PORTIA parpadeó antes de mirarlo con los ojos desorbitados.
—¿Qué has dicho?
Su voz sonaba un tanto extraña.
Simon apretó los dientes.
—Ya me has oído. —Cuando ella continuó mirándolo totalmente perpleja, repitió—: Quiero casarme contigo.
Portia parecía no dar crédito.
—¿Cuándo tomaste la decisión? ¿Y por qué? ¡Por el amor de Dios!
Simon titubeó un instante mientras intentaba responder.
—Kitty. Estuvo a punto de irse de la lengua durante el almuerzo. En algún momento, lo hará… Será incapaz de resistirse. Ya había estado considerando la idea de casarme y si espero a que Kitty hable, lo verás como una salida al escándalo y no quiero que eso suceda.
Con cualquier otra mujer, dejar que Kitty creara un escándalo y proponerle matrimonio después habría sido una manera más que aceptable de afrontar la situación, pero no con Portia. Ella jamás aceptaría una proposición nacida de la imposición social.
—¿Que ya estabas pensando en casarte? ¿Conmigo? —Aún tenía esa expresión estupefacta en el rostro—. ¿Por qué?
La miró con el ceño fruncido.
—A estas alturas creía que era más que evidente.
—Para mí no. ¿De qué, exactamente, estás hablando?
—Estoy seguro de que no se te ha olvidado que has pasado toda la noche en mi cama.
—Tienes toda la razón, no se me ha olvidado. Como tampoco se me ha olvidado que te expliqué, de modo que no te quedara la menor duda al respecto, que mi interés en tales menesteres era puramente académico.
—Eso era antes —replicó él, sin dejar de mirarla—. Esto es ahora. Las cosas han cambiado. —Pasó un instante antes de que le preguntara—: ¿Vas a negarlo?
No podía hacerlo; sin embargo, ese repentino interés por el matrimonio, como si la cuestión siempre hubiera estado allí, implícita, hizo que se sintiera acorralada. Paralizada, sin saber hacia dónde correr, estupefacta, sorprendida, totalmente fuera de sí.
Como no respondió de inmediato, Simon prosiguió:
—Aparte de todo eso, tu participación en los… menesteres de la noche no tenía nada de académica.
Se ruborizó y levantó la cabeza. ¿Por qué diantres había elegido esa táctica? Intentó poner en orden sus caóticas ideas.
—Esa no es razón suficiente para creer que debamos casarnos.
Fue el turno de Simon de abrir los ojos de par en par.
—¿¡Qué!? —exclamó con tanta fuerza que dio un respingo. Después, se acercó a ella con paso amenazante—. Viniste a mi cama…, te entregaste a mí y ¿ni siquiera se te había pasado por la cabeza que tuviéramos que casarnos?
Sus rostros estaban apenas a un palmo; la perplejidad de Simon era genuina. Sostuvo su mirada sin flaquear.
—No, no lo esperaba. —No había profundizado tanto en sus deliberaciones.
Simon no respondió al punto, pero algo cambió en su expresión. Sus ojos se oscurecieron y sus facciones se endurecieron. Un músculo comenzó a palpitarle en la mandíbula.
—No esperabas… Pero ¿qué clase de hombre crees que soy?
Su voz se había convertido en un gruñido…, un gruñido furioso. Se acercó todavía más a ella, que a duras penas contuvo el impulso de retroceder. Con la espalda muy recta, le sostuvo la mirada mientras se preguntaba por qué se había enfurecido tanto de pronto; mientras se preguntaba si estaría fingiendo… Y mientras sentía que su temperamento estaba a punto de estallar.
—Eres un libertino —comenzó, enfatizando la última palabra—. Seduces a las mujeres; es algo inherente al oficio. Si te hubieras casado con cuanta mujer has seducido, tendrías que vivir en Arabia porque tendrías un harén. —Su voz sonaba con más fuerza y había adquirido el mismo tono beligerante que la de Simon—. Dado que sigues viviendo aquí, en esta civilizada isla, debo llegar a la correcta conclusión de que no te casas con cuanta mujer seduces.
Simon sonrió, aunque fue una mueca feroz.
—Tienes razón, no lo hago. Pero deberías revisar tus ideas acerca del… oficio, porque al igual que la mayoría de los libertinos jamás seduzco a vírgenes solteras de buena cuna. —Dio otro paso hacia ella y en esa ocasión Portia sí retrocedió—. Como es tu caso.
Tuvo que esforzarse para apartar la vista y era muy consciente de que respiraba de forma alterada.
—Pero sí me sedujiste.
Simon asintió con la cabeza y acortó la distancia que los separaba.
—Y tanto que te seduje… Porque tenía toda la intención de casarme contigo.
Su confesión la dejó boquiabierta y le arrancó un jadeo incrédulo. Sin embargo, no tardó en recuperar la compostura, levantar la barbilla y entrecerrar los ojos para fulminarlo con la mirada.
—¿Me has seducido porque tenías la intención de casarte conmigo?
Simon parpadeó y guardó silencio.
Y ella lo vio todo rojo.
—¿Qué me estás ocultando? —Le clavó un dedo en el pecho y él se apartó un poco—. ¿Tenías la intención de casarte conmigo? ¿Desde cuándo? —Extendió los brazos en un gesto de incredulidad—. ¿Cuándo lo decidiste exactamente?
Ni siquiera a ella se le escapaba la nota algo histérica y más que espantada de su voz. Había evaluado la amenaza, había sopesado el riesgo que suponía meterse en su cama, pero no había visto, ni reconocido, la verdadera amenaza, el verdadero riesgo.
Porque Simon se lo había ocultado.
—¡Tú…! —Intentó abofetearlo, pero él le aferró la mano—. ¡Me has engañado!
—¡No te he engañado! Fuiste tú la que se engañó a sí misma.
—¡Ja! Sea como sea… —dijo mientras forcejeaba para liberar su mano. Simon la soltó—. La verdad es que no me sedujiste: ¡fui yo quien se dejó! Quería hacerlo. Eso supone una gran diferencia.
—Tal vez, pero no cambia el resultado. Mantuvimos relaciones íntimas, fuera cual fuese el desencadenante.
—¡Tonterías! No voy a casarme contigo por eso. Tengo veinticuatro años. El hecho de que fuera una virgen de buena cuna no tiene la menor relevancia.
Simon la miró a los ojos.
