Capítulo 7

Valor y precio

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En los escritos de los escolásticos tardíos podemos encontrar casi todos los elementos de una teoría moderna de valor y precio. Las conclusiones de muchos historiadores modernos contradicen por lo general lo dicho por R. H. Tawney casi cinco décadas atrás: «La teoría valor-trabajo es la verdadera herencia de las doctrinas de Santo Tomás de Aquino. Karl Marx es el último de los escolásticos»[1].

El concepto de la utilidad como fundamento del valor ocupa un lugar preponderante en el pensamiento occidental. Podemos rastrear referencias a esta relación de causa y efecto desde los primeros escritos de autores griegos. Jenofonte escribió que la propiedad es aquello que es útil y provechoso para nuestras vidas y lo útil es todo aquello que sabemos usar[2]. También remarcó que las riquezas son aquellas cosas con las que el hombre puede obtener una ganancia. Según este discípulo de Sócrates, para aquellos que no saben usarlo, ni siquiera el dinero es riqueza.

Los doctores medievales derivaron sus preceptos de las enseñanzas de Aristóteles. Debido a que la terminología aristotélica dio lugar a distintas traducciones, sus comentarios sobre este punto también fueron interpretados en forma diversa, y son la fuente de dos corrientes divergentes de pensamiento. En la Ética a Nicómaco, utiliza la palabra griega chreia, que usualmente fue traducida al latín como indigentia (necesidad), pese a que también puede significar utilitas (uso, utilidad)[3]. Los escolásticos trabajaron por lo general con la primera acepción, indicando que el precio de los bienes no es determinado por la naturaleza de los mismos, sino por el grado en que satisfacen las necesidades humanas. Aristóteles decía que la necesidad es la razón del comercio y que por ésta debe ser juzgado (medido). Si nadie necesitara de los bienes o del trabajo de los demás, los hombres dejarían de intercambiar sus productos.

San Agustín tituló uno de los capítulos de su célebre Ciudad de Dios «La Gradación en las criaturas. Criterios de la misma». Sus razonamientos sirvieron como punto de partida del análisis escolástico tardío. En ese capítulo San Agustín señala:

En los seres que tienen algo de ser y que no son lo que Dios, su autor, son superiores los vivientes a los no vivientes, como los que tienen fuerza generativa o apetitiva a los que carecen de esta virtualidad. Y entre los vivientes son superiores los sencientes a los no sencientes, como los animales a los árboles. Entre los sencientes son superiores los que tienen inteligencia a los que carecen de ella, como los hombres a las bestias. Y, aun entre los que tienen inteligencia, son superiores los inmortales a los mortales, como los ángeles a los hombres. Esta gradación parte del orden de la naturaleza. Existe otro modo de jerarquizar partiendo del uso o estimación de cada ser. Según este modo, anteponemos algunos seres que carecen de sentido a algunos sencientes, de tal manera que, si pudiéramos, los apartaríamos de la naturaleza de las cosas, bien ignorando el lugar que tienen entre ellas, bien, aunque lo sepamos, posponiéndolos a nuestras comodidades. ¿Quién no prefiere tener en su casa pan a ratones, dinero a pulgas? Pero ¿qué tiene esto de particular, si en la estimación de los hombres, con ser su naturaleza de tan subido fuste, con frecuencia se compra más caro un caballo que un siervo, una piedra preciosa que una esclava? Así hay una gran diferencia, debida a la libertad de juicio, entre la razón que considera, la necesidad del indigente, y el placer del que desea. La razón se atiene a lo que el ser vale por sí en la gradación cósmica, y la necesidad, a lo que vale para el fin que pretende. La razón busca lo que aparece verdadero a la luz de la mente, y el placer, que es muelle y deleitoso para los sentidos del cuerpo[4].

De aquí que estos autores dedujeran la idea de que el valor de los bienes depende de la utilidad que se desprende de ellos. Como nuestras necesidades y deseos son subjetivos, la utilidad también lo es. San Alberto Magno, y luego Santo Tomás, en sus disquisiciones acerca del valor, incluyeron el elemento de la «estimación común». Principio éste que había sido expuesto por el jurista romano Paulo[5].

Entre los escolásticos, Olivi fue el primero en delinear la relación existente entre la escasez y la utilidad objetiva y subjetiva. Debido a sospechas de herejía, casi todas sus obras fueron destruidas, por lo que sus discusiones no han podido ser analizadas en su totalidad. Una de las pocas copias que sobrevivió a la censura tiene, en el margen, anotaciones de la pluma de San Bernardino. En su propio tratado, San Bernardino estableció que las cosas tienen dos valores: uno objetivo, basado en la naturaleza, y otro basado en el uso e influido esencialmente por su utilidad subjetiva. Los bienes vendibles se valoran de acuerdo a esta última. Tal valor en uso puede ser considerado desde tres perspectivas:

  1. Virtuositas, valor en uso objetivo.
  2. Raritas, escasez.
  3. Complacibilitas, deseabilidad[6].

En sus análisis acerca de la influencia de la virtuositas en los precios, los escolásticos tardíos solían referirse al hecho de que se puede derivar muy distinta utilidad de un mismo producto. Es por diferencias de virtuositas por lo que el buen trigo tiene un precio mayor que el echado a perder, y por lo que un caballo fuerte tiene un precio más elevado que uno viejo e improductivo[7].

El análisis de San Bernardino acerca de la influencia de la escasez en los precios resuelve la paradoja del valor:

Comúnmente, el agua abunda, pero puede suceder que en alguna montaña o en otro lugar, la misma sea escasa y no abunde, por lo que será estimada más que el oro; y es por esta abundancia del agua por lo que los hombres estiman más el oro que el agua[8].

