PORTIA contempló el repentino despliegue de piel desnuda y puro músculo que quedó delante de ella. Se le secó la boca. La parte lógica de su mente se esforzaba por prestar atención a lo que Simon le había preguntado…, a por qué se lo había preguntado… Pero la otra parte de su mente ni siquiera se molestó en hacerlo.
Después de todo, eso era lo que había querido experimentar. Aprender.
La súbita incertidumbre, la punzada de temor que sintió cuando él se llevó las manos a la pretina del pantalón y lo desabrochó, era de lo más lógica, se reprendió. Si bien parecía más sensato concentrarse en otras cosas…, como en lo a gusto que se encontraba. Comprenderlo hizo que diera un pequeño respingo y al punto notó el suave roce de la camisola sobre la piel. En comparación, el tacto de las sábanas le resultó áspero.
Simon se dio media vuelta y se sentó en la cama. El colchón se hundió bajo su peso mientras se quitaba las botas y las dejaba caer al suelo. Su rostro parecía un boceto artístico que estudiara la determinación, la concentración más absoluta.
Una concentración que en breve estaría en…
Sintió un escalofrío en la espalda. Sus sentidos se sobresaltaron cuando él se puso en pie para quitarse los pantalones y se giró.
Clavó la vista en él… y no precisamente en sus ojos. Fue consciente de que se quedaba boquiabierta. De que lo miraba con los ojos como platos.
Lo había tocado, pero nunca lo había visto.
Y verlo era mucho más impresionante que tocarlo. Al menos para su mente. A decir verdad, su mente no estaba muy segura de…
—¡Por el amor de Dios, deja de pensar!
Parpadeó mientras él apartaba las sábanas y se metía en la cama. Volvió a mirarlo a la cara cuando le tendió los brazos y la acercó a él.
—Pero Sim…
La besó… con ardor. Con arrogante exigencia. Con afán dominante. Agraviada, respondió en consecuencia de forma instintiva y él cambió de inmediato el cariz del beso. La besó con ternura mientras ella se tensaba, sobresaltada de repente al sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Al percibir lo real que era ese cuerpo musculoso, excitado, desnudo y resuelto que de repente la había rodeado y parecía muy capaz de avasallarla.
Pese a todo, fue toda una conmoción. Una conmoción de lo más real y, en cierto sentido, aterradora. También en ese ámbito, la teoría era una cosa y la práctica otra.
Siguió besándola, de modo que sólo podía respirar mediante el aliento que él le daba. Intentó alejarse, liberar su mente lo suficiente como para pensar. Pero él no se lo permitió. Y entonces, del modo más inesperado, descubrió que se hundía, que la arrastraba hacia el fondo de un mar de sensualidad.
Tendido a medias sobre ella, con las piernas entrelazadas con las suyas y las manos sobre su piel, hechizó sus sentidos y los arrastró sin piedad hasta el fondo mientras todo vestigio de resistencia se desvanecía. Hasta que su mente estuvo inundada no por el placer, sino por la expectación, por el deseo. Y no le permitió regresar a la superficie; la besó de forma aún más apasionada, devorando su boca sin molestarse en ocultar en ningún momento su verdadera intención, su afán conquistador.
Portia se rindió con un jadeo. Una rendición que fue más allá del beso y estuvo impulsada por el deseo de apaciguarlo, de entregarse, de rendirse. De aplacarlo mediante la ofrenda de su cuerpo, de todo su ser.
Y él lo tomó todo. Hasta ese momento, nunca había comprendido hasta qué punto la deseaba. Lo que en realidad deseaba de ella. Cuando comprendió la magnitud de la realidad, se estremeció de la cabeza a los pies.
El asalto a sus labios se suavizó, pero no cesó.
Porque Simon desvió su atención hacia otras conquistas.
Como sus pechos. Excitados y doloridos por el deseo, notó cómo sus caricias le endurecían los pezones. Más diestros que nunca, sus dedos torturaron, mimaron… y pellizcaron.
La pasión la tomó por asalto y se deslizó bajo su piel. Gimió, aunque el sonido quedó sofocado por un beso. Simon no se detuvo, no interrumpió sus abrumadoras caricias.
Sólo se apartó de sus labios cuando ella arqueó la espalda y gritó. Apartó las manos de sus pechos y comenzó a subirle la camisola sin muchos miramientos.
—Levanta los brazos.
Lo obedeció al mismo tiempo que respiraba hondo. Él le quitó la camisola y, antes de que pudiera bajar los brazos, atrapó una de sus muñecas con una mano y luego la otra. Le bajó los brazos hasta que quedaron apoyados en los almohadones, sobre su cabeza. La posición le elevó los senos y los aplastó contra su torso, arrancándole un jadeo.
Sintió una oleada de sublime placer. Simon inclinó la cabeza y volvió a capturar sus labios con avidez. Acto seguido, comenzó a mover el torso de un lado a otro. El movimiento hizo que el vello de su pecho le rozara los enhiestos pezones y la sensación fue tan placentera que rayó en el dolor.
Ni siquiera era capaz de jadear cuando él se apartó por fin de sus labios para dejar un abrasador y húmedo reguero de besos por su cuello. Descendió hasta llegar al hueco de la garganta y, desde allí, trazó el contorno de una clavícula con afán posesivo antes de bajar un poco más y capturar un pezón con el que se dio un festín.
Atrapada como estaba con las manos sobre la cabeza y el cuerpo arqueado, expuesto para que saciara su voracidad, no pudo evitar, no pudo contener la miríada de estímulos que Simon le provocó.