—Sí que la tenía… y la tiene.
No le hizo falta decir que creía que el hecho en sí le otorgaba ciertos derechos. La verdad quedó suspendida entre ellos y su presencia resultó casi tangible.
Portia alzó la barbilla.
—Siempre supe que eras un déspota salido de la Edad Media. Me da igual, no pienso casarme contigo por esa razón.
—Y a mí me da igual la razón por la que te cases conmigo siempre que lo hagas.
—¿Por qué? —Ya lo había preguntado, pero él no le había dado una respuesta—. ¿Y cuándo decidiste que querías casarte conmigo? Quiero la verdad y la quiero ahora mismo.
Los ojos de Simon no se habían movido de su rostro; inspiró hondo y después soltó el aire muy despacio. Aparte de eso, ni su cara ni su cuerpo se relajaron un ápice.
—Lo decidí después del almuerzo campestre en el monasterio. Empecé a pensar en ello después de nuestro primer beso en la terraza.
Deseó no tenerlo tan cerca para poder rodearse el cuerpo con los brazos.
—Debes de haber besado a un millón de mujeres.
Sus labios esbozaron una sonrisa.
—A miles.
—Y ¿se supone que tengo que tragarme que después de un beso…, no, de dos besos, decidiste casarte conmigo?
Simon estuvo a punto de decirle que le importaba un comino lo que ella creyera, pero percibía que detrás de su furia se ocultaba un creciente pánico, un miedo atávico que comprendía a la perfección y que había intentado por todos los medios no despertar.
Estaba a un paso de estropearlo todo; podría llevarle meses, incluso años, recuperar a Portia.
—No sólo por eso.
Ella había apretado los dientes y lo miraba con la barbilla en alto.
—Entonces ¿por qué? —Sus ojos lo miraban con una expresión indescifrable.
Se apartó un poco más y no le sorprendió en absoluto que Portia aprovechara la oportunidad para cruzar los brazos por delante del pecho.
—Ya había decidido que quería esposa e hijos antes de abandonar Londres. Cuando te encontré aquí, me di cuenta de que nos complementamos a la perfección.
Ella parpadeó.
—¿Que nos complementamos? ¿Estás loco? Si somos… —Gesticuló mientras buscaba las palabras adecuadas. Bajó los brazos.
—¿Demasiado parecidos? —la ayudó.
—¡Exacto! —Abrió los ojos de par en par—. No somos lo que se dice compatibles…
—Piensa en lo que ha sucedido durante los últimos días. Piensa en lo de anoche. En lo que respecta al matrimonio, somos perfectamente compatibles. —Clavó los ojos en su rostro—. En cualquier aspecto que se te ocurra.
Portia se negó a ruborizarse. Simon lo estaba haciendo a propósito.
—Una noche… No puedes decir que sea una base sólida sobre la que cimentar semejante decisión. ¿Cómo puedes saber que la próxima vez no será… aburrida? —preguntó con un gesto de la mano.
Los ojos azules de Simon la atravesaron.
—Confía en mí. No lo será.
Había algo en su rostro, cierta acritud, cierta crueldad, desconocidas en él hasta ese momento. Sin apartar los ojos de su rostro, intentó desentenderse del aura de peligro que irradiaba.
—Tú… estás hablando en serio.
Le estaba costando un gran esfuerzo asumirlo. Un momento antes estaba siguiendo su meticulosa investigación sobre la atracción física del matrimonio y, en un abrir y cerrar de ojos, todo había cambiado y se encontraban discutiendo la posibilidad de casarse.
Simon alzó la cabeza y expulsó el aire entre dientes.
—¿Por qué te cuesta tanto creer que quiera casarme contigo? —Le preguntó mirando al cielo. Bajó la vista y preguntó con un gruñido malhumorado—: ¿Qué tiene de malo la idea de casarte conmigo?
—¿¡Que qué tiene de malo la idea de casarme contigo!? —Cuando se dio cuenta de que estaba gritando, intentó bajar el tono—. ¡Pues que nos haríamos la vida imposible! Tú eres un déspota, un tirano —dijo al tiempo que le daba un manotazo en el pecho—. ¡Un Cynster! Tú ordenas y esperas que todo el mundo te obedezca… ¡No, eso no es verdad! Tú asumes que todo el mundo va a obedecerte. Y ya sabes cómo soy yo. —Lo miró a los ojos en actitud desafiante—. No me avendré sin más a lo que dispongas… ¡No acataré tus órdenes sin rechistar!
Él la contemplaba con los labios apretados y los ojos entrecerrados. Esperó un instante antes de replicar:
—Y ¿qué?
Lo miró con los ojos como platos.
—Simon… No va a funcionar.
—Claro que sí. Funcionará.
Ese fue su turno de levantar la vista al cielo.
—¿Lo ves?
—Eso no es lo que te preocupa.
Bajó la cabeza para observarlo. Parpadeó. Esos tiernos ojos azules, tan engañosos como bien sabía ella, no ocultaban una naturaleza tierna, sólo una férrea determinación, una resolución inflexible, la acerada voluntad de un conquistador…
—¿A qué… a qué te refieres?
—Siempre he sabido lo que te preocupa de mí.
Portia sintió que algo se agitaba en su interior. Algo que se sacudió con fuerza. Sostuvo su mirada largo rato antes de animarse a preguntar:
—¿El qué?
Simon titubeó y ella supo que estaba pensando hasta dónde podía revelarle, hasta qué punto podía confesarle lo que sabía. Cuando habló, lo hizo en voz baja y controlada, aunque cortante.
—Tienes miedo de que intente controlarte, de que intente coartar tu independencia para convertirte en una mujer que no eres. Y de que sea lo bastante fuerte como para lograrlo.
Sus palabras le secaron la boca.
—Y ¿lo harás? ¿Lo intentarás, lo conseguirás?
—Desde luego que lo intentaré, al menos intentaré refrenar tus impulsos más alocados, pero no porque quiera hacerte cambiar, sino para protegerte. Te quiero por lo que eres, no por lo que no eres.
El peligro emocional al que se enfrentaba con él le provocó un nudo en la garganta.
—¿No lo dices por decir?
Simon era capaz de eso y de mucho más; acababa de demostrar que sabía más de lo que ella había creído, que la comprendía muchísimo mejor que ninguna otra persona. Y era cruel e implacable a la hora de conseguir lo que quería.