Por ello San Bernardino utilizaba la frase «bajo precio tiene aquello que abunda»[9].

El tercer elemento, la complacibilitas, se utilizaba como sinónimo de la estimación común. Los escolásticos entendían que el placer que la gente saca de los bienes es algo subjetivo y fruto de la siempre variable opinión humana, por lo que «distinta gente estimará los mismos bienes en forma diversa»[10]. Para determinar los precios, remarcaban, hay que tomar en cuenta la estimación común, no la individual.

San Antonino sustentaba una teoría de valor similar. La gran influencia que este dominico tuvo en la escolástica hispana puede explicarse por la decisiva participación de Francisco de Vitoria. Vitoria, que es considerado el padre fundador de la escolástica hispana y de la Escuela de Salamanca, difundió la obra de Antonino, de la cual fue uno de sus principales traductores. Los demás moralistas con decisiva influencia en Vitoria (Conradus Summenhart, Sylvestre de Priero y Tomás de Vio) tenían una teoría del valor parecida. Las ideas de Cayetano (Tomás de Vio) están teñidas de elementos subjetivos. Definía el precio justo como aquel que es comúnmente pagado «en un lugar determinado y en un modo especial de venta» (en un remate público, mediante intermediarios, etc.). Por eso llegó a la conclusión de que si una casa valuada en 4000 es vendida en 1000, «decimos que hoy el precio justo es 1000, ya que ningún comprador está dispuesto a pagar más»[11]. Sylvestre hizo un análisis minucioso de la estimación[12]; Conradus Summenhart incluyo la virtuositas, varitas y complacibilitas en su análisis[13].

La teoría del precio justo

Después de completar sus discusiones acerca del valor, estos autores continuaban con un análisis del precio, tratando el valor y el precio a veces como sinónimos y a veces como términos distintos. Pese a que este tratamiento dio lugar a confusiones, podemos decir que, generalmente, estos autores extraen su teoría de los precios a partir de su teoría del valor. San Bernardino señaló que el precio justo es aquel que es determinado o se desprende de la común estimación en el mercado[14]. Esta definición perduró por décadas. Un siglo y medio después, Villalobos remarcó:

El valor de las cosas, que proviene de la común estimación de los hombres, no baxa por lo que sabe uno en particular […] el valor que nace de la abundancia, o falta de mercaderías, es extrínseco a la mercadería, y no varía el precio, sino es por la común estimación, y esse es menester que se sepa[15].

Conradus Summenhart ofreció uno de los análisis más completos de todos aquellos factores que afectan los precios. Enumeraba los siguientes:

  1. Abundancia o superabundancia de mercancías.
  2. Defectos accidentales (plagas).
  3. Capacidad de los productores (señalaba que era beneficioso extirpar a los productores ociosos e incapaces).
  4. Las características del bien (si es fácil de transportar o fácil de transformar en otros productos útiles).
  5. El estado de pobreza de la región.
  6. La escasez del bien (la raritas por la cual bienes de la misma «nobleza», o calidad, pueden tener precios muy diversos).
  7. La complacibilitas (el deseo de un bien o el grado de placer que se puede derivar de él)[16].
  8. El consejo de hombres veraces.

El vendedor de un bien no debe cobrarle más a un comprador por la simple razón de que la utilidad del bien es mayor para este último que para otros (por ejemplo el caso de un enfermo que necesite con urgencia un medicamento). Lo que importa, asevera Conradus, es la utilidad, la estimación y la affectione común y no la singular.

Este precio no es único, ya que además de estar influido por los gastos, trabajos, cuidados, y peligros, también viene influido por la estimación y la estimación de las mercaderías es para uno 10, para otros 11, y para otros 12, y todos son lícitos. Esto da origen a tres grados de precios: el pío, el mediocre y el rígido. La negociación, para Conradus, fue instituida para común utilidad del comprador y del vendedor, y así explica el principio de reciprocidad en los cambios. El análisis de Conradus fue repetido por tantos autores que en justicia podemos afirmar que la tradición neoescolástica tiene para con él una gran deuda intelectual.

Las ideas de Vitoria eran muy similares:

Donde quiera se halla alguna cosa venal de modo que existen muchos compradores y vendedores de ella, no se debe tener en cuenta la naturaleza de la cosa, ni el precio al que fue comprada, es decir, lo caro que costó y con cuántos trabajos y peligro, v. gr., Pedro vende trigo; al comprarlo no se deben considerar los gastos hechos por Pedro y los trabajos, sino la común estimación «a cómo vale». Por lo cual si ahora, según la común estimación, el modio de trigo vale cuatro piezas de plata y alguien lo comprara por tres, ocasionaría una injuria al que vende, porque la común estimación del modio de trigo es que vale cuatro monedas de plata. Y así, si el mismo vendedor vendiera más caro el trigo, teniendo en cuenta los gastos y trabajos, vendería injustamente porque sólo debe venderlo según la común estimación en la plaza, «a como vale en la plaza»[17].

Tras aclarar que los precios de los bienes de distinta naturaleza (por ejemplo una mesa y un hombre) vienen determinados, no por la esencia de los mismos, sino por el acuerdo y la estimación común, Vitoria repitió los argumentos de Santo Tomás y San Agustín referentes al valor de las cosas animadas (que pueden tener una naturaleza superior y un precio inferior) y las inanimadas (con una naturaleza inferior y a veces con precios superiores).

