Presentación a la edición española de 1991

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Cuando por primera vez llegó a mis manos, hacia 1988, este libro del Dr. Alejandro A. Chafuen lo leí con avidez e inmediatamente concluí que era un libro que debía ser traducido y publicado lo antes posible en España. La coincidencia de otras voluntades en el mismo propósito y la buena disposición del Dr. Chafuen han hecho posible que hoy veamos materializada la idea con un texto en castellano debido al propio autor, lo cual garantiza, cosa que no sucede en todas las traducciones, la fidelidad al pensamiento original del escrito.

Pienso que este libro, escrito con la intención que señalaba el Dr. Chafuen en su prefacio a la versión original inglesa, ha de ser de gran utilidad en nuestro país, y también en Hispanoamérica, ya que si las tesis en él contenidas interesan a todo el mundo, son todavía más interesantes, a mi entender, para los pueblos de habla española. Diré el porqué. Economía de libre mercado, liberalismo económico y capitalismo son, entre otros, los sinónimos más corrientemente empleados para expresar la misma cosa. Dada mi adscripción al pensamiento liberal, debería preferir el segundo de los tres términos citados, pero tampoco tengo inconveniente en emplear, por su simplicidad, el nombre de capitalismo, a pesar de las connotaciones peyorativas que para no pocos tiene; siempre que quede claro que, hoy, por capitalismo entendemos ni más ni menos que un sistema de organización social basado en la propiedad privada, incluso de los bienes de producción, que utiliza el mecanismo de los precios para la eficiente asignación de recursos, y en el que todas las personas, libremente responsables de su futuro, pueden decidir las actividades que desean emprender, asumiendo el riesgo del fracaso a cambio de la expectativa de poder disfrutar del beneficio si éste se produce. Este sistema tiene numerosos enemigos y detractores en todas partes, pero en la actualidad, la mayoría de ellos, convencidos de que es imposible negar su eficacia para producir más riqueza y bienestar que cualquier otro, se dedican a hostigarle en términos éticos, pretendiendo que es inmoral un modelo de organización social que se basa en el egoísmo, como sucede, según ellos, en el capitalismo. Pero tal vez sea en el mundo hispano —aunque, desde luego, hay también ejemplos en otros países de tradición tanto latina como anglosajona— donde es mayor el número de esos detractores del capitalismo que, a fin de sostener su postura, se acogen a los valores evangélicos —interpretados, desde luego, a su manera— para afirmar rotundamente que, a la luz del pensamiento católico, la economía de libre mercado no es moralmente aceptable, lo cual les conduce a concluir que un cristiano no puede ser capitalista o, dando un paso más, que todo buen cristiano debe necesariamente ser socialista.

Alejandro Chafuen en su libro no incurre, desde luego, en el error contrario, que consistiría en decir que todo buen cristiano debe forzosamente ser capitalista, ya que sabe muy bien que la Iglesia no impone, ni puede imponer, soluciones técnicas a los problemas sociopolíticos o económicos, porque no fue fundada y, por lo tanto, capacitada para ello. Es a los laicos a quienes corresponde, a la luz de las enseñanzas del Magisterio sobre la dignidad y el destino del hombre —que en esto sí es experta la Iglesia—, elegir las vías más adecuadas, en su opinión, para hermanar la eficacia económica con el respeto a la persona humana. El libro que el lector tiene en sus manos sólo pretende, pues, y no es poco, demostrar que no hay ninguna incompatibilidad entre cristianismo y economía de libre mercado.

Y digo que no es pequeño el objetivo que este libro se propone —y, en mi opinión, logra plenamente— porque la lectura del mismo —y de aquí mi satisfacción por la edición española— ha de tranquilizar a buen número de personas honradas que, en España y en Hispanoamérica, entendiendo con su razón que el liberalismo económico, a la luz de los frutos que produce, es el mejor sistema de organización social, tienen reservas en su corazón para aceptarlo plenamente y, en el supuesto de que en la práctica se adhieran al mismo, lo hacen con mala conciencia, ya que, erróneamente, piensan que tal sistema está en contradicción con la doctrina cristiana. Y el libro del Dr. Chafuen les demostrará que no es así.