Y la quería a ella.
Tenía que creerlo, no le quedaba más opción.
Simon soltó el aire muy despacio y la miró a la cara. Su crispado semblante era un signo de que su temperamento era un ente muy real. Pero aún lo era más su deseo de reclamarla, de capturarla, de hacerla suya.
Desde las profundidades de esos ojos azules la miraba un conquistador.
Simon extendió una mano muy despacio.
—Arriésgate. Ponme a prueba.
Portia miró la mano que le ofrecía antes de alzar la vista hasta su rostro.
—¿Qué estás sugiriendo?
—Que seas mi amante hasta que estés segura de que deseas convertirte en mi esposa. Al menos, durante los días que estemos aquí.
Inspiró hondo. La cabeza le daba tantas vueltas que no podía pensar. El instinto le decía que había más, que aún no sabía qué lo había llevado a pensar contra toda lógica que se complementarían, y que tal vez nunca lo supiera. Aunque había otros modos de enfocar ese tema, había maneras de averiguar lo que Simon no diría con palabras.
Pero si deseaba averiguarlo… tendría que arriesgarse.
Arriesgarse mucho más de lo que había creído.
Había pensado en abordar el matrimonio paso a paso, segura del terreno que pisaba. Pero ¿quién sabía? Tal vez habría llegado un momento en el que lo hubiera considerado como marido. Si hubiera seguido el cauteloso camino de la lógica, habría sabido qué hacer. No se habría sentido insegura.
No obstante, Simon había pasado a un nivel que ella ni siquiera había previsto, sin darle tiempo a adaptarse a las nuevas circunstancias. La cabeza seguía dándole vueltas, pero él esperaba una respuesta, no cejaría hasta obtenerla; y la verdad era que merecía recibir una. Debía confiar en su instinto para decidir qué hacer.
El corazón le dio un vuelco, pero irguió la espalda.
Alzó la mano y aferró la que él le había ofrecido.
Simon cerró su mano y la apretó con firmeza.
El gesto posesivo la sobresaltó. Levantó la barbilla y enfrentó su mirada.
—Esto no quiere decir que haya aceptado casarme contigo.
Sin apartar la vista de ella, él se llevó su mano a los labios.
—Has accedido a darme la oportunidad de convencerte.
Reprimió el escalofrío provocado por su beso y por el brillo decidido de sus ojos e inclinó la cabeza.
Simon dejó escapar el aire que había estado conteniendo y sintió que el nudo que le había cerrado la garganta se deshacía. Jamás había imaginado que tratar con su futura esposa sería tratar con Portia. Era la única persona que lo sacaba de quicio.
Sin embargo, ya había pasado lo peor, había logrado dejar atrás el tema de su reciente engaño y había centrado la conversación en lo que realmente importaba: el futuro. No iba a darle más vueltas al hecho de que Portia creyese que pensaba seducirla y dejarla marchar sin más; no tenía sentido discutir su error de cálculo.
Ella lo miró un instante antes de girarse para continuar por el sendero. La dejó reanudar la marcha, pero no le soltó la mano, sino que caminó despacio a su lado.
Sabía lo que estaba pensando, lo que estaba analizando y diseccionando. Y no tenía manera de evitarlo.
Bajo la copa de los árboles todo estaba en silencio, tranquilo. Escucharon los lejanos trinos de un pájaro. El sendero se internaba entre los pinos. Tenían el patio principal justo enfrente cuando Portia se detuvo. Y se giró para enfrentarlo.
—¿Qué pasa si no acepto casarme contigo?
Una mentira facilitaría su vida en gran medida. Pero esa era Portia. La miró a los ojos.
—Que hablaré con Luc.
Ella se tensó y su mirada se tornó furibunda.
—Si lo haces, puedes estar seguro de que no me casaré contigo.
Dejó que el silencio se extendiera un momento.
—Lo sé. —Tras un instante, frunció los labios y prosiguió—: Si llegamos a ese punto, estaremos en tablas. Pero no llegaremos a ese punto, así que no tiene sentido que nos preocupemos.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados antes de hacer un mohín y reanudar la marcha.
—Pareces muy seguro de ti mismo.
Cuando salieron al patio, Simon alzó la vista hacia la mansión.
—De cómo deberían ser las cosas, sí, lo estoy. —De lo que se avecinaba… Bueno, eso era otro cantar.
Subieron los escalones de la entrada principal y transpusieron la puerta, abierta de par en par.
Portia se detuvo en el vestíbulo.
—Necesito pensar.
Por decirlo de alguna manera. Aún tenía la sensación de que estaba soñando, de que nada de lo sucedido era real. No tenía claro en qué se había metido, a qué se enfrentaba.
Dónde se encontraban.
Se zafó de su mano y él la dejó ir a regañadientes. Le bastó un vistazo a su rostro para tener la certeza de que Simon preferiría que no pensara y el presentimiento de que estaba sopesando la idea de distraerla. Pero entonces la miró a los ojos y se percató de que había adivinado sus intenciones.
Inclinó la cabeza a modo de despedida.
—Estaré en la sala de billar.
Portia le devolvió el gesto y se giró para entrar en la biblioteca. La enorme estancia estaba desierta. Aliviada, cerró la puerta tras ella y se apoyó contra la hoja de madera. Un instante después, escuchó las pisadas que se alejaban por el vestíbulo.
Con la espalda pegada a la puerta, esperó a que la cabeza dejara de darle vueltas y a que sus emociones se calmaran.
¿Estaba Simon en lo cierto? ¿Podría funcionar un matrimonio entre ellos?
No parecía tener mucho sentido repasar el pasado. A sabiendas de que su objetivo siempre había sido el matrimonio, el comportamiento de Simon cobraba sentido. Incluso el hecho de que no lo mencionara hasta que Kitty lo obligó a hacerlo; conociéndola como la conocía, era la única opción. Hasta ella habría hecho lo mismo de estar en su lugar.
Nunca había sido una persona vengativa. El pasado… pasado estaba. Era el futuro lo que debía importarle. El futuro que Simon le había impuesto.
A pesar de todo, tenía la sensación de que el control de su vida se le había escapado de las manos, como un par de caballos desbocados. Había estado tan pendiente del vínculo emocional entre ellos que no se había parado a pensar adónde podría llevarlos. Era evidente que él sí había reparado en el desenlace; pero ¿habría considerado la naturaleza de esa emoción?