Entre los bienes con muchos compradores y vendedores, Vitoria mencionaba el trigo, el vino y la tela. Excluidos el fraude y el dolo, el precio justo de estos bienes, «esenciales» para los consumidores de aquellos tiempos, debía ser determinado por la común estimación de los hombres. Ninguna otra cosa, en especial los gastos y trabajos, ha de tenerse en cuenta para apreciar los bienes[18].

Pese a que muchos autores modernos interpretaron el análisis del precio justo escolástico señalando que éste es similar al «precio de mercado en competencia perfecta», no creo que la conclusión sea apropiada[19]. La concepción de la «competencia perfecta» es una construcción mental con un significado muy específico. Describe una situación que sólo puede imaginarse si aceptamos supuestos irreales incompatibles con la naturaleza de la acción humana.

La idea escolástica es más identificable con el principio de libre entrada. Algunos autores modernos arguyen que los monopolios violan el ideal de la competencia perfecta. De acuerdo con los escolásticos tardíos, el precio cobrado por un monopolista podía ser, en ciertos casos, un precio justo[20].

En los casos en que no existía competencia, algunos escolásticos recomendaban el establecimiento de precios legales. Para estos casos de monopolio, Vitoria, Báñez, Medina y García, entre otros, prescribían la regla del «costo-plus»[21].

Tomando prestadas ideas de Conradus, Covarrubias declaró que en la determinación del justo precio lo que debía prevalecer era la estimación humana y no la naturaleza del bien, incluso cuando esta estimación fuese ridicula (insana)[22]. Covarrubias proporcionaba el ejemplo del trigo que, pese a ser de una misma calidad, costaba más en las Indias que en España[23].

Luis de Molina compuso uno de los mejores resúmenes de la teoría del justo precio:

Debe observarse, en primer lugar, que el precio se considera justo o injusto no en base a la naturaleza de las cosas consideradas en sí mismas —lo que llevaría a valorarlas por su nobleza o perfección—, sino en cuanto sirven a la utilidad humana; pues en esa medida las estiman los hombres y tienen un precio en el comercio y en los intercambios. Más aún, con este fin las entregó Dios a los hombres y con el mismo fin dividieron los hombres entre sí el dominio de las mismas, a pesar de que, en el momento de su creación, todas fueron comunes. Cuanto acabamos de exponer explica que los ratones, aunque por su naturaleza sean más nobles que el trigo, no se estimen ni aprecien por los hombres, pues no les son de utilidad alguna. También se explica así que la casa se suela vender justamente por un precio mayor que el precio a que se vende un caballo e incluso un esclavo, siendo así que tanto el caballo como el esclavo son por naturaleza mucho más nobles que la casa[24].

Indudablemente, las ideas de Molina son un calco de las ideas de San Agustín. Sin embargo, las ideas agustinianas podían ser interpretadas significando que el valor de los bienes depende de su utilidad objetiva. Los ratones no son valorados porque, en esencia, son inútiles. Si los razonamientos de Molina hubiesen terminado con el párrafo arriba citado, sería posible argumentar que el mismo también sostenía una teoría de valor objetiva. Pero éste no es el caso, Molina aclara a continuación que cuando habla de utilidad tiene en mente la utilidad subjetiva:

Debemos observar, en segundo lugar, que el precio justo de las cosas tampoco se fija atendiendo sólo a las cosas mismas en cuanto son de utilidad al hombre, como si, cæteris paribus, fuera la naturaleza y necesidad del empleo que se les da lo que de forma absoluta determinase la cuantía del precio; sino que esa cuantía depende, principalmente, de la mayor o menor estima en que los hombres desean tenerlas para su uso. Así se explica que el precio justo de la perla, que sólo sirve para adornar, sea mayor que el precio justo de una gran cantidad de grano, vino, carne, pan o caballos, a pesar de que el uso de estas cosas, por su misma naturaleza, sea más conveniente y superior al de la perla. Por eso podemos afirmar que el precio justo de la perla depende de que los hombres quisieron estimarla en ese valor como objeto de adorno[25].

En el caso de las perlas…

[…] es evidente que ese precio, que para ellos es justo, no proviene de la naturaleza de dichas cosas ni de su utilidad, sino de que los japoneses se aficionaron a ellas y así quisieron estimarlas[26].

Juan de Lugo, especificó que la estimación humana debe respetarse incluso cuando la misma parece carecer de fundamento, ya que los precios fluctúan…

[…] no debido a la perfección intrínseca y absoluta de los artículos —ya que los ratones son más perfectos que el maíz, y no obstante tienen un valor inferior— sino como consecuencia de su utilidad respecto a la necesidad humana, y por consiguiente solo a causa de la estimación, ya que las joyas son mucho menos útiles que el maíz en una casa y, sin embargo, su precio es mucho más elevado. Y debemos tener en cuenta no sólo la valoración de los hombres prudentes, sino también la de los imprudentes, si en un lugar estos son suficientemente numerosos. Esta es la razón por la que las baratijas de cristal en Etiopía se intercambian exactamente por oro, porque en general, dichas chucherías, son más estimadas en Abisinia. En Japón los viejos objetos hechos a base de hierro, así como los de alfarería, que carecen de valor para nosotros, alcanzan un elevado precio debido a su antigüedad. La valoración común, aun en los casos en que es disparatada, aumenta el precio natural de los bienes, ya que éste depende de la estimación. La abundancia de compradores y dinero incrementa el precio natural, disminuyéndolo los factores opuestos[27].

