Capítulo 12

LA idea era demasiado fascinante como para dejar pasar la oportunidad. Tras abrirle el chaleco, se lo fue bajando poco a poco por los brazos. Una vez que lo tuvo en la mano, lo arrojó al suelo sin muchos miramientos.

Simon se recostó en el colchón y ella se afanó en la hilera de botones de la camisa. Mientras sus dedos trabajaban, observó su rostro. Con los ojos vendados, no podía verla mientras lo miraba, así que no guardaba su expresión con tanto celo como de costumbre. Por lo que veía, Simon había adivinado sus intenciones al menos en parte y no estaba muy seguro de cómo debía reaccionar.

Su sonrisa se tornó más decidida cuando liberó el último botón, tiró de la camisa para sacársela del pantalón y la abrió para descubrirle el torso. Simon no tendría más remedio que poner buena cara y aguantarse con lo que había.

—Piensa en Inglaterra —le dijo, antes de colocarle las manos en el pecho.

Dejó que sus sentidos disfrutaran de la belleza de ese torso que parecía esculpido. El contraste entre la suavidad y la firmeza de su piel y el tacto áspero del vello la hechizó. Se dio un festín con los poderosos músculos. Lo veneró en toda su amplitud, bebió de su fuerza inherente y se deleitó con los placeres que prometía.

Simon se removió, inquieto.

—Sobreviviré.

Su sonrisa se tornó maliciosa. Le quitó la camisa y la arrojó al suelo antes de inclinarse hacia delante y rozarle un hombro con la punta de la lengua. Simon tomó aire e intentó encubrir su reacción mientras los músculos de su abdomen se tensaban por el esfuerzo. Totalmente concentrada, ella prosiguió la exploración de ese pecho desnudo y se dispuso a atormentarlo y torturarlo a placer.

A lamerlo, besarlo y mordisquear los tensos pezones antes de succionar con fuerza.

Hasta que él no pudo aguantarlo y comenzó a removerse; hasta que sus manos, que habían estado quietas aferrándola por las caderas, comenzaron a tensarse; hasta que los músculos de sus brazos se abultaron por el esfuerzo de contenerse.

Tras un último lametón, Portia se incorporó.

Se puso de rodillas y se echó hacia atrás para sacarse la falda de debajo de las piernas antes de sentarse a horcajadas sobre sus fuertes muslos. Se inclinó hacia delante, volvió a apoyar las manos en su pecho y fue bajándolas muy despacio, centímetro a centímetro. Deslizándolas por el delicioso relieve de sus abdominales y por su cintura.

Bajo sus palmas, los músculos se tensaron. Se endurecieron.

Satisfecha, se echó hacia atrás y esperó. Lo observó mientras se relajaba de nuevo. Mientras tomaba aliento.

Extendió las manos hacia la pretina de sus pantalones.

Los desabrochó, le abrió la bragueta y rodeó su miembro con ambas manos. Simon se tensó de la cabeza a los pies. Todos sus músculos se endurecieron. Y durante esos primeros instantes, mientras sus manos se aflojaban en torno a él y volvían a apresarlo con fuerza antes de acariciarlo y explorarlo a conciencia, él contuvo la respiración. Hasta que tomó una entrecortada bocanada de aire.

—¿Me permites una sugerencia?

Portia lo meditó antes de responder con su voz más sensual:

—Sugiere lo que quieras.

Las manos de Simon se apartaron de la colcha y se cerraron en torno a las suyas.

Para mostrarle exactamente lo que ella quería saber. Cómo tocarlo, cómo proporcionarle placer, cómo inundarlo de deleite hasta hacerlo jadear y soltar un suspiro entrecortado. En ese momento, se zafó de sus manos y comenzó a moverse bajo ella para quitarse los pantalones.

Portia se apartó para ayudarlo, se los bajó por las piernas y lo desnudó.

Por completo.

Tendido de espaldas y sin nada que cubriera su cuerpo salvo los escasos centímetros de corbata blanca que le tapaban los ojos, era una estampa que le robó el aliento.

Y todo lo que apreciaba su vista era suyo.

Si se atrevía a reclamarlo.

Se humedeció los labios y se colocó de nuevo sobre sus muslos. Volvió a sacarse las faldas de debajo de las piernas y las dejó caer a su alrededor, cubriendo las piernas de Simon y las suyas. De ese modo, él podría sentir el calor que irradiaba su cuerpo desde ese lugar que palpitaba de deseo y que quedó muy cerca de él al sentarse.

Entretanto, no le quitó los ojos de encima. Evaluó el estado en el que él se encontraba mientras afianzaba su posición y se alzaba la camisola. Cuando estuvo lista, su otra mano volvió a cerrarse sobre su rígida erección.

Se percató al instante de que lo asaltaba una abrumadora oleada de estímulos. Sin embargo y pese al asalto sensorial, su férreo autocontrol resistió. Siguió inmóvil bajo ella mientras su respiración se aceleraba.

Portia sonrió. Todavía no había acabado con él.

Bajó la vista para admirar el premio que tenía entre las manos. Acto seguido, inclinó la cabeza y rozó con los labios esa piel ardiente y suave como la de un bebé.

Él dio un respingo y contuvo el aliento.