Mientras que ella analizaba ese vínculo paso a paso, guiada por la lógica, Simon había dado un impulsivo salto hacia una de las posibles conclusiones… y estaba convencido de que dicha conclusión era la correcta. Que era la que debía ser.
Por regla general, era ella la impulsiva y él era el hombre circunspecto. No obstante, en el caso en el que se encontraban, Simon estaba convencido de su posición mientras que ella seguía buscando indicios que calmaran sus dudas.
Hizo un mohín y se apartó de la puerta. Sin duda, su precaución se debía a todo lo que estaba en juego; era ella quien se ponía en peligro al concederle su mano. Al concederle derechos sobre su persona. Cualquier derecho que Simon quisiera ejercer sobre ella.
Le había dicho que funcionaría, que comprendía sus miedos y que la quería como era. Una vez más, su decisión dependía de la confianza. ¿Confiaba en él hasta el punto de creer que cumpliría su palabra día tras día durante el resto de sus vidas?
Esa era la pregunta para la que debía encontrar respuesta.
Aunque una cosa sí tenía clara. Su conexión, ese vínculo emocional que intentaba comprender, que había nacido de un pasado compartido y que se había fortalecido con las relaciones íntimas de los últimos días, era muy real; era un ente casi tangible.
Y seguía creciendo, seguía fortaleciéndose.
Simon era muy consciente. Lo sentía y lo reconocía al igual que ella misma; de hecho, se estaba aprovechando de ese vínculo, utilizándolo en su propio beneficio. Lo usaba en conjunción con su férrea voluntad (algo que ella no había previsto) para encauzarlo por el camino que deseaba que tomase.
Todo eso la conducía a la pregunta más pertinente. ¿El sentimiento que los unía era real o era una ilusión creada por la férrea voluntad de Simon y su enorme experiencia con el objetivo de que se casara con él?
Rememoró su reacción a la preocupación que él le había demostrado esa mañana. ¿Era tan implacable como para haberla fingido? Conocía la respuesta: sí.
Pero ¿lo habría hecho?
Percibía las emociones, la pasión y el deseo que Simon controlaba con mano de hierro, que refrenaba pero que no conseguía ocultar del todo. Aún sentía el impulso de huir, de alejarse de él y de esas emociones; de alejarse del poder que estas tenían y de la amenaza implícita que suponían para ella; sin embargo, ese impulso se contrarrestaba con la curiosidad, con la poderosa fascinación que evocaban esas mismas emociones, ese sentimiento que existía entre ambos y la promesa de lo que podría llegar a ser.
Simon leía sus pensamientos y sus emociones como si fueran un libro abierto. En circunstancias normales, jamás se molestaba en ocultarle lo que sentía o pensaba. El hecho de que hubiera averiguado el único secreto que creía haberle ocultado evidenciaba que estaba más unido a ella de lo que había creído en un principio. Que era mucho más consciente de lo que ella lo era de él.
Hasta ese momento había pensado en el matrimonio de modo abstracto, aunque desde luego jamás había tenido en mente a Simon ni a nadie como él. Había acabado atrapada en su red por culpa de las circunstancias y de su propia curiosidad. Simon acababa de convertir la posibilidad de casarse con un tirano en algo muy real.
Si estuviera en su sano juicio, lo rechazaría… y saldría corriendo. Muy rápido. Y muy lejos.
No obstante, la idea de huir de lo que podría llegar a existir entre ellos le provocaba tal rechazo que sabía que jamás lo haría, que jamás le daría la espalda a esa posibilidad y la dejaría pasar. Si lo hiciera, jamás sería capaz de volver a mirarse en un espejo. Las posibilidades que la aguardaban a lo largo del camino que Simon le proponía eran incontables, emocionantes y suponían una peligrosa tentación. Diferentes, únicas. Estimulantes.
Todo lo que siempre había deseado que existiera en su vida.
La idea de casarse con un Cynster sin el amor para allanar el camino, algo que había dejado de ser una hipótesis para convertirse en realidad, era como una espada que pendía sobre su cabeza y amenazaba su verdadero ser. A pesar de eso, seguía sin sentirse amenazada por él, por el hombre. Simon había sido su indeseado y renuente protector durante años; y una parte de ella se negaba en redondo a modificar su papel a esas alturas.
Suspiró. Por más cosas que pensara, sólo se encontraba con contradicciones y su mente seguía ofuscada. La única certeza que albergaba era el hecho de que Simon, por sorprendente que pareciera, estaba decidido a casarse con ella, aunque ella aún no se hubiera decidido al respecto.
La magnitud del cambio que se había producido en su vida en apenas una hora la dejó aturdida.
Miró a su alrededor mientras se obligaba a respirar con calma. Tenía que tranquilizarse y recuperar el equilibrio para que su mente funcionara con su habitual precisión.
Su mirada vagó por las pulcras hileras de libros encuadernados en piel al tiempo que comenzaba a pasear por el perímetro de la estancia. Se obligó a concentrarse, a leer los títulos, a pensar en otras cosas. A reconectar con el mundo en el que solía vivir.
Llegó a uno de los extremos de la estancia y pasó frente a la inmensa chimenea. Las puertas francesas que daban al jardín estaban abiertas; paseó por su lado, admirando los bustos que había entre cada puerta e intentando no pensar en nada más hasta que volvió a llegar a las paredes cubiertas por las estanterías.
En ese extremo de la biblioteca se emplazaba un escritorio, colocado en perpendicular a la chimenea. Tras él había otra chimenea más pequeña. Su mirada reparó en el intrincado diseño de la repisa…
Y desde donde se encontraba, atisbó un pie pequeño y ataviado con un escarpín que yacía en el suelo, junto al escritorio.
Cómo no, el pie estaba unido a una pierna.
—¡Válgame Dios! —Se acercó a toda prisa al escritorio y lo rodeó…
Se detuvo, temblando. Con los ojos desorbitados.
Y se aferró al borde del escritorio con una mano mientras se llevaba la otra a la garganta.
Era incapaz de apartar la vista del rostro de Kitty. Un rostro hinchado, enrojecido, con la lengua ennegrecida asomando entre los labios y una mirada vidriosa en esos ojos azules… Era incapaz de apartar la vista del cordón de seda que le rodeaba el cuello y se hundía en su delicada piel…
—¿Simon? —Su voz apenas fue un susurro. Le costó un esfuerzo sobrehumano tomar el aire suficiente para poder gritar—. ¡Simon!