En sus explicaciones sobre las relaciones entre el valor de los bienes y la estimación humana, Medina determinaba que, cæteris paribus, cuanto más alta la estima, más alto el valor de un bien, y viceversa[28]. En las mismas estaba Francisco García, quien aclaraba que pese a que la calidad de un bien influye en el precio, no debemos confundir el valor con la calidad. Señalaba que el valor y precio de las cosas…

[…] nace de la calidad de aquellas: de suerte que quanto fueren las calidades de una cosa más útiles y provechosas para el uso humano, tanto aquella será más estimada, y de mayor valor y precio […] pero no es lo mismo valor de aquellas y su calidad. Esto es manifiesto, porque sin variarse la dicha calidad, se varía el precio: como vemos que un mismo libro para uno es de mucho valor y precio, para otro de poco, y para otro de ninguno, siendo aquel siempre de una misma calidad. Lo mismo es de una espada, y de un cavallo, y de todas las otras cosas[29].

Según García, el precio consiste en «opinión humana», porque cada uno estima y aprecia las cosas «conforme a como le son más o menos útiles para su servicio. Assi, que si bien lo queremos mirar, la calidad es intrínseca a la cosa y el precio le es extrínseco el qual depende de la estimación y parecer humano, y en él se sustenta, y según él se varía»[30]. En definitiva, el precio de las cosas «de tal manera depende de la opinión humana, que en sola ella está»[31].

Estos párrafos son claros y no admiten ambigüedad alguna. Para estos autores el valor de cambio depende del valor de uso. Este valor de uso no es una cualidad objetiva del bien. Como la utilidad, está más influenciada por las preferencias y los estados de ánimo de los consumidores (complacibilitas) que por la capacidad inherente del bien para satisfacer necesidades, los doctores no encontraron ninguna regla objetiva que les permitiese determinar el justo precio. Las ideas escolásticas deben considerarse como impulsoras y defensoras de la teoría subjetiva del valor. Estos autores fueron precursores de los economistas del siglo XIX que «descubrieron» los fundamentos subjetivos del valor económico de los bienes.

El precio legal y los controles de precio

Coherentes con su teoría de que en toda transacción que no sea ilegal «las cosas valen tanto como cuanto se pueden vender», muchos escolásticos tardíos llegaron a la conclusión de que las autoridades podían fijar el precio legal de algunos productos, particularmente en los casos de monopolio o cuando los vendedores o compradores de un «bien muy necesario»[32] eran pocos (oligopolio). Un número de estos autores se opuso a la fijación arbitraria de precios y concluyeron que harían más mal que bien. Raymond de Roover resumió este punto de vista de la siguiente manera:

Los escolásticos tardíos insistieron en que el precio justo era establecido por la comunidad. Esto podía ser realizado de dos maneras: por el proceso de mercado o por decretos públicos. Este último era el «precio legal», por oposición al «precio natural», que venía determinado por la estimación común (la valuación del mercado)[33].

La postura de ellos era la de que el precio legal debía ser similar al precio de mercado. El precio justo natural debía ser establecido por la estimación común en ausencia de fraudes, coerción o monopolios. Tanto los precios legales como los naturales derivan del justo precio.

Reconocieron asimismo que es imposible determinar un precio justo natural único. Los moralistas pueden calificar como justos a todo un rango de precios. Desde el punto de vista legal, los escolásticos consideraban que este rango abarcaba un gran espectro; desde el punto de vista moral su postura era más estricta. La doctrina común estableció que mientras que era legal cobrar el 50 por ciento más que el promedio de precio justo, el comprador también podía comprar legalmente un artículo a un precio del 50 por ciento menor que el precio promedio.

Lessio proporciona el caso de un bien cuyo precio promedio es 10. Desde el punto de vista legal, el precio máximo sería de 15 y el mínimo de 5. Desde el punto de vista moral, el precio podría ser de 11 (el precio riguroso), 10 (el precio medio) o 9 (el precio ínfimo):[34]

Punto de vista moral Punto de vista legal
Precio máximo: 15 15
Precio riguroso: 11 1
Precio medio: 10 10
Precio ínfimo: 9
Precio mínimo: 5 5

Juan de Lugo señaló que en vista de todas las cambiantes circunstancias y factores, la mayoría de los doctores concordaban en que era «imposible establecer una regla fija»[35].

San Alberto Magno (1193-1280). Maestro de Santo Tomás de Aquino, sus propios contemporáneos fueron quienes le dieron el título de «Magno» por la profundidad y amplitud de sus conocimientos.

Los escolásticos tardíos nunca cuestionaron el derecho gubernamental de fijar precios[36]; sí cuestionaron, sin embargo, la conveniencia de esta fijación. De acuerdo con la teoría escolástica de propiedad privada, la propiedad sobre un bien específico es determinada por la ley humana (positiva). El propietario puede usar sus bienes a su antojo siempre y cuando no exceda las limitaciones legales. La ley humana positiva también establecía el derecho del Estado a restringir el uso de la propiedad y la posesión. El ejemplo más claro lo constituyen los impuestos, ya que no sólo son una restricción al uso de una parte de la propiedad, sino una confiscación autoritaria para sostener al «todo» (el reino y sus leyes). Como aquella porción que el Estado toma para sí mediante impuesto es propiedad de la que uno no puede disponer, era lógico que los escolásticos razonaran que si el Estado puede confiscar, también puede restringir y regular el uso. Nuevamente conviene recordar que quienes así razonen no tienen por qué considerar como conveniente la regulación y fijación de precios[37].