Unos estímulos que la atraparon y la elevaron, que expandieron todos sus sentidos de modo que la realidad caló hasta lo más hondo de su ser. Una realidad protagonizada por la ardiente calidez de esa boca que le chupaba un pezón; por el peso de esos poderosos músculos que la mantenían atrapada; por la evidente erección que le presionaba la cadera, lista para tomarla.
La promesa, la certeza de lo que estaba por llegar la abrumó…, y ella lo permitió de buena gana.
Dejó de forcejear. Dejó que él le enseñara. Que se lo mostrara todo.
Simon percibió el momento exacto en el que Portia se rindió, en el que dejó de analizar, de pensar. De resistirse. Su cuerpo, más débil que el suyo pese a poseer una fuerza muy femenina, se relajó. Una señal que su naturaleza conquistadora reconoció y apreció en su justa medida. Alzó la cabeza, la besó en los labios, capturó su boca para saborearla a placer y se colocó sobre ella.
Dejó que sintiera todo su peso, dejó que lo conociera y que lo aprendiera, porque era imperativo que así fuera. Cuando la sintió forcejear para liberar los brazos, la soltó y colocó las manos sobre sus pechos. Desde allí fueron descendiendo, siguiendo sus curvas hasta introducirse entre la sabana y su espalda para aferrarla por las nalgas y alzarle las caderas.
Ella musitó algo, un sonido gutural e ininteligible. Encantado con la situación, aunque no dio muestras de ello, subyugó sus sentidos y la sumergió en el beso.
Cuando se apartó de sus labios y descendió hasta sus pechos, lamiéndola y besándola en el trayecto, ella no opuso la menor resistencia. Lo aferró por los hombros y le clavó los dedos mientras él daba buena cuenta de su entrega. Respiraba de forma entrecortada, y cuando la miró a la cara vio que tenía los ojos cerrados. Fruncía el ceño como si estuviera concentrada al máximo.
En ese momento, lamió un enhiesto pezón. Lo rodeó con la lengua antes de atraparlo con los labios y succionar con fuerza, lo que rompió su concentración a juzgar por el jadeo que escapó de su garganta.
Descendió un poco más y decidió dar rienda suelta a su deseo. Sabía sin ningún género de dudas que no sería capaz de controlar sus instintos más básicos. Esa noche no. Con ella no. Había admitido días atrás que la deseaba desde mucho antes de la fiesta. Desde muchísimo antes. Su cuerpo era un tesoro que su alma de libertino había codiciado desde siempre, aunque no lo hubiera admitido.
Pero esa noche sería suya. Más aún, esa noche ella se entregaría por entero, sin reservas. Si iban a tener un futuro juntos, no tenía sentido fingir ser alguien que no era; fingir que no iba a mostrarse exigente, que no iba a hacerle demandas en ese terreno.
La reacción que ella mostrara era otro cantar, aunque era bien cierto que nunca la había visto acobardarse ante nada.
En lo profundo de su corazón, supo que podía pedirle cualquier cosa y que ella se lo entregaría, de forma consciente y a manos llenas. Además, en última instancia, él jamás podría hacerle daño. Y Portia lo sabía tan bien como él.
Recorrió con los labios la tersa piel de su vientre y notó cómo ella contenía la respiración y se removía, inquieta. Le inmovilizó las caderas con las manos y siguió descendiendo al tiempo que le separaba los muslos con los hombros.
Y ella imaginó cuál era su destino. Le enterró los dedos en el pelo. La sintió tomar aire mientras bajaba la cabeza y rozaba esa suave carne con los labios.
—¡Simon!
Pronunció su nombre con un grito desgarrado que le abrasó el alma. Comenzó a lamer, a explorar y a saborearla. En un principio, se mostró cauto y chupó con delicadeza, pero no pasó mucho antes de que su exploración se hiciera más y más explícita. Se fue mojando mientras él disfrutaba del festín. El sabor de su deseo era como miel para su paladar, dulce pero con un toque excitante. Localizó el punto que le daría más placer, tenso ya por el deseo, y succionó con suavidad. Estaba totalmente entregado a ella, pendiente de la menor reacción que mostrara.
Fue guiándola paso a paso. La llevó al límite con paciencia hasta que notó que lo aferraba con fuerza del pelo, alzaba las caderas y se rendía sin necesidad de palabras. Bajó un poco y la abrió para explorar la entrada de su cuerpo. Acto seguido y con total deliberación, la penetró muy lentamente con la lengua.
El placer la atravesó en ese instante y le arrancó un grito. Un grito que a él le supo a gloria. Saboreó cada uno de sus estremecimientos, pero en cuanto llegaron a su fin, se movió para quedar sobre ella. Tras separarle los muslos aún más, apoyó todo el peso en las manos que había colocado a ambos lados de su cabeza y llevó la punta de su miembro hasta los húmedos pliegues de su sexo.
Buscó la entrada, probó un poco… y se hundió definitivamente en su interior.
Portia gritó y se arqueó bajo él. No se detuvo, sino que la penetró aún más al tiempo que intentaba asimilar las sensaciones que lo asaltaban. La abrasadora humedad que se rendía bajo su asalto y lo iba rodeando poco a poco, estrechándolo con fuerza. La estrechez de esa carne que se cerraba en torno a él con su delicioso calor. Luchó denodadamente para saborearlo todo, pero sin dejarse llevar, sin dejar que sus instintos más atávicos se salieran con la suya. Más tarde podría tomar a su antojo, una vez que ella lo comprendiera, una vez que ella accediera.
