Actividad bancaria e interés
Varios excelentes tratados modernos analizan la condena escolástica al interés bancario[1]. En este tema, como en tantos otros, estos moralistas utilizaban como base los argumentos tomistas que determinaban que:
Aristóteles ya había introducido el concepto de la esterilidad del dinero. Santo Tomás, sus seguidores escolásticos y los canonistas, compartían las enseñanzas aristotélicas. Diego Covarrubias y Leiva apuntaba que el dinero de por sí no produce fruto alguno y no da origen a nada. Es por ello, añadía, por lo que es injusto e inadmisible reclamar una suma mayor que la prestada. Este monto adicional, según él, provendría de la industria y el trabajo del deudor[2].
El segundo argumento partía de la definición de interés como el precio por el uso del dinero. Estos autores hacían notar que, debido a la naturaleza del dinero, para hacer uso de él es necesario consumirlo. Tal como sucede con los bienes perecederos (por ejemplo, pan o vino), el uso del dinero es inseparable de su esencia. Una casa, por el contrario, puede ser alquilada y puede seguir siendo usada una vez que caduca el contrato de alquiler. Su uso, por lo tanto, es distinto que su consumición. Siguiendo con esta teoría, el alquiler del dinero o cobrar por su uso constituye el cobro por algo que en realidad no existe.
El tercer razonamiento, aquel que condena el cobro de interés porque el tiempo, al no ser propiedad privada, no puede ser vendido, apareció por primera vez en una obra titulada De Usuris, cuya autoría se atribuye a Santo Tomás. Si esta atribución es justa, el de Aquino estuvo a punto de descubrir la naturaleza de la tasa de interés (la preferencia temporal). Su creencia de que nadie debería cobrar por el uso del tiempo pudo más que sus ansias analíticas y Santo Tomás no siguió desarrollando esta línea de razonamiento[3].
San Bernardino, sin embargo, remarcaba que en ciertos casos el tiempo puede ser vendido[4]. Distinguía dos aspectos en el tiempo: la duración per se[5] y la duración como parte de la esencia de un bien (por ejemplo un bien durable). San Bernardino llegaba a la conclusión de que, en este segundo caso, el tiempo puede considerarse como propiedad privada y por lo tanto ser vendido[6].
Por otro lado, los escolásticos tardíos, al igual que los juristas romanos, reconocían que los títulos extrínsecos (damnum emergens, lucrum cessans y poena conventionalis) pueden justificar el pago de intereses. En casos de damnum emergens, se contempla el derecho del prestamista a pedir una compensación por parte del deudor por motivo de la pérdida (daño) causada (que emerge) por el hecho de haber prestado dinero. De acuerdo con el principio de lucrum cessans (lucro cesante), el prestamista puede pedirle un pago al deudor que le compense por la ganancia perdida por no haber podido el primero disponer de su dinero[7]. La poena conventionalis estipulaba una multa por el incumplimiento en los pagos.
Debido a esta actitud paralela de condenar el interés y permitir excepciones, los escolásticos se vieron envueltos en interminables disputas y disquisiciones. Señaló bien Schumpeter que los doctores escolásticos diferían tanto como los economistas modernos acerca del tema del interés[8]. Según este autor, fueron los escolásticos quienes dieron el primer paso en la larga historia de la teoría del interés[9].
En 1637 fray Felipe de la Cruz publicó un pequeño libro dedicado exclusivamente al problema del interés[10]. Este autor, sin duda, era uno de los pocos que abordaba el tema con un enfoque liberal. Su análisis comienza con una situación hipotética:
Una persona noble tenía cantidad de azienda, dio quatro mil ducados a un cavallero, que con instancia se los pidió, para remediar una grave necesidad prometiendo que los avía de bolver en plata, que era la moneda en que los recibió, y entretanto que no se los bolviese, pagarle doce por ciento en cada un año: y aviendole en algunos pagado lo réditos, despues al azer la entrega del principal, dijo que no debía tanta cantidad, como avía recibido contando los réditos a cuenta del capital; y alegando que era usura llevar ninguna cosa por aquello que fue prestado[11].
Condenando este razonamiento del deudor, De la Cruz señala que es lícito esperar una recompensa por motivos de justicia y gratitud. Santo Tomás había manifestado algo similar.
