Finanzas públicas
Muchos extienden el poder de los reyes y le suben más de lo que la razón y el derecho pide; unos por ganar por este camino su gracia y por la misma razón mejorar sus haciendas, ralea de gentes la más perjudicial que hay en el mundo, pero muy ordinaria en los palacios y cortes; otros por tener entendido que por este camino la grandeza real y su majestad se aumentan, en que consiste la salud pública y particular de los pueblos, en lo cual se engañan grandemente, porque como la virtud, así también el poderío tiene su medida y sus términos, y si los pasa, no sólo no se fortifica, sino que se enflaquece y mengua; que, según dicen graves autores, el poder no es como el dinero, que cuanto uno más tiene tanto es más rico, sino como el manjar comparado con el estómago, que si le falta y si le carga mucho se enflaquece; y es averiguado que el poder de estos reyes cuanto se extiende fuera de sus términos, tanto degenera en tiranía, que es género de gobierno, no sólo malo, sino flaco y poco duradero, por tener a sus enemigos á sus vasallos mismos, contra su indignación no hay fuerza ni arma bastante[1].
Los escolásticos entendieron correctamente que las ideas prevalentes acerca de cuáles deben ser las funciones del gobierno tienen una influencia decisiva en las opiniones respecto de la legitimidad y el monto del gasto público. Para la mayoría de los escolásticos que analizaron las estructuras políticas, lo más importante no era tanto el sistema político, sino más bien los derechos y las condiciones disfrutadas por los ciudadanos.
Preguntan á menudo los políticos cuál es la mejor forma de gobierno; mas esta cuestión es para mí secundaria, porque he visto florecer estados bajo la república como bajo la monarquía[2].
Parece ser que para Mariana la teoría de la utilidad subjetiva también puede aplicarse al análisis de los sistemas políticos.
Sucede en todo, en los vestidos, en el calzado, en la habitación y en muchas otras cosas que aun lo mejor y más elegante á unos place y á otros desagrada; y tengo para mí que ha de suceder lo mismo con las formas de gobierno, que no porque una lleve á todas ventaja, ha de ser aceptada por pueblos de distintas instituciones y costumbres[3].
Para Mariana una república existe cuando los ciudadanos participan en el gobierno de acuerdo a su rango y mérito. En la democracia, estipulaba, los honores y los cargos en el Estado se otorgan independientemente del mérito o de la clase social, esto según él es contrario a las diferencias establecidas por la naturaleza o por fuerzas superiores irresistibles[4]. Mariana percibió acertadamente que la sociedad es anterior al poder gubernamental:
Sólo después de constituida la sociedad podía surgir entre los hombres el pensamiento de crear un poder, hecho que por sí solo bastaría á probar que los gobernantes son para los pueblos, y no los pueblos para los gobernantes, cuando no sintiéramos para confirmarlo y ponerlo fuera de toda duda el grito de nuestra libertad individual, herida desde el punto en que un hombre ha extendido sobre otro el cetro de la ley ó la espada de la fuerza[5].
La existencia de gobiernos por sí misma significa un límite a la libertad. Para Mariana este límite era necesario, pero para ser válido debía estar fundamentado en la voluntad popular: «Si para nuestro propio bienestar necesitamos de que alguien nos gobierne, nosotros somos los que debemos darle el imperio, no él quien debe imponérnoslo con la punta de la espada»[6].
Como la necesidad de adoptar medidas para preservar la paz es una de las principales justificaciones de la existencia de gobiernos, parece apropiado concluir que una de las principales funciones de un gobierno legítimo es la de proteger los derechos de propiedad. Mariana era un crítico acérrimo de notorios gobernantes que no respetaron los derechos personales como es debido. Declaró que:
Niño, Ciro, Alejandro, César, que fueron los primeros en fundar y constituir grandes y dilatadísimos imperios, que fueron reyes, pero no legítimos, que lejos de domar el monstruo de la tiranía y extirpar los vicios, como al parecer deseaban, no ejercieron otras artes que las de del robo, por más que el vulgo celebre aún sus hechos con inmensas y gloriosas alabanzas[7].