Pasó un momento. Escuchaba el tictac del reloj que había en la repisa de la chimenea. Estaba demasiado mareada como para soltar el escritorio y comenzaba a preguntarse si tendría que ir en busca de ayuda…
Escuchó las pisadas que se acercaban por el pasillo.
La puerta se abrió de par en par.
En un abrir y cerrar de ojos, Simon estuvo a su lado, cogiéndola por los brazos mientras contemplaba su rostro. Cuando siguió su mirada, soltó un juramento, se interpuso entre ella y el escritorio y la estrechó entre sus brazos para alejarla de la espantosa imagen.
Portia se aferró a las solapas de su chaqueta y, temblando, enterró la cara en su hombro.
—¿Qué pasa? —preguntó Charlie desde la puerta.
Simon señaló con la cabeza la zona situada tras el escritorio.
—Kitty…
Abrazó a Portia con fuerza, consciente de los escalofríos que la recorrían, de los temblores que la sacudían. Al diablo con el decoro. La estrechó un poco más, amoldándola a su cuerpo para darle calor y bajó la cabeza para besarle la sien.
—No pasa nada.
Portia tragó saliva y se acercó aún más a él. Comprendió que intentaba luchar contra su reacción, contra la fuerte impresión. A la postre sintió que enderezaba la espalda y levantaba la cabeza, pero no se apartó de él. En cambio, miró hacia el escritorio.
Miró a Charlie, que se había acercado para echar un vistazo y que, en esos momentos, estaba lívido y apoyado en el borde del escritorio mientras se aflojaba la corbata. Soltó una maldición antes de mirarlo.
—Está muerta, ¿verdad? —le preguntó su amigo.
Fue Portia quien respondió con voz quebrada:
—Sus ojos…
Simon desvió la mirada hacia la puerta. No había acudido nadie más. Miró a Charlie.
—Busca a Blenkinsop. Y cierra la puerta al salir. Cuando hayas dado con él, busca a Henry.
Charlie parpadeó antes de asentir con la cabeza. Se enderezó, inspiró hondo, se arregló la chaqueta y echó a andar hacia la puerta.
Los temblores de Portia estaban empeorando. En cuanto se cerró la puerta, la cogió en brazos. Ella siguió aferrada a su chaqueta, pero no protestó. La llevó hacia los sillones emplazados frente a la chimenea principal y la dejó en uno.
—Quédate aquí. —Recorrió la estancia con la mirada y localizó la licorera. Se acercó al mueble y sirvió una generosa cantidad de brandy en una copa de cristal. Regresó junto a Portia y se arrodilló a su lado mientras estudiaba su semblante—. Toma, bébete esto.
Ella extendió una mano pero comprendió que necesitaría las dos. La ayudó a llevarse la copa a los labios y a sostenerla para que pudiera beber. Permaneció arrodillado en el suelo, ayudándola a beber; un rato después, sus mejillas habían recuperado un poco de color y a sus ojos asomaba un atisbo de su habitual fuerza.
Se apartó un poco para mirarla a la cara.
—Espera aquí. Voy a echar un vistazo antes de que el caos se desate.
Portia tragó y asintió con la cabeza.
Se levantó y cruzó la estancia sin dilación hasta llegar al cadáver, que examinó con cuidado. Kitty estaba de espaldas, con las manos a la altura de los hombros, como si hubiera forcejeado con todas sus fuerzas para librarse del asesino hasta su último aliento.
Por primera vez sintió verdadera lástima por ella; tal vez hubiera sido un completo desastre desde el punto de vista social, pero nadie tenía derecho de acabar con su vida de ese modo. A la zaga de esa emoción llegó la furia; aunque era algo mucho más complejo y no sólo por lo que le había sucedido a Kitty. Refrenó su ira y procedió a catalogar cuanto veían sus ojos.
El asesino se había colocado detrás de Kitty y la había estrangulado con el cordón de una cortina de las puertas francesas, comprobó cuando se agachó. Kitty era la mujer más baja de toda la casa, apenas llegaba al metro cincuenta de estatura; no debió de resultar muy difícil matarla. Recorrió el cuerpo con la mirada y le estudió las manos, pero no encontró nada fuera de lo normal salvo el hecho de que se hubiera cambiado de ropa después del almuerzo. Antes llevaba un vestido mañanero bastante sencillo; el que tenía puesto era mucho más bonito, un vestido de tarde diseñado para mostrar sus voluptuosas curvas, si bien totalmente aceptable para una mujer casada.
A continuación, examinó el escritorio, pero tampoco allí vio nada fuera de lugar; no había cartas a medio escribir ni manchas de tinta en el papel secante. Las plumas estaban bien ordenadas en su lugar y el tintero, bien cerrado.
Aunque tampoco creía que Kitty se hubiera retirado a la biblioteca para escribir una carta.
Regresó junto a Portia y meneó la cabeza al ver su expresión interrogante.
—No hay pistas.
Cogió la copa que Portia le ofreció. Seguía medio llena. Se la bebió de un trago y agradeció el calor que el licor extendió por su cuerpo. Si las consecuencias de la discusión que había mantenido con Portia le habían dejado los nervios a flor de piel, aquello era la gota que colmaba el vaso.
Inspiró hondo y la miró a los ojos. Portia sostuvo su mirada. Pasó un instante antes de que ella le tendiera la mano. Se la cogió y entrelazó sus dedos con fuerza.
Portia desvió la vista hacia la puerta. En ese preciso momento, esta se estampó contra la pared; Henry y Blenkinsop entraron en tromba seguidos de Ambrose y un criado.
Las siguientes horas fueron las más espantosas que Simon había pasado en toda su vida. Una fuerte impresión era una manera muy suave de describir lo que la muerte de Kitty les había provocado. Todos estaban anonadados, eran incapaces de asimilar lo ocurrido. A pesar de lo que había estado sucediendo delante de sus narices durante los últimos días, a nadie se le había ocurrido que todo acabara de ese modo.
—Puede que haya pensado estrangularla alguna que otra vez —afirmó James—. Pero jamás creí que alguien fuera capaz de hacerlo.
Pero los hechos eran los hechos.