Portia estaba muy quieta bajo él. Puesto que tenía la cabeza apoyada contra la suya, sentía cada uno de sus jadeos junto a la oreja. Su cuerpo se había cerrado en torno a su miembro y escuchaba los desbocados latidos de su corazón. Con todos los músculos tensos por el abrumador impulso de moverse en su interior, alzó la cabeza y la miró a la cara.
Tenía los párpados entornados y, bajo ellos, bajo el negro encaje de sus pestañas, le brillaban los ojos. Lo miraban echando chispas. Sus labios, hinchados y entreabiertos, se crisparon un poco. La vio tomar aire.
—Creí que habías prometido que nunca me harías daño.
No fue una acusación en toda regla, si bien estuvo acompañada de una leve mueca de dolor. Para su inmenso alivio, notó que comenzaba a relajarse bajo él y que la tensión provocada por la instintiva reacción defensiva ante su invasión remitía.
Inclinó la cabeza, le rozó los labios con los suyos y le dio un beso fugaz.
—Creo que… —murmuró al tiempo que se movía un poco en su interior— no tardarás en descubrir que es un dolor efímero.
Volvió a alzarse sobre ella y, sin dejar de mirarla a los ojos, se retiró un poco antes de volver a introducirse en ella.
Portia parpadeó.
—Haz eso otra vez.
Habría sonreído de buena gana, pero no podía. Tenía los músculos de la cara demasiado tensos a causa del deseo. La obedeció mientras dejaba escapar el aire al ver que ni su expresión ni su cuerpo volvían a tensarse.
Mientras lo miraba a la cara, Portia luchaba por asimilar la sensación de tenerlo en su interior, la sensación de plenitud que la embargaba. Ni en sus sueños más atrevidos había imaginado que la intimidad, la entrega de su cuerpo, la sensación de que él la poseyera, sería tan poderosa.
Ni que sería tan trascendental y devastadora en un sentido mucho más elemental.
Aunque en esos momentos no podía pararse a examinarlo. Ni su cuerpo ni el de Simon se lo permitirían. Ambos estaban listos y tensos. Aunque no tenía ni la menor idea de para qué…
Le había quitado las manos de los hombros para aferrarlo con todas sus fuerzas por los brazos. Apartó una y la alzó hasta su rostro para apartarle un mechón de cabello que le caía sobre una mejilla. Lo instó a inclinar la cabeza hacia ella.
Separó los labios, en clara invitación a que la tomara, a que le enseñara más, de la única forma que sabía.
Simon se apoderó de su boca y le acarició la lengua con la suya. La retiró al mismo tiempo que lo hacía su miembro y volvió a introducirla justo cuando se hundía en ella, imitando los movimientos.
El ritmo prosiguió hasta atraparla, hasta que llegó la marea de sensaciones que ya conocía, pero en esa ocasión él la acompañaba. Su cuerpo, que a esas alturas había escapado a su control, lo siguió por instinto y se movió hasta que el fuego la rodeó; hasta que las llamas le rozaron la piel; hasta que se le derritieron los huesos y su cuerpo se convirtió en una hoguera donde él se hundía cada vez más rápido, más hondo, con más ímpetu, avivando las llamas y marcándola con su impronta.
Sus sentidos se desbocaron y se dejó llevar por el momento. Jamás se había sentido tan viva. Jamás había sido tan consciente de sí misma, ni de él. De sus cuerpos unidos, entregándose y recibiendo a la vez. Sudorosos y enfebrecidos mientras se frotaban, se acariciaban, se rozaban. De sus alientos mezclados, mientras sus corazones latían al unísono. De sus cuerpos entregados plenamente hacia el mismo fin.
Se lanzó a las llamas y dejó que la pasión la bañara, encantada de verse inmersa en el infierno de su mutuo deseo. Jadeante y aferrada a él, se atrevió a atizar la hoguera hasta que las llamas se alzaron un poco más. Hasta que se convirtieron en una columna de fuego que los arrastró a las alturas mientras los consumía y reducía a cenizas cualquier asomo de pensamiento racional. La abrasadora sensación los recorrió por entero mientras las llamas les lamían la piel. Siguieron inmersos en la danza, desesperados y jadeantes, con los corazones desbocados.
Le clavó los dedos con fuerza. Simon alzó la cabeza, inspiró hondo, como ella, y la miró a los ojos.
—Hazme un favor.
Descubrió que apenas podía hablar.
—¿Cuál?
—Rodéame las caderas con las piernas.
Quiso saber la razón, pero decidió limitarse a obedecerlo y conocer la respuesta de primera mano.
La nueva posición le permitió hundirse en ella aún más e hizo que sus movimientos ganaran en ritmo y en fuerza. Hasta el punto que creyó sentirlo en el corazón. Se arqueó bajo él, lo apretó con fuerza con los muslos y se escuchó gritar mientras sus sentidos se fragmentaban; no como antes, sino de una forma más poderosa que los convirtió en destellantes pedacitos de gloria.
Sintió que Simon se detenía, aún enterrado en ella, y al instante estuvo a su lado en ese torbellino de placer que los inundó con su energía, y que resultaba agotador y estimulante. Y que a la postre acabó por derretirlos.
Sus cuerpos, acalorados y sudorosos, se derritieron al tiempo que la tremenda explosión de deleite les derretía el alma.