La compensación de un beneficio puede considerarse de dos maneras: Primero, como deuda de justicia, a lo que uno puede estar constreñido por un pacto determinado, y esta deuda se mide según la extensión del beneficio que se ha recibido. Por consiguiente el que recibió un préstamo en dinero o en cualquier otra cosa semejante de las que se consumen por el uso, sólo está obligado a restituir lo que recibió en préstamo, y sería contrario a la justicia obligarles a devolver más. Segundo, puede estar uno obligado a recompensar el beneficio por deber de amistad, y entonces se atiende más al afecto con que se hizo el beneficio que a la magnitud de lo dado. Esta especie de deuda no puede ser objeto de una obligación civil, que impone cierta necesidad, lo cual hace que la recompensa no resulte espontánea[12] […] si la dádiva en servicios o en palabras no es otorgada a título de obligación real, sino por benevolencia, que es inapreciable en dinero, es lícito recibirla, exigirla y esperarla[13].
Nadie puede condenar a una persona que en muestra de gratitud hace un regalo a otra. Esta acción es acorde con la ley natural y divina y es consonante con la justificación escolástica de la propiedad privada. San Bernardino mantenía que cuando uno presta sin esperar recompensa pero, sin embargo, el deudor, con una actitud espontánea y liberal, quiere darnos por ejemplo un 10 por ciento, tenemos el derecho de aceptar esa retribución[14]. Vitoria también concedía que si un prestamista recibía compensación (sin antes haberla estipulado explícita o implícitamente en el contrato), la misma no se puede condenar, ya que las donaciones no se pueden ilegalizar. Además, nadie puede ser obligado a prestar dinero y así empeorar su situación económica. Luis Sarabia de la Calle admitía que en los casos en que primaba la buena voluntad, el pago de intereses puede ser legítimo.
E para mayor declaración has de saber que porque las intenciones del que da y recibe no concurren con iguales deseos de ambas partes, puede haber sana intención de parte de la que da y de parte del que recibe; de manera que el que de no lo da por obligación, sino por benevolencia, y el que lo recibe asimismo, y así, no hay usura ni [necesidad de] restitución[15].
Molina, Rebelo, Bonacina y Salón remarcaban que la gratitud puede ser expresada en forma monetaria[16]. San Antonino y Leonardo Lessio iban más allá, manifestando que el prestamista podía imponer una obligación civil que recompense su generosidad[17]:
De manera que puede el que a de dar el dinero aceptar cualquier promesa, que el que lo recibe lo iziere de su voluntad, mostrándose agradecido al beneficio, y merced que lo azen en emprestallo el tal dinero, puesto que es una correspondencia debida por ambos derechos natural y divino; y así puede el que da prestado imponer alguna obligación civil (aunque otros tengan lo contrario) a la persona que se le da, de que lo a de acudir con algún agradecimiento[18].
Para De la Cruz era completamente lógico que el código civil permitiera acciones que son mandadas y ordenadas por la ley natural y divina «porque no parece ser notable carga obligarse uno con obligación civil a cumplir aquello, lo qual está obligado a cumplir por ley natural y divina, que tanto encomiendan el agradecimiento y abominan la ingratitud»[19]. En defensa de sus aseveraciones, De la Cruz cita a Báñez y su definición de que no es pecado esperar una ganancia por razones de gratitud[20]. Fray Luis de San Juan compartía estas ideas: «Bien puede uno esperar por el empréstito el logro de la amistad, y agradecimiento, y prestar a otro con esta intención principal, o secundariamente»[21]; y De la Cruz añade «que si tal promesa la iziere por escrito libremente, y aviendola aceptado quien dio el dinero, lo podrá despues cobrar por justicia, y detenello con sana conciencia». También confirmaba esta teoría «el doctísimo padre fray Pedro de Ledesma»[22]. Luego de citar otras autoridades, Felipe de la Cruz se apoya en Pedro de Valencia para manifestar que esta deuda de gratitud puede estipularse en todo contrato voluntario: cuando concurre «la libre voluntad de ambas partes, conocida cosa es que se podrá pedir, y azer escritura de que se acudirá a su tiempo a pagar lo que se uviere prometido»[23].
Este tipo de pago no sólo está en concordancia con el derecho natural y divino, sino que es asimismo conveniente para la república, y por tal motivo no debe condenarse, ya que «doctrina es de Santo Tomás muy alabada por Gerson, que los contratos que se toleran en la República, y le son provechosos, no deben ser fácilmente condenados»[24]. En los préstamos a largo plazo existe una razón adicional para justificar el pago de intereses:
Si la obligación de no volver a pedir es por mucho tiempo, se puede muy bien estimar con precio, y por razón de aquella obligación se puede muy bien llevar el justo precio sin usura ninguna. Esto enseñan los discípulos de Santo Tomás, porque la tal obligación es estimable con precio[25].