Los tiranos «en un principio blandos y risueños» se afianzan en el poder. «No pretenden éstos sino injuriar y derribar á todos, principalmente á los ricos y a los buenos». Los compara luego con los médicos que «se esfuerzan en expeler los malos humores del cuerpo con jugos saludables, trabajan ellos por desterrar de la república á los que más pueden contribuir a su lustre y su ventura»[8]. Y sigue:
Agotan los tesoros de los particulares, imponen todos los días nuevos tributos, siembran la discordia entre los ciudadanos, enlazan unas con otras las guerras, ponen en juego todos los medios posibles para impedir que puedan sublevarse los demás contra su acerba tiranía. Construyen grandes y espantosos monumentos, pero á costa de las riquezas y gemidos de sus súbditos. ¿Creéis acaso que tuvieron otro origen las pirámides de Egipto y los subterráneos del Olimpo en Tesalia[9]?
De acuerdo con Mariana, el rey no es dueño y señor de las propiedades privadas. Los reinados fueron establecidos para defender a la república; más tarde se les dio potestad a los reyes para combatir el crimen y castigar las injusticias: «Para ejercer estos cargos con la autoridad y fuerzas convenientes (la república) les señaló sus rentas ciertas y la manera cómo se deben recoger». El rey tiene dominio sobre estos bienes (que resultan de los impuestos y de sus otras heredades) pero no sobre los bienes privados. Es por ello por lo que los reyes:
[…] sin consentimiento del pueblo no pueden hacer cosa alguna en su perjuicio, quiere decir, quitarle toda su hacienda ó parte de ella. El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo[10].
Mariana considera que el príncipe que toma parte de la hacienda de sus vasallos, sin tener la autoridad o el permiso de la república, debe ser excomulgado[11].
¡Cuán triste no es para la república y cuán odioso para los buenos ver entrar á muchos en la administración de las rentas públicas, pobres, sin renta alguna, y verlos á los pocos años-felices y opulentos[12]!
Mariana definió con claridad el principio rector de una sana política fiscal: «Debe ante todo procurar el príncipe que, eliminados todos los gastos superfluos, sean moderados los tributos». La principal preocupación del gobernante ha de ser que los gastos públicos «no sean mayores que las rentas reales, á fin de que no se vea obligado á hacer empréstitos ni á consumir las fuerzas del imperio en pagar intereses que han de crecer día en día»[13].
Nuestro cuidado principal y mayor debe consistir, como hace poco se ha dicho, en que estén nivelados los gastos con los ingresos y vayan entrando las rentas á medida que vaya habiendo necesidad de verificar los pagos, á fin de que la república no se vea envuelta en mayores males por no poder satisfacer puntualmente sus obligaciones. Si los gastos de la Corona llegan á ser mucho mayores que los tributos, el mal será inevitable; habrá todos los días necesidad de imponer nuevos tributos y se harán sordos los ciudadanos y se exasperarán los ánimos[14].
En 1619 Pedro Fernández de Navarrete, «Canónigo de la Iglesia Apostólica del Señor» y capellán de «sus Majestades Altezas» publicó un libro con recomendaciones acerca de cómo conservar el reino de España[15]. Según él, el mayor problema de España era la emigración causada por los altos impuestos necesarios para solventar los gastos públicos. Por ello llegaba a la conclusión de que «la moderación en los gastos es el mejor medio para engrandecer el Reino»[16]. Sólo el rey que vive con moderación «no se halla con necesidad de imponer tributos intolerables»[17]. Catalogaba a Nerón y Domiciano como «grandes monstruos del mundo», los gastos excesivos fueron la causa principal de sus atropellos:
Porque qué otra cosa obligó a Nerón y Domiciano a desollar los vasallos del Imperio, a defraudar a los soldados de sus pagas y sueldos, a dexar desproveídas las armadas, y sin sustento los presidios, y a despojar los templos, sino la superfluidad de los gastos en fábricas impertinentes, en comidas exquisitas, en trages extraordinarios… en fiestas y espectáculos continuos…[18]
Navarrete criticaba el elevado número de personas que vivían del Estado «chupando como harpías el patrimonio real», mientras que el miserable labrador está «sustentándose de limitado pan de centeno, y algunas pobres yervas»[19].
A distingo de los autores mercantilistas, Navarrete señalaba que no se debe llamar más rica a la provincia que tiene más oro y plata, ya que en ellas suelen costar «más caras las cosas que se venden»[20]. La riqueza de las provincias depende de su productividad y ésta disminuye cuando los impuestos son elevados y cuando la inflación destruye el valor de la moneda. De los altos impuestos:
[…] se ha originado la pobreza, y della ha nacido el imposibilitarse muchos de los vasallos a poder sustentar las cargas del matrimonio, sin cuyos grillos y vínculo con facilidad se inclinan los pobres al desamparo de sus tierras […] temiendo cada día la venida de los cobradores de pechos y tributos, toman por expediente el desampararlas, por no esperar las vexaciones que dellos reciben: pues como dixo el Rey Teodorico, aquella sola heredad es agradable, en la qual no se temen los exactores y cobradores[21].