Se había preguntado en muchas ocasiones por lo que sucedía, pero ninguna conjetura la había preparado para algo así.
Para el peso de Simon sobre ella; para los atronadores latidos de sus corazones; para el goce que aún les corría por las venas; para la pasión que aún palpitaba bajo la piel.
Por fin pasó. La violenta tormenta amainó y los dejó exhaustos, flotando en las olas de alguna isla desierta.
Sólo ellos eran reales. El resto del mundo dejó de existir.
Extenuada, siguió tendida bajo él. Estaba atónita, pero contenta. Simon giró la cabeza. Sus alientos se mezclaron y, al momento, se besaron. Lentamente. Sin apartarse el uno del otro ni un milímetro.
—Gracias.
Su aliento le rozó la mejilla. Alzó una mano para apartarle el pelo de la cara y lo acarició. Pasó la mano por los poderosos músculos de su torso, por los estilizados músculos de su espalda.
—No, soy yo la que tiene que darte las gracias.
Por instruirla. Por dejarla ver… tal vez más de lo que a él le habría gustado.
Había estado en lo cierto. Había algo especial entre ellos, algo por lo que merecía la pena luchar. Aunque todavía le quedaba muchísimo por aprender…
Simon la besó en los labios antes de respirar hondo y salir de ella. El cambio fue impactante. La diferencia de las sensaciones, de lo que sentía teniéndolo dentro y lo que sentía cuando la dejó, fue tremenda.
Él se apartó y se dejó caer en el colchón, a su lado. Alzó un brazo con evidente esfuerzo y la acercó a su costado antes de abrazarla.
—Duérmete. Tendrás que regresar a tu habitación antes de que amanezca. Te despertaré a tiempo.
Sonrió y se mordió la lengua para no confesarle que estaba deseando que llegara ese momento, que la despertara… Dio media vuelta y se acurrucó contra él, de espaldas a su costado. Nunca había dormido con un hombre, pero dormir con él le pareció lo más natural del mundo. Lo más normal.
Lo que estaba escrito.
El amanecer llegó demasiado pronto.
Fue ligeramente consciente del momento en el que Simon se apartó de su lado y su peso abandonó el colchón. Refunfuñó mientras se daba la vuelta y aferraba las sábanas y la colcha para arrebujarse entre ellas, rodearse con su calor, y volver a zambullirse en el delicioso sueño.
Estaba flotando, exhausta y contenta, en un mar cálido y plácido cuando una mano se cerró con fuerza sobre su hombro y la zarandeó.
—Vamos… Despierta. Está clareando.
Abrir un ojo supuso un considerable esfuerzo. Lo miró y vio que se inclinaba sobre ella completamente vestido. Había luz suficiente como para distinguir el color de sus ojos y percatarse de su semblante preocupado.
Sonrió, cerró el ojo y alzó una mano para agarrarlo por la solapa.
—Nadie se levantará hasta dentro de unas horas. —Tiró de él—. Vuelve aquí. —Esbozó una sonrisa mientras los recuerdos acudían en tropel a su mente—. Quiero aprender más.
Él dejó escapar un suspiro. Un largo suspiro. Acto seguido, le cogió la mano que lo tenía sujeto por la solapa… y, sin muchos miramientos, le dio un tirón que la sacó de su cálido refugio.
—¿¡Qué…!? —exclamó, abriendo los ojos de par en par.
Simon la tomó por ambas muñecas y tiró de ella hasta dejarla de rodillas sobre el colchón.
—Tienes que vestirte y regresar a tu habitación antes de que los criados estén por todas partes.
Sin darle tiempo a protestar, le pasó la camisola por la cabeza. Ella alzó los brazos para que se la pusiera sin que los delicados tirantes sufrieran daño en el proceso y después tiró del bajo hasta que estuvo en su sitio. No le extrañó que frunciera el ceño y lo mirara echando chispas por los ojos.
—Esto no es lo que esperaba.
La observó sin hacer nada, aunque le costó la misma vida contener una sonrisa.
—Ya me he dado cuenta. —Tensó la mandíbula—. De todos modos, nuestra estancia aquí sólo durará dos días más y no vamos a causar ningún escándalo mientras tanto. —Le arrojó el vestido.
Ella lo cogió, ladeó la cabeza y lo observó con detenimiento.
—Ya que sólo nos quedan dos días, ¿no sería más sensato…?
—No. —Titubeó un instante mientras estudiaba su expresión antes de añadir—: Podremos continuar con tus lecciones esta noche. —Dio media vuelta y se sentó en la cama para ponerse las botas—. No esperes aprender nada nuevo hasta entonces.
Se puso el vestido mientras meditaba, a todas luces, acerca de sus palabras. Gateó por la cama hasta llegar al borde, donde se sentó para ponerse las medias.
—¿Por qué tenemos que esperar hasta la noche? —le preguntó por fin.
Su tono denotaba una curiosidad genuina, pero también encerraba cierta inseguridad. Emociones que no le pasaron desapercibidas. Sus ojos se clavaron en ella y su cuerpo se tensó cuando la vio extender sin atisbo de malicia una larguísima pierna que quedó cubierta por una media.
Parpadeó al tiempo que se esforzaba por recordar la pregunta. Lo consiguió a duras penas. Alzó la vista hasta su rostro y buscó su mirada. Sus instintos le decían que sorteara la pregunta, que diera un rodeo.
Ella enarcó las cejas, a la espera de una respuesta.