En cuanto a las damas, casi todas estaban desconcertadas. Incluso lady O. Se olvidó de apoyarse en su bastón y ni se le pasó por la cabeza golpearlo contra el suelo. Drusilla era la menos afectada; pero incluso ella se echó a temblar, se quedó lívida y tuvo que sentarse cuando se enteró de la noticia. Muerta, Kitty despertaba muchas más simpatías que viva.
En cuanto a los hombres, una vez que superaron la primera impresión, la confusión fue la nota imperante. Junto con una creciente preocupación por lo que estaba por llegar, por cómo acabaría todo.
Simon estuvo pendiente de Portia y nada más. Horas más tarde, seguía bajo los efectos de la terrible impresión y seguía estremeciéndose de vez en cuando. Tenía los ojos desorbitados y las manos, sudorosas. Quería cogerla en brazos y llevársela muy lejos de allí; pero era del todo imposible.
Habían mandado llamar a lord Willoughby, el magistrado local. Llegó en poco tiempo y, tras intercambiar las cortesías de rigor y examinar el cuerpo (que seguía tal como lo encontraron en el suelo de la biblioteca), se retiró al despacho de lord Glossup. Interrogó primero a los caballeros y, después, llamó a Portia para que le contara lo sucedido.
Simon la acompañó como si estuviera en su derecho. Portia no se lo había pedido, ni él a ella; no obstante, desde que entrelazaran sus manos en la biblioteca, sólo las habían separado lo estrictamente necesario. Hundida en un sillón colocado junto a la chimenea (la cual habían encendido a toda prisa) y con él a su lado, relató como pudo su macabro hallazgo.
Lord Willoughby tomaba notas con los anteojos en la punta de la nariz.
—De manera que antes de que encontrara a la señora Glossup sólo estuvo en la biblioteca unos… ¿cinco minutos?
Portia meditó un instante antes de asentir con la cabeza.
—Y no vio a nadie ni escuchó que nadie saliera de la estancia, ni cuando entraron en la casa ni cuando pasó a la biblioteca. ¿Es correcto?
Volvió a asentir.
—¿A nadie en absoluto?
Simon se removió inquieto en el sillón ante tantas preguntas, pero el magistrado sólo estaba haciendo su trabajo y, además, con bastante tacto. Era un hombre mayor, de aspecto paternal, pero de mirada penetrante. Parecía haberse percatado de que la falta de respuesta de Portia no se debía a que intentara ocultarle algo.
Ella se aclaró la garganta.
—A nadie.
—Tengo entendido que las puertas de la terraza estaban abiertas. ¿Miró al exterior?
—No, ni siquiera me acerqué demasiado a ellas… Sólo pasé por delante.
Lord Willoughby esbozó una sonrisa alentadora.
—Y entonces fue cuando la vio y llamó al señor Cynster. ¿Tocó usted algo?
Cuando Portia negó con la cabeza, el hombre se giró hacia él.
—No vi nada extraño… Eché un vistazo, pero no vi nada que estuviera fuera de lugar.
El magistrado asintió con la cabeza y siguió con sus notas.
—Muy bien. Creo que eso es todo. —Sonrió con amabilidad y se puso en pie.
Portia, aún cogida de su mano, también se levantó.
—¿Qué va a pasar ahora?
Lord Willoughby miró a Simon y después a ella.
—Me temo que me veo en la obligación de recurrir a uno de los caballeros de Bow Street. Enviaré mi informe esta noche. Con suerte, tendremos aquí a uno de ellos mañana por la tarde. —Volvió a sonreír, en esa ocasión con ánimo reconfortante—. Han mejorado muchísimo, querida, y en este caso… —Se encogió de hombros.
—¿Qué quiere decir con eso? —quiso saber él.
El magistrado lo miró de nuevo y frunció los labios.
—Por desgracia, ninguno de los caballeros, salvo el señor Cynster aquí presente y el señor Hastings, tiene coartada para el momento del crimen. Por supuesto, no debemos olvidar que hay gitanos en las cercanías; pero, en los tiempos que corren, es mejor seguir el procedimiento.
Portia lo miró y a él no le cupo duda de lo que estaba pensando. Quería atrapar al asesino, fuera quien fuese.
Se despidió del magistrado con un gesto de cabeza y acompañó a Portia fuera de la estancia.
Lord Willoughby habló por último con lord Glossup y después se marchó.
La cena, compuesta por una selección de platos fríos, se sirvió temprano. Y todos se retiraron a sus habitaciones antes del crepúsculo.
Sentada en el alféizar de la ventana, con la barbilla apoyada en los brazos, Portia observaba cómo el sol iba desapareciendo poco a poco por el horizonte.
Y pensaba en Kitty. En las múltiples facetas de la misma mujer que había conocido en esos últimos días. Había sido una mujer hermosa y vivaz, capaz de ser encantadora y agradable; pero también de ser vengativa, caprichosa y cruel con los demás. Exigente… Ese tal vez fuera su mayor pecado, y, tal vez, su última estupidez. Había exigido ser el centro de atención de todos los que compartían la vida con ella.
A pesar de lo mucho que la había observado, jamás había visto que tuviera en cuenta los sentimientos de otra persona.
Sintió un escalofrío. Había algo que no podía sacarse de la cabeza. Kitty había confiado en alguien, alguien con quien se había encontrado en la biblioteca, un lugar al que jamás acudiría de otro modo. Se había cambiado de vestido. Recordó la expectación de la que había hecho gala durante el almuerzo al aire libre.
Había depositado su confianza a ciegas en alguien. Un error que había acabado siendo fatal.
Aunque había más de un modo de perder la vida.
Se concentró un instante a fin de comprobar si ya se encontraba preparada para desentenderse unos momentos de la muerte de Kitty y enfrentarse a las preguntas que la acosaban. Las preguntas de índole personal y muy emocional que afectaban a su futuro, a su vida y a la de Simon… Las vidas que tendrían que vivir a pesar de la muerte de Kitty.
Siempre había sabido que una dama que no era cuidadosa podría enfrentarse a una muerte en vida. ¿Cuánto tiempo hacía que sabía que esa noción también se aplicaba a ella? Bueno, no tenía ni idea. Tal vez ese fuera el motivo de que su subconsciente la hubiera instado a evitar a los hombres, y al matrimonio, durante tantos años y con tanto ahínco.