El método utilizado por Alejandro Chafuen para su argumentación es original y meritorio, ya que se basa en la investigación de los escritos de los doctores escolásticos españoles integrados en la Escuela de Salamanca, llamada así porque en aquella Universidad —aunque también en Alcalá de Henares y en Evora— enseñaron los discípulos y continuadores del magisterio del gran jurista Francisco de Vitoria, a quien hay que considerar como el fundador, a partir de 1526, de esta Escuela. Los escolásticos salmantinos, cuya enseñanza duró casi un siglo, hasta la muerte de Francisco Suárez en 1617, constituyen el enlace español con Tomás de Aquino —el mayor escolástico de todos los tiempos, anteriores y posteriores al siglo XIII en el que vivió— a través, fundamentalmente, de Bernardino de Siena, siglo XIV, y de Tomás de Vio, conocido como el Cardenal Cayetano y tenido por el más auténtico intérprete, en el siglo XV, de la Summa Theologica en la que el Aquinatense «cristianizó» con el apoyo de San Agustín, la filosofía elaborada en los siglos IV y V antes de Cristo por Aristóteles y Platón. El trabajo de Alejandro Chafuen pone de relieve la ilación conceptual, a lo largo de veintiún siglos, desde el pensamiento de los griegos hasta la escolástica tardía española.

La lectura de las páginas del ensayo de Chafuen, lleno de citas de los escolásticos hispánicos, deja el claro convencimiento de que las ideas liberales o capitalistas de nuestros días, en lo que se refiere a la propiedad privada, el papel del Gobierno y los impuestos, el comercio nacional e internacional, la teoría cuantitativa del dinero y la inflación, la teoría del valor y el precio justo, el monopolio, los salarios, la actividad bancaria y el interés, coinciden en lo fundamental con el pensamiento de los doctores salmantinos, a los cuales los economistas modernos deben más de lo que muchos piensan. Esto es especialmente cierto en lo que toca a la teoría cuantitativa del dinero, en la que nuestros escolásticos fueron unos verdaderos precursores, sin duda como resultado de la observación de las oscilaciones que producía en el nivel general de precios la llegada de oro de América.

Sin embargo, Chafuen tiene buen cuidado de advertir que él no pretende probar la validez de los postulados de la economía de mercado basándose en la autoridad de los autores católicos que trae a colación en los diversos capítulos de su libro, a pesar, añado yo, de que la gran mayoría de estos autores, además de filósofos y teólogos morales demostraron ser buenos observadores y conocedores del mecanismo imperante en la realidad económica a la que tenían que aplicar las reglas de conducta derivadas de la norma moral objetiva. El valor práctico de los textos y comentarios aportados por Chafuen es que los mismos pueden oponerse a los que, procedentes de autores cristianos de nuestros días, algunos citan con la pretensión de demostrar que el libre mercado es contrario a los valores evangélicos. En mi opinión, el pensamiento liberal de los escolásticos salmantinos —que ciertamente no pasan de ser doctores privados, pero que tan profunda y firmemente se asientan sobre la segura doctrina de Santo Tomás de Aquino— constituye una garantía para los que, siendo sinceramente partidarios de que los valores cristianos informen la ciudad terrena, entendemos al mismo tiempo que la economía de libre mercado es el mejor de los sistemas económicos. Máxime teniendo en cuenta que los doctores de Salamanca, como no podía dejar de suceder y Chafuen oportunamente advierte, señalan siempre que la moralidad de los actos económicos viene determinada no sólo por la naturaleza del negocio y la manera limpia o torcida de realizarlo, sino también por la intencionalidad del negociante.

Al lado del servicio que el libro de Alejandro Chafuen rinde, a mi juicio, a la causa del esclarecimiento de las relaciones entre economía y ética, la obra realiza también una aportación valiosa a la polémica sobre la participación del catolicismo y el protestantismo en la génesis del capitalismo. Esto es lo que, ahora y hasta el final del prólogo que se me ha hecho el honor de encargarme, deseo glosar, empezando por recordar el planteamiento de la cuestión. Es bien sabido que Max Weber y sus seguidores pretenden que la ética protestante —más concretamente la calvinista— fue el motor ideológico que empujó el progreso de la organización económica de corte liberal, mientras que el catolicismo, por su postura negativa, dicen, en relación con los bienes terrenales, ha constituido un obstáculo al desarrollo económico de los pueblos en los que la Iglesia católica ha tenido más influencia, Esta tesis que parece confirmarse empíricamente al comprobar que el capitalismo se desarrolló más rápidamente en los países de mayoría protestante, tendría su asentamiento teórico en la pretendida postura católica frente a las riquezas, basada, por ejemplo, en la hipérbole empleada por Jesucristo cuando dijo que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos.