Según De la Cruz, en este caso no se está cobrando por el préstamo, «sino por la obligación de no volverlo a pedir por mucho tiempo». El carácter usurario de un préstamo no depende de la tasa de interés, ya que ésta…
[…] no se puede dar [por] cosa fija, cierta, ni determinada, porque puede acrecer según que fuere la cantidad que se diere y prestase. Teniendo reparo, a que lo demás del principal que se llevase, sea moderado y según prudencia; por lo qual se podrá regular mirando a lo que se dize de los precios de las mercadurías, porque el precio que se llama vulgar o natural, no consiste en indivisible, sino que tiene su latitud, por lo cual lo dividen en riguroso, caro, mediano, ínfimo o barato[26].
Puede acaecer que, sin violar la justicia, un mismo bien se venda por ocho, diez, o doce, asimismo «en cosas como éstas fácilmente se varía el precio, como bien, y al propósito dicen Medina, Báñez y Aragón»[27]. El franciscano Villalobos aplicaba este juicio en el análisis de los precios de los bienes de los vendedores ambulantes, y esto que ocurre «en las mercaderías, puede tener lugar en el dinero»[28].
Viene al caso asimismo la acertada crítica de De la Cruz a la famosa frase aristotélica acerca de que pecunia non parit pecuniam:
Aunque es tan común el dezir: que el dinero no fructifica, ni causa dinero, pienso que los que así lo han dicho, se an ido tras el corriente y modo de hablar, sin penetrar, ni reparar en tal máxima. Porque aunque el dinero de suyo no fructifica, lo hace ayudado de la industria; y el decir lo contrario es cuando lo tienen en las arcas o auchado, y sumamente guardado: pero no mientras que con ello se trata y contrata; y si atienden a esto, no sé cómo lo pueden decir [pecunia], sino es que del todo quieren huir a los oídos de la razón; puesto lo que se dice lo enseña la experiencia en todos los contratos. Y se conoce que en ellos se multiplica el dinero ayudado de la industria humana, la cual aunque es la mayor causa, como se dice, no por eso se confiesa que es la total, porque alguna cosa se le debe al árbol, tierra, y demás plantas de que se habla.
Lo mismo del fruto del dinero, pero no como digo la total, que alguna cosa se le debe a él también, como se acaba de dezir, que ni la tierra, ni plantas fructificarían no siendo cultivadas, aradas, cabadas y podadas, digo aquellas cosas que necesitan deso, o por lo menos no fructificarían tanto. Y esta es la parte que se le debe atribuir al dinero, y más estando presente, y de pronto, por lo cual es digno de valor y aprecio[29].
De la Cruz entendía que el dinero presente vale más que el ausente, de ahí su predisposición a condonar los intereses. Se apoyaba también en el caso del reino de Valencia, que tenía permiso del Sumo Pontífice para poder cobrar un 10,12 o 13 por ciento. Y si a las ciudades y a algunos gremios se les permite esto, «no alio dificultad en que no lo puedan azer los particulares de dar y recibir como los otros»[30].
Otro argumento en favor de su teoría es el del caso de aquellas personas que no pueden ganarse la vida con su trabajo. Según él es mucho más natural que éstas puedan prestar su dinero a interés y vivir de rentas, en lugar de consumir poco a poco todo su capital. Con gran sentido común señala que, si aquellos que están en una situación de necesidad extrema pueden tomar la propiedad ajena, con más razón aún podrían prestar a interés para «ganar para comer honestamente»[31].
Roberto Bellarmino (1542-1621). Fue el primer jesuita que ocupó una cátedra en la Universidad de Lovaina. Sus cursos sobre la Summa de Santo Tomás, en los que exponía brillantemente la doctrina del santo Doctor, ayudaron a consolidar las doctrinas que limitan el poder estatal.
Este autor también brinda varios argumentos para justificar la típica actitud mercantil de cobrar más a término que al contado. Tras señalar que los dineros ausentes valen menos que los presentes, y que el dinero «es como mercadería vendible»[32] se ampara en la autoridad de Saa, Toledo y Navarro para describir las muchas ventajas del uso del dinero:
Porque lo puede contratar aumentando muchas ganancias; puede remediar mil necesidades, que lo pueden ocurrir, como son el curarle una grave enfermedad, eximirle de alguna prisión, condenación o sentencia, las cuales no se pueden prevenir. Y acaso aliándose con estos trabajos y sin dineros, puede ser que caiga en alguna grande ruina, que no padeciera si tuviera su dinero en su cofre: que por tenello el otro, no a lugar a remediarle. ¿Quién dirá que tal privación no es digna de algún premio y valor? y será más o menos según la cantidad y tiempo que careciere del[33].