Con la mandíbula apretada, se puso en pie y le tendió la mano para ayudarla a bajar de la cama. Ella se inclinó para ponerse los escarpines.
—Tu cuerpo… —Comenzó mientras le miraba la coronilla—. Necesitas un poco de tiempo para recuperarte. —Portia alzó la cabeza y parpadeó, decidida a refutar sus palabras—. Confía en mí, lo necesitas. —La empujó hasta la puerta.
Para su inmenso alivio, se dejó llevar, aunque todavía seguía meditando. Se detuvo al llegar a la puerta. La rodeó con un brazo para aferrar el picaporte, pero en ese instante ella se giró, apoyó el hombro contra su pecho y le acarició un pómulo con la yema de un dedo.
Sus miradas se encontraron.
—No soy lo que se dice una delicada florecilla. No voy a romperme.
Sin dejar de mirarla, él replicó:
—Y yo no ando lo que se dice corto de atributos y tampoco voy a mostrarme delicado. —Inclinó la cabeza y le dio un beso fugaz—. Confía en mí. Esta noche, pero no antes.
Ella lo besó en respuesta y suspiró contra sus labios.
—De acuerdo.
Simon aferró el picaporte y abrió la puerta.
E insistió en acompañarla hasta su habitación. Para llegar hasta ella tendrían que atravesar el ala principal de un extremo a otro. Era la parte más antigua de la mansión y albergaba numerosos gabinetes, muchos de los cuales servían de antesala a otras estancias. Utilizó esa ruta para evitar la presencia de las fregonas, las criadas de menor rango, que a esa hora se afanaban de un lado a otro por los pasillos principales.
Estaban a punto de llegar al ala este a través de un pasillo rara vez usado, cuando Portia echó un vistazo al exterior a través de un ventanal emplomado y se detuvo. Le dio un tirón para detenerlo cuando hizo ademán de proseguir y se acercó aún más a la ventana.
Miró por encima de su cabeza y vio lo que le había llamado la atención.
Kitty, ataviada con un salto de cama que hacía bien poco por ocultar sus encantos, estaba de pie en el prado a plena vista, hablando con Arturo y Dennis mientras gesticulaba.
Tiró de Portia para alejarla del ventanal. Kitty estaba de espaldas a ellos, pero cualquiera de los dos hombres podría verlos si alzaba la vista.
Ella lo miró a los ojos y meneó la cabeza como si el comportamiento de Kitty le resultara incomprensible, tras lo cual se dejó llevar a su habitación.
Cuando llegaron a la puerta, le dio un beso fugaz en los nudillos a modo de despedida y la instó a entrar. En cuanto hubo cerrado la puerta, emprendió el regreso a su habitación.
Las risillas sofocadas de un par de doncellas lo obligaron a tomar las escaleras del ala este. Un camino hasta cierto punto seguro porque podría acortar por la planta baja del ala principal y llegar al ala oeste por la escalinata. Cuando dobló la esquina tras bajar las escaleras…
—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí?
Se detuvo en seco y dio media vuelta. Kitty estaba tras él, aferrándose el escote de la bata mientras lo atravesaba con su mirada. Abrió los ojos de par en par cuando comprendió lo que sucedía y, después, lo recorrió de arriba abajo con expresión maliciosa.
Simon soltó un juramento para sus adentros. Llevaba la misma ropa que la noche anterior.
Kitty alzó la vista. A su rostro asomaba una expresión ladina y un tanto desabrida.
—Un poquito tarde para abandonar la cama de la señorita Ashford, pero no hay duda de que estabas tan entretenido que te distrajiste por completo.
Su voz destilaba la furia de una mujer despechada. La había rechazado en numerosas ocasiones, y el malévolo brillo de su mirada sugería que recordaba muy bien cada una de ellas.
—No tanto como para creer que la visita de los gitanos a la señora de la casa al amanecer es producto de mi imaginación.
Kitty se quedó lívida antes de ruborizarse. Por la furia, que no por la culpabilidad. Abrió la boca, lo miró a los ojos… y decidió que sería mejor no decir lo que tenía en la punta de la lengua. Con una mirada furibunda, se arrebujó con la bata y comenzó a subir las escaleras.
Con los ojos entrecerrados, Simon la observó mientras se alejaba. Sus instintos le advirtieron del peligro con un escalofrío que le recorrió la espalda. Las pisadas se desvanecieron. Dio media vuelta y echó a andar hacia el ala oeste.
—¿Les apetecería cabalgar esta mañana? —preguntó Cecily Hammond mientras observaba a los comensales reunidos en torno a la mesa del desayuno con una expresión esperanzada en sus ojos azules.
Todos los presentes sabían cuál era su deseo en realidad: que el improvisado plan, trazado en ausencia de Kitty, los ayudara a evitar su presencia al menos durante la mañana.
James miró a Simon.
—No veo por qué no.
—Una idea estupenda —replicó Charlie. Su mirada recorrió a todos los presentes: Lucy, Annabelle, Desmond, Winifred, Oswald, Swanston y ella—. ¿Adónde podríamos ir?
Se hicieron numerosas sugerencias. En el fragor de la discusión, Portia bajó la vista al plato. Y observó la ingente cantidad de comida que estaba devorando. Por regla general, tenía un apetito excelente; esa mañana estaba tan famélica que podría comerse un caballo.
Aunque no se veía capaz de subirse a lomos de uno… Al menos, no durante una buena temporada.