La verdad es que la sana exégesis deja daro que el rico fustigado en el Evangelio no es el que posee bienes, sino el que se apega desordenadamente a ellos. Y, sin embargo, no es menos cierto que durante siglos, singularmente desde la ruptura producida por la Revolución francesa, han estado vivos dentro del mundo católico dos hechos, distintos en sí, pero no del todo sin relación. El primero es resultado indirecto, y sin duda no deseado, de la postura que el Magisterio se vio obligado a tomar frente a la herejía modernista; a partir de esta postura se desarrolló, en el terreno económico, una falta de entendimiento y mutua suspicacia entre los «liberales» y la autoridad eclesiástica, con el consiguiente, aunque no justificado, alejamiento de la Iglesia de muchos economistas a los que les parecía que los eclesiásticos censuraban, como moralmente malos, precisamente aquellos principios económicos en los que ellos veían que descansaban las esperanzas de mayor bienestar para los pueblos. El segundo hecho es que las personas católicas, laicos incluidos, fueron adoptando una actitud ante las realidades terrenas propia de una visión «espiritualista», derivada del contemptus mundi, el desprecio del mundo, que si puede ser adecuada para un modelo religioso, no secular, de vivir la vocación cristiana, no lo es en absoluto para los laicos que han sido llamados a santificarse en la recta ordenación de los asuntos terrenos en los que se hallan inmersos. El lamentable resultado de este segundo hecho fue que los laicos que pretendían ser buenos católicos abandonaban el campo de los negocios, en los que se maneja dinero —mammona iniquitatis—, para dejarlo a agnósticos y otra gente sin estas preocupaciones religiosas, o en manos de protestantes, para los cuales el éxito temporal es señal de predestinación. Aquellos católicos que, a pesar de querer seguir siéndolo, se dedicaban a empresas con finalidad lucrativa, no era raro que lo hicieran con mala conciencia ya que, en esta interpretación deformada de la religiosidad, el éxito engendra sentimiento de culpabilidad.

Pero esta cosmovisión sesgada representa tan sólo un paréntesis de dos siglos en la historia del catolicismo, ya que no fue la que, como pone de manifiesto el trabajo del Dr. Chafuen, imperaba hasta el final de la Edad Moderna ni es la que, después del Concilio Vaticano II, ha tomado carta de naturaleza en la Iglesia católica. Las siguientes frases extraídas de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, promulgada el 7 de diciembre de 1965, entre otros textos que podrían aportarse, lo dejan bien claro: «El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de las dos ciudades, a que se propongan cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu del Evangelio. Se equivocan quienes, pensando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, creen que, en consecuencia, pueden descuidar sus tareas temporales, sin darse cuenta de que esa misma fe les obliga más a cumplirlas, de acuerdo con la vocación con que cada uno ha sido llamado». «El cristiano que descuida sus deberes temporales descuida sus deberes para con el prójimo, e incluso para con Dios, y pone en peligro su salvación eterna. Que los cristianos —siguiendo el ejemplo de Cristo, que ejerció un trabajo de artesano— sientan la alegría de poder ejercer todas sus actividades terrestres, aunando los esfuerzos humanos, familiares, profesionales, científicos o técnicos en una síntesis vital con los bienes religiosos, bajo cuya suprema ordenación todas las cosas se coordinan para la gloria de Dios». «A los laicos les corresponde propiamente, aunque no con exclusividad, los quehaceres y las actividades seculares. Sobre su conciencia, previamente formada, pesa el que la ley divina se grabe en la vida de la ciudad terrena. De los sacerdotes los laicos deben esperar luz y fuerza espiritual. Pero no crean que sus pastores han de estar siempre tan preparados que puedan tener a mano una solución concreta en todas las cuestiones que vayan surgiendo, incluso graves; ni crean sea su misión; son más bien ellos mismos quienes deben asumirla como tarea propia, iluminados por la sabiduría cristiana y atentos fielmente a la enseñanza del Magisterio. Con frecuencia, la misma visión cristiana de las cosas los inclinará hacia una determinada solución, según las circunstancias. Y habrá otros fieles que, guiados por no menor sinceridad, como ocurre con frecuencia y legítimamente, juzgarán de modo diferente acerca de un mismo asunto. Y si las soluciones propuestas por una y otra parte, aunque no sea ésta la intención de sus partidarios, muchos las vinculan fácilmente con el mensaje evangélico, conviene recordar que a nadie le es lícito, en tales casos, reclamar para sí en exclusiva a favor de su opinión la autoridad de la Iglesia. Deben tener siempre la preocupación de ilustrarse recíprocamente con un diálogo sincero, guardando la caridad mutua y preocupándose del bien común antes que nada».

Estos son los principios a aplicar en materia de sistemas de organización social. Unos pensarán que, en el orden del bien común, la economía de mercado es mejor que la intervenida por el Estado, y otros pensarán lo contrario, lo que nadie puede hacer es apelar a la doctrina de la Iglesia católica para decir que la «solución cristiana» es la suya y para descalificar la otra, afirmando, sin más, que es incompatible con el cristianismo. Es cierto que la Iglesia advierte que la autonomía de la economía como ámbito cultural es una autonomía relativa, ya que la economía ha de respetar, en sus acciones, los principios éticos. Pero el respeto de los principios éticos no impide, como el Magisterio reconoce, que la acción social pueda implicar una pluralidad de vías concretas.