Con mucho cuidado, se dispuso a acariciar la punta con los labios antes de lamerlo desde allí hasta la base… sin apartar la mirada de su rostro. Tenía la mandíbula tensa. Más que nunca.

En un arranque de audacia, se lo metió en la boca.

Él soltó un gemido estrangulado. Extendió una mano hacia ella y le enterró los dedos en el pelo.

—No. No lo hagas —farfulló, aunque apenas logró entenderlo.

Lo soltó y observó su expresión con más detenimiento.

—¿Por qué? Te gusta…

Por lo poco que había visto, llevarse su miembro a la boca había sido la tortura más exquisita que se le había ocurrido hasta el momento.

—Esa no es la cuestión. —Tomó una entrecortada bocanada de aire—. Al menos, no ahora mismo.

—Vaya… —Le dio un lametón, encantada con la sensación de tenerlo bajo su poder.

—¡Por el amor de Dios! ¡Ten piedad de mí! —Sus manos la habían aferrado por los brazos, de modo que tiró de ella hasta alzarla—. Luego… En otra ocasión.

Portia sonrió.

—¿Me lo prometes?

—Palabra de Cynster.

Soltó una carcajada. Se puso de rodillas y se movió hasta quedar sentada sobre sus caderas, sin nada entre sus cuerpos salvo los escasos centímetros de aire que separaban su erección de su palpitante entrepierna.

Simon había dejado de tirar de ella desde el mismo instante en que se alejó de su miembro. Parecía estar conteniendo el aliento.

Lo miró un instante y después se inclinó para besarlo con ternura. No le sorprendió que él la agarrara y devorara su boca con avidez.

La tensión volvió a apoderarse de ese poderoso cuerpo que tenía entre los muslos.

Se alejó de sus labios. Él no la detuvo, se limitó a aguardar, mientras su pecho subía y bajaba con cada respiración…

Al ver que ella no se movía, preguntó entre dientes:

—¿Sabes lo que estás haciendo?

No era tan inocente. Al menos en ese ámbito. Había un buen número de libros en la biblioteca de Calverton Chase que su hermano Luc siempre había insistido en colocar en la balda superior de las estanterías. Se había negado a bajarlos. En consecuencia, ella y Penélope habían aprovechado la primera oportunidad para subirse a la escalera y bajar los volúmenes censurados. Habían descubierto que muchos eran libros ilustrados… con grabados muy esclarecedores. Las imágenes jamás se le habían borrado de la memoria.

—Podría decirse que sí. —Movió las caderas hacia atrás un poco más—. Sé que es posible, pero dime qué tengo que hacer. —Se inclinó hacia delante y lamió un endurecido pezón, saboreando el regusto salado de su piel—. ¿Cómo se hace exactamente?

La carcajada que escapó de la garganta de Simon fue ronca e inesperada. Como si le doliera algo. Su torso se expandió.

—Es muy fácil. —La agarró por las caderas—. Así.

Aunque no veía, la guio sin dificultad hacia abajo, hasta que su rígido miembro rozó la entrada de su cuerpo. En ese instante, alzó un poco las caderas, la penetró con la punta y se detuvo antes de que ella se lo ordenara.

Portia sonrió.

—Supongo que ahora tengo que erguir la espalda hasta quedar sentada. —Le colocó las manos en el pecho y se incorporó—. Así…

No necesitó que le respondiera. La facilidad con la que su miembro la penetró la dejó sin aliento y le provocó un escalofrío de lo más sensual en la espalda. Cerró los ojos a medida que su cuerpo lo acogía y se cerraba a su alrededor centímetro a centímetro. Todo bajo su control. Se sentó sobre él y lo sintió en lo más hondo. La experiencia le resultó abrumadora, devastadora. El calor que irradiaba, la plenitud, la realidad física del deseo con su patente dureza. Soltó el aire y alejó las rodillas de sus costados para acomodarse mejor y tomarlo por entero.

Y apretó los músculos.

—¡Dios! —exclamó Simon al tiempo que le clavaba los dedos en las caderas y la inmovilizaba—. ¡Por el amor de Dios, quédate quieta un minuto!

Su voz sonaba demasiado tensa, como si estuviera a punto de llorar.

Lo miró a la cara. Su rostro estaba crispado por la pasión. Le concedió el minuto y lo aprovechó para absorber las sensaciones del momento. La plenitud de tenerlo dentro y la generosidad de su cuerpo al recibirlo. Todos sus sentidos estaban en alerta, excitados y muy pendientes de lo que sucedía, listos y en espera de lo que estaba por llegar.

Bajo ella, Simon se aferraba a la escasa cordura que le quedaba. Le había asegurado que sobreviviría…, aunque ya no estaba tan seguro. La ardiente sensación de la carne femenina que lo rodeaba, tan suave como la seda, a sabiendas de que estaba completamente vestida mientras que él notaba la fresca caricia del aire sobre la piel, el roce de las medias en sus costados… A sabiendas de que Portia tenía toda la intención de montarlo hasta hacerlo caer en el olvido y sin saber realmente lo que había planeado para después… Lo habría postrado de rodillas de no haber estado acostado.

Al parecer, ya le había llegado la hora. Portia lo agarró por las muñecas y le apartó las manos de las caderas. Entrelazó sus dedos y se apoyó en él mientras sus músculos internos lo acariciaban, se relajaban en torno a su miembro y comenzaba a alzarse. Hasta que estuvo a punto de abandonarlo por completo. En ese instante comenzó a bajar, moviéndose mucho más despacio que antes.