Es más, como bien señaló Casiodoro, «el que pide cantidades grandes, viene a recibir de pocos, (A paucis accipit, qui nimium quaerit)»[22]. Navarrete explicaba que «al mismo paso que van faltando los vezinos, se van haziendo mayores y más penosas las imposiciones, por ser más flacos los hombros de los pocos que quedan para llevarlas»[23]. Reforzando su argumento, cita a Petrarca, recomendando al rey de Sicilia que procure más tener ricos a sus vasallos que al fisco, asegurando que no puede haber rey pobre de vasallos ricos, porque «las riquezas están mejor guardadas en manos de los vasallos, que en las arcas de tres llaves de los tesoreros que cada día quiebran»[24].
Para él, aquellos que cobran altos impuestos son semejantes a los campesinos que arrancan las plantas de raíz, o al labrador que «no cuida más que de coger la fruta, y no de beneficiar los árboles, será forzoso, que en breves días se convierta la huerta en un erial»[25]. En los casos en que el rey es sorprendido por una emergencia, Navarrete recomienda que se pidan donativos voluntarios, fundamentando su juicio con multitud de ejemplos[26]. Si está pasando por problemas financieros, el gobernante no debe temer informar al público, porque «el encubrir las enfermedades cuando son públicas, no sólo no tiene utilidad; pero es imposibilitarles el remedio que consiste en su manifestación»[27].
Navarrete declaró que los impuestos crecen porque el gobierno incrementa los gastos. Dedica más de veinte capítulos de su libro (discursos XXIX al L) al análisis del gasto público. Gran parte del problema emanaba de la excesiva cantidad de cortesanos (los burócratas de los siglos XVI y XVII) y por eso «es bien descargalla de mucha parte della».
No alcanza…
[…] con prohibir y estorvar que la corte se hinche de más gente, sino con limpiarla y purgarla de la mucha que el día de hoy tiene. Y aunque se juzgue, que esta proposición tiene mucho de rigor, por ser las cortes patria común, es inescusable el usar deste remedio, aviendo llegado el daño a ser tan grande y tan evidente[28].
Estos burócratas se pueden tomar peligrosos cuando…
[…] por medio de gastos excesivos llegasen a estar en pobreza; que entonces ella, como mala consejera, incitaría a buscar en las revoluciones de la patria, lo que con prodigalidad se desperdició en vicios[29].
Es por causa de estos gastos por lo que aumentan las deudas y los pleitos. Otra razón para disminuir el número de cortesanos era la confusión creada por éstos: «Es forzoso que en la tan intrincada selva de tan poblada corte aya enormes delinquentes»[30].
Sus críticas también se dirigían a aquellos religiosos «que se inclinan más a frequentar los palacios de los reyes, que a la retirada habitación de sus celdas»[31].
La corte no sólo estaba llena de personas de alto rango, sino también de «otras muchas personas de inferior jerarquía […] que son lacayos, cocheros, moços de sillas, aguadores, suplicacioneros, esportilleros y abridores de cuellos (sic)». Por ello prescribía «una copiosa sangría aun de la buena sangre, que son los señores, para que a bueltas della salga la mala de los que se sustentan a su sombra»[32].
El Discurso XXXI de esta obra lleva el siempre actual título «De los gastos excesivos». En él, Navarrete comienza citando a Tito Livio y sus juicios acerca de que la pérdida de las monarquías se origina en los gastos excesivos porque cuando «se disipa el patrimonio con excesos, se procura restaurar con culpas». Cuando se gasta mucho y escasean los fondos…
[…] con facilidad nos inclinamos a los sobornos, a los hurtos, y a otros malos medios, con que se atropellan las leyes de la justicia […] porque donde los gastos exceden a la posibilidad de las haziendas, no hay honestidad segura, ni Ministros incorruptos, ni juezes rectos[33].
El padre Mariana, en el último capítulo de su tratado monetario, señala que el excesivo gasto público es la causa esencial de la depreciación de la moneda. Pese a que advertía que él no era un especialista en el tema presupuestario («mi asunto no fue este ni tengo capacidad para cosa tan grande»[34]) sus comentarios, tan bien fundamentados, parecen desmentirle.