Luis de Alcalá también utilizaba un ejemplo hipotético para fundamentar su juicio acerca de las cinco condiciones necesarias para cobrar interés. «Yo tengo cien ducados con los cuales suelo y quiero negociar: ruegas me tú que te los preste y yo te los doy con tal concierto que me hagas recompensa de lo que probablemente yo pudiera ganar». Después de ampararse en la autoridad de San Antonino, Luis de Alcalá confiesa que no puede pensar porque:
[…] aviendo yo de negociar con mis dineros y prestando te los a ti por tus ruegos o ymportunacion (que es la primera de las cinco condiciones sobredichas) no te pueda pedir la recompensa de lo que probablemente por experiencia de otras vezes y descontando los gastos y peligros (que es la segunda condición) yo suelo ganar no teniendo tú tal necesidad y yo tal abundancia que sea obligado de te socorrer sin ningún interese (como lo dize la tercera condición) y no lo haziendo por causa de tal préstamo sino por mi interese, como se pone en la cuarta condición[34].
Fray Luis de Alcalá sintetiza su teoría con el dictamen de que «el mismo juicio se ha de tener del dinero que de las mercaderías»[35]. Conviene quizás finalizar este punto con el juicio de este autor acerca de que estos temas morales están «sujetos a mudanza, según los tiempos […] y puesto que en casos semejantes hay tanta variedad, no será terrible el admitir este modo de contrato»[36].
Luis de Alcalá fue una excepción, muy pocos autores de su época compartían su postura «liberal». Por ello comparto el juicio de Raymond de Roover:
La doctrina sobre la usura fue el talón de Aquiles del pensamiento económico escolástico. Los hombres de esta escuela del siglo XVI y XVII, al igual que sus sucesores, se vieron envueltos con dificultades insuperables que contribuyeron grandemente a empeorar la reputación de su doctrina general[37].
El análisis que Luis de Molina hizo sobre este tema tiene gran importancia porque está basado en el juicio de que los banqueros son los verdaderos dueños del dinero que pasa por sus manos. Cuando éstos reciben un depósito, no adquieren el compromiso de devolver ese mismo dinero, sino una suma igual de dinero. La única obligación legal de los mismos es la de tener el dinero disponible en el momento en que el mismo es demandado por los ahorristas[38].
Legalmente, si un banquero no puede cumplir con sus obligaciones (porque no mantuvo un adecuado nivel de reservas), no sólo deberá pagar todas sus deudas, sino también una suma adicional que compense al deudor por el daño sufrido por no haber sido pagado en término.
Moralmente, este banquero peca por haber puesto en peligro su capacidad financiera de cumplir con sus obligaciones, incluso en aquellas ocasiones en que debido al éxito de sus especulaciones con el dinero de sus clientes, sus acreedores no sufren daño alguno[39].
Debido a que Molina también justificaba el descuento de documentos y otras operaciones bancadas, es posible compartir el juicio de Belda acerca de que Molina aprobaba casi todos los mecanismos de creación de crédito[40]. Domingo de Soto fue uno de los primeros escolásticos en describir y aprobar la creación bancaria de créditos. Es común, remarcaba, que…
[…] si un mercader deposita en el cambio [con el cambista] dinero contante, a causa de ello el cambista responde por una cantidad mayor. Entregué al cambista diez mil; pues él responderá por mí en doce, o tal vez quince; porque es una buena ganancia para el cambista tener dinero contante. Tampoco en ello se encuentra vicio alguno. Porque hacer de fiador de otro es valorable, y por tanto el cambista puede hacer lo mismo por el favor que de tal depósito recibe[41].