Simon tensó la mandíbula y apretó los dientes. Su cuerpo estaba todavía tan estrecho que era un milagro que no hubiera sufrido una combustión espontánea con la simple fricción. Tal y como estaban las cosas, le fue imposible contener un respingo justo cuando ella volvía a sentarse.

—Ni hablar. Tienes que estar quietecito.

Contuvo una réplica mordaz y se abstuvo de comentarle que necesitaría un ejército completo para inmovilizarlo. Se dijo que él mismo se había metido en esa situación y que no le quedaba más remedio que aguantarse.

Portia volvió a experimentar con los movimientos. Se alzó y volvió a descender. Puesto que tenían las manos entrelazadas, Simon percibió la tensión de sus dedos y a partir de ese momento incrementó el ritmo de sus movimientos.

Contaba con una preparación excelente, si bien en otro ámbito muy distinto. Montaba a caballo desde que era muy pequeña y había pasado años galopando por los bosques de Rutlandshire. Era imposible que se cansara pronto…

El cuerpo de Simon decidió aceptar el desafío. Luchó por mantenerse inmóvil, por someterse a sus dictados. Portia lo acogía y se cerraba a su alrededor con todas sus fuerzas mientras lo montaba sin darle tregua, disfrutando del momento. Sus movimientos fueron ganando velocidad poco a poco.

Notó que se le aceleraba la respiración, al igual que a ella. Portia se aferró con más fuerza a sus manos, pero no aminoró el ritmo. En ese instante, sintió que se tensaba sobre él, percibió la tensión que se apoderaba de su cuerpo hasta condensarse.

Le soltó las manos al tiempo que jadeaba y lo agarró por las muñecas para indicarle que le acariciara los pechos. Sin apenas resuello, la obedeció y los tomó en sus manos antes de acariciarlos con sensualidad. Buscó los pezones, duros y enhiestos, los rozó con las yemas de los dedos y los pellizcó… hasta que ella volvió a jadear y se cerró en torno a su miembro con fuerza. Perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse sobre su pecho. Una vez estabilizada, retomó el ritmo y prosiguió. Siguió haciéndole el amor cada vez más rápido, cada vez con más ímpetu, y separó las piernas para poder sentirlo más adentro.

El esfuerzo de mantenerse inmóvil estuvo a punto de matarlo. El pulso se le desbocó hasta acompasar el ritmo con el que ella se movía, atrapado en la creciente pasión, apresado en esa cadencia enloquecedora. La acompañó y la instó a ir más deprisa.

Siguió acariciándole los pechos, arrancándole gemidos con los dedos cada vez que le pellizcaba los endurecidos pezones.

Portia se inclinó hacia delante, haciendo que sus pechos se apretaran contra sus manos, y le ordenó con voz ronca:

—Tócame.

No necesitó preguntarle dónde. Abandonó sus pechos, le apartó las voluminosas faldas e introdujo las manos bajo ellas. Las colocó en los muslos y comenzó a ascender. Una de ellas se cerró en torno a una cadera. La otra acarició los húmedos rizos de su entrepierna. La escuchó jadear al tiempo que se cerraba a su alrededor de forma casi dolorosa.

Llevó un dedo hasta su perla.

Y comenzó a acariciarla con delicadeza.

Hizo una pausa y escuchó una elocuente súplica pronunciada con un hilo de voz.

Presionó.

Y ella explotó.

Dejó escapar un delicado grito cuando alcanzó el orgasmo. Sus rítmicos espasmos lo acariciaron mientras se apoyaba sobre su pecho.

Simon sintió la reacción de su cuerpo al instante.

La oleada de deseo visceral, de pasión enfebrecida, de anhelo y de mucho más estuvo a punto de hacer añicos su autocontrol. Echó la cabeza hacia atrás mientras jadeaba para poder llevar un poco de aire a sus pulmones. La aferró por las caderas de modo que no se moviera y la mantuvo así, con su miembro hundido en ella hasta el fondo. Entretanto, hizo todo lo posible por controlar sus demonios, que tras haber sido sometidos a una tortura tan placentera esperaban ser liberados para poder darse un festín con ese cuerpo lánguido, saciado y tan femenino.

Con la mandíbula tensa y los dientes apretados, esperó entre resuellos…

Portia se desplomó sobre su pecho. Alzó la cabeza, le tomó la cara entre las manos y lo besó.

De la forma más sensual. O eso creyó él. Rezó para que fuera una invitación.

La tensión que le hormigueaba bajo la piel y la rigidez que se había apoderado de su cuerpo eran tan intensas que ella lo notó y dudó por un instante. Sin embargo, no tardó en incorporarse de nuevo… para quitarle la venda de los ojos.

Lo observó parpadear y enfrentó su mirada abiertamente mientras se tendía de nuevo sobre su pecho con abandono. Sonrió cuando sus manos la aferraron por las caderas, manteniéndola donde estaba. Con expresión satisfecha y sin apartar la mirada de sus ojos, arrojó la corbata al suelo. Le llevó una mano hasta la cara y trazó el contorno de un pómulo mientras susurraba:

—Tómame cuando quieras.