Según él, el gasto de la casa real se podría estrechar, «lo moderado, gastado con orden, luce más y representa mayor majestad que lo superfluo sin él»[35]. Paso seguido explicaba que en 1429, durante el reinado de Juan I, el presupuesto señalaba gastos de sólo ocho cuentos de maravedís[36].
[…] dirá alguno que esta cuenta es muy antigua, que las cosas están muy trocadas, los reyes muy poderosos, y por el mismo caso obligados á mayor representación, el sustento muy más caro, verdad es; pero todo esto no llega á la desproporción que hay de ocho cuentos á los que se deben de gastar hoy en la casa real[37].
Durante el reinado de Felipe II, en 1564, los gastos reales habían llegado a 118 cuentos. Se preguntarán muchos: «¿En qué se podrá reducir el gasto?». Mariana respondía:
Eso no lo entiendo yo; los que en ello andan lo sabrán; lo que se dice es que se gasta sin orden y que no hay libro ni razón de cómo se gasta lo que entra en la dispensa y en la casa[38].
Mariana recomendaba al rey que redujera el monto de los subsidios porque «no puede el rey gastar la hacienda que le da el reino con la libertad que el particular los frutos de su viña ó de su heredad»[39]. Se lamentaba de que no hay en el mundo «reino que tenga tantos premios públicos, encomiendas, pensiones, beneficios y oficios»[40]. A aquellos gobernantes que otorgaban estas mercedes con el objeto de ganar amigos y apoyo político, Mariana les recordaba que «los hombres más se mueven por esperanza que por el agradecimiento»[41]; aquellos que reciben los favores pronto se tomarán en improductivos y se transformarán en enemigos apenas disminuyan sus expectativas de recibir subsidios. Los reyes deberían evitar gastar dinero en «empresas y guerras no necesarias», y al igual que Navarrete, sugería al rey que corte los «miembros encancerados y que no se pueden curar»[42], y culminaba con una fuerte crítica a los abusos burocráticos:
[…] es cosa miserable lo que se dice y lo que se ve; dícese que de pocos años acá no hay oficio ni dignidad que no se venda por los ministros con presentes y besamanos, etc., hasta las audiencias y obispados; no debe ser verdad, pero harta miseria es que se diga. Vemos á los ministros salidos del polvo de la tierra en un momento cargados de millaradas de ducados de renta; ¿de dónde ha salido esto sino de la sangre de los pobres, de las entrañas de negociantes y pretendientes?[43]
Mariana citaba el caso de un rey castellano, «creo que don Juan el Segundo o su padre don Enrique III», que siguió las sugerencias de uno de sus almojarifes judíos. Éste sabía que los tesoreros encargados de cobrar las rentas reales defraudaban al rey a cambio de una comisión. El judío, que ignoraba el monto de la defraudación, llamaba a las partes involucradas y les preguntaba si se contentaban con retomar la mitad de lo que habían defraudado. Estos, convencidos de que el judío sabía el monto real, retomaban la mitad del dinero mal habido. Pero éste, en lugar de dejarlos libres, los apresaba hasta que retomasen todo el dinero[44]. Para frenar algunos de estos abusos, Mariana recomendaba que todos los funcionarios del rey, antes de ocupar sus cargos, presentaran el inventario de sus bienes. Los funcionarios deberían ser auditados frecuentemente y el inventario serviría «para que al tiempo de la visita diesen por menudo cuenta de cómo han ganado lo demás»[45].
Parte del problema se generaba porque aquellos que ocupaban cargos públicos llegaban al poder tan comprometidos que se sentían obligados a favorecer injustamente a quien «de secreto les unta las manos»[46]. Era tanta la corrupción («no se acabarían de contar los cohechos y socaliñas») que de cada peso que le correspondía a la hacienda real sólo medio llegaba a manos del rey, ya que como cada dinero pasa por muchas manos, «en cada parte deja algo»[47].