Los escolásticos también abordaron el tema del descuento de documentos (la compra de documentos o letras de cambio a precios por debajo de su valor nominal). Unánimemente respondían que este tipo de operaciones no puede ser condenado en casos en que se puede argumentar la existencia de lucrum cessans, damnum emergens, o periculum sortis. No todos, en cambio, adoptaban una posición similar en lo que se refiere a casos particulares. Cayetano y Azpilcueta justificaban el descuento en multitud de circunstancias[42]. Citando a Panormitano, Bellarmino y Parra, Lessio determinó que la venta de documentos debería analizarse al igual que la venta de cualquier otro bien, por lo que su precio vendrá determinado por la estimación común, la oferta y la demanda. Concluía diciendo que el derecho a recibir dinero en el futuro (dinero ausente) debe estimarse menos que el dinero presente[43]. Al decir de Vitoria «más vale un toma que dos te daré»[44]. Cayetano era uno de los autores con una postura más «liberal» sobre este tema. Después de especificar que la venta de documentos es como la de cualquier otro bien, continuaba diciendo que nadie está dispuesto a pagar una suma de dinero en el presente para adquirir una suma igual en el futuro[45]. El hecho de no poder hacer uso de un bien hasta una fecha futura forzosamente ha de disminuir el precio del bien. Esto sucede, por ejemplo, con el precio de un terreno que por el momento no puede ser usado para producir fruto en comparación con otro que ya está produciendo. Varios autores jesuitas criticaron este análisis arguyendo que si el mismo se acepta sería prácticamente imposible criticar el cobro y pago de intereses[46].
Según estos críticos, de aceptarse la explicación de Cayetano, sería muy fácil esconder contratos usurarios. Podemos aceptar el razonamiento de los críticos sin compartir su condena moral. A partir del siglo XVI, y quizás desde antes, fue prácticamente imposible otorgar una letra de cambio sin incurrir en riesgos y sin resignar posibles ganancias (lucrum cessans). Cada vez fue más fácil justificar el descuento de documentos con alguno de estos argumentos. Lessio era también muy tolerante de la costumbre existente en Amberes de fijar una tasa del 6 al 12 por ciento, que el deudor debería abonar como recompensa a quienes «privaban» del uso del dinero. Luis de Molina también consideraba apropiado que uno reciba una recompensa por servir de garante de un préstamo para un amigo. Cayetano, Soto, Conradus Summenhart, Navarro y Covarrubias eran de la misma opinión. El servicio que presta el garante tiene un precio que puede ser establecido por común estimación. Es un servicio oneroso, y por tanto el que lo presta puede recibir, con toda justicia, una recompensa. El costo de esta actividad es resultado de la nueva responsabilidad que recae sobre el garante[47].
Numerosos autores escolásticos tardíos (Molina, Conradus, Cayetano, Soto, Navarro y Medina) justificaban que el cambista cobre una tarifa por su servicio siempre y cuando no cobre por el paso del tiempo. Entendían que el dinero futuro tiene un valor menor que el dinero presente, pero para ellos, este diferencial en el precio no era causado por el mero paso del tiempo. Como bien advierte Belda, esto no significa que Molina minimizara la influencia del factor temporal en los intercambios económicos[48].
Molina utilizaba un ejemplo muy claro para demostrar el efecto pernicioso de algunas restricciones al cobro de interés. Este moralista se preguntaba acerca de aquellas situaciones en que una persona adelantaba el dinero para una feria. ¿Puede cobrar una tarifa proporcional al tiempo que debe transcurrir desde el momento de su aportación hasta el momento de la feria? Si no se permitiera cobrar esta prima, ningún negociante estaría dispuesto a prestar dinero. Como estas primas o comisiones varían en forma inversamente proporcional a la oferta de fondos prestables, las mismas aumentarían y todos sufrirían. Los únicos que se beneficiarían serían los negociantes deshonestos, ya que no acatarían las prohibiciones y podrán cobrar una prima más elevada[49]. De acuerdo con Molina, esta prima vendrá determinada primordialmente por la necesidad de fondos: a mayor necesidad mayor tasa[50]. Martín de Azpilcueta también hizo algunos comentarios incisivos:
Ni es verdad que el uso de dinero, para ganar con él cambiándolo, sea contra su naturaleza. Porque aunque sea diferente del uso primero y principal para que se halló, pero no del menos principal y secundario para que es apto. Como el uso de los zapatos para tratando en ellos ganar, diferente es del primero para que se hallaron, que es el calzar, pero no por eso es contra su naturaleza[51].
En lo que se refiere a la actividad bancaria per se, los escolásticos determinaban que el precio justo de las moneda era el precio de estimación común (la oferta y la demanda en un mercado abierto). T. F. Divine remarcó que sería totalmente consistente con el pensamiento escolástico el utilizar la tasa de interés de mercado como criterio para determinar el precio justo de un intercambio de dinero presente por dinero futuro. Sólo así, señalaba este autor, sería posible que este intercambio fuera ventajoso para las dos partes, «principio éste, reconocido tanto por Aristóteles como por Santo Tomás»[52].