Un estímulo inmediato para sus sentidos que lo llevó a dar un respingo antes de retomar las riendas de su control y volver a ser dueño de sus acciones. Ella lo miró con los ojos desorbitados, pero el cariz de su sonrisa (una sonrisa decididamente lasciva) no cambió.

Estudió esos ojos azul cobalto. Tenían una expresión soñadora a causa de la pasión satisfecha, pero también muy despierta. Estaba observando, esperando para ver lo que hacía…

Sus alientos se mezclaron. El suyo seguía siendo superficial y trabajoso; el de Portia, relajado tras el clímax.

Otro estímulo que no necesitaba.

Acababa de hacerle una invitación sin especificar nada. Se preguntó si podría imaginarse siquiera la profundidad del anhelo que sus jueguecitos habían despertado.

Quería tomarla desde atrás, colocarla de rodillas frente a él y alzarle el vestido hasta los hombros como si fuera una cautiva rendida, y hundirse en ella mientras sentía cómo su cuerpo se abría a su invasión.

Sentirla suya por completo.

Se humedeció los labios. Le apartó las manos de las caderas para desabrocharle los botones que le cerraban el vestido.

Sus miradas siguieron entrelazadas.

Se dijo a sí mismo que algún día la tomaría como deseaba… Algún día.

Pero todavía no. Ya llegaría el momento de soltar las riendas y demostrarle lo que significaba para él sin necesidad de contenerse. Siempre y cuando fuera capaz de jugar su baza esa noche de forma inteligente y se comportara con la cabeza fría durante los días restantes, o tal vez durante unas semanas.

Ya llegaría el momento de demostrarle exactamente lo que ella le provocaba.

La movió lo imprescindible y le sacó el vestido por la cabeza. Portia colaboró levantando los brazos y ayudándolo a alzar las faldas. Después le llegó el turno a la camisola.

La dejó desnuda salvo por las medias.

Rodó sobre el colchón para quedar sobre ella.

Estuvo a punto de perder la razón cuando sintió que le empujaba un hombro.

—Espera… —le dijo.

Su control estaba en un tris de hacerse añicos y, de hecho, comenzó a resquebrajarse…

Portia se movió en ese momento. Sin resuello, Simon separó los labios para asegurarle que no podía esperar y… contempló, estupefacto, cómo ella alzaba una de sus largas piernas para quitarse la media. Parpadeó mientras la observaba. Ella enfrentó su mirada mientras arrojaba la prenda al suelo.

—Me gusta sentir tu piel contra la mía.

No tenía intención de discutir ese punto. Dejó que se moviera lo justo para repetir la operación con la otra pierna, maravillándose durante el proceso al ver la facilidad con la que realizaba la tarea.

A su mente acudieron nuevas posibilidades…

Pero en ese momento ella se libró de la segunda media, le arrojó los brazos al cuello y le bajó la cabeza.

—Ya está. Ahora puedes…

La interrumpió con un beso abrasador.

Tomó su aliento, devoró su boca y le robó la razón. La besó con un ímpetu creciente, moviendo la lengua con frenesí hasta que ella arqueó la espalda y le suplicó sin palabras… Le inmovilizó las caderas y se hundió en ella.

Una vez. Y otra. Y otra más.

Sintió que las riendas se le escapaban de las manos, pero no pudo recuperarlas. Se vio obligado a rendirse a la tormenta. A rendirse a la incontrolable necesidad que lo instaba a hacerla suya.

Lejos de quejarse, ella se ofreció gustosa mientras le acariciaba la espalda con las uñas. Mientras le exigía sin tapujos que le diera más, movida por un deseo desesperado.

Le separó los muslos y Portia fue más allá, alzando las piernas para rodearle las caderas. La posición la abrió a sus embestidas y le ofreció la libertad de movimientos que ansiaba.

Con el corazón desbocado, la tomó y se entregó a ella.

Echó la cabeza hacia atrás y, sin soltarla, se dejó llevar. Cerró los ojos y dejó que el turbulento poder lo invadiera.

Sintió cómo lo rodeaba y lo alzaba hasta las alturas.

Hasta que lo hizo añicos.

Se percató de que Portia también se tensaba mientras él se estremecía y se percató del momento exacto en el que la traspasó el placer.

Sintió que el éxtasis los inundaba al unísono, corriendo por sus venas y alimentando sus corazones.

Portia descansaba sobre los almohadones donde Simon la había dejado una vez que el huracán hubo pasado.

Pasado, pero no desaparecido. La placentera satisfacción seguía ahí a pesar de que la pasión se iba desvaneciendo y la languidez se apoderaba de sus cuerpos.

Qué fácil sería acostumbrarse a eso, pensó. A esa sensación de intimidad, a la entrega, al ímpetu de la pasión. Al sublime deleite.

Dejó que uno de sus brazos reposara sobre el almohadón que tenía bajo la cabeza mientras que el otro jugueteaba con el cabello de Simon. Su suave textura era de lo más sensual. Estaba tendido en parte sobre ella y en parte sobre el colchón, con un brazo bajo su cuerpo y la cabeza apoyada sobre sus pechos. Su otra mano descansaba sobre su vientre en un gesto posesivo. Su cuerpo era muy pesado, irradiaba mucho calor y resultaba increíblemente real.

