que corría por sus venas.
Del escalofrío que acababa de erizarle la piel.
—¿Simon? —Había hablado demasiado bajo. Él estaba cerca, pero la curva lo había dejado fuera de su vista en ese instante—. ¡Simon!
Escuchó de inmediato sus pisadas cuando echó a correr. Extendió las manos para ayudarlo cuando tropezó, al igual que le había sucedido a ella.
Recuperó el equilibrio, miró al suelo y soltó una maldición. La agarró por los brazos y tiró de ella para acercarla a su cuerpo.
Volvió a maldecir de nuevo. La estrechó con más fuerza y la hizo girar para apartarla de la imagen que tenían a sus pies.
La imagen del joven jardinero, Dennis, que yacía estrangulado en el suelo… como Kitty.
Tan muerto como Kitty.