Un precio oficial, para ser justo, debía considerar varias circunstancias. Juan de Medina advirtió que, desde el punto de vista del vendedor (la oferta), se debían considerar primeramente los gastos, el trabajo, el mantenimiento, la industria, y los riesgos y peligros inherentes al transporte y almacenamiento de los bienes. Desde el punto de vista del consumidor (la demanda), los elementos principales eran la complacibilitas, la utilitas, así como el número de compradores potenciales. En lo que se refiere a los bienes en sí, las características más importantes eran la escasez, la abundancia y la fertilidad o infertilidad de la zona, así como la evaluación de si fueron mejorados o deteriorados. Medina concluyó que cuando se fijan los precios el mercader prudente debería recuperar, además de otros costos, sus propios gastos, trabajos y riesgos. También se percató de que ninguno de estos factores que influyen en los precios es estático —son mudables y cambian a menudo—. Debido a que los gastos, el trabajo y los peligros pueden crecer o decrecer a raíz del paso del tiempo, éste es también un elemento que debe ser incluido en el análisis de los precios. Debido al transcurso del tiempo, los bienes pueden cambiar tanto en su naturaleza (por ejemplo madurando o echándose a perder) como en su escasez. La necesidad de un bien también puede fluctuar, así como el número de compradores y vendedores, y la misma variación puede darse en la estimación humana:

Como enseña la experiencia, si preguntamos a alguien a cuánto asciende el precio de una cosa, unos dirán 10, otros 12, pero otros se opondrán y dirán que el precio no es 10 o 12, sino 8 o 9[38].

Ninguno de estos factores puede ser deducido o establecido tomando como muestra lo que sucede con un vendedor o comprador en particular. Lo que cuenta no es la estima o la complacibilitas individual, sino la común. Por esta razón, estos teólogos declararon que, en tiempos de pestes y plagas, era legítimo cobrar un precio alto (quantumcunque precium exigere) por el pan en épocas de hambre universal o precios elevados por las medicinas en tiempos de plaga[39].

A la luz de estos razonamientos, Medina criticó la regla de Duns Scoto recomendando que los precios siempre sean superiores a los costos[40]. Estableciendo que la estimación común no necesita considerar los costos incurridos por el vendedor, notó que estar expuesto a las pérdidas y ganancias es uno de los riesgos de todo comerciante (es parte de la naturaleza de los negocios justos). En otras palabras, Medina especificó que aquellos que quieren dedicarse a los negocios deben comprender que pueden llegar a perder dinero[41].

Esto no quiere decir que el comerciante tenga prohibido usar la regla de fijar los precios sobre los costos para establecer sus precios de venta. Medina declaró que esto es tanto lícito como justo siempre y cuando esos bienes sean valuados en utilidad y estimados por la comunidad a un precio igual o superior al que pretende venderlos. Esta estimación común establece el justo precio y como esta estimación es variable no podemos determinar un precio justo único.

La escolástica hispana reconoció la importancia del precio de estimación común para determinar las ganancias. Entendieron claramente, también, los considerables esfuerzos que tienen que realizar los hombres de negocios para producir, transportar, intercambiar o almacenar bienes. Ya Cayetano había dicho que los mercaderes «no tienen por qué servir gratuitamente para nuestro confort»[42].

Partiendo de la premisa de que «el rey no tiene la potestad para hacer cosas injustas y carentes de lógica», Molina criticó la fijación arbitraria de precios. El gobernante que en épocas de gran escasez de trigo quisiera valuar este cereal con el mismo precio que en épocas de abundancia estaría fijando un precio irracional e injusto:

Y no se diga que su actuación es correcta porque es conveniente al bien común que el trigo se venda en tiempo de escasez al mismo precio que en tiempos de abundancia; que actuando así, los pobres no se verán gravados y podrán comprar el trigo cómodamente, porque, insisto, ésa no es razón[43].

Molina brinda cuatro poderosos argumentos en contra de la fijación de precios. Primeramente, cuando «la misma naturaleza del problema [las condiciones de oferta y demanda]» y la justicia y equidad exigen que el precio suba «no debe preocupar si, accidentalmente, los pobres sufren alguna dificultad por ello en la compra del trigo; a éstos debe ayudárseles con la limosna más que con la venta [la fijación de precios injustos]»[44]. Este brillante teólogo jesuita no se olvida de los pobres ni del deber de la limosna, pero como buen moralista comprende que es una injusticia violar los derechos del vendedor para favorecer a terceros. Como segundo argumento señala que estos precios artificialmente bajos no ayudarán a los más necesitados:

Especialmente cuando sabemos que en tiempos de escasez y hambre los pobres raramente compran el trigo al precio tasado y que, por el contrario, sólo lo compran a ese precio los poderosos y ministros públicos a quienes los dueños del trigo no pueden resistir en su pretensión[45].

En tercer lugar, Molina añade que, si por razones de equidad y en aras del bien común, debemos ayudar a algunas personas, la justicia requiere que «todos, según sus posibilidades y estado, se graven proporcionalmente y contribuyan en la medida en que la equidad lo pide», sería injusto que el peso de socorrer a los pobres recayera solamente en los productores de alimentos. Su último argumento, razonando con categoría de gran economista, señala que ningún criterio de equidad puede aprobar que el gobierna fije un precio legal por debajo del costo de producción. Los agricultores sufrirían una nueva injusticia si, al mismo tiempo que se controlan sus precios de venta, se permitiese que los demás precios suban «en momentos en que disminuye su oferta y aumenta su demanda». Si se tasa el calzado y no el precio del cuero, o el pan y no la harina, y por este motivo el productor no puede recuperar sus costos, las leyes son injustas y no obligan en conciencia. «Y lo mismo debe decirse de las otras cosas que, en su fabricación, dependen de otros bienes que no se tasan»[46].