Tal como sucede hoy en día, en esos tiempos era frecuente tratar de justificar los abusos del gobierno aduciendo que esos actos eran necesarios para el «bien común». Bartolomé de Albornoz abordó este tema al recomendar al rey que respete la propiedad privada:
[…] es regla general, que el bien público se ha de anteponer al particular, mas hay dificultad de saber qual es el bien público […] muchas vezes se transforma Satanás en Ángel de Luz, y tenemos por bueno lo que no es razonable […] pido al Lector que lea (en las historias portuguesas) de el palacio que labró un Rey infiel, y siendo la obra muy sumptuosa dexó junto a lo más principal de ella, la casilla de una pobre vieja que no se la havía querido vender, y esta mostrava él por la más señalada cosa de aquel edificio, por que constase a todos su justicia, y la libertad con que en su tierra se vivía, obra verdaderamente digna de Rey que no fuera pagano, pues si un infiel sin lumbre de fe domara desta manera sus apetitos, por que un Religioso querrá llevar los suios adelante, poniendo por escudo a Dios. Plinio (Lib. 8, cap. 45) escrive que sus Dioses no tenían por accepto el sacrificio que se le hazía de Animal ageno, pues si el demonio no quiere de sus siervos sino lo que es proprio de ellos, ¿Dios ha se de servir de lo suios con lo ageno?, el qual como a nadie sabe hazer agravio, tampoco quiere que en su nombre nadie le haga a otro, y mucho menos que se le haga servicio de lo ageno contra voluntad de su dueño ni sacrificio con fuerza[48].
Albornoz culmina su análisis diciendo que los religiosos «antes deven perder algo de su derecho, que, mediante fuerza alcanzarlo»[49]. El seglar tiene que seguir el ejemplo de Cristo, quien no tomó nada por fuerza[50].
Por lo común, los impuestos son el azote de los pueblos y la pesadilla de todos los gobiernos. Para aquéllos son siempre excesivos, para éstos nunca sobrados y bastantes[51].
Los doctores escolásticos definieron los impuestos como aquello que el príncipe o la república les quita a los particulares para sustentar a la comunidad, por ejemplo, una transferencia legal al gobierno de la propiedad de un individuo. Tanto el rey o los gobernantes así como los particulares podían cometer injusticias en este campo.
Para Pedro de Navarra, los impuestos son tiránicos no sólo cuando el que los impone no tiene la potestad necesaria, sino también cuando a unos se les grava más que a otros, y cuando los fondos de impuestos en lugar de ser utilizados para la utilidad común son destinados a satisfacer el bien particular del gobernante. Añadía que en casos de extrema o grave necesidad el pueblo no tenía, en conciencia, obligación de pagar los tributos[52].
Estableciendo que dentro de los límites fijados por la justicia legal, la gente puede hacer lo que quiera con su propiedad, los escolásticos hacían tres excepciones. La primera son las personas no adultas, que tienen pleno derecho a la posesión de los bienes, pero sólo un derecho limitado al uso y disposición de esos bienes. La corte también puede limitar el uso que de su propiedad pueda hacer un criminal, y también puede determinar qué parte de esa propiedad sea transferida a otro por motivos de justa restitución y compensación. La tercera, y de lejos la forma más común de limitar la propiedad privada, son los impuestos.
No todo impuesto es justo y no toda evasión injusta.
Para que una ley (impositiva o de cualquier otro tipo) fuera justa debía cumplimentar los requisitos de toda ley[53]. Asimismo debía también considerar la necesidad (¿es realmente necesario aumentar o modificar los impuestos?), la oportunidad (¿es éste el momento oportuno para modificar los impuestos?), la forma (¿son estos impuestos propuestos equitativos y proporcionales?), y el nivel (¿las reformas imponen pesos moderados o excesivos?). Según Pedro de Navarra, el príncipe que utiliza fondos de impuestos para sus intereses personales comete un robo y cataloga tal acción como confiscación tiránica y rapiña[54]. Estableció asimismo que cuando la razón por la que se pone un impuesto deja de existir, por derecho natural los ciudadanos no están obligados a pagarlos[55].
Acerca de la materia imponible, según la mayoría de los autores de este periodo, lo más apropiado es gravar las mercaderías que nos son de primera necesidad y que se trasladan de un lugar a otro. La moderación es la regla de oro de los impuestos.
Villalobos declaró que…
[…] han de advertir mucho los consejeros de los Reyes, considerando que los tributos adelgazan mucho a los pueblos y aun assuelan de manera a los labradores, que los lugares que ayer estavan en pie, y con número de vezinos, los vemos por el suelo, y hechos dehessas, porque no pueden los labradores tolerar los tributos[56].
Aquellos que hemos visto el poder depredador de las políticas colectivistas aplicadas en el siglo XX podemos entender fácilmente por qué este franciscano utiliza el término dehessas (terrenos extensos de propiedad común) como sinónimo de devastados o de infértiles.
A la luz de las circunstancias políticas de su tiempo, los escolásticos analizaron con gran coraje el tema impositivo. Varios autores modernos compartimos el juicio del rey Teodorico citado por Villalobos, de que «aquella sola heredad es agradable, en la qual no se temen los exactores y cobradores»[57].