Para ella, el matrimonio siempre sería un riesgo, de ahí que buscara al marido ideal: uno que pudiera proporcionarle lo que ella necesitaba y permitirle manejarlo, dictar su relación y, en última instancia, vivir su vida. Su temperamento jamás la dejaría vivir en los confines de una relación asfixiante. En ese caso las opciones serían claras: o acababa con dicha relación o la relación acabaría con ella.
Y allí estaba, enfrentada a la posibilidad de casarse con un hombre lo bastante fuerte como para someterla a su entera voluntad. Un hombre al que no podría dominar y que, de aceptar su proposición, podría doblegarla si se lo proponía.
Siempre había sabido cómo era Simon; ni una sola vez, ni siquiera a los catorce años, había malinterpretado su naturaleza ni lo había visto como otra cosa que el tirano que era. Aunque tampoco había creído jamás que se le metería en la cabeza casarse con ella…, a ella desde luego que no se le había ocurrido. Sin embargo, así estaban las cosas y ella, con la curiosidad que había despertado su deseo de encontrar un marido (algo que, por suerte, Simon desconocía) había caído en sus redes de cabeza.
Y él se lo había permitido.
No era sorprendente, por supuesto; no era, ni más ni menos, que lo que su naturaleza le dictaba.
Clavó la mirada en la oscuridad de la noche y dejó que sus pensamientos se centraran en él, en todo lo que habían compartido. En todo lo que aún desconocía.
En todo lo que aún deseaba aprender.
¿Sería amor lo que estaba naciendo entre ellos? ¿O algo que Simon había fraguado para atarla a él?
Y en otro orden de cosas, ¿sería Simon capaz de darle rienda suelta dentro de unos límites aceptables, le permitiría ser de verdad como realmente era? ¿O sería su oferta una estratagema para que aceptara casarse con él?
Dos preguntas. Sus interrogantes se habían reducido a dos preguntas muy claras.
Sólo había un modo de averiguar las respuestas.
«Ponme a prueba».
Tendría que ponerlo a prueba, sí.
Permaneció sentada en el alféizar de la ventana mientras las sombras se alargaban y se oscurecían en el exterior. Mientras contemplaba caer la noche y, con esta, el silencio sobre los jardines.
Pensó de nuevo en Kitty, que yacía muerta en la caseta del hielo.
Sintió que la sangre seguía corriendo por sus venas.
Ella tenía que seguir adelante con su vida, y eso significaba labrarse su propio futuro. Jamás le había faltado el valor y jamás en su vida había rehuido un desafío.
Claro que jamás se había enfrentado a un desafío semejante…
Debía hacerse con el control de la situación en la que él los había metido y convertirla en la vida que ella deseaba; debía obtener de Simon (de Simon, nada más y nada menos) las respuestas…, las garantías que necesitaba para sentirse segura.
La verdad era que no había marcha atrás. No podían fingir que no había pasado nada entre ellos ni que el vínculo que se había establecido, y que se fortalecía con cada día que pasaba, no existía.
Como tampoco podía alejarse sin más, de su relación y de él… Entre otras cosas, porque él no se lo permitiría.
No tenía sentido fingir.
Tras quitarse la chaqueta, Simon se había colocado delante de la ventana de su habitación para observar cómo las sombras iban reclamando las aguas del lago.
Y sentía cómo su humor se iba ensombreciendo a la par.
Quería estar con Portia. En ese mismo instante, esa noche. Quería estrecharla entre sus brazos y saber que estaba a salvo. Quería, con un anhelo tan novedoso y tan diferente de la pasión que casi no daba crédito a su fuerza, hacerla sentirse segura.
Ese era el impulso que corría por sus venas; un impulso que no podía saciar.
Y ese hecho sólo incrementaba su inquietud.
Portia estaba en su dormitorio, sola. Pensando.
No podía hacer nada por cambiarlo… Nada por influir en las conclusiones a las que llegara.
No recordaba haberse sentido más inseguro con una mujer en toda su vida; desde luego, nunca había puesto en duda su capacidad para doblegar la voluntad de una mujer.
No podía hacer nada. A menos que ella lo buscara, no podía proseguir con su persuasión. No podía convencerla para que continuara a su lado y juntos exploraran el modo de que su matrimonio funcionara… Y estaba decidido a lograrlo. Había hablado en serio cuando le prometió encontrar el modo de dejarla hacer y deshacer a su antojo, siempre que le fuera posible.
Haría cuanto hiciera falta para casarse con ella; ni siquiera se planteaba otra alternativa.
Sin embargo, no podía hacer nada en ese momento. Estaba acostumbrado a controlar su vida, a manejar los asuntos que realmente importaban. Pero en eso, en ese asunto que le importaba más que nada en el mundo, no podía hacer nada hasta que ella le diera la oportunidad.
Su vida y su futuro estaban en manos de Portia.
Si le diera la menor oportunidad de persuadirla para después rechazarlo, la perdería aunque él fuera más fuerte que ella en lo esencial. Ya podría amenazarla con echarle encima a toda la alta sociedad que Portia no se doblegaría. No se sometería. Él mejor que nadie sabía que era cierto.
No tenía la menor idea de por qué se había fijado en una mujer tan indomable, pero ya era demasiado tarde para cambiar ese hecho.
Tomó una honda bocanada de aire que le ensanchó el pecho. Años atrás, se había reído de sus cuñados cuando les salió el tiro por la culata. Pero ya no se reía. Se encontraba en el mismo atolladero.
Escuchó el ruido del picaporte y se giró al mismo tiempo que se abría la puerta. Portia entró en el dormitorio y se dio la vuelta para cerrar la puerta.
Echó el pestillo y se detuvo para observarlo con detenimiento. Después, levantó la barbilla y se encaminó hacia él.
Aguardó totalmente inmóvil. Renuente incluso a respirar.
Se sentía como un depredador que observara a su presa mientras esta se acercaba sin ser consciente del peligro.
La tenue luz de la luna la iluminó cuando se acercó a la ventana; vio la expresión de su rostro, su mirada seria y la determinación que ambas traslucían.
Fue directa hacia él, le colocó una mano en la nuca y le bajó la cabeza.
Para besarlo.
El fuego seguía allí, entre ellos; cobró vida en cuanto ella separó los labios, en cuanto él respondió de forma instintiva.
Muy despacio a fin de darle todo el tiempo del mundo para apartarse si ese era su deseo, Simon le rodeó la cintura con las manos y, después, al ver que no protestaba, la envolvió con los brazos hasta amoldarla a su cuerpo.