Había salido de ella poco antes, de modo que su cuerpo iba recobrando la normalidad poco a poco, iba volviendo a ser suyo solamente, iba acostumbrándose a no tenerlo dentro de sí. Sentía una curiosa vitalidad. Sus sentidos todavía estaban obnubilados por el éxtasis, su sexo aún estaba palpitante e inflamado y los latidos de su corazón seguían siendo frenéticos.

Kitty yacía, fría e inmóvil, en la caseta del hielo, incapaz de sentir nada.

Meditó durante un buen rato sobre lo que había compartido con Simon. Sobre todo lo que aún les quedaba por descubrir.

Y juró en silencio no cometer los errores de Kitty.

Valoraría la confianza y la devoción por encima de todo. Entendería el amor por lo que era, lo aceptaría tal y como había surgido, como también aceptaría a la persona que lo había inspirado.

Y se aseguraría de que él hiciera lo mismo.

Si lo que había entre ellos era amor, no iba a ser tan tonta como para luchar contra él. Al contrario. Si era amor, lucharía por él con uñas y dientes.

Bajó la vista hacia la cabeza de Simon y pasó los dedos por esos suaves mechones castaños, más sedosos que los de muchas mujeres.

Él alzó la cabeza y enfrentó su mirada.

Portia la sostuvo un instante y después dijo:

—No voy a casarme contigo a menos que esté convencida.

—Lo sé.

Deseó poder ver la expresión que asomaba a sus ojos, pero la luz de la luna se había desvanecido y los había dejado sumidos en la oscuridad.

Simon soltó un suspiro, se apartó y se apoyó en los almohadones, llevándola consigo. Rodeada por sus brazos y exhausta, apoyó la cabeza sobre su pecho.

—Quiero aprender más. Necesito aprender más, pero no creas que eso es el primer paso de un sí.

Él alzó la cabeza pasado un momento y le dio un beso en la coronilla.

—Duérmete.

Su voz fue bastante tierna, si bien sospechaba que sus pensamientos no tenían un pelo de ternura. Su naturaleza no le permitía ser complaciente. No era el tipo de hombre que renunciaba a la lucha, que se alejaba de la liza al primer revés. Recuperaría fuerzas y volvería a la carga, implacable y dispuesto a lograr su objetivo.

Aunque no le serviría de mucho, porque ella no estaba dispuesta a rendirse.

Claro que ya se lo había advertido, al igual que había hecho él. Era una especie de tregua. Compleja y condicionada, pero que les permitía seguir adelante. No sólo a la hora de explorar la naturaleza del vínculo que había entre ellos, sino también a la hora de afrontar lo que los próximos días les depararan. El «caballero de Bow Street» y el desenmascaramiento del asesino de Kitty. Pasara lo que pasase, lo enfrentarían codo con codo, unidos por un acuerdo tan implícito que ni siquiera necesitaba de palabras.

Había sido un día muy largo, plagado de acontecimientos que habían provocado una inesperada conmoción.

El reloj fue marcando los minutos mientras los latidos del corazón de Simon, que resonaban bajo su oreja, la relajaban y tranquilizaban.

Cerró los ojos y se rindió al embrujo de la noche.

Simon la despertó exactamente como a ella le habría gustado que lo hiciera la vez anterior.

Siempre dormía como un tronco, de modo que su cuerpo respondió a sus caricias sin que fuera consciente de ello. Le separó los muslos, se colocó sobre ella y la penetró.

Sintió cómo arqueaba la espalda y contenía el aliento antes de suspirar y abrir los ojos. Unos ojos que lo miraron con un brillo cegador. Tan misteriosos que hechizaban. Mientras se hundía en ella, creyó ahogarse en esas profundidades azules.

Portia alzó las caderas y lo estrechó con fuerza al tiempo que cerraba los ojos y el éxtasis la consumía. Dejó escapar un grito ahogado.

Un grito que lo atravesó y se hundió en su cuerpo hasta asentarse en sus entrañas, en su corazón, en su alma, y lanzarlo sin remisión a la vorágine. Hasta arrojarlo por el confín del mundo hacia un dulce olvido.

Envueltos en el calor de las sábanas, se demoró un instante sobre ella mientras saboreaba la perfección de su unión, la perfección de la respuesta de Portia. Ella giró la cabeza y sus labios se encontraron en un beso lento y tierno. Lo rodeó con los brazos y con sus delgados muslos.

El amanecer se estaba acercando. No podía dejar que volviera a dormirse. La espabiló y la sacó de la cama para vestirla.

Sus gruñidos le dejaron muy claro que el amanecer no era su momento preferido del día para escabullirse por los pasillos.

Llegaron hasta su habitación sin que nadie los viera. Abrió la puerta, depositó un beso en sus nudillos y la hizo pasar antes de cerrar la puerta de nuevo.

Con los ojos clavados en la puerta y el ceño fruncido, Portia escuchó las pisadas de Simon mientras este se alejaba. Habría preferido quedarse calentita y segura entre sus brazos, al menos durante una hora más. Lo suficiente como para recobrar las fuerzas. Unas fuerzas que él se había encargado de robarle. Mantenerse a su lado durante el recorrido por los pasillos le había costado la misma vida. Había tenido que concentrarse para que sus músculos siguieran moviéndose y pasaran por alto los extraños dolorcillos y las molestias.