Aparte de las molestias (los pequeños pinchazos y dolorcillos que había pasado por alto en un primer momento, pero que habían empeorado hasta hacerse notar), si cabalgar iba a empeorar su estado hasta el punto de verse obligada a posponer su cita nocturna… Prefería no cabalgar a verse privada de la lección que la aguardaba esa noche.
De la oportunidad que le brindaba para ahondar en su investigación. Cosa que estaba decidida a hacer.
Los demás acordaron cabalgar rumbo al sur, por la antigua vía romana que llevaba a Badbury Rings donde podrían ver los restos del castro de la Edad de Hierro. Jugueteó con lo que quedaba de su desayuno (arroz cocido, pescado ahumado y huevos duros) mientras buscaba una excusa plausible.
—Quiero sacar mis caballos para que den una vuelta —estaba diciéndole Simon a James—. Están a punto de comerse el uno al otro; después del ajetreo de estos últimos meses, la inactividad no les sienta bien. —La miró desde el otro lado de la mesa—. ¿Te gustaría acompañarme en el tílburi?
Parpadeó y se dio cuenta (como ya lo había hecho él) de que aparte de lady O, quien no estaba presente para escucharlos, nadie sabía que adoraba cabalgar. Por tanto, a nadie le extrañaría que eligiera el tílburi en lugar de un caballo.
—Sí, gracias. —Se removió en la silla y comprendió que Simon debía de saber lo que le sucedía. Bajó la vista al plato antes de que la viera ruborizarse—. Prefiero ir sentada y contemplar el paisaje.
No lo miró para comprobar si sonreía. Notó el momento exacto en el que su mirada la abandonaba antes de entablar una conversación con James.
Un cuarto de hora más tarde, se reunieron en el vestíbulo del jardín desde donde partieron en dirección a los establos. Decidir las monturas y las guarniciones les llevó un buen rato. Ella se entretuvo tranquilizando a la pequeña yegua castaña mientras enganchaban los bayos de Simon al tílburi.
Cuando estuvieron preparados, fue a por ella. De camino a la salida, la miró con una ceja enarcada.
—¿Estás lista?
Lo miró a los ojos y se percató de la preocupación que había en ellos. Le dio la mano al tiempo que le ofrecía una fugaz sonrisa.
—Sí.
Una vez que salieron, la acompañó hasta el tílburi y la ayudó a subir. Después, hizo lo propio antes de sentarse a su lado y gritarle a James:
—¡Os veremos por el camino!
James, que todavía estaba supervisando las monturas de las damas, les hizo un gesto de despedida con la mano. El mozo que sostenía las riendas de los bayos se retiró de un salto. Simon hizo restallar el látigo con un florido movimiento y los caballos se pusieron en marcha.
No hablaron. No necesitaban hacerlo. Se entregó de buena gana a la contemplación del paisaje, ávida por conocer una parte del condado que hasta entonces no había visto. Más allá de los inmensos árboles de Cranborne Chase, el camino estaba flanqueado por algún que otro hayal que rompía la monotonía de los brezales. Simon permitió que los caballos avanzaran a placer durante un trecho antes de refrenarlos hasta que adoptaron un agradable trote. El resto del grupo, que cabalgaba campo a través, los alcanzó cuando estaban a punto de llegar a su destino. Rodearon el tílburi y siguieron en grupo, charlando e intercambiando bromas y chistes.
A su alrededor, la mañana era gloriosa. El cielo era de un azul intenso y el sol brillaba con fuerza. La ligera brisa bastaba para despejar a cualquiera. Disfrutaron mucho explorando las ruinas, trepando y descendiendo por las tres murallas concéntricas de tierra apisonada que conformaban el antiguo castro. Todos se mostraron encantados de haberse librado de la tensión que se respiraba en Glossup Hall. Todos y cada uno de ellos hicieron un gran esfuerzo por mostrar su faceta más afable y encantadora…, incluso Oswald y Swanston.
Entretanto, era muy consciente del hecho de que Simon observaba, de que estaba muy pendiente de ella. Ya estaba acostumbrada a ese tipo de comportamiento por su parte. Antes siempre la había sacado de quicio, pero en esa ocasión… mientras paseaba junto a Winifred y Lucy, disfrutando de la brisa procedente del lejano mar y consciente de su mirada a pesar de que él se encontraba a cierta distancia, se sintió cuidada, para su total asombro. Protegida.
Había algo muy distinto en su actitud.
Intrigada, se detuvo y dejó que las otras dos mujeres se adelantaran antes de darse la vuelta y mirar en dirección al lugar donde se encontraba Simon, que escuchaba la discusión que mantenían James y Charlie. Él enfrentó su mirada desde el otro lado de las dos murallas. Se sacó las manos de los bolsillos y echó a andar hacia ella.
Sabía que estaba estudiando su expresión mientras se acercaba. Se detuvo al llegar a su lado, ocultándola a los ojos de los demás, y sin apartar la mirada de sus ojos le preguntó:
—¿Estás bien?
Tardó un momento en contestarle. Estaba demasiado ocupada interpretando, o más bien saboreando, la expresión que asomaba a sus ojos. No a su rostro, que como siempre mostraba una expresión arrogante. Su mirada era más tierna, su preocupación había tomado un cariz diferente, se había transformado en algo distinto a lo que había sido hasta el momento.
La imagen la enterneció. La alegría brotó desde el fondo de su corazón hasta inundarla por completo.
Sonrió al tiempo que asentía con la cabeza.
—Sí. Perfectamente.