Sentado todo esto, la aportación de Chafuen a la investigación sobre la participación del pensamiento católico en el desarrollo del capitalismo a la que dije quería referirme, consiste en señalar las vías por las que las ideas de los escolásticos españoles pasaron a los economistas franceses, holandeses, alemanes e italianos, y la manera cómo estas ideas influyeron en el siglo XVIII en la escuela escocesa de Ferguson y, sobre todo, en Francis Hutcheson. Es bien sabido que Hutcheson, autor de la famosa frase «la mayor felicidad del mayor número», fue quien, en la Universidad de Glasgow y en su condición de profesor de Filosofía Moral, hacia 1737, más impronta dejó en el joven Adam Smith, quien después de haber publicado en 1759 su primer libro, La teoría de los sentimientos morales, en 1776 dio a luz, tras larga gestación, la primera edición de su Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, obra por la que se le considera como el fundador del capitalismo, aunque la verdad es que tal sistema no lo ha inventado nadie sino que surge espontáneamente de la natural manera de ser del hombre. Adam Smith lo que hizo fue describir y explicar racionalmente el funcionamiento del sistema, con lo cual es más bien acreedor al título de creador de la economía como ciencia moderna. Por otra parte, en el último capítulo de su obra, el Dr. Chafuen se dedica a comparar, poniendo de relieve las coincidencias, las ideas de los últimos escolásticos españoles con las tesis liberales de la escuela austríaca, desarrollada a partir del pensamiento de Menger, Böhm-Bawerk, Schumpeter y, sobre todo, en tiempos más cercanos a nosotros, de Von Mises y Von Hayek. Creo, pues, que se puede concluir que, mal que le pese a Max Weber, los orígenes del liberalismo económico o capitalismo son españoles y católicos.

Es más —y aquí sugiero un tema para profundizar en él— un compatriota de nuestro autor, el Dr. Joris Steverlynck, Profesor de la Universidad Católica de Buenos Aires, sostiene la tesis de que la primera constitución democrática del pueblo norteamericano, la llamada Fundamental Orders del Estado de Connecticut, promulgada en 1638, no pudo ser debida al pensamiento de John Locke (1632-1704), considerado como el primer inspirador de la democracia moderna, ya que Locke, que efectivamente tuvo gran relación en la década de 1670 con los Trece Estados coloniales, no publicó sus primeras obras hasta 1687 y 1690. El Padre de la Democracia política —Locke— recibió, muy probablemente, sus inspiraciones del pensamiento liberal que imperaba en las lejanas colonias americanas. Pero ¿de dónde surgió la genial inspiración que llevó a unos cuantos colonos, alejados de los centros de pensamiento de la vieja Europa, a desarrollar una teoría política tan en contraste con la que imperaba en su época? Steverlynck afirma que la fuente fue la Escuela de Salamanca y que las cosas pudieron suceder de la siguiente forma: Francisco Suárez publicó en 1613 su famosa Defensio fidei catholicae que, por sus ideas políticas, no religiosas, fue mandada quemar tanto por el anglicano rey inglés —Jacobo I— como por el cristianísimo rey francés —Luis XIII—, pero fue favorablemente calificada en España, a pesar de la insistencia del inglés sobre el monarca reinante Felipe III, ya que, entonces, el absolutismo no imperaba plenamente en España, mientras que era la doctrina oficial en Inglaterra y Francia. La Defensio fidei de Suárez —dice Steverlynck— pudo ser conocida por Thomas Hooker, clérigo puritano que estudiaba en Cambridge desde 1611. Hooker, por su oposición a las teorías absolutistas de Jacobo I tuvo que huir a Holanda y de allí, en 1633, emigró a Massachusetts, donde actuó como uno de los líderes de los disidentes que fundaron Connecticut en 1638 y en cuya constitución vertió ideas que, por lo que se conoce de su escasa producción, es difícil fueran suyas; la única fuente doctrinaria de donde pudo haberlas extraído, sigue diciendo el profesor argentino, es la de Francisco Suárez de la Escuela de Salamanca.

De esta forma se llegaría a la conclusión del papel germinal del pensamiento católico español de los siglos XVI y XVII, tanto en política como en economía. La Universidad de Salamanca no sólo habría sido la primera en defender, dos siglos antes de Adam Smith, el liberalismo económico sino también la fuente nutricia del liberalismo político, cien años antes de Locke. Que, posteriormente, cambiaran las tomas sólo sirve para confirmar que fue precisamente el agotamiento del pensamiento liberal lo que explica la subsiguiente postración y el retraso económico de España y, por ende, de Hispanoamérica.

RAFAEL TERMES

Madrid, 8 de febrero de 1991