Tenía la certeza más absoluta de que Simon no sabía lo… vigoroso que era en realidad.

Contuvo un suspiro, dio media vuelta y ojeó la habitación.

Estaba tal cual la había dejado la noche anterior: la ropa de la cama apartada, la ventana abierta y las cortinas descorridas.

Echó un vistazo a la cama y consideró la idea de acostarse. Esa sería la opción más sensata dado el estado en el que se encontraba. El problema era que, en cuanto colocara la cabeza sobre la almohada, se quedaría dormida. Tendría que ponerse el camisón antes, o se vería obligada a inventarse una explicación que convenciera a la doncella.

El problema era irresoluble, al menos en su estado. No le quedaban fuerzas para desabrochar todos esos botones que Simon acababa de abrochar…

Lo cual dejaba el sillón situado junto a la chimenea o el alféizar acolchado de la ventana. La brisa del amanecer era demasiado fresca. Se decidió por el sillón, aunque una chimenea sin fuego era un poco deprimente. Arrastró el sillón de modo que mirara a la ventana y se dejó caer en su mullido asiento con un profundo suspiro.

Dejó que sus pensamientos vagaran. Ahondó en lo más profundo de su corazón y se preguntó qué sentiría Simon en el suyo. Repasó sus objetivos y reafirmó sus aspiraciones. Hizo un mohín al recordar la conclusión a la que había llegado y según la cual Simon era, de entre todos los caballeros presentes y pese a ser un Cynster, el epítome del hombre con el que casarse, por las cualidades que poseía. Lo que había querido decir, y en esos momentos lo veía muy claro y no le quedaba más remedio que admitirlo, era que las cualidades inherentes a su persona conseguirían convencerla de que se casara.

Aunque también se conociera al dedillo todos sus defectos. Su afán protector siempre le había resultado en exceso irritante, si bien era su talante posesivo y dictatorial lo que más la asustaba. Una vez que fuera suya, no habría escapatoria. Esa era su naturaleza y no había vuelta de hoja.

Sintió un escalofrío y se abrazó, deseando haber cogido un chal. No tenía la fuerza suficiente como para ponerse en pie y hacerlo en ese momento.

El único modo de aceptar el cortejo de Simon, de ofrecerle su mano y aceptar todo lo que eso conllevaba, pasaba por estar totalmente segura de que siempre tendría en cuenta sus sentimientos y trataría con ella cada asunto sin imponer su opinión de forma arbitraria.

Toda una hazaña teniendo en cuenta que trataba con un tirano.

La noche anterior había acudido a su lado a sabiendas de que era ella quien llevaba las riendas de la situación, con la esperanza de que le permitiera manejarlas. Podría habérselas arrebatado en cualquier momento, pero no lo había hecho aunque le había costado la misma vida contenerse, según había podido comprobar.

Simon se había plegado a sus condiciones y ella había pasado la noche segura y convencida de su fuerza vital, de su capacidad para vivir y para amar. De su capacidad para confiar y ganarse la confianza de Simon en respuesta.

Él jamás habría permitido algo así antes, sin importar las circunstancias. No estaba en su naturaleza… No lo había estado nunca, pero en ese momento sí era una cualidad visible en él, al menos en lo concerniente a ella.

Lo percibía en la disponibilidad para compartir las riendas, para intentar acomodarse a sus deseos tal y como le había prometido. Lo había sentido en sus caricias, lo había leído en sus ojos… Los acontecimientos de esa noche confirmaban que estaba allí y que no era un fragmento de su ansiosa imaginación.

De modo que no les quedaba más remedio que seguir adelante y examinar las posibilidades.

Al otro lado de la ventana, el cielo adquirió un tinte rosáceo antes de convertirse en el azul pálido de un caluroso día de verano.

El clic de la cerradura la arrancó de sus reflexiones. Se giró sin levantarse del sillón mientras le ordenaba a su mente que funcionara, y vio cómo entraba la menuda y alegre doncella que se ocupaba de su habitación.

La muchacha la vio y abrió los ojos como platos. A su rostro asomó una expresión compasiva.

—¡Ay, señorita! ¿Ha pasado la noche ahí?

—Yo… —Rara vez mentía, pero…—. Sí. —Miró hacia la ventana de nuevo e hizo un significativo gesto con la mano—. No podía dormir y…

—Bueno, no es de extrañar, ¿verdad? —Con actitud alegre y despreocupada, la doncella sacó un paño y comenzó a limpiar la repisa de la chimenea—. Nos hemos enterado de que fue usted quien encontró el cuerpo…, de que se tropezó con él.

Portia inclinó la cabeza.

—Cierto.

—Todos lo comentamos en las dependencias de la servidumbre. Estábamos muy asustados porque la hubiera matado uno de los caballeros, pero la señora Fletcher, el ama de llaves, nos dijo que segurito, segurito que han sido los gitanos.

—¿Los gitanos?

—Ese Arturo… Siempre anda por aquí, dándose aires… Es un diablo muy apuesto y tiene mucho éxito con las damas, ya me entiende usted…

Portia frunció el ceño para sus adentros. Luchó contra su conciencia un instante.

—¿Hay alguna razón que os haga creer que podría haber sido alguno de los caballeros?

—¡Qué va! Es que somos así, nos gusta imaginar cosas.