Todo el análisis de Molina está basado en la existencia de un precio natural definido por él en forma muy similar a la de los economistas clásicos del siglo XIX. Este jurista defiende precios que están de acuerdo en la naturaleza del problema y esto significa, según él, que se deben tomar en cuenta la oferta y la demanda, y todos los otros factores que influyen en estas fuerzas. Existe un precio natural que ningún gobernante puede modificar justamente. Si las autoridades insisten, «en tiempos de escasez los hombres no estarían obligados a seguir vendiendo su trigo al precio tasado en condiciones de abundancia», ya que deberían suponer que no era la voluntad de las autoridades el cometer esta injusticia. Pero si ésa fuera la voluntad del gobernante, «la ley ya no sería razonable y justa y, por tanto, no obligaría en el fuero de la conciencia»[47].

Martín de Azpilcueta declaró que de acuerdo con la doctrina común de los doctores, un precio oficial injusto «no obliga». Tal precio puede ser la causa de muchos pecados y uno no ofende a Dios si vende sus bienes a un precio que «delante de Dios fuese justo, aunque excediese la tasa, tanto cuanto la justicia natural permite»[48].

Juan de Mariana también criticó la fijación de precios. Basando sus argumentos en la experiencia presente y pasada, remarcó que estos controles suelen ser dañinos e inapropiados[49].

Villalobos también dio razones lógicas en contra de la fijación de precios:

A mí me parece que fuera mejor que no hubiera tassa de trigo, como no la ay en otras muchas partes, y se hallan bien con ello, y dize Rebello, que en Lisboa perecerían de hambre si huviera tassa. La razón de lo que digo es, porque vemos, que [en] los años baratos no es menester tassa, ni en los medianos: porque no llega el valor del trigo a ella, y se baxa, o levanta el precio conforme es la abundancia que del ay: y en los años caros, no obstante la tassa, se sube el precio por fas, o por nefas, que no hallarán un grano de trigo a la tassa en ninguna manera, y si lo ay es con mil trampas y engaños. Y también porque parece cosa lastimosa, que saliendo a los labradores, comunmente en años rigurosos el trigo mucho más caro, y siendo la estimación común a mayor precio, lo ayan de vender a la tassa[50].

Entre los factores que influyen en el alza del precio del trigo, este franciscano mencionó los monopolios, la exportación, y la especulación. La importación de trigo puede llegar a ser «muy importante al bien común»[51].

Para varios de estos moralistas, las leyes que fijan precios carecían de un valor absoluto y los precios injustos no obligaban en conciencia.

Así lo tienen Juan de Mariana, Navarro, Rebelo, Molina, y dize Ledesma, que siguen esta opinión los padres de la Compañía de Jesús. El fundamento desta opinión es, porque para que el precio sea justo, ha de ser razonable, lo qual no sería si fuese notablemente menor que la cosa vale según la común estimación, lo qual no acontece aquí: porque de otra manera no se guardaría igualdad en el precio, y los señores del trigo padecerían gran agravio[52].

Villalobos cita luego textualmente los argumentos de Molina[53] en contra de los precios oficiales injustos, y advierte que esta proposición no se puede condenar, pero que éste es un tema opinable «y en opiniones probables qualquiera puede seguir la que quisiere, mayormente si tiene mayores fundamentos, que entonces será más probable»[54].

Precios y equidad

Una de las reglas principales utilizadas por los escolásticos para determinar la justicia de una transacción era la de verificar si la misma se realizó voluntariamente. Utilizaban frecuentemente la frase de Aristóteles de que «al que quiere no se le hace injusticia»[55], y la teoría de los precios estaba basada en ese principio[56]. Vitoria clarificó que la justicia y la legalidad en los cambios…

[…] fundase en un principio universal y muy cierto, y es que no soy obligado a hacer ningún beneficio ni placer a mi primo [prójimo], de balde y sin primo [por premio], aunque a mí no me cuesta nada ni me sea trabajo. Que si me ruega que baile, le digo que no quiero, si no me dais un ducado: y lo mismo puedo decir de cualquiera otra cosa que me pida[57].

Vitoria aceptaba dos excepciones a la regla: los beneficios espirituales[58] y los préstamos. Cada uno es árbitro y moderador de su propiedad[59]. Villalobos señalaba y añadía que «es contra razón y justicia querer que otro compre, o alquile por el precio que él no quiere, pues es libre, como dize Rebello»[60]. Según Albornoz, para que una transacción sea equitativa es necesario que no exista coerción…

[…] porque como quiera que a uno le hagan vender su cosa por fuerza, aunque le den en precio diez tanto de lo que vale, no le dan el valor de ella, pues él estimará más su cosa que el precio que le dan, y assi no es igual el precio a la cosa (que como hemos visto es el punto en que consiste la justicia del precio). Lo mismo en la compra, si hazen a uno que compre por fuerza lo que no quiere, aunque se lo den diez tanto menos de lo que vale[61].

Los escolásticos calificaban una venta como involuntaria cuando la misma ocurría en un contexto de violencia, fraude o ignorancia[62]. García especificó que la violencia podía ser implícita o explícita. Un juez ejerce violencia explícita cuando para hacer justicia sentencia que un acusado debe perder parte de su propiedad para restituir los daños. Añadía García que para que el gobierno pueda forzar justamente una compraventa no sólo se requiere que ésta sea útil al bien común, sino que también sea necesaria, pues en caso contrario «no sería cosa lícita hazer tal violencia». Esta violencia expresa se toma injusta cuando es practicada en forma privada al margen del poder judicial. La violencia implícita, o tácita, podía ocurrir tanto por prácticas monopolísticas o por acaparamiento[63].