Portia se apoyó en él y eso hizo que algo se rompiera en su interior, algo helado que acabó por derretirse. Le devolvió el beso, ansiando más, y ella se lo entregó. A manos llenas y sin el menor asomo de duda.
Aún no sabía qué había decidido, qué nuevo plan estaba poniendo en práctica; sólo era consciente del inmenso alivio que sentía al tenerla entre sus brazos. Al tenerla allí, muriéndose de deseo por él.
Porque lo deseaba. Lo había dejado bien claro en cuanto se amoldó sin temor alguno a su cuerpo. Sus lenguas se rozaban cambiando poco a poco el cariz del beso. Deseando más, reclamando más, dando más. Portia lo besaba con su habitual concentración, con la misma devoción de la que siempre hacía gala.
Sabía que era algo deliberado… Que había decidido seguir por ese camino.
Con la misma deliberación, se desentendió de sus argumentos, de su afán de persuasión, y se limitó a emularla.
Se inclinó para aferrarla por la parte trasera de los muslos y alzarla sin apartarla de él. Portia respondió con un ardiente murmullo antes de arrojarle los brazos al cuello y, una vez que le bajó la cabeza, darse un festín con sus labios. Semejante despliegue de pasión lo distrajo por un instante mientras luchaba por aplacar las ansias de Portia. Acto seguido reclamó sus labios con renovado ardor y recuperó el control mientras la llevaba a la cama.
Cayeron sobre el colchón y rodó de forma instintiva para atraparla bajo su cuerpo. Ella jadeó y se aferró a su pelo, a sus hombros…, a cualquier parte que tuviera a su alcance. Se entregó al beso y comenzó a forcejear bajo él hasta que cedió y rodó sobre el colchón, de modo que quedó tendida sobre él, libre de su peso.
En ese instante recordó que le tocaba asumir el papel de suplicante y que Portia no lo olvidaría. Así que decidió sosegarla, hechizarla y seducirla una vez más.
Dedicó su mente, sus manos, sus labios y su lengua a esa tarea. A entregarse a ella en cuerpo y alma.
En cuanto esa idea tomó forma, en cuanto por fin la aceptó y asimiló, sintió que había dado el paso correcto. Y esa inmensa sensación inspiró sus caricias mientras le acariciaba la nuca, y se apoderó de su cuerpo mientras permanecía inmóvil bajo ella.
Preparado para que ella tomara las riendas en ese momento.
Portia vaciló, recelosa de sus motivos, pero aceptó la invitación implícita y se incorporó un poco para saborear mejor su boca. Le tomó la cara entre las manos y lo inmovilizó mientras suspiraba de placer. Después, liberó sus labios y, con una mirada resplandeciente bajo los párpados entornados, le enterró los dedos en el cabello.
Simon interpretó el gesto como una señal y comenzó a acariciarle la espalda, enderezando el vestido antes de proceder a desabrocharle los botones.
Ella emitió un gemido de protesta y se apoyó sobre su pecho para incorporarse hasta que quedó sentada a horcajadas sobre su cintura; desde esa posición, observó su rostro.
No tenía ni idea de lo que podía ver en su cara, pero se quedó inmóvil, con las manos sobre sus costados, observándola mientras ella lo estudiaba, a la espera de que dictara el camino a seguir.
Portia lo miró a la cara, iluminada por la luz de la luna que se filtraba por la ventana. Leyó su conformidad, su predisposición para, al menos por esa noche, ser lo que ella quería que fuese. Para comportarse tal y como ella quisiese.
Ella así lo quería. Lo necesitaba.
—Me sugeriste que te pusiera a prueba. ¿Lo decías en serio?
Sus respectivas posiciones impedían que Simon leyera su expresión. Percibió que estaba intentando hacerlo y que, al verse incapaz, titubeaba antes de contestar.
—Me refería a que deberíamos comportarnos como si estuviéramos casados para que vieras, para que te convencieras, que es posible. Que estar casada conmigo no será el desastre que tú crees.
—¿Seguro que no empezarás a dar órdenes a diestro y siniestro? —Gesticuló con la mano—. ¿Que no te harás con el control?
—Intentaré no hacerlo. —Apretó los dientes—. Estoy dispuesto a amoldarme cuanto me sea posible, a complacerte dentro de unos límites razonables, pero no puedo…
Al ver que no terminaba la frase, lo hizo ella en su lugar.
—¿Cambiar tu forma de ser?
Lo sintió soltar el aire.
—No puedo ser alguien que no soy, de la misma manera que tú no aceptas que te obliguen a ser alguien que no eres. —Sus miradas se entrelazaron—. Lo único que podemos hacer es intentarlo y sacar el máximo partido.
La sinceridad de su voz se deslizó bajo sus defensas y la conmovió. De momento, eso bastaba… Era una invitación más que adecuada para ponerlo a prueba y ver qué pasaba.
—Muy bien. Intentémoslo y veamos adónde nos lleva.
Sus manos, grandes y fuertes, seguían inertes en sus costados, sin exigir nada…, a la espera.
Portia sonrió, inclinó la cabeza y lo besó en los labios. Lo incitó y, cuando sintió que tensaba los dedos, se retiró. Lo dejó inmovilizado con una mirada.
Y se dispuso a soltarle la corbata. Le quitó el alfiler de diamantes, lo clavó en el borde del chaleco antes de desatar el nudo y, a la postre, soltó el largo trozo de tela. Lo sostuvo en alto con una mano mientras sopesaba una miríada de posibilidades; después, sonrió.
Cogió la corbata con ambas manos y la convirtió en una venda para los ojos.
Sus miradas se encontraron por encima de la prenda.
—Te toca.
La expresión de su rostro fue un poema, aunque le resultara imposible negarse. Se incorporó sobre los codos con la cabeza inclinada para que pudiera colocarle la venda sobre los ojos.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —murmuró.
—Creo que me las apañaré.
Si tenía los ojos vendados, podía olvidarse de la necesidad de controlar su propia expresión y concentrarse por completo en él, en conseguir todo lo que quería de él.
Le llevó las manos a los hombros y lo empujó para que volviera a tenderse en el colchón, bajo ella. El cabecero y los almohadones estaban a su derecha. A su espalda, la luna brillaba y derramaba su luz plateada sobre Simon.
Portia se dispuso a recrear la escena que tenía en mente, el escenario donde lo pondría a prueba esa noche.