Escucharon un grito procedente del lugar donde Oswald y Swanston se habían enzarzado en una fingida lucha para divertimento de las Hammond. Colocó una mano en el brazo de Simon y ensanchó la sonrisa antes de decirle:
—Vamos, demos un paseo.
Él la complació y adaptó el paso al suyo. Las palabras eran superfluas. Ni siquiera necesitaban de las miradas para mantener el vínculo que los unía. Con la vista clavada en el horizonte, percibió el delicado roce de ese vínculo, sintió que su corazón se henchía como si quisiera acomodarlo. ¿Eso era lo que sucedía? ¿Un vínculo que crecía entre dos personas y que se convertía en un canal de entendimiento ajeno al plano físico?
Fuera lo que fuese, era especial, precioso. Lo miró de soslayo, a sabiendas de que él también lo sentía. Y no parecía estar luchando contra él ni negándolo. Se preguntó en qué estaría pensando.
Tras una hora de placeres sencillos y de mutuo y cordial acuerdo, regresaron a por los caballos y el tílburi con evidente renuencia y emprendieron el camino de regreso a la mansión.
Llegaron a tiempo para el almuerzo. A tiempo para presenciar una nueva muestra de la petulancia de Kitty. El distendido ambiente matinal se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos.
Los lugares que debían ocupar los comensales no se habían fijado, de modo que Simon reclamó la silla contigua a la de Portia, se sentó, comió y observó. La mayor parte de los invitados hizo lo mismo. Si Kitty hubiera tenido dos dedos de frente, habría notado el distanciamiento, el recelo, y habría actuado en consonancia.
En cambio, su estado de ánimo parecía uno de los peores hasta el momento y su actitud oscilaba entre el enfurruñamiento por no haber participado en la excursión matinal y la chispeante alegría que le iluminó los ojos… Como si estuviera a punto de suceder algo importantísimo que sólo ella sabía.
—¡Caray! Hemos estado muchas veces en las ruinas, querida —le recordó su madre—. No me cabe duda de que habría sido agotador verlas de nuevo.
—Cierto —convino Kitty—, pero…
—Claro que —la interrumpió la señora Buckstead, que miraba a su hija, sentada al lado de las Hammond, con una sonrisa— las más jóvenes necesitan disfrutar del aire libre.
Kitty la miró echando chispas por los ojos.
—Winifred…
—Y, por supuesto, una vez casada, las excursiones matinales pierden todo su atractivo. —Imperturbable, la señora Buckstead se sirvió un poco más de sorbete de espárragos.
Kitty se quedó sin palabras por un instante, aunque no tardó en dirigir su mirada al otro extremo de la mesa. Hacia Portia. Ajena a ello, esta siguió comiendo con la vista clavada en su plato y una sonrisa velada (a pesar de su sutileza dejaba bien claro que había entendido las palabras de la señora Buckstead) pero innegable en los labios.
Kitty abrió la boca y entrecerró los ojos.
En ese instante, él extendió un brazo hacia la copa de vino. Kitty se distrajo y enfrentó su mirada. Se retaron el uno al otro mientras él bebía y volvía a dejar la copa en la mesa… permitiendo que Kitty leyera en sus ojos lo que haría en caso de que se atreviera a pagar con Portia los celos que la invadían. En caso de que hiciera la menor alusión a los placeres nocturnos que sospechaba que habían disfrutado Portia y él.
A punto estuvo de decir algo, aunque la cordura acabó ganando la batalla. Inspiró hondo y bajó la vista a su plato.
En otro lugar de la mesa, la señora Archer, ajena al parecer al desliz de su hija menor, hablaba con el señor Buckstead. Lord Glossup estaba enzarzado en una conversación con Ambrose mientras que lady O charlaba con su esposa mostrando un absoluto desinterés por el resto de la concurrencia.
Otras conversaciones comenzaron a surgir poco a poco, a medida que el silencio de Kitty se alargaba. Lady Calvin reclamó la atención de James y Charlie; Desmond y Winifred intentaron entablar conversación con Drusilla.
Él intercambió un par de comentarios intrascendentes con Annabelle Hammond, sentada a su otro lado; sin embargo, su mente trabajaba a toda prisa. Kitty carecía de discreción. ¿Quién sabía en qué momento se sentiría lo bastante amenazada como para decir algo? Si lo hacía…
Acabó de comer, pero se demoró en la mesa. En cuanto Portia soltó el tenedor, extendió una mano y le acarició la muñeca con un dedo.
Ella lo miró de reojo, con la ceja alzada.
—Vamos a dar un paseo. —La expresión de perplejidad de Portia se hizo más evidente. Comprendió al punto el rumbo que habían tomado sus pensamientos. Esbozó una sonrisa mientras le dejaba clara su intención—: Quiero hablar contigo.
De un tema que, gracias a Kitty, no podía dejar en el aire por más tiempo sin correr riesgos.
Portia estudió su expresión y comprendió que hablaba en serio. Con franca curiosidad, asintió con la cabeza. Se llevó la servilleta a los labios y murmuró:
—No creo que sea nada fácil poder escabullirnos sin que se den cuenta.
En eso estaba en lo cierto. Aunque gran parte de los invitados había abandonado la mesa a esas alturas y se había dispersado para pasar la tarde cada cual a su placer, Annabelle, Cecily y Lucy esperaban que Portia tomara la iniciativa para seguir su ejemplo. Musitó una disculpa para zafarse de jugar una partida de billar con James y Charlie y siguió a las cuatro jóvenes hacia la terraza mientras se preguntaba cómo despistar a tres de ellas.