García delineó su teoría de la siguiente manera:

  1. VIOLENCIA
    1. Expresa
      • Justamente
      • Injustamente
    2. Tácita
      • Monopolio
      • Acaparamiento
  2. ENGAÑO
    1. En sustancia
    2. En cantidad
    3. En calidad
  3. IGNORANCIA
    1. En sustancia
    2. En cantidad
    3. En calidad[64]

Acerca del monopolio, García comenta que Palacio, en su comentario a la Summa de Cayetano, condena como «pecado mortal pedir al Rey privilegio para que uno o dos solos puedan vender lienzo o paño, o cosas otras semejantes»[65]. En referencia al acaparamiento, García condena ciertos excesos, pero, apoyándose en el Génesis, 41, reconoce que comprar y acaparar para vender en los tiempos de necesidad «no es dañoso, sino útil para el bien común»[66].

Un precio justo es el que surge del «natural y común curso de los tratos y negocios humanos llanamente hechos, quitada toda violencia y engaño». Estos engaños o fraudes podían ocurrir tanto en la sustancia (por ejemplo vender gato por liebre), cantidad (peso o medidas falsas), o calidad (vender un caballo enfermo por sano) de un bien. Cualquiera de ellos transforma un intercambio en involuntario.

La ignorancia (acerca de la sustancia, cantidad y calidad) también pueden hacer que un intercambio sea involuntario. Según García, el contrato…

[…] redunda igualmente en utilidad del que vende, y del que compra, pues aquél tiene del dinero de éste necesidad, y éste la tiene de la mercadería del otro, y por eso se da la una destas dos cosas en recompensa de la otra[67].

Estos doctores medievales declararon que la coerción, la violencia y el brindar información falsa o inadecuada violan la equidad de una transacción y por lo tanto son contrarias a la justicia. Cuando ambos participantes reciben utilidad podemos decir que un intercambio es equitativo, son muchos los historiadores que consideran que la «reciprocidad en los cambios» es la esencia de la teoría escolástica de los precios. En el pensamiento aristotélico, esta reciprocidad ocurría cuando, luego de un intercambio, ambos sujetos terminan con la misma riqueza que antes de la transacción. En palabras de Santo Tomás:

[…] la compraventa parece haber sido instituida en interés común de ambas partes, puesto que cada uno de los contratantes ha menester de la cosa de otro, lo que claramente expone Aristóteles. Mas lo que se ha establecido para utilidad común no debe ser más gravoso para uno que para otro otorgante, por lo cual debe constituirse entre ellos un contrato basado en la igualdad de la cosa[68].

Es mi parecer que la reciprocidad en los cambios puede ser entendida de mejor manera desde el punto de vista contable. Cuando cambiamos dinero (un activo) por bienes (otro activo), en primera instancia lo único que aparece en nuestro balance es un cambio en la composición de los activos. El activo total no se altera y la situación es similar a la que existía antes de la transacción. Albornoz parecía compartir un análisis similar al decir que en un intercambio justo «tanto entra con el precio en poder del vendedor, quanto por el precio que salió de su caudal, y tanto entra por la cosa vendida en poder del comprador, cuanto por el precio salió de su caudal»[69].

La donación

Los extensos análisis acerca de la donación nos ayudan a entender varios aspectos del análisis económico escolástico. Toda persona con dominio perfecto de un bien puede a su vez donarlo libremente a otra[70]. Como el dueño de un bien es también propietario de su uso, la donación puede ser del bien o del uso[71]. Los regalos (limosnas o donaciones) son acciones esenciales para una ética cristiana. San Bernardino definió la donación como el acto de liberalidad, de dar sin esperar recompensa[72]. En este contexto, el «problema» del justo precio desaparece. No se necesita tomar en consideración ni la utilidad del bien, ni la equidad.

Los escolásticos estipularon que todo comprador que deliberada y conscientemente pagara un precio marcadamente superior al precio de mercado está añadiendo una donación a la transacción. Cuando esto se hace libremente, esta donationis admixtae es perfectamente legítima. Juan de Medina determinó que cuando un comprador paga un precio excesivo, y su intención es la de donar esa suma, no podemos catalogar este intercambio como una venta pura[73]. Las siguientes tres condiciones, según este autor, deberían estar presentes para que podamos asumir la existencia de una donación:

  1. El comprador debe ser una persona sagaz con conocimientos del precio de mercado del bien en cuestión.
  2. No debe existir presunción de que el vendedor no ha sido totalmente veraz al estipular su precio.
  3. El comprador no debe tener una grave necesidad del bien[74].

En estos casos, la existencia de precios superiores a los de mercado no viola la regla del precio justo.

Los precios y la ignorancia

Pese a que los escolásticos argumentaron que la ignorancia podía tomar un intercambio en involuntario, paralelamente razonaron que era lícito lucrarse con los conocimientos propios y la ignorancia ajena. Desde el punto de vista del comerciante, no constituye fraude el vender un bien fallado si éste no sabía de esta imperfección. El comprador, sin embargo, podía argumentar que no era su intención comprar el bien en esas condiciones. Para probar que es legítimo obtener ganancias por tener un mejor conocimiento del mercado, los escolásticos por lo general repetían el ejemplo utilizado por Santo Tomás acerca de un mercader que, sabiendo que en el futuro existiría un incremento en la oferta del bien que él tiene para la venta, se apresura a vender todo su stock antes de que esta mayor oferta llegue al mercado. También citaban los escritos bíblicos, en especial el Génesis, 41, la historia de

José, que asesoró al Faraón para que acumulara trigo y así evitar que la futura escasez perjudicara al reino. El faraón se benefició comprando barato y vendiendo más tarde a precios más caros[75].