—¿La señora Glossup se había ganado la simpatía de la servidumbre?

—¿La señora? —repitió al tiempo que cogía un jarrón de peltre y lo frotaba con todas sus fuerzas mientras sopesaba la respuesta—. No era mala. Tenía mucho carácter, claro, y supongo que algunos podrían llamarla frívola. Pero, bueno, todas las damas recién casadas lo son, ¿no?

Portia se mordió la lengua.

La muchacha soltó el jarrón y se guardó el paño en el bolsillo.

—En fin, qué quiere que le diga… Es el día de la colada para las sábanas. —Atravesó la habitación hasta llegar junto a la cama mientras ella la observaba y envidiaba ese despliegue de energía—. Blenkinsop dice que vendrá un tipo de Lunnon. —Agarró las sábanas por el embozo y alzó la vista hacia ella—. Para preguntar por lo que ha pasado.

Portia asintió con la cabeza.

—Según parece, así es como deben hacerse estas cosas.

La doncella se quedó boquiabierta por la sorpresa. Tiró de las sábanas…

Y un siseo furioso se escuchó en la habitación.

La muchacha se alejó de la cama de un salto con los ojos clavados en las sábanas. Se quedó lívida.

—¡Ay, Dios mío! —la última palabra fue un auténtico chillido incontrolado.

Portia se levantó de un salto y corrió hacia ella.

El siseo se hizo más fuerte.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó con los ojos clavados en la víbora que se retorcía furiosa en mitad de su cama.

Le dio un tironcito a la doncella de la manga.

La muchacha chilló.

Atravesaron la estancia al unísono como si les fuera la vida en ello, abrieron la puerta y la cerraron con fuerza a sus espaldas.

La doncella se dejó caer sobre la barandilla de la cercana escalera, jadeando en busca de aire.

Portia comprobó que la hoja de la puerta bajaba hasta el suelo sin dejar resquicio alguno para que se colara una víbora furiosa y, una vez segura, se dejó caer contra la pared.

Una hora después estaba sentada en la habitación de lady O, con una humeante taza de chocolate en las manos. Ni siquiera el chocolate era capaz de detener sus escalofríos y eso que estaba hirviendo.

Su habitación estaba emplazada al fondo del ala este. Blenkinsop, ocupado con las tareas matinales necesarias para poner en orden la gran mansión, estaba a los pies de la escalera cuando la doncella y ella salieron despavoridas de su habitación. El mayordomo había escuchado sus gritos y había subido corriendo para comprobar lo que pasaba, justo a tiempo de evitar que la doncella sufriera un ataque de nervios.

Por tanto, recayó sobre ella la tarea de explicarlo todo. Blenkinsop se quedó lívido antes de hacerse cargo de la situación sin pérdida de tiempo. La acompañó a un gabinete de la planta baja mientras ordenaba a unos cuantos criados que lo ayudaran, tras lo cual le encargó al ama de llaves que se hiciera cargo de la llorosa doncella.

Con voz quebrada, ella le pidió que avisaran a Simon. No se había detenido a considerar si era indecoroso o no. Lo único que sabía en aquel momento era que lo necesitaba y que él acudiría en su ayuda.

Así fue. Le bastó con una mirada para llevarla de nuevo escaleras arriba, a la habitación de lady O.

Recostada sobre sus almohadones, la anciana había escuchado la abreviada explicación de Simon justo antes de atravesarlo con una mirada furibunda.

—Ve en busca de Granny. —Cuando vio que él parpadeaba sorprendido, resopló y se explicó—: Granville. Lord Netherfield. Puede que ya esté un poco enclenque, pero siempre ha sabido mantener la cabeza fría en las crisis. Su habitación está en el centro del ala principal. La más cercana a las escaleras. —Simon asintió mientras la mirada de lady O caía sobre ella—. En cuanto a ti, muchacha… será mejor que te sientes antes de que te caigas al suelo.

La obedeció y se dejó caer en el sillón que había delante de la chimenea. Simon se marchó en cuanto la vio sentada.

Una vez que se quedaron a solas, lady O se bajó de la cama, se arrebujó con su chal, cogió su bastón y se acercó despacio hasta el otro sillón. En cuanto estuvo sentada, la observó con esos ojos tan perspicaces.

—Muy bien. Cuéntame lo que ha pasado y no dejes nada en el tintero.

Blenkinsop apareció justo cuando la curiosidad de la anciana quedaba satisfecha, y para ello tuvo que inventarse que se había quedado dormida en el sillón la noche anterior…

—Hemos sacado la víbora, señorita. Los criados han registrado la habitación y no hay peligro alguno.

Le dio las gracias con un murmullo mientras intentaba asimilar que hubiera ocurrido algo semejante. Que aquello no se había tratado de un mal sueño. Lady O mandó llamar a un par de doncellas para que la ayudaran a vestirse y otra más para que le trajera ropa limpia a ella. Junto con el chocolate.

Cuando los toquecitos en la puerta anunciaron la llegada de Simon y de lord Netherfield, ella ya estaba sentada, primorosamente ataviada con un vestido de sarga en tono magenta y bebiendo el chocolate al tiempo que trataba infructuosamente de asimilar que alguien había intentado matarla. O, al menos, darle un susto de muerte.