Se había detenido en el vano de la puerta para considerar varias opciones que no tardó en descartar, cuando escuchó un golpe a su espalda. Se giró al tiempo de ver que lady O llegaba a su lado. Lo tomó del brazo que le había ofrecido de forma instintiva.
La anciana alzó la vista hacia las cuatro jóvenes reunidas junto a la balaustrada. Meneó la cabeza.
—No lo conseguirás.
Antes de que pudiera encontrar una réplica adecuada, ella le zarandeó el brazo.
—Acompáñame… Quiero sentarme en el jardín de los setos. —Sus labios esbozaban una sonrisa particularmente maliciosa—. Parece ser el lugar indicado para enterarse de un sinfín de cosas.
Asumiendo que tenía algún plan en mente, Simon la complació. Atravesaron la terraza y la ayudó cuando llegaron a los escalones. Lady O se detuvo en seco al llegar al prado. Dio media vuelta e hizo un gesto en dirección a Portia y sus acompañantes.
—¡Portia! ¿Podrías traerme mi sombrilla, querida?
Los ojos de Portia habían estado clavados en ellos todo el tiempo.
—Sí, por supuesto.
Se disculpó con las demás y entró en la mansión.
Lady O dio media vuelta y reanudó el paseo.
Estaba ayudándola a acomodarse en un banco de hierro forjado emplazado bajo las extensas ramas de un magnolio cuando Portia se acercó a ellos.
Miró hacia la copa del árbol.
—No creo que necesite esto después de todo.
—Da igual. Ha cumplido su propósito. —La anciana cogió la sombrilla, se arregló las profusas faldas y se reclinó en el banco con los ojos cerrados—. Podéis marcharos, los dos.
Simon miró a Portia, que abrió los ojos de par en par mientras se encogía de hombros.
Dieron media vuelta.
—Da la casualidad —dijo lady O— de que el jardín tiene otra salida. —Cuando se giraron, vieron que había entreabierto los ojos y que señalaba con el bastón—. Ese sendero. Si no me falla la memoria, llega hasta el lago después de rodear la rosaleda.
Volvió a cerrar los ojos.
Y él volvió a mirar a Portia.
Ella sonrió y regresó hasta el banco para darle un beso a la anciana en la mejilla.
—Gracias. Volveremos den…
—Soy perfectamente capaz de regresar sola a la casa si me apetece. —Abrió los ojos un poco y los fulminó con su mirada de basilisco—. Marchaos… No tenéis por qué apresurar vuestro regreso. —Al ver que no la obedecían de inmediato, alzó el bastón y la sombrilla al mismo tiempo y los ahuyentó sin miramientos—. ¡Fuera! ¡Fuera!
La obedecieron conteniendo la risa.
—Es incorregible —dijo Portia.
Sus miradas se entrelazaron mientras se agachaban para pasar bajo el arco que llevaba a la rosaleda.
—Tengo la sensación de que siempre lo ha sido.
Extendió un brazo para tomarla de la mano y entrelazar los dedos. No tardaron en dejar atrás la rosaleda e internarse en los jardines más agrestes situados sobre el lago. Poco después, se detuvieron cuando el sendero llegó a la cima de la pequeña loma que dominaba el lago. Echó un vistazo. No había un alma a la vista.
—Vamos. —La guio camino abajo en dirección al otro camino, bastante más ancho, que bordeaba el lago.
Ella se acomodó a su paso. Caminaban con las manos entrelazadas. Estaba bastante seguro de que nadie elegiría ese camino en concreto, al menos durante un buen rato.
Cuando dejaron atrás el mirador, ella lo miró de reojo. No le fue complicado adivinar la pregunta que le rondaba la cabeza, pero ella, en lugar de preguntarle adónde iban, fue directa al grano.
—¿De qué quieres hablar?
El momento de la verdad había llegado, para los dos. Aunque sabía lo que debía decir, no estaba seguro de cómo hacerlo. Gracias a Kitty, no había tenido tiempo para planear lo que, en realidad, era el acontecimiento crucial en su campaña para conseguir que Portia fuera su esposa.
—Me encontré con Kitty esta mañana, cuando te dejé en tu habitación. —La miró de reojo y ella lo miró a su vez, con los ojos desorbitados—. Se puede decir que ha sumado dos más dos.
Portia arrugó la nariz antes de adoptar una expresión pensativa. Frunció el ceño.
—De modo que puede ocasionarnos problemas.
—Eso depende. Está tan absorta en sus juegos que sólo atacará y nos mencionará si se siente provocada.
—Quizá debería hablar con ella.
Se detuvo.
—¡No! Eso no es lo que…
Ella también se detuvo mientras su expresión se tornaba interrogante.
Simon apartó la mirada hacia el camino y escuchó una voz femenina muy aguda que flotaba desde los jardines situados justo encima. Habían llegado al pinar. Desde allí partía un serpenteante sendero que se internaba entre los pinos. La agarró con más fuerza de la mano y la instó a reanudar la marcha.
Sólo se detuvo cuando estuvieron rodeados por los altos árboles, ocultos por la delicada sombra de sus copas. Totalmente resguardados de cualquier mirada curiosa.
En ese momento, la soltó y se giró para enfrentarla.
Ella lo observó y aguardó con evidente curiosidad.
Pasó por alto la opresión que sentía en el pecho, tomó aire y buscó esa mirada azul cobalto.
—Quiero casarme contigo.