Estos autores reconocían que el conocimiento y la sabiduría no pueden ser castigados. El conocimiento o la ignorancia de una persona no modifican «el precio justo». Sólo la abundancia o la escasez en el mercado afectan a los precios. Un individuo puede adquirir conocimientos especiales de futuros embarques, ofertas, nueva legislación, o de variaciones en el valor de la moneda. El vendedor poseedor de estos conocimientos tiene el derecho de lucrarse con ellos incluso cuando la mayoría del público no se percata de la importancia de estos fenómenos. Lessio señaló que si la justicia no permite que los vendedores con conocimientos de futuras bajas en los precios vendan al precio corriente…

[…] siguiendo el mismo razonamiento, no se debería permitir que los compradores adquieran el producto al precio corriente si es que saben que el precio aumentará en el futuro, y esto es también falso[76].

La teoría del monopolio

Al analizar el tema del justo precio, la mayoría de los doctores abordaron el tema de las actividades monopolísticas. Varios de ellos, por ejemplo Miguel Salón y Luis de Molina[77], partían de la definición etimológica. Monopolio es una palabra compuesta por: monos (significa uno en latín) y polium (proviene de pola que significa venta en griego). Molina declaró que, en un sentido estricto, existe monopolio cuando una o más personas obtienen el privilegio exclusivo de vender un cierto bien[78]. Aunque en esta definición se señala implícitamente que los monopolios son causados por los privilegios, y que estos sólo pueden ser otorgados por las autoridades, los escolásticos también describieron un número adicional de actividades monopolísticas. Lessio distinguía cuatro tipos de monopolio: aquellos fruto de conspiraciones, los establecidos por el príncipe, aquellos que resultaban de los intentos de arrinconar el mercado[79] y los causados por las restricciones a la importación[80]. Los trabajadores, así como los negociantes, también podían conspirar para establecer monopolios. Los doctores criticaban a ambos. Condenaron explícitamente a los artesanos que pactaban que el trabajo comenzado por uno no podía ser terminado por otro, o los acuerdos entre ellos para no trabajar a menos que se les pagase una remuneración predeterminada[81].

Los escolásticos señalaban que los monopolios establecidos por la autoridad competente sólo podían justificarse si beneficiaban a la república. Daban como ejemplo las leyes de patentes y derechos de autor a las que justificaban por el beneficio que impresores y escritores brindaban a la república. Lessio especificó que, mediando buenas razones, el príncipe podía otorgar privilegios[82]. En estos casos, el juicio de los prudentes, basado en un análisis exhaustivo de las circunstancias, debería ayudar a identificar el precio justo[83]. Molina también justificó algunos monopolios establecidos con el permiso del príncipe, diciendo que de la misma manera que el rey podría exigir a los súbditos que contribuyeran a la necesidad pública con su ayuda, también puede someterles al gravamen del monopolio, con tal de que éste sea moderado y les cause menor molestia y perjuicio[84].

En el campo de la ética económica, Molina aseveró que en aquellos casos en que los monopolios establecidos son perjudiciales a los súbditos, pecan mortalmente tanto la autoridad como los comerciantes que piden los monopolios. Tales privilegios obligan «a los ciudadanos a comprar las mercancías de manos de dichas personas a un precio más caro», impidiéndoles comprar del proveedor más barato. Tales prácticas también violan los derechos de otros oferentes potenciales[85]. Por tal motivo, tanto la autoridad como los monopolistas están «obligados a restituir a los súbditos por los daños que de ello se siguieren contra la voluntad de los mismos súbditos»[86]. Ledesma notaba que abundaban los monopolios perjudiciales[87], y Lessio añadía que monopolios que no contribuyen al bien común y aquellos que son fruto de privilegios perversos coartan la libertad, dañan al ciudadano, y no benefician a la república[88]. Mariana también condenó a los príncipes que establecían monopolios sin la aprobación del pueblo. El príncipe, según él, no tiene legítima autoridad para quitarle a sus súbditos parte de su propiedad[89].

Los escolásticos condenaban a aquellos que intentaban monopolizar una mercadería arrinconando el mercado. Aragón, sin embargo, aclaró que no era condenable la acción de un comprador que asumía el riesgo de adquirir toda la oferta de un bien, sin tener como objetivo el aumento de precios o la monopolización del mercado. Antonio de Escobar era de la misma opinión[90].

Los análisis escolásticos tardíos de las restricciones a las importaciones son muy similares a los realizados hoy en día por autores partidarios del libre mercado. Reconocían que los monopolistas que buscaban restringir la oferta de bienes importados producían un doble perjuicio, deterioraban la posición de otros comerciantes, al no dejarles importar bienes necesarios, y dañaban a la comunidad debido al incremento en los precios que producirían las restricciones. Antonio de Escobar fue explícito en su condena a aquellos que restringían las importaciones con el objeto de reducir la oferta[91]. Azpilcueta, Salón, Aragón y Bonacina también llegaron a conclusiones similares.

Los escolásticos, a lo largo de sus análisis, raramente condenaron per se a los monopolios. La existencia de un sólo vendedor, aunque suficiente para la definición etimológica, no era suficiente para probar la injusticia del príncipe o del comerciante[92]. Como bien señalaba Aragón, un monopolio no es injusto si compra y vende a precios justos. Criticaba, eso sí, a los comerciantes que obtenían su posición monopólica mediante las restricciones a la importación, y añadía que los mismos estaban equivocados al anteponer su utilidad privada a la pública[93].