Lord Netherfield se mostró preocupado, pero práctico. Después de que le contara lo sucedido y mirara a Simon a los ojos al llegar a la parte en la que explicaba por qué había dormido en el sillón en lugar de hacerlo en la cama, el anciano, sentado en un taburete entre los dos sillones, se echó hacia atrás mientras su mirada los recorría.

—Esto es de lo más alarmante. Le he pedido a Blenkinsop que mantenga el asunto en secreto. Según parece, ninguna de las damas ha escuchado el alboroto y la servidumbre es de fiar. No dirán nada.

Simon, de pie y con un brazo apoyado en la repisa de la chimenea, frunció el ceño.

—¿Por qué?

Lord Netherfield alzó la vista hacia él.

—Para privar al enemigo de información, ¿para qué si no? —Su mirada regresó a ella—. Tal vez no sea mucho en cuanto a información, pero es un hecho que esa víbora no se ha colado en tu cama por sí sola. En estos momentos, alguien espera que estés muerta o, si no, que estés lo bastante alterada como para marcharte de inmediato.

—¿Antes de que llegue el caballero de Bow Street? —preguntó Simon, mirando de reojo al anciano, que asintió con la cabeza.

—Eso es lo que creo —contestó y su mirada regresó a ella—. ¿Cómo te sientes, querida?

Portia meditó la respuesta.

—Asustada, pero no tanto como para salir huyendo —admitió.

—Esta es mi chica. Así que… —Lord Netherfield se golpeó los muslos con las palmas de las manos—. ¿Qué conclusión sacamos de todo esto? ¿Por qué desea el asesino o asesina de Kitty verte lejos de aquí, ya sea muerta o huyendo a toda prisa? Creo que debemos asumir que ha sido la misma persona, dadas las circunstancias.

Portia lo miró sin saber qué decir.

—Porque —contestó Simon— el asesino cree que viste algo que lo incrimina.

—O que escuchaste algo. O que sabes algo, algún otro detalle —convino lady O—. Sí, tiene que ser eso. —Su mirada la atravesó—. Así que, ¿qué es lo que sabes?

Portia los miró.

—Nada.

La sometieron a un interrogatorio que la obligó a repasar todo lo que había hecho; todo lo que había visto desde que entrara en el vestíbulo principal la tarde anterior. A la postre, soltó la taza vacía y dijo:

—No puedo decir algo que desconozco.

Los tres aceptaron la realidad con un resoplido, un suspiro y un ceño fruncido respectivamente.

—¡De acuerdo! —exclamó Netherfield, poniéndose en pie—. Sólo nos queda esperar la llegada del tipo de Bow Street. Cuando hables con él, cuéntale todo lo que sabes; sobre Kitty y sobre todo lo demás. No sólo los acontecimientos de ayer, sino lo que has presenciado desde que llegaste… No. Aún más. Cualquier cosa que supieras de antemano sobre los invitados. —Enfrentó su mirada—. Quién sabe si tienes alguna información, por insignificante que parezca, que incrimina a ese canalla.

Ella parpadeó antes de asentir con la cabeza.

—Sí, por supuesto. —Comenzó a catalogar mentalmente a todos los invitados que conocía de antemano.

Lady O preguntó con voz desabrida:

—¿A qué viene eso de enviar a un hombre de Bow Street? ¿Por qué tienen que involucrarse?

—Así es como se hacen las cosas ahora. No es muy agradable, pero parece que tiene su función en aras de la justicia. No hace demasiado tiempo me contaron un caso muy peculiar en el club. Un caballero al que habían asesinado con un atizador en su propia biblioteca. Todas las sospechas recaían sobre el mayordomo, pero el investigador demostró que había sido el hermano del fallecido. Un escándalo impresionante, claro está. La familia quedó destrozada…

Las palabras del anciano quedaron flotando en el aire. Todos guardaron un respetuoso silencio mientras pensaban exactamente lo mismo.

Quienquiera que hubiese matado a Kitty o bien era uno de los invitados de los Glossup o bien era uno de los nietos de lord Netherfield, James o Henry. Si se desenmascaraba al asesino, habría un escándalo. Un escándalo potencialmente dañino. Para alguien, para una familia en concreto.

El anciano suspiró pasado un instante.

—No puedo decir que me gustara Kitty, ya lo sabéis. No la aprobaba. No aprobaba ese modo tan frívolo de comportarse con Henry. Era una muchacha tonta y de lo más desvergonzada, pero… —Frunció los labios—. A pesar de todo, no se merecía semejante muerte. —Los miró de uno en uno—. No me gustaría que su asesino quedara impune. La pobre muchacha se merece al menos eso.

Todos asintieron con la cabeza. El pacto estaba sellado. Se conocían demasiado bien como para no reconocer lo que tenían en común: su fe en la justicia, la reacción instintiva que los enfrentaba a aquellos que la despreciaban. Juntos, trabajarían para desenmascarar al asesino, fuera quien fuese.

—¡De acuerdo! —exclamó de nuevo lord Netherfield dando una palmada. La miró a ella en primer lugar antes de desviar los ojos hacia lady O—. Bajemos a desayunar. Y veamos a quién le sorprende ver a la señorita Ashford fresca como una lechuga.

Se pusieron en pie. Se arreglaron las faldas, las chaquetas y los puños de las camisas, y bajaron la escalinata, listos para presentar batalla.